jueves, 1 de marzo de 2012

VOLTAIRE


VOLTAIRE: EL AMIGO CONDICIONAL DE DIOS



Por José Joaquín Blanco



¿Fue Paul Valéry quien definió el pensamiento de Voltaire como "un caos de ideas claras"?  Mala definición: le queda mejor al propio Valéry, ese caótico de la claridad por excelencia.  (En realidad, esta frase tan atribuida a Valéry es de Faguet.)

Voltaire era en realidad un buen muchacho que se sabía muy bien su juego, y si nos confunde ahora es porque muchas veces queremos necesariamente extraer de él lo que nunca fue: un paladín de la anarquía y del ateísmo, un combatiente de la generosidad humana, un arquitecto de la razón científica, un enemigo de los poderosos, un desmitificador del catolicismo, del militarismo y del nacionalismo; en cierto sentido fue todo ello, pero en otros sentidos fue también todo lo contrario: un próspero hombre de dinero, un adulador y admirador de los poderosos y de las cortes de toda Europa, un hábil pero caprichoso y atrabiliario negociante de todo tipo de intereses humanos, un defensor del status quo, con todo y Dios y párrocos y archiduquesas.

A muchos autores molesta Voltaire --como, en general, todos los talentos de la ilustración dieciochesca--, por "superficial", sábelotodo, hazlotodo, decidor, entrometido, chistosillo...  Quizás moleste a algunos, y a otros agrade, su odio a las ambiciones angélicas o suprahumanas de los hombres.  Es famoso su grito contra la Iglesia Católica: "Écrasez l'Infâme!"; menos célebre su grito contra la inteligencia barroca: "¡Ah! Supralapsarianos, infralapsarianos, defensores de la gracia gratuita, suficiente o eficaz, jansenistas, molinistas, contentaos con ser hombres, y no sigáis abrumando la tierra con vuestras absurdas y abominables locuras."

A dos siglos de Voltaire queda poco de sus dramas (melodramas, en realidad) y de sus versos, casi nada de su enorme comedia épica de obras históricas, y en cambio sí reinan todos sus cuentos y mucho, muchísimo de su espíritu polémico.  No es necesario leerlo para ser voltaireano: quien alguna vez haya reaccionado contra la insensatez de un párroco, está inevitablemente usando recursos de Voltaire que permearon en toda la sociedad. 

Tampoco importa mucho rebatirlo: ciertamente, buena parte de sus argumentos positivos, históricos o lógicos contra la religión, resultan al cabo de dos siglos tan abstrusos, equívocos o indocumentados como los que pretendía atacar.  Importa el espíritu que se atreve a discutir: ese espíritu impaciente que, cuando logra sus propósitos con la lógica, pues sea: da su razonamiento, y cuando no, viene el chiste memorable y eficaz.

Su Diccionario filosófico sigue siendo editado y leído ampliamente en todos los idiomas sobre todo por ese espíritu, y por la calidad humorística de las bromas contra, por ejemplo, el Antiguo Testamento, por más que los argumentos en sí resulten un tanto infantiles, viciados o inconvincentes para la mentalidad moderna.

Voltaire creía en el dinero, en el comercio, en la razón humana (la no especializada: un "filósofo" del siglo XVIII era un ser medianamente alfabetizado y ya), en el trato con los poderosos y con los ricos, en las opiniones sensatas y brillantes, en los buenos negocios y en la vida alegre.  Sólo tuvo un fanatismo: el de su propia gloria literaria, con respecto a la cual no admitía chistes ni peros.  Lo demás era negociable: era bueno que se negociara, que circulara, que no se pudriera en estancamientos.

Su enemiga la teología era un pantano estancado de ambiciones suprahumanas que habían derivado a la locura.  Se propuso rebatir a Pascal.  Afirmó que la teología era la peor enemiga de Dios, porque convertía a todos sus estudiosos --como el propio Voltaire, natural y jocundamente discípulo jesuita-- al ateísmo.  Ciertamente gracias sobre todo a Voltaire, esa teología barroca execrable ha dejado de estilarse, pero no del todo.  Quienquiera que haya pasado en este "laico" país por una clase obligatoria de doctrina cristiana sabe de aquello de que "debatían si el Hijo había estado formado por dos personas en la tierra.  De modo que la cuestión, que pasó inadvertida, era si la Deidad constaba de cinco personas, contando a Jesucristo como dos personas en la tierra, además de tres en el cielo; o de cuatro personas, contando a Cristo en la tierra como una sola; o de tres personas, contando a Cristo sólo como Dios.  Se enzarzaron en disputas sobre la madre, sobre el descenso al infierno o al limbo, sobre la manera en que uno comía el cuerpo de Dios-hombre y bebía la sangre del Dios-hombre, sobre su gracia, sobre sus santos y muchas otras materias.  Cuando se vio cómo los creyentes en una Deidad se hallaban tan escasamente de acuerdo entre ellos, lanzándose anatemas los unos a los otros, siglo tras siglo, pero mostrándose siempre de acuerdo en su inmoderada sed de riquezas y honores; cuando, por otro lado, uno se paraba a considerar el impresionante cúmulo de crímenes y miserias que infestaban la tierra, en muchos casos provocados por las propias disputas de aquellos custodios de las almas, hay que admitir que un hombre razonable estaba justificado al dudar de la existencia de un ser proclamado de tan extraña manera, y que un hombre juicioso estaba justificado al suponer que un Dios que había destinado libremente tantos hombres a la infelicidad no existía".

No fue desde luego François-Maria Arouet, Voltaire (imperfecto anagrama, al parecer, de Arouet le Jeune), quien llegó a tan escandalosa conclusión.  El existosísimo especulador en papel moneda, lotería estatal, fabricación de papel, encaje y seda, relojes a la suiza y otras artes de finanzas y usura que fue Voltaire, necesitaba del orden de Dios.  No God, no business.

Le dio a la Deidad un argumento dieciochesco más convincente que los de santo Tomás: a final de cuentas, resultaba más probable que Dios existiera a que su creación fuera un producto absolutamente fortuito. Era más ilustrado, más moderno, más "científico" creer en la existencia de Dios.  Un mundo sin Dios no era un buen mundo para el comercio, ni para la democratización de la gente adinerada que el comercio lograba (al conseguir, por ejemplo, que gracias al dinero, el propio Voltaire obtuviera servicios y privilegios que sólo se concedían antes según jerarquías estamentarias). 

No: fuera el Dios irracional y acertijero de los barrocos: bienvenido un Dios razonable como magnate de la Bolsa de Valores de Inglaterra.  Un Dios inglés: "Para la moralidad, es mucho mejor reconocer a un Dios que no admitir a ninguno". Y por lo demás, sólo los muy ricos y sofisticados aristócratas tenían derecho al ateísmo: un ateo pobre o anónimo era un peligro público: "El ateísmo sería peligrosísimo en una nación de salvajes". Que sepan y duden los civilizados y poderosos; los demás, que crean y obedezcan.  ¿Pensaba en América?  A lo mejor.  También en París: el bajo pueblo, aun en Europa, siempre fue "una nación de salvajes" para los ilustrados de peluca del siglo XVIII. Habremos de reconocen que en temas como América, España, la justicia, la agricultura,  los derechos de los pobres y muchos otros más, el portavoz católico Feijoo --gran pensador, Feijoo-- era más sabio, moderno y acertado que el líder jacobino Voltaire, pero nunca mejor escritor, ¡y todo un Feijoo!.

Lo fundamental, lo egregio, lo irrenunciable de Voltaire fue su decisión de atreverse a decir las grandes barbaridades y de meter hasta el fondo su cucharota en los grandes asuntos.  El Diccionario filosófico libera al lector de toda la intimidación aprendida en las tontas aulas. Uno aprende a sacarle la lengua a Pascal, con razón o sin ella: uno saca la lengua porque no tiene bozal, no porque goce de muchos argumentos.  Voltaire fue el gran desbozalador del siglo XVIII.  Todo mundo se puso a ladrar y morder.  Aun cuando se equivoca, que viva el erróneo libre que se escapó de tanto borrego cargado de razón. Y no se equivoca tanto. Sus errores son aciertos que confunden las fáciles, cómodas, prostibularias virtudes parroquiales de la borregada. El hombre que le saca la lengua a la borregada cargada de poder, de estupidez y de razón: ¿el Hombre-que-ríe?

Eso ya es mucho.  Eso ya es todo.

Y es sobre todo a esa diversión, a esa jocunda comicidad aventurera del tipo de Tom Sawyer o de Kim, de Le Grand-Maulnes o de The Catcher in the rye, que Cándido sigue siendo el cuento más famoso y admirado del mundo.  ¿A quién le importa que sea un libelo contra Leibniz?  Se supone que Leibniz inventó la frase de "el mejor de los mundos posibles" para justificar la antigua certeza barroca de que el mundo, como obra personal de Dios, era perfecto, incorregible --no podía ser mejor--, sin posibilidad de progreso: lo que nos parecía estupidez, injusticia, miseria, crueldad, no resultaban sino parciales y pequeñas visiones del plan universal, que en sí mismo era perfecto, y requería en su soberana economía y equilibro generales de esas minucias que tanto hacían sufrir al hombre impaciente.  Bueno: Voltaire se mete a escribir --ayudado por la tradición picaresca española-- la gran travesura: la frívola difamación de la Obra de Dios: la vida y el mundo como casa de los locos, ¡y cómo se ríe uno de la Creación Divina convertida en una película de los Hermanos Marx, con sus entretelones de tragedias que no hacen sino sobrecalentar la risa! 

Digámoslo de una buena vez: el mundo occidental no se secularizó sino hasta que aprendió a reírse de Dios con Voltaire. La Deidad le concedió a Francia la risa de Voltaire.  Por desgracia, "no hizo nada semejante con ninguna otra nación" (Non fecit talliter omni natione).

¿Es necesario señalar que Voltaire fue un hombre lleno de traspies, transas y jocosas escenas de pillería?  Nunca se pretendió santo.  Que los que no supieran pensar ni escribir aspiraran a la medalla de buena conducta. El no la necesitaba: traficaba con todo.  Sus grandes denuncias contra la injusticia (el caso Calas, por ejemplo), son tanto mérito suyo como de las altas esferas de la corte francesa que sintieron de buen gusto jugar un poco a esa baratija ilustrada, la filantropía, como moda moderna (el éxito de  sus causas se debe menos a los escritos de Voltaire que a la intervención de la marquesa Pompadeur, el duque de Choiseul, el propio Consejo del Rey), del mismo modo que, por ejemplo, un siglo antes en la Nueva España, sor Juana había implorado con un poema la magnanimidad del virrey para un condenado al ajusticiamiento, El Tapado.  

Sus grandes alegatos contra la tiranía tienen menos explicación ideológica que biográfica: responden a sus intereses personales, fue amigo y enemigo según la rueda de la fortuna, de cuanto poderoso pudo tratar, y difamó y aduló a todos sin medida.  Su obra como historiador, valiosísima como ejemplo de la historia narrativa, en contra de la plaga de la historia cuantitativa como chiquero de datos y fichas, no es sino un alegato coqueto de atracción y rechazo entre el Gran-Envidioso-Obsesionado-del-Poder y los Poderosos de toda la historia universal: Edipo, Julio César, Mahoma, Carlos XII de Suecia, todos los reyes de Francia que culminan, por supuesto, con el Dorado y Perfectísimo monarca en turno, Luis XIV.  Jilguerillo, el Voltaire.

Su trato con Dios fue de un buen negociante.  No creyó en él, pero sí en que creer en Dios era un buen negocio, si se hacía con moderación, rentabilidad y buen gusto.  Lo atacó, leal y frontalmente, como a una firma competidora.  Pero también se confesó y cumplió todos los requisitos para que, a su muerte, su blasfemote cadáver hallara religiosa y suntuosa sepultura (que desde luego obtuvo, aunque con ciertos obstáculos).  Edificó la gran casa literaria e ideológica de los discutidores de Dios, una casa libresca que ha durado dos siglos, su Diccionario Filosófico, pero también  un templo en Ferney (1761) al que mandó inscribir el letrero inaugural: DEO EREXIT VOLTAIRE. "Voltaire erigió para Dios".

Un buen pretexto para revisar nuestra visión personal de este hombre que puso verdaderamente a trabajar a la literatura, es la biografía Voltaire de A.J. Ayer (Grijalbo, 1988), que tiene dos méritos: la exposición del autor es breve y sucinta, e incluye muchas largas y bien escogidas citas de Voltaire, como aquella de que, de existir, Dios necesariamente habrá de premiarnos a todos con el paraíso, pues "ya hemos sufrido sobradamente el infierno en esta vida", soportando a todos sus papas, teólogos, fanáticos, además de "las guerras de religión, los cuarenta cismas papales, casi todos sangrientos, las imposturas, casi todas dañinas, los odios irreconciliables encendidos por las diversas opiniones, a la vista de todos los males que ha producido un falso celo..."