lunes, 16 de noviembre de 2009

MORLEY CALLAGHAN


CALLAGHAN: EL LIBRO Y EL RING

Por José Joaquín Blanco

Durante décadas, casi todos los autores "creativos" y muchos críticos fastidiosos ("nuevos críticos", estructuralistas, etcétera) que niegan en la obra artística los yos del autor y del lector, los relativismos históricos y subjetivos, las aportaciones del azar o de la analogía, y creen que la obra artística --como el terrible Dios impoluto e irrepresentable de los hebreos-- no tiene nada que ver más que consigo misma --y con los representantes de ese "consigo misma", los profesores de semiótica o filología--, se han venido peleando con los periodistas literarios, los predicadores y unos cuantos críticos "impertinentes", sobre la importancia de la biografía, de los datos biográficos o de los asuntos "extraliterarios" en la discusión de la literatura.
Aquéllos niegan absolutamente lo biográfico, lo ideológico, lo psicológico, lo inconsciente, lo involuntario, lo fortuito, los lapsus, lo azaroso, lo casual, lo analógico, en fin, lo misterioso, vago, no definido o susceptible de combinaciones y contaminaciones en la obra literaria; éstos muchas veces abusan de todos estos datos secundarios y los vuelven protagónicos (hay quien habla más de la sordera que de la música de Beethoven, más de la ceguera que de los cantos de Homero, más del heroísmo que de las estrofas de Martí, más de las drogas que de los versos de Baudelaire; más de la política que de los escritos de Víctor Hugo, Neruda, Brecht, Pound, Lukács, Sartre, Mailer, Baldwin; más del alcohol que de los cuentos de Poe, más de la homosexualidad que de la estética de Wilde, más de la mente perturbada que de las novelas de Dostoyevski, más del corazón que de las rimas de Bécquer, etcétera).
Aquéllos dicen que el yo y lo otro no existen en literatura, sólo el sujeto literario, la Obra; el yo y las condiciones y azares no son sino agentes eventuales que desaparecen tras su objeto: la obra, que se basta a sí misma y rechaza todo dato externo; éstos muchas veces jalan demasiado de las orejas el sabio conejo que a la letra dice: "El estilo es el hombre".
Me parece una polémica tan absurda, tan atenida en el fondo a nominalismos elementales, como la de "forma" y "contenido" --igual bobería es afirmar que existen, como negarlos: son simples categorías convencionales sin otra función que la de instrumentos ni otra justificación que la del consenso de hablantes. Su momento estelar ocurrió con la rabieta de Proust contra Sainte-Beuve (el buen crítico fue, desde luego, Sainte-Beuve), aunque ya está muy clara --e impecablemente resuelta-- en Flaubert.
Aquéllos (los escribas, los adoradores de la Obra-en-sí) querrían que "sólo la obra" importara --pero nunca han explicado cómo la aislarían en laboratorio químico o campana de cristal del tejido terrenal de situaciones, analogías e interpretaciones, sobre todo de las propias, y de los supuestos, prejuicios y nociones desapercibidas e inconscientes--, y que todo lo demás (biografía, chismes, política, sociología, moral y, desde luego, esa entidad subjetivísima y extraliteraria, el propio lector) quedara fuera. Y caen en su propia trampa: jamás, al hablar de la obra-en-sí, están hablando realmente de la obra, sino del modelo teórico o paradigma que han metafísicamente extraído de ella, como una fórmula algebraica en el pizarrón del aula.
La obra-en-sí es una abstracción metafísica, como el ser-en-sí y cualquier-cosa-en-sí: en este mundo pecador todo tiene siempre que ver con todo.
Comparto, sin embargo, la rabieta proustiana de los lectores honestos contra la reducción o falsificación ideológicas, políticas, martirológicas, pornográficas o ejemplarizantes de las obras... pero la Obra-en-sí-misma no existe jamás, ni siquiera puede ser imaginada como entidad especulativa: las obras sólo existen leídas, pensadas, contaminadas de todo lo real e imaginario del mundo.
Y por tanto no hay dato ajeno o impertinente a la crítica. A quien diga que la obra es la "única" biografía del artista, podríamos responderle, de plano, que no hay biografías únicas de nadie, ni nada único de nada. Y que en todo caso, el mundo entero es la biografía de cada persona.
La obra-en-sí, la "lectura del texto" (como abstracta fórmula de laboratorio) no ha llevado sino a organigramas filológicos --¡S/Z!--, lo que en sí es una manera de reducir obras múltiples a pésimos chistes profesoriles. ¿El Río. Novelas de caballería es H2O?
Quienes leen todo y contaminan de todo cada texto hacen crítica mejor, si hay erudición talentosa y conversación honesta, apasionada y sensata; aun los errores de perspectiva y de opinión pueden ser grandes momentos de interpretación --esto es, de lectura, de colaboración literaria en la existencia de las obras, que sólo viven en contaminación con quienes las leen--: Voltaire, Fénelon, Buffon, Diderot, Rousseau, Johnson, Addison, Pope, Swift, Hazlitt, Lamb, Coleridge, Poe, Baudelaire, Matthew Arnold, Wilde, Taine, Sainte-Beuve, Renán, Stevenson, Chesterton, Shaw, Mencken, Eliot, Valéry, Gide, Reyes, Borges, Benjamin, Sartre, Cernuda, Edmund Wilson, Villaurrutia, Lezama Lima, Cardoza y Aragón, Susan Sontag, Gore Vidal... He aquí una lista de lectores para los cuales todo existe. La crítica no tiene puertas cerradas.
Sin embargo, se ha hablado mucho del "daño" que las biografías, los datos biográficos, sociales, psicológicos o misteriosos y varios, los asuntos "extraliterarios" hacen a las obras: que por andar indagando esto o lo otro sobre Milena no se lee bien a Kafka, que por contarle las erecciones a Lawrence o a Baudelaire no se llega al texto en sí.
Muy cierto. Pero no busquemos sólo en la metodología los crímenes de la ignorancia y de la tontería. Lo real es que siempre se buscan --desde los remotísimos comentarios de textos griegos, hebreos o hindúes-- elementos adicionales para ampliar, precisar, comentar el misterio nunca agotado de las obras. Y el más intransigente filólogo textualista en cuanto se baja del "puro" pizarrón de sus paradigmas, se pone a contar chismes sobre el autor estudiado a su colega de cubículo. Ah, se ven tantas cosas...
Pero ahora quiero contar otro cuento: el del gran "daño" que las pérfidas Obras-en-sí hacen a las desprotegidas biografías, a los humildes chistes biográficos y a los pobres asuntos extraliterarios.
Había una vez un señor llamado Ernest Hemingway, a quienes algunos miles de lectores admiraban por sus libros "en sí" y muchos millones de personas amaban por su personaje y sus trucos publicitarios, por sus desplantes, por sus gestos y por sus libros "no-en-sí", sino bien envueltos en la parafernalia "extraliteraria".
Una de sus poses más fotografiables era la de boxeador. Desde luego en los años treinta de este siglo Hemingway no era un gran, ni siquiera un pequeño boxeador, sino un joven autor importante que se las daba de anti-intelectual y anti-elitista en obsequio de los aspectos, je, "viriles" y, je, "vitalistas", de su gran público.
En 1929 la prensa mundial reportó que el Héroe Hemingway había sido alevosamente noqueado en un ring informal por un maligno escritor envidioso, intelectualizado y elitista --y ni siquiera estadunidense, sino del simple Canadá--, llamado Morley Callaghan, boxeador ese sí --el indigno-- "profesional", en París, cuando el Héroe Hemingway estaba cosmogónicamente borracho, ante la desesperada impotencia de Francis Scott Fitzgerald, que la hacía de réferi.
Bramaron los fans antilibrescos del escritor de libros, los fans anti-intelectuales del intelectual anti-intelectualmente vestido de boxeador. El Héroe Hemingway fue más querido y vendió todavía más millones de ejemplares de sus antielitistas y anti-intelectuales novelas, y la estrella de Morley Callaghan declinó casi para siempre.
Posteriores correcciones, testimonios y aun libros enteros sobre "aquel verano en París" no han desvanecido el mito. Los hechos no fueron tan hemingwayianos. Callaghan y el Héroe Hemingway eran muy amigos y semejantes en el estilo y en gustos: compartían la afición y los atavismos de la "cultura popular" y el deporte. Se llevaban muy bien con Scott Fitzgerald, Miró y demás tropa bohemia de la "orilla izquierda". De estudiantes ambos habían practicado el box, sólo que los campeonatos de box estudiantil los había ganado Callaghan, quien no rivalizaba literariamente con el Héroe, sino que lo admiraba y enriquecía (Morley Callaghan fue quien influyó y benefició a Hemingway y no al revés; como todo autor eficaz, el Héroe tomaba sus recursos de donde fueran: Mark Twain, Kipling, Anderson, Stein, Scott Fitzgerald, Callaghan, el cine, la zarzuela, los sermones evangélicos, etcétera.)
Todo empezó con el tedio del verano: "¿Qué? ¿Vamos al teatro o nos ponemos los guantes?", dijo una tarde Hemingway. Callaghan, más sereno y menos fantoche, explicó que había amateurs menos amateurs que otros, y que él boxeaba mucho mejor, y que no tenía caso andarse con payasadas; ambos sabían que ante cualquier profesional del box, el boxeador más humilde, no eran sino "just clowns".
Hemingway insistió (¿previendo ya los reportes de la prensa internacional?), Scott Fitzgerald la hizo de réferi y pelearon demasiado en serio, pero no tanto como para que de veras corriera sangre ni hubiera ningún verdadero K.O. Apenas algunos golpes serios recibió el Héroe, y más por culpa del pasmado Scott Fitzgerald, que en su consternación por ver al Prócer en problemas, se quedó pasamado y dejó correr demasiado el tiempo cuando el Inclito estaba llevando la peor parte. Y el único "noqueado" fue un mirón presuntuoso que, en seguida, trató de enseñarle box al propio Morley Callaghan. Ambos combatientes por lo demás siguieron siendo amigos algún tiempo todavía y hasta volvieron a calzarse los guantes otras veces (en alguna, el réferi fue Miró.)
Pero el chisme llegó a la prensa. Todos los chismes de Hemingway llegaban siempre oportunamente a la prensa. Y ni aun con buena fe, los reporteros ni los lectores pudieron ver el hecho sucinto, "en sí", sino como novela hemingwayiana: el bien aquí, el mal allá; la nobleza del ánimo contra la maña erudita y el profesionalismo; el rasgo trágico del ídolo, más ídolo cuanto más "virilmente" caído; la cercanía de la sangre y de la muerte en los ojos purísimos del Joven Inocente; el alcoholismo del Héroe como preparación para el sacrificio, etcétera. La prensa, demasiado influida por las novelas de Hemingway, interpretó y difundió un hecho real como si fuera parte de ese tipo de novelas.
Ernest Hemingway, al principio, se indignó (hizo como si se indignara) de que se dijese que alguien lo había noqueado y exigió que Morley Callaghan desmintiera a la prensa. Callaghan lo hizo.
Pero la desprotegida anécdota, corrompida por la ideología de la obra; la inerme biografía falsificada por las "impurezas", je, de la Literatura, no admitió correcciones. Se necesita un "encuentro moral" hemingwayiano: héroe y antihéroe, final trágico, intenciones aviesas, entrega apasionada y noble del antilibresco autor de best-sellers.
Hemingway creció como Héroe Caído y Morley Callaghan inició su carrera como "el novelista más injustamente olvidado del siglo" (Edmund Wilson).
Tal es la perversa influencia de la literatura sobre lo extraliterario.
Y Callaghan y Hemingway estaban "just kidding"; eran "just clowns". Muchos contemporáneos de ambos han comentado el hecho; el propio Morley Callaghan lo refiere en That Summer in Paris.