domingo, 1 de abril de 2012

SALVADOR NOVO


Salvador Novo



Por José Joaquín Blanco



En sus últimos años, Salvador Novo reúne en un volumen sus libros “y me miro en ellos, dice, más que como un espejo apagado, como en los retratos que en un álbum conservaran, irónicos, un rostro que ha ido gradualmente deformándose”.

         El propio Novo señala las virtudes de aquel retrato original, tanto mejor cuanto más joven, que representa el estilo de sus Ensayos (1925): “Tenía prisa de plantarse en la vida; por acompañar de poemas su emancipación, su acto de presencia (…) este desparpajo, esta adjetivación sorpresiva, este juego con las palabras y las imágenes, aptos a romper los moldes secos y quebrantados de un cascarón gramatical ortodoxo (…) un narcisismo autobiográfico no carente de desolación; una premiosa voluntad de ruina (“si yo hubiera tenido fuerzas a tiempo” exclama en Return Ticket  el personaje cuando aún lo era de tenerlas), una inclinación avestrúcica a cancelar el mundo hostil o difícil, por el medio expedito y elemental y pasivo de hundir el cráneo en la erudición o en su semblanza”, etcétera.

         Tal era el “Joven” Novo, más de nuestra época que de la suya. Actualmente sus libros aceptarían de inmediato la inclusión académica, cuando el éxito de la semiología nos permite considerar serios y de buen gusto los ensayos sobre la moda y los medios masivos de comunicación, cuando hay tesis doctorales sobre el lenguaje de la ropa, de los gritos histéricos del público en un recital de rock o en un campeonato boxístico.

         La novedad de Novo (“novocablos, novo amor”) fue abrumadora, incluso para él mismo, que de pronto vio que su espontánea juventud ardía y lo expulsaba, nueva mujer de Lot, sin poder ni siquiera voltearse a mirarla. Empezar desde tan alto casi implica el despeñadero. El ideal romántico que ensalza la juventud conlleva el requisito de morir joven, como López Velarde, para no sufrir la vergüenza del regreso y de la decadencia.

         Se diría que los grandes libros de verso y prosa de Novo confiaban en que se cumpliría ese requisito trágico: están escritos con tal despilfarro de energía, con tales ganas de decirlo todo hasta el último centavo; construyen sus atolladeros a cada renglón, a cada párrafo: obstáculos cada vez más difíciles como queriendo quedar abolido en alguno de ellos. El futuro no le importa a Novo: no hay ahorro intelectual, no hay madurez, no hay planeación. Todo ahora, de una buena vez, en una sola carta. Esta firmeza de personalidad y estilo da la impresionante solidez de sus libros, que no están prometiendo ni anunciando nada, sino casi concluyendo, logrando: dejando finiquitado con todos sus puntos y comas un estilo que es, de inmediato y sin concesiones, una personalidad. Todos los ensayos son ostentosamente autobiográficos. La primera persona, la misma primera persona siempre: irónica, inteligente, libresca, desdeñosa, dandy, frívola, va recorriendo, como si fueran textos, las cosas de la realidad o de la imaginación que la emocionan, aunque el lector descubra que lo que le importa no es la cosa emocionante sino la persona emocionada, que a Novo le entusiasma más autorretratarse que describir el objeto criticado. En defensa de lo usado (1938), sigue la misma técnica, y también los libros de viajes y memorias: Return Ticket (1928), Jalisco-Michoacán (1933), Continente vacío (1935) y Éste y otros viajes (1951). Por ello quizás la obra maestra de Novo fue su personaje, un personaje obviamente superior, en eficacia y variedad de recursos, a los de sus compañeros: personaje homosexual y agresivísimo, escandaloso y edificante, culto y vulgar, marginal y high society. Tan fuerte era ese personaje que los otros Contemporáneos no querían verse contaminados por él, y prefirieron excluir a Novo de las apariciones públicas del grupo, aunque Novo terminó siendo su representante ejemplar.

         Novo se identifica con el siglo XX, que amanece: el radio, la publicidad, el tenis, el boxeo, los box-spring, el divorcio, el idioma chino, “el buen té y la poesía de Vachel Lindsay”, el cine, los edificios altos, New York, el buen gusto de la banalidad (como escribir un poema “a la primera cana”), anteojos contra el sol, mujeres prácticas y temperamentales, los generales tras chicas sin medias, Lady Godiva, el chicle, el té Lipton’s y el perfume Coty, la máquina y la técnica, epigramas sonoros como “los mexicanos las prefieren gordas” van configurando a ese poeta y prosista cuyo primer proyecto literario (un relato-crónica de su vida en la ciudad de México), se llamaba precisamente El joven: “En 1900 (escribe Villaurrutia) vivíamos nuestra Edad Media del tránsito, oscura y delicada. En los ferrocarriles, en los conductores de tranvías, encuentra el Joven de Salvador Novo los precursores del Mesías-Chofer”. La bicicleta no fue sino un animal de transición, un ornitorrinco que duró lo que duran las rosas. Se oye el taf-taf de los Renault y aparecen sobre ellos los primeros chauffeurs, lentos y torpes como sus máquinas. El chofer no ha llegado aún, pero no tarda. Nace, por fin, con la revolución, ese nuevo tipo de hombre que halla en el Ford, un instrumento construido a su escala. Y este es el principio de una carrera desenfrenada que dura todavía…”

         Obviamente a Novo (y a Villaurrutia también) se le hacía tarde porque acabara el país rural y revolucionario y la ciudad de México se adecuara a aquellas atmósferas citadinas que sus novelas norteamericanas y europeas, las películas novedosas, su propia imaginación, le hacían envidiables. Así, conforme pasan las décadas, hasta llegar al período presidencial de Manuel Ávila Camacho, que reseña felizmente en sus columnas periodísticas, va logrando esa ciudad de México, del Tout-Mexique, que en ese sexenio parece florecer, todavía transparente y meridiana como una ciudad pequeña y sin contaminación, antes de desbordarse, ensuciarse, complicarse en ese monstruo en el cual el Novo viejo ya no se reconoció, que ya ni siquiera conoció.

         Porque la ciudad de México o la ciudad del Tout-Mexique (dirá luego, en referencia a la ciudad de Manuel Gutiérrez Nájera, a por qué éste excluye las zonas de miseria y a los trabajadores de sus crónicas), que es el tema, por demás autobiográfico, de su primer libro, irá avanzando con el por toneladas de colaboraciones periodísticas; le dará el título del libro más conocido y celebrado de toda su obra, la Nueva grandeza mexicana (1946) y el título oficial que habría de configurarlo Cronista de la Ciudad de México, y lo verá envejecer en una pantalla de TV, durante el sexenio de Díaz Ordaz, y celebrar al ejército y al presidente de 1968. Entonces, como la propia ciudad, Novo seguía viviendo de la identidad, relativamente idílica, de décadas atrás, que ahora le servía de consuelo ante la realidad cotidiana.

         Como se ve, Novo es el que se considera escritor o crítico cultural en el sentido más amplio, menos literaturizado del término; el que hace literatura con temas y procedimientos y mitos no-literarios. En sus mejores años hablar de literatura le habría parecido un pleonasmo. La literatura se hace con lo que no es literatura; soy tan literario yo mismo, habría respondido, que no tendría caso hacer literatura con algo que puede serlo sin mi colaboración; por el contrario, Novo gusta del reto, de hacer literatura de lo más antiliterario, de lo más arriesgado. Malbarata su talento, lo echa por la ventana: cine, radio, publicidad, periódicos, tertulia, cartas, chistes, epigramas, autobiografía, miles de artículos periodísticos. A finales del período de Ávila Camacho, sin embargo,, cuando ya goza del poder oficial y de un buen capital, se retira a un descanso académico y a una canonjía: el departamento de teatro del INBA.

Pero ahora no quiero ahora hablar de la literatura de Novo, sino del paso del tiempo, especialmente con respecto a la Nueva grandeza mexicana, su mejor crónica de la ciudad.

         La leí por primera vez hace cuarenta años. La fama televisiva de su autor me hizo comprarlo con sentimientos encontrados. Los muchachos con pretensiones culturales suelen ser moralistas; y en efecto me molestaba el papel cortesano, conformista, adulador del poder y de la riqueza, que jugaba el Cronista de la Ciudad. ¡Qué diferente de León Felipe, por entonces mi poeta favorito!

         El volumen sin embargo me fascinó. Su conocimiento pleno de la ciudad, su variedad (de la fachada del Sagrario al futbol, los sándwiches y el danzón); su sentido del humor, su atrevida manera de permitirse inmoralidades e insolencias de la manera más elegante. Y su amable naturalidad expresiva. 

         Novo tuvo en este libro una inspiración feliz. Lo escribió en unos cuantos días, para ganar un concurso oficial. En lugar de ponerse académico o de erigirse en museo, o de urdir revoluciones y experimentos literarios, encontró la solución perfecta: imitar una guía de turistas.

         Tomó el truco de dos libros coloniales: México en 1554, de Francisco Cervantes de Salazar (un habitante de la ciudad guía a un amigo forastero por los sitios principales, y conversan) y la Grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena (un catálogo encomiástico de asuntos capitalinos). Así, con el pretexto de pasear a un amigo regiomontano, Novo conversa sobre su manera de vivir en la ciudad de México durante unas ochenta o cien páginas.

         El conversador era inmejorable. Pero nuevamente, yo refunfuñaba: ¡Cuánta autocomplacencia, cuánto triunfalismo, cuánta propaganda gubernamental! Aunque fue escrito y publicado (1946) antes de Uruchurtu, leído en 1966 parecía un himno uruchurtiano. Y ya entonces la ciudad resultaba invivible: todos los servicios estaban sobresaturados; escaseaban el agua, el empleo, la vivienda; el tráfico era infernal; todo estaba archirreglamentado, cuando no prohibido: hasta en el corte del pelo y el tipo de ropa nos andaba vigilando, regañando, amenazando el gobierno.

         Probablemente desde los años cuarenta —desde siempre— la ciudad tuviera estos infiernos; a final de cuentas, la misma ciudad que canta Novo con tal entusiasmo es la que Buñuel encontró tan insufrible en Los olvidados, de 1950. El fuerte de Novo no era la crítica social... salvo para burlarse con saña del socialismo. ¿Cómo se atrevía a hablar tan bonito de la horrenda ciudad?

         Sin embargo, releída ahora, a cincuenta años de su escritura, la Nueva grandeza mexicana puede sorprendernos desde otro flanco. El de combatir la obsesión tremendista sobre la ciudad, en que nos hemos enfangado desde hace tres décadas.

         Más allá de todo ribete propagandístico, que los tiene, surge de una genuina actitud amorosa y de hartas ganas de vivir alegremente en la ciudad de México. Y eso se nos ha olvidado en la enorme cantidad de crónicas y novelas urbanas contemporáneas. Y en la conversación. Hasta en los pensamientos.

         No se trata de negar la catástrofe de su desigualdad social, su explosión demográfica, su especulación inmobiliaria, su crecimiento truhán y desordenado, su desgobierno, su miseria, su violencia. Todo ello desde luego abunda, en proporciones ciertamente espantables. Pero la vida sigue. No nos va esperar hasta que se nos pase la muina. Y una cultura urbana que se estanca en la obsesión de la amargura no es camino de supervivencia.

         Efraín Huerta nos enseñó los cantos de odio a la ciudad. Magnífico... pero ya los hemos repetido, cada vez con mayor histeria, durante tres o cuatro décadas. ¿No sería hora de asomarnos también a los cantos de amor, de relajo, de buenos ratos, que escribió Novo?

         La Nueva grandeza mexicana, aunque celebra glorias oficiales (¡oh, el IMSS nuevecito de 1946!), apenas lo hace de pasada. Celebra más bien los mercados, las fondas y restaurantes, las calles, los parques, las viviendas, los cines, los teatros, las cantinas, las edificios, las costumbres, el lenguaje regional, los barrios; cómo la gente se come una torta en Chapultepec o se va de parranda a un cine atiborrado o a un cabaret de bailadores entusiastas; cómo se echa novio o una festejada; cómo la gente soporta la ciudad, ya difícil, y le saca a todo el mejor disfrute que puede.

         Una actitud completamente diversa de la mientamadres que solemos tener las veinticuatro horas de los 365 días hacia nuestra ciudad. Novo, así, quien parecía el colmo del conformismo, nos invita ahora a un cambio mental, emocional. Vuelve a ser, como su temprana juventud, casi revolucionario. 

         Un aspecto colateral de la escritura de Novo, del que no suele hablarse a menudo, es su relación con la cocina. ¿Algún día los melómanos dejarán de desgarrarse las vestiduras por la traición de Rossini, quien de plano abandonó la ópera por la cocina? ¿Frivolidad, dandismo, contraculturalismo avant-la-lettre?

         Bueno: la cocina ya estaba en Rossini, como en sus tan gustadas arias jocosas: grandes pasteles melódicos sobre nada (“Una voce poco fa”), sus ensaladas locas con todo el coro (aderezadas con la densa especie de los bajos), que exageran esa burla de la música dentro de la propia música, que había iniciado Mozart con Papageno (La flauta mágica) y Leporello (Don Giovanni). Siempre está el gordo y feliz cocinero cantando en broma sobre su cacerola, en las óperas de Rossini; digo, cuando no se mete de plano a la cava del palacio, como en La Ceneretola.

         Salvador Novo no sólo abandonó la literatura, sino hasta la política, por la cocina. ¿La estufa de gas, los hornos y los refrigeradores tienen razones que no comprende la filosofía de los seriesotes? Ciertamente, la cocina ya estaba en él, en la prodigiosa confección de sus ensayos más tempranos, de sus sátiras, de sus anécdotas.

         Había en Novo, como él mismo lo confiesa, “una voluntad de ruina” temprana. A cada rato lo abandonaba todo para dedicarse, ahora sí, a la Gran Obra que nunca escribió (su magnífica obra dispersa se fue escribiendo casi involuntariamente, en su periodismo, en sus versos satíricos o sentimentales). En 1946 se hizo construir un estudio en su nueva casa de Coyoacán para dedicarse a sus memorias —La estatua de sal—, que dejó inéditas y probablemente inconclusas. Muchos años antes, añoró escribir una novela sobre su juventud, o sobre un día de su juventud en la Ciudad de México.

         En 1952, al concluir su tormentosa gestión como director de teatro de Bellas Artes, que lo enemistó con algunos de sus viejos compañeros de Contemporáneos, soñó independizarse del presupuesto, lanzarse en serio como empresario-director teatral independiente y como dramaturgo, y poner un petit thêatre para ricos, La Capilla. Curioso proyecto: un teatro de vanguardia para los banqueros y sus esposas, para los secretarios de estado y sus esposas, y desde luego, para la esposa de Ruiz Cortines y sus filantrópicas amigas. (Acaso no sabía entonces que la corte ruizcortinista-uruchurtista pasaría a la historia como la más mojigata del siglo.)

         ¿Fue el crítico o el cómplice de La culta dama? En algún momento nos sobresalta al confesar que la principal característica de su teatro vanguardista de La Capilla era no “fastidiar” a las señoronas del Establishment con escenas “morbosas”. Ah, cuando los caminos de la vanguardia y la cultura independiente desembocan en la alta sociedad... ¡Y esto en la época de Sartre, de Camus, de Genet, de Tennessee Williams, del “teatro del absurdo”, del Berliner Ensemble de Brecht! ¡Que el teatro culto y moderno no fuera a molestar a doña María Izaguirre de Ruiz Cortines!

         Durante varios años, con enorme dificultad —aun apoyado por banqueros, secretarios de Estado, millonarios y el mismísimo regente Uruchurtu—, trató de sacar adelante su experimento teatral. No pudo.

         Debemos convenir que, aunque no desaparece el talento del humorista en ellas, sus obras de teatro son lo menos afortunado de Novo (La culta dama, Yocasta o casi, A ocho columnas, La guerra de las gordas, Diálogos, El espejo encantado, El sofá, etcétera). Comparte con Villaurrutia y con Revueltas este no correspondido amor por las tablas.

         Como director, aunque llegó a poner tempranamente en escena Esperando a Godot, de Beckett, quedó más como precursor que como fundador de nuestro teatro moderno, que prefiere reconocer su arranque definitivo en Poesía en voz alta. (De cualquier manera, “nuestro teatro moderno” no vale gran cosa.) Pero la experiencia de La Capilla no fue vana porque lo llevó adonde real pero involuntariamente quería: a la cocina.

         Novo siempre fue un espléndido cocinero, amigo de cocineros y restauranteros, coleccionista de recetarios y de memorias de gourmets. Era su hobby. Y hay hobbies tremendos, más apremiantes que las pasiones. Cuando quedó más que claro que, pese a los donativos y a las altas influencias, su pequeño teatro resultaba siempre deficitario, urdió adosarle un restorán de lujo que lo financiara, también en La Capilla. Ese restorán, más que el teatro, se asentó como un centro famoso de la vida social capitalina en los años cincuenta.

         Pero dejemos las anécdotas. La literatura misma lo confiesa. Muy pronto, en los artículos que escribía para la revista Mañana, que se han editado en el primer tomo —prologado por Antonio Saborit— de La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo Ruiz Cortines, la cocina empieza a ganarle al teatro.

         Mientras que las referencias a las puestas en escena, a las grillas de los actores y de los sindicatos de utileros y acomodadores, a los espectadores ilustres que asisten de incógnito o con gran cortejo, a su maternal promoción (tan exagerada) de Emilio Carballido y de Sergio Magaña, etcétera, se vuelven reiterativas e insípidas, las páginas de bravura cocinera de apoderan del prosista.

         Novo sabía escribir magníficamente de cualquier cosa. En La vida en México en el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas tenemos a un analista político de primera magnitud. En otros tomos admiramos al cronista urbano, al ensayista filológico, al poeta de la modernidad. En este primer tomo de la época ruizcortinista, Novo demuestra que puede escribir —¡y cómo se divierte al presentar a las musas con delantal, entre los sartenes y las ollas!— sobre la cocina: una obra mucho mejor y más variada que la que posteriormente nos daría en un tomo que promete mucho y resulta un mero álbum apresurado de recetas y pasajes ajenos: la Historia gastronómica de México o Cocina mexicana.

         Veamos este idilio-con-apocalipsis a que dio lugar una paella que preparó para Carmen Toscano, en la casa de las Lomas (estaba prevista para el rancho de Ocoyotepec, pero este día no hubo agua) [27 de diciembre de 1952]:

         “Se necesitan dos horas y media de trabajo para una paella, de modo que yo pasé por Concha Sada —que fungiría de pinche— a su casa, y nos presentamos a las doce en la de los Moreno Sánchez. Que ya nos tenían todo relativamente listo: el aceite, las carnes, los mariscos, las verduras, el azafrán, el arroz; y la leña y la paila.  Manuel, que evidenciaba un formidable catarro, daba órdenes a sus mozos, y sus chicos y chicas ‘se acomedían’ a allegar al jardín lo que yo iba pidiendo. El primer aceite se nos volvió un incendio, tanto porque los mozos arrimaron demasiada leña, cuanto porque yo suponía que ya estarían listas las costillas de cerdo cuando vertí el aceite —y apenas iban a descongelarlas.  Hubo algún otro y menor tropiezo porque en la cocina habían amanecido sin gas, y era necesario improvisar braseros y fogatas por otros lados para contar con agua caliente y para tostar el azafrán. Pero a partir de entonces, todo fue sobre ruedas, como conviene a los tranvías [Moreno Sánchez había sido director de los tranvías], hasta el momento en que, fiado en que todo lo que quedaba por hacer era aguardar a que el arroz se cociera en paz y lentitud, asentándose por sí mismo entre los jugos de las carnes y alcachofas, me trasladé a la cocina a batir la vinagreta para la ensalada.  Fue entonces cuando Concha aprovechó mi momentánea ausencia para intervenir en la paella.  Juzgó que convenía meter la cuchara en aquella ebullición, y con el lego auxilio de Manuel, revolvió las carnes y los mariscos, alteró el orden apacible, estableció el caos. Cuando volví, el espectáculo era desolador. Parecía que ya se hubieran servido. Era imposible coronar la obra de arte con los pimientos morrones y con su espolvoreo de perejil. De un Velasco, aquello se había convertido en un Orozco.”

         Más adelante [10 de enero de 1953] Novo confía a sus lectores la verdadera receta del pavo asado. Impartidas las instrucciones —limpiarlo, secarlo, rellenarlo y untarlo con una pasta de mantequilla, harina, sal y pimienta, “como cuando las señoras se untan su crema en la noche”, y ponerlo en el horno precalentado a 450 grados por diez minutos—, no sólo le gana la musa lírica, sino también la erótica: Después de dejarlo sobre una parrilla en el horno a 350 grados (una hora por cada dos kilos de peso bruto), “usted retira del horno una delicia dorada, cubierta por un tenue velo de campechana crujiente, y cuando a la mesa lo zaja, se ve escurrir de lo más íntimo del agradecido animal la más deleitosa esencia, el jugo más rico y natural, que ha impregnado su carne y la ha conservado tierna, húmeda y sápida, como no se obtiene por el erróneo procedimiento de extraerlo por capilaridad cuando por la ambición de conseguir una salsa insípida y sucia, se chorrea con caldo el asado durante el proceso”.

         Los versos tampoco se alejaron de la estufa.  Novo pretende haber leído un soneto “anónimo” en favor del menudo en un restorán sonorense de la Avenida Álvaro Obregón, cerca del cine México.  Me sospecho que el anónimo poeta era el propio Novo:



         ¡Oh sabroso menudo, te saludo

         en esta alegre y refrescante aurora

         en que reclamo alimentos, pues es hora

         en que tú estás cocido y yo estoy crudo!



         Manjar tan delicioso, jamás pudo

         colocar en su mesa una señora,

         con más razón si es dama de Sonora

         la tierra favorita del menudo.



         Por eso te distingo y te respeto,

         por eso te dedico este soneto

         de tu grato sabor en alabanza.



         Canten mis versos frescos y elocuentes

         en honor de tus cinco componentes:

         caldo, pata, maíz, tripas y panza.