viernes, 1 de febrero de 2019

TAINE

TAINE: EL MILLONARIO Y EL DANDY

Por José Joaquín Blanco

Los barbudos afirman que a la larga todo llega. El chino que sueña con París no tiene sino que sentarse a que, “a la larga”, llegue todo París a desfilar bajo su ventana. (¡Y llega!, aunque sólo se trate de algún Regis Debray con una cámara de video). En cambio, según la misma sesuda filosofía de los barbudos, quien desea impaciente y codiciosamente algo, está garantizándose que jamás lo obtendrá. Hasta aquí los barbudos.
         La historia algunas veces les da la razón. En el siglo XIX muchos jóvenes de escasa o mediana fortuna, los dandies, desearon con impaciencia y codicia el nocturno mundo brillante de la elegancia, la belleza, la riqueza, el despliegue mundano y excéntrico de las artes, la ciudad como una fiesta. No lo obtuvieron sino como mascaradas o espejismos instantáneos, al costo de toda la fortuna familiar (incluso la cárcel por deudas), la salud, el desengaño.
         Hubo en cambio los juiciosos y algo aburridos empresarios, que dedicaron su juventud al dinero, a la Bolsa y las inversiones, a los bonos de ferrocarriles, petróleo o firmas de tocinería y embutidos, y hacia los cincuenta años, sin quebrantos de salud y fortuna, sin desengaños vitales de dandy, regresaron —o ingresaron— a los salones de París con porte y desdén de amos, a recibir todos los dones y homenajes a los que aspiraban los dandies. En un baile “A medianoche, cola; esto se convierte en un mercado; se me ha reconocido, por mis gemelos de los puños, por un extranjero rico; me han cogido del brazo y me han estrechado la mano; me he visto obligado a enviar a paseo a dos personas demasiado encantadoras” (Hippolyte Taine: Notas sobre París. Vida y opiniones de M. Federico Tomás Graindorge..., Tr. Alfredo Opisso, Madrid, Editorial Calpe, 1923.)
         Claro que no es lo mismo Los tres mosqueteros que Veinte años después, y que ciertas musas por las que el dandy adolescente estaba dispuesto a suicidarse o a batirse en duelo eran ya simples “loretas” a tantos francos, y ni un centavo más, por el cuarto de hora, para el rico cincuentón. Pero el Gran Mundo —los salones, los bailes, las recepciones en las embajadas, la ópera, la tropa de la moda, el arte mundano— estaban ahí, brillantísimos, esperándolo.
         Todos los suspiros del dandy ante el sueño imposible se traducen en la crítica burlona del empresario cincuentón, algo misántropo, que se permite hasta escribir —con ayuda de algún casi-dandy o exdandy amanuense (el propio Taine), a tantos francos el cuarto de hora y ni un centavo más, aunque la paga sea póstuma y como herencia— en su vituperio.
         ¿Pero esta vulgaridad, esta salchichonería de “cocottes” en terciopelo, esta esparraguería de fracs alquilados; estas arias, estos valses, estos paisajes japoneses que se pueden comprar por docena en los grandes bulevares, esta jerigonza de comadronas y tenedores de libros que se fingen aforistas, eran todo el sueño del dandy? ¡Qué bobos son los sueños! ¡Qué fáciles de realizar para quien no los desea demasiado, y espera, pues a la larga...!
         Tal es la novelita de Hippolyte Taine (1828-1893), el célebre crítico positivista, en las Notas sobre París (1867), que pretende compilar los desdeñosos comentarios de un tal M. Frédérick-Thomas Graindorge, quien después de graduarse como millonario con negocios de petróleo y tocinería en los Estados Unidos, regresa a aburrirse a las lujosas noches de París. La novela reitera el tema del “menosprecio de corte y alabanza de aldea”, y la fácil reprensión moralista de las “costumbres modernas”, pero sobre todo es la burla —inteligente, rápida, divertida, memorable— del mito parisino como el paraíso “poético” del dandy.  Y muy buena narración, con cocodrilos y todo.
         La burla de las Notas sobre París pega por partida doble. No sólo ridiculiza Taine los sueños de los dandies; también su estilo, pues su millonario escribe mejor de ellos. Una prosa anti-dandy. Los positivistas, de la mano aquí con los realistas, habían depurado el idioma; lo habían cepillado de énfasis y preciosismos románticos; querían escribir como científicos, como hombres de acción, como gente sensata. Con frecuencia se olvida que Baudelaire y Flaubert aprendieron estilo, y lo declararon enfática y reiteradamente, de la nueva manera de escribir de Sainte-Beuve, Renan y Taine.
         Cabría una burla a la tercera potencia en las Notas sobre París de Hippolyte Taine. El práctico hombre del dinero —una exaltación del millonario como héroe novelístico moderno— no sólo consigue naturalmente tanto los millones como el mundo dorado del dandy o del “poeta de la vida”, sino que también, sin esfuerzo, deviene un auténtico dandy y “poeta de la vida” por el simple hecho de no buscarlo. El dandismo también le llega, a la larga. Y lo recibe con desapego y sorna: el dandy perfecto desprecia el dandismo.
         No tiene Graindorge que esforzarse por atisbar, espiar o investigar tantas especies de lujo, exquisitez, extravagancia o belleza; simplemente ahí están, en el aparador, como mercadería, cuando regresa con sus millones. Y sabe que a final de cuentas no son tan caros. En unos cuantos meses, o acaso semanas, domina el catálogo de ese reino, como quien repasa los inventarios mercantiles y bursátiles de las empresas. Tiene menos errores y “pasos falsos” en el Gran Mundo que Musset o Baudelaire.
         A final de cuentas el dandismo no era un enemigo ni una protesta contra el mundo burgués, sino el propio mundo burgués (aristocrático-burgués) codiciosa e impacientemente deseado por un intruso, como también habría de descubrirlo El Gran Gatsby en los años veinte de este siglo. Graindorge sabe que los esplendorosos cuentos de la riqueza siempre han sido ineficientes ensoñaciones de pobretones; él los observa con el lente caricaturesco de Balzac y Daumier.
         Siempre he admirado a los ensayistas y críticos positivistas: Sainte-Beuve, Renan, Taine. Tenían la cabeza en su lugar en una época literaria de puros cerebros llenos de pájaros. Aspiraban a la claridad, a los razonamientos, al conocimiento sólido, a las pruebas documentales, a las ideas duras... y, por desgracia, a las grandes construcciones filosóficas post-hegelianas. Claro que, como les ocurriera a los enciclopedistas, a ratos extremaron sus virtudes y las volvieron defectos. Les pidieron demasiado a la historia, a la geografía, a la arqueología, a la biografía de las obras y personajes que estudiaban. Su demasiada ciencia y su demasiada lógica —su demasiada razón—, indiscutibles en su época, devinieron inevitablemente ciencia superada, lógica corregible, o razón extrapolada tiempo después.
         ¡Pero eso les pasa a todos los ensayistas, a todos los científicos, a todos los filósofos, a todos los que tratan de alcanzar alguna verdad! ¡Las cosas que oímos ahora, en boca de cualquier imbécil, contra Darwin, Freud o Marx, por ejemplo! ¿Para no “pasar de moda” en literatura hay que escribir puros “grafismos”, puras exhalaciones? Trate usted de escuchar a los poetas etéreos hablar de Un lance de dados. Es como para correr al WC, arrancando al paso manteles y cortinas completas: ¡se pueden necesitar!
         Pero, en fin, ya Proust se solazaba en todos los exagerados conocimientos que Sainte-Beuve extraía de la realidad histórica y biográfica para la interpretación de la literatura; otros antipositivistas lucen la nueva arqueología, que deja un poco cojo al en otro tiempo cientifiquísimo Jesucristo de Ernest Renan; y la ciencia moderna, posterior a su muerte, quiebra los esquemas y paradigmas de crítica literaria e historiográfica de Taine. A la larga, pues, todos los conocimientos se cuartean, sobre todo los que se fían a algo tan engañoso como “la verdad científica”. Cada generación de científicos le dice a la anterior: ¡pues fíjate que tu 2 + 2 no suma 4!
         Pero estos ensayistas se dieron el gusto de romper mitos acariciados por los sentimentales y románticos. Sainte-Beuve destrozó, para no ser recompuesto jamás, el ideal “místico” de la obra de arte: está siempre llena de historia y biografía, punto. Ernest Renan, más que cualquier otro autor en veinte siglos, nos volvió para siempre a Jesucristo un ser histórico.
         Hippolyte Taine destruyó las individualidades e inspiraciones inexplicables: las sociedades (“el genio nacional”) —¡hasta supuso que los climas y los paisajes!— van escribiendo colectivamente una literatura que casi por accidente se ve membreteada por firmas personales. A la larga, diría Borges, poco importa quién escribe tal verso. Ortega y Gasset tomó de “el momento” de Taine su teoría de “la circunstancia”. Por culpa de Taine, Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Antonio Castro Leal nos anunciaron que la literatura mexicana se caracterizaba por “un tono crepuscular.
         En las Notas sobre París el millonario desmiente los sueños del dandy, su quimera de un arte mundano; del lujo, la riqueza y los placeres aristócratas o urbanos como si fueran obra de arte. Sí existe ese mundo y es relativamente agradable, para quien puede costeárselo; sólo aparece como sagrado e imbuido de misticismo y enormes metáforas para el intruso que no se lo puede pagar, y lo asume como aventura fatal, casi como martirio. Desde su riqueza y su vetusta misantropía, Graindorge sabe que el dandismo nunca valió la pena sino como espectáculo... cómico.
         Como Sainte-Beuve y Renan, Taine cometió varios pecados mortales. Creer que la crítica literaria —elevada por su escuela a una ciencia, a un ejercicio filosófico, historiográfico y hasta clínico (sus estudios de sicología)— podría incluso superar a las obras mismas. Esto no es necesariamente un error: un ensayo puede ser tan gran literatura como un poema, y de hecho la prosa de esos tres positivistas se cuenta entre lo mejor de la literatura mundial de su tiempo, pero le acarreó la animadversión eterna de los poetas y narradores. (No era para menos: los desacralizó, los derrumbó del parnaso, les rastreó fuentes, les demostró que casi siempre todos decían lo mismo; la originalidad y la sensatez resultaron rarezas; los membretó con datos del atlas y del Registro Civil). Y el rencor del público villamelón que cree que la literatura trata de puros desahogos sentimentales. Se le sigue maldiciendo.
         Pero sobre todo pecó en su fascinación por la obra monumental: sus libros, gruesísimos, y a veces dotados de aparatos filosóficos de erudición y método a la manera de Hegel o Kant, se mantienen por su sólo imponente volumen alejados del lector de intereses comunes. A Sainte-Beuve se le puede visitar en las antologías de sus “retratos literarios”; a Renan en su siempre agradecible Vida de Jesús, en su magnífica autobiografía intelectual Recuerdos de infancia y juventud —hacia 1967 escuché a Juan José Arreola, en su taller de la Casa del Lago, leer en francés algunos párrafos de Renan sobre la Acrópolis, y exclamar, todo teatralizado, como actor de la Comedie Française en pleno furor racineano, que no había mejor prosa francesa que ésa— y en diversas páginas sobre los orígenes del cristianismo (su san Pablo, sobre todo).
         Taine resulta más arisco: cuatro tomos de su polémica Historia de la literatura inglesa, que odian los ingleses; dos de su sistema sicológico De la inteligencia, otros tantos de la Filosofía del arte; varios más sobre la historia de Francia. Desde hace décadas se le lee principalmente por sus ligeros cuadernos de viajes (Italia, Inglaterra), y por esta curiosa novelita burlesca sobre París y los dandies, que se publicó originalmente como viñetas periodísticas en La Vie Parisienne.
         Desde luego, este libro es una flagrante confesión de dandismo. Taine inventa la coartada del millonario que puede rechazar burlescamente ese sueño, para escapar de ese delirio. De la misma manera Flaubert “inventó el realismo” en Madame Bovary para escapar de tentaciones opuestas en las que, en realidad, reincidió ¡demasiadas veces!: los mundos bizarros, extravagantes, lujosos, diabólicos, delirantes de La tentación de San Antonio, San Julián el hospitalario, Salomé y Salambô.
         Hay huellas en las Notas sobre París del dandy, del romántico, del incroyable, que Hippolyte Taine, con muchos esfuerzos, se negó a ser en su encarnizada lucha por convertirse en le Professeur Taine, quien buscó hacer un arte no sólo de la crítica, sino de la lectura. Cambió la manera de leer: solicitó del lector nuevas actitudes, capacidades y destrezas; exigió conocimientos de ciencias y humanidades hasta para leer un breve poema de amor. Estaba en lo justo.

         Su De la Inteligencia, su Historia de la literatura inglesa, sus Orígenes de la nación francesa, su Filosofía del arte hacen aquí travesuras y visajes incriminatorios, que no mellan sus arduas construcciones intelectuales, pero nos merecen algún guiño de simpatía. Sus Notas sobre París algo nos insinúan de la prehistoria —o la “intrahistoria”— del profesor Taine. Lo vemos todavía abrazado en gran lucha con los dragones que combatía.

No hay comentarios: