jueves, 7 de enero de 2010

LA MONJA CATEDRÁTICA Y LA MONJA ALFÉREZ

LA MONJA CATEDRÁTICA Y LA MONJA ALFÉREZ

Por José Joaquín Blanco

La llegada de sor Lucero Arrutia y su séquito de monjas causó conmoción en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM hacia 1970.
Se dice que ya antes habían asistido a clases algunas religiosas, siempre imperfectamente disfrazadas: las delataban su pelo corto sin mayor coiffure que un peine (“Coiffure à la garçonne!”, exclamaría algún estilista escandalizado); sus faldas oscuras o escocesas por debajo de la rodilla; sus medias de hilo color carne, sus zapatos bajos, casi choclos; sus blusas claras de manga larga con cuellitos y puñitos de encaje, “monísimos”; sus conservadores suéters prediluvianos, lisos, abiertos y de colores claros.
No parecían monjas de hábito, sino tías profesionales. Con esa blandenguería artificiosa de andarle dando a todo mundo las buenas tardes y sonriendo de todo como bobas con sus caras más estropajeadas que simplemente lavadas; desde luego: nada de maquillaje, ni siquiera una pizca de crema, ni depilación en cejas y bozo.
Ciertamente no estaba prohibido que los curas y las religiosas asistieran a clases universitarias, ni de hecho que las impartieran. Pero la costumbre había impuesto que, salvo contadas y poco advertidas excepciones, el clero se instruyera por su cuenta, con total rechazo y desprecio de la universidad pública.
Se trataba, además, de los bravos tiempos de los hippies, el rock, las minifaldas y el Che Guevara. Los estudiantes de la facultad veíamos pasar, incrédulos, el cortejo de monjas por los salones del infierno, donde según el propio clero denunciaba desde los púlpitos, sólo se enseñaba “la impiedad, la disolución de las costumbres, la majadería, el sexo y el comunismo”.
Esos estudiantes nos habíamos inscrito en la universidad pública para aprender algo de literatura, filosofía e historia, pero sobre todo de impiedad, de disolución de las costumbres, de majadería, de sexo y de comunismo –asignaturas extraoficiales, pero favoritas-, y nos sentimos defraudados al encontrarnos otra vez, como en un kínder o una primaria privados, entre pura monja.
A las compañeras a gogó y en minifalda les pareció de pésimo gusto lucir sus muslazos y camisetas entalladas, sin brasier, entre puras abuelitas precoces. Los aprendices de Lenin pintamos con grandes letras rojas en los pasillos: “La religión es el opio del pueblo”.
Pero de ahí no pasó. En relación con la actual, se trataba de una época de gran tolerancia. Y las monjitas semidisfrazadas de civiles siempre asistían con puntualidad, llevaban al día sus apuntes –que nos prestaban a cada rato- y estaban prontas a cualquier pequeño servicio (como dejarse copiar en los exámenes, travesura por la que sin duda tendrían que rezar muchos rosarios de penitencia) en favor de los Ches, los Lenins, las minifaldas y los hippies, quienes (“ateos por la gracia de Dios”) generalmente proveníamos de escuelas religiosas y habíamos estudiado la primaria y la secundaria con maestras igualitas a ellas, su vivo retrato. De modo que a los pocos días prevalecía en los salones un cálido compañerismo entre religiosas y rebeldones. Ya había un precedente cinematográfico: La monja Libertad Lamarque cantaba a dúo con el rocanrolero Enrique Guzmán...
Las monjitas eran muy buenas para soportar, con semblantes seráficos, cualquier cantidad de chistes colorados y hasta que les ofreciéramos mota. “¡Ah qué muchachos tan traviesos!”, pensarían.
-No, muchas gracias –contestaban, y sacaban de sus bolsos unos modestos paquetitos de caramelos. Nosotros sí aceptábamos sus caramelos: “salvavidas” de colores y eucarísticas pastillas de menta.
Pronto se supo la razón de la invasión monjil de la UNAM: Ambicionaban convertirse en profesoras ya no sólo de primaria y secundaria, sino también de preparatoria y hasta de universidad. No todas las congregaciones contaban con tanto dinero como para enviarlas a estudiar en universidades privadas, y el Concilio Vaticano II les había levantado los últimos restos de la clausura. Años de monjas obreras, de monjas cantantes (“Dominique-nique-nique”), de monjas universitarias.
Todas obtenían excelentes calificaciones y se recibían oportunamente, con menciones honoríficas, para lo que redactaban en letra pálmer minuciosas tesis sobre santa Teresa, san Juan de la Cruz o “el sentido religioso” en tal o cual poeta hasta entonces considerados poco religiosos y aun impíos, como López Velarde, Carlos Pellicer, León Felipe y Pablo Neruda. Las mandaban imprimir en talleres offset especializados en estampitas de primera comunión: se notaba en los títulos y capitulares góticos.
Los santificaban: “Los poetas son los santos modernos”, decían; “por lo demás, también santa Teresa tuvo a ratos expresiones populares o mundanas en su lenguaje. El erotismo y el lenguaje crudo son rasgos simplemente humanos. A san Francisco de Asís le habrían encantado algunos poemas de Carlos Pellicer y León Felipe, y con gusto habría trepado a Machu Pichu del brazo de Pablo Neruda”.
La que salió algo torcida fue su lideresa, sor Lucero Arrutia, de unos treinta años cuando ingresó a la universidad (nos parecía toda una ruca a los estudiantes de veinte). Una vez obtenido el título de Licenciada en Letras Hispánicas, y con él abiertos los caminos para dar clases de español y literatura en cualquier preparatoria y no sólo en el Colegio Obispo Plancarte, similares y conexos, colgó súbitamente los hábitos –los que ya no usaba sino en ocasiones de gala y cuando se tomaba alguna fotografía para la familia- y se volvió feminista. De las feministas de armas tomar.
-Otra manera de seguir siendo monja y luchar por la dignificación de la mujer –explicó.
La verdad era que estaba harta de su convento. En realidad, ni convento en forma le había tocado, con eso de la modernización (“aggiornamento”) de las monjas. Vivía con otras seis maestras del Colegio Obispo Plancarte en una casa rentada, sencilla, de la Colonia del Valle; dos monjas por recámara, en camas gemelas o literas, como adolescentes perpetuas.
Tenían un altarcito con gladiolas en la sala-comedor-estudio, donde sólo rezaban y prendían velas a una estatua en yeso de la Inmaculada, pues debían trasladarse todos los días, muy temprano, a una iglesia común y corriente, digamos La Coronación, El Rosario o La Sagrada Familia, para oír misa como cualquier hijo de vecino. Para ello contaban con una camioneta volkswagen comunal siempre impecable, aunque a ratos también debían treparse a peseros y al metro.
Ya resultaba poco glamorosa la vida de una monja. Parecían más bien una comuna de hippies, pero de monjas hippies. Años de películas de “monjas alivianadas” del tipo de Dominique, con Debbie Reynolds; o Sor Yeyé, con Hilda Aguirre.
Además, “pueblo chico, infierno grande”; cualquier nimiedad cotidiana las hacía pecar contra la caridad y la paciencia en su encerrona de seis señoras en la casita de la Colonia del Valle. Reñían con ferocidad de pellizcos de monja hasta por el modo de batir la mayonesa.
Si de todas maneras su digamos “monjedad” consistía en misas públicas, en confesiones y charlas semanales o mensuales con los curas, a quienes había que ir a buscar a las parroquias, como cualquier feligrés; y en un compromiso personal con la religión, ¿por qué no poner convento aparte, convento individual?
Ya licenciada, Lucero Arrutia abandonó su comuna religiosa, pero no las costumbres ni las ideas de su congregación; se compró su condominio y su volkswagen personales, donde sólo mandaba ella y nadie la molestaba, y se decidió por una vida de monja free-lance. Mejoró de humor y subió de peso.
No se le conocieron amores ni tentaciones eróticas, pero sí una gran ambición intelectual. Se dio a la tarea de adoctrinar y formar grupos de feministas católicas. Terribles: unas “cruzadas”, dicho sea sin doble sentido.
Tomó cursos de postgrado, escribió reseñas literarias en revistas y periódicos, asistió a coloquios y congresos. Ahí destacó como autora de “estudios de género”, o sea la situación de las mujeres y “personas de variada orientación sexual” a través de las obras literarias.
Su tesis doctoral versó sobre El travestismo o los disfraces de la verdad en el teatro de Tirso de Molina. Presentó numerosas ponencias a todos los simposios universitarios del país sobre el mismo asunto, pero aplicado –como el ajonjolí a todos los moles- al teatro de Lope de Vega, Ruiz de Alarcón, Calderón, Moreto, sor Juana Inés de la Cruz; la prosa de Cervantes y de Quevedo.
“¡Abandonar la orden de las concepcionistas para profesar como travestista!”, se burlaban sus antiguas compañeras, ascendidas de profesoras de primaria y secundaria a la nueva preparatoria del Colegio Obispo Plancarte.
Pero la seguían queriendo. Sabían que en nada habían cambiado la fe ni la virtud de la exmonja Lucero Arrutia, y valoraban su trabajo de predicar con tesinas y ponencias de “estudios de género” en las universidades. Luchaba abiertamente en el mundo.
Me la encontré el mes pasado en El Colegio de México, ese otro convento. Salía del aula magna, después de triunfar con un estudio sobre Las aportaciones de “La Monja Alférez” a la libertad moral de su tiempo.
Andaba cerca de los sesenta años, con el pelo igual de corto (pero ya no peinado à la garçonne, sino moldeado con secador, adornado con algún rizo sobre la frente y teñido color Burgundy). Zapatos negros bajos. ¡Por fin medias trasparentes, aunque opacas, y falda escocesa arriba de la rodilla! La infaltable blusa blanca de mangas largas con el cuellito y los puñitos de encaje. El suéter antediluviano abierto, pero ya no liso, sino con grecas multicolores y modernistas y un audaz medallón guadalupano de oro (que no osaba lucir en sus años de alumna, o acaso todavía no había podido comprar), como prendedor, y un poquito de color rosa en sus labios arrugados. Y ¡se atrevía a usar aretes! Unas perlas pequeñitas, muy elegantes, sin duda auténticas.
-¡Pero mamasota Luchis! –en la facultad las fastidiábamos con irreverentes adulaciones burlescas; que más que madrecitas eran mamasotas, etcétera-. ¡Tú en El Colegio de México!
-En este pudridero terminamos todos.
El “pudridero” original era la propia Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En un curso de historia de España nos enteramos de que, antes de enterrarlos en el Escorial, el claridoso pueblo español enviaba los cadáveres de sus monarcas a que se corrompieran unos diez años en un “pudridero” real. Nos gustó la palabra para burlarnos de nuestros maestros, los Catedráticos, que tanto estimaban sus plazas de tiempo completo en la UNAM. “Hay que dejarlos en su pudridero”, decíamos.
Nosotros no íbamos a seguir su tedioso camino: nos proponíamos comernos el mundo entero con nuestros poemas, obras de teatro, novelas, tratados, revoluciones... “Cambiar el mundo, transformar la vida”.
-Que conste que nada más estoy aquí de funcionario, y por poco tiempo; ya nada tengo que ver con la academia –me disculpé, algo ruborizado de que me considerara todavía un simple literato ¡a mi edad! Seguramente, con mi panzota y mi calvicie, hasta me veía ahora más viejo que ella.
-Me enteré de eso, guerrillerito –algo de ironía había aprendido por fin en el mundo, a pesar de todo-; ¡como ya se acabó el PRI, te quedaste sin chamba en el gobierno! Bueno: este pudridero también sirve de limbo y purgatorio a los políticos desempleados.
-¡Hasta las próximas elecciones nomás, mamasota Luchis! ¡Pronto me volverás a ver en los noticieros de la tele!... ¿Y a qué clase de herejes viniste a convertir?
-A unas guerrilleras católicas de lo peor, a unas comunicólogas aceleradas. Ustedes eran unos fresas en comparación con el fanatismo de éstas. ¿Crees que quieren erigir a La Monja Alférez en la santa precursora de las lesbianas?
-¡No me lo digas, mamasota!
-¡Así como lo oyes, guerrillerito!
-Bueno: la fama corre. ¿No se trata de esa mujer bigotona que anduvo de soldado y de arriero en la época virreinal, tanto en la Nueva España como en el Perú?
-No tan bigotona; las fuentes hablan de unos cuantos bigotitos, como bozo. Textualmente, según una hoja volante del siglo XVII donde se daban noticias de ella, se dice: “algunos pocos pelillos por bigote”.
-Lo de soldado y lo de arriero, ni quien se lo quite.
-Eso sí. Pero se trata de oficios injustamente vedados a la mujer. ¿Por qué una mujer sola y huérfana como ella, sin gusto por el matrimonio ni por el convento, tenía que dedicarse sólo a criada o a bordadora? Ahora hay albañilas y nadie se inmuta. Fue una precursora de la libertad de trabajo...
-¡Pero una mujer-arriero, y mujer-soldado, pues se vestía de hombre y con espada y daga y bototas, y guarniciones de plata, en el siglo XVII! ¿Viste la película de María Félix?
-¿Y cómo quieres que se hubiera vestido? Con enaguas todo mundo le iba a faltar al respeto. Conozco a una “niña de la calle” que se viste hoy de niño y se hace llamar Pancho, para que no la anden manoseando los demás escuincles ni los automovilistas cuando lava parabrisas en los camellones. Por lo demás, hubo capitanas en las guerras de conquista; y famosas toreras durante el virreinato, como la que triunfó en una corrida que se realizó a finales del siglo XVIII en la luneta del teatro Coliseo, el Coliseo Nuevo.
-¡Pero La Monja Alférez raptaba y enamoraba a las damas!
-Sí las enamoraba, pero con amor casto. Ricardo Palma dice que nomás para tomarles el pelo.
Redundó, mientras bajábamos por las escalinatas de El Colegio de México: Eran otros tiempos y sólo a los demasiado valientes o muy desesperados se les ocurrían las libertades actuales, digamos fisiológicas. Se trataba de afecto y simpatía espirituales, como en sor Juana. Nada más, ¡pero nada menos! ¿Por qué todo afecto había de llegar necesariamente a la cama, y menos en esos dorados siglos del Santo Oficio?... De veras se le tenía miedo al sexo, sobre todo de una manera inconsciente; y mucho más al sexo “demoniaco”: un miedo terrible.
Y no las raptaba: las protegía, lo que era diferente. Una mujer como caballero andante de otras mujeres... Había ayudado a una pobre muchacha de provincia a venir a México para entrar a un convento. La Monja Alférez, vestida de español: el alférez Antonio de Erauso, con espada y daga, la libró de los peligros de los caminos y la condujo sana y salva hasta la capital. Eso era todo el chisme...
Catalina Erauso, cuando mujer, o Antonio de Erauso, como se hacía llamar en cuanto hombre, viajaba pues con esa muchacha hermosísima, a la que, para mejor protegerla, traía completamente cubierta con un velo. “¿Esa dama es su mujer?”, le preguntó un alcalde en el camino. “No le es posible serlo”, contestó muy viril el alférez Antonio de Erauso.
-Y dijo bien. Conocía sus límites... –acotó, doctoral.
Desde luego, me relató entonces la ensayista-de-género Lucero Arrutia en mitad de la escalinata-mausoleo: En cuando llegó a la ciudad de México, aquella dama se le escapó, porque no deseaba realmente entrar al convento. Había aceptado el viaje sólo para huir de su familia, que seguramente la maltrataba en el pueblucho. Y a la primera oportunidad se casó.
Decían las feministas ultras que La Monja Alférez había enloquecido de celos, pero la monja (bueno: exmonja) catedrática opinaba que había enloquecido más bien de celo... protector: quería constatar que la muchacha viviera digna y feliz en su matrimonio.
Por eso se metía a su casa a todas horas, para ira colosal del marido, quien la corrió estrepitosamente y ordenó que siempre le dieran con la puerta en las narices.
En ese momento de “destemplanza emocional” La Monja Alférez amenazó con tirar la puerta a patadas, cosa más que posible, vistos su arrojo y su corpulencia. Asimismo era cierto que había retado a duelo al marido, a espadazos...
-Eso también pertenece a “los estudios de género” –intervine-, pero más bien a los gays masculinos; sólo que la Monja Alférez igualmente resultara precursora en cuestiones de prótesis...
-Mal chiste, guerrillerito.
Me explicó: El marido había rechazado el duelo, porque si a La Monja Alférez no le importaban los duelos intersexuales a espadazos, a él sí, y no se iba a deshonrar como caballero por alzarle la espada a una mujer. Cosa que ella finalmente admitió, a regañadientes. A lo mejor el marido tenía miedo: no se había conocido en el Potosí mejor espadachín que don Antonio de Erauso, inventor de un fatal, irremediable lance de espada: la estocada “sin misericordia”...
Pero tan no había nada inconfesable o sórdido en el cariño de La Monja Alférez por la esposa, que días después el marido y el alférez Antonio de Erauso, reconciliados, a cual más diestro y valiente, combatieron en mancuerna, espada en mano, contra toda una banda de malandrines, y los derrotaron.
-Fue una gran mujer y ya. Mira: era huérfana, la recluyeron muy chica en el convento...
¿Cómo escaparse y andar por el mundo sin sobresaltos? Pues sólo vestida de hombre. Eso que tan difícil de comprender resultaba para las ultras universitarias de hoy, opinaba la doctora Lucero Arrutia, lo había entendido sin problemas todo el mundo en el siglo XVII.
Nunca la persiguió el Santo Oficio; por el contrario, se decía que el Papa le había permitido usar traje masculino, como recompensa por sus servicios militares a la cristiandad, ya que en una batalla naval se había lanzado a cañonazos y arcabuzazos contra los piratas holandeses, en las costas del Perú. Y que el estricto obispo Palafox, de Puebla, la consideró siempre un paradigma de mujer cristiana.
-Hay precedentes: ahí tienes a Juana de Arco...
A su muerte, cuando se acercaba a los setenta años, se rezaron y cantaron muchas misas solemnes en Orizaba. Se publicaron en ese siglo al menos tres relaciones encomiásticas de su vida, sin espanto de nadie.
-Sólo hasta el simplón, folletinesco siglo XIX, cuando al poeta cubano José María de Heredia (no el de Les trophées, sino el anterior) se le ocurrió divulgar las aventuras de La Monja Alférez en francés, salió lo de lesbiana. Heredia había leído demasiado a Balzac, ya sabes: La muchacha de los ojos de oro, etcétera, y a los libertinos del Ancien Régime, de la Revolución y del Imperio... Pero la Francia decadente o enloquecida del Marqués de Sade no era la levítica Nueva España. Nada tengo contra las lesbianas, desde luego: todo lo contrario. Pero aquí no viene al caso. Ni Ricardo Palma ni Luis González Obregón la encontraron libidinosa.
-¿Y cómo no fue descubierta a tiempo? Digo, porque los/las travestis/transexuales de ahora disponen de cirujanos, hormonas, postizos de silicón; vestuario, maquillaje, utilería, efectos especiales y electrónicas noches en los cabarets, con ilusiones de luz y sonido para engañar a parroquianos borrachísimos... En los teatros y cabarets dan a ratos el gatazo; pero en el cine, cuando las mujeres se hacen pasar por hombres, siempre se les nota (salvo acaso Katharine Hepburn) a primera vista: ahí tienes a Julie Andrews en Víctor Victoria, y en México a Irasema Warschalonska (vulgo: Irasema Dilián), como compadre de Pedro Infante en Pablo y Carolina; a Silvia Pinal, a Tere Velázquez, a Irma Lozano, a Sasha Montenegro, a (je) Lucerito... Pero en la llana realidad, en un rústico camino veracruzano del siglo XVII, bajo el solazo, entre tantos peones negrotes semiencuerados y sudorosos, ¿no se les hacía rarito el tal arriero o alférez Antonio de Erauso?
-Era una mujer robusta, algo gorda, parece que feona. Supongo que excelente actriz; y además, con su valentía y sus bravuconadas desviaba un poco la atención. El pelo corto peinado como hombre...
-À la garçonne? –exclamé
-No: con melenita, como todo un alférez; las calzas algo holgadas, ¡y ya!
-¿Y los pechos, mamasota Luchis?
-Eso es lo que no me gusta nada -me comentó la monja catedrática.
Me explicó que Catalina Erauso (o Erauzo), natural de San Sebastián de Guipúzcoa y avecindada en la Nueva España, trató de quitarse los pechos desde el principio, en Europa. Y eso era siempre indigno en una mujer, aunque durante el siglo XVII tal mutilación o desecación se hubiese visto más bien como un gesto de mortificación, de santidad.
Se pensaba que había pretendido suprimirlos porque los consideraba pecaminosos, y no para cambiar de sexo. Ultracasta, como Orígenes, Padre de la Iglesia, y no una transexual avant-la-lettre.
-Te digo que este pasaje, por lo demás no debidamente comprobado, señala la aberrante misoginia aurisecular vulgo: de los Siglos de Oro. ¡Mira lo que la pobre Catalina Erauso, todavía una chamaquita de once o doce años, tuvo que hacer para ganar su libertad y convertirse en alférez o sargento! Aquí traigo la ficha:
“Ella es de estatura grande y abultada para mujer... No tiene pechos: que desde muy muchacha me dijo haber hecho no sé qué remedio para secarlos y quedar llanos, como le quedaron; el cual fue un emplasto, que le dio un italiano, que cuando se lo puso le causó un gran dolor...”
Habíamos llegado el estacionamiento. Los dos teníamos coches del año y buena marca; nadie podría decir que resultaron de balde nuestros estudios de poética y humanidades.
-¡Adiós, mamasota Luchis, espero que pronto canonices a tu Monja Alférez y se acepten como rama de la teología “los estudios de género”!
-¡Adiós, guerrillerito, y que recobres pronto tu curul! ¿En qué partido andas ahora, mi Che Guevara? ¿Sigues en el corporativista PRI, en el PAN retrógrado o en el mitotero PRD?
-En los tres, en los tres...
-Haces bien, guerrillerito. ¡Dios está en todas partes!

2 comentarios:

Pável dijo...

¡Madres!

He dicho.

Luis F. Soto dijo...

Esta es una delicia. Yo tengo el libro Album de pesadillas mexicanas, se llama, altamente recomendable.

La primera cronica tuya que lei fue la de Plaza Satelite.

Saludos,

Lfs.