lunes, 28 de octubre de 2019

EL HOSPITAL DE LA SANGRE


EL HOSPITAL DE LA SANGRE

I
Los temblores de 1985 echaron por tierra uno de los hospitales de beneficencia más antiguos y prestigiosos de la ciudad de México, el Hospital Juárez, cerca de la estación Pino Suárez del Metro, en la calle San Pablo, donde desemboca Izazaga para llegar a La Merced. Se le llamaba popularmente el Hospital de la Sangre.
Dicen que fue el primero donde se urdieron los diabólicos experimentos quirúrgicos del positivismo, que consistían en una especie de transfusión sanguínea. Aunque no se trataba de una técnica del todo reciente -existía en la Europa del siglo XVII, y los incas la practicaban desde mucho antes-, escandalizó a la ciudad de México de la época de Santa Anna.  ¿Cómo era posible extraerle sangre a un cristiano para inyectársela a otro? ¡Eso era casi un coito, o más que un coito! “¡Sangre de Cristo, fortifícame!” ¿No se le estaría transfundiendo al otro también el alma, el demonio, la herencia, la memoria, las virtudes, los pecados y no sé cuántos espíritus? Frankenstein asomaba por el rumbo de San Pablo.
Y sin embargo, la maldita ciencia funcionaba algunas veces (claro: los científicos tramposos ocultaban sus múltiples derrotas -pues se desconocía el concepto de incompatibilidad de tipos sanguíneos, para no hablar de la higiene-, y sólo exhibían sus escasos triunfos): había moribundos decentes que sanaban de repente, milagro de la ciencia positiva, ¡gracias a la sangre que les compraban a los indecentes pelados!, muertos-de-hambre y léperos que desde la madrugada hacían cola para vender su medio litrito a la semana.
¡Semejante comercio del diablo! En lugar de trabajar, los malvivientes iban ahí nomás a vender su sustancia divina, porque la sangre la da sólo Dios: es la vida misma, y de inmediato se iban a gastar esos buenos pesos tan malhabidos en pulque y francachelas.  Ni en tiempos de Huichilobos se había oído de tal chapuceadero de sangre.
Se le llamó Hospital Juárez en 1877, en memoria del codicioso presidente que había hurtado al clero esos terrenos y fincas pertenecientes al Colegio de San Pablo. Claro: antes el arzobispo Lorenzana se los había arrebatado (1788) a los agustinos, quienes le pusieron pleito y parece que los recobraron, al menos en parte. Los agustinos, desde luego, a su vez se los habían birlado (1569-1575) a los franciscanos. Y vaya usted a saber a qué calpulli o cacique aztecas se los habían sustraído los “hermanos seráficos”, al día siguiente de la conquista, con el “paulino” fray Pedro de Gante a la cabeza. Ladrón que roba a ladrón...
Un terreno de lo menos recomendable, como se ve. Aunque el Colegio de San Pablo floreció a lo largo de todo el siglo XVII, y rivalizó con la universidad, con los colegios jesuitas y con los conventos de San Agustín, San Francisco, San Diego y Santo Domingo, como centro de estudios, grillas y disputas teológicas, ya en el XVIII no era sino una inversión inmobiliaria. Amplios terrenos que se rentaban para ferias: la “feria de San Pablo”, y hasta para corridas de toros.
Ahí se construyó en forma, primero en madera y luego en mampostería, una plaza muy concurrida en los últimos tiempos de la colonia: la “plaza de San Pablo”, los “toros de San Pablo”.
Se volvió cuartel en la época de Santa Anna; luego hospital militar y civil, de fama macabra y sangrienta. Entonces el Benemérito se apoderó de todos los terrenos (1860), exclaustró a los escasos agustinos que quedaban en el Colegio de San Pablo y dedicó todo el sitio y sus instalaciones, según opinión de sus detractores, exclusivamente al tráfico de la sangre. El Templo de la Sangre. El Laboratorio del Diablo. El Mercado de la Sangre.
A lo largo del siglo veinte, hasta el mismo día del primer temblor de 1985, seguían yendo ahí a vender su sangre todo tipo de desarrapados. A partir de esos temblores, y como consecuencia de la epidemia del sida, se prohibió la compraventa de sangre.
         En la terrorífica leyenda del Hospital de la Sangre se omite, sin embargo, un dato curioso. Fue también un primer intento mutualista de Seguro Social entre pobres, que se pagaba no con dinero, sino con sangre: un accidentado, un enfermo, una parturienta recibían atención médica a cambio de la sangre que sus familiares o amigos donaran en su nombre: “Vengo a donar mi sangrita por la curación de mi cuñada”...
Banco de Sangre, también: había quien depositaba sus medio litritos por anticipado, en espera de la operación, cuando se los devolverían (espero) con módicos intereses, a tasa fija o variable. Cuestión de mililitros en épocas de baja inflación.
        
II
Pero también se omite un secreto a voces desde el siglo XVI: el nombre, San Pablo, que siempre ha quemado como tizón vivo en la boca de todo cristiano, y especialmente a partir de Lutero, cuando los protestantes se abanderaron con la doctrina y el ejemplo de san Pablo contra la doctrina y el ejemplo de san Pedro.
No fue común dedicarle al apóstol de las epístolas, a esa especie de apóstol-por-correspondencia, muchos templos, conventos ni colegios.
No se podía prescindir de él, porque fundó la teología cristiana y estableció la tremenda revolución de que el cristianismo no fuera exclusiva ni principalmente judío ni para judíos, sino universal y sobre todo para los gentiles o paganos. El apóstol Santiago (llamado “el menor” o “el justo”, hermano de Jesús y primo y tocayo del borroso Santiago “el mayor”, aunque era más joven, dizque apóstol de España) y el apóstol san Juan, lo detestaron y escribieron cartas, sermones y partes del Apocalipsis contra él.
Lo llamaron el “Apóstata” porque renegaba del judaísmo en favor de los paganos, y se lucía más como “ciudadano romano” que como judío.  Porque muy pronto se cambió el nombre judío Saulo por el romano Paulo.
Se proclamaba el “Apóstol de los Incircuncisos”, el “Apóstol del Prepucio” (sic) y dueño de la iglesia de todo el mundo, salvo Jerusalén, “ciudad maldita”, y el ghetto judío de Roma, que casi con lástima cedía a Pedro, Santiago y Juan, simples “apóstoles de la circuncisión”.
Lo llamaron el “Falso Apóstol” –el apóstol número trece; el trece a la mesa de la eucaristía; el treceno de una docena bien contada- porque nunca conoció a Cristo, ni lo escuchó en vida: dizque Jesús se le apareció durante su camino a Damasco, y lo privilegió con una instantánea revelación personal, sin testigos. Muy cómoda, muy teatral, muy aparatosa. Propiedad completamente suya. ¿Quién le iba a negar, corregir o enmendar lo que él decía que sólo él había visto y escuchado?
Lo llamaron el “Precursor del Anticristo”. El “Nuevo Simón Mago”, que era un milagrero de feria. El “Nuevo Balaam”. El “Nicolaíta” (Nicolás: “embaucador del pueblo”), el “Farsante”. El “Propagador de la Fornicación” o la “Gran Prostituta” o “Jezabel” (porque predicaba el matrimonio interracial de cristianos judíos con cristianos paganos). El “Falso Visionario”, el “Falso Milagrero”, el “Impostor”, el “Tragón Impuro” (porque permitía que los cristianos comieran los alimentos prohibidos por la ley judía, los no-kosher).
 Santiago, el “hermano” de Jesús; Juan, su “discípulo amado”, el montón de hermanos y primos y tíos y demás parentela galilea de Jesús dijeron de san Pablo todo tipo de cosas. La familia de Jesús era tremenda. Con decirles que san Judas Tadeo también era hermano de Jesús...

III
No había modo de ocultarlo. Los insultos existen en el Nuevo Testamento, donde también aparecen sus quejas y sus respuestas. En los Hechos de los Apóstoles, en el Apocalipsis, en las Epístolas, incluso en sesgos de los evangelios de Mateo, Lucas y Juan. Y en infinidad de escritos de los primeros tiempos del cristianismo no admitidos en la Biblia cristiana, pero sí en los tomotes de los Padres de la Iglesia. Clemente Romano, el obispo Policrates, san Policarpo, san Irineo, san Ignacio, san Justino, etcétera.
Antes de que se formaran y consolidaran las jerarquías eclesiásticas, los episcopados y el papado, así como el canon del Nuevo Testamento, durante un buen siglo (hasta el 130 d. C., más o menos), las dos corrientes cristianas: los judíos que consideraban a Cristo como una mera reforma dentro del judaísmo, y los paganos helenísticos y romanos que lo adoraban como un nuevo Dios universal, sin razas, debieron coexistir a codazos.
La gente de Pedro contra la gente de Pablo.
Y las rencillas subsistieron en los textos sagrados y en la escritura de todos los teólogos cristianos de los primeros siglos. (Ernest Renan desmenuza el babélico embrollo, lleno de citas textuales y referencias precisas en más de diez idiomas, a lo largo de los siete tomos de su Historia de los orígenes del cristianismo.)
Entonces se inventó volverlos gemelos.  El papa de los judeocristianos y el papa de los pagano-cristianos en una sola entidad bifronte. Al mismo tiempo los evangelios y las epístolas, cada cual en su sitio durante la misa.
Se le inventó en Roma un protobispado-protopapado a san Pedro, y una especie de Embajada-Universal-Extraordinaria-y-Plenipotenciaria-Para-el-Mundo-Pagano a san Pablo. Se les inventó que habían muerto juntos, martirizados por Nerón (año 64), en Roma.
Y a partir de entonces, y hasta Lutero, no se dejaba que san Pablo anduviera solo. Ni un solo paso. Siempre se le amarraba una pata a la pata de san Pedro. La ortodoxia acuñó una sola frase inmutable: “san Pedro y san Pablo” para esposar a quien mejor conoció a Cristo con el que mejor lo alucinó.
En 1572 los jesuitas fundaron en la ciudad de México su colegio perfectamente ortodoxo: “Colegio de San Pedro y San Pablo”.
De san Pablo se dijeron y se siguen diciendo cosas muy extrañas. Se dice que hay un cristianismo de Jesús (o de san Pedro, o de los galileos, o de la familia de Jesús) y otro de san Pablo.
Que Pablo duplicó el cristianismo (o lo multiplicó) al extenderlo indiscriminadamente a todos los gentiles, sin que previamente se convirtieran al judaísmo, como querían los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. Con ello, permitió que se le infiltraran infinidad de filosofías (el gnosticismo), supersticiones y ritos egipcios, sirios, romanos y helénicos. Hasta cosas de Persia y de Babilonia.
Que como nunca conoció a Jesús en carne y hueso, sino como mera visión, Pablo lo volvió dios. Y que incurrió, en consecuencia, en idolatría. Deificó a un hombre, entronizó a un nuevo ídolo. El tremendo Cristo-de-san-Pablo.
Para sus discípulos y parientes verdaderos, históricos, galileos, Cristo era sólo un hijo de Dios (como a final de cuentas todo ser humano), aunque el elegido para una reforma radical: la del Mesías o Cristo, pero nunca un dios humano “igual” a Dios Padre.
Con san Pablo empieza ese lío del monoteísmo politeísta que adora a un solo Dios que son tres sin dejar de ser uno sin dejar de ser tres. Así lo explicaba el Patriarca Pérez frente a la Alameda: “Este era un gato con los pies de trapo y los ojos al revés, ¿quieres que te lo explique otra vez?”
El “apóstata” san Pablo, además, declaró concluida a Ley de Moisés. No había más que “su” Jesús. Nadie tenía por qué practicar “las obras”, los ritos, las creencias, las obligaciones del Antiguo Testamento, sino empezar de nuevo a partir de la aparición de Cristo... ¡al propio san Pablo! La historia universal se reiniciaba a partir del momento en que Cristo se le apersonó a Pablo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”
San Pablo no escuchó el Sermón de la Montaña, sino el Sermón-Confidencial-de-Damasco, personalizado. Para sus seguidores, el cristiano debía creer solamente en el Cristo que había ensoñado san Pablo, muy a su modo y a su gusto.
Dos cristianismos. San Pablo es teólogo, autoritario, moralista; Jesús resulta tolerante, populachero y amigo de malvivientes de buen corazón, como la Magdalena y el “publicano” o cobrador de impuestos.
El fanatismo de la Doctrina frente a las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña. André Gide quería ser un cristiano sin san Pablo.
Los logros de las misiones de san Pablo a lo largo y ancho del Imperio Romano resultaron más exitosos para el cristianismo que una mera reforma dentro de la religión judía, como querían los discípulos “históricos”, los parientes y compadres de Galilea, y san Pedro. No se podía prescindir de él. Todo lo más: amarrarlo al pie de San Pedro y que jamás anduviera solo. 
Porque de que san Pablo agarraba el paso por su cuenta nadie sabía adónde iba a parar. Solo, ni un solo paso.

IV
Durante la Edad Media el papado encumbró a san Pedro, y san Pablo quedó como una adherencia doctrinal universalista, especializada. Casi un simple nombre el calce de las epístolas. Uno tenía las llaves del cielo, y el otro había abierto (siglos y siglos atrás) las puertas del cristianismo a los gentiles.
No se permitía el culto individual a san Pablo. Olía a revelaciones personales muy extravagantes; a un cristianismo sin iglesia ni obispos; a un trato directo de cada persona con Jesús, y a una ruptura total con el judaísmo. A cualquier parroquiano se le podía ocurrir que Jesús se le había aparecido de repente en el camino a su pueblo, o de regreso del mercado, y que le había dicho esto y lo otro.
Quizás fray Pedro de Gante (o fray Pedro de Moere, o Muer, o Mura) quebrantó la regla de jamás tratar a san Pablo a solas, sin san Pedro, en homenaje a su emblema misionero, cuando le dedicó un templo en el solar que ocuparía el Hospital de la Sangre.
A final de cuentas, los franciscanos desembarcaron en México como san Pablo en tierras de paganos o gentiles. Pablo era El Misionero por antonomasia. Sin duda alguna, fray Pedro de Gante sabía ya para entonces de la rebelión de Martín  Lutero (31 de octubre de 1517). Creía que Lutero era un vulgar rebelde contra el papa, acaso un endemoniado más, hacia 1523.
De haber conocido las críticas luteranas a la corrupción católica, las habría sin duda compartido, como el resto de los franciscanos que desembarcaron en México. Todos echaban pestes de la iglesia corrupta.
Acaso fray Pedro de Gante no supo entonces que en Lutero renacía san Pablo y su teoría de que la fe obraba sola, sin iglesia; que el creyente se comunicaba directamente con Dios, sin intermediarios.  Y estableció el extraño caso de fundar en México una iglesia de san Pablo sin san Pedro, la cual se convertiría sucesivamente en el colegio agustino de San Pablo, la feria de San Pablo, los toros de San Pablo, el cuartel de San Pablo, el barrio de San Pablo, el hospital de San Pablo y el Hospital Juárez u Hospital de la Sangre. Quedan el nombre de la calle y una ruinosa iglesia del siglo XVIII.
No hubo otros homenajes célebres a san Pablo sin san Pedro durante el período colonial (salvo unos cuantos pueblos sin mayor importancia, y que debieron su nombre al azar, pues al fin y al cabo sobrevivía en el calendario) porque corrió la voz de que un san Pablo solo equivalía a un Lutero.
Y san Pablo se convirtió en el mayor o único santo de los protestantes. Desde entonces, los católicos mexicanos sólo trataron con un san Pablo chaperoneado por san Pedro, indefectiblemente.
Lo que sí conocía fray Pedro de Gante era que el buen Saulo de Tarso, judío fanático, el más fariseo de los fariseos, el más zelote de los zelotes, era un asesino. Encabezó el linchamiento de los primeros cristianos que mataron a pedradas a san Esteban. Nada menos. Incluso se quedó, como trofeo, con las ropas ensangrentadas del muerto. Toda su vida confesó llevar en el alma la sangre indeleble del diácono san Esteban. Las vidas de santos siempre son vidas edificantes o ejemplares. Con la “leyenda dorada” de su santoral, no sé cómo se atreven los obispos a criticar a la prensa amarillista.
Esta truculenta conversión del más sangriento de los perseguidores del cristianismo originario en su mayor misionero, gracias a una visión personal de Cristo en el camino de Damasco, heredó al cristianismo el endiablado acertijo de la “Teoría de la Gracia”.
En la religión judía todo era claro: un Dios racial había hecho un pacto con su raza favorita. En una religión no-racial, como el cristianismo, ¿quiénes serían los favoritos del Señor? ¡Misterio!
Cristo tiene un Libro cerrado con Siete Sellos donde están escritos desde el principio de los tiempos los nombres de los elegidos, y que no se conocerá sino hasta el final de los tiempos.
Quien quiera salvarse mediante la buena conducta, las prácticas religiosas, las penitencias y las buenas obras, se equivoca. A lo mejor su nombre no aparece en el Libro de los Siete Sellos del Apocalipsis. Quien se proponga condenarse persiguiendo y asesinado cristianos a diestra y siniestra, y matando a pedradas al pobre de san Esteban, ¡de pronto se salva, gratuitamente!, pues por eso tal teoría se llama de la Gracia. Un “acto gratuito”: su nombre sí está en el Libro de los Siete Sellos.

V
“¡La religión de lo arbitrario!”, clamaba Michelet, cuando pretendía que la Revolución Francesa había liberado a los oprimidos de la tierra de la Religión-de-lo-Arbitrario, del Club o la Mafia de los Misteriosamente-Elegidos. “Ahora sí todos iguales, y cada cual arquitecto de su propia conducta y su propio destino... Le Peuple!
Me cuentan que todo esto predicaba en la ciudad de México, durante los buenos años del callismo, el cismático Patriarca Pérez (quien además se llamaba Joaquín y estudió en Tulancingo), auxiliado por el no menos abominable heresiarca Manuel Monje, en su nueva “Iglesia Mexicana” de Corpus Christi, frente a la Alameda.
Dicen que san Pablo sin san Pedro se le aparecía en sueños y lo usaba de intermediario para comunicarse con el presidente Plutarco Elías Calles. Nada se sabe de cierto, salvo que a los cuatro años de ser ungido obispo mediante un rito protestante en Chicago, murió en la Cruz Roja de la ciudad de México (1931).
-¿Cómo es posible que haya existido una iglesia de san Pablo sin san Pedro durante la Colonia? –preguntaba nuestro nativo heresiarca Manuel Monje.
-Así la Reforma se iba abriendo camino en México desde los principios mismos de la evangelización –respondía el Patriarca Pérez.
-¿Fray Pedro de Gante habrá sido un enviado de Lutero?
-O del propio san Pablo...
-Lo que no entiendo es por qué, cuando fray Pedro de Gante predicaba el pensamiento de san Pablo entre los indios, decía, enseñándoles un dibujote tosco: “Santo que tiene, santo que tiene espada en la mano, ¿qué santo será?”. Yo habría respondido de inmediato: “San Pedro”, por la oreja que Simón Pedro le cortó al soldado romano durante la aprehensión de Jesús. San Pedro El Mochaorejas. ¡Pero no! Fray Pedro de Gante quería que le respondieran precisamente: “San Pablo”.
-Bueno, el emblema de san Pedro debían ser Las Llaves.
-¿Pero por qué La Espada para san Pablo? Cuando asesinó, no fue con la espada, sino a pedradas. ¡Pobre san Esteban!
-Se vería muy feo un santo apedreador. Definitivamente muy vulgar. No es emblemático.
-O Una Pluma...
-Los evangelistas llevarían preferencia:  san Marcos, por ejemplo. Porque ya sabemos que ni san Mateo escribió El evangelio según san Mateo, ni el erudito, helenístico y gnóstico Evangelio según san Juan fue escrito por el ignorantón y provinciano “discípulo amado”... Emblema de la Gracia: los misterios del Señor son inescrutables y el Enemigo-con-Espada se convirtió en el Propagador-de-la-Palabra...  Los últimos serán los primeros; los asesinos se erigirán en santos, y el mayor enemigo de Dios es su mayor amigo; este era un gato con los pies de trapo y los ojos al revés, ¿quieres que te lo cuente otra vez? –interpretó el Patriarca Pérez.
-Así sea y amén –añadió, adulador, su compinche el presbítero heresiarca Manuel Monje.
Desde las ventanas de su cismática iglesia de Corpus Christi admiraban el Hemiciclo a Juárez, en la Alameda. Eran los buenos años del general Calles, y el monumento de Juárez tenía a sus pies unos leones poderosos, de mármol, como todo un Nerón.