lunes, 1 de diciembre de 2014

BRECHT

BRECHT, EL MÁS MODERNO DE LOS CLÁSICOS

Por José Joaquín Blanco

Al parecer, Bertolt Brecht (1898-1956) ha prevalecido sobre el infierno que “el final de la Historia”, o la caída mundial del comunismo, quiso arrojar sobre su figura y su obra.
         Es curioso que, especialmente a la caída del Muro de Berlín, las academias, las instituciones y los medios de comunicación hayan perdonado tan fácilmente la “culpa comunista” a los escritores y artistas rojos que no lo parecían demasiado (Picasso), que no se tomaban tan en serio esa ideología en su obra; e intentado condenar metódicamente, sin excepciones, a los comunistas que la asumieron beligerantemente en sus creaciones (Diego Rivera, Brecht, Neruda, Sholojov).
         Se llegó a decir que Brecht era simplemente un propagandista, un dramaturgo didáctico del comunismo; y que sus obras de teatro ni siquiera resultaban propiamente “obras”, sino pastiches o parodias de textos anteriores (La ópera de tres centavos como “hurto” a John Gay y a Christopher Marlowe); parodias o pastiches ¡de mano ajena!, escritas a trasmano por sus cultísimas y geniales amantes o sus inspirados discípulos (como afirmaron algunos detractores universitarios, con el peregrino argumento de que Brecht no sabía tanto inglés o chino como para manejar por sí mismo el material original en sus “collages”.)
         Sin embargo, cualquier verdadero amante del teatro en el mundo, de los espectadores y estudiantes a los propios dramaturgos y artistas, siguió sintiendo que nadie como Bertolt Brecht ha sido tan natural y atrevidamente un hombre de teatro, un “animal teatral”, un creador incesante de juegos y episodios escénicos. Nadie ha tenido tan profunda y exuberantemente el teatro dentro de sí como el autor de La ópera de tres centavos (1928), El ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny (1930), Madre Coraje (1941), Vida de Galileo (1943), La buena mujer de Ze-Chuan (1943), El círculo de tiza caucasiano (1948), El evitable  ascenso de Arturo Ui (1957), etcétera.
         Las obras de Brecht siguen editándose, traduciéndose, representándose, grabándose en compact disks (música de Kurt Weil). No se reducen a la mera ideología, del mismo modo que las obras de Calderón rebasan su espacio y mensajes teológicos. Son teatro, y el mejor del siglo. Por lo demás, la denuncia civil de la injusticia y de la opresión existe desde los poemas antiguos de Egipto. Que nadie diga que sólo en tiempos modernos la poesía se cargó de misiones ideológicas “espurias”: nunca ha estado desprovista de ellas.
         Aun en sus poemas más políticos, la realidad pesa más que la ideología: sus contemporáneos leyeron en ellos una concentrada y ardiente historia de sus “tiempos sombríos”, más que una versificación de la doctrina.
         Escribió en 1956 Peter Suhrkamp: “Como poeta, en verso y en su teatro, Brecht escribe la historia de nuestro pueblo desde 1918... quien ha vivido con intensidad esas épocas lo advierte con vehemente claridad en una lectura coherente de poemas y obras de teatro. Sus poemas y canciones no sólo conservan la atmósfera de la época; están impregnados de la lengua y los gestos de determinadas figuras y acontencimientos de esos años. Incluso lo lírico lo expresa Brecht no sólo en su persona y lengua, hasta cuando escribe en primera persona. En los poemas y canciones de Brecht se emplean muchas actitudes de muchas personas de múltiples maneras, eso las hace en todo momento y cada vez más actuales”.
         Canta Brecht en “A los que vendrán” (traducción de Pura López Colomé, edición de la UNAM):

         Llegué a las ciudades en tiempos de desorden
         Cuando el hambre reinaba en ellas.
         Llegué con los hombres, en tiempos agitados,
         Y me rebelé junto con ellos.
         Así pasó el tiempo
         Que me fue concedido sobre la tierra.

         Comí entre batallas,
         A la hora de dormir me acosté entre asesinos,
         Hice el amor sin gran cuidado,
         Y contemplé a la naturaleza sin paciencia.
         Así pasó el tiempo
         Que me fue concedido sobre la tierra.

         Anota su editor, Siegrid Unseld: “Brecht sometió estos poemas a un ‘lavado de lengua’; son objetivos, secos, como escritos casuales; se muestran, sin embargo, con extraordinarios significados múltiples y llenos de realidad. Obligan a sus lectores a confrontarlos con la propia realidad y a verificar su ‘verdad’. Así se crea un tipo completamente nuevo de lírica: desafiante y de un laconismo brutal. Son más abismales que los poemas de autores a los que Brecht acusaba en los años veinte de haber cedido a la magia y ebriedad de la palabra”.
         Brecht consiguió un buen maridaje de arte y pensamiento, vanguardias y tradición artística en sus obras. Y un teatro dentro del teatro (“distanciamiento brechtiano”), un teatro que acentúa sus características de representación para que no se le confunda con la vida ni con la realidad. Farsa, cabaret, fábula, guiñol, crónica, visión, parábola. Nada más opuesto al arte soviético que el kafkiano, dadaísta, expresionista o cirquero de Brecht.
         En él florece la tradición europea de los juglares y de los trovadores antiguos, como su amado François Villon. Añádase a esto que en Brecht apareció un poeta caudaloso (dos mil trescientos poemas) especialmente dotado para el lenguaje como pocos en cualquier cultura moderna. Mientras otros se hundían en la poesía en blanco, en el mero proliferar de imágenes sonámbulas, en la dificultad de la expresión, él podía inventar canciones emocionales o burlescas con una frescura traviesa de niño. Tres frases llanas con algún contrapunto y ahí estaba, prodigiosa, la canción memorable.
         Hay siempre un poeta en el teatro de Brecht, y un hombre de teatro en sus poemas, que invariablemente le resultan tanto poesía personal como canciones, monólogos, fábulas, escenas esperpénticas o laberínticas. El comunismo se va reduciendo a una (inevitable) peripecia biográfica y a una perspectiva de su crítica social, no a un lastre, mucho menos a un pecado capital en su obra. Y no lo arrastró consigo la caída del Muro de Berlín, como tampoco la ruina de Atenas derrumbó a Esquilo ni a Aristófanes. Persevera su juego, su farsa, su condena (y exaltación) del mundo en obras de teatro y poemas.
         Han aparecido recientemente en castellano Más de cien poemas (varios traductores, Madrid, Hiperión, 1999), edición que se suma a las que no han dejado de circular en Madrid (Alianza Editorial), Buenos Aires, México (Alberto Blanco y Pura López Colomé han traducido Las visiones y los tiempos oscuros, UNAM, 1989), La Habana, desde los años treinta.
         Como sucedería con López Velarde o García Lorca en otras lenguas, se pierde mucho en las traducciones castellanas de Brecht (la música, los juegos de palabras, la inspirada concisión epigramática), pero resisten el dibujo, la fábula teatral y buena parte de su mensaje. Podemos leerlo como magnífica prosa, pero sin olvidar —y hay muchas grabaciones de sus canciones— que esa prosa traducida siempre canta, recita y se contorsiona sobre un escenario.
         Como en los años veinte, cuando pasmó y arrebató a W. H. Auden y a Walter Benjamin, y abrió en Thomas Mann la sorda llaga de los celos literarios y la ira personal, Bertolt Brecht asombra por su vasta y siempre exacta capacidad de hacer poesía sobre cualquier cosa, lo que sea: todas las estaciones del amor y del paisaje, pero también la guerra, los “tiempos sombríos”, el pánico ante la propia nación como una fatal “madre pálida”; la enfermedad, la nota roja, el dinero, la mezquindad y la explotación, la vulgaridad, un aborto, un parto sobre una taza de WC, una niña ahogada, los soldados muertos, las andanzas de mendigos y criados, los episodios duros de la vida diaria, arisca y banal.
         Tal vez sólo Pablo Neruda se acerque en ello a Brecht, aunque con la diferencia de que éste recurre menos a las metáforas y casi nunca a las metáforas complicadas. Sabe cantar magníficamente sobre lo que sea sin extrapolar la imaginación ni el lenguaje. Casi siempre es llano, legible, racional.
         Pero este poeta que desconoce asuntos antipoéticos (y cuya temeraria y constante mezcla de la crudeza y el refinamiento, la ternura y la brutalidad, la belleza y la fealdad del mundo, se atreve a cualquier cosa) casi desprecia las vanguardias y la novedad en el arte. No hay laboratorios ni laberintos ostensibles en su poesía. Se atiene a la tradición, tanto en las formas métricas y en las rimas, como en los versos libres: aprendió de las canciones y baladas europeas y orientales, de las leyendas, rezos, danzas de todos los tiempos, un sólido oficio de cantor.
         No abreva tanto de fuentes folklóricas. Por lo demás sabemos que, en poesía, con frecuencia lo que llamamos folklore no es sino la exitosa difusión entre el pueblo de formas cultas, como los soneros veracruzanos que, sin saberlo, cantan literalmente a Lope y a Góngora. Pero aspira para sus poemas a los ritmos, los contrastes, la apuesta radical por un tono definitivo que gana o pierde el poema sin mayores discusiones.
         Escribió George Steiner: “Es evidente que Brecht fue un fenómeno muy raro, uno de esos grandes poetas para quienes la poesía es una visita cotidiana, un modo de respirar. Y como los mejores poemas de Brecht son, con frecuencia, tan misteriosamente ‘naturales’ y tan discretos en el uso del ritmo del habla de todos los días, resultan difíciles de traducir. Pero no hay duda, los dos grandes poetas alemanes de este siglo son Rilke y Brecht”.
         Hable de China o de Alemania, de la India o de Nueva York, hay en Brecht un trovador tradicional que canta cosas probablemente eternas, pero antes pocas veces expresadas con tal franqueza, con tales mezclas de crudeza y edificación, de entusiasmo y desesperanza, de amor y horror. Con tal atrevimiento humorístico de juglar en music hall.
         Canta bajo el signo de Villon, pero también de los salmos o de la Antología Griega, de milenarios sacerdotes hindúes, de los poetas romanos y  los patriarcas chinos, de los Lieder de su patria. Quizás fue por ello el primer poeta culto que sonó a blues, a jazz:
        
         El tiburón tiene dientes
         y en el hocico los lleva;
         Macheath tiene una navaja
         pero nadie se da cuenta.

         Del tiburón las aletas
         enrojecen con la sangre;
         Mackie Messer lleva guantes
         y del crimen no hay señales.

         Al agua verde del Támesis
         arrojan de pronto gente:
         no hay peste, tampoco cólera,
         sólo Mackie está presente.

         Un lindo domingo azul
         yace un muerto en la ribera
         y alguien, tal vez Mackie Messer,
         a la esquina da la vuelta...

         (Asombrosamente, Rubén Blades logró canciones que sonaran más a Brecht que cualquier traducción, en su saga de “Pedro Navaja”).
         Toda la tradición y todo el modernísimo, caótico presente. Pero el escandaloso cantor de la revolución y de los mendigos y criminales en una pesadilla de music hall, desde muy joven se alarmó y tuvo que admitir con cierto humor esta paradoja: “Observo que empiezo a ser un clásico”.
         Esta actitud clásica le impidió idealizar a los oprimidos. Los canta tal cual son, sucios y vulgares, como víctimas de la injusticia y de los crímenes gubernamentales; no hay en su obra “héroes de abajo”, “hombres nuevos”, estampas ejemplares del comunista dorado.
         Siempre resultó incómodo sobre todo para sus camaradas comunistas. Se burló de ellos. Les recomendó que desaparecieran al pueblo, de plano, para evitarse problemas con él en la aplicación del orden comunista. Denunció injusticias; jamás predicó paraísos políticos virtuales o demagógicos al gusto de las nomenklaturas soviéticas ni del Partido Comunista Alemán. Buscó las terribles verdades reales, no los mitos de la doctrina.
         De ahí también su estilo, tan imitado e inimitable, de absoluta pureza lírica (en el sentido musical: las frases que siempre suenan a canto, que siempre cantan), pero obsesionado por la impureza de temas y expresiones. Ni el horror, ni las miserias humanas, ni la banalidad, ni el asco se hacen a un lado para que surja la belleza o la emoción. Toda la basura humana y de la realidad han de estar presentes en los mayores sueños y exaltaciones del hombre.
         Como en Browing, su poesía es generalmente dramática, con un personaje diferenciado del autor, incluso con una historia. Pero no se limita a monólogos, a personajes que digan su historia. Deben cantarla, plenamente, sin ocultar ni olvidar las contradicciones.
         La belleza reside en su totalidad cantante, en su historia sin embellecimientos o censuras premeditados. De ahí que su forma privilegiada sea la balada (Lied): un canto no del momento esencial y quintaesenciado, sino del movimiento de una vida, de su historia, entremezclando la risa y la seriedad, la obscenidad y la limpidez, el horror o el asco y la contemplación.
         Sólo pudo lograr esto un maestro de la forma del verso. Suenan en él con gran armonía los acordes menos compatibles. Parecen (no lo son, claro) surgidos espontáneamente, de un sólo trazo, de un solo movimiento. Y que así deben ser, como una planta o un animal. Que no se miden contra un canon externo. Que ellos mismos implantan su propio canon.
         Otro tanto ocurre con las baladas, leyendas, cánticos, oraciones, crónicas o epigramas espigados de la literatura tradicional, especialmente de la muy antigua, que construyó sus formas misteriosas a través de siglos o milenios, como las chinas o hindúes que tanto admiró, la grecorromana, y las europeas de la Edad Media y del Renacimiento.
         Este poeta revolucionario, acaso el más revolucionario de los poetas de nuestro siglo (en el sentido ideológico y de la misión que exigía a su poesía, como subversión radical de la naturaleza humana; pero sobre todo por sus atrevimientos estéticos y verbales), no es sino el más tradicionalista, el mayor trovador.
         De ahí tal vez su fuerza, su belleza, su capacidad de asombro y de impacto, a pesar de las vicisitudes y de los cambios tan poderosos de nuestro siglo. El I ching y los brahamanes entonan la balada del pobre (ah, tan moderno) hombre occidental en sus poemas.
         Y escuchamos en ellos la poesía fundamental, más allá de épocas, de teorías estéticas o políticas, de países o bandos. En lo más antiguo, lo más moderno.
         En una “Visita a los poetas desterrados”, Brecht acentúa sus semejanzas con grandes poetas del pasado en cuanto al destino del poeta; también nos narra, subrepticiamente, un encuentro con la banda de sus cómplices imaginarios:

Cuando en sueños entró en la cabaña de los poetas
desterrados, que está al lado de la cabaña
donde viven los maestros desterrados (escuchó desde allí
discusión y risas), en la entrada se le acercó
Ovidio y en voz baja la dijo:
“Mejor que todavía no te sientes. Aún no has muerto. ¿Quién sabe
si no habrás de volver?” Pero, con consuelo
en los ojos, se acercó Po Chu-yi y sonriendo dijo:
“El rigor se lo gana cada uno sólo con que una vez
nombre la injusticia”. Y su amigo Tu-Fu dijo tranquilo:
“¿Comprendes?, el destierro no es el sitio
donde se desaprende el orgullo”.
Pero más terrenal se les unió el andrajoso Villon
y preguntó: “¿Cuántas puertas tiene la casa donde vives?”
Y lo llevó a un lado Dante, y cogiéndole del brazo
le susurró: “¡Tus versos están plagados de defectos,
amigo, así que piensa cuánto hay contra ti!”  Y Voltaire
añadió desde el fondo: “¡Presta atención al céntimo,
si no te matarán de hambre!” “¡Y métele chistes!”,
gritó Heine. “Eso no ayuda” rezongó Shakespeare,
“cuando llegó Jacobo ni a mí me permitieron ya escribir”.
“De llegar a juicio, ¡coge a un granuja de abogado!”,
recomendó Eurípides, “pues él se sabrá los agujeros
en la red de la ley”. La carcajada duraba aún, cuando
del más oscuro rincón llegó un grito: “Oye tú, ¿se saben
ellos también tus versos de memoria? Y los que los saben,
escaparán a la persecución?” “Ésos son los olvidados”,
dijo Dante en voz baja, “a ellos no sólo les destruyeron
los cuerpos, sino también las obras”. Las risas
se quebraron. Nadie se atrevió a mirar hacia allí.
El recién llegado
se había puesto pálido.