lunes, 22 de noviembre de 2010

BAUDELAIRE

BAUDELAIRE: EL AMIGO QUE NUNCA ESTÁ


Por José Joaquín Blanco

A Silvia Tomasa Rivera

Cuando aparecieron Las flores del mal (1857), Barbey d'Aurevilly escribió que ya sólo le quedaban dos caminos a su autor: pegarse un tiro o "convertirse", volverse un buen católico.

Para entonces, ya Baudelaire tenía, clarísimas y como dibujadas en una especie de maquillaje terrible --ese maquillaje que él elogió, no como imitador de la vida, sino como lo que alteraba y superaba la realidad--, las señas de su derrota profunda, total, definitiva en la vida práctica: las finanzas, la familia, el periodismo, la Academia Francesa, el amor e incluso la amistad, en sus aspectos más cotidianos, se le volvían monstruos tiránicos.

Necesitaba de Dios: el amigo que uno busca en vano ("l'ami qui manque toujours"), aun para las situaciones diarias más menudas y minuciosas, pero también y sobre todo para sostenerse a sí mismo, para autovalorarse, para confiar en que la derrota final todavía podía ser, al menos, retrasada.

Su religiosidad apremiante lo volvió un devoto exagerado: se enamoró de la religión no en un sentido abstracto, sino en su realidad parroquial y casi milagrosa: se emborrachó de catolicismo como de un paraíso artificial: "El autor de Las flores del Mal, solía con mucha frecuencia aparecer por las tardes en el Café Robespierre. Ya no era el Charles Baudelaire que había yo conocido antes, en 1845, en las oficinas del Corsaire-Satan, sino un hombre envejecido y como desvaído, todavía esbelto pero que ya había ganado bastante peso; se veía excéntrico con su pelo blanco y su cara muy rasurada, y menos como el poeta de los placeres amargos y voluptuosos, que como un cura de Saint Sulpice" (Audebrand).

Su Diario íntimo da muestra de este nuevo avatar del Dandy, que ahora se sueña santo, de una manera no del todo diferente del tipo de santo que divulga la sentimental literatura edificante, de modo que en él --como también en Rimbaud, según quisieron Riviére y Claudel-- también existe un ambiguo sentido hagiográfico, que siempre sin embargo suena irónico, algunas veces como paródico de los estereotipos devotos, como cuando habla de la dificultad o imposibilidad de encontrar a Dios, donde parece que si no fuera tal, el poeta no lo buscaría: que lo adora un poco como a una quimera: un Dios posible, municipal, burgués, empresario y ciudadano, como ya lo querían muchos protestantes y no pocos católicos modernos, sencillamente no le servía; lo quería antiguo, anacrónico, un tanto medieval y como recién extraído de estampas devotas.

No fueron pocos los críticos que advirtieron, en los poemas de Baudelaire posteriores a Las flores del mal, misticismo y aun santería, y desde luego no ha faltado quien los encuentre incluso en los momentos más terrenalmente osados de su juventud; quien vea no un culto sino una denostación de las drogas, el alcohol y la carne en sus poemas más encendidos; quien descubra que hay menos una exaltación de la "belleza moderna" de sus terribles escenas urbanas que una moderna pintura del infierno: un infierno Segundo Imperio con boulevards y pasajes, cafés y casinos, hoteles y grandes tiendas de lujo.

Siempre hubo un excesivo transfondo moralista y religioso en Baudelaire, del mismo modo que el escepticismo, la ironía y las apetencias de este mundo no dejaron de existir cuando el poeta quiso purificarse, con caminos de perfección como el siguiente:

"Juro ante mí mismo tomar de hoy en adelante las siguientes normas como reglas permanentes de mi vida: rezar todas las mañanas mis oraciones a Dios, la fuente de toda fuerza, de toda justicia; rogar a Mariette y a Poe que intercedan por mí; rogar que me sea concedida la fuerza necesaria para cumplir mis deberes, y que se le conceda a mi madre una vida lo bastante larga como para disfrutar mi transformación. Trabajar todo el día, o al menos tanto cuanto me permitan mis fuerzas. Rogarle a Dios nos conceda vida y fuerza a mi madre y a mí. Dividir todo lo que gane en cuatro partes iguales: una para la vida diaria, otra para mis acreedores, otra para mis amigos y otra para mi madre. Seguir los principios de la sobriedad más estricta, el primero de los cuales es la total abstinencia de todo tipo de enervantes, de cualquier tipo que sean".

Uno debe recordar siempre, ante este tipo de escritos, la advertencia de André Gide sobre las confesiones íntimas, que jamás --sobre todo las muy encendidas y sinceras-- admiten una lectura literal ni normal; son menos documentos de la razón, la reflexión, la vida-en-sí o el pensamiento espontáneo, que de considerables perturbaciones o estados de ánimo muy alterados, hipersensibles, heridos, abatidos, aterrados.

Nunca podremos saber qué grandes caídas, qué terribles mañanas de cruda --acentuadas por la miseria, por el fracaso en el mundo periodístico y literario, por la continua humillación que parecía destinado a sufrir de su madre, su padrastro, su notario, Jeanne, sus acreedores, y muy especialmente por los estragos de la sífilis, ya en etapa terciaria--, dieron lugar a tan abajadas y dolidas devociones, a tan urgentes impulsos de conversión. Sí, que a Baudelaire no le fue otorgada ninguna de las gracias solicitadas; que para él Dios siguió siendo el amigo que nunca está.

Los derrumbes vinieron juntos: bancarrota y persecución por parte de sus acreedores, que lo obligaron a escapar de Francia; desprestigio como poeta y periodista, fracaso e irrisión como amante, deserción de los amigos, veloz deterioro físico.

A principios de 1866 ya eran frecuentes los momentos de lagunas mentales y falta de equilibrio y de coordinación al moverse, con crisis nerviosas. No se hicieron esperar los ataques de parálisis y de dificultad y casi imposibilidad de hablar, y de la creciente pérdida de la memoria y la conciencia. Hubo que internarlo, todavía en Bruselas, en un sanatorio de monjas de la Rue des Cendres, L'Institute de Saint-Jean et de Sainte Élizabeth.

Este fin de un poeta, perfectamente documentado en diversas biografías (sobre todo la de Enid Starkie), pudo haber sido detalladamente imaginado por un fraile fanático, para ilustrar a sus feligreses de cómo el Supremo se venga de los poetas licenciosos y blasfemos.

Ya con grandes dificultades para moverse, incluso para lavarse y escribir (a veces ni siquiera recordaba su nombre, y todo lo que le pedía a la vida era que le volvieran a lavar las manos), sentía gran necesidad de expresarse, pero se le habían olvidado todas las palabras, todas, menos una frase religiosa: nombre sagrado, "sacré nom", y para todo la usaba, y desde luego se exasperaba cuando las monjas no lo entendían.

Quería agua: "sacré nom!", ir al baño: "sacré nom!", comer: "sacré nom!", que lo limpiaran o lo dejaran en paz, que vinieran o se fueran: "sacré nom! sacré nom! sacré nom!".

Las monjas por supuesto creían que blasfemaba con el nombre de Dios, y cada vez que él gritaba "sacré nom!", se hincaban, se persignaban, gritaban conjuros y exorcismos, la Magnífica o jaculatorias, buscaban amuletos devotos o agua bendita; pero ahí seguía el que no era ni parecía enfermo, sino un endemoniado, un poseído, berreando colérico o abatido: "sacré nom! sacré nom!".

Por lo demás, las monjas --que no leían poemas obscenos, ni literatura prohibida por la iglesia y por el Estado, pero que no ignoraban que estaban frente a un inmoral célebre, procesado y condenado por obscenidad, y linchado en toda la prensa católica como sacrílego e impío--, sabían bien que estaban ante un secretario de Satán, al que por orgullo conventual quisieron vencer con sus propias monjiles armas (rosarios, chantajes, recitos y supliquitas susurraditos, agua bendita, estampitas), a lo mejor se ganaban el cielo trayendo al buen camino a un hereje famoso, aprovechando para ello su derrumbe mental, como otras monjas --ahora españolas-- hicieron con Jane Bowles.

Finalmente desistieron y expulsaron al enfermo, que seguía incapaz de pronunciar otras palabras que "sacré nom!" ni de expresar otra señal audible que un gruñido acaso doloroso pero que era inmediatamente interpretado como risa diabólica.

A su salida de L'Institut de Saint-Jean et de Sainte Élizabeth, las monjas se entregaron a diversas prácticas de desagravio del "sacré nom!", que no excluyeron la de exorcizar todo el sanatorio con un cura armado de hisopo y agua bendita.

Voltaire habría disfrutado con un final así de oscurantista y cómico; no Baudelaire, quien siempre creyó en demonios y ángeles de bulto, en un paraíso y en lo ideal; existían el Azur, lo Infinito, lo Nuevo y el Mal, precisamente porque en el universo tenían sólida realidad Dios, la Virgen, los santos y los ángeles, y todas las terrazas del cielo y los sótanos infernales.

Se diría que la fatalidad o la realidad absurda --o la providencia divina, acotaría el fraile-- conjuró para coronarlo con un final medieval, una leyenda del Gran Pecador; pues en efecto, si sus pecados --sus versos-- fueron reales, no podían quedar sin castigo; un castigo que no lo excluye, sino lo incorpora en un sitial incluso preferente del mundo divino, como el de las fachadas escultóricas y los retablos de los altares donde el Gran Pecador obtiene marcados favores y sonrisas de la corte del Creador.

Abandonado de sí y de la salud, entre monjas histéricas, tontas y crueles, abandonado de su "amigo que nunca está", pareció cumplir en el umbral de su muerte, su brindis de "El vino del asesino": "¡Vedme libre y solitario!/ Esta noche estaré muerto de borracho;/ entonces, sin miedo y sin remordimientos,/ me acostaré sobre la tierra/ y dormiré como un perro./ La carreta con sus ruedas pesadas,/ cargada de piedras y de lodos/ y el vagón violento bien pueden/ aplastar mi cabeza culpable/ o partirme por la mitad./ ¡Me burlo de todo eso como de Dios,/ del diablo y de la Santa Mesa!".

Bien mirado, el más injusto final de Baudelaire habría sido un final simplemente atroz y laico, como el de Verlaine; él quería un final minuciosamente religioso, consigo mismo como cabal condenado. Y eso, bueno, al menos eso, su influyente "amigo" --ahora sí presente-- no se lo negó.