viernes, 21 de enero de 2011

LETRAS COCHINAS

Letras cochinas


Por José Joaquín Blanco

1

Me hace gracia hablar de “literatura erótica”. En otros tiempos se la llamaba claramente licenciosa, pecaminosa, obscena o pornográfica. Y hay grandes joyas de majadería escrita, aun impresa, en la literatura española desde los tiempos del Arcipreste de Hita y de los muchos, demasiados autores de las muchas, demasiadas Celestinas, hasta el florecimiento de las letras “perversas” durante el doradísimo siglo XVIII, como Jardín de Venus, del pedagógico Samaniego. Atesoro una antología de Poesía erótica del siglo de Oro (Barcelona, Crítica, 1984). Italia, con Boccaccio, y Francia, con Rabelais, ensalzaron esta cripto-literatura, escrita adrede para leerse a escondidas, como muchos textos tremendones de Quevedo y de Góngora.

En México, desde el siglo XVI Mateo Rosas de Oquendo se albureaba a damas, españoles, criollos, indios y mestizos; y todavía hace medio siglo, Salvador Novo escribía sus textos más licenciosos no para imprimirlos, sino para hacerlos circular entre sus amigos en copias mecanográficas al carbón. Sin embargo, el gran momento de la literatura licenciosa en México ocurrió a finales del siglo XIX, con algunos poetas modernistas, quienes a imitación de Baudelaire, Verlaine, Richepin y otros “raros”, ensalzados y divulgados en nuestra lengua por Rubén Darío, también algo obscenón en sus Prosas profanas, lograron verdaderas joyas no sólo de erotismo, sino de pornografía, provocación licenciosa y crápula versificada: Tablada y Rebolledo, principalmente. Ese camino proliferó en toda América Latina y logró la obra y el personaje más “decadentes”, “raros”, “malditos” de toda nuestra historia literaria: el poeta colombiano-mexicano Porfirio Barba Jacob, de quien el novelista Fernando Vallejo ha escrito una sabrosa y documentada biografía.

Erótico puede serlo todo. Hay monjas (y monjes) orgásmicos frente a la poesía de san Juan de la Cruz, cosa que no entiendo. Tampoco me imagino el erotismo-a-lo-divino de ciertos salmos y del Cantar de los cantares. Desde el momento que, se nos dice, sin duda tramposamente, tratan de otra cosa –categorías sacras, teológicas- y no de coitos y manoseos terrestres, su pretendido erotismo se vuelve un santo rosario. De cualquier modo, durante muchos años estaba prohibido a todo católico leer libros místicos antes de la mayoría de edad, y aún así, sólo bajo explícita autorización y guía del confesor o director espiritual. No era frecuente que tan riguroso permiso se concediera a mujeres de ninguna edad ni condición, mucho menos a las monjas.

2

Los libros libertinos, licenciosos y obscenos fueron prohibidos en todo el mundo hasta bien entrado el siglo XX. Hay que recordar que el presidente De Gaulle se permitió autorizar oficialmente, mediante decreto supremo del Eliseo, algunos poemas lésbicos de Baudelaire, cuya publicación llevaba un siglo prohibida por los tribunales; también a mediados de siglo ocurrió el último escándalo memorable al respecto: el juicio a Lolita, de Nabokov.

El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, el Ulysses de Joyce, y las Memorias del condado Hécate, de Edmund Wilson, también fueron prohibidos por tribunales escandalizados. Todo esto hasta los años cincuenta, en que resultó un tanto ridículo y contraproducente (los libros condenados por obscenos, libertinos o pornográficos se convertían automáticamente en best-sellers), y los tribunales civiles dejaron de condenar enfáticamente tantas novelas. Incluso el Vaticano, durante las épocas de Juan XXIII y Paulo VI, mantuvo en bajo perfil su antología de demonios literarios: o Index de libros prohibidos, cuya mera hojeada constituye pecado mortal, y donde encontraremos a todos los grandes escritores de todos los tiempos.

La censura buscó formas laterales más efectivas. El vampiro de la Colonia Roma, de Luis Zapata, fue rechazado por Sanborns, que ya era una de las principales cadenas de venta de libros de México; no sólo eso, cuando su traducción al inglés, Adonis García. A picaresque novel, publicada en Estados Unidos, llegó a la Gran Bretaña, la reina Isabel II inició un proceso contra Zapata por introducir “material pornográfico” en las aduanas británicas.

3

Erótico puede serlo todo. El erotismo está en la lectura. Muchos poemas majaderísimos no conmueven a nadie; muchos boleros y poemas de Amado Nervo, mochísimos, conmueven y doblan a las damas de castidad más garantizada.

En mi juventud, me encendían más los episodios gay en libros de autores serios, filosóficos, austeros, como Gide (El Inmoralista, Si la semilla no muere, Las cuevas del Vaticano, Los monederos falsos, Los alimentos terrestres) o Sartre (La infancia de un jefe, La edad de la razón, San Genet), que los descarados carnavales de locas y mayates de Genet. La seriedad tiene su valor erótico: predica, inmoraliza, seduce el espíritu: no se dirige solamente a un instantáneo episodio de manuela.

Creo que los temas gay mejor logrados han sido los más austeros, especialmente las novelas de Christopher Isherwood (Adiós a Berlín, El señor Norris cambia de trenes, Por ahí de visita, Un hombre soltero, Christopher y los suyos), y que envejecen rápidamente los libros excesivamente atenidos a la descripción o a las odas porno, salvo cuando ocurra –como en Boccaccio- que estén ennoblecidas por cierto festival de humor prosístico, por cierta atmósfera de verdadera libertad en el placer, como por suerte nos ha ocurrido en las novelas de Luis Zapata.

Lo que antes se prohibía incluso por escrito (y siempre el público lector ha sido escasísimo, inofensivo, algo profesoril), ahora se exhibe por televisión a mediodía o en horas pico. No me extrañaría nada que mis Púberes canéforas, tan acusadas de cochinas, tendenciosas y truculentas en 1983, dieran lugar a una telenovela de la tarde. Y no pasaría nada. Peores cosas se ven y se dicen en la tele durante talk shows, reality shows, películas, videos, programas de chismes de famosos y comedias de albures-sin-albur: al albur al descubierto, ostentoso, circuncidado, morado y descollante. Ahí te habla el Cara-de-haba.

4

Alguien dirá que no hay mayor erotismo que la reticencia en medio tono de los tristísimos cuentos de Chéjov, o el clasicismo tenaz de Madame de Lafayette. Otros seguirán fieles a la época de la prohibición y seguirán defendiendo a los héroes del sexo explícita y verbosamente vociferado hasta la náusea, de Sade a Henry Miller o Anais Nin. Por ahí habría que ubicar a Faulkner, a Tennessee Williams, a Updike, a Vidal, a Mailer, a Capote, a Baldwin.

Para un hombre de mi edad la frase “literatura erótica” conserva el olor a prohibido que tenía en mis juventudes; la veo rodeada de defensores surrealistas y existencialistas; y me veo a mí mismo devorando tratados de Gide, de Sartre y de Simone de Beauvoir para defender mi derecho de leer y escribir sobre asuntos libertinos, en tonos obscenos y con perfiles pornográficos. Esos tres autores, más que las sinfonías estetizantes de Wilde o de Proust, de Forster o de Thomas Mann, me vienen a la memoria cuando recuerdo la lucha de escritores y lectores, a partir al menos de Baudelaire (aunque podríamos regresarnos hasta Voltaire, Choderlos de Laclos, Villon, Rabelais, el Arcipreste de Hita, Boccaccio, y desde luego: Ovidio, padre de toda imaginación pornográfica, licenciosa y/o erótica, en cualquier lugar del mundo durante los últimos dos mil años), por ganar la libertad de leer libros libertinos o cochinos, obscenos o tremendistas, independientemente de la calificación estética o pedagógica que reciban de la crítica y de la academia oficiales.