martes, 1 de diciembre de 2015

GENET

GENET PARA PRINCIPIANTES
Por José Joaquín Blanco



Jean Genet ha presidido durante el último medio siglo el tema homosexual en la literatura del mundo.  Seguramente no es el mejor ni el más profundo de los autores modernos que se han ocupado de historias o asuntos homosexuales, pero indudablemente a él le tocó, como a nadie en las últimas décadas, marcarlos con sus obsesiones, su estilo y su temperamento.  Y no sólo al asunto homosexual: su visión degradada, ruda, grotesca, demasiado teatral y gesticulante del amor carnal, también influyó poderosamente en los heterosexuales.
         Genet trató de desmitificar el amor, de quitarle intelectualizaciones e hipocresías, y de sustituirlo con otro mito: el amor sobresexualizado entre los seres rechazados por el mundo burgués, que establecen una especie de submundo o de infierno donde la carne se vuelve tirana y se rompen todo tipo de reglas sociales y morales.
         El mundo de Genet no es un reflejo puntual del mundo real, sino un mundo fantástico y metafórico: una especie de gozosa y trágica pesadilla, en la que aun el asco y el crimen se vuelven elementos seductores.  Sus rateros, travestis, locas, chichifos, marineros, policías, conforman una especie de exaltado sueño masturbatorio.
         No he mencionado la masturbación en un sentido figurado o moralista para calificar este tipo de fantasías sexuales del brutal mundo de Genet, sino objetivamente, como un hecho.  Gran parte de la obra de Genet fue concebida y aun escrita en la cárcel —el resto, con los hábitos de un expresidiario--; en Genet se da entonces, como en el Marqués de Sade, una especie de sensualidad solitaria que echa a delirar sus sueños y sus ensueños amorosos, en los que frecuente y peligrosamente la violencia, la suciedad y los perfiles grotescos resultan los fantasmas más estimulantes.  No intento reducir a Genet, ni a Sade, a un hecho clínico; sí señalar que las personas condenadas a largos confinamientos forzosos —presos, monjes, enfermos, marineros, soldados— participan de ensoñaciones masturbatorias muy semejantes.  Por lo demás, Genet aceptó siempre la educación sexual y sentimental de la soledad del preso, y con frecuencia sus personajes no hacen, sino inventan —entresueñan, narran— esos episodios eróticos, que quieren ser lo más extravagantes posible.
         La obra de Genet, en consecuencia, no debe ser leída en un sentido literal y realista.  No es un espejo que cuente la realidad; mucho menos, un ejemplo o ideal amorosos.  Es la creación artística de los sueños homosexuales de un solitario, los más escondidos y brutales, que nadie antes que él se había atrevido a confesar, y mucho menos a celebrar hasta con cierta intensidad épica.
         Por lo general, en décadas anteriores a Genet, la literatura había querido defender la homosexualidad como un amor digno y respetable.  Se quiso compararla al amor de los próceres griegos y romanos y de las celebridades del Renacimiento.  Alcibíades, Caravaggio; Adriano, Miguel Ángel. Se trató de inventar un paraíso de boy scouts desnudos y vigorosos en una deportiva amistad, en medio de la pureza del mundo natural (de Whitman a Stefan George).  Se habló de ella como un amor más inteligente o más refinado.  Ciertamente Gide (Saúl, Los alimentos terrestres, El inmoralista, Las cuevas del Vaticano, Los falsificadores de moneda) empezó a compararla con las aventuras y vicios de los intensos delincuentes juveniles, nuevos piratas del mundo moderno, y en algún caso —el de Marcel Proust— se defendió el amor homosexual como una sofisticada y exquisita decadencia en un mundo sobrecivilizado. Pero fue Genet quien dijo: éstos son nuestros sueños "cochinos", estas son nuestras realidades "cochinas", si se quiere; y no entre ángeles ni entre dandies melancólicos, sino entre cuerpos carnales llenos de apetitos violentos. Y como, en rigor, todo ser humano comparte las mismas pulsiones, también los heterosexuales, después de Genet —a quien, desde luego, santificó el heterosexual Jean-Paul Sartre— dejaron de tenerle miedo a esos sueños.
         La literatura de Genet fue una especie de cubetada fría en el romanticismo homosexual.  Los maricones "finos" (v. gr. Julien Green, en el prólogo de Le Malfaiteur), pusieron el grito en el cielo; querían seguir eternamente con libros y cuadros donde se pintaba el primer amor en el crepúsculo, los rostros bellos y los cuerpos jóvenes, el apretón de manos, los dandies efébicos y los perfectos gladiadores.
         Genet inventó otro romanticismo homosexual, acaso tan infantil e insuficiente como el anterior, pero necesario en su momento: el amor de nalgas y de vergas exageradas, de coitos y letrinas a todo volumen, con lonjas y olor de pies; el amor para la humillación y la degradación deseadas, el amor grotesco y fisiológico entre personajes sin mayor dimensión que la violencia de sus apetitos y de sus sueños masturbatorios obsesivos y elementales; personajes sin mayor profundidad que su sobresexualizada imagen de fantasma masturbatorio.  Genet incluyó, además, el amor en las cárceles y las letrinas, entre pura miseria y fealdad como panoramas cotidianos, entre la puñalada, el robo, la violación, la vejación, el escupitajo.  Así, dotó a la literatura de aspectos poco tratados antes; aunque la vida diaria, desde luego, jamás ha dejado de conocerlos ni de practicarlos más que profusamente.
         Acaso Genet se vaya volviendo con el tiempo menos una valiosa obra artística y más un precursor y una leyenda.  Fue él quien destapó la retama apestosa, y a partir de él han proliferado sus fantasías de sexo, ultraje, violencia, suciedad, melodramatismo-al-revés, contra-épica, anti-lírica de guiñoles grotescos; sobre todo con el auge de la pornografía —y luego con la epidemia del sida y de otras enfermedades sexuales, que reprimen o encondonan el acto sexual, pero acrecientan la excitación imaginaria y solitaria, al grado que la masturbación, condenada como gran pecado físico y como gran vicio durante siglos, incluso hasta Freud, es ahora el safe sex más recomendable.
         Esos sueños en Genet fueron naturales y honestos: el mundo de su soledad encarcelada.  Dibujó en libros, poemas, obras de teatro sus sueños más escondidos y obsesivos: los volvió exhibicionistas y espectaculares, llenos de asombrosa tramoya y de talento cómico de primer orden.  Sin embargo, el sexo escandaloso, teatral, de "a ver qué nueva cochinada o crimen invento para ver quién se espanta todavía", es una visión tan simplificadora e infantil como la anterior de los "maricones finos", de que el amor entre hombres no tenía qué ver con lo visceral y lo excrementicio, sino sólo con el romanticismo y los altos ideales.
         En la expresión del amor homosexual todavía no se ha escrito un libro que pudiéramos llamar completo o integral, en el sentido en que, por ejemplo, Madame Bovary sí resume, en opinión de muchos, el amor heterosexual.  Pero algo de Walt Whitman, de Oscar Wilde, algo de Proust; de Gide, de Forster, de Isherwood, Mishima; y en nuestra lengua: de Villaurrutia, Ballagas, Cernuda, Pellicer, Novo o Lezama Lima, va integrando esta visión de conjunto que acaso esté en camino de producir tal libro integral.
         Llevamos poco tiempo de hablar de temas homosexuales abiertamente: estaba penado con cárcel y total marginación social en la mayoría de los países, todavía hacia la Primera Guerra Mundial (de ahí los circunloquios de Gide, de Proust, de Forster).  Poco antes de morir, a finales del siglo XIX, Walt Whitman se aterraba ante cualquier visión sexual del amor entre hombres; sin embargo, al filo de la Segunda Guerra Mundial, ya Genet había conquistado —por sí mismo, desde su soledad carcelaria— una libertad antes sólo conocida por los romanos Petronio y Apuleyo.
         Es necesario insistir, por último, en la diferencia entre pornografía y arte. Genet no fue el primero ni el último en escribir "cochinadas" o pasajes escandalosamente excitantes; fue el histriónico genio que hurgó en sus sueños y deseos más vehementes y creó un universo metafórico, una gran metáfora teatral del sexo, que parece decirnos:
         —Debajo de nuestros semblantes civilizados, de nuestros trajes y modales correctos, está la dulce y desamparada bestia humana, la bestia de carne y de sangre, la bestia amorosa, con sus pulsiones terribles y dulcísimas; no tenemos por qué desconocer que en esa supuesta suciedad animal o perversa, está el fuego humano: nuestra más pura y alta naturaleza.
         Debemos reconocer, sin embargo, que Genet o la mala lectura de Genet, son en gran medida culpables de una nueva mitificación o difamación del amor homosexual.  En su obsesión por combatir el tipo de amor demasiado puro, intelectual, culto, dandy, sin eructos ni asentaderas, sin deseos criminales ni pecados salvajes explícitamente asumidos (Forster, Gide, Green), Genet cayó en el extremo opuesto, y pobló sus galerías con demasiados monstruos adorables, con demasiados bellos rufianes sin piedad y otros bailes de máscaras.
         Y bueno: está bien: tenía razón: los homosexuales no son ningunos ángeles. Pero tampoco un vistoso zoológico para apantallar estúpidos.  Nada de bizarro, de prodigioso, de infernal tiene un amor perfectamente natural y civilizado como en Occidente hoy en día (y a pesar de la embestida del fundamentalismo ultraconservador) se considera el amor homosexual.  No es ni más ni menos angelical o demoníaco que el heterosexual.  No tiene por qué espantar ni hacer reír más que el otro.
         Por eso a veces Jean Genet me exaspera con tanto grito, con tanta gesticulación, con tanto melodramatismo-al-revés, con tanta violencia autocelebrada, y prefiero las más silenciosas y perdurables novelas anti-dramáticas de Christopher Isherwood, como Un hombre solo.



domingo, 1 de noviembre de 2015

EL REPORTERO DEL DIABLO

El reportero del diablo
Por José Joaquín Blanco

Deambulaba por los bares y fondas de la Calle Michoacán, en la colonia Condesa, un fantasmal reportero de policiales a quien todo mundo despreciaba.
Su delito era que detestaba el cine, y no existe al parecer mayor crimen en el siglo veinte que odiar las películas. Equivale a un criollo novohispano que aborreciera las misas.
Ahí se pasaba sus ratos libres, entibiando sus whiskies en el Bar Nuevo León, hasta que aparecían sus amigos (amigos es un decir: ¿cómo hacer amistad con quien nunca va al cine? ¿entonces de qué diablos se platica?), después de haber asistido a alguno de sus cotidianos portentos cinematográficos. Y sin más trámite se sentaban a su mesa a comentar en sus narices, minuciosamente, todas las joyas de la pantalla.
El fantasmal reportero los escuchaba con la paciencia de un reacio al futbol que asistiera a la enumeración de todas las bíblicas alineaciones del Atlante a través de los siglos.
Un martes de noviembre del 2000 (todavía era el siglo veinte), el sabihondo cinéfilo Godínez, de la fuente de economía, se quejó con una mueca de asco digna de Robert de Niro, de la incapacidad mexicana para las tramas policiacas:
-No hay ningún thriller mexicano. ¡Sencillamente tampoco servimos para eso!
-Por ahí hablan de Distinto amanecer, de Julio Bracho, protagonizada por Pedro Armendáriz, Andrea Palma, Alberto Galán y el niño Narciso Busquets; argumento de Max Aub con diálogos de Xavier Villaurrutia –arguyó lenta, parsimoniosamente el reportero de policiales, nomás para fastidiar.
-No mames –increpó El Chiquilín Martínez, de la fuente de Presidencia, famoso por la diminuta cabeza con que exornaba sus flacos dos metros de estatura-; eso no es cine, sino literatura filmada. Los diálogos suenan estiradísimos, in-ve-ro-sí-mi-les. La fotografia de Figueroa, peor.
El reportero fantasmal se había quedado varado en la sección de policiales de un periódico desde hacía tres años. Sus primeros colegas ya habían ascendido a las direcciones de Comunicación Social de diversas dependencias burocráticas. Pero él seguía ahí, fiel al lado del crimen, para no traicionar su vocación de poeta abstracto.
Soñaba con un libro de poemas “antilogocentristas, molecularizados y átonos”. Por eso se negaba a colaborar en la sección y en el suplemento culturales, porque ahí “se contamina uno de literatura”.
Y quería despojar sus versos de todo lastre literario a fin de lograr “el accidente grafístico puro, el grafismo esencial, como una muesca en acrílico o una arruga de trapo de los abstraccionistas catalanes”.
“Detrás de todo poeta abstraccionista declarado, hay un vergonzante recitador de ‘El Brindis del Bohemio’”, solía apotegmatizar el odiado crítico Andueza, en el suplemento dominical del mismo periódico.
Se trataba de la historia de un rencor: Andueza había sido compañero de preparatoria del periodista fantasmal, y en aquellos años habían competido en un concurso de declamación, en el cual había triunfado el futuro reportero de policiales con “El brindis del Bohemio”, mientras que al futuro crítico literario se le había olvidado “La raza de bronce” a las primeras estrofas, y tuvo que abandonar el estrado todo confuso y en medio del abucheo estudiantil.
En efecto, antes de odiar la literatura (ya para entonces evitaba el cine), el futuro “poeta abstraccionista” había tenido sus barruntes de erudición policiaca. Y salió a relucir esa tarde:
-Si quieres un thriller, ahí esta El privado del virrey...
-¿Que qué? –exclamó Godínez, amenazante como Jack Nicholson.
-No es una película, sino una obra de teatro de Rodríguez Galván, pero también se lee; digo, porque los cinéfilos monolingües mexicanos van a leer las películas. Puros subtítulos y subtítulos. Y los “espectadores” hechos la mocha: lee y lee subtítulos. Para ese caso, que mejor lean los guiones en su casa... debidamente traducidos.
-¿Vaaaas al teaaaatro? –insistió Godínez, escandalizado como Sylvester Stallone ante un ballet clásico.
-Te digo que la leí en la prepa. Me tocó hacer una monografía sobre la Calle de Don Juan Manuel... Para los ignorantes: estoy hablando de la actual Calle de República del Uruguay, el tramo entre 5 de Febrero y Pino Suárez. Antes del thriller se llamaba simplemente Calle Nueva.
El fantasmal reportero de policiales consignó que Ignacio Rodríguez Galván había escrito El privado del virrey hacía más de siglo y medio; y que ya para entonces se consideraba viejísimo el argumento, de mediados del siglo diecisiete...
Y que lo habían retomado como veinte autores: el Conde de la Cortina, Manuel Payno, Irineo Paz, Vicente Riva Palacio, Juan de Dios Peza, Luis González Obregón, Artemio de Valle Arizpe; que incluso había aparecido en historietas y radionovelas sobre “tradiciones y leyendas de la Colonia” durante los años sesenta.
El odiado crítico Andueza permaneció impasible frente a tal sabiduría; durante esa semana sólo se dignaba conocer de autores sudafricanos.
El reportero de policiales contó la historia de un gachupín acaudalado, originario de Burguos, que se hizo íntimo del virrey Marqués de Cadereyta.
Lo nombraban Don Juan Manuel de Solórzano. En México le llovieron favores oficiales, incluso puestos en la Real Hacienda y gestiones sobre los productos que llegaban de España en las flotas, así como la cerrada envidia pública, promovida especialmente por parte de la Audiencia y de los mayores comerciantes de la ciudad.
Resultó breve su privanza (1636) y largas las intrigas de los malquerientes, hasta que fue a dar a la cárcel (1640), acusado de malversación y fraude con el dinero del gobierno.
-¿Y a eso lo llamas un thriller? –reclamó Godínez, impasible como Michael Douglas.
-Bueno, es que Don Juan Manuel conocía muy bien a su bella esposa: Doña Mariana de Laguna, más rica incluso que él, heredera de minas en Zacatecas. Don Juan Manuel sabía que doña Mariana no podía estar muchas horas sin hombre...
-Mejora la trama...
-Sobornó entonces a las autoridades, para que le permitieran visitas conyugales, que desde luego no eran toleradas en esos tiempos. Pero sólo le concedieron una vez por semana, y doña Mariana era mujer de programa triple todos los días...
-Tres sin sacar –intervino misteriosa y embozadamente Gil Gamés.
-Además se notaba tan sosegada en sus parcas y rápidas visitas semanales que a don Juan Manuel empezaron a rondarlo unos celos feroces. Alguien andaba tranquilizando a su esposa. Sospechaba sobre todo de las mismas autoridades que lo tenían en la cárcel, especialmente del Alcalde del Crimen...
-Ya, al grano –exigió Godínez, esgrimiendo su cuba como un revólver.
No era tan fácil, explicó el reportero de policiales: las versiones variaban. Había quien afirmaba que don Juan Manuel sobornó al carcelero para que lo dejara salir, como murciélago en la oscuridad nocturna, a espiar el balcón de su propia casa. Pero no sonaba lógico: lo mismo habría podido pagarle al cancerbero para que le permitiera cumplir por triplicado con su esposa todas las noches...
Según otros autores le había vendido su alma al diablo, a cambio de escaparse a medianoche y espiar su balcón desde el zaguán de enfrente. Aunque la objeción sería la misma: igual pudo habérsela vendido para disfrutar cómoda y triplemente a doña Mariana, y hasta cenar a gusto en casa, evitándose los fríos callejeros...
Total, resumía el reportero de policiales: don Juan Manuel pintaba con carbón una especie de puerta en el muro de su celda, la abría con una llave que también dibujaba, y ya estaba afuera.
-No mames: eso es La mulata de Córdoba. ¡La acabo de ver en la tele! –gritó El Chiquilín Martínez, con una vocecita aflautada desde la exornada y módica cumbre de su roperote huesudo.
-La mulata pintaba un barco...
-O Bugs Bunny –intervino, muy camp, Andueza, olvidándose por un momento de su exclusividad semanal con los autores sudafricanos.
-Al grano, maestro –apremió Godínez expeliendo la cavernosa voz de Marlon Brando en El Padrino.
Había pasado lo de siempre, señaló el reportero de policiales con desprecio profesional ante la nota roja de cada día: don Juan Manuel llegó a su calle, miró su balcón y descubrió las sombras de doña Mariana y un galán, agasajándose.
-¡Y se equivocó de ventana, y nos estás hablando de un rocanrol de Johnny Laboriel!: “¡Oh qué confusión, el número equivoquéeee. Siluetas, siluetas, siluetas soooon!” –cantó el aborrecido crítico Andueza, ya sin idea (en caso de haberla tenido alguna vez) de dónde quedaba Sudáfrica.
-No se equivocó de ventana. Esperó a que saliera el galán y lo apuñaló.
El galán venía embozado en su capa, como si la densa oscuridad de la noche no lo cubriera bastante. Hay que recordar que no existía entonces ningún tipo de alumbrado público en la ciudad: ni fogatas, ni lámparas, ni faroles.
Entonces don Juan Manuel le preguntó a bocajarro: “Perdone su merced, ¿qué horas son?”. El embozado contestó sin descubrirse: “Las once”. (Seguramente acababa de echarle un vistazo al reloj en casa de doña Mariana.) “¡Dichoso su merced, dijo don Juan Manuel, pues sabe la hora en que muere!”
-¿Y dónde está el thriller? –increpó Godínez, retomando su mejor perfil de Michael Douglas.
En que don Juan Manuel regresó a la noche siguiente, prosiguió cansinamente el reportero de policiales; y vio y preguntó y escuchó y exclamó lo mismo, y volvió a matar al galán. Así todas las noches durante muchos meses.
Todas las madrugadas la ronda levantaba un asesinadito en la Calle Nueva. Don Juan Manuel nunca supo si siempre mataba al mismo o a galanes diferentes. Si realmente salía todas las noches o nomás lo soñaba.
Finalmente la justicia, el soborno o el diablo lo pusieron en libertad. Entonces apuñaló expedita, antidramáticamente a doña Mariana.
-¿Y por qué no la mató desde antes? –preguntó Godínez, práctico como Harrison Ford.
-A lo mejor creía que iba a tener que estarla asesinando todos los días... –rió a chillidos El Chiquilín Martínez.
El caso era, según el reportero de policiales, que ya en libertad, don Juan Manuel comprobó que no se había tratado de alucinación alguna, ni de una trampa del diablo.
Averiguó los nombres de docenas de galanes que habían sido misteriosamente asesinados, noche tras noche, frente a su puerta, a pesar de la estricta vigilancia de guardias y alguaciles.
Entre ellos figuraban nada menos que el propio Alcalde del Crimen, un tal Vélez de Pereyra; un escribano, dos oidores, varios frailes y canónigos, y hasta el pariente más querido de don Juan Manuel, su sobrino y heredero, pues no tenía hijos.
Arrojó el cadáver de su esposa por la ventana, dispuesto a todo, y se sentó a esperar al alguacil... quien nunca llegó.
La ronda se había acostumbrado al cadáver diario, aunque ahora se tratara de una mujer. Ya desde entonces las costumbres andaban a ratos al revés. Y don Juan Manuel tenía la coartada de haber estado preso todos los meses en que habían ocurrido los otros asesinatos.
-¿Y entonces? –preguntó El Chiquilín Martínez, desde la cabeza de alfiler que exornaba sus dos metros de estatura.
-Ahí tienen su thriller: resuélvanlo.
-Pues don Juan Manuel se quedó sentadito, close up y créditos finales –especuló Andueza, decidido a dejarse de tonterías y retirarse a redactar otra enjundiosa reseña de media cuartilla sobre todos los autores sudafricanos a la vez.
-Claro que no. Es drama de época. Corrió a confesarse con el cura. ¡Había matado a docenas de hombres!, aunque no estuviera seguro si soñaba o de veras lo hacía; si salía de la cárcel con su puerta y su llave de carbón o se alucinaba de celos dentro de ella...
-Eso ya es Arturo de Córdova... –apuntó, erudito, Godínez, como si dijera: “No tiene la menor importaaancia”.
El cura, según el reportero de policiales, no supo resolver el thriller. ¿El multiasesino había sido don Juan Manuel o un fantasma urdido por el diablo? ¿A quién condenar? Tuvo que invocar a los detectives celestiales, que como es sabido se toman su tiempo.
Mientras tanto mandó a don Juan Manuel que rezara tres noches seguidas el rosario a la medianoche, al pie de la horca.
La primera ocasión escuchó, con el rosario en la mano, una voz de ultratumba: “¡Rezad un padrenuestro por el alma de don Juan Manuel!”; la segunda: “¡Rezad un avemaría por el alma de don Juan Manuel!”...
-¡No mames: eso es la Llorona! –protestó, maullando, El Chiquilín Martínez, ofendido en sus más entrañables tradiciones.
-Y al tercer día amaneció colgado en la horca.
Volvieron a variar las versiones, en opinión del reportero de policiales. La leyenda popular rumoraba que los propios ángeles, escandalizados, bajaron del cielo y lo colgaron.
O las docenas de difuntos galanes rencorosos, capaces también de vender su alma al diablo, incluso en el cielo, con tal de bajar un rato y vengarse.
O la insaciable doña Mariana.
-El caso es que alguna vez hubo thrillers en México y amén –cerró el fantasmal reportero de policiales, y se puso a mascar un hielo.
-Qué bueno que en policiales se limitan a transcribir puros chismes. Como reportero no tienes nada qué hacer –le espetó sumariamente Godínez, y se retiró del Bar Nuevo León con un reposado andar stanislavskiano, digno de Al Pacino.
Pero gracias a la leyenda de don Juan Manuel, o al miedo de que “el reportero del diablo” -como se le empezó a llamar con sarcasmo por la Calle Michoacán de la Colonia Condesa- volviera a contarles algo semejante, sus amigos (amigos es un decir: ¿cómo hacer amistad con quien nunca va al cine? ¿entonces de qué rayos se platica?) dejaron de hablar tanto de películas en su presencia.
Se le puede ver dos o tres tardes por semana, entibiando sus whiskies, con la mirada perdida, ensoñando con esa poesía “antilogocentrista, molecularizada y atonal” que ni vendiéndole el alma al diablo le asoma por la mente.
El odiado crítico Andueza (esta semana especializado en los aforistas de Tahití) murmura que “el reportero del diablo” no anhela tanto una poesía que exprese el “accidente grafístico puro, o el grafismo esencial, subrepticiamente rizomático, como una muesca en acrílico o una arruga de trapo de los abstraccionistas catalanes”, sino esos “vulgares premios y becas gubernamentales” que, sin tanto andarse por las ramas, el eficaz y aborrecido crítico Andueza recibe varias veces al año por sus reseñas semanales de media cuartilla.
Lo que yo puedo contarles es que cuando ingresé como redactor emergente al suplemento cultural no tenía la menor idea de todo este asunto. Y una noche se me ocurrió hablar en el Bar Nuevo León, taqueando chistorra con setas al ajillo, de cierta película de Billy Wilder.
Entonces el “reportero del diablo” se me quedó mirando con una sonrisa torva y oscura como callejón del crimen, y me preguntó:
-Oye, hueso –en esto del generoso y solidario oficio del periodismo nos llaman “huesos” a los novatos, y nos ocupan sobre todo para mandarnos por tortas y refrescos a la esquina-; oye, hueso, ¿sabes qué horas son?

jueves, 1 de octubre de 2015

DICKENS

DICKENS: LA VOCACIÓN DE PICKWICK

Por José Joaquín Blanco


Quien haya estudiado algo de literatura con un enjundioso profesor posiblemente sepa menos de libros que quien no haya estudiado nada. Dos ejemplos: el estilo literario, se dice, es fruto de la elaboración paciente y demorada, perfeccionista, casi heroica en una obsesión de pulcritud, exactitud y color (“¡Esculpe, lima, cincela!”, etcétera). Balzac, Poe, Chéjov, Maupassant hicieron todo lo contrario en sus grandes épocas, cuando producían varias novelas y docenas de cuentos al año: cientos y hasta miles de cuartillas al vapor.
         Se podría argüir, pero esto ya desde la orilla heterodoxa, que se trataba en ocasiones de una perfección acumulada, adquirida después de años de picar piedra como prosistas, del mismo que modo en su madurez Picasso, Matisse o Rivera se soltaban magníficos dibujos instantáneos, de un solo trazo.
         Pasemos al concepto de la Obra. La pedagogía literaria habla de su ardua concepción, de años de planearla o imaginarla, con innumerables apuntes, estudios y ejercicios de investigación. Pero no son raras las obras maestras que han surgido de una borrachera, de una humorada, de un chisme escuchado a un cochero o de un proyecto modesto que, por sí mismo, creció hasta las alturas del mito.
         Nuevamente, desde la orilla heterodoxa, se argüiría que “sólo la anécdota” —aunque en narrativa suena raro despreciar tanto la anécdota— fue inmediata: que el autor llevaba años madurando el “mundo interior” que “eclosionó” a través de la trama azarosa.
         Sea como fuere, ambas cosas le ocurrieron a Dickens (1812-1870) en la novela —ni siquiera es propiamente una novela— que sus mayores seguidores consideran su obra maestra: Papeles póstumos del Club Pickwick (1836-1837), concluida a sus 25 años.
         Cuatro novedades culturales o sociales se conjuntaron como astros para producir este libro: la aparición de los clubs y de los sportsmen, que causaron furor en Inglaterra a principios del siglo XIX. Estas novedades inglesas de clase media, opuestas a los salones aristocráticos y a la ambición de los dandies, ya marcarán para siempre los principios de aquel siglo.
         Los hombres se reunían en clubs para cualquier cosa, especialmente frívola, de la herbolaria amateur al coleccionismo de extraños guijarros. No fueron las instituciones filantrópicas y políticas en que, un siglo más tarde, las convirtieron los “leones” y rotarios. Simples asociaciones de bebedores en pubs que jugaban a una inofensiva francmasonería cotidiana. Grupos de amigos constituidos en sociedad de alegres compadres (décadas después, con Julio Verne, un club inglés inventaría la apuesta de dar La vuelta al mundo en ochenta días).
         Destacaba en los clubs esa novedad masculina: los deportistas de clase media. Ya no los enfrentamientos de alta esgrima ni las partidas aristocráticas de caza mayor, sino el tiroteo contra las perdices, la baraja o el críquet. Las otras dos novedades que, como astros zodiacales, propiciaron el nacimiento de Pickwick fueron la litografía y la prensa popular de entretenimiento.
         El joven Dickens luchaba contra la pobreza contraída por un entrañable padre derrochador, alegrón, amiguero, bebedor y poco práctico, con recursos diversos, entre los que destacó su papel de “reportero” parlamentario o transcriptor de discursos y discusiones de parlamentarios. Un día, casualmente, pero con seguridad después de haber escuchado las cualidades de bromista oral de Dickens (y de haber leído su relatos primerizos, llamados modestamente sketches y firmados con el seudónimo Boz), los editores Chapman y Hall le propusieron una chamba común y corriente, para hacerse de unas cuantas libras.
         Querían vender litografías cómicas sobre un imaginario club de deportistas, dibujadas por un caricaturista famoso: Seymour. Correspondía al escritor redactar textitos de guasa que acompañaran las láminas jocosas. Al joven Dickens se le ocurrió trabajar al revés: no inventar bromas a partir de dibujos ya hechos, sino escribir los episodios cómicos de un club de deportistas para inspirar al dibujante. Seymour lo aprobó: sintió que así su labor se facilitaba.
         Sobre la pluma Dickens cambió el concepto del deportista: aunque no desaparecen las perdices, las barajas, el críquet; las competencias en la comida y bebida (todos los personajes beben todo el tiempo como cosacos, pero ninguno sufre durante las mil páginas una verdadera cruda), las carreras de cocheros, ni las batallas de basura o legumbres; surge un hombre “viejo” (vetusto sólo para aquellos tiempos, pues no debía contar más de sesenta años), decidido a correr aventuras comunes, cotidianas, en pensiones y fiestas campestres, en ferias y discusiones de políticos o periodistas, para lo cual funda un club integrado por muchachos solteros, ante quienes aparece como un paternal líder y maestro en el arte de disfrutar la vida diaria. Hay algo de prodigiosa chiquillada en todo el libro. Ni el viejo ni los jóvenes aparecen mentalmente como serios adultos. (¿Es un precursor de los cómics, de Popeye? ¿Weller padre e hijo no son abuelos de Popeye padre e hijo?)
         Tenemos pues a un sesentón más allá del matrimonio, y a unos jovencillos que todavía no se casan, dedicados al deporte de divertirse por diversos parajes de Inglaterra: el Club Pickwick. Entre los chamacos sobresalen un enamoradizo, un poeta y un deportista. Con toda formalidad, anotan en el momento, o redactan años después, los informes o “memorias” de sus jocosas aventuras, como si se tratara de logias masónicas o de asociaciones eruditas.
         Los Papeles póstumos del Club Pickwick resultaron una novela extraña, casi una antinovela (pienso un poco en Jacques el fatalista, de Diderot): carecen de trama propiamente dicha, y sus mil páginas pudieron alargarse a diez mil o reducirse a cien. Simplemente ocurre que Pickwick y sus amigos van a tal o cual parte y se enfrentan con algún lío. Tratan de resolverlo en el mejor estilo cómico, con palizas y enredos a ratos extravagantes, y siempre salen más o menos ilesos (aunque magullados) y exultantes de carcajadas. Al final, Dickens apresura el cierre de su relato, no con la muerte del protagonista, como hizo Cervantes, sino con su designio de casar felizmente a sus jóvenes seguidores (ya en tiempo de sentar cabeza), y de retirarse a una bonita casa de campo a terminar con toda tranquilidad su larga y buena vida.
         Se ha comparado a Pickwick, un chaparrón calvo y gordito, de lentes, con una mirada inocente tras la que se esconde una sabiduría natural y proverbialmente generosa, un aire perpetuo de asombro ante las peripecias más comunes, y una decidida vocación a buscar la acción, la aventura pueblerina, con Don Quijote (hasta cuenta con su propio Sancho Panza, Sam Weller) y con Falstaff. Y ahí van en grupo cazando líos.
         Pero ya no tenemos caballeros andantes ni princesas encantadas, ni a un Príncipe de Gales disfrazado de pelafustán, sino la novedad de lo novelesco del mundo cotidiano: reverendos pastores que predican, borrachísmos, contra el alcohol; viudas a la tenaz caza de viudos, cómicos de la legua empeñados en seducir solteronas con buena dote; periodistas y políticos fanáticos que se combaten brutalmente por fruslerías, criados gordísimos que siempre se quedan dormidos, toda una galería de alegres bebedores; así como novios y novias muy decentes que deben eludir la severidad de sus familias para finalmente casarse, al cabo de mil laberintos, en medio de la aprobación general.
         Y finalmente la gran queja dickensiana —todavía no aparece la saga de los huerfanitos— contra la legislación británica que permitía a una burocracia más que kafkiana (aunque hilarante) encerrar en una cárcel laberíntica e indescriptible a los deudores insolventes. Ahí va a dar el pobre Pickwick, y ahí se queda varios capítulos, cuando su viuda y vieja casera confunde su caballerosa cortesía con un franco cortejo matrimonial, y lo demanda por daños ante los tribunales, a causa del incumplimiento de esa supuesta promesa de boda. Como libro típicamente inglés, no dejan de aparecer los duendes y los trasgos, con sus fantásticas y hasta tétricas humoradas, aunque el Club Pickwick no evita interpretarlas un poco como visiones de borrachera.
         Lo que se pretendía vender eran las litografías caricaturescas de Seymour, quien pronto murió y fue genialmente reemplazado por Hablot Browne (firma Phiz). Aparecían periódicamente los Papeles póstumos del Club Pickwick en cuadernillos, y se vendían de modo aislado, episodio por episodio. El primero lanzó un tiraje de 400 ejemplares, pero en unas semanas revolucionó la historia editorial con tirajes de hasta 40 mil.
         Dickens siempre ha estado en el centro de la polémica, aunque logró un cariño nacional sólo semejante al español por Cervantes. Se le elogie o se le vitupere, es toda una bandera de la identidad inglesa, de lo típicamente inglés.
         Los propios británicos se solazan en ennumerar sus defectos: cultura escasa, estilo descuidado y verboso, farragoso y barroco; infinitas reiteraciones, complacencia en la vulgaridad; sentimentalismo desaforado con respecto a niños y damas desdichadas (Huxley); su humanismo sentimental que lo conduce a reformas sociales (sobre el trabajo, la mendicidad, las cárceles, las escuelas-infierno) y hasta a una especie de “hosco socialismo” (Macaulay). “Dickens ha hecho más por mejorar el estado de la clase pobre inglesa que todos los hombres de Estado de Inglaterra” (Daniel Webster).
         Otros lo ensalzan como un catálogo perfecto de la realidad y de la utilería del alma inglesa, y elogian su “estilo vulgar”: que haya sido fiel al cockney, o jerga de los londinenses pobres; señalan, además, que nadie anteriormente había acercado tanto la literatura al dibujo de las cosas vulgares o diarias, de modo que su mundo “callejero”, “cantinero” o “corriente” —por ejemplo, los idilios del criado y la cocinera, del cochero y la mesonera; las innumerables escenas de engullidores de jamón, bisteces y empanadas de carne o eructadores de “ron de piña”— representa menos un defecto que un logro de pionero.
         Taine lo celebró por encontrar la poesía donde menos se la esperaba, en lo pedestre y lo trivial; Carlyle habló de su “sublimidad a la inversa”. Logró, como Balzac, reunir entre su público al analfabeta y al lector poco ilustrado, por un lado, y a Carlyle y a todos los intelectuales y aristócratas, por el otro. Dickens fue amigo y colaborador entrañable del mejor novelista detectivesco de su siglo, Wilkie Collins (La piedra lunar), un autor refinadísimo y “perversísimo” (drogas, crímenes horripilantes), casi baudelaireano.
         Más aun que Balzac, quien siguió rondando a la nobleza, representa la toma absoluta del poder por parte de la clase media en la novela, que había sido reino de duquesas e intrigas palaciegas, y trataría de conservarse así hasta Proust.
         Se objeta a ratos en Pickwick que sus “pobres” sean más figuras teatrales que realistas (no aparecen jamás la obscenidad, ni las deformidades, vicios crueles y abscesos de la miseria), bastante ocupados en divertirse de su propia pobreza y en solucionarla instantáneamente con un trago o un bocado baratos, conseguidos a la picaresca: que constituyan más bien títeres de Punch y Judy, o tipos extravagantes, dandies a la inversa, que verdaderos “miserables”.
         Pero George Gissing señaló que en esos años, lejanos todavía de la uniformidad física y mental de la burguesísima época victoriana, abundaban los excéntricos y los grotescos. No sólo a los dandies, también a los criados, sepultureros, cocheros y limosneros les gustaba ser incroyables, inventarse personalidades y modos de hablar espectaculares.
         Chesterton afirma, en una de sus típicas y convincentes paradojas, que la fidelidad de Dickens a su mundo se prueba con la excentricidad de sus personajes. La normalidad, la uniformidad en las costumbres resulta invento libresco, político o religioso: en la realidad concreta todo hombre es rarísimo. “Precisamente por ser sus libros ricos en extravagancias de la naturaleza humana, es Dickens un cronista de su tiempo y de su generación”. Y culmina: no sólo recreó su realidad, “creó toda una mitología inglesa” (“Vida de Dickens”, en Obras completas, Madrid, Plaza y Janés).
         A quienes lo acusan, por vasto, farragoso y desaliñado, de “ilegible”, hay quien responde (Méndez Herrera): “Porque lo que no le perdonan los que apenas han leído a Dickens es que, en sus tiempos, no hubiera nadie que lo dejara de leer”. El lector podrá encontrar las más diversas opiniones y discusiones sobre Dickens en:  Page, Norman (ed): Dickens. A Casebook, Londres, The Macmillan Press, 1979, y Wilson, Edmund: “Dickens: the two Scrooges”, en The Wound and the Bow. Seven Studies in Literature, Nueva York, Farrar Strauss Giroux.
Con un dejo irónico, Borges y Bioy Casares lo acusan de definir sus personajes a partir de sus manías. Los estrictos Thackeray y E. M. Forster lo aporrean: “Sólo sabe crear personajes planos y no redondos”, teorizó el último, tan highbrow a la Bloomsbury; “Admito su genio, pero aborrezco su arte”, matizó el primero, su rival, quien en La feria de las vanidades se empeñó en el arte contrario: la hermoseada celebración de las clases altas de Inglaterra.
         Thackeray llegó a más: “Aun cuando Dickens no lo sabe, La pequeña Dorrit es una estupidez”. Medio siglo más tarde señaló George Bernard Shaw: “Debo a La pequeña Dorrit mi vocación de revolucionario”.
         Pero ya sabemos que Chesterton, más que nadie, elogia el uso de los colores primarios, de los personajes firmes y de las ideas simples: no todo ha de ser matizada acuarela impresionista. La “complejidad” se simplifica al establecerse como dogma.
         Las feministas contemporáneas encuentran que, como en Quevedo, las mujeres en sus novelas son flagrantes crímenes de misoginia. Por ello han conspirado para expulsarlo de las escuelas norteamericanas, como a Mark Twain (éste por su trato pre-Martin Luther King de los personajes negros). Las mujeres del siglo XIX tenían mejor humor y conformaban el más nutrido contingente de los lectores del “misógino” Dickens: eran las primeras en reírse de las peripecias de sus viudas gordas y arpías filantrópicas, de sus enamoradizas delirantes y solteronas maniáticas. ¿Quién se ríe más de una mujer... que otra mujer?
         Durante sus cincuenta y ocho años, apenas treinta y tantos como escritor, Dickens se las ingenió para crear más de una docena de grandes obras, que a la vez son banderas de la identidad anglosajona: lo mismo su Cuento de Navidad que Oliver Twist, Tiempos difíciles y Grandes esperanzas, La tienda de antigüedades e Historia de dos ciudades, David Cooperfield y Nicholas Nickleby. Pero hay consenso entre los dickensianos más aguerridos en encumbrar sobre todas a la inaugural: los Papeles póstumos del Club Pickwick.
         Edmund Wilson elogia todo ese juvenil mundo sonriente que se fue ensombreciendo, sentimentalizando en los libros maduros. Me gustaría añadir que el Dickens maduro trató de dar demasiado sistema (y no sólo literario, sino social y filosófico) a sus libros orgánicos posteriores, mientras el gran Pickwick queda en completa libertad de tales códigos y misiones. En Pickwick Dickens no se toma tan en serio la literatura (ni la filantropía, ni las reformas sociales): se permite jugar con ella de un modo libérrimo. La travesura pura.
         El azorado Pickwick simplemente es un hombre bueno, a quien le gustan el vino, comer bisteces, armar algunos ajetreos finalmente inofensivos (que siempre redundan en un beneficio del prójimo), y buscar la buena vida sencilla —en la que se cree en este libro—; quien no se embrolla sino superficial, episódica y jocosamente la existencia. Pickwick no predica, y sólo llora dos o tres lagrimitas a  causa de “la ternura del vino”.
         Le fue concedido, casi involuntariamente, un reino de inocencia, de frescura paradisiaca, como rara vez ha conocido la literatura del mundo. Lo que no sólo se advierte en los episodios y personajes, sino en la peculiar, nunca superada, manera de narrar del Dickens de Pickwick. No hay modo de ajar la frescura de la prosa de este libro, aun en traducciones (como la de Méndez Herrera, en Obras selectas, Madrid, Aguilar). Su humor de chamaco bromista. Su propio pickwickianismo. Su gozo inmediato en un mundo que todavía no ve, o no quiere ver, demasiado tenebroso. Su visión del mundo como un recreo interminable de chiquillos de veinte o sesenta años.
         En su totalidad, los Papeles póstumos del Club Pickwick son una fiesta meridiana de la lectura, cosa que no se podrá decir de sus epopeyas o parábolas posteriores, de cualquier manera estupendas y que siguen leyendose tumultuariamente ahora, como hace siglo y medio. No existe en 1999 un narrador más joven ni más original que el Dickens de 1836.
         Cuenta Carlyle que un archidiácono, deprimido después de administrar los santos óleos a un moribundo, se reconfortó de la siguiente manera: “Bueno: gracias a Dios, el próximo número de Pickwick se publicará dentro de diez días, pase lo que pase”.



sábado, 1 de agosto de 2015

COCTEAU. EL ESPECTÁCULO

EL ESPECTÁCULO COCTEAU

Por José Joaquín Blanco

A Jean Cocteau (1889-1963) se le consideró en vida lo que ahora llamaríamos un escritor light: ligero, frívolo, superficial y charlatán. Es probable que entre sus primeros y más persistentes enemigos se hayan contado André Gide y André Breton.
         Era la época en que Gide buscaba una nueva seriedad para la literatura y se enfadaba por el travestismo, el exceso de duquesas y la dedicatoria al director de Le Figaro de Por el camino de Swann, de Proust. Gide siguió pensando, hasta su muerte, que Cocteau hacía puros números de Music Hall con el arte y la filosofía, meros espectáculos epilépticos y delirantes telones decorativos, agobiados por una egomanía y un narcisismo incontinentes.
         Algo semejante pensaba Breton del Cocteau poeta: el surrealismo puesto en barata, transformado en pintoresquismo y diletantismo. Todos esos ángeles fatales de gimnasio, esos insomnes o sonámbulos, esos delirios de opio y cocaína, esas mescolanzas entre el catolicismo y los burdeles (Jacques Maritain protestó); esas coqueterías de una supuesta (y efectivamente iletrada: bric-à-brac de temas y tonos prestigiosos) metafísica hacia el box, el circo, el cine, el jazz, los oficios religiosos; la vanguardia artística como autopropaganda y sensacionalismo; esas nupcias verbosas entre el vivo y el muerto, el soñador y el soñado, etcétera.
         Pero Cocteau siempre tuvo de su lado a una tropa de grandes apoyadores: Catulle Mendès, Proust, Colette, Satie, Picasso, Chaplin, Stravinsky, Milhaud, Auric, Poulenc, Paul Morand, Radiguet, Cummings, Villaurrutia, Auden, Genet, Truffaut...
         Xavier Villaurrutia leyó un anticipado nocturno propio en Vocabulaire (1922) de Jean Cocteau:
         Por supuesto, te acuestas como un ángel de nieve,
         más pesado que el bronce, más ligero que el corcho,
         sobre el amante cuyo espasmo finalmente te regocija;
         bajo tu fuego helado la carne se hace estatua,
         y a la larga, es preciso que, muerto, me acostumbre
         a recibirte en mi lecho.
[Certes, vous vous couchez comme un ange de neige,/ Plus que le bronze lourd, plus léger que le liège,/ Sur l’amant dont le spasme enfin vous réjouit;/ Sous votre feu glacé le chair se fait statue,/ Mais, à la longue, il faut, mort, que je m’habitue/ A vous recevoir dans mon lit.]
         Y escribió su famoso:
         y mi voz que madura
         y mi voz quemadura
         y mi bosque madura
         y mi voz quema dura,
después de leer juegos de palabras semejantes en Opéra (1927), sin duda el poemario más surrealista de Cocteau, explícitamente dedicado a los laberintos del lenguaje y la conciencia producidos por la “intoxicación” de la droga: “Voit les fenetres sur la mer / Voile et feux naître sur la mer”. Dicen que tembló en México cuando el futuro autor de Nostalgia de la muerte representaba, como actor, Orfeo.
         Cocteau sabía (Le Grand Écart), y por supuesto también Villaurrutia, que semejantes juegos de palabras no provenían de Dadá ni de la cocaína, ni de los fumaderos de opio, sino de la minuciosa, deliberada, artesanía verbal. Víctor Hugo, por ejemplo, villaurrutiaba: “Gall, amant de la reine, alla, tour magnanime / Galament, de l’arène à la Tour Magne, a Nîme”.
         Aunque formó parte de los surrealistas del primer día, suele borrársele, como a Dalí, de ese exclusivista grupo pendenciero. Su libros de poesía armaban escándalo... antes de quedar olvidados. La poesía era cosa seria, aun la escritura automática, y no jugarretas esnobs de exquisitos saltimbanquis.  Mucha popularidad (y finalmene honores: la Academia Francesa, el doctorado honorario de Oxford); poco aprecio en medios letrados.
         Sin embargo, muchos de sus libros siguen republicándose, treinta y cinco años después de su muerte, tanto o más que los de los surrealistas “puros”, seriesotes y ortodoxos. Y ya no se ven tan claras sus diferencias, en ciertos poemas precisos, con respecto a un Breton o a un Éluard: naturalmente se adecuan al mismo racimo imaginativo y lúdico. Parece recobrar su lugar entre los mayores poetas de su generación (Opéra, Plain-Chant). La voz humana es probablemente el monólogo más representado del siglo (1930; lo filmaron Rosselini en 1947, con Anna Magnani, y Jacques Demy, en 1957, como Le Bel Indifferent, con Edith Piaf. Francis Pulenc lo convirtió en ópera en 1959).
         Algo semejante ocurre con sus novelas y sus obras de teatro. Como muchos narradores y sobre todo dramaturgos de su época (Gide, Claudel, Valéry, Giraudoux, Anouihl, Sartre, Camus), tomó mitos clásicos y culteranos —Edipo, Antígona, Orfeo, Ruy Blas, el Rey Arturo, Baco, la Bella y la Bestia— para aplicarlos al mundo moderno, o al menos para verlos desde una supuesta perspectiva contemporánea (lo onírico freudiano, las artes de vanguardia). Cf. Romans, Poésies, Oevures diverses, Ed. B. Benech, La Pochothèque, Le Livre de Poche, París, 1995. (Las obras de Cocteau están dispersas en las editoriales Gallimard, Du Rocher, Grasset, Stock, etcétera; hay múltiples traducciones castellanas, incluso un Teatro completo en Madrid, Aguilar).
         “¡Pero eso no es Orfeo ni Edipo: no hay conocimiento ni mensaje clásicos, sino frases y anécdotas tortuosas y esnobs!”, se clamaba. “¡Puro oportunismo cultural, diletantismo morboso y publicitario!” “¿Tragedia en Cocteau? ¡Pero si Cocteau no sufre! ¡Simplemente se ofrece como espectáculo!”, exclamaba Gide. “¡Qué ángeles ni qué angeles, son puros mayates o chulos de lupanar!”, se escandalizaría el puritano pontífice Breton. Otro surrealista puritano, Paul Éluard, explotó ante La voz humana, el delirante monólogo telefónico de una mujer abandonada: “¡Es obsceno! ¡Basta, basta! ¡Es a Desbordes [un amante de Cocteau] a quien estás telefoneando!”.
         Efectivamente, suenan más a fábulas extravagantes que a metafísica o mitología serias, pero fábulas que siguen gustando, especialmente en sus versiones cinematográficas, y también en libro y en la escena. Proliferan estudios y monografías recientes sobre su obra y su exhibicionista biografía. Sus dibujos “de aficionado” son ya una marca esencial de la cultura francesa de entreguerras.
         El mallarmeano Gide lo había llamado al orden desde un principio. Tenía excesivo talento, le dijo, para demasiadas cosas al mismo tiempo. Pintura, música, poesía, teatro, novelas, ensayos, periodismo y exhibicionismo. Pero era preciso elegir, depurar, profundizar. De otro modo desperdiciaba toda su pólvora en gesticulaciones, golpes teatrales, adaptación precipitada de obras y corrientes artísticas de moda... Cocteau no hizo caso: no eligió, no depuró, no profundizó.
         Quiso serlo todo a la vez, a todo color y a todo volumen. Superficialmente, sobre las aguas (tiene por ahí un poema a nuestro vals “Sobre las olas”), en farsas que aspiraban a ser tragedias, tedéums o epopeyas. ¿Y esa mescolanza oportunista de exquisiteces dispares, esa Belle Époque en contubernio con el surrealismo, esos evangelios con pasos de cancán? ¿Tantos ángeles para una desvelada fiesta de locas? Escandalizaba a muchos lectores y espectadores de su tiempo. (Cf. Mauriac, Claude: Jean Cocteau ou la Vérite du Mesonge, París, Odette Lieutier, 1945; Fraigneu, André: Cocteau par lui-même, París, Seuil, 1963; Brown, Frederick: An impersonation of Angels. A Biography of Jean Cocteau, Nueva York, The Viking Press, 1968; Steegmuller, Francis: Cocteau. A Biography, Boston, Little, Brown & Co., 1970; Crowson, Lydia: The Esthetic of Jean Cocteau, Honover, N. H., The University Press of New England, 1978; Peters, Arthur King: Jean Cocteau and his world, Nueva York, Vendome Press, 1987; Touzot, Jean: Jean Cocteau, La Manufacture, 1989).
“Moneda falsa, tics intelectualoides, esteticismo de boutique, espectacularidad de sexo y droga travestidos en ángeles, aleluyas y misereres”, se decía. Todo ello parece, ahora, perdonable. Produce una obra ciertamente extravagante pero también dotada de brillo, de energía, de imaginación instantánea, de perfiles únicos: juguetes artísticos, si se quiere, pero que siguen jugando a la ruleta (la cual, nos recuerda de paso Cocteau, fue inventada por el supremo filósofo Pascal.)
         Todas estas contradicciones se concentran en su obra maestra: Los muchachos terribles (1929). Esta extraña novela arranca con una excelencia narrativa impresionante, que parece impulsarla a las alturas de Proust, de Gide, de Martin du Gard, de Mauriac: la soledad sentimental en la adolescencia. Los chicos de catorce años en el liceo, antes de descubrir su identidad sexual y de entrever sus destinos y personalidades. Sus pasiones bullentes e inmaduras se manifiestan de un modo arisco, y aun violento: las guerras de bolas de nieve a la salida de la escuela (bolas de nieve que suelen esconder una piedra). Y la apoteosis del valentón del grupo: Dargelos (quien devendrá uno de los ángeles tutelares de la obra de Cocteau: el valentón de barriada como un erótico “ángel de la muerte”).
         Esta historia tan prometedora, sin embargo, pronto se vuelve teatro artificioso: un cuarteto de personajes más simbólicos que reales, en escenarios extravagantes como un gran palacio de millonarios, donde se extravían en una danza de reflejos, a partir de la maldición del incesto, revelada a última hora.
         El lector deja de creer que eso sea una novela hacia la página 70. Aparece un Music Hall de yo y el otro, el cuerpo y el fantasma, el rostro y la máscara, la vida y la muerte, tan inverosímiles como artificiales, entre biombos y traspapeladas cartas en “neumático” dirigidas a uno mismo. El narrador se olvida de la novela y extrae sin continencia todo tipo de conejitos artístico-metafísicos del sombrero. Fracasa la novela, pero triunfa un “espectáculo Cocteau”. En cierto sentido, Cocteau siempre hace Parade, su desfile carnavalesco.
         Acaso más que exigirle géneros, límites, congruencias, profundidad intelectual, pureza artística, haya que aceptar la extravagante obra de este creador multiforme como un “espectáculo Cocteau”. Los poemas siempre de la mano con los dibujos; las novelas con los ballets, los ensayos con la locuacidad de un declamatorio, oportunista, narcisista orador de radio; todo ello, siempre sumergido en su densa atmósfera teatral y cinematográfica.
         Arte impuro, indudablemente; pero cada vez menos. El público parece aceptar el “espectáculo Cocteau”, y pedirle eso siempre: su brillantez, su humor, su colorido, sus grandes recursos operáticos, su metafísica de utilería y salón de belleza. Sus ángeles son menos bíblicos que Top Models, quienes se hacen los interesantes con cierto vestuario mitológico o gangsteril, como para anunciar calzoncillos Calvin Klein. Y algo en el premeditado caos de sus dramas, películas y poemas avizora de los recientes videos de MTV. Caleidoscopios veloces de imágenes, sensaciones e ideas poco rigurosas, pero siempre espectaculares. El espectáculo por el espectáculo mismo. Los videos de Madonna o Michael Jackson como consecuencia lógica de El testamento de Orfeo.
         Sigue en el favor del público, que parece respetarlo más ahora que durante su clamorosa vida. ¿De qué asombrarse?  Acaso algunas veces ocurra que la pureza del arte sea mera invención ulterior de los profesores y los críticos: que en su origen y en su momento muchas obras hayan sido impuras, gesticulatorias, Music Hall, prestidigitación para mantener boquiabierto y babeando al público: acumulación histérica de detalles prestigiosos, frases declamadas, perfiles eróticos, bricolage clásico en cabarets, yates y pistas de patinaje.

         Tal vez el nimbo de pureza y trascendencia sea posterior a la creación de las obras, fruto del tiempo, que algunas llegan a conquistar gracias a la devoción y el respeto de generaciones ulteriores. Un don que el lector o el público les confieren.  Algunas películas (La sangre del poeta, La Bella y la Bestia), poemas, crónicas (Portraits-Souvenir, El libro blanco), relatos, obras de teatro (Orfeo) de Cocteau lo están conquistando. 

lunes, 1 de junio de 2015

BYRON

LAS BANDERAS DE LORD BYRON


Por José Joaquín Blanco

Pocos poetas han sido tan biografiados como lord George Gordon Byron (1788-1824). Que si provenía de una rama aristocrática de asesinos, locos y suicidas, émula de los Borgia o de las tragedias históricas de Shakespeare. Que si su cojera, como gran llaga o lacra en su efigie de dandy, lo impulsó a delirios de superhombre. Que si era más o menos guapo que su igualmente “diabólico” amigo Shelley. Que si cometió incesto con su mediohermana Augusta, en su explosiva rebelión moral contra el puritanismo británico; o si se interesó demasiado en ciertos pastorcillos y pajes griegos (como el Loukas a quien tan dramáticamente abrazó en sus últimos meses). Que si sedujo a más burguesas casadas remilgosas que a campesinas vivarachas. Que si se creyó todo un Napoleón de la poesía y fue leído multitudinariamente como tal.
Que si se erigió en pintoresco liberador de los oprimidos (pudo costear sus aventuras y expediciones gracias al estrambótico valor de cambio de la libra británica, que en países pobres lo convertía automáticamente en el multimillonario que no era en Inglaterra: capaz de pagarse en Grecia e Italia palacios, barcos, carrozas, un zoológico doméstico y contingentes de criados y soldados, cuando en Londres solía endeudarse); y fue a morir “por la libertad” de unos pastores griegos totalmente silvestres, a quienes imaginó teseos, edipos y apolos redivivos, sometidos al imperio turco, a la manera de una inmolación heroica (falleció en Missolonghi a consecuencia del paludismo).
     Que si admiró, por extravagancias de dandy, más la cultura feudal de los sultanes turcos que la monarquía constitucional inglesa. Que si acaudilló a la nueva tribu de los poetas modernos como demonios voluntaristas, agrupados bajo el signo de Caín o de Saturno, deseosos de retar a un Dios absurdo, injusto, ineficiente y... demasiado británico. Que si fundó el delirio romántico del poeta como guía del pueblo o víctima propiciatoria del destino... y luego se burló de él: “Es risible lo que quiso ser romántico”.
Bajo el pretexto de descalificaciones puristas sus detractores suelen esconder una mera condena moral de tías fastidiosas (v. gr. Silvina Ocampo: “Byron no fue un artista: le faltaron los escrúpulos de la meditación, la delicadeza del sentimiento y de la medida... Se advierte frecuentemente el alarde de sus culpas y no el arrepentimiento”; prólogo a Poetas líricos ingleses, Clásicos Jackson, México, 1963). Otros (John Wilson) lo acusan de profesar una concepción demasiado augusta del hombre ideal y una opinión demasiado degradada de los hombres reales.
Los estudios biográficos de Byron no siempre iluminan el misterio esencialmente verbal, métrico, musical, de su poesía –además de dramático o ideológico-, lleno de resonancias italianas y hasta españolas, que logra precozmente un éxito inesperado con la búsqueda de sensaciones e ideales nuevos –empezando por la vida popular española, con batallas y corridas de toros: un Hemingway en verso; así como una visita a los sitios emblemáticos de Grecia- de La peregrinación de Childe Harold (1812-1818); y a lo largo de unos doce años (Byron muere a los treinta y seis) consuma su contradicción y autocrítica en el breve jolgorio de Beppo y en el enorme poema Don Juan, que dejó inconcluso, y que corona su feroz vejamen del amor y del erotismo, que sigue escandalizando (y regocijando) en nuestros días. Pero destacan algunas de las banderas de su mitología, y la desmesura –que ha contagiado a innumerables generaciones de poetas (y desde luego, a no escasos novelistas y compositores de rock)- de obligarse a imitar en su vida sus invenciones y sueños algo heroicos o antiheroicos, incluso megalomaniacos.

EL BAILE DE DISFRACES
Lord Byron compitió siempre con los excesivos personajes de su poesía teatral o novelesca –casi siempre autobiografía magnificada –: aventureros, bandidos, corsarios, condotieros, cosacos, brujos, sardanápalos, prometeos, caínes, enfermos, deformes, libertinos, criminales, locos, arrebatados por pasiones extremas o equívocas- y experimentó en sí mismo sus doctrinas más audaces o delirantes.
 Cocteau decía que Víctor Hugo era un loco que se creía Víctor Hugo; lord Byron no sólo se creyó lord Byron, sino, con cien años de anticipación, también Wystan Hugh Auden: el estilo irónico en ottava rima del Don Juan, lleno de rimas locas, jocundas digresiones (la digresión libérrima es su mejor asunto: “una digresividad deliberada y peripatética”: Northrop Frye) y epigramas satíricos (todavía con ciertos polvos de las pelucas de La Bruyère y La Rochefoucauld), donde se mezclan la burla y la pasión con una elasticidad formal pocas veces conocida en verso regular rimado; los vívidos episodios de acción, las bromas y las ideas entreveradas en una especie de carnaval del escepticismo. Una “sátira épica” o “heroico-cómica”, lo etiqueta Harold Bloom, sin quebrarse mucho la cabeza (La compañía visionaria. Lord Byron-Shelley, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2000). Lope y Quevedo habrían dicho “jocoseria”
Mezcla de Voltaire con el Eclesiastés y del Satiricón con el Apocalipsis. Dante, Ariosto y Milton; Marlowe, Hamlet y el Quijote; La Nueva Eloísa, Cándido y Gulliver. Las mil y una noches y la filosofía de Locke. Los libertinos ilustrados del siglo XVIII y Los tres mosqueteros. Casanova, Gibbon y Robin Hood. Hay pues también un insólito artista de la composición y de la forma, incluso de la métrica, en Byron, aunque se ufanase, muerto de risa, de que “Nadie con su negligencia ha hecho tanto para corromper el lenguaje como yo. Escribí Lara mientras me desvestía después de un baile de disfraces en el año de orgías de 1814...”
     Se dice que el romántico Beethoven se escandalizó ante el clásico Mozart, cuya ironía lo indujo a privilegiar en su mayor ópera a Don Giovanni, un hidalgo abusivo y corruptor que se complacía en el engaño y la vejación de la gente más débil (en edad, género, clase social, dinero, poder, armas, cultura), con los aires musicales más hermosos concebibles, como una especie de broma diabólica. No le perdonaba la extremada belleza del aria con que el pérfido Don Giovanni seduce tan conmovedoramente a la ingenua paisana Zerlina, ni la tan contagiosa y convincente alegría con que él y Leporello celebran sus infamias y bribonerías.
El romanticismo popular era maniqueo y algo mojigato, como ciertas tías, y reivindicaba una inocencia más que puritana contra las elaboradas y cínicas perversiones del Ancien Régime clásico. Así, también constituyó un escándalo que Byron progresara de la primera frescura del spleen y del hartazgo de la vieja sociedad aristocrática momificada y de una nueva, insaciable sed de vitalismo (sobre todo el tercer canto de Childe Harold), hacia la sabiduría sarcástica de Pope, Swift y Voltaire, y ofreciera en su Don Juan una totalizadora burla del mundo, de sí mismo, de las pasiones románticas y hasta de la propia poesía. Escandalizaban sobre todo sus carcajadas impenitentes (aunque en sus Cartas abundan los momentos depresivos donde parece arrepentirse de casi cualquier cosa).
     Algunos críticos, como Chesterton, Maurois y Bloom (“neocalvinismo sentimental”, diagnostica éste con severidad doctoral, recetario en mano), culpan a Calvino de las obsesiones y del drama interior de Byron. Se tomaba el Pecado y el Mal demasiado en serio, como protestante radical. A diferencia de la mayoría de los románticos católicos o relativamente ateos, acostumbrados a tratarlos más a la ligera, para él no sólo existen en carne y hueso el Mal y el Demonio, sino que rigen pavorosamente al mundo: son grandes rebeldes que juegan una partida perdida de antemano.
Se dice que tal pesimismo provenía del calvinismo escocés, que predicaba la predestinación absoluta. El individuo no era muy libre de escoger entre el Bien y el Mal, y sus méritos personales contaban poco: desde antes de pecar, Caín ya estaba marcado con el signo del Mal y de la Caída. Así se consideraba el propio Byron: por un capricho del Creador, quien desde la eternidad había configurado réprobos y salvados, a él le habían correspondido las trágicas banderas criminales, la Enseña de Caín, que agitó con fulgor en su poesía, a diferencia de las salvaciones sentimentales, humanísticas, religiosas o filantrópicas (mediante la metafísica panteísta y neo-neoplatónica; la vuelta a la naturaleza o la transfiguración estética), a la manera de Wordsworth, Shelley y Keats; de Rousseau, Chateaubriand o Lamartine. Byron sabía que el mundo era esencialmente atroz, y la poesía un oficio siempre irónico: en su evangelio romántico abogaba no tan subrepticiamente por el negro humor y el pesimismo clásico de Pope, Swift y Voltaire. 
     Hacia 1812-1824 –años de la explosión byroniana- todavía Dios no estaba muerto. Faltaba casi un siglo para el relámpago de Nietzsche. Se combatía a un Dios y a un demonio en plenos poderes. La poesía debía acoger la trágica repartición del mundo en predestinados al Mal o al Bien, malditos y benditos por descarado favoritismo de la Gracia Divina; y vengarse de tal injusticia exaltando la grandeza, las pasiones, la risa de los primeros. A los malditos por lo menos les correspondían el fulgor y la gloria de los supremos rebeldes.

EL CLUB DE LOS VIRTUOSOS
Escribió Byron a un amigo: “Yo no soy platonista, yo no soy nada: pero prefería cualquier cosa antes que ser miembro de una de las setenta y dos sectas que pelean entre sí por el amor del Señor... En cuanto a nuestra inmortalidad, si hemos de resucitar, ¿por qué morimos? Nuestras osamentas, que según dices tienen que levantarse un día, ¿valen la pena? Yo espero, en todo caso, que si la mía resucita, tendré un par de piernas mejor que estas que me han sido dadas en estos últimos veintidós años, o de otro modo me veré atropellado en la cola que se formará delante del paraíso...”
         Tampoco el mundo había perdido por entonces su seductora realidad, que negarán los simbolistas. Existían con todas sus flores abiertas los parajes exóticos (el imperio turco, América –Byron llamó Bolívar a uno de sus barcos-, Italia, España); los amores, las andanzas y las batallas de un día –o de una hora, o de un instante- que valían por siglos; las emociones fuertes, los pecados o los pensamientos que pondrían a temblar a todos los ángeles del catecismo. Pero había que lanzarse a todo ello con cierta vocación por la melancolía y el desencanto del dandy, quien sabe en el fondo que todos esos delirios son ceniza y humo.
Una rebeldía contra la fatalidad, que en alguna ocasión, hacia el final de Childe Harold (IV, 137), recuerda el “polvo enamorado” de Quevedo:

“Pero he vivido, ¡y no he vivido en vano!
Mi mente puede perder su fuerza; mi sangre, su fuego;
Mi esqueleto puede perecer en el dolor abrumador;
Pero hay algo en mí que desafiará la tortura y el tiempo,
Y que respirará aun cuando yo haya expirado;
Una cosa que no es de la tierra y no se puede comprender,
Como el evocado sonido de una lira muda,
Penetrará en sus débiles espíritus y removerá
En corazones pétreos, el tardío remordimiento del amor.”

         Al genio literario le atañían la exaltación de la vida, de las sensaciones y pasiones, de la aventura y la culpa; de la libertad, el individualismo y la rebeldía; pero también la demolición y el desprestigio sistemáticos de las instituciones, ideas, valores que triunfaban en la sociedad (la religión, la moral, el matrimonio, el club de los virtuosos, las costumbres correctas; la aristocracia, las leyes, los negocios, el dinero; el ejército, el patriotismo, las guerras). En gran medida el Don Juan de Byron es una sátira desaforada del mundo –España, Grecia, Turquía, Rusia, Inglaterra- desde la perspectiva de un jocoso melancólico que disfruta los aspectos chuscos del espectáculo (que no excluyen comilonas caníbales y batallas brutales, ni avatares de travesti y gigoló).
Escribió Byron a un amigo poco antes de morir:
         “¿Crees que deseo la vida? Estoy hastiado de ella y bendeciré el día en que la deje. ¿Por qué la echaría de menos? ¿Qué placer puede proporcionarme?... Pocos hombres han vivido tanto como yo. Yo soy, efectivamente, un viejo. Apenas era todavía un hombre y ya había alcanzado la cumbre de la gloria. El placer lo he conocido en todas las formas en que se puede presentar. He viajado, he satisfecho mi curiosidad, he perdido todas mis ilusiones... Ahora sólo me atenaza la aprensión de dos cosas. Yo me represento muriendo en un lecho de tortura o terminando mis días como Swift, ¡un idiota que hace muecas! ¡Quisiera Dios que ya hubiera llegado el día en que, echándome espada en mano sobre un destacamento turco, encontrara una muerte fulminante y sin dolor!”
         Ningún poeta había alcanzado semejante éxito popular hasta entonces. Byron vendió catorce mil ejemplares de alguno de sus poemas en un solo día. Y tal vez nunca habían atraído a tanta gente los rumores y perfiles de la vida, las costumbres y las locuras de ningún otro. Después de su muerte, sus cartas y escritos inéditos alcanzaron altos precios en las subastas (por morbo de sus costumbres y sus invectivas), a la vez que su esposa y sus amigos trataban de destruir los más comprometedores. Lograron quemar muchos papeles pero Byron había sido profusamente indiscreto. Tennyson protestó: “¿Qué derecho tiene el público de conocer las locuras de Byron? Byron le ha regalado hermosos poemas y con ellos debería conformarse”. No tenía razón. Byron también –y sobre todo- había ofrecido una exaltada mitología del poeta moderno.
         Es difícil concebir un personaje y una obra más británicos que los de Byron, al grado de que su genio verbal resulta prácticamente intraducible –en español, solemos leer meros resúmenes o glosas de la trama de sus poemas novelescos o dramáticos: El corsario, Manfredo (un Fausto alpino que es su propio demonio), Beppo (menage à trois carnavalesco en Venecia), Lara (el secreto de un terrible pecador feudal castellano), Mazeppa (un muchacho polaco arrojado a la muerte, atado a un caballo salvaje, en las estepas), La novia de Abydos (aparente incesto entre mediohermanos turcos)-, en tanto su perfil de aristócrata ferozmente individualista, algo loco o excesivo, se ha confundido muchas veces con una especie de tempestad “democrática”, de la que estuvo siempre muy lejos (odiaba tanto a los tiranos como a la tiranía de la “chusma”, y más aún a la mochería quisquillosa de los democráticos burgueses “filisteos”).
Pero gracias a su mitología, y a lo que restaba de su imaginación y su impulso en las traducciones, dominó la literatura mundial con una fuerza que desagradó profundamente a los letrados ingleses. Hasta Matthew Arnold estornudaba, como sigue estornudando (¡unos kleenex, por favor!) el neoyorkino profesor Bloom.
“Byron y Poe... esas dos supersticiones francesas”, suelen decir los profesores ingleses y yanquis en  las voluminosas tesis que redactan para demostrar todos sus “errores” de dicción y gramática, historia y filosofía; toda su “escritura bárbara”, y desmentir la “sobrevaloración” extranjera, así como los de su discípulo Poe. Sin embargo, Walter Scott, Shelley y Tennyson; Pushkin y Turgueniev; Goethe y Heine se entregaron por completo a la fascinación byroniana.
Byron engendró a Leopardi, a Musset y a Víctor Hugo, como se dice que Poe engendró a Baudelaire. En castellano, leemos a Byron sobre todo en los poemas de Espronceda, pero también de Díaz Mirón, Rubén Darío, Valle Inclán, Barba-Jacob, Neruda y Vallejo, y en cualquier chamaco del siglo XXI que se tome demasiado en serio las banderas proféticas, mesiánicas o mefistofélicas del arte. 
Pensar que la poesía puede realmente ser eso –profecía, redención, sublevación contra Dios o los demonios, una Vida a mayor escala que la vida- implica desde luego una superstición... pero dejar completamente de creer en eso, así sea con un sesgo irónico, como en los mareos digresivos y los epigramas chuscos del Don Juan (ese contradictorio romanticismo pasional con humoradas a lo Pope, a lo Voltaire), significaría abandonar del todo la magia del poema y quedarse con meros juguetes verbales, modelos para armar y crucigramas.
     Ahí reside acaso el enigma fundador de Byron: apostarle a la poesía como algo que quiere ser “otra cosa”, casi sobrehumana, sabiendo muy bien que nunca lo consiguirá. Pero sin esa ilusoria presunción perdería toda su fuerza y su frágil esplendor, su irrenunciable brillo más allá de las palabras:

“Pero habrá poetas todavía, aunque la fama sea humo
Y sus vapores incienso para el pensamiento humano,
Los turbados sentimientos que al principio despertaron
La Canción en el mundo, buscarán lo que sembraron:
Como en las playas las olas se rompen finalmente,
Así, hasta el límite extremo, las pasiones empujaron
A la poesía, que no es sino pasión,
O al menos lo era, antes de convertirse en moda. “