viernes, 29 de julio de 2011

LA LIBERACIÓN DE MAUPASSANT

LA LIBERACIÓN DE MAUPASSANT

Por  José Joaquín Blanco





Gustave Flaubert y Guy de Maupassant (1850-1893) tuvieron un sueño conjunto que fue el rompecabezas de muchos biógrafos y críticos hasta mediados de este siglo, cuando, al parecer, finalmente quedó desmentido por concienzudos cotejos de la cronología y una revisión con lupa de múltiples documentos. Ese sueño consistía en que Maupassant fuese un hijo ilegítimo de Flaubert.

         Todo conjuraba para apoyarlo. Flaubert consideró a Maupassant, desde que éste era adolescente, como su hijo y heredero espiritual, con tan consistente fervor que invitaba a sospechar que tal paternidad fuese algo más que platónica (“Es mi discípulo y lo amo como a un hijo”). Se encargó de su educación literaria, le revisó y corrigió una a una todas sus páginas, incluso cuando Maupassant había logrado celebridad; lo promovió, lo ascendió precoz y automáticamente al parnaso de los Gautier, Goncourt y Turguénev, sus amigos; lo consagró explícitamente a partir de la “obra maestra” Bola de sebo, que alcanzó a festejar, a corregir y a ver impresa en las últimas semanas de su vida.

         Por su parte Maupassant, quien detestaba a su padre legítimo, se asumió como el hijo espiritual y el heredero moral y artístico de Flaubert desde la adolescencia hasta el último de sus días; dio varias batallas no sólo con respecto a los valores literarios del autor de Madame Bovary, sino incluso en relación a su memoria, contra los propios contemporáneos y amigos de Flaubert. (Libró un pleito encarnizado con Maxime du Camp.)

         Ocurrió además que Flaubert, quien se conservó solterón, de muchacho había sostenido una amistad única, apasionada, radical, con Alfred de Poittevin y su hermana Laura, la que devendría madre de Maupassant al casarse con un hombre que no amaba, y con quien nunca tuvo buenas relaciones, Gustave de Maupassant. De hecho, el joven Flaubert había sido el mejor partido de Laura, en un proyecto matrimonial que entusiasmaba a ambas familias. ¿Cómo no suponer que la malcasada Laura hubiese gozado de amores secretos con su adorado Flaubert, de los que habría nacido ese muchacho que se sentía tan afín al escritor como distante del padre legítimo?

         Sea como fuere, el joven Guy y el viejo Flaubert se adoptaron apasionadamente desde el principio. Y al muchacho le tocó recibir la estricta estética flaubertiana de exactitud y preciosismo verbales, observación detallada, ironía frente al mundo, minuciosa armonía del conjunto, autocrítica espiritual y desdén del sentimentalismo y de las ideas de moda. Todo ello ayudó mucho al joven Maupassant, quien antes de los treinta años (a la muerte de Flaubert) ya se había encumbrado como cuentista en Francia y andaba conquistando Europa con Bola de sebo, un relato que no superaría jamás, y que en efecto trasluce la maestría, “el mundo concentrado”, la ironía endiablada y finísima, el equilibrio, la feroz crítica moral del cuento Un corazón simple y de otras obras de Flaubert.

         Pero el maestro era exigentísimo en la imposición de su estética y de su personalidad, ambas muy diferentes de las de Maupassant, por más que los dos hombres quisieran enfatizar más bien sus semejanzas. A veces el maestro se exasperaba. En contra de la austeridad y de la disciplina de trabajo impuesta por Flaubert, Maupassant se entregó demasiado al periodismo, escribió demasiados artículos y cuentos a toda prisa; descuidaba el estilo y se enfangaba con total complacencia en temas banales, frívolos, obscenos, de moda y hasta de folletín: “¡Demasiadas putas, demasiado canotaje, demasiado ejercicio físico!” llenaban la vida (y luego, la literatura) de Maupassant, para disgusto del padre-maestro.

         ¿Debió el discípulo imitar en todo al maestro, retirarse a una casa de campo como a una ermita, encerrarse años enteros a “gritar” todas y cada una de sus frases para asegurarse de su eufonía; invertir lustros en cada novela, atenerse a lo esencial, despreciar lo superfluo y el gusto popular? Maupassant tenía una disculpa: la falta de dinero. Necesitaba ganarse la vida en los periódicos: lo otro sería podrirse como burócrata ínfimo en el Ministerio de Marina. Pronto, cuando reuniera lo suficiente, podría darse el lujo del rigor biográfico y estilístico exigido por su padre espiritual. (Pero cuando acumuló mucho dinero de sus regalías lo que hizo fue comprarse un yate, al que bautizó como Bel-Ami.)

         Por fortuna para el discípulo, Flaubert murió a tiempo, en 1880, y le permitió a Maupassant, quien moriría muy joven trece años después, sacar a luz toda su personalidad en 6 novelas, 300 cuentos y muchas crónicas y artículos periodísticos... en su mayor parte antiflaubertianos. No le era posible imitar tanto a papá, por temperamento.

         Maupassant amaba el París mundano, las lanchas con tropas libertinas en el Sena, el dinero, los salones, las putillas y semiputillas de todo rango social, los compadres de juerga, la esgrima, la baraja, la comida, las drogas, el alcohol y el prestigio social. Naturalmente tendía a ser el complaciente cronista de la vida mundana de la exitosa burguesía francesa de los años ochenta. No era el oso letrado en su cueva de provincia, ni un ermitaño en busca del párrafo prístino y esencial.

         Quizás más que aprendizaje literario, hubo similitud de talentos en la facilidad que efectivamente tiene Maupassant para las expresiones precisas y la observación endiabladamente original. Tiene le mot juste, desde luego, aunque también infinidad de párrafos de verborrea “no-justa”, pero deliciosa, chismosa, perversona, bromista, folletinesca, de cronista feliz de la frivolidad mundana.

         Descubre con enorme talento, siempre, el rasgo definitivo de un personaje y el tono irrepetible de una situación, pero también incluye toda la utilería y la guardarropía tradicionales de las novelas de folletín. Cuentos como “La herencia”, “Ivette” (esa proto-Lolita de 1884), “Las hermanas Randoli”, “Mademoiselle Fifi”, o novelas como la famosa Bel-Ami arrojan prodigiosos resplandores flaubertianos, pero también toneladas de literatura folletinesca, “comercial”, para consumirse al momento en periódicos como Le Gaulois y Gil Blas. A cien años de distancia es imposible leerlos sin alegría, sin cierto disipado y malicioso entusiasmo.

         Henry James acusó a Flaubert, sin razón, de que sólo proporcionaba al lector las penalidades y dificultades de la escritura. Nadie se ha atrevido a decir que la escritura de Maupassant sea penosa; no se había visto desde Balzac esa pluma fácil y socarrona.

         Maupassant no se arredra ante lo superfluo, lo barato, lo inverosímil, lo trillado y lo oportunista, siempre y cuando tengan sazón, chispa y resplandor mundanos. Hasta le encuentra sabor al mal gusto. Convivían en él sin conflicto  el esteta y el reportero de escándalos, el bufón de salón y el pintor impresionista, el pensador inteligente y el “escritor popular” que, puesto a elegir entre el arte estricto y el éxito de ventas (o el simple gusto de escribir algo divertido, o “que haga furor”), no pocas veces se olvida un poco de los extremos rigores del arte.

         En sus salones, paseos y bulevares parisinos Balzac no se ha ido del todo, y ya sentimos cómo se instala Proust. En la casa de Papá Goriot van apareciendo biombos japoneses y cableado eléctrico. Luciano de Rubempré, las cortesanas miserables y esplendorosas y Rastignac espían la llegada de sus sucesores, más maliciosos y desengañados, como Odette de Crécy, Charlus, la duquesa de Guermantes y las “amazonas” o chicas travestidas de jockeys du côté Lesbos, que en las aristocráticas mañanas de domingo desfilan, imponentes en su androginia, a caballo, por los bulevares.

         Pero sus personajes están más animados de vida callejera y social que de estricto gusto estético. Encuentran que el mundo parisino es demasiado bueno y realmente divertido, divertido a morir. Lo disfrutan sin los remordimientos morales de Balzac y sin la melancolía estetizante de Proust. A Bel-Ami, harto menos talentoso y refinado, le toca triunfar palmariamente donde sufren y fracasan Rubempré y Swann.

         Aunque Maupassant sigue, a la fecha, en el favor del público internacional, desde hace décadas padece el desprecio culterano de sus compatriotas (Gide lo menciona una sola vez, y sin comentarlo, en todo su Diario). Parecería que los franceses ya tienen suficiente París de fin de siglo con Proust, protegido además por lo “chic” de sus esteticismos y sus intelectualizaciones, como para soportar el cómico, acaso ingenuo, regocijo mundano de Maupassant y todas sus lanchas llenas de crápula, sus putas, sus chulos, sus elaborados adulterios y sus deportes. Se le trata —Bola de sebo aparte— casi como a un chistoso de pasquín, como a un mero predecesor de Colette.

         Él lo sabía. Sabía que su madera no era netamente flaubertiana. No se atrevió a confesarlo en vida de su hipótetico padre. Pero ocho años después de la muerte del narrador “puro”, en el prólogo a su novela Pedro y Juan (1888), Maupassant defendió su diferencia ante el escándalo de los amigos y contemporáneos de Flaubert. Su derecho a escribir de prisa para periódicos, sobre temas de bulevar, con cierto gusto por la vulgaridad y la crápula en sí mismas, y con frecuencia en una prosa de conversador chispeante y divertido, y no siempre de cuidadoso esteta. Lo dijo con todas sus letras: en literatura no caben las “teorías”, sólo hay “temperamentos”.

         Para entonces ya había expropiado a Flaubert, por derechos casi de herencia filial, de las manos de sus admiradores y amigos. Y alargó bastante el sentido flaubertiano de la “palabra justa” a la mera palabra simple y fácil, con lo que descalificaba la “escritura artística” o “amanerada” de Gautier, los Goncourt y los simbolistas (y desde luego, de la mayor parte de Flaubert: La tentación de san Antonio, Salambó, Herodías, San Julián el hospitalario, y al menos secciones enteras de Madame Bovary y la Educación sentimental —Maupassant parece, en cambio, privilegiar el estilo caricaturesco y jocoso de Un corazón simple y de Bouvard y Pécuchet):

         “No es en absoluto necesario recurrir al vocabulario elegante, complicado, numeroso e ininteligible que se nos impone hoy en día, bajo el nombre de escritura artística, para fijar todos los matices del pensamiento... Por otra parte, la lengua francesa es un agua pura que los escritores amanerados no han logrado ni lograrán jamás enturbiar. Cada siglo ha echado en esa límpida corriente sus modos, sus arcaísmos pretenciosos y sus preciosismos, sin que prevalezca ninguno de esos inútiles intentos, de esos esfuerzos impotentes. La naturaleza propia de esta lengua consiste en ser clara, lógica y nerviosa. No se debe debilitar, oscurecer o corromper”. (Pedro y Juan, Tr. de N. Ancochea, Biblioteca Básica Salvat, 1972).

         Ciertamente Flaubert habría combatido los extremos preciosistas, pero no la “escritura artística” en sí; y su documentable gusto por el cultivo estético del lenguaje difícilmente habría aceptado en todos los casos el facilismo periodístico de Maupassant, sus diálogos de mera travesura, sus coincidencias o inverosimilitudes rocambolescas, sus bromas incontinentes, sus escenas de alcoba o de salón sin mayor intención que disfrutar el chisme y el hilarante paisaje humano. Los flaubertianos, Goncourt a la cabeza, hablaron de que el “hijo” traicionaba y le causaba una nueva muerte, en su propia tumba, al viejo Flaubert.

         Tal fue su liberación. Queda, sin embargo, el hecho de que su obra maestra fue escrita al principio, no al final de su carrera, cuando la égida del padre-maestro atronaba sobre sus páginas manuscritas, antes de su publicación. La concentración de toda una época, con sus personajes representativos, en una anécdota picante y trivial —un viaje de diez franceses en diligencia durante la ocupación alemana de 1870— que sirve para calar en el fondo de todos ellos con un claroscuro preciso: una tragedia tan hilarante como la del papagayo de Un corazón simple, exaltan Bola de sebo sobre el resto de la literatura de su autor y de buena parte de sus contemporáneos.

         Es difícil leer alguno de estos dos cuentos sin pensar en el otro: el tono, la corriente intelectual y literaria son semejantes, así sus anécdotas y personajes difieran (la gorda prostituta de Maupassant —a la que Flaubert exigió que se le restaran algunos kilos de vientre—, sin embargo, tiene rasgos familiares con la anciana criada de Un corazón simple.) Flaubert nomás le pedía “una docena de cosas como ésa” —nomás una docenita, nomás eso— para convertirse en un verdadero artista.

         Maupassant quiso ser, además, otra cosa: el festejador rápido y malicioso de su tiempo, el trovador periodístico de putas y chulos, el dueño de la risa fácil y magnánima que perdonaba todos los pecados de París, siempre y cuando ocurrieran en la forma de una farsa del Folies-Bergère, de las borracheras domingueras en el Sena o de los paseos nocturnos por los bulevares con anuncios luminosos de gas.

         Quizás fue menos perfecto, más cínico, más divertido, más personal después de la muerte de Flaubert; también logró, en sus trece años “de orfandad” —murió a los cuarenta y tres—, una vastedad y una frescura inusitadas, que elevaron el cuento y el relato corto a rangos de vigor y calidad artísticos pocas veces logrados antes, y al favor popular —docenas de miles de lectores que devoraban al unísono los cuentos en el periódico— como no se ha vuelto a ver.





sábado, 2 de julio de 2011

WILSON Y AUDEN

WILSON, AUDEN: FÁBULA DE LOS VIEJOS BEBEDORES

Por José Joaquín Blanco



Poco tienen qué decir los biógrafos y estudiosos de Wystan Hugh Auden sobre su relación con Edmund Wilson, salvo la referencia a una nota más encomiástica que crítica: “W. H. Auden in America” (1956), en la que se diría que Wilson celebraba a Auden no tanto por lo que era o había sido sino por lo que, en su opinión, estaba dejando de ser, y desde luego, algunos reconocimientos dispersos a su maestría versificadora. (Monroe K. Spears: Auden, Prentice Hall, Englewood Cliffs, N. J., 1964.)

         Wilson creía por entonces que, al nacionalizarse como norteamericano, Auden renunciaba a ser inglés, a ese tipo insular, casi parroquial, casi de ghetto, que era el inglés idiosincrásico, oxfordiano, lleno de tics 100% británicos. Wilson le auguraba una nueva época ecuménica a su poesía, con menos excentricidades y bromas del Club Britannia.

         Auden ni siquiera cuenta, hasta donde se sabe, con algún ensayito de circunstancias sobre Wilson, ni se me ocurre qué podría decir sobre un escritor que era a tal grado su opuesto: Wilson veneraba las fuentes históricas y periodísticas de la literatura, así como la lógica y la estricta documentación de las opiniones, cosas que incitaban a Auden al horror y al furor. Nada más diferente de los limpios y exactos ensayos de Wilson que los aleatorios, desbalagados y chisporroteantes de Auden, que por supuesto hacían que Wilson se arrancara los pelos de incredulidad e irritación. “¡Otra vez Michelet!”, se quejaría Auden de Wilson. “¡Otra vez Tolkien!”, se quejaría Wilson de Auden. (P.S.: En Edmund Wilson. A Biography, Nueva York, Houghton Mifflin Co., 1995, de Jeffrey Mayers, hay referencias a elogiosas reseñas de Auden —no recopiladas en sus obras— de Hacia la Estación de Finlandia, Upstate y Apologies to the Iroquois; Auden celebra en Wilson a “ese espécimen siempre raro y ahora casi extinto, el Dandy Intelectual”, y destaca tanto su erudición como la belleza de su prosa.)

         Aunque Wilson era 12 años mayor que Auden, ambos autores recorrieron caminos con paradas semejantes: estación Familia de Clase Media Laboriosa y Puritana, estación Freud, estación Marx, estación Horror de Stalin, estación Reconsideración del Liberalismo Europeo, estación Patriarcas Paradójicos de la Cultura Occidental. Pero Wilson detestaba a los homosexuales, a los ingleses y a los vanguardistas, le parecían por igual unos freaks, unos irresponsables; Auden no soportaba a los ultrarresponsables paterfamilias judeocristianos, racionalistas, que a todo le buscaban un sentido lógico, histórico y consecuente.

         Aunque Wilson hizo más que cualquier otro pensador de la lengua inglesa por entender y propagar las vanguardias europeas (El castillo de Axel), en realidad su gusto iba en otro sentido, como vemos en sus poemas y en sus ensayos críticos, donde no hay mucho espacio para Eliot ni para Pound, por lo menos no tanto como el que concede a poetas más tradicionalistas como Edna St. Vincent Millay.  Si bien Auden, como Isherwood, trató de desbritanizar su literatura, e integrarla a los amplios espacios de su tiempo (Nietzsche, Brecht, Proust, Valéry, Rilke, Gide, Cocteau, Mann), a la larga terminó como un consumado English eccentric, según la expresión de Edith Sitwell.  Isherwood se asombraba de cómo aun físicamente, conforme envejecía, Auden se volvía más y más insular, e incluso las arrugas de su rostro lo iban haciendo más y más parecido a un malencarado león del Museo Británico.  Auden, por su parte, no supo leer a Dos Passos, ni a John Reed, ni a Scott Fitzgerald, ni a Faulkner, ni a Mencken, ni mucho menos al propio Edmund Wilson.

         Pero la edad, Nueva York, los tragos y el humor conspiraron para volverlos amigos a partir de los años cincuenta (“como siempre, escribe Wilson en 1966, llegó el momento —hacia el final de la primera botella de vino— en que me rindió extravagantes cumplidos, y dijo  que yo era la única persona para la que él escribía —debió haber querido decir, en los Estados Unidos—, o algo por el estilo, y que me necesitaba”).

         Por los diarios de Wilson (The Sixties, Nueva York, Farrar, Straus, Giroux, 1993) sabemos que en sus frecuentes borracheras Auden le contaba puras inconsecuencias y excentricidades (probablemente adrede, para hacerlo rabiar), y que Wilson caía siempre en la trampa, usaba la lógica, los datos, el sentido común; trataba de volver inteligible la realidad, sólo para lograr que Auden dijera más y más locuras, como aquella de que todo se explicaba porque, como era bien sabido, lo único que ya se podía hacer con los pobres en la postguerra postmarxista era prenderles fuego... Auden se hacía el chamaco travieso y siempre terminaba convirtiendo a Wilson en una especie de maestro y papá, al cual ponerle zancandillas.  “Cena con Auden, escribe Wilson en 1970. Ha dado, como todos, por encontrar que en Nueva York ya no se puede vivir.  Me contó lo mucho que sus amigos significan para él: yo he seguido siendo su amigo, puede contar conmigo, dijo.  Creo que estos hombres sin matrimonio (unmarried men) suelen depender de sus amigos en una forma que los hombres casados nunca lo hacen...” ¿Auden diría que, a cierta edad, los hombres casados empiezan a hablar incluso entre amigos con tal respetabilidad, como si a todas horas los estuvieran rodeando sus esposas y exesposas, hijos y nietos, y el notario de la familia?

         Tal vez Auden dependiera menos de Wilson de lo que pretendía.  Tal vez Wilson soportara las atrabiliarias tiradas de Auden por algo más que el culto al dueño del oficio y de la magia poéticos: por amistad a un viejo camarada. El caso es que por años buena parte de su vida afectiva de viejos partía de sus borracheras en restaurantes y bares de hotel en Nueva York. Auden presumía de nunca sufrir una cruda; a Wilson —la dura carga entera del hombre responsable sobre sus hombros— no le fueron ahorradas, sobre todo después de los cincuenta años.

         Pero el bebedor irresponsable tenía un truco infalible contra su responsable amigo: la mezcla de excentricidad con puntualidad británica: se permitía casi todo, menos contravenir las órdenes de su reloj. Wilson lo anota con amargura.  Protegido por su excentricidad, Auden llegaba al restaurante y sin más pedía una botella de vino, a cualquier hora; Wilson, más ritual (y mejor gustador del alcohol, desde luego), pedía aperitivos, luego el vino, y se demoraba en los whiskies, los coñacs y los digestivos, y no tenía para cuándo parar. Cerca de las nueve, Auden decidía que era tiempo de dormir y que ningún hombre civilizado podía seguir despierto después de las nueve. La escena concluía con un Wilson más que servido, interrumpido y abandonado en su alta borrachera, pidiendo un taxi a su hotel, donde abriría —otra vez, en su alta edad— el servibar y recordaría versos y amores hasta el amanecer; y un Auden triunfador, que había dosificado y jugueteado sus copitas de simple vino y todavía podía hacerse el sobrio. Rumbo a su casa (por la que jamás pasaba una escoba) Auden ya iba preparando el somnífero que le cortaría por arte de magia la borrachera y la cruda (a eso lo llamaba the chemical life).