jueves, 1 de agosto de 2019

LOS VIERNES DEL CHICO


LOS VIERNES DEL CHICO





LA IZQUIERDA EN LA CULTURA

Durante el primero de los tres lustros que Carlos Monsiváis dirigió o “coordinó” el suplemento cultural “La Cultura en México” de Siempre!, de 1972 a 1977 (cuando se funda Unomásuno, y poco antes Proceso), ofreció una publicación exageradamente política y muy poco cultural.

         No dejaban de concurrir, para cubrir las apariencias, algunos poemas, algunos ensayos, algunas traducciones literarias. Pero todos sabíamos, y se evidenciaba, que en esa época la principal función del suplemento era la de propiciar y divulgar el pensamiento político de la izquierda mexicana. Ese suplemento llegó a ser el sitio fundamental de las discusiones y protestas izquierdistas.

         Con absoluta injusticia, algunos enemigos de la izquierda de entonces, encabezados por Octavio Paz, calificaron a ese suplemento de rojo y hasta de “estalinista”. No lo era. Jamás aparecieron en sus páginas opiniones que defendieran el poder soviético, aunque hubo cupo para algunos trotskistas.

         Por lo demás, la izquierda mexicana no se caracterizaba como prosoviética, salvo el Partido Comunista, el cual no formaba parte importante del suplemento (ni de cosa alguna: su secrecía le servía sobre todo para disimular lo minúsculo e insignificante de su presencia). Se trataba de muchas izquierdas nacionalistas, antigubernamentales, estudiantiles, culturales, obreristas, campesinistas, indigenistas y populistas.

         Algunas destacaban. Había quienes revisaban, con frecuencia desde los poco rojos cubículos de El Colegio de México, y desde los algo más encendidos de la UNAM, la trayectoria de la Revolución Mexicana. Fue una obsesión de aquellos años rescribir y reinterpretar la Revolución Mexicana, semejante a la posterior sobre la democracia.

         Otros profesores y escritores, apoyados especialmente en las experiencias de la izquierda italiana y lo que se denominaría “eurocomunismo”, buscaban a toda costa reformar el “socialismo real” y llegar a un “socialismo democrático”.

         Los más se ocupaban de la crítica de la local violencia gubernamental (represiones ordenadas por el poder público; matanzas de campesinos, obreros y estudiantes; desaparecidos políticos) y de la embrollada trama de demagogia, autoritarismo e insensatez de la administración de Luis Echeverría. Luego, del cesarismo petrolero de López Portillo.

         Finalmente, como era natural en un suplemento que había elegido como público privilegiado a los estudiantes universitarios, se discutía mucho las secuelas del movimiento de 1968 y el sindicalismo universitario. De ahí se pasó a la que, en mi opinión, fue la fase política más importante y entusiasta de nuestra publicación: el apoyo al sindicalismo independiente, especialmente al que se congregaba alrededor de Rafael Galván. Raúl Trejo Delarbre destacó en esta tarea. José Woldenberg recuerda esas atmósferas y luchas en sus Memorias de la izquierda.

         Por lo demás, el propio Monsiváis aparecía abiertamente como enemigo del estalinismo, del sovietismo y del despotismo de Fidel Castro. Carlos Pereyra y Rolando Cordera encabezaron a su lado el ala política del suplemento. A partir de la fundación de Proceso y de Unomásuno, que retomaron con mayores alcances esas tareas ideológicas, fue moderándose paulatinamente aquel carácter tan político, y quedó más espacio para la cultura, especialmente para la literatura.



ENTRE LITERATOS TE VEAS

Monsiváis es una persona olvidadiza, o ha tenido la mala suerte de reunir en su torno a mucha gente olvidadiza. Sus recuerdos del suplemento casi nunca coinciden con los de quienes colaboramos con él cinco, diez o quince años. Varios han contradicho públicamente sus afirmaciones. Hay por ahí algún problema de deficiencia o de manipulación de la memoria.

         Yo no estaba interesado ni preparado para participar en esas hazañas políticas, salvo como editor y corrector de galeras, y como lector. No me corresponde hablar de tales aventuras ideológicas. Me preparaba y me interesaba mucho, en cambio, en la literatura, esa trastienda del suplemento que resultaría a final de cuentas bastante afortunada (la mayoría de los escritores que se iniciaron ahí ha producido obra abundante de diversa importancia) y, a la vez, desastrosa: con la única excepción del diplomático de carrera José María Pérez Gay, todos los literatos de “La Cultura en México” terminamos mal esa aventura. Desde el primer año ocurrieron pleitos encendidos entre los literatos, y así se siguió en esa cuesta de abrojos hasta 1987.

         Nunca supe por qué Monsiváis decidió rodearse, en lo político, de autores experimentados, ya profesores universitarios y hasta doctores, de renombre e influencia nacionales, y en cambio convocar para lo literario a puros jóvenes escasamente conocidos o de plano novatos (incluso de 20 ó 21 años, edad a la que yo ingresé buscando... ¡la poesía!)  Lo natural habría sido acudir a escritores famosos de su propia generación, como Zaid, Pacheco, José Agustín.

         Decía que quería “echar a perder suplementos para formar nuevos escritores”; sonaba bonito y se lo creíamos: ahora me suena a un vals. Sospecho que no deseaba rivales, compañeros de su nivel, sino discípulos dóciles. Lo que resultó triste para todos: demasiado inexpertos, los jóvenes o novicios literarios convocados nos lo tomábamos todo muy, pero muy a pecho; nos apasionábamos totalmente; y de tal pasión a las grandes broncas internas hasta por fruslerías no había sino un paso.

         Nos sentíamos a ratos manipulados o engañados y lanzábamos grandes gritos de guerra. Aguilar Mora continúa gritando, iracundo. Renunciábamos y nos apartábamos dos o tres veces por semana, aunque también dos o tres veces por semana retornábamos, tras la flauta de Hamelin de los telefonazos de Monsiváis. A veces hasta nos cantaba al teléfono “Estrellita” para disiparnos el mal humor.

         En cambio el ala política, donde ocurrían discusiones profundas —conoció incluso amenazas de muerte por su condena de la violencia “ultra” o guerrillera—, se mantenía en relativa paz interior. Eran hombres (algo precozmente) maduros. Si Monsiváis reunió jóvenes literatos para ahorrarse las confrontaciones que temía entre autores de su edad, su experiencia y su prestigio, obtuvo el resultado opuesto: pleitos y pleitos. Parecía disfrutarlos.

         Los muchachos también salimos perdiendo: gastamos demasiada pólvora juvenil en los infiernillos de disputas y rencores de pandilla. Ojalá cada quien se hubiera dedicado a avanzar solitariamente en lo propio, y santa paz. Desde mediados de los ochentas he seguido tan apacible ideal, que diría Quevedo:



         Retirado en la paz de estos desiertos,

         con pocos, pero doctos libros juntos,

         vivo en conversación con los difuntos

         y escucho con los ojos a los muertos.

                   Si no siempre entendidos, siempre abiertos,

         o enmiendan, o fecundan mis asuntos;

         y en músicos callados contrapuntos

         al sueño de la vida hablan despiertos...



         Sea como fuere, el ala literaria del suplemento siempre se distinguió, precisamente a causa de su juventud y de sus robustos y novicios egos literarios, por su apasionamiento. Mucho ardor, muchas ilusiones, mucho trabajo (con frecuencia era preciso traducir o escribir docenas de cuartillas del sábado al martes, porque no había llegado a “la redacción” —el propio domicilio de Monsiváis— material suficiente). Y pleitos, pleitos.



EL VERANO DEL 77

En 1977 el equipo literario renunció casi en masa, por razones “políticas”. Estaba por fundarse Nexos (con Enrique Florescano), una revista que ya no pagaría papá Pagés Llergo, como en Siempre!, sino la publicidad que consiguiera, y que en buena medida provendría necesariamente del gobierno y de las universidades. Como cualquier otra publicación. No había entonces muchos otros anunciantes, ni más “puros”.

         Declararon que estábamos conformando “una cultura del poder”, como si la revista Siempre!, de donde proveníamos, no se financiara con pura publicidad oficial. Como si mal que bien, todos los escritores del suplemento no trabajásemos, a falta de otras fuentes de empleo —no éramos juniors ociosos—, en universidades públicas y oficinas de gobierno, o en la entonces abominada Iniciativa Privada; no obtuviéramos chambas, becas o premios con cargo al erario, o al capital privado y hasta —¡horror!— norteamericano; no publicáramos en editoriales y otros medios que también recibían publicidad o contratos oficiales y universitarios. Y en cuanto a la orientación política y cultural de nuestros escritos, opino que aun hoy, bien mirado, seguimos mostrando todos muchas más semejanzas que diferencias. Lo que celebro.

         Por su destacada importancia como escritores, y por el cariño (a ratos erizado, pero constante y profundo —en lo que a mí respecta, perdurable—) que nos había unido, la deserción de Héctor Manjarrez, Jorge Aguilar Mora, David Huerta y Paloma Villegas (y algún otro, como Evodio Escalante) provocó un escándalo cultural y una profunda resquebrajadura interna. Yo me explico esa renuncia simplemente como una más (pero la gota que derramó el vaso) de las constantes explosiones emotivas: causó envidia e irritación la mancuerna, entonces sólida y feliz, de Aguilar Camín con Monsiváis. Esta resplandeciente mancuerna pareció súbitamente marginar y echar sombra sobre el resto del equipo.

         Con un desplante que ahora no puedo interpretar sino como un claro desdén por la literatura, Monsiváis me encargó —¡a mí, el más huraño y antisocial de todos!— que sustituyera a los renunciantes con nuevas tropas de geniales muchachos inéditos. Me quedé mirando al vacío, y casi me imaginé situado en una salida del metro con una pancarta: “Se solicitan colaboradores geniales para el suplemento de Siempre!

         ¿Por qué no llamó a los abundantes autores conocidos de treinta o cuarenta años? Quería puro chamaco. Además, le interesaban los escritos políticos y le fastidiaban los literarios, posición exótica cuando se dirige o coordina un suplemento cultural. ¿Dónde encontrar un equipo casi adolescente de la calidad de quienes renunciaban? Parecía decirme: “Anda, vete a buscar unos cuantos chavitos literatos al mercado. Total, son pura literatura...”

         Hice mi esfuerzo. Contacté, a través de mis profesores de Filosofía y Letras, a algunos estudiantes aplicados. Recurrí al Taller de Poesía Sintética, el Taposín, de Ciencias Políticas, a cuyos veinte o treinta integrantes (especialmente Roberto Diego Ortega) había conocido en la aventura de los libros de papel estraza, cartón y mecate de Ediciones El Mendrugo, de Elena Jordana, que en 1976 vendí con ellos en un puesto del metro Pino Suárez. Recibí muchos poemas, que se publicaron, pero escasos artículos, que Monsiváis invariablemente rechazaba de un vistazo (sin embargo, publiqué algunos, aprovechando sus viajes o distracciones.)

         El suplemento había heredado de su antigua época, con Fernando Benítez —Paz, Fuentes, Cuevas, Rojo, Rulfo, Cardoza, García Terrés, García Ponce, García Cantú, García Riera, Pacheco, Monsiváis, Piazza—, la fama de “mafia” literaria, que también resultaba injusta en nuestro caso: para empezar, los jóvenes o novatos desconocidos no conforman mafias de alcance nacional: carecen de tal poder —si hubo “mafia” en nuestro suplemento, estuvo siempre integrada por una sola persona—; necesitábamos colaboradores y los buscábamos por todas partes todo el tiempo. Nos urgían. Recibíamos puros poemas —poemas, poemas, poemas—, casi ninguna reseña de libros. Por lo demás, tampoco Monsiváis consiguió mayor cosa.

         Cualquier editor de suplementos y revistas culturales conoce esta situación: todo mundo quiere publicar sus “creaciones”, pero no ponerse a escribir decentes reseñas y artículos periodísticos, a cambio de la escasa remuneración que se obtenía, y se sigue obteniendo, en esos medios. Y del ínfimo prestigio o gran desprestigio que se logra con aparecer como “crítico” y no como poeta.

         Todos los jóvenes querían los laureles del éxito poético; casi nadie se apuntaba para la talacha de las traducciones, reseñas, artículos y crónicas de periodismo cultural. ¡Y mucho menos para un escandaloso suplemento izquierdista y dizque enemigo del Establishment cultural y de Octavio Paz!

        

EL REHÉN DE LOS FEDAYINES

Monsiváis me ponía cara de cólico cada lunes que no recibía, envueltas para regalo, las tres o cuatro docenas de geniales articulistas inéditos, descubiertos por medio de una lámpara de Aladino. En los tensísimos meses posteriores a la renuncia de nuestros antiguos compañeros, ocurrieron unas 10 ó 20 de las 50 ó 60 veces que renuncié al suplemento durante los quince años que apareció mi nombre en el “Consejo de Redacción”. El cual fue un absoluto fantasma, un mero membrete hasta los años ochenta, cuando Monsiváis se encontró con la horma de su zapato. (También pasaron, fugaz o simbólicamente, por ese consejo o lista de “celebridades”, Elena Poniatowska, Luis González de Alba y Adolfo Castañón.)

         ¿Para qué formar un Consejo de Redacción directivo —desapareció el puesto de director, que fue reemplazado por el de un mero “coordinador”, rotativo por temporadas— con casi puro joven, desconocido y novato? Todo mundo sabía que el suplemento era coto exclusivo de Monsiváis, por decisión soberana del dueño de la revista.

         “Para trabajar democráticamente”, decía él; sonaba bonito y se lo creíamos. Ahora también me suena a un vals, sobre todo cuando me entero —no acostumbro gastar suela en cocteles, de modo que tardo años en enterarme de los chismes de la Culturiux, que decía José Agustín— de que algunas decisiones que él tomaba e imponía sin consultar ni informar a nadie, nos las achacaba telefónicamente o en los mentideros culturales a “los muchachos”.

         Se proclamaba víctima o preso de una banda de fedayines literarios. Así se evitaba que le reclamaran en alguna cena o en algún coctel esas reseñas “asesinas” que estilábamos, siguiendo su inspiración y hasta sus instrucciones precisas, como la de denunciar “la tala de bosques” que practicaba el gobierno para desperdiciar el papel en los “bodriescos” títulos literarios de la colección Sep-setentas. “¡No puedo hacer nada, son unos energúmenos, unos enloquecidos!” La historia de “Yo no fui, fue Teté”.

         Ciertamente, en mi caso, yo quise escribir algunos vituperios encendidos contra Paz, Fuentes, la generación de la Casa del Lago, etcétera, que sigo reconociendo y he recopilado en mi Crónica literaria (1996). Pero recuerdo que alguien me sugería, estimulaba y festejaba tales desplantes; que los aprobaba y hacía publicar. Algunos artículos anónimos o semi-anónimos (iniciales perdidizas), más incendiarios aun, contra tales o cuales personalidades e instituciones de la cultura, provenían de la pluma suprema, aunque redundaran en el antiprestigio fedayín de “los muchachos”. ¿Quién escribía las andanadas contra Francisco Zendejas y el “lacayuno” Premio Villaurrutia, a partir de que Elena Poniatowska lo rechazó?

         Con los años me he encontrado varios escritores que me reprochan la “intolerancia” de haberles ninguneado sus artículos, de los que nunca me enteré ni por asomo. Pero corría la versión oficial de que los platos rotos se debían exclusivamente al Consejo de Redacción de fedayines, y no a su gentil y bondadoso rehén con título de coordinador.

         Recuerdo también que ciertos articulistas que escribían los elogios interesados, adulones y rutinarios —que ahora se han vuelto epidemia—, sobre escritores importantes de quienes esperaban algún premio, chamba o recomendación, se vieron rechazados por ese supuesto Consejo de Redacción. Bien hecho, aunque el mérito no siempre fuera nuestro.

         Mi memoria me dice: podíamos sugerir (y en general, a partir del tormentoso verano del 77, sólo sugeríamos temas universales y “culturalistas”, para no atizar la hoguera de los pleitos internos), pero todo lo aprobaba o rechazaba una sola persona. Todas las campañas en favor o en contra de autores, instituciones o corrientes tenían un solo origen. Jocundamente cómplices, claro, y por más que discutiéramos horas en las reuniones, en realidad los veintiañeros desconocidos y novatos nos ocupábamos simplemente de la edición y corrección del suplemento, y de escribir nuestros propios artículos, bajo nuestra firma (pocas veces rechazados, porque amenazábamos con guerra, pero más de una vez tasajeados y corregidos por la Mano de Dios, que dijo Maradona.) Sin embargo, efectivamente ocurrieron varios ruidosos rechazos, y más pleitos.

         Escribo esto porque en su despedida formal, solemnota y cursi, en 1987, Monsiváis clamó con toda la boca que la función de “su” suplemento había sido promover y encomiar a muchos autores a quienes, como ellos mismos lo supieron en carne propia, solíamos dar pamba una y otra vez. Alguien ha perdido o manipula la memoria.

         ¿De veras, en serio, la política cultural de ese suplemento no fue abolir el “vergonzante, obsoleto, provinciano” Establishment cultural? ¿No había un pastor evangélico que nos predicaba “la expulsión de los mercaderes” del templo cultural?



LOS CHICOS DEL CHICO

La solución, sin embargo, estaba en casa desde 1975. En diciembre de ese año Luis Miguel Aguilar había entregado unos bellos poemas, que estuve a punto de echar a perder porque venían sin firma, y escuché mal, por teléfono, el nombre del autor. El error se pudo arreglar en galeras, pues ya las corregía el propio Luis Miguel. Pero no nos conocimos sino hasta principios de 1977, cuando se nos encargó de la Revista de la Universidad (editamos sólo 5 ó 6 números, ya que renunciamos patrióticamente cuando la policía invadió CU).

         Luis Miguel conocía una tropa de amigos dispuestos a encargarse de la talacha periodística. Algunos eran tan jóvenes o novatos todavía que no se atrevían a lanzarse de inmediato al artículo largo, de modo que formamos una sección fragmentaria de reseñas, traducciones, aforismos, comentarios: “De cal y de arena”, título que daría nombre a la editorial que fundamos diez años después, en recuerdo de nuestra primera tarea común. Los artículos, y luego los ensayos en forma, no se hicieron esperar muchos meses.

         Eran Rafael Pérez Gay, Sergio González Rodríguez, Delia Juárez, Alberto Román, Antonio Saborit y Luis Franco Ramos. Roberto Diego Ortega y yo nos integramos a su banda. Nos reuníamos los viernes, después de cobrar en Siempre!, en el restorán español El Chico de Avenida Nuevo León, entre Sonora y Álvaro Obregón. Asistían también, con menor frecuencia, Arturo Acuña, Arturo Dávila, Manuel Fernández Perera, Enrique Mercado y Álvaro Ruiz Abreu. A veces nos visitaban Héctor Aguilar Camín y José María Pérez Gay. (Con los años nos mudamos a otros restoranes, como La Bodega, Los Guajolotes, el Hipocampo de la calle Chilpancingo).

         De modo que Monsiváis obtuvo finalmente, envuelto para regalo, como producido por la lámpara de Aladino, su grupo de nuevos literatos jóvenes, algunos absolutamente inéditos. Este grupo se encargaría del trabajo editorial y de la parte literaria, y luego de casi todo el suplemento, durante los últimos diez años de la época monsivaíta.

         Desde que recuerdo, es decir, desde diciembre de 1972, Monsiváis estaba harto de “la monserga” de “La Cultura en México”. Lo cansaba, lo aburría, le causaba problemas gratuitos, lo distraía de sus grandes afanes de gurú de la izquierda y de la contracultura nacionales. Creo que también él renunció (pero no ante Pagés, sino ante nosotros, en pantomima) unas 50 ó 60 veces durante los quince años que quiso coordinarlo o dirigirlo.

         Vi cómo se lo ofrecía, pero por favor, a David Huerta, a Carlos Pereyra, a Héctor Manjarrez, a Jorge Aguilar Mora, a Héctor Aguilar Camín, a Rafael Pérez Gay. “¡Líbrenme de esta monserga, por favor!”  Claro que inmediatamente olvidaba sus renuncias y sus formales nombramientos de sucesor (como si a él, y no al propio Pagés, le tocara decidirlo), para furia de aquellos ingenuos que se los habían creído, y se habían tomado todo el trabajo de diseñar concienzudamente la publicación que cada cual hubiera soñado. Resultado: pleitos y más pleitos.

         Pero ocurrió que la importancia de Siempre! empezó a declinar con la aparición de Proceso y de Unomásuno. Seguía siendo una revista poderosa, claro, pero ya no la más importante y mejor distribuida del país (llegaba a las peluquerías y consultorios dentales de cualquier pueblito), ni una de las dos o tres más influyentes de América Latina. Empezó a saltar por muchas partes la libertad de prensa.

         Antes de 1977, sólo el genio de José Pagés Llergo lograba el milagro de publicar sin problemas las opiniones verdaderamente críticas de periodistas de todo el espectro político, de la extrema derecha a la extrema izquierda. Sólo a él, en Siempre!, por su encanto, talento y habilidad personales, le permitían tal libertad los presidentes de la república. La agresividad política y cultural de nuestro sumplemento fue posible sobre todo porque lo amparaba Pagés.

         La gruesa revista sepia estaba saturada (para empezar, casi toda la segunda mitad) de publicidad gubernamental, generalmente encubierta a modo de artículos “firmados” en encomio de políticos. Pero sus mejores lectores se saltaban todo ese bosque de papel y encontraban comentarios francos y enjundiosos de sus articulistas favoritos: lo mismo Vicente Lombardo Toledano y Rico Galán que Blanco Moheno o Kawage Ramia; pero también lo grandioso, lo políticamente inspirado y bien escrito: José Alvarado, Renato Leduc, Francisco Martínez de la Vega, Alejandro Gómez Arias, Manuel Moreno Sánchez.

         El Excélsior de Julio Scherer ya había intentado, con el resultado de la conocida represión de 1976, una libertad semejante. Ahora aparecían muchas exigencias de periodismo democrático: Proceso, Unomásuno, Vuelta, Nexos. Los habituales escritores políticos de nuestro suplemento encontraron nuevas y mejores tribunas. Se fue abriendo, por flagrante escasez de oferta de escritos políticos, mayor espacio para la literatura en “La Cultura en México”, que el grupo de El Chico se las ingenió para ir aprovechando paso a paso. No desplazamos nada ni a nadie: llenamos vacíos. “¿No ha llegado ningún rollazo ideológico? ¡Pues vamos a dedicarle todo el suplemento a Beckett!”, decía Rafael Pérez Gay.



EL ZAPATO Y LA HORMA

Monsiváis rezongaba, pero no le quedaba mayor remedio que dejar hacer. No tenía ya tiempo ni interés de encabezar el trabajo, pues desde luego formaba parte conspicua de cuanto proyecto político, cultural o periodístico surgiera en el país. Tampoco encontró mejores colaboradores durante toda una década. Tuvo que conformarse, entre pucheritos, con nosotros. Andaba además con sus sesudas ocurrencias de que “la rumba es cultura”, de que los chismes de la farándula constituían una “cultura popular” y de que la misión auténtica de un escritor progresista residía en conseguir una foto de portada con Lucía Méndez en alguna revista de quinceañeras.

         En su opinión, además, ya teníamos un suplemento políticamente devaluado. Por necesidades de la producción editorial, salíamos a puestos de periódicos dos o tres semanas después de los acontecimientos; Unomásuno al otro día, Proceso el domingo siguiente. Y nuestros antiguos lectores políticos preferían ahora estas publicaciones nuevas. A nosotros nos importaba un suplemento donde hacer literatura y periodismo literario, aunque ya no fuese la gran tribuna nacional.

         Monsiváis se limitaba a rumiar chistes, a fingir golpes de estado que no duraban ni dos semanas, a armar berrinches y pataletas por el “excesivo culturalismo” que se iba apoderando de lo que era, precisamente, un suplemento cultural. Nunca se denominó de manera oficial “La Grilla en México”, suplemento político de Siempre!

         Por lo demás, introducía todo el material político que quería y vetaba cualquier expresión contra sus viejos compañeros de mafia, como Jaime García Terrés, “el intocable”. Todos los ataques contaron con su permiso, y sin excepción se le consultaba oportunamente sobre cualquier artículo problemático o conflictivo. No fue por mis pistolas, sino con su autorización explícita, que publiqué aquel fragmento de la novela El vampiro de la Colonia Roma, de Luis Zapata, que dizque les causó úlcera a Arturo Durazo y a José López Portillo; y a Monsiváis un regaño de Pagés. Rezongaba, pero estaba más o menos a gusto de dirigir tan fácilmente un suplemento que otros le dirigían. O subdirigían.

         Y es que se había encontrado con la horma de su zapato. A diferencia de los literatos anteriores, el grupo de El Chico estaba constituido por escritores más amigos entre sí que de Monsiváis. Su capacidad de maniobra quedaba reducida. Y éramos muy borrachos, al menos los viernes. De modo que sus manipulaciones y rumores telefónicos quedaban invariablemente en evidencia durante esas comidas. Nos contábamos todos sus chismes.

         Antes ocurría, por ejemplo, que un día me encontraba yo de mala cara a David Huerta o a Héctor Manjarrez, cuando el anterior nos habíamos despedido con abrazos; o que ellos me saludaban con una sonrisa y se topaban con una mueca distante: resultaba que Monsiváis les había dicho que yo decía de ellos tal o cual tontería; y a mí, que ellos hacían otro tanto conmigo. Tardábamos semanas en deshacer el entuerto de la vieja política monsivaíta del “divide y vencerás”. En El Chico todo se resolvía el mismo viernes, en grupo, en voz alta. Muy pronto Luis Miguel, Rafael y Toño lograron, a grados de excelencia, imitar la voz, los ademanes y el tipo de chismes de Monsiváis. Nos moríamos de risa con tales parodias toda la tarde. Hasta nos aplaudían en las mesas vecinas.

         Los diez años del grupo de El Chico —ahora un bar techno, la Barracuda— formaron una fértil generación de ensayistas y periodistas culturales. Que era precisamente de lo que se trataba. Queríamos algo más, desde luego, y algunos lo han conseguido: la novela, el relato, la poesía. Al menos en el ensayo y la crónica desarrollamos una forma nueva, amena, libre, equidistante del parnaso y de la academia, con ideales de cotidianidad y pasión crítica, que ha sido bienvenida por muchas otras publicaciones.



ATERRIZAJE EN LLAMAS

En 1987 Monsiváis decidió, como era desde luego muy dueño de hacerlo, renunciar en serio ¡por fin! a “La Cultura en México”. Ojalá nos hubiera dicho simplemente: “Ya se acabó el viaje”.

         Un viaje en el que yo participaba ya muy poco: desde 1978 me había cambiado parcialmente, con claridosas muestras de hartazgo, a Unomásuno, Nexos, Punto, La Jornada. Fue en estas publicaciones, no en el suplemento, donde aparecieron mis textos “duros”, como “Ojos que da pánico soñar”, que recopilé en algunos libros: Función de medianoche (1981) y Un chavo bien helado (1990). Desde el verano del 77 le evité a Monsiváis cualquier problema político o de política cultural: mi respuesta a Paz y mis líos con Zaid no aparecieron en “La Cultura en México”: se los entregué al propio Pagés, quien sin mayores estornudos los publicó en su sección de correspondencia. A partir de entonces yo trataba mucho menos a Monsiváis que a los chicos del Chico, a quienes directamente ofrecía mis colaboraciones.

         Pero se tomó el trabajo de escupir a posteriori para arriba, dizque en privado pero por todas partes; murmurar y telefonear, en plena discordia, contra quienes finalmente lo ayudamos muchos años, con invariable lealtad y muy buena gana, a hacer el trabajo que sólo a él le correspondía, por el que se ganaba todo el prestigio (cargando en nuestra cuenta los líos y los platos rotos), y por el que además cobraba. (Sospecho que ha usado a algunos plumíferos testaferros para que, filtrando maledicencia, pergeñen o firmen insultos contra algunos de nosotros, que no encontró cómodo ni “políticamente correcto” identificar con su nombre. Pero me conozco sobradamente ese tono y esa táctica. Así les ha ido a los tales.)

         ¿Mala conciencia? ¿Una manera de hacerse perdonar por su dizque odiado Establishment la “mala fama” del agresivo suplemento, con la disculpa de que, por alguna maldición del Cosmos, anduvo década y media rodeado de puro canalla? ¿De veras él no propició, exigió, manipuló, ese aire combativo, que hasta llegó a parecerle insuficientemente duro? 

         Siempre pudo, sin siquiera tener que explicar nada, prohibir cuanto se le antojara, y expulsar o incorporar a quien quisiera. Le convino mucho trabajar con nosotros y punto. Luego, cuando se retractó tras un esparadrapo de infinidad de sus antiguas prédicas y políticas, trató (para limpiar su neo-vetusta imagen de canónigo cultural) de endosárnoslas todas a “los muchachos”, maldiciéndonos de pasada.

         Todo un lodazal de chismes, injurias y verdades a medias (pero afanosamente retorcidas), filtrados por debajo del agua. Si éramos todo eso que anduvo por ahí escupiendo y filtrando entre canónigos, publicaciones y grupillos, ¿por qué no nos corrió? Tuvo sus quince, sus diez años para hacerlo. Enfrenté meses deprimentes al encontrar como insidioso enemigo gratuito, soterrado, a quien yo había imaginado como un amigo cercano durante tres lustros.

         Entiendo que los escritores, incluso quienes se dedican a pastorear grupos de novatos, cambien de opinión. Exijo que lo manifiesten con sinceridad y valor civil. Me indigna que finjan haber vivido en la luna y descarguen sus propias incomodidades y remordimientos exclusivamente sobre “los muchachos” de entonces.

         Sostengo la teoría de que las cosas son como terminan, y que es mala la aventura que termina mal. No me toca pues la gentileza de ponderar aquí —por lo demás lo hice a su tiempo, en 1981, y reproduje recientemente ese texto en mi Crónica literaria— el fulgor intelectual, la estampida de conocimientos novedosos, la enseñanza de la vocación crítica, la pasmosa variedad de intereses, la alegría de los mejores textos y conversaciones de Carlos Monsiváis. Que lo ponderen quienes hayan gozado con él de mejor suerte. Esta admiración de novatos hacia el Big Brother, sin embargo, explica nuestra larga fidelidad, algo extravagante y hasta gratuita desde una perspectiva ulterior.



FINAL FELIZ

Casi todos los ex chamacos del Chico seguimos siendo muy amigos. La amistad fue nuestro trofeo. Y lo que cada cual escriba gracias al aprendizaje de aquella década. O se niegue concienzudamente a escribir, como el sabio Beto, quien nos salió más borgiano que Borges en aquello de que “leer es más creativo que escribir, más intelectual”. Tiene razón: en la lectura reside el verdadero talento. Era precisamente lo que defendíamos en 1977, con “excesivo culturalismo”, en nuestra sección “De cal y de arena”. Todo ha girado alrededor de ese embrujo: leer.