domingo, 9 de octubre de 2011


IMBÉCILES ANÓNIMOS, DE JOSÉ MARIANO LEYVA

Por José Joaquín Blanco

Advierto en esta novela de Leyva, además de la intriga de crímenes con su entretejido de víctimas y verdugos y episodios terroríficos, una materia verbal hosca y ríspida para satirizar a una decena de personajes de tiempos recientes en México con sus desencantos, sus adicciones, sus pretensiones y sus fracasos.

Una diatriba ceremoniosa, formal, detallista, ácida, a menudo sentenciosa, que no sólo corre a cargo del autor de la novela, sino de otro autor-personaje dentro de la novela, curiosamente también llamado José Mariano Leyva, y de los demás personajes amargos y desencantados.

Un discurso colérico, pronto a las descalificaciones y a la caricatura, en la tradición moralizante de la sátira. Esta materia verbal hipercrítica no conforma sólo la voz o las voces de la novela, sino asimismo su espíritu, su pensamiento, su atmósfera y su emotividad exasperada.

Se perfila en cierto modo como un juicio sumario del “espíritu del tiempo” de años recientes entre personajes semi-ilustrados y semi-reventados a quienes alguna vez se definió como “posmodernos”, con sus lívidos banquetes de drogas, alcohol y sexo, no muy diferentes en realidad de los que se han registrado en otras épocas.

Ciertos desencantos, escepticismos y hastíos de los imponderables, o “imbéciles anónimos” de Leyva refractan a ratos guiños familiares de sus antecesores de hace más de medio siglo, como en La región más transparente, de Carlos Fuentes o Casi el paraíso, de Luis Spota, o en diversos relatos de Pitol y López Páez; o bien de hace más de un siglo, entre los “decadentes” porfirianos que el propio Leyva-autor estudia en otros textos, como historiador literario.

Sería insuficiente distinguir los personajes de esta novela del perfil de sus antecesores por un desencanto o un escepticismo ideológico. En realidad, no todo mundo era tan ideológico en los demonizados setentas, no todo mundo era intelectual, ni mucho menos.  Y ya desde entonces proliferaban el escepticismo y el desencanto.  Desde mucho antes.

Tal vez esta materia verbal, este discurso no sólo narrativo sino directamente emparentado con el ensayo, sea una contribución generacional de Leyva a los debates de los posmodernismos y generaciones equis o cero diversas que han fatigado el debate cultural durante lustros recientes.

Y en ese marco se traza el enconado hartazgo de lo que alguno de los dos autores Leyva y sus personajes consideran rasgos de la izquierda mexicana de hace veinte o cuarenta años, para no poco desconcierto de sus ya escasos y poco memoriosos sobrevivientes.

El pasado desde luego tiene mucho de imaginario, y sobre todo los pasados no tan remotos que todavía pueden ser sentidos con mucha parcialidad y caricaturizados con la cruda brutalidad con que se deturpa a un colega o a un vecino. A final de cuentas, la negación de las ideologías no es sino otra ideología más. La vida, como siempre, estaba sobre todo en otras cosas y en otras peripecias.

Envuelto en esta materia verbal y cultural, política y emotiva, se va desarrollando un curioso artefacto imaginativo. De una manera no distante de las de Pirandello o André Gide, quienes se complacían en inventar una historia en la que un autor participaba como uno más de los personajes que iba inventando sobre la marcha, José Mariano Leyva inventa un José Mariano Leyva que convoca a sus personajes a un fin de semana en una casa piranesiana en Cuernavaca, donde el terror golpea los desencantos, escepticismos e irrealidades de los personajes con un crimen tremendamente real que los involucra y marca a todos.

Pero que luego, en un retorcimiento narrativo admirable, se revierte contra el demiurgo-Leyva del autor-Leyva para revelarle, en venganza, terrores y crímenes aun más sólidamente reales y personales.

Parte de la eficacia de este libro admirable está en la conjunción del artefacto narrativo, de las peripecias de los crímenes, y de los crímenes dentro de los crímenes, y del discurso colérico y caricaturesco de la diatriba.

Con gran habilidad, Leyva segrega un justiciero discurso nihilista con el que convoca al lector a las polémicas políticas, culturales o conceptuales, mientras que sardónicamente teje, con ese mismo discurso, la telaraña del crimen en la que el personaje-Leyva atrapará a otros personajes quienes, a su vez -todos emitiendo aforismos sentenciosos posmodernos y generación equis-, con su música de mezclas electrónicas y su petulancia cibernética, sus drogas, sus tragos y sus narcisismos, van segregando una segunda tela de araña para castigar al zumbón demiurgo Leyva. Que se lo tenía bien merecido.

Encuentro en Imbéciles anónimos (Mondadori), de José Mariano Leyva, así, un artefacto terrorífico que esconde en el cogollo de su terror otro artefacto terrorífico, para delirio y pesadilla de recientes personajes desencontrados que esconden perfiles e historias de personajes de veinte o treinta años atrás. 

Así, el delirio se desdobla y se refleja, se refracta, se multiplica, en los laberínticos espejos deformantes de la vida y de la memoria. Una especie de fábula al cuadrado que sirve asimismo para anidar, en su urdimbre ceñida, la vida y la conciencia minuciosas de la media docena de personajes convocados a esta experiencia cruel de suspenso, crimen y reflexión sobre la vida al mismo tiempo vacua y violenta de los últimos tiempos.