sábado, 1 de febrero de 2020

PRIMEROS PASOS POR JESÚS MARÍA


PRIMEROS PASOS POR JESÚS MARÍA





—¡No me tulanchinguen, compadres! —gritó Borola Tacuche.

         El Estado de Hidalgo es incomprensible. Náhoas, otomíes, totonacas, mestizos; y buena importación española y libanesa atraída por la antigua industria textil y los grandes ranchos de buen ganado. Todo bien revueltito.

         Bosques suizos (El Chico) y desiertos como El Mezquital; ciudades fabriles y aldeas donde ya ni siquiera crecen quelites. El Río Tula estanca la mierda que le arroja el Distrito Federal, y con eso se riegan toneladas de verduras amibiáceas que consume —con su pan se lo coma— el propio Distrito Federal. Hay un pueblo cementero, Vito, donde literalmente se respira más cemento que aire: parece nevar a todas horas.

         Pocos hidalguenses con certificado de primaria siguen tomando pulque, como no sea el elaborado en el propio rancho para ocasiones especiales, como bodas: todos, sin excepción, continúan viciosos de la barbacoa y los mixiotes de borrego. Aunque Hidalgo posee “su” Huasteca, con sus hermosos sones, nadie les hace caso: es coto exclusivo de la música grupera, de Caballo Dorado, Grupo Límite, Los Temerarios y Los Tigres del Norte.

         Debe su existencia a una arbitraria maniobra política (en este caso, de Juárez), como Colima y Aguascalientes. Tanto conservadores como liberales urdieron cualquier tipo de tontería para destruir a los estados fuertes del centro de la República: Veracruz y el Estado de México. Arrancaron partes de estos estados, añadieron unos desiertos, y tenemos toda la geografía provinciana, hidalguense, de La Familia Burrón, concebida por el Único Tulancinguense Ilustre: Gabriel Vargas, de quien se dice que vivió cerca de la horrible Iglesia de Los Ángeles; es decir, de plano en El Cerro del Tepetate (se consigna, pomposamente, como Cerro del Tezontle, pero los tulancinguenses, autocríticos, le dicen Tepetate, que es lo único que le queda).

         Por ahí mismo, en las alturas de la calle Venustiano Carranza, puse una casita de fin de semana durante algunos años, para escribir libros como El Castigador: me la asaltaron, pero arrasando con todo, tres veces, como si toda la provincia fuera la capitalina Colonia Doctores. Lo es.

         Aunque algunos “críticos” (y el mordaz Héctor Manjarrez, y los cábulas compadres de Nexos) me sacan a relucir, para fastidiar, “mi oriundez hidalguense” de vez en cuando, la verdad está en los documentos. Y mi acta de nacimiento estipula que nací en la Calle de Chiapas 154, Colonia Roma, Distrito Federal.

         Se trataba de un sanatorio modesto. Mucha gente de los años cincuenta nació en las clínicas pequeñas de la Colonia Roma, algunas de cuyas calles han conservado su tradición médica de entonces: proliferan los consultorios, las clínicas y los hospitales ahora de segunda. O de cuarta.

         En los años cuarenta se nacía en el centro, y principalmente en las propias casas. En los cincuentas, en algunas pequeñas clínicas particulares de la Colonia Roma. En los sesentas vinieron los grandes parideros al mayoreo del IMSS, en la Colonia del Valle.

         El acta de nacimiento asienta que el domicilio de mis padres y abuelos fue Jesús María 128, cerca de Mesones. Fui el segundo hijo de un matrimonio muy latoso (ella, Trinidad, mestiza, michoacana-poblana-hidalguense; él, Raúl, gallego cubano), pero se cuenta que yo —el segundo de tres hijos— viene al mundo en cierta etapa de estabilidad. Acaso fui hogareñamente concebido en esa fea casona de departamentos con dos accesorias, improvisada en los años veinte o treinta. Un edificio de departamentos que parece una vecindad amontonada.

         Mi abuelo tenía una abarrotería en la planta baja, y un departamento interior en el edificio. Esos finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta se parecen a los tiempos actuales en la carestía de la vivienda: demasiado jóvenes, mis padres se casaron (pues ya venía en camino mi hermano mayor) y se quedaron a vivir en la recámara de mamá de la casa del abuelo.

         Viví tres años en Mesones y Jesús María, hasta 1954, pero nunca he podido recordar ni sentir familiaridad con sus casonas y tiendas, bastante deterioradas, si bien todavía muestran ruinas de su fisonomía de aquel medio siglo.

         Mi familia adoraba esa zona: era útil, buena para el comercio, para la tienda de abarrotes de mi abuelo; pero a la vez segura y decente. Eso dicen mis parientes. Pero uno debe recordar que ya está cerca de La Merced, y con La Merced siempre hemos tenido el mismo cuento de menesterosa población flotante, mendicidad y delincuencia callejeras; y abundantes casas, vecindades y edificios de departamentos habilitados como zahurdas por los bodegoneros del mercado. Sus calles, atiborradas de camiones de carga.

         El éxodo de la clase media del centro hacia el sur, especialmente hacia las colonias Roma y del Valle, empezó en los cuarentas. Hubo dos razones: la primera, la expulsión de la universidad hasta el remoto Pedregal. De repente el centro se quedaba sin su mejor atractivo: su juventud. Se volvió zona de burocracia y de puros clientes y bodegoneros, comercio raro (tienditas especializadas en cierto tipo de hebillas o botones) o ambulante. Los vecinos sentían vivir dentro de un mercado, y ya no en un barrio universitario, ni en una zona muy metropolitana y diferenciada.

         El golpe de muerte fue las “rentas congeladas”, que como suelen culminar las ocurrencias del PRI, no sirvieron principalmente para ayudar a sus verdaderos inquilinos de clase media (arruinando de paso a los caseros no tan ricos que malvivían de rentar legalmente vejestorios), sino para que los bodegoneros agremiados en alguna asociación priísta y otros pillos medianos conectados al partido oficial, se fueran apropiando (mediante compras o transas) de esos edificios “congelados”, para habilitarlos como bodegas o lumpendormitorios multitudinarios, que inmediatamente empezaron a decaer incluso en sus fachadas. Hedían. Cuando caminé mucho por el centro, en mi época de preparatoriano de San Ildefonso, sólo veía escombros, basura y comercio a granel en plena calle.

         Si el éxodo de los habitantes “decentes” del centro estalló en los cuarentas, en la siguiente década se trataba ya de una estampida desesperada. Nuestra familia se separó: algunos se fueron a Lindavista, otros a Tulancingo (la céntrica calle Hidalgo Poniente: una casa divida en dos, a lo largo; de un lado las habitaciones; del otro, la “Imprenta Modelo”, de mi tío el profesor Aurelio Jiménez, donde se publicaba, con tipografía manual de plomo, Claridad. El periódico de los trabajadores; algunos carteles de toros, facturas, recibos, esquelas e invitaciones a bodas y quince años); otros, encabezados por mi tía-mamá Conchita (hermana mayor de mi madre y la matriarca de la familia) a la Colonia Roma.

         Algunos, como mi madre biológica, vuelta a casar y ya con demasiados hijos (tuvo diez en total), permanecieron dogmáticamente fieles a la Calle de Regina. Los tres hijos mayores, fruto de su primer matrimonio, quedamos por temporadas a cargo de abuelos y tíos, especialmente de la matriarca Conchita, a quien le disgustaba que le dijéramos tía, porque le sonaba a solterona y ella se había casado por todas las leyes, aunque luego divorciado por la civil, pues “todos los maridos resultan unos cabrones”. Al principio le decíamos Mamá Conchita, para diferenciarla de Mamá Trinita; luego ya fue la única “mamá”, la supermamá, y tratábamos a Trini más bien como una divertida y cómplice hermana mayor, guapa, guasona y multípara.

         En cierto modo, incluso Mamá Trini fue también un poco hija de su hermana mayor, Mamá Conchita, invariablemente lista y mandona, desde su primera comunión conjunta hacia 1930 hasta la muerte de Trinidad en 1977. Mamá Conchita (poblanaza) me quería médico, abogado o de perdida cura, pero me permitió hacerme escritor, lo que bien mirado es otra forma de ser cura, clerc; a ella le dediqué lo único que probablemente le gustó de mi “obra”: La literatura en la Nueva España, porque era muy nacionalista y veneraba los buenos tiempos coloniales en que se inventó el mole poblano.

         Concepción murió en 1991, un año después de leer (¿hojear?) mi libro. No le inquietó mi actitud jacobina, ni le interesaba discutir mis ideas sobre la religión. Ni mis ideas sobre nada. Las letras eran humo, y la conducta tierra sólida: le bastaba con que yo llevara una vida honrada, comiera de todo sin dejar restos en el plato y la acompañara a misa tres o cuatro veces al año. No confiaba mucho en los curas, pero sí en la Virgen (era poco guadalupana: prefería a la María de su nombre, la azul e inmaculada Concepción, o a la regia y maternal María Auxiliadora) y en san Cayetano. Y había heredado de mi abuelo cierta devoción por sor Juana y por mi tocayo Lizardi.

         A pesar de la fuga a otras colonias o estados, prevalecía el culto al Centro de la Ciudad de México. Antes de sucumbir ante los ofertones de “fin de temporada” de El Puerto de Liverpool y El Palacio de Hierro, mi familia iba a comprarlo todo, tiendita por tiendita, al centro. Nos vestíamos como de fiesta para ir al centro, donde se concentraban los restoranes, los teatros y los cines.

         Visitábamos a muchos conocidos y compadres sobrevivientes. Íbamos a rezar un poco a la patibularia iglesia de San Pablo. De ésa sí me acuerdo. Parecía (y apestaba como) un templo de mendigos. Ahí me bautizaron (la matriarca fue mi madrina de todo: bautizo, confirmación, primera comunión, graduación de primaria; mi primera cerveza, mi primer tequila, mi primera cuba libre...) en honor del santo del día, San José; y del nombre de pila de mi abuelo materno, como correspondía al hijo segundo.

         El abuelo Joaquín Alfaro había trabajado durante décadas como tenedor de libros en Hacienda; cuando llegó a la vejez le hicieron la vida de cuadritos en la oficina; se largó silenciosamente y puso una tiendita, con la que mantuvo a toda la familia (papá incluido, pues como extranjero encontraba dificultad para conseguir trabajo estable; y como universitario rico venido a menos, se molestaba de la insignificancia de las pequeñas empresas donde lo contrataron como contador o gerente, como en Pinedo Deportes) hasta su muerte.

         De ahí la fobia familiar a la burocracia. Tanto Mamá Trini como Mamá Conchita trabajaron en puras oficinas privadas, y opinaban que los judíos de las fábricas textiles y los gringos de las compañías constructoras eran mejores patrones que los compatriotas.

         Nunca ha existido un centro hermoso. Las vecindades, bodegas, pulquerías y recauderías de toda laya siempre convivieron con los conventos, templos y palacios que, de hecho, sólo en los tiempos borbónicos, gracias a las ganancias en las minas y el pulque, exageraron la nota aristocrática de tezontle y cantera, blasones y patios de grandes columnas, hasta fuentes. Siempre hubo vecindades paupérrimas y cantinas de mala muerte detrás de Catedral y al lado –incluso dentro- de Palacio Nacional. Pero durante dos periodos se trató de limpiar y engalanar sistemáticamente el centro, como zona de “gente decente”: la segunda mitad del siglo XVIII y el Porfiriato.

         Eso es lo que vemos. De vez en cuando se recupera aquel sueño demente, pretencioso, de un centro como “tacita de plata”, aislado pero en el mero corazón de la miseria; y se restauran tales o cuales casonas dieciochescas o porfirianas. Sin embargo, ninguna bonanaza económica ha durado lo suficiente. Pronto casi todos esos edificios restaurados se desrestauran, y regresan a su destino de restoranes populares, que decaen inmediatamente en cantinas de pánico; en bodegas y tiendas al mayoreo.

         Se me hace raro haber sido concebido, y haber aprendido a caminar en Jesús María, cerca de Mesones. Y evito esas calles. Supongo que me enseñaron a caminar los abuelos, pues mis dos mamás trabajaban todo el día, y mi bohemio padre (taurófilo, cabaretero, poeta, locutor de radio y periodista revolucionario en sus momentos de suerte) vivía más tiempo en el café Tupinamba que en el departamento del abuelo.

         Hay otra tienda ahora en el local donde alguna vez prosperó don Joaquín Alfaro, pero ya no es una apacible abarrotería de barrio, sino una populosa tlapalería. Me imagino la del abuelo como las tienditas de película de Joaquín Pardavé o Carlos Orellana, con estanterías y mostrador de madera, y un gran Santo Niño de Atocha permanentemente honrado con flores y veladoras.

         Los sueños traviesos me traen como imagen de mi abuelo al mismísimo Pardavé, otro Joaquín, aunque parece que fue más bien adusto y socarrón, de pocas palabras, y que usaba boina y fumaba puros, a la manera de Ángel Garasa.

         Prefiero recordar las descripciones hermoseadas de mis abuelos y mi madre: hablaban del Centro como de un pueblito respetable donde todos los vecinos se conocían e intercambiaban pequeños servicios. Decían que en los años cuarenta se veía mal andar sin medias o en fachas por esos rumbos, a pesar de que ya estaban desbordados por todo tipo de comercio: ambulante y sobre ruedas.

         Muchos camiones nomás bajaban sus redilas, interrumpiendo el tránsito durante horas, y ahí mismo despachaban ropa corriente, fruta, legumbres, cubetas, mecates, gruesos cilindros de todo tipo de “género”, como llamaban a ciertas telas; máquinas de coser y otros novedosos aparatos de contrabando.

         Sé que antes de ingresar en Hacienda y de instalarse en Jesús María, mi abuelo Joaquín fue administrador de un hotel en Uruapan y de unos ranchos en Puebla y Tulancingo. De mis abuelos paternos sólo conservo fotos y alguna solidaria carta a mi madre (tampoco ellos soportaban al pretencioso aventurero Raúl), anteriores a la Revolución Cubana. A mediados de los años sesenta el correo nos empezó a devolver las tarjetas de navidad que les enviábamos a una calle sin nombre, con número: número tal de la calle número tal, entre la número tal y la número tal, de El Vedado. Por esa época también dejaron de llegar saludos de tíos y primos, seguramente ya muy ancianos, de La Coruña.

         La última carta que recibí de mi padre (quien regresó a Cuba para sumarse a la revolución), de 1966, fue voluminosa. Llegó toscamente abierta y luego resanada con cinta adhesiva por la censura postal castrista. Eran los poemas manuscritos del ahora economista  Raúl Blanco García, quien se ufanaba de que yo quisiera escribir versos porque me venían de “su” sangre; me exigía proponerme escribir como José Martí:



         Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.

         ¿O son una las dos? No bien retira

         Su majestad el Sol, con largos velos

         Y un clavel en la mano, silenciosa

         Cuba cual viuda triste me aparece...



         Esa carta llegó a la calle Mérida, esquina con Colima, en la colonia Roma. Las dos mamás se indignaron, y la matriarca sobornó al portero y a la sirvienta para que interceptaran mi correspondencia con Cuba. “No te educamos tan bien para que ahora Raúl venga a descomponerte con sus cartitas [algo comunistas y dandys, desde luego]... Tu padre era un catrín huevón y dilapidador, bueno para nada -pontificó la matriarca-. Que lo padezcan los cubanos: nosotras ya pasamos por ese purgatorio. Y además las letras no te vienen de él, sino de mi papaíto, que se sabía de memoria muchas páginas de sor Juana y de Lizardi”. Mi tocayo Lizardi. Tal vez algunas cartas posteriores se extraviaron en el correo: tanto él como nosotros cambiamos de domicilio. Y a la larga el familiarismo epistolar termina aburriendo un poco.

         Por entonces, en tercero de secundaria (oficial: la 3, “Niños Héroes”, en Avenida Chapultepec), yo estaba lleno de poesía... de la poesía de Amado Nervo y de Rubén Darío. Decidí ser escritor en los tiempos dorados en que desconocía nombres como Baudelaire, Rimbaud, Gide, Proust, Joyce, Faulkner. Yo codiciaba un arte que sonara a:



         Señor, deja que diga la gloria de tu raza,

         la gloria de los hombres de bronce cuya maza

         melló de tantos yelmos y escudos la osadía.

         ¡Oh, caballeros tigres! ¡Oh, caballeros leones!

         ¡Oh, caballeros águilas, os traigo mis canciones!

         ¡Oh enorme patria muerta, te traigo mi alegría!



         O bien:



         El varón que tiene corazón de lis,

         alma de querube, lengua celestial,

         el mínimo y dulce Francisco de Asís,

         está con un rudo y torvo animal,

         bestia temerosa de sangre y de robo,

         las fauces de furia, los ojos de mal:

         el lobo de Gubia, el terrible lobo...