domingo, 1 de julio de 2012

¿CÓMO SALVAR A THOMAS WOLFE?


CÓMO SALVAR A THOMAS WOLFE

Por José Joaquín Blanco



Thomas Wolfe (1900-1938), el célebre autor norteamericano de los años treinta, autor de voluminosas novelas autobiográficas como Look homeward, angel (1929), Of time and the river, The web of Earth, You can’t go home again, experimentó incluso en vida el curioso destino de ser considerado, por unos, como un genio descomunal de las letras; y por otros, como una extrema curiosidad literaria, un freak novelístico.

         A veces el mismo lector lo creía ambas cosas: un genio pero un freak, un talento salvaje que se agota a sí mismo. Sus mayores admiradores llegaron a renegar de él, como Truman Capote, quien lo calificó como la mayor influencia y el gran estímulo literarios de su juventud, pero añadió inmediatamente: “Claro que ahora no podría leerlo”.

         Nunca se repuso Thomas Wolfe de tan contradictoria estimación, que sólo puede imperar en una época culturalmente tan competida y tan pedante como este siglo en los Estados Unidos. A su favor, tenía Wolfe el ser un autor ultrarromántico y torrencial, un hombre en quien la vida y la escritura se confundían; que escribía todo el tiempo, y vivía no sólo para escribir, sino —literalmente— escribiendo. Y escribía de una manera sumamente peculiar. Una prosa en diluvio, con incontrolables reminiscencias de la poesía romántica (se han fabricado libros suyos de versos —A stone, a leaf, a door—, con solo imprimir las frases de sus relatos según su métrica, y no como prosa); capaz de cantar durante docenas o cientos de páginas cualquier detalle cotidiano o familiar de la vida norteamericana de principios de siglo: su propia vida.

         En contra, se ha señalado su farragosidad, sus reiteraciones, su verbosidad, sus incorrecciones gramaticales, sus exageraciones líricas —la mayor, considerarse a sí mismo como el héroe de su propia historia, sin rubor alguno, y narrarse a sí mismo durante miles de páginas como si el lector pudiese compartir ese interés tan unipersonal. Hay en él sinceridad, riqueza, música; e inmadurez (murió a los 38 años), desaliño y demasía.

         Después de los beatniks (Burroughs, Kerouac) y de los temibles tomazos de Mailer, por desgracia, el impulso original de Thomas Wolfe parece desvanecido. Él fue el primero en escapar de la prosa cuidadosamente literaria u “objetivamente” periodística a la que solía recurrir la novela de su tiempo, y lanzar su estilo al correr de la pluma, según le sonaba, buscando sobre todo espontaneidad y personalidad. De él no se dijo, como de Kerouac, que no escribía, que sólo mecanografiaba (No writing, just typewriting), pues eran conocidas sus enormes hojas manuscritas (a menudo dizque redactadas sobre un refrigerador, a manera de escritorio, pues era un hombre muy alto), pero la idea era la misma.

         Tampoco se aprecia ahora la hazaña de considerar como tema de arte la enorme y solemnísima vida minuciosa de una persona a la que nada en especial le ocurría, sino sus propias días: el hogar, el papá cantero, la familia, la infancia, los amigos, la adolescencia, el andar joven y solo en las grandes ciudades, la dolorosa codicia de devorar el mundo a través del arte.

         En cambio —sobre todo comparado en el refinamiento estilístico e intelectual de las novelas de Proust, Gide, Mann, Joyce, Kafka, Lawrence, Woolf, Fitzgerald, Faulkner, incluso Hemingway—, Wolfe resalta cada día más como arrojo suicida: su estética adolescente de lanzarse sobre el papel sin autocrítica, apoyado tan solo de sus lecturas (románticas, en mayor parte) escolares. En su momento, sus gruesos libros parecían la vida, fresca y en bruto, sin fabricación libresca; luego se evidenciaron como ingenuidad o simpleza literarias: “Quiero ir a todas partes, quiero hacer todas las cosas, quiero conocer a toda la gente que sea posible; quiero pensar todos los pensamientos, sentir todas las emociones posibles, y escribir, escribir, escribir”.

         En el Renacimiento (La Celestina, Lope de Vega), en el siglo XVIII (Sterne), incluso en el XIX (buena parte de La Comedia humana, de Los miserables; de Dickens, Thakeray, Zola, incluso Henry James), la crítica habría sido más tolerante. Se permitía, incluso se exigía en las comedias o en los relatos, la prosa suelta, el desaliño (“es justo/ hablarle en necio al vulgo, para darle gusto”, decía Lope), el exceso, siempre y cuando la emoción y la trama salieran ganando.

         Pero en el siglo XX la novela buscó exigencias artísticas más rigurosas (partiendo de Stendhal, de Flaubert, de Tolstoi). Y los novelistas “bastos” o desaliñados tarde o temprano fueron abandonados por la crítica, la academia, algunos lectores. Sin embargo, Thomas Wolfe sigue vendiendo sus libros, porque se ve o se quiere ver en él, a pesar de los pesares, un retrato vívido de los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo. Una especie de pirata que navegó empeñosamente a su modo, en contra de las reglas de la marinería literaria. Se le ve incluso como un héroe o un mártir que combatió, así haya sucumbido, las normas de la literatura.

         La manera de leer novelas ha cambiado, de Stendhal a la fecha. Durante mucho tiempo no desvelaban a los lectores la perfección ni el pulimento; eran capaces de bregar por los cientos de páginas en busca del gran momento, de la gran acción, del gran pasaje, de los grandes personajes; y si aparecían, bien podía el lector perdonar y olvidar los “rellenos”, tiempos muertos o páginas de más.

         El propio Balzac, cuando se cansa, embute en sus grandes novelas muchas páginas inertes o sermoneadoras. Pero Papá Goriot o el Primo Pons siempre están ahí.  En Wolfe, también siempre están ahí los equivalentes de Papá Goriot o del Primo Pons, pero el lector no le tiene la paciencia que —se ha establecido— sólo hay que dispensar a los clásicos. ¡Armamos hoy tanta bulla por errores o trucos que a Cervantes o a Dickens les parecían inofensivos!

         Thomas Wolfe (aunque muy joyceano a su manera) sería el Anti-Joyce, y sus novelas (todas están más o menos representadas por Look homeward, angel), un Anti-Ulises. Son el mismo retrato del artista como adolescente y los mismos naufragios del hombre moderno en la gran ciudad, pero menos “escritos” que cantados y hasta vociferados. Quieren refundar lo que Joyce está demoliendo. Sus libros están escritos como si nunca hubiera existido libro alguno, y hubiera que decirlo todo rápidamente, de una buena vez. Celebrar a la madre, al tío, a los hermanos y los amigos, la comida, las calles en la noche (“Sólo los muertos conocen Brooklyn”); las muchachas, el trago, las primeras ladillas y el primer rubor ante el médico. Pero sin los alambiques ni la ingeniería de la literatura moderna. Sólo eran válidos los viejos recursos de la emoción, de la música espontánea (versos que salen armados con toda su métrica, sin andarlos midiendo con los dedos), de la conversación. Yo converso, parece decir: si creen en mi habla, escúchenme como yo quiero hablar, y no se pregunten si así se debería o no. ¿Que tal cosa no les gusta o les hastía? Sáltensela. Tengo miles de bosques más para ustedes. Tengo todos los bosques imaginables. Despáchense ustedes mismos. Cojan su árbol.

         Más que en cualquier otro país, se dio en Estados Unidos, y precisamente en esa época, la superstición del escritor que no lo fuera. El escritor antiliterario. El vendedor de zapatos o de inmuebles, el marinero o el soldado, el vago o el millonario, el agitador político, el detective o el presidiario, que de repente “agarra y dice”, pero sin las trampas del College, y olvidando todo lo que puede de su High School. Ya Upton Sinclair y Dreiser jugaban un poco al escritor “sencillo” —antioxfordiano, antiparisino—, el escritor que no se tragaba los trucos literarios y no tenía otra estética que la conversación de la gente y su democrático demonio interior.

         Podrá ridiculizarse esta pretensión, pero mucho de Salinger, los beatniks, Norman Mailer, Vonnegut, viene de la fuente thomaswolfiana. La “virginidad” literaria antiacadémica, antiparnasiana. El buen chico que toma la pluma y ya, como el ranchero que por las noches esgrime la guitarra. ¿Una prosa country and western? Con algo de jazz. Pareciera que Thomas Wolfe se pone a improvisar con la trompeta, y sólo termina el capítulo cuando, sudoroso y extenuado, ha soltado todo lo que tenía que tocar... por el momento. Al rato retoma la trompeta con la misma melodía y variaciones imprevistas. Un curioso jazz con la métrica de Byron, Keats, Shelley, Coleridge, Worsworth, Tennyson...

         “No era un constructivista, sino un expresionista”, dice Malcolm Cowley (A Second Flowering. Works and Days of the Lost Generation), “y su necesidad de expresión cambiaba y cambiaba al correr del lápiz, página tras página”.  En este sentido nunca estaba escribiendo de más, ni repitiendo por tercera vez su historia de un niño y su familia en provincia, y luego su juventud en la ciudad, y la amarga sinfonía de querer ser artista entre trenes o esperando el autobús, sino intentando una expresión nueva cada vez. ¿Y el lector? ¡Bah, qué no fastidie! ¡Ahí está la mina, que elija! Él está absorto en el interminable frenesí creativo (Balzac, Hugo, Dickens, ¿lo habrían apoyado?). Algo tiene en común con Revueltas (los críticos enfatizaron sólo la “influencia” de Faulkner sobre Revueltas... porque Faulkner era el único novelista que creían conocer los críticos.) Fue conocido e imitado internacionalmente: por ejemplo, Louis-Ferdinad Céline, aunque con una orientación moral y estética opuesta.

         De hecho, en buena parte, sus libros tienen la estructura que sus editores, como Maxwell Perkins (de Scribner’s) y Edward Aswell, decidieron darle, cortando, eligiendo y reacomodando el arsenal de cuartillas sonoras, llenas de imágenes y sensaciones asombrosamente fieles, de consagración de la cotidianeidad moderna, que no cesaban de llegarles. A Wolfe no le importaba que lo “editaran”. Su Obra soportaba incluso a esos sensatos y generosos editores, que querían volverlo “legible”. No me espanta el caos, ni la vida misma. Yo no soy “legible”, ni “estructurado”, ni “organizado”, sino a un tiempo todo lo que digo, resonando, diría.

         En los años treinta esta actitud desmesurada escandalizaba menos que ahora. A final de cuentas, ¿por qué prohibirle a Wolfe lo que se le permitía —con aplausos— a la “escritura automática” de los surrealistas, o a la escritura en laberinto de Gertrude Stein? ¿Acaso le faltaban música, invención verbal, imágenes, sensaciones “buenas como el oro”? Entonces, ¿qué más quieren? Pero el lector contemporáneo busca en la novela una construcción pre-elaborada —las más de las veces, prefabricada—, que ha de disfrutarse en conjunto, y no como antes, cuando cada lector se quedaba con lo que le venía en gana. Wolfe era un Amadís de Gaula interminable, un incorregible Orlando Furioso del mundo urbano, una Faerie Queene de Brooklyn.

         Sin embargo, muchos críticos (como Bernard de Voto) pidieron desde el principio la hoguera para sus “magmas”, y lo natural hubiese sido que, en efecto, los editores le rechazaran sus enormes manuscritos. El editor Maxwell Perkins pensó —para fortuna y asombro de varias generaciones— de otra manera. Vio que había literatura vigorosa, aunque de una manera inusual; y creyó que a final de cuentas la labor de un escritor genuino era ofrecer su propia expresión, no otra —aunque fuese más elaborada—. El público lo advirtió: la de Thomas Wolfe era una voz diferente, más entrañable, algo mística, casi pantagruélica —él era pantagruélico, con sus casi dos metros de estatura, sus jornadas de veinte horas de escritura diaria, su fila de steaks en cada comida, sus...—, en la que se colaba una música reacia a obras más premeditadas y pulidas. ¿Por qué escandalizarse? ¿No se elogiaba la pintura salvaje, a los fauvistes? ¿No pintaba Diego Rivera kilómetros de murales? ¿Y todas esas novelas-río, apenas un poco más escolarmente organizadas, de Romain Rolland, de Roger Martin du Gard, de Jules Romains?

         Thomas Wolfe canta la saga de la vida urbana de clase media baja de los Estados Unidos, en los albores de este siglo. Escenas minuciosas elevadas a tonos ceremoniales o sinfónicos. Esto da para cuatro volúmenes gigantescos, y varias recopilaciones de relatos. ¿Que molesta su desmesura? Bueno: siempre puede uno leer sólo veinte o cincuenta páginas. ¿Su falta de estructura, sus reiteraciones? Bueno: siempre puede uno leer solamente pasajes, abrir el libro al azar, como quien escucha sólo un buen pedazo de música. 

         Porque esos pedazos de música, o de color, o de lirismo, o de conmovida descripción sensorial de la vida diaria, nunca faltan en el universo —unos dijeron genial, otros freak— de Thomas Wolfe, quien por lo demás sigue vendiendo año con año sus ediciones, como si la academia, la crítica y el parnaso no estuvieran tan escandalizados.

         Y tiene otro secreto. Aunque es un autor amargo, a la manera de sus compañeros de “la generación perdida”, se trata de una amargura ritual. El arte y el artista han de tener ese pathos: pero él cree, desde su perspectiva siempre autobiográfica, que la vida siempre es grande, colosal, hermosa, digna de ser vivida, llena de nobleza y de fecundidad en cada uno de sus instantes más modestos. Creyó que el mundo y el hombre, ejemplificados en sus personajes autobiográficos, eran totalmente sagrados (lo que se evidencia sobre todo en su primera y más legible novela, Look homeward, angel).

         Asombra al desengañado lector moderno que Wolfe todo lo tomara tan en serio, y con tal urgencia, lo que de cualquier manera lo particulariza entre tanta novelística producida industrialmente en nuestro siglo. Más que relatos, sus libros son “pedazos de alma”, como querían Darío y Machado; aunque gigantescos, sonoros, chispeantes de sensorialidad.