lunes, 1 de abril de 2013

PROUST: EL YO INFINITO


PROUST: EL YO INFINITO

 

Por José Joaquín Blanco

 

                                         A Miguel Rodríguez

La idea crítica más célebre de Marcel Proust es su denostación del método biográfico o psicológico de Sainte-Beuve, pero Proust ni entendió  a Sainte-Beuve ni fue un lector siquiera pasable: su idea de la mejor poesía de Francia era la  de la Condesa de Noailles, y de la prosa más refinadamente "artística", la de Pierre Loti y la de Anatole France.

Pese a su muy personal reyerta contra Sainte-Beuve, a la que de cualquier manera debemos buena parte de su obra, Proust no llegó necesariamente a negar del todo la posibilidad de una crítica literaria con apoyos biográficos; a pesar de su estilo tan confuso y embrollado --lo extenso de sus libros no sólo se debe a un caudaloso talento, sino también a una caudalosa manera de embrollarlo todo a base de sumar confusiones--, en algún momento da una pista clave.  Sí, dice: el texto es escrito por alguien preciso, y el estudio de ese alguien es fundamental para la comprensión del texto... pero resulta que ese alguien no es muchas veces el yo real y normal del autor; resulta que, al escribir, el autor se inventa un yo diferente, ideal, sublimado, corregido, aumentado; no es quien es, sino el que quiere o necesita ser, un otro yo finalmente misterioso. No lo dice así --sería demasiado exigirle a este precipitado ruskiniano que admirase tanto a Stevenson--, pero se desprende que el autor es una especie de Dr. Jekyll que para escribir se vuelve una especie de Mr. Hyde.  Alfonso Reyes aplaude esta teoría: el autor no se refleja en su obra, sino que refleja en ella el que no es: en ella se desquita del yo de todos los días: La literatura, dice Reyes, es el desquite de la vida.

"Un libro, había escrito Proust, es el producto de otro yo respecto a aquel que manifestamos en nuestros hábitos de sociedad, en nuestros vicios". 

¿Y qué pasó?  Bueno: que Proust se convirtió en el autor más biográficamente estudiado de toda la literatura francesa, su yo real se volvió asunto de las industrias universitarias internacionales; a casi nadie le importa el Texto-Tal-Cual, sino añadido y corregido por la investigación y la especulación biográfica: que su judaísmo, que su asma, que sus complejos, que su homosexualidad, que su chofer, que su sirvienta, que sus abuelas, que la tía, que la mamá, que su papá, que su hermano, que los condes y príncipes frívolos, que...

Y no sólo eso: aprovechando la circunstancia de que no alcanzó a corregir plenamente los últimos tres volúmenes de En busca del tiempo perdido (y otros, lo hizo muy enfermo), y de que dejó mucha correspondencia y obra dispersa, han aparecido infinidad de ediciones que él no autorizó, de textos que no eran el suyo: hay casos en que de plano no se sabe --como en Albertine ha desaparecido o La fugitiva-- qué título y qué texto escoger. 

Por lo demás, autor tan rollero, embrollado y confuso, está que ni mandado a hacer para dar chamba a turbas de glosadores y profesores (siempre he pensado que el éxito académico de Proust se debe a que facilita la creación de plazas para profesores: es un autor que debe ser previamente interpretado por autoridades, y no abordado directamente por el lector. Un autor universitario sobre el que proliferan tareas escolares). 

Es decir, Proust quedó en poder de sus biógrafos, de los escribas que trasiegan con su vida privada y sus papeles privados, que hurgan en sus bolsillos, escupideras y calzones.   

Sainte-Beuve debe morirse de risa en su tumba. Está vengado. Pero desde luego, el yo de Proust es un yo extraordinario: "Es usted extraordinario, mi querido Proust!, dice André Gide en una de sus Cartas a Angela. Pareciera que sólo nos habla de usted y sus libros están tan poblados como toda la Comedia humana". 

Una reciente manifestación de la manía biografista de la crítica y la industria literarias sobre Proust, es el Album Proust que publicó en castellano Mondadori en 1988.

Seamos justos: Proust a gritos pidió ese trato, tan opuesto a lo que decía opinar de la crítica.  Su obra no sólo es desmesuradamente narcisista, sino egotista; inventa, exhibe, documenta, presume, luce, clasifica y archiva múltiples yos para que el lector los baraje, y desde luego, los confronte con el yo normal o real, con "el que no escribió la Recherche": con Dr. Jekyll, y de ahí urdir sicoanálisis para configurar a Mr. Hyde. 

No hay proustiano en este mundo que logre evitar convertirse en coleccionista de cosas extratextuales referentes a la obra de Proust: fotos, chismes, citas, datos... El album Proust, el museo Proust, el dossier Proust, el bazar Proust, el archivo Proust...

Y cuando se lee, a la distancia de la época contemporánea (aunque sospecho que esto ya ocurría desde los años veinte), uno de los grandes placeres de la saga proustiana es la remembranza autocomplaciente y blablablera, sentimentalísima y mistificadora, de la Belle Époque, de la Época Proust. 

De modo que no sólo se lee a Proust en sus textos, sino en las fotos y en los chismes, con muchísimo mayor utilidad que cualquier otro autor.  Acaso sólo Hemingway vestido de torero o de boxeador le haya dado competencia a Proust vestido de dandy hipersensible en sus jardines de aristocratizada burguesía que sueña con, oooooh, la Frivolidad Profunda. 

En esta esquina de Illiers (es decir, Combray) compraba la tía Léonie (Mme. Elisabeth Amiot) las madelaines; mira a Gilberte (Marie Bénardaky); esa era --¡sobrevive!-- la Columna Morris de los teatros, en el Boulevar Malesherbes, donde --¡oh!-- la Berma (Réjane)...  Eso, el 112 Boulevar Haussmann; aquí, el 44 Rue Hamelin; allá, el 8 bis de la Rue Laurent-Pichat... ¿Ese gordote bigotón de taxista (Alfred Agostinelli) de veras era la mentada Albertine?  No, de plano no hay derecho.  Que hasta un avión o un yate le iba a comprar.

Igualita: Rachel era Luoise de Mornard, Octave --obvio-- Cocteau; Jupien --¡Jupien!-- y su antro: Alfred Le Cuziat, y claro que lo frecuentaba el lujurioso Proust, ¿o acaso no están estos versos sibilinos de Paul Morand?  Y las fieras de la modernidad de principios de siglo: ¡el teléfono! ¡el cinematógrafo! ¡el aeroplano! ¡el automóvil!  ¿A quién te suena más eso de Venteuil, a Fauré, a Hahn, a Franck?  Para el cuerazo de Saint-Loup no hay por qué restringirse al duque Armand de Guiche, pueden anotarse también como modelos al príncipe Bibiesco (Emmanuel,pero también a su hermano Antoine), a Bertrand de Salignac-Fénelon, a Gabriel de la Rochefoucault, al marqués de Albufera, al marqués Boni de la Castellane?  Fotos agalanadas que claman su vitrina. La condesa Greffulhe lo mismo sirve para la duquesa (con su poquito, aquí en otra página, de la condesa Laure de Chevigne) que para la condesa de Guermantes; Odette de Crécy era, evidentísimo, Laure Hayman y Swann, Charles Haas (¿Por qué Swann? ¡Por el cisne! ¡A Mallarmé le encantaba la lengua inglesa!).  Madame Verdurin eran, igualitas, simultáneamente, Mme. Aubernon de Nerville y Mme. Lemarie...  

Gustar de Proust es internarse en toda la parafernalia proustiana, con interminables comas y guiones, infinitas reiteraciones  e ilimitados adjetivos profundos para simples objetos decorativos... Sea: ¿de qué otra cosa vamos a hacer arte sino de cosas de este mundo --je, de cosas mundanas? 

En Deeper into movies, Pauline Kael, una excelente crítica de cine que además, caso raro, disfruta las películas, recomendaba jamás ver las versiones fílmicas de novelas importantes o bellas.  Sea cual fuere el resultado cinematográfico, la lectura o la posibilidad de lectura queda estropeada porque ya uno no podrá dejar de referirse a la experiencia visual de la película, y atribuirá rostros, cuerpos, espacios, modas, muebles, edificios, perspectivas precisas, prefabricadas, a historias y personajes desprovistos adrede de semejantes referentes visuales, para que el lector los imagine.  La lectura es arte de imaginación, y el cine nos quita esa imaginación al darnos concretito y visible todo lo que como lectores deberíamos imaginar a nuestro gusto, en nuestra experiencia y aportación irrepetibles. Una lectura que refiera al casting y a la tramoya del cine, ya no es lectura.  ¿No ocurre algo semejante con los álbumes? 

Quizá con el de Proust no: ya nos sabemos de memoria el tipo de arquitectura, mobiliario, modas y actitudes parisinas de fines de siglo XIX; quizás, por el contrario, al ver el museo del propio Proust, su archivo personal o lo más aproximado a ello, en lugar del museo general de la época, desgeneralicemos un poco la Belle Epoque y añadamos detalles auténticamente proustianos, aunque sean del Proust "que no escribió la Recherche"... 

Es decir, ya que no tenemos el Texto Tal Cual --jamás hay ningún texto-tal-cual; en literatura no hay campanas neumáticas, todo está relacionado con un interminable e inevitable sistema de referencias extraliterarias--, porque la antiacadémica realidad lo contamina de una tradición biográfica, iconográfica, museográfica y con todo tipo de tiendas de antigüedades, y ya no podemos prescindir de referencias visuales dadas, mejor sería contar al menos con referencias genuinas. Un Album Proust elaborado al menos con cierto rigor iconográfico e histórico, y no los arbitrarios álbumes Proust que cada fan y las universidades y las revistas fabrican continuamente.

Sabemos de la homosexualidad de Proust y es notorio el travestismo de su protagonista y de otros personajes; necesariamente el lector sigue las fotos del niño amanerado, femenino, y de los jovencitos disfrazados, para "amueblar" ese conocimiento. Y claro, en un cuestionario de salón, el Proust histórico, el que no escribió la Recherche, afirma que lo que más estima en los hombres son los detalles femeninos; y en las mujeres, cierta franqueza, trato directo y llano y actitud desparpajada de efebos... ¿Quién va a prescindir de tal pieza de museo?  ¿No es acaso En busca del tiempo perdido una épopeya sentimental de las muchachas equívocas, de los hombres ambiguos?     

Y la moda de la época de teatralizar la fotografía, de posar ante la cámara con actitudes irreales, declamatorias o estatuarias, con disfraces y telones, viene a subrayar el caracter teatralizado del antirrealismo de la narrativa proustiana.  Sí, así debían ser los personajes, dice el lector, cayendo en el vicio biografista que impugnaba Proust; no cae solo, enseguida se entera de que el propio autor así veía y describía explícitamente a sus personajes. El mayor sainte-beuvista era el propio Proust.

Entonces dan ganas de decirle a Proust y a Alfonso Reyes que, sí, que ojalá de veras el autor siempre se transformara en --ooooooh-- un Otro  al escribir; yo sé que eso ocurre muy rara vez, que aun Proust, la mayor parte de las veces, al escribir sigue siendo Dr. Jekyll.  No es tan fácil ser Mr. Hyde a cada rato, ni aun para los genios.  No te hagas el Otro, sigues siendo el mismo Marcel de siempre, el que conocieron tu tía y tu ama de llaves...

Hay por lo demás algo elegantemente muerto, manierista, en las casonas de museo, tanto sus interiores como sus jardines, que sirvieron tan puntualmente a Proust --que son referentes puntuales, muchas veces explícitos--, que da gusto verlas así, como en vitrina: vacías, recién limpiadas para la cámara del turista. 

En Proust siempre la naturaleza, los edificios y la ropa, y hasta las playas y los boulevares son exclamativos, con algo de la irrealidad y la muerte de las escenografías perfectas. Y a tirarle al blanco: ¿ésa es Odette? ¿Y Swann? ¿Y la duquesa de Guermantes?  ¿Son o se parecen?  ¿Dónde está Jekyll, dónde está Hyde? ¡Ahí está el conde Robert de Montesquieu-Fezensac! ¡Qué bárbaro, se ve más perversón que el buenazo de Charlus!