jueves, 20 de noviembre de 2008

AFORISMOS DE PAUL VALÉRY

AFORISMOS DE PAUL VALÉRY
NOTA Y TRADUCCIÓN DE JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

Varios libros de Paul Valéry (1871-1945) han circulado en castellano en nuestro país a lo largo del siglo veinte, como El cementerio marino (Alianza Editorial), La joven Parca (Tusquets), Monsieur Teste (UNAM); Variedad I y II, La idea fija, Eupalinos o El arquitecto, El alma y la danza, Mi Fausto, Política del espíritu, Miradas al mundo actual (todos éstos en Losada).
No ha ocurrido lo mismo con Tel quel y Mauvaises Pensées et Autres, de los cuales presento ahora algunos aforismos y fragmentos.
Como se sabe, Paul Valéry fue el poeta francés más importante de la primera mitad del siglo XX, tal vez de todo ese siglo, y quien más influyó en la poesía castellana (Generación del 27 en España, Contemporáneos en México, Generación de Orígenes en Cuba, Grupo Sur en Argentina, etcétera).
Se trata probablemente del último gran maestro de la poesía eminente y radicalmente musical: métrica, rítimica y rimada, con prosodia exigente, en lenguas romances. No habla tanto de la lectura de un poema, como de la “dicción de un poema”.
Discípulo de Mallarmé, admirador de Leonardo da Vinci, Descartes, Racine, Poe, Baudelaire, Wagner, Manet y Degas (enemigo de Pascal, Stendhal, Flaubert, Michelet, Renán, Zolá, Anatole France y de todo tipo de melodramas y novelas “más o menos policiacas”), predicó entre la admiración y el escándalo -y practicó ante el asombro y el aplauso generales-, una poesía musical y mental, difícil y deliberada, que al contrario de las vanguardias no buscaba liberarse de las ataduras tradicionales del poema (metro, ritmo, rima, figuras, prosodia), sino retomarlas y ¡radicalizarlas!
Tradujo con toda tranquilidad a Virgilio (Bucólicas: “¡Qué curiosa manera de amar tenían esos pastores!”), durante la Segunda Guerra Mundial, con los alejandrinos perfectos de Racine: exactamente verso frente a verso, sin encabalgamientos y sin alterar el orden del texto latino, para una edición bilingüe rigurosamente paralela. Fue su último hurra, a los 75 años.
Enriqueció las rimas y las figuras de la poesía francesa con el vocabulario filosófico y los juegos algebraicos. Metáforas como ecuaciones de varias incógnitas simultáneas. Se le acusó de competir con puzzles y crucigramas, lo que en absoluto le pareció desdoro: de eso se trataba la poesía: acertijos, juegos, reglas. “Para escribir nomás ‘llueve’ cuando llueve no se necesita a un escritor, sino a un empleado”.
Su poesía mental es al mismo tiempo vitalista y sensual. Añade a sus escandalosas exigencias y dificultades la de ser un poeta profundamente interesado en la ciencia. Su clasicismo aspiraba a las nuevas coordenadas inventadas por su amigo Albert Einstein. Escandalizaba al inaugurar, con largos discursos lírico-científicos, congresos de cirujanos. Sabía pintar. Siempre lamentó la mala suerte de haber recibido el don de la poesía, que se hace con el “impuro” material del lenguaje común, y no con el de la música: sus aspiraciones como artista se dirigían hacia las óperas de Gluck y de Wagner. No era bailarín ni deportista (salvo la natación), pero admiró la danza y el deporte.
Acaso no se haya cantado jamás a la muerte en ningún idioma con una actitud solar, tan comprometida con el instante humano y tan alejada de las quimeras de ultratumba o los chantajes metafísicos, como en su serena, apolínea contemplación del panteón pueblerino donde reposaban sus antepasados y él mismo habría de ser enterrado, frente al Mediterráneo: El cementerio marino.
Tal vez no exista en ninguna lengua poema en prosa más asombroso y perfecto –“imposible” y sin embargo, redondito- que su larga conversación, a la manera de Hamlet y el cráneo, con un caracol arrojado a la playa: la prosa abstracta, lo Arbitrario Puro, y sin embargo: toda la gran armada de la prosa francesa, las cataratas de metáforas, las inducciones, deducciones, intuiciones pasmosas (“El hombre y el caracol” en Variedad). “La joven Parca”, “La Pythie”, “Esbozo de la Serpiente”, “Fragmento de Narciso”, “Granadas”, “Palmera”, “Au Platane”, “Orfeo”, “La Aurora”, “La Abeja” son otros de sus poemas invariablemente antologados.
Todos los poemas de su libro Charmes han sido celebrados por varias generaciones en muchas lenguas. Lo han traducido y destacado D’Annunzio, Rilke, Eliot, Auden, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Mariano Brull... Gerardo Diego, Salinas, Cernuda, Villaurrutia, Gorostiza, Borges, Lezama Lima (su Narciso, sus “analectas del reloj”) no se conciben sin su poesía ni su pensamiento poético.
Más que crítico literario (jamás elogió a ningún escritor vivo, a menos que se tratara de alguna ceremonia oficial, obligatoria, y siempre en términos de estricta etiqueta), fue un pensador u observador místico (misticismo sin Dios, misticismo del Espíritu Puro) del fenómeno literario.
Causó escándalo al inventar una nueva asignatura universitaria, que se ha vuelto penosa en las últimas décadas, la “Poética” (el estudio formalista, ahistórico, de poemas), que impartió en el Collège de France durante los años treinta, y que circula en apuntes de sus alumnos. Sus seguidores, por desgracia, no contaron con el empuje, el talento y la experiencia práctica del maestro. Valéry sabía teorizar sobre versos que podía construir de modo insuperable. En algún momento dijo que la poesía era una cosa que se hacía, que se componía, y no un tema alejado de la práctica. Después de su muerte no se ha sabido de ningún “profesor de Poética” que sepa hacer excelentes versos tradicionales. Alcanzó a escribir contra los pretendidos estudios cuantitativos, formalistas, inventariales sobre poesía: le resultaban tan supersticiosos como aquellos que acudían a la mera biografía o a la “psicología” del poeta.
Discípulo de los poetas simbolistas (Baudelaire, Nerval, Mallarmé, Verlaine, Rimbaud); contemporáneo de la Generación de la Nouvelle Revue Française (Gide, Claudel, Marcel Schwob, Proust, Cocteau, Henri de Régnier, Pierre Louys, Saint-John Perse, Paulhan), maestro de los poetas surrealistas y de los teóricos estructuralistas, que incluso llegaron a agruparse bajo el título de uno de sus libros, Tel Quel, Paul Valéry es también -en sus obras en prosa- un conferencista, pensador y aforista admirable, en la mejor tradición de Bossuet, Pascal o La Rochefoucauld.
Su inteligencia analítica se antoja tan aguzada como su sentido del humor. Y del juego. Bien leído, defiende en un texto lo que satiriza en otro, o al revés. A veces incluso en el mismo texto. Vgr: En poesía sólo existe la perfección, pero la perfección es arbitraria y la vida un producto del azar: ergo... Además, es el lector quien hace la poesía, al momento de leerla, según su teoría: el lector juega con los dados que le arroja el poeta... y obtiene combinaciones o resultados no siempre previstos. ¿Entonces el rigor, la deliberación y el control extremos de la escritura?
El archienemigo de la poesía fácil, espontánea, improvisada, descuidada, escribió “Poesía bruta” (sic) y la dio a imprimir sin retoques. El campeón del rigor hizo publicar algunos de sus aborrascados cuadernos de notas como libro en forma, sin siquiera corregir rasgos elementales de edición o estilo: los mandó fotografiar y ya, para ofrecer al lector la azarosa escritura de un pensamiento apresurado. Y conservó tal versión en las ediciones siguientes, durante tres décadas (hasta las Oeuvres definitivas en La Pléiade, Gallimard, 2 tomos).
Exigía trabajar diez años cada verso, pero casi todos sus libros fueron escritos o dictados (sic) a las carreras, y así lo anuncia en los prólogos –“Sólo hago escritos de circunstancias, entre múltiples ocupaciones”-, como quien dice: “No tomo en serio nada, y menos mis propios consejos”.
Tal paradoja o contradicción lo enaltece y lo libera de etiquetas o mitos. Valéry es Valéry.



PAUL VALÉRY: TAL CUAL y MALOS PENSAMIENTOS

1
Las bellas obras son hijas de su forma, que nace antes que ellas.

2
El valor de las obras del hombre no reside en absoluto en ellas mismas, sino en los desarrollos que ellas reciben de otros hombres en circunstancias ulteriores.
Nunca sabemos de antemano si tal obra vivirá... Ella es un germen más o menos viable; necesita de las circunstancias, y la más débil puede verse favorecida por ellas.

3
Nada más original ni mas personal que alimentarse de los otros. Pero es necesario digerirlos. El león está hecho de cordero asimilado.

4
Un libro no es después de todo sino un extracto del monólogo de su autor. El hombre o el alma habla consigo mismo; el autor escoge entre ese discurso, y lo que elige depende de su amor propio; si se ama en tal pensamiento, si se odia en tal otro; su orgullo o sus intereses adoptan o desechan lo que le viene a la mente, y lo que él querría ser escoge entre lo que él es. Una ley fatal.

5
Escribir con pureza en francés, o en cualquier otra lengua, es una ilusión tomada de los letrados. Y no estoy para nada de acuerdo con ellos. La ilusión consistiría en creer que existe una pureza esencial y definida del lenguaje... definida por caracteres que todos sientan y admitan sin discusión. Pero el lenguaje es una creación estadística y en continuo proceso...

6
La sintaxis es una facultad del alma.

7
Todo poeta valdrá finalmente lo que haya valido como crítico (de sí mismo).
Grandeza de los poetas de asir con fuerza con sus palabras, lo que no han hecho sino apenas entrever débilmente en su espíritu.

8
De un escritor moderno:
Sus accidentes son admirables, pero su sustancia vale poca cosa.

9
El ser que trabaja se dice: Quiero ser más poderoso, más inteligente, más feliz... que yo mismo.

10
Para amar la gloria, hay que hacer gran caso de los hombres; hay que creer en ellos.
La estatua y la gloria son formas del culto a los muertos, que es una forma de la ignorancia.

11
Pero amamos a quien cree que somos lo que quisiéramos ser, y ése es el fondo del placer de la gloria.

12
Nuestros verdaderos enemigos son silenciosos.

13
No se debe atacar a los demás, sino a sus dioses.

14
Uno no sabe jamás con quién se acuesta.

15
Diversos teólogos podrían hacernos creer que Dios es idiota.

16
Un crimen que quiere ser cometido engendra todo lo que necesita: las víctimas, las circunstancias, los pretextos, las ocasiones.

17
Las tonterías que ha hecho y las tonterías que no ha hecho se reparten los lamentos del hombre.

18
Lo que se ama, inspira: Ser amado, es inspirar, volver a alguien inventivo: productor de imágenes, de atenciones, de trampas, de supersticiones; de violencias.

19
Los debates más violentos ocurren siempre entre doctrinas o dogmas que difieren poquísimo.

20
Lo que me resulta difícil me es siempre nuevo.

21
El hombre es absurdo por lo que busca; grande por lo que encuentra.

22
Conviene llamar Ciencia al conjunto de recetas que siempre funcionan. Todo lo demás es literatura.

23
El despertar les da a los sueños una reputación que no merecen.

24
El hombre es un animal encerrado... afuera de su jaula.

25
El tedio es finalmente la respuesta de lo mismo a lo mismo.

27
Hay que evitar siempre hacer el bien... nada hiere más.

28
Lo que ha sido creído siempre por todos y por todas partes, tiene todas las probabilidades de resultar falso.

29
Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre: el fuego, la humedad, los animales, el tiempo... y su propio contenido.

30
Un poema debe ser la fiesta del intelecto. No puede ser otra cosa. Fiesta: un juego, pero solemne, pero reglamentado, pero significativo...

31
La mayoría de los hombres tienen de la poesía una idea tan vaga que esta vaguedad misma de su idea es para ellos la definición de la poesía.

32
Hay dos tipos de versos: los concedidos y los calculados.
Los versos calculados son aquellos que se presentan necesariamente bajo la forma de problemas a resolver, y que tienen como condiciones iniciales los versos concedidos, y luego la rima, la sintaxis, el sentido ya encaminados por los versos concedidos.

33
Dignidad del verso: si falta una palabra, se arruina todo.

34
Un poema jamás está acabado.

35
Una mala forma es una forma que sentimos la necesidad de cambiar, y que cambiamos nosotros mismos; una forma es buena cuando la repetimos e imitamos sin poder modificarla con éxito.

36
Es prosa un escrito que tiene una finalidad expresable por medio de otro escrito.

37
Cuando la obra se ha publicado, la interpretación que de ella haga su autor no tiene más valor que la de cualquier otra persona.

38
Entre clásico y romántico la diferencia es bien sencilla: un oficio que uno conoce y otro ignora. Un romántico que ha aprendido su oficio se convierte en clásico. Por eso el romanticismo... ha terminado en el Parnaso.

39
El mundo sólo vale por sus extremos y se conserva gracias a sus medianías. Sólo vale por los ultras y se conserva gracias a los moderados.

40
Lo que se aprende, al leer a los escritores verdaderos, son las libertades. Reciben un lenguaje anónimo y medianero, y lo convierten en voluntario y único.

41
Todo ironista avizora un lector pretencioso donde se mira.

42
El poder sin abuso pierde su encanto.

43
Hay versos que uno encuentra. Los otros, los hace. Perfecciona los encontrados. “Naturaliza” los otros.

44
¡Por fin libre de los museos! Las colecciones se oponen al espíritu como el harem al amor.

45
El arte es tan malvado como el amor. Y arte y el amor son criminales en potencia, o no son tales. Todo lo que viene de los dioses introduce infiernos en el hombre.

46
La cortesía es la indiferencia organizada.

47
Toda obra es producto de muchas otras cosas que de un “autor”.

48
No conocemos nuestros propios sueños sino en la traducción que nos da el despertar.

49
Comparar la extravagancia y la complicación de los órganos genitales con la simplicidad de la noción del amor; la extravagancia y la complicación de la estructura cerebral con la idea simple del pensamiento, del alma, del espíritu.

50
Estos autores tan diversos son infinitamente vecinos. Han leído los mismos libros, los mismos periódicos; han estudiado en los mismos colegios, y generalmente han tenido las mismas mujeres.

51
Una literatura en que se advierte el sistema está perdida. Uno se interesa en el sistema, y la obra no tiene ya otro valor que el de un ejemplo gramatical. No sirve sino para comprender el sistema.

52
Los optimistas escriben mal.

53
Escritores sonoros: violentos. Un hombre completamente solo en su cuarto tocando el trombón.

54
Víctor Hugo es un millonario, no un príncipe.

55
La conciencia reina pero no gobierna.

56
Los prestigiosos, incluso los más sólidos, los más “justos”, son siempre producto de las circunstancias y jamás de sus actos. Los grandes nombres reflejan una especie de luz que les llega por todas partes. La que ellos emiten por sí mismos constituye una mínima fracción.

57
El gran triunfo del adversario es de hacerte creer lo que dice de ti.

58
Quien no tiene nuestras repugnancias nos repugna.

59
Todo es magia en las relaciones entre el hombre y la mujer.

60
La alabanza engendra cierta fuerza y organiza cierta debilidad... Lo mismo la crítica.

61
No toquéis a vuestros enemigos. No hagáis de los adversarios vuestros iguales.

62
Todos nuestros enemigos son mortales.

63
La alabanza es una injuria al orgullo.

64
¡Qué importa lo que uno haya sido! La gloria adquirida insulta el presente, lo atormenta y envilece. Tiene la naturaleza de una lamentación. Canta lo que uno ha perdido, lo que uno tiene de muerto.

65
Sobre las cosas extremas, como la muerte, los vivos, que se renuevan, se repiten indefinidamente. Andan entre tres o cuatro ideas que son los cuatro muros de su cuarto mental, rebotando de pared a pared como pelotas.

66
Las meditaciones sobre la muerte (tipo Pascal) son producto de hombres que no tienen que luchar por la vida, ni ganar su pan, ni mantener hijos.
La eternidad ocupa a los que tienen tiempo que perder. Es una forma del ocio.

67
Su reducción al absurdo nos cambia en bestias exactas.

68
Es lo falso lo que da color y hace vivir lo verdadero.

69
Hay una juventud eterna en lo imposible.

70
La grandes palabras: Lo Infinito, El Absoluto, La Naturaleza... Tales son las pesas de cartón que eleva, sostiene y regresa al piso el Hércules literario.

71
Plagiario es el artista cuyo arte consiste en elegir. Un gran arte.

72
...detrás del iconoclasta que soy, el vago constructor aislado que encuentro también en mí...

73
No me gusta escribir. No me gusta leer por leer. En lo que respecta a la literatura, no me interesan sino las formas y la composición; lo demás no me parece serio.

74
La novela es un genero inocentón. Considero a la poesía como el género menos idólatra.

75
Política de la vida: Lo real está siempre en la oposición.

76
Un hombre competente es aquél que se equivoca según las reglas.

77
La obra sólida se defiende de las sustituciones que el espíritu de un lector activo y rebelde intenta siempre imponerle.
No olvidar jamás que una obra es cosa acabada, detenida y material. Lo arbitrario viviente del lector arremete contra lo arbitrario muerto de la obra.
Pero este lector enérgico es lo único que importa –es el único que puede extraer de nosotros lo que no sabíamos que poseyéramos.

78
Primer caso:
¡Oh Mengano! Te diriges a un lector que no te envidio.

Segundo caso:
El libro está “bien”... Pero no envidio para nada la inteligencia del autor.

79
Creamos por un instante en la hipótesis de la evolución: ¿Un observador de la época de los amonitas hubiera previsto a los mamíferos?

80
Todos los estudios sobre arte y poesía tienden a presentar como necesario lo que es arbitrario por naturaleza.

81
Quien quiera hacer grandes cosas debe pensar profundamente en los detalles.

82
Un gran hombre es una relación particularmente exacta entre las ideas y una ejecución.

83
“To be”, etc. Se ha reflexionado durante mucho tiempo en esa supuestamente profunda frase de Shakespeare. Lo que se encuentra en ella está lejano del valor que se ha querido atribuirle. Pero se trataba de una frase de teatro –y al teatro le basta una profundidad teatral.

84
Lo que Víctor Hugo creía que lo engrandecería desmesuradamente y lo alzaría al rango de los dioses, no lo hace sino ridículo.

85
Si se tuviera que labrar sobre la piedra dura en lugar de escribir al vuelo, la literatura sería muy diferente. ¡Y ahora, se dicta!

86
El pintor no debe pintar lo que ve, sino lo será visto.

87
Todo lo que es contrario a la naturaleza y el hombre desea, es la naturaleza del hombre.

88
Ciertas obras son creadas por su público, otras crean al suyo.
Las primeras responden a las necesidades de la sensibilidad natural promedio. Las segundas crean nuevas necesidades artificiales, a las que satisfacen al mismo tiempo.

89
El arte más grande es aquel cuyas imitaciones son legítimas, dignas, soportables. No se destruye ni se deprecia por ellas. Ni ellas por él.

90
Qué extraño el apegarse así a la parte perecedera de las cosas, que es exactamente su cualidad de ser nuevas.

91
La crítica, cuando no se reduce a opinar según su humor y sus gustos -es decir, a hablar de sí haciendo como que habla de una obra-; la crítica, si juzgara, consistiría en una comparación entre lo que el autor ha intentado hacer con que lo que ha hecho efectivamente. Mientras que el valor de una obra está en la relación singular e inconstante entre esta obra y algún lector, el mérito propio e intrínseco del autor reside en la relación entre él mismo y su intento.

92
En escritura, la corrección es la conformidad con las convenciones.

93
Idea poética es aquella que, puesta en prosa, sigue reclamando el verso.

94
La superioridad como causa de impotencia. Ser incapaz de una estupidez que podría ser “ventajosa”.

95
Un ser incapaz de vivir otra vida que la propia, no podría vivir ni siquiera la suya.

96
¡Cuántas cosas hay que ignorar para “actuar”!

97
Su desprecio de los hombres y de sí mismo, su disgusto y su decepción generalizadas, conducen al espíritu profundo a no tolerar sino a la sociedad más frívola.

98
El moralista es un amateur difícil. Necesita combates e incluso caídas. Una moral sin descarnizamientos, sin peligros, sin problemas, sin remordimientos, sin náuseas, no sabe a nada. Lo desagradable, el tormento, la labor, el viento contrario son esenciales para la perfección de este arte.

99
La moral es una especie de arte de no realizar los deseos, de debilitar el pensamiento, de hacer lo que no gusta y de no hacer lo que gusta. Si el bien gustara y el mal disgustaría no habría moral, ni bien ni mal.

100
El hombre no puede sinceramente ni venderse al diablo ni entregarse a Dios.

jueves, 6 de noviembre de 2008

EN TORNO A JOSÉ WOLDENBERG

EN TORNO A JOSÉ WOLDENBERG
Por José Joaquín Blanco

1. ¡Woldenberg con corbata!

Cuando fue nombrado presidente del IFE, algún cronista chocarrero filtró la “especie”, como dicen los políticos, de que José Woldenberg era un fiel seguidor del Atlante, aunque todos los iniciados en la Secta de la Transición Democrática —secta que, supongo, ya se está inscribiendo en Gobernación como nueva “asociación religiosa”— sepan perfectamente que es el Necaxa el dueño de sus sobremesas.
Los hombres públicos sufren esta alevosía de los cronistas: aquéllos hacen la historia, pero éstos les escriben chocarreramente sus historias, de las que luego no hay modo de deshacerse, je.
En este sexenio llegó al poder mi generación, la de los jóvenes de 1970, nacidos hacia 1950. ¿Mi generación? No: la generación de ellos: los otros. Ni mis amigos ni yo nos parecíamos a los Chuayffets (el servicio ortográfico de Microsoft me sugiere escribir “chayotes”) ni a los Zedillos. La tan traída y llevada “generación de los setenta” —la de los mítines, la contracultura, el rock y los poemas— probablemente no existió sino en la Culturiux, que dice José Agustín.
Los neo-próceres de la política y de la economía no eran “la generación de los setentas”. Woldenberg sí, y sentí cierta reivindicación generacional y muchas ganas de festejar, al verlo ungido, cariacontecido y con corbata, alzar el brazo —tieso y con la palma hacia abajo— para prestar juramento... ¡como conscripto en filas que mide distancia! Luego, claro, viene el paso redoblado, y a marchar.
El nombramiento no podía ser más justo ni más lógico. La pasión de Woldenberg por los mecanismos democráticos, devenida monomanía, lo calificaba como el candidato perfecto; así como su erudición en electorología (e-lec-to-ro-lo-gí-a) y sus conocidos buen sentido y honradez, probados públicamente en tantos años de aventuras sindicales, partidarias, periodísticas y finalmente como consejero electoral.
¿Pero el PRI iba a aceptar, como árbitro, a un ex-delantero del PSUM, del PMS? Lo aceptó. No me asombra la calurosa simpatía que desata entre los líderes del PAN: siempre han querido elecciones limpias... para presentar en ellas candidatos bien percudidos. Claro que eso ya no es cosa del IFE. ¿Y la izquierda, que trató de hacerle la vida de cuadritos —como a otros miembros del MAP— en el PSUM, el PMS, el PRD?
La mala noticia es que la literatura pierde un buen escritor, al menos por varios años más. A mediados de los setenta estudiaba yo a Vasconcelos y a los Contemporáneos, y se me ocurrió la siguiente pregunta: ¿por qué sólo entonces, hacia los años veinte y treinta de este siglo, los mejores talentos del país se dedicaron precisamente a la escritura?
No uno ni dos, como suele ocurrir, sino generaciones enteras: la de López Velarde, Reyes, Azuela, Henríquez Ureña, Estrada, Vasconcelos, Guzmán, ¡hasta Luis Cabrera!; y la de Novo, Cuesta, Villaurrutia, Pellicer, Gorostiza, Torres Bodet, Cosío Villegas...
Bueno: por esos años los caudillotes tenían copados todos los espacios políticos, y no dejaban entrar a los intelectuales serios, o los corrían muy pronto. Vasconcelos y Guzmán no habrían escrito, o habrían escrito mucho menos, si la política les hubiera hecho justicia. A varios de los Contemporáneos, por fortuna tardíamente, la política terminó distrayéndolos de la literatura. ¿Mejoró la política? No: perdió la literatura.
Es nefasta ley mexicana que los buenos escritores se dediquen a fracasar en las redenciones políticas del país, en lugar de entregarse decididamente a la literatura. Sólo se han dado en mata los buenos escritores mexicanos cuando se ven, en buena hora, excluidos de la política.
Pero no se resignan nuestros escritores-políticos. En cuanto los llama la política dejan a las musas en standby. Quién sabe si ellas, dóciles y pacientes, los seguirán esperando cuando, muchos años más tarde, sean requeridas.
A diferencia de otros escritores de su edad, con razón melancólicos y más o menos apocalípticos, Woldenberg siempre ha mostrado una irritante inclinación afirmativa. Es un entusiasta, un optimista. Creyó en el sindicalismo, en el socialismo, en el Necaxa y ahora... ¡en el IFE!
Los escritores-políticos dicen (un Vasconcelos, un Malraux) que la política escribe no sólo sobre la página, sino directamente en los hechos. Yo creo que las páginas también son hechos. ¿Alguna de nuestras elecciones ha sido más valiosa que un libro siquiera mediocre?
Woldenberg cree que ahora sí va a ocurrir el prodigio. ¡Ah, la política; y luego dicen que es la poesía la delirante! Por lo pronto, sus lectores han perdido concretamente, por un buen rato, a su articulista, y al autor de ese libro de ensayos sobre el desencanto de la izquierda, que tantas ganas tenía yo de leer. El milenio del IFE, en cambio, es bastante conjetural.
Me lo imagino encorbatado —la corbata, ya se sabe, es la mitad de la horca: ya está puesto el nudo, sólo falta que le arrimen el árbol—, en las sesiones de siete o diez o treinta horas del IFE... o leyendo los cientos de tomotes de cifras y reglamentos, protestas, propuestas y contrapropuestas, mientras afuera del edificio del IFE la gente, muy quitada de la pena, canta a Juan Gabriel: “¿Pero queeeé necesidaaad? ¿Para queeé tanto probleeema...?” (1996)



2. WOLDENBERG: TODO UN PROBLEMA FILOLÓGICO

1
Lenta pero consistentemente, José Woldenberg se está imponiendo como todo un problema filológico. Infringe y entremezcla los géneros literarios o retóricos establecidos, y en Memoria de la izquierda nos ofrece al mismo tiempo memorias, diario (o semanario), historia, crónica, análisis ideológico y político, reflexión, narrativa y comentarios irónicos y humorísticos, además de algunas paradojas filosóficas sobre la memoria y el olvido, todo ello en un solo desplante de ligereza periodística.
Se trata de un libro ávido y difícil. Dice Woldenberg que dudó mucho sobre cómo escribir un libro que recuperara sus recuerdos de izquierdista universitario; que intentó diversos caminos, y al parecer se decidió ¡por todos ellos al mismo tiempo!, y por escribir varios libros en uno solo.
Más que un sistema, eligió un mero hilo conductor cronológico, y fiarse un tanto aleatoriamente a sus recuerdos, a su inspiración y al humor del momento. Y la disciplina del infalible “método Bocanegra”: escribir, llueve o truene, un capítulo semanal que publicaba a manera de folletón en Etcétera.
El resultado es una obsesiva conversación apasionada, que recobra con gran fortuna el temperamento, las atmósferas emotivas e intelectuales, el “espíritu del tiempo” si no de la izquierda en general, sí del propio Woldenberg como izquierdista setentero.
Conocí a Pepe hace veintisiete años. Era ya, entonces, durante nuestro seminario de estudios marxistas y nuestro viaje a Avándaro en 1971, un peligroso miembro de la más latosa banda de escritores imaginable. La de los escritores que se niegan a serlo, que se ponen todos los obstáculos, distancias, aplazamientos y problemas concebibles; insólito imaginarlo pacificamente sentado largo tiempo frente a su escritorio escribiendo un libro; no, tiene que andar fundando cineclubs, seminarios, institutos y sindicatos; partidos políticos y tendencias de partidos políticos; centros de estudios ideológicos, de degustación de habanos y de trivia futbolera, hasta llegar a su actual exceso de sufrir el papel de árbitro o “tirantes” estadístico de las elecciones. (Me dicen que también es árbitro de ciertas patadas bajo la mesa de los propios consejeros electorales.)
Conozco bien a esa banda de los escritores que se niegan a serlo. Son los Vasconcelos, los Koestler, los Unamuno, los Malraux, los Sartre. A veces estos antiescritores que componen “antimemorias” terminan escribiendo más libros, y mucho más gruesos, que los de los literatos convencionales. El archiliterato Julio Torri escribió sólo la centésima parte de la obra del antiliterato José Vasconcelos.
En ocasiones, de tanto despreciar y patear a las musas, o de dejarlas esperando años enteros en el zaguán, o de traerlas jaladas de los pelos por docenas de aventuras y empresas tumultuarias, logran escritos diferentes, novedosos, asombrosos.
Pero veamos las etapas del problema filológico llamado José Woldenberg. El joven escritor que conocí, quien no se decía aún escritor, ni tenía prisa por publicar ni por firmar sus escritos, era un lector voraz de una seriedad intolerable. Seguramente ya entonces devoraba novelas y títulos ligeros, pero sobre todo lo recuerdo hablando de una enorme cantidad de extraños libros teóricos, escritos en jerigonzas filosóficas o sociológicas inextricables. Me arrastró, en complicidad con Iris Santacruz, Mario Guillermo Huacuja y Luis Emilio Giménez Cacho, a uno de ellos, que casi me infarta en plena juventud: la Dialéctica de lo concreto, de Karel Kosic.
Algo recupera en su Memoria de la izquierda de aquella especie de orfandad intelectual de los estudiantes del “post 68”, quienes ya no creíamos en el discurso político y académico tradicional, pero que no teníamos otro; de modo que asaltábamos compulsivamente cuanto discurso extraño pareciera organizar y aclarar nuestro mundo, especialmente el marxismo y algunas explicaciones del subdesarrollo, como la “teoría de la dependencia”.
El estudiante Woldenberg exigía rigor, claridad conceptual y crítica minuciosa de los textos; el humor, el placer, el relajo, los chistes quedaban religiosamente excluidos hasta la hora del recreo. Todo era muy en serio. No parecía muy patriótico andar leyendo en esos días a José Agustín, cuando tantos tomos de Gunder Frank estaban esperando en el librero.
Muy pronto los estudiantes ávidos se convirtieron en profesores dominados por la obsesión pedagógica. Unos nuevos alfabetizadores de la historia, la política, la economía, la sociología. Unos nuevos “misioneros culturales”, abocados ahora a la ciencia política. Huacuja y Woldenberg escribieron al alimón una tesis que se volvió libro de texto.
Había pues que refundar el conocimiento de la historia y de la sociedad mexicanas, a toda prisa, y difundirlo con precipitación, porque no había tiempo qué perder. La patria era asunto urgente. Se trata de la generación de los jóvenes profesores de mediados de los años setenta, cuando tanto creció la educación superior. La escritura sujeta a la vocación de servicio, a la misión pedagógica, y no a difusas o vagas teorías del conocimiento o del arte puros. Mucho menos al mero placer personal, a la Trascendencia, o al mercado.
Para entonces Nuestro Problema Filológico (en lo sucesivo, el NPF) se había dejado crecer una especie de piocha impresionante, que algo lo acercaba a Trotski, a Ho Chi Minh y a José Revueltas. Y ya escribía abundantes artículos sobre sindicalismo universitario, y a ratos hasta los firmaba, pero con cierta incomodidad: frente a la urgencia política, social, ¿qué valor podía tener la vanidad de autor?
Esta escritura del profesor Woldenberg perdura hasta la fecha, o perduraba... porque para mi gran regocijo la contradice por completo en Memoria de la izquierda. Es la habitual de sus artículos políticos (por ejemplo, Revuelta y congreso en la UNAM y Violencia y política). Una escritura clara, esencial, casi impersonal, endiabladamente lógica, que jamás se deja tentar por el ruido, por el insulto, por los tonos emotivos ni las solicitaciones de dogmas o prejuicios.
No se solía escribir así, y menos de política. Acaso Carlos Pereyra, que era Otro Problema Filológico (un OPF), quien se autodefinía como “universal y abstracto”, y constituía una absoluta excepción entre la escritura política de su tiempo, influyó en ese estilo enemigo del ruido, de la declamación y de la visceralidad y los gestos teatrales.
Yo admiraba la sensatez, el conocimiento minucioso, la cordura y la esencialidad del profesor Woldenberg, pero no lo seguía en su estilo. La verdad es que la mayor parte de nuestra generación eligió el camino contrario. Escribíamos con harta rabia y con hartos chistes, con ruido y con furia; injuriábamos, denostábamos, satirizábamos, extrapolábamos: queríamos romper la vocecita pulida y discreta de los profesores.
Desconfiábamos de la cordura, de la sensatez, de la caballerosidad, de la lógica limpiecita y ordenada como vajilla en oferta de un aparador de Sears. Digamos que considerábamos, por excelente que fuera, un tanto neoclásico ese estilo; y buscábamos, por el contrario, una voz expresionista. ¡Nada de velascos; puros orozcos!, clamábamos.
Nadie, sin embargo, tiene veintitantos años para siempre, de modo que los antiguos ruidosos, quiénes más, quiénes menos, hemos devenido a la vuelta de dos decadas algo sensatos, algo caballerosos, algo pulidos y discretos.
La serenidad y la cordura con frecuencia son los más expeditos caminos al exceso, a la locura. Y en efecto, el buen profesor Woldenberg, escribió el libro más desmesurado y extravagante de mi generación: la Historia documental del Spaunam, el cual, si se descuida un poco, supera en en páginas a La guerra y la paz. En Memoria de la izquierda nos asegura que tal volumen tuvo al menos dos lectores comprobados. Acaso exagera.
Lo más formidable del asunto es que una buena tercera parte de las Memoria de la izquierda ¡se ocupa nuevamente del Spaunam!, como si fuera posible que algo al respecto se le hubiera quedado en el tintero. Y es que aquella locura pedagógica y académica lo arrebató por completo, como a algún avatar de Don Quijote, y dedicó buena parte de los años setenta a la creación de un sindicalismo universitario que, desde luego, no se conformaría con gestiones, prestaciones ni cuestiones administrativas y salariales, sino que se proponía reformar o refundar la academia, la universidad. Para luego, supongo, reformar o refundar la patria; y de ahí vámonos recio al paraíso. Soberón acaso no se equivocaba del todo cuando creyó que le estaban arrebatando el escritorio. La “raza cósmica” de Vasconcelos fue reducida a la modestia por la utopía de algunos woldenbergianos arrebatados del SPAUNAM.
Woldenberg vuelve a recordar los episodios del sindicalismo universitario, vuelve a analizarlo, vuelve a discutirlo —nunca dejará de hacerlo: uno regresa una y otra vez, hasta en la más alta ancianidad, a su mejor juventud, como el criminal al lugar de su mejor crimen—, pero ahora nos ofrece también lo que lo rodeaba: el espíritu de la época, los perfiles de la gente que soñaba esa quimera, la cotidianeidad de tales luchas, toda una juventud echada al asador de esa utopía que, sugiere, al menos permitió a muchos jóvenes vivir con impulso vital, esperanza, entusiasmo y dramatismo sus años febriles. El proyecto terminó mal, pero algo del fuego, del fulgor de esas luchas sigue luciente y cálido en las páginas de Memoria de la izquierda.
La penúltima etapa en la cronología de Nuestro Problema Filológico (el NPF) es la más asombrosa de todas. De repente el escritor que se negaba a serlo, que se ponía empresas y obstáculos a cada paso, se recoge —así, como si nada, como si le hubiera dado gripe y ya—, se concentra y logra uno de los títulos más puros e intensos de nuestra literatura contemporánea, un himno intelectual no sólo convincente, sino seductor, a la dicha y a la vida real: Las ausencias presentes. Lo malo de estos escritores rejegos —lo bueno, quiero decir— es que a veces la literatura, que gusta de malos tratos, premia con creces sus desdenes; y se les ofrece de pronto, toda entera.
Finalmente, la Memoria de la izquierda. El profesor Woldenberg cede, y aparece el conversador. Se toma libertades de sintaxis y composición inusitadas. Bromea, reflexiona, narra, hasta alburea (con la tímida coartada de homenajear a Galván).
Le pareció al principio casi imposible recuperar sistemáticamente el recuerdo, y un poco a la manera de Proust, dejó que buenamente los recuerdos llegaran a él, por sí mismos, a su propio capricho, sin exigirles que se adecuaran a formas rígidas. Recuerda y conversa. Remoja su magdalena en el te; “abre la puerta, y ahí están todos los personajes”, como le dijo el mago Luis Miguel Aguilar.
Tenemos ahora un prosista más libre, y aunque no deja de darnos clase de vez en cuando, conversa la mayor parte del tiempo con un tono sonriente de camaradería traviesa. Las andanzas obreristas de Giménez Cacho están narradas en la vena del mejor Gorki. El capítulo sobre la cárcel posee una intensidad lírica sólo comparable a la de su novela. En otro apartado, el de una exposición canina, advierto, además de la memoria, la posibilidad de un cuento político capotiano, de no-ficción, magnífico: cuestión de narrarlo un poco más, de seguirlo narrando como iba, pues de pronto NPF abandona la narración y asume la explicación histórica, discursiva, de los hechos. Los hechos quedan claros, y el magnífico cuento a la mitad.
NPF se impone, sin embargo, dos condiciones extremistas. El moderado Woldenberg tiene sus extremismos. ¡Que Dios nos cuide del radicalismo de los tolerantes! No las objeto: simplemente las señalo. Son tremendas. Nuestro problema filológico empieza a ser un problema al cubo. (Y del cubo saltar al prisma, y del prisma saltar a la esfera, diría Luis Cardoza.) Woldenberg pretende escribir memorias pero:
1) Sin tocar, ni con el pétalo de una rosa, la vida privada ni
2) la fama pública de todos y cada uno de sus personajes.
Jamás me había enfrentado yo, como lector, a semejantes exigencias en un memorialista:
—Voy a recordarlo todo —parece decirnos—, pero habré de filtrarlo con un respeto y una caballerosidad extremosos; será un tiempo recobrado pero sin atropellar vidas privadas, y sin revivir odios ni enconos personales, sin mencionarlos siquiera, apenas aludiendo en lo “universal y abstracto” a los adversarios, villanos u ogros en general.
¡Pero si la mayor parte del sabor de las memorias son precisamente los chismes sórdidos o mohosos, y el desfogue orgiástico de la maledicencia! ¡Hasta San Agustín! Podría llenar un directorio telefónico de los autores de memorias que fueron prestigiosos maledicentes e intrusos en la vida privada propia y de los demás. Sin chismes sórdidos o burlescos, sin maledicencia, ¿qué queda de Proust? (Los propios Evangelios hablan de malas conductas privadas y dan rienda suelta a bastante biliosa maledicencia). Más que cualquier otro género literario, las memorias requieren la complicidad del demonio, que NPF rechaza.
Woldenberg sólo habla mal, por su nombre, de un tal Lechuga, como de un traidor al sindicato. A López Portillo lo censura, pero con una ironía casi franciscana. Los rectores y altos burócratas universitarios, los policías, los políticos, los gobernantes, los ultras sanguinarios, la prensa venal, los especuladores financieros, quedan difuminados como entidades genéricas, a las que sólo se ataca, y con gran batería, en el plano intelectual, pero sin convocar los duros sentimientos, los agrios pensamientos personalizadísimos que alguna vez provocaron. El propio rensentimiento de su vejación en la cárcel se expresa en tonos líricos, escuetos, casi cifrados, más propios del poema que de la conversación. También el pudor puede incurrir en excesos. ¡Puros velascos, nada de orozcos!
Yo recuerdo, por el contrario, unos años setenta de enconos personales de espectacular dinamita: por cualquier nonada se rompían para siempre hasta amores y amistades profundos; y de vidas privadas completamente expuestas al rumor, al chisme, a la insidia, incluso al clamor.
¿Se puede escribir memorias con tal pudor frente a la intimidad de los contemporáneos, y con tal caballerosidad frente a los enemigos, verdugos y adversarios? Woldenberg cree que sí. Sigue siendo todo un problema filológico. Se trata de una actitud ética, o mejor aún, estética, personal; no le parece limpio urgar ni exhibir la vida privada de nadie; no le parece honrado desfogar pasiones “negativas” ad hominem, por justificadas y comprobables que sean. Es él quien establece, explícitamente, estas reglas de su relato.
No estoy de acuerdo, desde luego: sin mala fe, sin lodo, sin el perro humano no hay literatura. El “angelismo” también sugiere un peligro: podría puerilizar un tanto a los personajes, descarnarlos y dibujarlos como claras y simpaticonas sombras pintorescas, en perpetuo estado de gracia. Pero los libros de Woldenberg siguen sus propias teorías (cuenta de su parte con sus clásicos: sus Horacios, sus Virgilios), y sería absurdo pedirle orozcos a los velascos.
Relato y ensayo, informe minucioso y reflexión, conversación y teoría, espléndidas viñetas narrativas y algunas cansinas revisiones de administración sindical, Memoria de la izquierda tal vez admita, mejor que cualquier otra clasificación, la de Petite Histoire, según la entendió en México Luis González y González cuando escribió Pueblo en vilo.
¿Por qué escribir solamente las grandes historias del mundo, de las civilizaciones, de las guerras, y no la de un pequeño pueblo michoacano donde “nunca pasaba nada”, se dijo González? ¿Por qué no la de un pequeño movimiento sindical? Aunque ya dijimos que en la Historia documental del Spaunam caben dos o tres historias universales. Una Petite Histoire en tomos énormes. En lo diminuto cabe todo el universo: el aleph.
La única diferencia consistiría en que el autor es, más que el protagonista, el testigo de lo que cuenta, un poco a la manera de Bernal Díaz del Castillo. El cronista de toda su jocosa, utópica y rumbera banda spaunamera. Recordar lo pequeño conforma un trabajo infinito, diría Funes, el memorioso personaje de Borges.
De esa infinita tarea de escribir una pequeña historia en grandes tomos distrajo a Nuestro Problema Filológico (ó NPF) la tarea no menos infinita del IFE. Nuevamente la literatura postergada, dejada de lado, instalada en el stand-by de “Ya habrá tiempo y condiciones para concluir el relato” cuando culminen las babélicas proezas del IFE, como si alguna vez algún “tirantes” hubiera convertido a todos los rudos en técnicos...
¡Y además, apenas estaba empezando, sólo llevaba una tercera parte! El lector se queda a su vez en stand-by en 1978, cuando Woldenberg abandonaba —¡ya era hora!— el Spaunam y prometía contar otras aventuras. Se trataba de llegar a su renuncia al PRD en 1991. Por culpa del IFE nos enteraremos del resto el próximo milenio.
Pese a todos los spaunames, maps, pesumes e ifes que se ponga como obstáculo, seguramente José Woldenberg continuará asombrándonos con libros tan generosos como Memoria de la izquierda*.

* Memoria de la izquierda (1998), Violencia y política (1995) y Las ausencias presentes (1992) fueron publicadas en Cal y Arena.

ENRIQUE FLORESCANO: LA NOVEDAD DEL PASADO

FLORESCANO: LA NOVEDAD DEL PASADO
Por José Joaquín Blanco

Ante esta nueva edición, considerablemente aumentada y revisada, de Memoria mexicana (Joaquín Mortiz, 1987; Fondo de Cultura Económica, 1994), la primera idea que asalta al lector es lo mucho que ha cambiado recientemente el pasado de México, y cómo el propio autor, Enrique Florescano, lo hace cambiar.
Cronista de las transformaciones de la historia y de la historiografía, y transformador él mismo del estudio y de la idea del pasado de México, nos ofrece ahora, para decirlo con el título de otro de sus libros, un "nuevo pasado mexicano": el prehispánico, el colonial, el insurgente, muy diferente al que conocíamos hasta hace poco.
Este libro desarrolla un esfuerzo historiográfico formidable, exhaustivo, para conocer, analizar, divulgar y asimilar los muchos conocimientos novedosos que diversos historiadores de varios países han conseguido en tiempos recientes: nuevas fuentes, nuevos datos, nuevas interpretaciones, nuevas teorías sobre la mitad de la historia mexicana, desde los olmecas a la Independencia. Con gran generosidad, y un dón verbal claro y ameno, que devuelve a la historia su misión de relatar y las virtudes del discurso literario, Florescano nos ofrece un libro de libros, que permite al lector mexicano introducirse por un camino metódico, con información plena, documentada y comentada, al cúmulo de novedades que han aportado historiadores de varias lenguas y países. Florescano concentra y explica esa especializada y dispersa Biblioteca de Babel en este ensayo.
Pienso, por ejemplo, en los nuevos hallazgos y búsquedas ocurridas en los campos de las culturas teotihuacana, maya y náhoa y de la mentalidad apocalíptica de los misioneros; en los diversos recursos con que los indios sobrevivieron a la dominación española y que, en situación de conquistados y oprimidos, les permitió elaborar formas de cultura y de resistencia: por ejemplo, sus diversos mitos mesiánicos y las varias formas sincréticas de historia y de defensa histórica, legal y cultural de sus tierras y derechos, como los Títulos primordiales. Y en los elementos que conformaron el patriotismo criollo.
Florescano facilita e introduce al lector mexicano a esta "nueva historia antigua" de México, de modo que ya no tendremos que esperar, como tantas veces ocurre, lustros o décadas, para que las monografías especializadas y escritas en otras lenguas se vayan aclimatando en la cultura mexicana. Este tipo de trabajo, que tanto entusiasmaba a Alfonso Reyes, y tan rara vez ejercido entre nosotros, ayuda al mismo tiempo a los especialistas y a los lectores, los aproxima, apresura y enriquece su encuentro.
Al mismo tiempo que divulga y comenta a sus colegas, en la mejor tradición humanista, y nos da una información al día sobre un campo tan diverso y difícil, Florescano escribe en Memoria mexicana uno de sus libros más apasionados, personales y creativos, sobre sus propias aventuras y sus propias obsesiones, sobre sus propias búsquedas y sus propios hallazgos. Es un libro de creación histórica --en el sentido moderno de creación de conocimientos y en el clásico de la historia como arte--, con aportaciones originales y sorprendentes. Para mencionar sólo algunas:
* Las diferentes formas de escribir o "registrar" la historia en las sociedades no-alfabéticas y no-librescas del México precortesiano, y la manera de "leerlas" --en los temas prehispánicos del libro, el lector encontrará una demostración práctica de la lectura e interpretación de tales monumentos: no nos explica sólo lo que dicen, sino paso a paso cómo leerlos (por ejemplo, su relato de los rituales en la Pirámide de Cerros, o de los trazos del sol sobre las representaciones de Pacal, su esposa y su heredero en Palenque).
* Las pesquisas en torno a El mito de Quetzalcóatl --como llamó a ese otro libro suyo que nació y creció de éste--, y que llevaron al detective Florescano a identificar a la célebre Serpiente Emplumada con Hun Nal Ye, el primigenio dios del maíz.
* Los procesos de formación, sucesión, registro y propaganda del poder político entre los mayas, que comprometen la arquitectura, la astronomía y de hecho la cultura y la historia toda de esos pueblos. También, a veces, la falsificación histórica producida por los propios poderosos o pueblos triunfantes, sobre sus adversarios: la justificación de cierta dudosa transmisión dinástica, la legitimación del mando de un pueblo sobre otros.
* Los esfuerzos de interpretación del pensamiento mítico, que desde la perspectiva del pensamiento racional moderno parecería proferir solamente fábulas oscuras y mensajes contradictorios o impenetrables; Florescano rastrea esas mitologías y descubre y aclara varias de sus aplicaciones, como en los pasajes del Popol vuh y en los episodios dinásticos de la familia de Pacal.
* La probable falsificación de la historia azteca por los aztecas mismos, en su prefabricado mito de la peregrinación desde Chicomostoc y Aztlán hasta el islote de Tenochtitlan, a fin de hacer desaparecer de la memoria histórica a sus rivales y antecesores del Valle de México, y suplantarlos con un mito que los erige como predestinados al poder total y a la misión absoluta, tanto en el sentido terreno como en el cósmico.
* La cultura viva de los indios que sí sobrevivieron y que sí pudieron defenderse, con recursos místicos, sincréticos, mesiánicos, durante la dominación española y que se manifestaron en las guerras de Independencia.
Hace ya más de una década, en su ensayo para la serie La clase obrera en la historia de México, Florescano se apartaba de la tradición mexicana de subir por los cielos a los indios prehispánicos y de marginar al limbo más silencioso a los indios novohispanos; ahí abogaba por la cultura de los indios post-cortesianos, y su hazaña de sobrevivir primero en un apocalipsis o "tiempo loco", y luego en el adverso mundo de los conquistadores. En Memoria mexicana encontramos una visión muy crítica, desmitificadora en muchas instancias, de los indios precortesianos: se nos habla, por ejemplo, de su universo sagrado cíclico, cerrado, lleno, y fijo; del abrumador, sofocante poder de sus dirigentes, y de cómo muchas de sus estelas, piedras, pirámides y códices que tanto admiramos, en realidad contienen mensajes escandalosos de opresión política y social, que acaso admiraríamos menos si comprendiéramos mejor sus significados terrenos. Suponemos mucha poesía, muchos astros, mucha belleza límpida y etérea en sus monumentos de poder y opresión políticos.
Al mismo tiempo, Florescano nos ofrece una revaloración cultural de los indios post-cortesianos, como la formación de una poderosa imaginación mítica, mesiánica, de la que la Virgen de Guadalupe constituye sólo la más formidable de sus múltiples manifestaciones; y de las diversas luchas por apropiarse en su defensa de la religión, la legalidad, la escritura, las imágenes y demás formas de la cultura dominadora.
Estas luchas culturales de los indios en situación de conquistados, por sobrevivir y defender sus derechos colectivos, poco apreciadas apenas hace unos lustros, se definen y enriquecen cada vez más, y se van perfilando como algunos de los hechos principales --más importantes aun que muchos aspectos de la tan rutinariamente celebrada suntuosidad decorativa criolla-- de la cultura colonial. Cómo conservan su modo de vida, cómo crean recursos, cómo se adaptan a situaciones hostiles, según vemos en los Títulos primordiales, esos curiosos alegatos-escrituras que se proponen satisfacer los requerimientos legales españoles, e incluso los históricos y religiosos, a fin de defender las tierras y los derechos de algunos pueblos indígenas, y que a su vez constituyen una visión histórica y mítica de esos mismos pueblos, y una forma sincrética de imaginar y expresar presente y pasado, mito e historia. Hasta hace poco eran vistos como papeles ingenuos, "falsos" (en el sentido de que su estricta legalidad española podía cuestionarse), ignorantes o ridículos.
En Memoria mexicana todo puede ser documento histórico legible: lo mismo las esculturas y las pirámides, que los cantos, los mitos, el calendario, las utopías, los alegatos, los utensilios, los rituales, los juegos y danzas. Todo habla: todo puede ser escuchado. Y muchas veces los objetos y voces más diversos siguen una secuencia clara, como se rastrea, por ejemplo, en estelas y piezas de cerámica, los capítulos conocidos y los perdidos del Popol Vuh. O toda la teogonía del Dios del Maíz que persigue Florescano desde Hun Nal Ye hasta Quetzalcóatl.
Algunas voces modestas adquieren grandes significados, como ciertos mitos de santos redentores en perdidos y remotos pueblitos de la Nueva España, que se consideraban meras curiosidades de santería de indios, y ahora resultan una tradición cultural y política poderosa. Y al contrario, algunos discursos egregios que se tenían por sublimes e impecables en todo sentido --la arquitectura y la escultura mayas, por ejemplo-- revelan bastante terrenales y terroríficas imposiciones de poder de ciertos grupos o pueblos sobre otros.
Así, por ejemplo, una pieza escultórica olmeca que se tenía por un altar inofensivo, y que parecía una mesa bajo la que se sentaba plácidamente una figura, el Altar 4 de La Venta, resulta en realidad la más exorbitante apoteosis de un superhombre --aquí el superhombre además es rey, y un rey de ascendencia divina, solar-- que conozca cualquier cultura: "El sentido de esta escultura, dice Florescano, es que el personaje está en contacto con las fuerzas tremendas del inframundo, tiene la protección de los ancestros y es un manipulador de las potencias que mantienen el equilibrio del cosmos". Ese rey era todo y todos. La conmemoración y escarmiento que los reyes zapotecas, en una galería de Monte Albán, mandaron hacer en más de 300 estelas de los cautivos sacrificados, es digna de la más estricta antología del terror político. En el mismo sentido, se descifran los monumentos mayas de Palenque (Pacal y Chan-Bahlum) y de Chichén Itzá.
Florescano dijo alguna vez que le gustaría leer el cielo como un sacerdote prehispánico; en Memoria mexicana se ve tal fascinación, pero también cierto terror ante esa cultura tan sofocantemente ordenada, fija, regida por ciclos y leyes inmutables, totalmente dispuesta para el ejercicio del poder de los grupos gobernantes.
Memoria mexicana es en muchos sentidos un canto al pasado de México, pero también en diversos momentos resuena en estas páginas el estremeciento de su historia tremenda; es asombroso, casi inverosímil, el afán mesiánico de los misioneros, por ejemplo, pero también aterrador y trágico su proyecto de catequización apocalíptica, de crear una Iglesia mexicana en todo el mapa y con todos los indios, sólo para alcanzar el fin del mundo. La armonía de Huejotzingo nos habla también de un delirio aterrador.
Tal vez, en el panorama que pinta Florescano del México criollo, destaque con especial vehemencia Francisco Xavier Clavijero: "su Historia, dice, vino a ser la primera integración sistemática y moderna del pasado mexicano en un solo libro: la primera imagen luminosa de un pasado borroso y hasta entonces inaprensible. En segundo lugar, porque al emprender la defensa de ese pasado demonizado, Clavijero dio el paso más difícil en el complejo proceso que por más de dos siglos perturbó a los criollos para fundar su identidad: asumió ese pasado como propio, como raíz y parte sustancial de su patria. A partir de esa conversión de lo hasta entonces extraño en propio, Clavijero pudo ofrecer su reconstrucción del pasado indígena como una herencia orgullosa de los criollos, sin conectarlo con la situación degradada de los supervivientes indígenas".
Enrique Florescano sigue en Memoria mexicana el camino que admira en Clavijero. Es un libro de luz, de razón, de análisis, de acumulación y revisión de datos y teorías: hace la luz sobre el pasado y sobre el estudio del pasado, sobre los mitos y sus relaciones con la realidad, sobre historia y sobre historiografía, con un afán de "integración sistemática" de lo "borroso y hasta entonces inaprensible".
Es también un libro de amor y de recuperación de una herencia histórica, pero ya no a partir de la necesidad criolla de expropiar el pasado indígena, sino de la necesidad del historiador y del ciudadano moderno de México de pasar por una criba feroz tantos mitos, especialmente los que ha hecho nuestra cultura ilustrada y liberal. Y atrevernos a descubrir, descifrar y acercarnos al pasado con el mayor rigor científico y analítico, aun cuando ocurra --y aquí ocurre-- que la reconstrucción nueva del pasado mexicano abandone leyendas idealistas o esteticistas, y nos entregue mensajes de una feroz cultura sagrada y de una concentración abrumadora del poder político, como se dio en las culturas prehispánicas; o bien una contradictoria corriente de liberación indígena con frecuencia empapada de sangre y azotada por una violencia suicida de autosacrificio, a través de los más variados y oscuros caminos míticos, como la que subyace y nutre al movimiento insurgente, que nos hemos acostumbrado a ver sobre todo como una épica criolla modernizante, a la manera de la Revolución Francesa o de la Independencia de los Estados Unidos, y que aquí descubrimos imbuida de la callada cultura de redentores e iluminados, de esperanzas apocalípticas y mitos de autosacrificio y redención, propia de los indios de la Nueva España, que conformaban la muchedumbre de Hidalgo, y alcanzaron la mente de los líderes e historiadores de la insurgencia. Es decir, la lucha de Clavijero por la verdad contra los mitos, aunque me temo que al buen Clavijero no le gustaría del todo la desmitificación que Florescano hace de sus amadísimos aztecas.
Recuperación del pasado, sistematización, difusión y crítica de la nueva historiografía; reconstrucción (en algunos casos contra-reconstrucción) de los momentos esenciales de la historia mexicana, y afán de crítica y de luz intelectual, definen este libro ameno y emocionante que, además, le devuelve a la historia los privilegios de la pasión y del arte literario.
Es mucha la nueva historia que descubre o crea, más la falsa historia que nos ayuda a desaprender: todo ello en un discurso vital, tan inteligente como enérgico y entusiasta.

*

Etnia, Estado y nación contiene tales implicaciones importantes en los terrenos de la historia y de la polémica ideológica y política contemporáneas, que se creería poco oportuno gastar el tiempo de un comentario en elogios al autor. Pero deben destacarse la productividad, la calidad y la fuerza de las obras de Florescano en la últimos años: El nuevo pasado mexicano, El mito de Quetzalcóatl, Memoria mexicana, La historia y el historiador, el que hoy nos ocupa, y el que ya está por salir sobre los símbolos patrios, entre otros. Ha tenido, como autor, una década magnífica.
En Etnia, Estado y nación, escrito al fragor del conflicto chiapaneco, Florescano recorre la historia de México desde los más antiguos documentos prehispánicos hasta el porfiriato, a partir de una novedosa línea conductora de gran actualidad: cómo esos tres conceptos, que debieran ser complementarios, se han dado en nuestro país como enemigos beligerantes, y han causado enormes tragedias sangrientas.
Frente a un pasado prehispánico que creíamos organizado y domesticado en el sistema ideológico liberal y priísta que se observa, por ejemplo, tanto en los libros de texto como en nuestros museos, Florescano descubre y enfatiza una pluralidad beligerante y sangrienta. Subvierte nuestra buena conciencia de herederos o usufructurarios de cierta idílica historia precolombina al destruir algunas bienpensantes ideologías, como el mito de las “teocracias” y de las civilizaciones pacíficas, poéticas, dedicadas al puro culto de los astros y al encomio de la naturaleza, como se pensaba que habían sido las ciudades mayas y Teotihuacán.
Descubre un pasado indígena prehispánico intolerante, de etnias en guerras despiadadas, sacrificios humanos incluso donde se les había negado; y culturas encaminadas a la glorificación del poder, de los grupos gobernantes y de la guerra. También, y ése es otro de los asombros de su libro, señala los mitos y las tradiciones colectivas indígenas verdaderamente profundas, que advierte sobrevivientes en el período colonial e incluso en el México moderno. Mucho más sobrevivientes de lo que pensábamos.
Este libro cambia también nuestra visión del pasado colonial en relación con el trato con los indios. No resta importancia a la destrucción por guerras, explotación cruel y epidemias que operaron la conquista y la colonización entre la población indígena. Pero nos revela una Nueva España donde los indios sobrevivientes eran más importantes en la política y en la vida social de lo que estábamos acostumbrados a reconocer. Encuentra, sobre todo en ciertos cacicazgos y en las Repúblicas de Indios, en algunas comunidades tenaces, a un protagonista político de importancia, que peleaba con eficacia y constancia por sus derechos, y en muchas ocasiones lograba victorias legales y prácticas. Hubo en la Nueva España mayor reconocimiento a las identidades y derechos indígenas de lo que estábamos preparados para admitir, al grado de que algunos historiadores revisionistas sienten nostalgia por el orden colonial (al menos, antes de los Borbones), en el trato a los indios, sobre todo cuando lo confrontan con el orden más intolerante del México Independiente y liberal.
Para el mexicano contemporáneo, occidentalizado, secularizado, liberalizado, que ha crecido en la admiración al liberalismo y a la Constitución, resulta particularmente dolorosa la impugnación, siempre austera y despojada de comentarios personales, atenida al discurso histórico más riguroso, que hace Florescano de nuestra cultura liberal en relación con los indios. Siempre se rumoró que los liberales no querían mucho a los indios, incluso cuando eran indios ellos mismos, o mestizos muy cercanos a la raíz indígena, como Juárez, Ramírez, Altamirano y Díaz. Pero era una página prohibida tanto en la historia oficial como en la historia de izquierda; se consideraba casi reaccionaria.
La exclusión que el proyecto liberal hizo del indígena, el despojo de sus tierras, tradiciones y formas de gobierno en aras de una utopía democrática modernizadora; su conversión en “ceros sociales” y políticos frente al proyecto homogeneizador de un Estado que se pretendía con vocación europea y norteamericana, se tradujo en políticas y guerras de exterminio inconcebibles, no menos crueles que las de un Cortés o un Alvarado.
La crónica minuciosa y documentada de esta tragedia nacional cae como un balde de agua fría, sobre todo en estos años, en los que pretendíamos sumarnos a la globalización internacional al intentar ponernos al día en las cuestiones de democracia, legalidad, institucionalidad, tal como las concibe el liberalismo. Pero nuestra democracia está chueca, desde el principio; los fundamentos mismos de nuestro Estado moderno, de nuestras leyes e instituciones, parten del error sangriento de excluir, con una intolerancia intemperante, todo hecho y toda vida indígena. Hay un error y un crimen de principio. No se trata sólo de la violación y de la mala aplicación de nuestras leyes; se trata también de nuestras leyes mismas.
Se ha dicho que las buenas intenciones pavimentan los caminos al infierno. El cristianismo coadyuvó al genocidio indígena. Ahora nos descubre Florescano que el liberalismo —nuestro amado liberalismo, la fundación del México moderno— también. Hubo desde luego mala fe e intenciones aviesas, como en el presuroso despojo de las tierras comunales, en virtud de que eran “tierras baldías o de manos muertas”, por parte de liberales y conservadores sin escrúpulos. Pero también esta tragedia fue producto de una ignorante “buena fe”, de unas utopías políticas y sociales que se pretendían sinceras y generosas.
Con pulso firme, omitiendo —sospecho que con gran esfuerzo— sus opiniones personales; siguiendo el ideal ático de un historiador comprometido con la verdad y no con sus propias reacciones emotivas, subjetivas o ideológicas, Florescano narra cómo, por ejemplo, nuestra cultura moderna se apoya con frecuencia en graves mentiras, a veces infames, como la invención de “las guerras de castas”.
La cultura mestiza y criolla del siglo XIX inventó un ogro que no existía: una conspiración indígena para expulsar o exterminar a todos los no-indígenas del país, y devolverlo a la barbarie. Ocurrió precisamente lo contrario: una embestida furibunda de los mexicanos modernos, tanto conservadores como liberales, contra la propiedad, la identidad, las instituciones y las personas mismas de los indios.
Florescano estudia exhaustivamente las fuentes históricas. Quisiera recordar aquí una fuente literaria, que me resultó particularmente inverosímil y dolorosa cuando la leí por primera vez. Un libro de Guillermo Prieto: Viajes de orden suprema, donde relata el exilio en Querétaro a que lo condenó Santa Anna.
Guillermo Prieto es uno de mis mayores héroes culturales. Jamás he dudado de su honradez, de su buena fe, de su patriotismo, de su humanismo; abundan incluso los testimonios sobre su natural bondad personal. Sin embargo, en ese libro hay demasiadas páginas de vituperio contra los indígenas: precisamente por no ser modernos, liberales, ciudadanos, republicanos, democráticos, propietarios individuales, a la manera que soñaba la generación de la Reforma. Son mucho más violentas a ratos que aquéllas del europeo Paw que encolerizaron a Clavijero.
La sociedad mexicana no ha sido injusta con los indios sólo por codicia y rapiña. También por ignorancia y por intolerancias cristianas y liberales. Con frecuencia, bajo la bandera de alguna utopía política e ideológica que parecía impecable y sagrada, los ha expoliado más.
No podía ser más oportuno el libro de Florescano, ni más sorprendentes y dolorosas sus reflexiones para nuestra modernidad y nuestros conceptos de la ley, la democracia, el Estado, las instituciones, la soberanía nacional, la identidad nacional. Pero quiero celebrar, finalmente, sobre todo la oportunidad de su estilo ático, despojado de declamación y de ruido, de prédica y de explosiones de indignación o de profecía. Tampoco propone soluciones mesiánicas.
Miles, millones de voces de todos los colores y de garabatos ideológicos a cual más inverosímil, hemos sufrido en la prensa, en el debate político, en las conversaciones, a partir de la rebelión chiapaneca. Florescano habla con una voz documentada y pausada, clavijeriana, racional, que nos enseña a reflexionar con el pensamiento sereno; una audaz persecución paciente y documentada de la verdad, que arroja claridad y datos duros, razonamientos impecables, sobre este tema tan emborronado en nuestros días por las pasiones y rencores políticos, y por los fantasmas tan equívocos de las ideologías.

ENRIQUE FLORESCANO Y LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA HISTORIA

Por José Joaquín Blanco

En La función social de la historia (Breviarios del FCE, 2012), Enrique Florescano  reúne un conjunto de reflexiones sobre el quehacer histórico, a la vez que nos cuenta la historia de los múltiples sujetos, objetos y funciones que los historiadores de diversas épocas han creído ver o han creado para su trabajo y para la visión general de la cultura.  En una visión de conjunto, asombra tanto la pluralidad de utilidades, virtudes, objetivos o aplicaciones que se han atribuido a la investigación, el estudio, la enseñanza y la interpretación de la historia, como la gran fragilidad que uno tras otro vienen finalmente a evidenciar, una vez que su tiempo ha trascurrido. 

En esa fragilidad caben los episodios de negación radical, como aquel de Paul Valéry poco antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando afirmó que la historia no servía para nada, que su estudio no evitaba que los errores del pasado se repitieran; y que hasta podía ser nocivo, pues se transformaba en una nueva superstición al alimentar fanatismos nacionalistas, militaristas, racistas o ideológicos.

Otros autores han pensado que finalmente, por mucha ciencia y técnica que se involucre, todo relato histórico termina por ser un relato de ficción o nunca deja de serlo. Y que de hecho, por muy documentada que se pretenda, toda imagen del pasado es muy obra de quien se la imagina y, con ello, la está inventado en buena parte. La propia sobrevivencia de unas fuentes y no de otras, así como los episodios de su rescate, catalogación y estudio, ya es obra plena de creación, es decir: imaginario, ficción, tanto como de estudio. Con una agradecible ironía, Florescano cita frecuentemente a los novelistas en esta obra.

El sujeto de la historia no ha sido sólo plural, sino indeciso y hasta metafísico. Durante muchos siglos, por ejemplo, el sujeto de la historia era la redención divina, y su función la mera celebración de Dios, mucho más que la escasa e ineficiente colaboración de los hombres en ese vasto programa que arrancaba con la caída y culminaba con la final victoria del Creador.

Borges celebró alguna vez como uno de los títulos más impresionantes de obra alguna, cierta crónica medieval llamada Gesta Dei per francos. Las hazañas de Dios a través de los francos.  Buena parte de nuestra historiografía colonial podría llamarse “Las hazañas de Dios a través de los españoles”, o de los frailes, y todavía seguimos encontrando en obras actuales resabios de tal perspectiva. Y sus derivados: las hazañas de México a través de los siglos, las hazañas del Progreso a través de las naciones, las hazañas del Pueblo a través de las revoluciones; las hazañas del Capital, del Proletariado, de la Justicia; las hazañas del Espíritu a través de los pobres mortales…

En otras épocas encontramos como sujeto de la historia los grupos étnicos, las identidades colectivas, las castas de poder, los grupos o partidos políticos, las clases sociales e incluso ciertas fuerzas tan abstractas como aquel Dios que operaba a través de los francos, como el capital, la ciencia, la ilustración, el progreso, la justicia social, la verdad científica…

Una de las grandes virtudes de este libro es la liberalidad y amplitud de criterio del autor frente a toda esta variedad contradictoria de sujetos, objetos y funciones. En su momento muchos de ellos fueron reales, verídicos, sólidos y deben ser apreciados y disfrutados como tales, y no solamente a través de las limitaciones y fragilidades que muestren desde una perspectiva criticista o revisionista ulterior.

En cierto sentido, se podría señalar que no hay tal función social de la historia, sino múltiples funciones, y que la pertinencia y la riqueza de cada una de ellas provino del imaginario de sus sociedades. Es decir: una función social… imaginaria  

Buena parte del libro reconoce ese imaginario, la importancia de los mitos, las creencias, las emociones que no resultan menos duros ni vigorosos que esos otros entes a los que el cientificismo y el pragmatismo modernos dotaban de una pretendida solidez absoluta, como lo fueron en su momento los hechos y programas económicos, sociales o políticos, y que a su vez se han revelado asimismo como otros tantos elementos de imaginarios colectivos.

Ni la historia ni la historiografía poseen la solidez ni los absolutos que en momentos particulares pudieran habérseles atribuido, sino que se hacen y se deshacen continuamente. La historia nunca termina y nunca termina la historiografía, y lo que se creyó hecho y tejido, se deshace y se desvanece, y hay que volverlo a actualizar y a retejer. Como la vida misma. Nada es para siempre. Ni los más duros y preclaros conocimientos.

Esta apertura de criterio para las muy temporales, frágiles, efímeras concepciones de la historia, le permite al autor profundizar en aspectos de otro modo brumosos como las memorias de los pueblos prehispánicos, e incluso relativizar asimismo no sólo el sujeto, el objeto y el fin de la historia, sino sus fuentes, sus materiales y sus medios de transmisión.  No todo ha de ser la piedrota, ni la fuente escrita, ni el dato material analizable en laboratorio; también juegan su papel la expresión oral, las imágenes, incluso las danzas y toda suerte de ritos. Esto también es memoria histórica, y también son estudio, actualización, enseñanza y difusión de la historia.

La “verdad” del hecho así como de su narrativa y su interpretación es meramente temporal. En su momento sí llega a adquirir solidez y resplandor absolutos. Y poco después se convierte en un eslabón más de la historia de las historias de la historia de la historia. El autor nos recuerda cómo frecuentemente las grandes verdades monolíticas se resquebrajan o desvanecen, y suelen renacer las versiones marginadas, disminuidas, derrotadas o descartadas.

Aunque Florescano nos relata y analiza épocas fulgurantes del quehacer historiográfico, como los tiempos de Grecia, de Roma, del Renacimiento, de la Ilustración, del siglo XIX o de mediados del XX, con toda la riqueza documental rescatada, acumulada, estudiada mil veces, y frecuentemente madurada en obras felices como las de Tácito, Gibbon o Michelet, nunca olvida esta modestia de raíz del quehacer histórico, que se renueva a cada momento conforme cambian los tiempos y las preguntas de los hombres nuevos que interrogan los monumentos, las obras y las interpretaciones.

Nos dice que una de las mayores funciones sociales de la historia es hacerle nuevas preguntas a la historia recibida, y con ese solo hecho, ponerla nuevamente en discusión y reiniciar nuevamente el proceso inacabable.

La historia deja de ser sencilla. Es múltiple y embrollada. Sólo en los resúmenes queda unívoca y clara. “Todo es historia”, escribió alguna vez Luis González. Todo puede ser fuente. Incluso los (digamos en oxímoron) “monumentos inmateriales” del mito, del rito, de la leyenda, de la tradición, de los imaginarios y las sensibilidades. Podríamos decir más: las dudas, las sospechas, los rencores, las arrogancias, las supersticiones.

La propia obra de Florescano, que abarca una gran riqueza de enfoques y de campos a lo largo de medio siglo, lo demuestra. Con frecuencia él mismo desteje de un título a otro la misma historia que se ha vuelto diferente al paso de algunos años, con la aparición de nuevas fuentes, de nuevos conocimientos y sobre todo de nuevas preguntas, a veces planteadas principalmente por él mismo. Esta historia y esta historiografía fugitivas se manifiestan sobre todo en sus diversos títulos de historia indígena, de olmecas, teotihuacanos, mayas, aztecas.

Las preguntas actuales, de la gente nueva en épocas nuevas, sacuden el edificio del conocimiento adquirido. Por eso, para Enrique Florescano, la escritura, la narrativa, la interpretación, la difusión y la enseñanza de la historia se vuelven tan importantes como la investigación, la clasificación y la conservación de lo descubierto o postulado por diversas generaciones. La historia se actualiza continuamente, y de la manera amplia y rigurosa en que se atienda esa actualización depende que el flujo del conocimiento siga con vida. De ahí los capítulos muy críticos del autor sobre ciertas rutinas gremialistas internacionales que en décadas recientes han dado como mayor o única función a la historia la de alimentar los intereses de la industria universitaria, por encima del interés general de los lectores y ciudadanos comunes.

Sólo cabría añadir que lo mismo ha ocurrido, por desgracia, con casi todas las disciplinas tanto humanísticas como científicas. En la literatura y en las artes plásticas se ha llegado incluso a mayores abusos de la industria universitaria y del mercado cultural que en la historia. Estos pioneros textos subversivos de Florescano sobre el gremialismo historiográfico, y que podríamos extender a todo el gremialismo universitario, han dado por resultado el abandono del público, y en algunos casos hasta la ruina o al menos la anemia de muchas instituciones, al perder por completo el interés de la sociedad. Y el auge del charlatanismo de los medios de entretenimiento o de comunicación, que se erigen en academia eficiente o popular. Mientras los sabios se vuelven avaros y se encierran a atesorar sus cuentas de vidrio, los bufones predican en todos los medios.

Por lo demás, los vicios del gremialismo no constituyen mayor novedad. En muchas épocas se ha tratado de congelar el conocimiento adquirido o inventado y resguardarlo en una especie de santuario intocable. La función de los historiadores entonces, se pretendía, era exclusivamente la de impedir el cambio de ese discurso y asegurar su perdurabilidad con un detallismo casi ritual. Así parece haber ocurrido con los escribas de muchos pueblos antiguos y con los escribas de no pocas academias modernas. Anatole France escribió muchos textos irónicos sobre todo ello hace más de un siglo.

Pero la visión al mismo tiempo erudita y analítica de Enrique Florescano sobre la historiografía mundial de los últimos tiempos, nos desmuestra, por el contrario, que en el mundo moderno tanto la imagen del pasado como los discursos y los imaginarios que irradia, dependen tanto de las fuentes y discursos heredados, como de su actualización presente, casi instantánea, casi on line: de las nuevas preguntas y de las nuevas necesidades de sus nuevos estudiantes, que no dejan de transformarla.

La historia “escrita” o “plasmada” muchas veces se vuelve, así, sobre todo obra literaria, artística y cultural, en la que se nos habla no sólo de su asunto sino también de la época y de las personas que lo trataron, pero no impide que la rueda vuelva a iniciar sus nuevas vueltas. Y eso también es historia. Los revisionistas y criticistas podrán poner cuantas objeciones quieran al “lirismo populista” de Jules Michelet, por ejemplo: él sobrevive como literatura, y sus libros dizque superados son los que realmente se siguen leyendo… Y Gibbon, y Plutarco, y Tácito…

La función social de la historia de Florescano de esta manera ofrece dos vertientes: por una parte, el estudio y la reflexión sobre los supuestos teóricos de la historia, del historiador, de sus fuentes y herramientas, de sus planes y objetivos; y también la narrativa animada de una historia de los propios historiadores y de una historia de las ideas y de la práctica de la propia historia.

 

(Texto leído durante la presentación de este libro en el Seminario de Historia Contemporánea de la Dirección de Estudios Históricos del INAH, 5 de marzo de 2013.)

GUILLERMO BONFIL: LITORALES DEL MÉXICO PROFUNDO

BONFIL: LITORALES DEL MEXICO PROFUNDO
Por José Joaquín Blanco


El México profundo de Guillermo Bonfil Batalla ofrece un sugerente, provocador, radical cuestionamiento crítico de la historia de México y, en seguida, una sorprendente proposición de cambio cultural, casi de cambio civilizatorio. Demolición crítica de lo que llama el "México imaginario" y reivindicación y profecía de su "México profundo".
Es difícil rebatir los argumentos de Bonfil en la parte crítica, tanto en la denuncia del hoy como en la exposición de una historia nacional hecha siempre en contra de los indios, durante siglos la gran mayoría de los habitantes de México; en contra de sus costumbres, de su ecología, de su supervivencia, de su esperanza, de los mínimos derechos individuales y sociales, que así sea de dientes para afuera, todas las legislaciones les han concedido (del Derecho Canónico a la ONU).
Dice: "Entre las culturas de estirpes mesoamericanas y las sucesivas variedades de la civilización occidental que han adquirido hegemonía entre los grupos dominantes de la sociedad mexicana, no ha habido nunca convergencia sino oposición. La razón es simple y es una sola: los grupos sociales que han detentado el poder (político, económico, ideológico) desde la invasión europea hasta el día de hoy, afiliados por herencia o por circunstancia a la civilización occidental, han sostenido siempre proyectos históricos en los que no hay cabida para la civilización mesoamericana"; la presencia múltiple de la civilización indígena ha sido siempre "un obstáculo que impide caminar por el único sendero hacia la meta válida" (cristianismo, nación moderna, desarrollo, progreso, "la Revolución misma)"; "la civilización mesoamericana, o se da por muerta, o debe morir cuanto antes", para que el colonizador logre su futuro propio; "los proyectos de unificación cultural nunca han propuesto la unidad a partir de la creación de una nueva civilización que sea síntesis de las anteriores, sino a partir de la eliminación de una de las existentes (la mesoamericana, por supuesto) y la generalización de la otra" (la occidental, por supuesto).
Se hizo la nación mexicana en el siglo XIX echando por la borda la existencia real de más del 80% de su población, los indios: "Consolidar la nación significó, entonces, plantear la eliminación de la cultura real de casi todos, para implantar otra de la que participaban sólo unos cuantos... Las luchas entre conservadores y liberales expresan sólo concepciones diferentes de cómo alcanzar esa meta, pero en ningún momento la cuestionan". Luego, a pesar de que los indios pelearon con Zapata en la revolución en defensa de sus pueblos y sus tierras: "más que a Porfirio Díaz, la Revolución derrotó a Zapata".
Dice: "La noción de la democracia, establecida hace dos siglos como una de las aspiraciones vertebrales de la civilización occidental, se convierte, al ser trasplantada mecánicamente como postulado del México imaginario, en una serie de mecanismos de exclusión que transforman al pueblo real en no-pueblo. Una curiosa democracia que no reconoce la existencia del pueblo y se plantea, en cambio, la tarea de crear al pueblo, para después, seguramente, ponerse a su servicio. Una sorprendente democracia de la minoría, un proyecto de nación que parte de considerar ajenos a los grupos mayoritarios del país. Un proyecto, en fin, que vuelve ilegítimos el hacer y el pensar de los más de los mexicanos: el pueblo termina siendo el obstáculo para la democracia".
Es difícil rebatir esto.

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Igualmente difícil resulta a ratos asumir enteros los argumentos propositivos del México profundo sin, al menos, apuntar que en el libro de Guillermo Bonfil Batalla ocurre un agudo proceso intelectual que consiste muchas veces en llevar al extremo los razonamientos, en reducirlos a cifras radicales que, por atractivas y estimulantes que parezcan, convocan tanto al entusiasmo por el vigor y la audacia del pensamiento de su autor, como a las facultades críticas: ¿de veras esto es posible en la realidad? ¿de veras esto está de acuerdo con la realidad? ¿es concreto? ¿es deseable? ¿O hay por el contrario una voluntarista extrapolación lógica?
Así, después de su formidable recuento de la historia de México a partir de la continua destrucción de los indios, y de cómo uno a uno han venido fracasando desastrosamente los deshilachados intentos modernizadores de la minoría occidentalizada, Bonfil afirma sobre la crisis de los ochentas: "Lo que nos inmoviliza hoy es algo mucho más profundo: el desvanecimiento de un proyecto [modernizador, el de la Revolución] y la incapacidad de otro que no reincida en las viejas trampas... La única salida posible, ardua y difícil sin duda, pero la única, es sacar del México profundo la voluntad histórica para formular y emprender nuestro propio proyecto civilizatorio".
Pero en el mundo actual, que con mayor crueldad aún que en épocas anteriores castiga a las civilizaciones particularistas y excéntricas, ¿es ello posible? ¿es viable? ¿no resulta ya demasiado tarde para tal diferenciación "civilizatoria" radical?
Quizás el México imaginario y el profundo ya no puedan deslindarse. En una modernidad mundial homogeneizadora, que ya no admite límites ni soberanías que todavía hace unas décadas le parecían tolerables, ¿podemos permitirnos la exorbitancia de un camino extrapolado, un proyecto civilizatorio radicalmente particularista, sin riesgo de suicidio?
En un México hecho a base de oprimir, marginar y expulsar a los indios, una nación que les niega hasta la tolerancia, ¿es algo más que una profunda imaginación el sospechar tamaño regreso al "proyecto civilizatorio" mesoamericano".
Me temo que si bien los indios han logrado sobrevivir valiente y talentosamente, Occidente ya se ha metido hasta las más profundas raíces del país, de su cultura y de su gente, que ha creado nuevas culturas modernas y nueva gente moderna, que ya no podemos escoger --si hubo algún "nosotros" que alguna vez hubiese podido escoger--, que ya no podemos pensar sino en una reconciliación plural de culturas.

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Bonfil plantea la urgencia de asumirnos como una nación pluricultural y pluriétnica... Nada más justo ni más cierto: pero debe aceptarse que el proyecto del México Imaginario ha tenido avances --así sean en muchos sentidos catastróficos-- en las últimas décadas, y que una buena parte de la población mestiza y blanca, que ya multiplica por diez la comúnmente llamada indígena, camina por el contrario rumbo a una homogeneización precipitada, y con grandes codiciosos ojos puestos en el modelo norteamericano y europeo, aunque tal cosa no sea siempre justa, ni siempre nos guste, ni siempre sea hermosa. ¿Argumentos como el de la oposición beligerante de un nuevo proyecto mesoamericanista no resultarían más dañinos que colaboradores a la urgencia de una reconciliación de etnias, de clases y de culturas? ¿No se prestarían también a justificar la marginación y la segregación de los indios?
Guillermo Bonfil creía que, por el contrario, la afirmación del proyecto mesoamericano tendría éxito incluso entre aquella nueva mayoría de mestizos, a quienes él consideraba indios ocultos, "indios que se habían olvidado de que lo eran", que solamente habían perdido el nombre de indios para colgarse los espantajos del lumpen o del clasemediero. Pero ese proyecto ¿es factible frente a la convivencia y las amenazas internacionales? Bonfil creía que tal afirmación en el México Profundo fortalecería la soberanía nacional y las cartas de México en el juego mundial.

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Es desde luego urgente, aun dentro de la misma tradición occidental, tan mal implantada en México durante siglos, la reconciliación de razas, clases, regiones y sectores en una nación plural. Y en ella, desde luego, una gran reivindicación indígena. Tal vez no, al menos como norma generalizadora, el proyecto civilizatorio mesoamericanista de Bonfil, pero sí, necesariamente, el respeto y la justicia a los indios y a sus tierras, a sus lenguas, sus culturas y sus formas de gestión política; sí "la liberación de las culturas oprimidas", sí la revaloración y la reconciliación de etnias, clases, culturas y regiones de México en una amplia sociedad pluralista.

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Por los mismos años que a Bonfil lo atareaba el México Profundo, Luis Cardoza y Aragón trataba de entender las profundidades guatemaltecas (Miguel Angel Asturias. Casi novela): "¿Qué asumiríamos hoy de las sociedades precolombinas? Hace tiempo sabemos que las civilizaciones son mortales, sin necesidad de la recordación de Paul Valéry... No debemos idealizar sus sociedades que vivieron imperialismos tribales y luchas de clases... Los indios no quieren dejar de ser indios y los dominadores no quieren que dejen de ser indios. ¿En qué consiste para nosotros que ellos sean indios? Las preguntas no son de sencilla respuesta. Sospecho que ser indio estriba en la opresión y el despojo, en la inalteración, en la fijeza de su hábitat, de usos y costumbres y tradiciones, elementos que a pesar de todo se han ido hibridando. ¿La condición india se enmaraña en la permanencia de las condiciones en las cuales viven? La falta de evolución no los ha liquidado pero sí los ha esclavizado. La constancia en su rutina es inestimable para su explotación despiadada. Si este criterio del indio y de lo indio guarda cierta verosimilitud, ¿se debe a que no sabe defenderse ni sabe protegerse? Su condición es un requerimiento de los dominadores. Algunos indios evalúan tal condición como protectora y defensora de ancestrales privativas esencias... El racismo ha sido tan innoble que quizás los indios reclamen que se mantengan los dos conglomerados: una nación indígena separada... ¿Viven los indios jactancias de raza pura? ¿De raza superior? ¿Rechazan todo mestizaje sin advertir que aun en su aislamiento lo viven? ¿Son racistas los indios? ¿Nosotros los obligamos a serlo? ¿Se lo exigimos con nuestro congénito racismo? ¡Claro que así ha sido!... No importa qué organización se den los indígenas no escaparán al mercado económico mundial; no podrán librarse del presente y, dentro de tales condiciones, encontrarán sus propios caminos para no seguir empobreciéndose... Con apoyos materiales y adoctrinamientos posibles y eficaces por su ignorancia, el indio soldado mata a su hermano campesino... No creo que el mestizaje sea una necesidad; creerlo es racismo. Es un hecho que se ha ido produciendo pese a las mutuas discriminaciones... Cierro mis notitas sobre los indios con palabras de Arthur Rimbaud: 'Es necesario ser absolutamente moderno'".

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Advierte Bonfil que hoy, menos aun que en la rigurosa época colonial, no se permite al indio que siga siéndolo: se lo obliga a desindianizarse, si quiere sobrevivir, y esta desindianización consiste en lumpenproletarizarse: pierde lo secular a cambio de la ínfima categoría humana que el progreso modernizador crea en las ciudades industriales con el señuelo propagandístico del progreso: "No se concede a sectores de cultura india... ningún derecho a conservar y desarrollar su propio proyecto civilizatorio... En términos de ideología dominante, la civilización india no existe"; "los campesinos tradicionales ya no se reconocen indios, aunque vivan una cultura predominantemente india; los grupos urbanos subalternos no son culturalmente homogéneos: algunos mantienen como cultura de referencia la de sus comunidades de origen, indias o campesinas; otros, han forjado una cultura popular urbana de vertiente india, pero adaptada y transformada por una larga experiencia de vida en la ciudad; unos más se debaten en la anomia, en la inestabilidad, oscilantes entre el lumpen y el espejismo clasemediero".
¿Realmente los indios perdieron la guerra, después de perder tantas batallas de conquista y colonia, de occidentalización de los siglos XIX y XX? Guillermo Bonfil cree que México no se ha desindianizado, que por el contrario, al adecuarse a sucesivas situaciones históricas --tratos con los vencedores, contactos con la civilización occidental, rupturas en su identidad tradicional y hasta en el concepto biológico de raza, de modo que muchos mestizos biológicos se consideran indios culturales--, el México Indio, el "México profundo", se enriquece y fortalece, y se prepara para enfrentar el mundo moderno.
Bonfil convoca a revisar las cuentas alegres de México como proyecto "Imaginario" o esquizofrénico de civilización occidental, hecho de espaldas a la realidad y con demasiada avidez de riqueza y poder para la minoría dirigente, el proyecto que se encontró en los años ochentas de este siglo en grave crisis, y las cuentas tristes de México como un fracaso de país indio y de culturas variadas, modestas y propias, bien arraigadas en la población, la historia y la geografía de la muchedumbre: el "México profundo" en el que ve grandes promesas todavía.

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Hay un estremecimiento lascasiano en la primera parte del libro, "La civilización negada", que fray Guillermo de Bonfil escribe lleno de indignación histórica y humana. André Gide decía que se consideraría un escritor senil cuando hubiese perdido la capacidad de indignarse; un historiador o un antropólogo debe considerarse un jilguerillo de academia cuando pierda su capacidad de indignación.
La indignación moral e intelectual de Bonfil era su juventud cultural y vital: una indignación inteligente y sabia, bien controlada por una mente capaz de encauzarla en requisitorias y tratados inapelables.
Su encendida verdad tuvo la virtud de estremecer nuestro vergonzante conformismo frente al etnocidio indígena, frente a nuestra moderna civilización como un mero proyecto de convertirnos en los monos lúmpenes de Houston, los simios agringados de Brownsville, las muecas chafas de la industrialización y el progreso.
Bonfil no se presume imparcial: es un historiador que toma partido; pero exhibe todas las pruebas de cargo que ha acumulado brillante y frenéticamente a lo largo de una vida estudiosa que, desde luego, fue dirigida por el ideal de reivindicación social de los vencidos, derrotados y negados de la historia mexicana, y no por un burocratismo académico de neutralidad conceptual, pragmática o estadística.
Pocas veces en los tiempos modernos se ha escrito con tanto sentimiento y sabiduría la historia antigua de México desde una perspectiva clara y combativa: para Bonfil no hay indios de mitos y museos, hay la epopeya cotidiana de la invención de la agricultura, del maíz y de las chinampas, y la creación de una civilización verde y humana en Mesoamérica.
Las hazañas que exhibe la milenaria civilización mesoamericana muestra trofeos agrícolas, que no podrán ser negados ni a fines del siglo XX: milpa, frijol, chiles, calabaza, cacao, jitomate, tabaco, aguacate, algodón, alegría, maguey, nopal. "Apenas hay paisaje virgen en México. Siempre se encuentran rastros del quehacer humano."
Asimismo proliferan las hazañas de supervivencia cultural y étnica: apenas hay paisaje humano en el que no asome el rostro indígena, ni rasgo cultural en el que no se perfilen contribuciones indias, que se cuelan en todos los estratos, en todos los sectores, en todas las etapas de la modernización nacional.
Y en ninguna parte del rostro nacional escapan ni la historia secular de la destrucción de los indios, sin equiparable entre las catástrofes de las civilizaciones, ni el igualmente portentoso impulso hacia la supervivencia, cuando se adaptaron a la situación de conquista y coloniaje, y lograron salvar mucha parte de sus tradiciones con ellos mismos, en circunstancias que se dirían imposibles, y modificaron el modo de ser de los dominadores. Sus logros: impusieron su supervivencia y su presencia, hasta el día de hoy. Todos estos asuntos repasados y recuperados con pasión, erudición y hermosa vitalidad en los escritos de Guillermo Bonfil Batalla.

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Sin embargo, en el ritmo precipitado y apasionado de México profundo, encontramos contradicciones desgarradas. Por un lado, por ejemplo, la denuncia del etnocidio, de la desindianización de México, hasta llegar a considerar al mestizaje --durante más de siglo y medio la gran doctrina humanista de nuestro pensamiento liberal-- menos una conciliación de razas que un saqueo, un despojo étnico. "La desindianización no es un resultado del mestizaje biológico, sino de la acción de fuerzas etnocidas que terminan por impedir la continuidad histórica de un pueblo como unidad social y culturalmente diferenciada".
Ese proceso etnocida parece acrecentarse con el paso del tiempo, de los conquistadores y los frailes a la industrialización neocolonialista. Sin embargo, ante la denuncia apocalíptica de este proceso, Bonfil encuentra respuestas afirmativas, como la de los millones de indios "que lo son sin saberlo".
Bonfil señala que la definición del indio la han hecho los blancos y los mestizos, de modo que resulta difícil definirlos desde ellos mismos, que no se consideran dentro de tal entidad, sino diferenciados en sus identidades de etnias particulares. Si se considera como indio real, "reconocido", al que pertenece a una colectividad organizada con una tradición histórica que le permita ser maya, purépecha o huasteco, por ejemplo, calcula una población actual indígena de cerca de los 10 millones (otros etnólogos apuntan sólo la mitad), que hablan 56 lenguas, lo que desde luego representa una impresionante cifra de supervivencia después de cinco siglos de etnocidio.
Pero Bonfil cree que hay más indios, indios que lo son sin saberlo, que se han olvidado de que lo son, que podrían reindianizarse. No me gusta este concepto de indios anónimos, de indios que no saben que lo son; me parece una definición demasiado privativa del indio: el mexicano que no es suficientemente occidental, pero que ya perdió a lo largo de opresiones, marginaciones, migraciones su raíz india. Acaso a los propios indios de hoy tampoco les guste, y quieran para sí una definición afirmativa: indios reales son los que guardan, más allá de el aspecto físico (que ya heredamos todos) y de usos que igualmente compartimos ya todos los sectores de la sociedad mexicana, las fundamentales tradiciones distintivas, la lengua, la conciencia, los ritos, la liga con la colectividad, la práctica clara de una identidad étnica. No creo que baste ser moreno, comer tortillas y adolecer de escasa modernidad para considerarse indio, aun "indio que no sabe que lo es"; al indio lo define la presencia de sus características, no la ausencia de las características del blanco o del mestizo en tal o cual persona.
Yo creo que hay millones de mexicanos nuevos, mexicanos "nepantla", que no alcanzaron los modelos modernizadores, pero que ya perdieron para no volver los antiguos; que abundan en las ciudades y que buscan su propia cultura, ya no indígena, e insuficientemente occidental; ellos también --nosotros-- que forman parte de la pluralidad de la nación como sujetos nuevos, diferentes, contemporáneos de la historia actual de México. ¿Mexicanos imaginarios? Tal vez: pero se van --nos vamos-- volviendo profundos en la vida diaria con mucha rapidez, en un modo de vida popular no indígena, semiindustrial, semiurbano, que representa una aventura civilizatoria nueva.
Bonfil piensa mucho en la vieja oposición entre indios y colonos. Sumamos muchos millones, desde hace mucho tiempo, los mexicanos descendientes de ambos grupos, que ya no somos ni lo uno ni lo otro, sino sujetos nuevos con una nueva historia, que debe mucho a unos y a otros, especialmente a los indios.

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El pensamiento de Bonfil se expresa en argumentos apretados como versículos, como impugnaciones de los Tratados de Las Casas, claros como refranes, redondos como cifras. ¿Son siempre verídicos? ¿No hay espejismos de la argumentación, del voluntarismo, de la generosidad, del dolor histórico? ¿No hay deseos en traje de verdades? El lector, asombrado y entusiasta debe preguntarse, oponiéndose autocríticamente a su propio asombro, a su propio entusiasmo: ¿no estará Bonfil llevando la polémica, los conceptos, los énfasis, demasiado lejos?
No recuerdo en el pasado reciente de México muchos libros tan llenos de vida y de furor; de ganas de asir y de morder la verdad histórica y actual del país. No son muchos los casos de generosidad y audacia intelectuales semejantes.
Si sólo se considera el valor de tábano ético e histórico del pensamiento de Guillermo Bonfil Batalla en la conciencia nacional, especialmente en la que se refiere a los indios y a la vida popular, a los hechos y los usos de las muchedumbres mexicanas, tenemos suficiente para considerarlo un clásico. Pero desde luego, sus dones son mayores y más amplios. En él refulgen vivos, enriquecedores, nuestras llagas y nuestros ideales históricos.

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¿Realmente nos hemos occidentalizado, o nos hemos contentado varias veces a lo largo de la historia de México con imaginarnos que, ahora sí, nos occidentalizábamos? ¿De veras hemos hecho --españoles, criollos, mestizos; novohispanos, liberales, norteamericanizados-- un país occidental en el mapa de México, o sólo un delirio, un "México imaginario"? Yo creo que las más de las veces nomás nos hemos hecho tontos.
Bonfil cree que hemos creado una cultura esquizofrénica: una minoría blanca y luego mestiza se ha creído heredera de la civilización occidental sin ver los resultados reales, y a través de esta mirada distorsionada de colonos pretende en vano que funcione bien un país occidental que no existe, que es imaginario: distorsión o delirio de la minoría dirigente: "Lo que se ha propuesto como cultura nacional en los diversos momentos de la historia mexicana puede entenderse como una aspiración permanente por dejar de ser lo que somos. Ha sido siempre un proyecto cultural que niega la realidad histórica de la formación social mexicana y, por lo tanto, no admite la posibilidad de construir el futuro a partir de esa realidad. Es un proyecto sustitutivo, en todos los casos; el futuro está en otra parte, en cualquier otra parte, menos aquí mismo, en esa realidad concreta... la mayoría de los mexicanos sólo tiene futuro a condición de que dejen de ser ellos mismos".
Con tonos dignos de profeta fustigador Bonfil arremete contra las minorías dominantes y las clases medias que se glorifican de despreciar lo indio e imaginarse, ilusamente, afinidades electivas con los blancos europeos y norteamericanos que, desde luego, no son correspondidas:
"Las clases medias se caracterizan por un profundo desarraigo cultural. Hay una voluntad de renuncia a lo que se vivía hasta hace pocos lustros y una endeble, desarticulada recomposición de la vida actual. El espacio hogareño no se organiza según necesidades y gustos propios: se compra o se arrienda entre la oferta en serie, se amuebla de acuerdo con la propaganda al alcance, se adorna con gusto 'charro'. Lo único importante es que no se confunda con una habitación popular y para eso están los sillones con imitación de terciopelo, la televisión de color en el centro, los electrodomésticos visibles y los inverosísimiles cromos en las paredes".

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El México Imaginario o Esquizofrénico consiste en este pueblo que sin perder reales condiciones de pobreza se traviste de clase media, con cualquier baratija lustrosa, y de este pueblo mestizo (con un mestizaje mucho más cercano, a veces indiferenciable físicamente, al rostro indígena) que con recursos de Beauty Parlor trata de agüerarse; en ambos casos, una fuga imaginaria de lo tradicional y de lo indígena hacia quimeras modernizadoras que son muchas veces más imágenes de la publicidad que ofertas de otra civilización. "Cualquiera de estas fotografías --habla de los ricos y poderosos que aparecieron en 1980 en el número arrogante de Town & Country, que a mi vez comento en Un chavo bien helado-- podría ser la síntesis extrema de la esquizofrenia colonial en que vivimos".
Quizás no todos los aspectos modernos sean tan cursis ni tan autoparódicas denuncias del México Imaginario como ésta de las minorías mexicanas colonizadas; 500 años de modernizaciones son muchos, hay en la pluralidad nacional sujetos nuevos, producto de migraciones y de la propia experiencia de blancos y mestizos, que añaden sus propios signos y caminos al rostro plural de la nación actual. ¿Esos sujetos nuevos, continuarán --continuaremos-- como sus antecesores la guerra cultural contra el indio?
"He intentado trazar, dice Bonfil, la crónica del desastre y el memorial de la ignominia. Crónica del desastre por cuanto la quiebra actual de las ilusiones acariciadas por el México imaginario no es un mero tropiezo atribuible a circunstancias externas, sino el resultado inevitable de una larga historia de empecinamiento en el propósito de substituir la realidad de México por otra torpemente imitada según modelos de occidente. Memorial de la ignominia, porque es indispensabe ver y entender la historia desde el otro lado, en el que están los pueblos que han vivido la violencia cotidiana, la explotación, el desprecio, la exclusión; los pueblos a los que se ha tratado de someter a un proyecto de civilización que ni es el suyo ni los admite. El memorial de esta historia, aquí apenas esbozado, es un elemento de contraste indispensable para equilibrar la visión de todos sobre México; es la otra pierna sin la cual no podríamos emprender la marcha por ningún camino".
Y en efecto, tal fue la vocación como escritor de Guillermo Bonfil Batalla: redescubrir los agravios, tallar con ellos los ojos dormidos de los verdugos y sus herederos, y de los grupos cómplices que se pretenden --nos pretendemos-- inocentes; no hay inocentes en su memorial ni en su crónica, es una historia demasiado sangrienta para dejar almas inmaculadas; su México Profundo alza la culpa de la crueldad y la negación que México ha tenido contra los indios, sin ánimo de avivar rencores, pero con la proposición de acabar con el conflicto de quinientos años: de resolvernos a ser un país plural, multiétnico, pluricultural, con respeto a todas las tradiciones e innovaciones de los grupos e individuos que lo habitan... y con un mucho mayor respeto, desde luego, por los indios que lo han habitado y construido en situaciones tan difíciles durante muchísimo más tiempo que cualquier otro grupo. Una nueva negación modernizadora del México indio, en opinión de Bonfil, equivaldría a una ratificación a nuestro destino, ya tan confirmado, de no-pueblo, no-nación, no-realidad: pura esquizofrenia; en cambio, dice, "la adopción de un proyecto pluralista, en que se reconozca la vigencia del proyecto civilizatorio mesoamericano, nos hará querer ser lo que realmente somos y queremos ser: un país que persigue sus propios objetivos, que tiene sus propias metas derivadas de su historia profunda".

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Aunque insisto: hay nuevos sujetos de la nación, masas populares herederas de los indios, pero que ya tienen más raíz en la ciudad moderna que en la colectividad étnica; ciudades y pueblos nuevos, colonias y calles casi acababas de establecer, y millones de mexicanos que afirman que las décadas recientes, de fallida modernización si se quiere, también son una historia profunda, semioccidentalizada y todo, que también reclama algunos derechos culturales.
Millones de mexicanos que no son indios "que se han olvidado de que lo son", sino semimodernos protagonistas del México de hoy, que han heredado rasgos físicos y culturales de sus ancestros, pero que ya no pertenecen fundamentalmente a esa "civilización", sino a la nueva, deficiente y todo, que es la que vino a tocarles.
Estos muchos mexicanos aspiran a una sociedad realmente plural, al lado de los indios desde luego, pero probablemente no sometidos al ancestral "proyecto civilizatorio mesoamericano" de Bonfil, sino más bien al proyecto moderno (con sus correcciones indias, desde luego, de la tortilla a la Virgen de Guadalupe), que madrastra y todo ha sido precisamente el suyo --el nuestro-- en tiempos recientes.

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Yo creo que Guillermo Bonfil Batalla era un hombre moderno que decidió olvidarse de que lo era y tomó el partido de la civilización ancestral, ante el horror y la fealdad de la modernización mexicana, de su crueldad y de su tontería; creo que decidió que su tiempo era el de la justicia, que su México Profundo es el país radical de la justicia al México indio. Ojalá que ese profundo tiempo moral de Guillermo se incorpore a nuestra tan inevitable como imposible modernidad.
No creo que podamos elegir ahora ser intempestivamente antiguos, pero sí podríamos elegir seguir siendo injustos, crueles, racistas, tontos y vulgares con el país y con nosotros mismos, según la irrebatible historia del México Imaginario. Guillermo Bonfil Batalla nos muestra su visión del camino hacia un México de justicia esencial. (1992)