jueves, 1 de noviembre de 2012

EDGAR ALLAN POE


POE: LA ESTETICA DE LO BIZARRO

 

Por José Joaquín Blanco  

 

Uno de los principales ensayistas literarios de nuestro tiempo es el italiano Mario Praz (1896-1982), autor de varios libros fundamentales sobre literatura italiana e inglesa, sobre el Barroco --conceptismo, emblemas-- y los períodos romántico y neoclásico, especialmente La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1930; 1966).

Recientemente se publicó en México (traducción de Ida Vitale) una recopilación de sus ensayos de mediados de siglo: El pacto con la serpiente (Fondo de Cultura Económica) en torno a la literatura que buscó estimular la sensibilidad mediante la imaginación desbordada; todos los ensayos son estimulantes: Fuseli, El Monje de M. G. Lewis, los prerrafaelitas (los Rossetti, Swinburne), los esteticistas (Pater, Ruskin), algunos excéntricos del tipo de Symonds, Wilde, Moore, Barón Corvo, Beerbohm, de la Mare; una saga dannunziana y los alrededores de Proust y Kokoschka.

Del autor de la Historia ilustrada de la decoración.  Los interiores, de Pompeya al siglo XX ("La fillosofia dell'arredamento"; versión española de Editorial Noguer) no podían faltar estudios y concepciones plásticas, del "estilo floral" a las pesadillas arquitectónicas de Piranesi y el mobiliario del horror en la novela gótica.  (De él escribió Edmund Wilson en 1965: "Ama lo grotesco, lo incongruente; sus libros, entre otras cosas, son gabinetes de curiosidades.  Pero esto no da idea de la belleza y del rango de sus libros".)

Una larga sección de El pacto con la serpiente se dedica a discutir --sin misericordia y sin injusticia-- a Edgar Allan Poe, un autor cuyos principales prestigios resultan falsos (el arte puro, la "filosofía de la composición", la originalidad estética, la perfección formal, el intelectualismo artístico, el buen gusto literario, el "dar un sentido más puro a las palabras de la tribu", etcétera); y muy verdaderas, en cambio, las aportaciones fundamentales de Poe, poco reconocidas en la época --los años cincuenta-- en que escribe Praz: la refundición truculenta de Hoffmann y Coleridge, capaz de "epatar" y apasionar a los lectores populares de periódicos, y de invadir con la estética romántica a la literatura popular; un climax en la teatralización del poeta moderno como ser degenerado, perverso y maldito; el entronizamiento en el gusto general del aspecto gótico de la literatura, que ya venía desde principios del siglo XVIII, como el vampirismo, la ternura mórbida y los delirios escatológicos; la propaganda triunfal de las novias espectrales y los dandies neuróticos y criminales; la campaña más fuerte para desligar el arte de contenidos morales edificantes, aun al precio de saturarlo de guardarropías de infierno, comedor de opio, deshuesadero y manicomio; el prestigio retórico de una mecánica de efectos, por sobre metafísicas espiritualistas o sentimentales, en la composición literaria; el establecimiento de una estética de la teatralidad y la exageración, en la que ya es imposible avanzar un milímetro más sin iniciar o culminar su autoparodia; una "teatralidad granguiñolesca" en sus abismos de conciencia y de nervios, gracias a la cual diversos perfiles de terror, pasión y delirio alcanzaron textos y personajes definitivos; la elevación del "doble" de Hoffmann a un motivo central de la narrativa moderna; intuiciones radicales, sin las cuales no existía alguna parte de, por ejemplo, Dostoyevski (como el Espíritu de la Perversidad, mediante el cual  realizamos indefectiblemente las acciones fatales "simplemente porque no deberíamos hacerlo"); la creación del género policial (y de alguna de sus muy escasas producciones realmente literarias, artísticas, pues hablar de "literatura policiaca" es casi siempre una contradicción de términos: "El género policial, dice Praz, no tiene en sí otra cosa en común con la literatura que el ropaje exterior: una novela policiaca es un libro como puede serlo el directorio telefónico o la tabla de logaritmos"); no sólo el género policial, sino algunos de sus elementos básicos: el detective-dandy, sofisticado y esteta, el planteamiento matemático de la trama, el compañero lerdo (que produciría a Watson), etcétera; algunos de los momentos límite en el abuso escatológico, sólo comparables a Sade o a El Monje, como las descripciones de los cadáveres del barco fantasma en Las aventuras de Arthur Gordon Pym; la instauración, como recurso terrorífico y no cómico, de la demencia y los manicomios; la exaltación de los escenarios decorados como abismos de conciencia, etcétera.

La lista de las  aportaciones de Poe suena larga y parece desdeñosa.  Es lo uno y lo otro, si bien desde luego se resuelve en el triunfo final, en el que se ponen de acuerdo el lector popular y el estudioso, de una de las grandes obras de la literatura mundial del siglo XIX.  Es importante que parezca desdeñosa, porque enfrenta seriamente las acusaciones que generalmente los críticos y el público sajones hacen a Poe, y que siempre son ignoradas por la tribu de fanáticos latinos, especialmente franceses, del autor de Historias extraordinarias.

Resulta que, ni con mucho, ni en prosa ni en verso, Edgar Allan Poe llega a ser un paradigma de pureza, maestría o fecundidad en el uso del lenguaje.  Es un "maestro de la lengua inglesa" sólo para quienes lo leen en traducciones romances. Los lectores de lengua inglesa --afirman Huxley y muchos otros-- se refriegan los ojos al escuchar los elogios extranjeros ante un uso tan torpe y viciado de la retórica y la lengua inglesas como el que hace Poe. 

Sus supuestas sabiduría y aristocracia del gusto quedan desmentidas por las atroces opiniones de sus artículos críticos, donde ensalza pura basura literaria y de la más vulgar.  Su famosa "filosofía de la composición" (mera exageración, extrapolación, de ideas de Coleridge), mal comprendida por Mallarmé, Valéry y tantos otros profetas del rigor y de las matemáticas en literatura, es menos una postulación de rigor mental que una orquestación de simples efectos exagerados, precisamente los que hacen de El cuervo un gran poema... de la teatralidad y lo artificial; es menos una filosofía o una retórica que una tramoyística truculenta.

Mario Praz se ve en el caso de examinar con atención y justicia cada uno de los argumentos propuestos contra Edgar Allan Poe por sus coterráneos, y de concluir que en casi todos ellos son éstos quienes tienen razón, y no los extranjeros fantasiosos que lo leen en traducciones o con reducida capacidad de juicio en asuntos de lengua inglesa y de historia cultural estricta. 

Sin embargo, estas derrotas no menguan el triunfo final de Poe; se diría que lo clarifican y refrendan.  Sólo echan un tanto por tierra las mitologías forzadas que a partir de Poe han inventado los europeos (¡el artista del rigor! ¡el formalista de la retórica!), a partir de Baudelaire y Mallarmé, para justificar aristocracias artísticas e intelectuales que nunca se propuso Poe, ni las habría entendido ni aprobado, y ni siquiera llegó a sospechar.

Poe nos resulta, así, no tanto un genio seminal cuanto un genio de actuación y repercusión, como en otros sentidos Byron y Wilde.  No resiste la comparación seria con Hoffmann ni con Coleridge, pero tampoco la necesita; y en cambio, propició --encaminó minuciosamente-- obras importantes, de primer rango, que sin él serían impensables en muchos aspectos: Baudelaire, Mallarmé, muchos simbolistas, Villiers d l'Isle Adam, Huysmans, Dostoyevski, Stevenson, Chesterton, Borges, Cortázar... Y esto a pesar de que "la prosa de sus relatos sea intolerable", de que sus poemas trágicos suenan a "cadencias cómicas" e involuntarios "sinsentidos de Edward Lear", de que su cultura ni fuera amplia, ni profunda, ni firme; ni si gusto muy decantado.

A pesar también de que, en la mayoría de sus terrenos, Poe no sea tan original: "Ya que en literatura, como en geografía, dice Praz, los que dan nombre a las tierras nuevas son los Vespucios más a menudo que los Colones".  Sin negarle cierta originalidad (especialmente en el cuento policiaco), resulta que Poe fue el Vespucio; los Colones eran autores irreprochables como Coleridge y Hoffmann.  Algo semejante al éxito y a la influencia de Lord Byron, que extendió con nuevo atractivo popular y a bajo costo, como en barata, todos los prestigios románticos (introduciendo de su cosecha el sentido burlesco del spleen), o como Wilde con respecto al arsenal esteticista.

Poe es el triunfo popular de los románticos alemanes; un triunfo minucioso, incluso en su biografía, "una biografía que ya es por sí casi una obra de arte, un drama del artista en la sociedad".  Byron, Wilde, Poe "son autores, pero sobre todo son grandes actores. Mueven multitudes" con sus amores, sus episodios de delirium tremens (Poe), orgías, rarezas, extravagancias, vicios, cárceles (Wilde), extremos de riqueza y pobreza, muerte casualmente heroica en el caso de Byron y casualmente antiheroica en los otros. En Poe triunfa la literatura antiburguesa precisamente en el pleno ascenso de la edad burguesa: es el elogio de la debilidad y la fatiga, de la desesperanza, de la equivocación, la intemperancia y el desorden, de la derrota, de la esterilidad, de la enfermedad y los vértigos alucinantes; escribió: "No he logrado amar sino donde la Muerte/ mezclaba su aliento con la Belleza".

Y todo ello más en la atmósfera y en el temperamento que en la letra expresa.  Escribió para periódicos puritanos, y a su muerte sus compatriotas lo elogiaron como un autor especialmente ¡virtuoso y casto!: "Nada en sus escritos habría podido ruborizar las mejillas de la más pura joven".  Poco después, sin embargo, comprendieron que el mal era subrepticio y difuso; desde entonces, y hasta la fecha, la literatura norteamericana una y otra vez conjura para deshacerse de su mayor prestigio mundial.  Le parece un prestigio sucio, derrotista y mórbido, a diferencia de la supuesta Salud Patriótica de Walt Whitman, de la misma manera que ha querido deshacerse de Faulkner (exaltando al All American Boy, Hemingway), de Tennessee Williams (con loas a Arthur Miller)... aunque desde luego resulte que Hemingway y Miller también era una excelentes fichitas perversonas, capaces de indignar a los puritanos de los Estados Unidos.  (La mitad de la mejor literatura de Norteamérica es ninguneada y despreciada siempre en su propia patria por razones puritanas: ¡cómo quisieran los Estados Unidos deshacerse también de Paul y Jane Bowles, Goodmann, Kerouac, Burroughs --no el de Tarzán, sino el de Naked Lunch--, Ginsberg, Corso, Bokowski, Mailer, Baldwin, Capote, Vidal... e instaurar el fastidio edificante de ejercicios universitarios de estilo, redactados por profesores de la Christian Science!).

Poe no inventó su repertorio, ni su lenguaje, ni sus personajes y episodios: los exageró a partir de modelos previos, con gran tino: "En el los temas del repertorio romántico, dice Praz, el mayor erudito mundial en arte romántico, se vuelven verdaderamente obsesivos porque recubren una situación psicopatológica excepcional... La provincia que Poe ha descubierto, en verdad, no es tanto la de lo maravilloso y terrorífico como el haber hecho de ellos un lenguaje transparente de su angustia subterránea".

Es la angustia --fue el inventor del método y la atmósfera-- lo que vivifica a sus personajes y episodios, de otra manera inverosímiles, que en efecto parecen muñecos: "Los versos de Poe tienen el mismo tipo de vitalidad fija, alucinada, de muchos de sus relatos: la seudovitalidad de las figuras de cera", lo que resulta --hay que añadir-- finalmente apropiado: es necesario este artificio, incluso este artificio de museo de cera, para que sus atmósferas de horror, locura, vértigo, delirio realmente se posesionen del lector; si no fueran tan artificiales serían naturalmente insoportables.

Y el contrapunto lúdico, el juego de crear pesadillas sensibles con tipos artificiosos, es lo que da fuerza a sus extravagancias y exageraciones.  Leídos de corrido, sus cuentos resultan avasallantes (sobre todo en francés, en prosa de Baudelaire; y en español, en la prosa de Julio Cortázar); releídos con análisis, molestan por su abundancia de tramoya y utilería, su pastosa e histérica prosa inglesa de novelitas vulgares de quiosco --lo que también, naturalmente, está perfecto: creemos introducirnos en un cuento popular más, de esos truculentos que proliferan cadáveres, y resulta que de pronto estamos en mitad de un cuento diferente, inolvidable, obsesivo, aunque no deje de rendir copioso tributo a las más baratas rutinas y necesidades de la literatura truculenta de quiosco.

Praz escribe este ensayo sobre Poe hacia 1958, cuando en Europa predominaba el prestigio de la literatura social o sartreanamente "comprometida", y se veían mal las frivolidades o degeneraciones burguesas y antiburguesas.  Poe parecía iniciar su desprestigio definitivo, que patrocinaban claramente las universidades e iglesias norteamericanas, ansiosas de Autores Positivos, como el Profeta Whitman o el Predicador Emerson o el Bibliotecario MacLeish, en lugar del borracho-narcotizado-neurótico-necrofílico-dandy-escapista-irresponsable-aristocratizante-populachero Poe.  No fue tal.  Poe sigue siendo, ante todo, un enorme favorito del gusto popular.

Y lo mejor que puede hacer el estudioso y el lector letrado es la tarea honrada de Mario Praz: señalar que buena parte de los prestigios europeos de Poe siempre fueron falsos, y que por lo demás no los necesita, ni como fundador en muchos sentidos de la llamada literatura popular --literatura de quiosco--, ni como creador de espacios y mecánicas enrarecidos, teatralizados, extravagantes... donde ocurren vértigos verdaderos.

"En sí mismo finalmente la Eternidad lo convierte", escribió Mallarmé: ese sí-mismo era el "hombre solitario y devorado por el ansia", que sus libros nos devuelven como figura de cera: apenas convalescente de un envenenamiento, con la piel del rostro que se vuelve traslúcida más que pálida, verdosa, los labios lívidos y unas ojeras espectrales, resaltado todo por una lámpara rojiza de un estanquillo de cartomanciana, o en una enrarecida alcoba elegante y como subterránea.