lunes, 1 de julio de 2013

SARTRE


TRAGARSE A SARTRE

 

Por José Joaquín Blanco

 


Jean-Paul Sartre  (1905-1980) siempre fue indigesto para los profesores y para los lectores comodinos, desde que lanzó en 1938 ese relato La náusea (...“el hombre nace por casualidad, vive por inercia y muere por fatalidad”..., más o menos) que produjo el movimiento existencialista y toda la literatura crítica y desengañada de mediados del siglo veinte.

En ese relato no le encontraba sentido al mundo sin Dios y descubría hipocresía en todos los humanismos y sentimentalismos catolicones y burgueses con que se arrullaba la cultura occidental. Más que una declaración niezscheana de odio a la vida (que lo era, claro), constituía un asalto bárbaro contra la cultura humanista, a la que desnudaba en toda su impotencia e hipocresía, en su ineficaz, aparatosa y cruel solemnidad, en la figura del farsante Autodidacta, una especie de abominable Hombre Falso a base de falsa cultura. El impacto mundial de ese relato fue y sigue siendo tremendo.

 

Siguieron los relatos de El muro (1939), con las historias escandalosas de los rincones sucios de la vida francesa: sexualidad, antisemitismo, locura, guerras, crímenes, que repiten todas las literaturas modernas hasta la fecha. Nadie ha dejado nunca de plagiar a Sartre.

A esos dos libros explosivos, sigueron otros no menos categóricos, uno tras otro: Las moscas, A puerta cerrada, Reflexiones sobre la cuestión judía, El ser y la nada, los primeros tres tomos del vasto proyecto novelístico de Los caminos de la libertad (La edad de la razón, El aplazamiento, La muerte en el alma), sobre la vida en Francia en la época de la guerra; La puta respetuosa, El diablo y el buen Dios, etcétera.

Para entonces, 1950-55, no había mayor demonio concebible que Sartre, el defensor de los antisociales, de la promiscuidad y del aborto, de la mierda y el vómito; el negador del Arte, la Escritura y la Cultura; el hombre del instante y de la acción, para quien no había patria ni religión sagradas, e incluso los lazos familiares resultaban blanco favorito de sus sacrilegios literarios, que corrían como pólvora por el mundo entero y estaban a la moda al mismo tiempo en todas partes. El escritor antiescritor. El Anti-Flaubert.

Parecía como si Sartre quisiera compendiar en sí mismo, en su literatura y en su filosofía, a todos los demonios más sulfúricos del mundo ateo, blasfemo, apátrida, descreído. Ningún autor, ni siquiera Gide, fue más insultado en vida como peligro para su nación, para la cultura y la humanidad. Un dandy perverso y snob de Saint-Germain-des-Près, disfrazado de clochard y de conjurador, defensor del alcohol y de las drogas, coleccionista de horrores y aberraciones. (Francia ya dizque perdonó a Gide, ¿empieza a perdonar a Sartre?)

            Luego vino lo peor. Hasta entonces ese Sartre demoledor de mitos y buenas costumbres, de ideas patrióticas y certezas religiosas o culturales, era un simple terrorista literario, un crítico, que predicaba el culto al instante absurdo de la desesperación del hombre sobre la tierra igualmente absurda y desquiciada. Se esperaba que sólo se tratase de una postura lírica: trataba de sobrepujar a Rimbaud, a Leautréamont, a Nietzsche, a Zola, a Gide, a Proust, a Valéry, a Heidegger, a Breton, a Céline, en sus propios infiernos.

Bueno, se pensaba: es simplemente un poeta del Barrio Latino. Pero debajo del aparentemente apolítico, claramente antisoviético dandy existencialista, filósofo-de-cafés, empezó a surgir un profeta del progresismo, del marxismo (incluso de sus variantes estalinista, maoísta y castrista), con una autoridad popular en Francia y un magisterio universal inconcebibles, universales, entre 1945 y 1970.

Este Sartre de la polémica con Camus, el director de Les Temps modernes, el autor de obras marxistas como Las manos sucias, Nekrassov, Crítica de la razón dialéctica, Los comunistas y la paz, Hay razón para rebelarse, etcétera, resultó todavía más difícil de digerir, sobre todo cuando se le ocurrió añadir a su Papado extraoficial (pero acatado en el mundo entero) en materias de revolución marxista, antiburguesismo y progresismo, nuevas atribuciones como legitimador de las acciones y políticas terroristas de los argelinos que se querían independizar de Francia (el prólogo de Los condenados de la tierra), y luego de todos los movimientos insurreccionistas del Tercer Mundo, incluyendo Palestina (a pesar de que Sartre, en su complejo sistema, veneró tanto al Estado de Israel como a la URSS... ¿por razones semejantes?)

            Durante los años noventa, con la ruina de la izquierda mundial y la caída del comunismo, Sartre pareció perder finalmente, después de muerto, todas las batallas que antes había ganado entre tanto escándalo y tanta furia (su departamento parisino fue atacado dos veces con bombas). Se le creyó uno más, acaso el peor –por genial, por brillante, por poderoso, por brutalmente efectivo en sus polémicas y consignas asombrosas-, de los intelectuales réprobos que “se equivocaron bajo las rojas banderas”, a pesar de que sus apoyos al comunismo sean casi tan numerosos... como sus denuncias y ataques al propio comunismo.

Se le empezó a desdeñar. Los snobs pretendían nunca haberlo leído y ni siquiera saber su nombre... o elogiar Las palabras, la bonita autobiografía de su más remota niñez... ¡que en realidad es un maquiavélico canto de furor contra las letras, los libros y la cultura!, que culminará en su andanada amor/odio del El idiota de la familia, contra/a favor de Flaubert. “La literatura es la mierda”, las palabras nos apartan de las cosas...

            En realidad, sus obras (especialmente las corrosivas de la primera etapa juvenil crítica, individualista, de culto a la desesperación y a la negación de todo), se han seguido vendiendo en todas partes. Cada año aparecen gruesos tomos que lo insultan y difaman, o cuando menos documentan minuciosamente cada uno de sus “errores” y “crímenes” (¡apoyó a Castro! ¡odiaba a los gringos! ¡les perdonaba todo a los soviéticos y a los israelíes! ¡se cagaba en el ejército y la democracia franceses! ¡se acostaba con todas sus discípulas!).

            Bernard-Henri Lévy (1949), uno de aquellos “jóvenes filósofos” que Paz importó de París para regañar a los progresistas tercermundistas mexicanos de CU, Coyoacán y La Condesa de mediados o finales de los años setenta, ha publicado un libro tan denso y polémico como autorrevelador: Le Siècle de Sartre (Grasset).

La autorrevelación es meridiana: a pesar de los pesares, ni Francia, ni los filósofos ni los literatos franceses pueden prescindir del dinosaurio Sartre: hay que tragárselo... o nos quedamos sin nada, dicen. Pues con él y en él culminan los dos siglos de imperialismo francés sobre la cultura universal (de Voltaire a Sartre). Después de Sartre nadie sabe dónde queda Francia, al menos en cuestiones de cultura. Hay un París famoso en cierto condado de Texas.

            Lévy trata de explicar cómo explotó la pócima revientatodo de la primera literatura sartreana: y luego, cómo el propio liberador quedó tan preso de sus liberaciones, tan lleno de una libertad negativa –la libertad de desmitificar, criticar, rechazarlo todo para no ir a ningún lado, la libertad para nada-, que apostasió de su propia juventud, de su propia obra juvenil, de su propio existencialismo, y quiso insertarse como humilde militante en el camino optimista, redentorista del marxismo, que exigía ensuciarse bastante las manos.

Y cómo al final de sus tiempos, ya ciego, apostasió a su vez del marxismo y del maoísmo y emprendió, Talmud en mano, el camino al Jerusalén mítico en sus pensamientos. Su teoría del mesías-sin-mesías.

            Todo el siglo veinte está en Sartre, dice Lévy. Ese terrible siglo que las lagartijas actuales llaman el siglo de los dinosaurios, digo yo; y a quienes lloran en la terrible orfandad de sus páginas web, sus nintendos y sus bestsellers.

De mí tan solo puedo decir que empecé a escribir al lado de un libro, ¿Qué es la literatura?, de Sartre, acaso el más insultado de todos los textos filológicos del mundo en todas las épocas... y el que más me ha iluminado. No seguí a Sartre en sus audaces militancias, pero nunca he dejado de leer, releer y rumiar todos y cada uno de sus libros, ahora empastados y requete bonitos, en papel Biblia, en la colección La Pléiade.

Jamás he renegado ni abjurado de Sartre. Soy lector de dinosaurios.

                                                           ***

SARTRE, EL INSULTADO

Por José Joaquín Blanco

 

No sé de dónde se saca que la literatura ha de someterse al juicio de la posteridad. La posteridad es tan falible, tan transa, tan humana (demasiado humana) como los contemporáneos. La posteridad francesa ha decidido sacralizar a Albert Camus, año tras año, y con semejante constancia maldecir a Jean-Paul Sartre.

            Sartre cometió todos los pecados del siglo: pensó por cuenta propia, creyó en la revolución, buscó crear una izquierda independiente, trató de reformar el comunismo real, y escribió algunas de las obras más emocionantes de su tiempo, y al parecer menos valoradas por la posteridad: La náusea, El muro, Las moscas, Reflexiones sobre la cuestión judía, A puerta cerrada, Las manos sucias, Los secuestrados de Altona...

            A su muerte, Libération publicó en un dossier una sección curiosa: "Uno de los hombres más insultados de su época". Dejemos que los bien-pensantes se aburran con el buen Camus: recordemos al diablo Sartre, constelado de insultos.

            * "En mi culo, donde se halla, no se le puede pedir a Sartre que vea claro ni que se exprese con nitidez.  Sartre ha previsto al parecer el caso de la soledad y de la oscuridad en mi ano" (Louis-Ferdinad Céline).

            * Excrementicia, obscena, sucia, miserabilista y propia del basurero, la literatura sartreana llegó a su mayor porquería con Simone de Beauvoir y El segundo sexo.  Libro donde uno "estudia las peculiaridades de la vagina de la señora de Beauvoir" (François Mauriac, el humanista católico).

            * Libertad solitaria, hombre sin raíces, desesperación nacida de la impotencia, mundo invertebrado que ha perdido su objeto, su libertad y su contenido, filosofía sin acción, literatura reaccionaria que todo lo que toca lo enfila a una ruta dentro de un garage (Roger Garaudy).

            * Saint-German des Prés era un tranquilo barrio conventual hasta que Sartre lo convirtió en resort turístico de existencialistas sucios y prosoviéticos, y sede de Les temps modernes, la revista más ilegible del mundo (Boisdeffre).

            * Sartre, "ese hombre incurablemente inofensivo" (Mauriac).

            * El sostén invariable de los terroristas (Pascal Gauchon, Le Monde).

            * Lo que Sartre odia en los burgueses, es que no sean suficientemente depravados, que no sean suficientemente stalinistas (Jean d'Ormesson, Le Monde).

            * "En sus obras literarias, Sartre manifiesta un gusto repugnante por todo lo que es sucio y sórdido. Un personaje de Los caminos de la libertad acompaña a una chica enferma y aspira con delicias, sobre sus labios, el olor innoble de sus vómitos. El país de Sartre es el de los hoteles de mala nota y las tentativas de aborto. Para él tienen algo de intolerable la belleza, la ligereza, la luz, la bondad, la fantasía, la naturaleza. Su obra, despojada de todo encanto, con frecuencia inocentona y escolar, ni siquiera ofrece los atractivos de un horror profundo. Se pasea sobre la superficie de las aguas puercas. Su influencia ciertamente ha contribuido a ensuciar la literatura de su tiempo". (Kleber Haedens, Une histoire de la littérature française).

            * Genet es un poeta; Sartre un oportunista (un estudiante de Mayo 1968).

 

(Cf. Dossier Sartre, Libération, 1980; Album Sartre, La Pléiade, 1991; Boisdeffre: Métamorphose de la Littérature, Marabout, 1974; Simone de Beauvoir: La fuerza de las cosas, Buenos Aires, Dhasa).