jueves, 1 de octubre de 2020

EL ESTANQUILLO


EL ESTANQUILLO



Le decían don Arturo incluso los clientes más viejos que él, que eran la mayoría, pues no resultaba nada atractivo para los jóvenes ese estanquillo destartalado y casi vacío, con su estantería apolillada y mugrienta, apenas utilizada por aquí y por allá con unas cuantas mercancías baratas que nadie sabía desde cuándo se empolvaban.

     El estanquillo era un homenaje orgulloso a la desolación, una especie de nirvana doméstico que sobrevivía a las vueltas del tiempo: había durado décadas en esa calle céntrica, en los bajos de un hotelucho abandonado y en litigio, con sus vidrieras imperturbables, que ya de tan viejas no podrían cambiar más, sino hacerse más ellas mismas a la vez que, en frente y en torno suyo se alzaban y derrumbaban edificios, se abrían y cerraban nuevos comercios y empresas, florecían y decaían novedades; y todo moría, en fin, menos el estanquillo pardo de los cigarros más baratos y de las más viejas latas de sardinas.

     Simplemente por rutina, algunos de los empleados y vecinos se habían hecho al hábito de comprar ahí cualquier cosa, mejorales o refrescos, y a las horas ajetreadas muchos clientes preferían el estanquillo polvoriento a hacer colas en las tiendas más o menos prósperas del rumbo.

     Además, y de ahí provenía el milagro de que sobreviviera en su ruina, la esposa de don Arturo vendía unas tortas famosas (alguien aseguraba que el secreto estaba en el chipotle) a precios exagerados, pero no se dejaba llevar por su éxito: en cuanto se agotaban las tortas de la canasta habitual, la señora alzaba su mesita de la puerta del estanquillo y desaparecía en la trastienda.

     Don Arturo no tenía una presencia muy respetable; era una figura larga y flaca de cuero correoso percudido, con la nariz chata sobre un amarillento bigote hirsuto y una desdeñosa sonrisa desde el hueco de dos dientes.

     Y no provocaba temor alguno, sino una especie de incomodidad de molestarlo: a tal grado mostraba su carácter absolutamente solitario, como si alguna vez hubiera decidido para siempre, y lo hubiera cumplido con terca fidelidad, mandar a todo el mundo al carajo, incluyendo por supuesto a su mujer, a la que apenas gruñía, y a sí mismo: se llevaba a cuestas con desagrado y total descuido, y hasta se diría que con un fatigado e incorregible tedio por su propia persona.

     Sin embargo, don Arturo tenía una fuerza y una salud geológicas: nadie lo había visto enfermo, y si bien es cierto que no mostraba más señales de alegría que algunas infrecuentes risillas de compromiso ante algún chiste obsceno o ante un comentario malévolo sobre asuntos deportivos, tampoco se le conocían claras expresiones de tristeza ni de nerviosismo, mucho menos de hartazgo o de desesperación.

     Era una vieja máquina de refrán, de las que no se rompen ni se descomponen, y que sobreviven a las relucientes innovaciones débiles.

     Abría el estanquillo sin esperanzas, lo atendía sin ambición y sin prisas, y lo cerraba sin mayor fastidio que aquel con que había comenzado el día.
Nadie sabe cómo llegó a establecer el estanquillo, aunque las opiniones se inclinan, como sucede con todos los chismes, por los lugares comunes de la vieja literatura: la tiendita ya estaría en ruinas cuando el joven Arturo, que no encontraba empleo donde ahorrar ni prosperar, sino puras chambas para apenas irse manteniendo, conoció a la que sería su mujer, que no era joven ni guapa, y que a duras penas sostenía a la madre enferma y viuda en la trastienda.  Como en las viejas novelas.

     Pero ante una figura como recortada de una amarga novela del siglo XIX, no falta quien extrañe un toque romántico.  En días pasados escuché, a manera de explicación de su carácter, esta probablemente falsa versión de la hora --acaso los minutos-- que le decidió el destino.

     Resulta imposible, desde luego, imaginarse alguna vez guapo y fogoso a don Arturo, aunque ahora apenas pasara de los cincuenta años, pero en fin, alguna tarde estaría ya ahí, casi adolescente, recién instalado con la huérfana, tratando de remendar, pulir y barnizar los viejos muebles, de poner orden en la contabilidad y, en suma, de irle arrancando al negocio, gota a gota, la utilidad diaria que, sabiamente invertida, se dice, constituye la base de la noble riqueza, del éxito vivificante y del bienestar familiar.

     Mi narrador, ciertamente anciano y nostálgico y rencoroso de la juventud perdida, con algo de desengañado moralismo oculto en la urdimbre de su relato, recurre demasiado obviamente a dos mecanismos ya desprestigiados: 1) condensa la historia de una personalidad en un solo motivo, en una palabra única, como si la conducta --y sobre todo la conducta que dirigiría un destino-- no admitiera necesariamente múltiples causas, y 2) desde luego: Cherchez la femme.

     Pero en fin, asegura que el muchacho Arturo, crecido en la orfandad y en la pobreza, y acostumbrado como muchos en esa situación a no esperar nada de la vida para el día siguiente, sino apenas la milagrosa existencia del minuto actual, se había ensoberbecido a tal grado con el golpe que esa fortuna le traía, con una mujer fea y jamona pero estable, un sitio detrás del mostrador, que dio por soñarse un futuro cada vez más promisorio: la vida le abría las primeras puertas del castillo, ya vendrían a continuación las escalinatas, los pasadizos, las cámaras, las arcas y los torreones.

     Desde ese mismo sitio detrás del mismo mostrador, veía pasar a un ejecutivo joven que tenía oficinas en el rascacielos de enfrente; ya no lo miraba con la anterior indiferencia díscola, escondida en un semblante casi brutal de tan amargo, sino con una especie de modesta veneración, pues en él veía minuciosamente dibujado su propio futuro: el aspecto de salud firme y floreciente, los ademanes instantáneos del hombre acostumbrado a mandar y que automática y tranquilamente se hace cargo de cualquier situación inesperada, para resolverla con limpieza y reinstalar el curso normal de las cosas; los rasgos sensuales, casi paradisiacos, de un rostro y un cuerpo ciertamente atractivos que sabían disfrutar de los goces sin avidez, sin riesgo y sin gula, hasta con alguna regia condescendencia, como si los propios placeres y las comodidades quedaran muy obligados de que tal señor los admitiera.  Y claro: ¡la femme!
Había una secretaria ilustre. Tanto lo parecía, que el joven Arturo no podía ver a las altas damas en las secciones a color de los periódicos sin extrañarse (e indignarse) de no encontrarla. Algún matiz adúltero debió haberse cocinado entre la secretaria ilustre y el ejecutivo joven, porque dieron en reunirse frente al estanquillo, ya cuando él la recogía casi anónimamente en su automóvil inverosímil o cuando, más terrenos y precipitados, simplemente se veían y echaban a caminar hasta perderse en la siguiente esquina.

     Quizás los hombres maduros o los chamacos "palurdos" (aquí adjetiva mi galdosiano narrador) hubieran deseado a la brillante dama simplemente por instinto y con apremio, pero el joven Arturo era mucho más delicado que eso; ni siquiera sentía celos de que la poseyera el ejecutivo joven, incluso le parecía justo; los miraba reunirse o separarse con una especie de solidaridad inocente y alegre: al fin y al cabo redundaba en provecho suyo, ya que el propio futuro que veía como dibujado en el ejecutivo debería traerle, a su debido tiempo, una secretaria equivalente. El ejecutivo era como un anuncio de su propia fortuna: algún día sería como él.
    
     En esa mujer Arturo veía todo el esplendor y la fertilidad de la vida, y no comprendía cómo era posible que todos los hombres del mundo no estuvieran enamorados de ella, pues tenerla era como gozar del mundo entero entre los brazos.

     Llegó Arturo a cruzar algunas palabras con ambos, cuando entraban al estanquillo a comprar cigarros o pastillas de menta; los tenía al alcance de la mano, y estaba pronto a tendérselos al menor ademán que hicieran de dirigirse hacia él.

     Advirtieron la solicitud del dependiente, y algunos días lluviosos o aquellos en que debían esperar unos minutos, se guarecían ahí, donde no faltaban dos buenas sillas, apartadas para ellos con unos indescriptibles racimos de negras y abundantes uvas de plástico.

     Y ahí comenzó la tragedia un mediodía de marzo.  Ella lo esperaba nerviosa. El llegó lívido.  Al verlo, la secretaria ilustre soltó a llorar.  El se exasperó y trató de sacarla del estanquillo. Ella se aferró al mostrador y tiró una canasta de pan.

     Los clientes quisieron defenderla, pero ella los mantuvo lejos a telerazos.  Un momento después, el ejecutivo joven y la secretaria ilustre andaban jalonándose por el suelo, y hablando de la noche anterior, de (ella) una fiesta que al parecer (él) no había existido y (ella) de otra secretaria que, según le oía Arturo jurar al ejecutivo, tampoco existía sobre el planeta.

     Lo demás, me dicen, apareció en los periódicos.  Los clientes, que se habían mostrado partidarios de la muchacha, pronto la agarraron contra ambos, y ninguna ocurrencia ni súplica de Arturo pudo impedir que los demás clientes los echaran de su propio estanquillo.

     En la calle, ya sin recato alguno, ya en trizas, siguieron insultándose con mayores majaderías, e insultaban también a una docena de nombres que a Arturo le parecieron asimismo propios de toda una realeza de ejecutivos jóvenes y secretarias ilustres, y a sus padres y madres, y también al Puerto de Acapulco y a "tu pinche Nueva York"; a varias marcas famosas de perfumes, vestidos y automóviles, y hasta a algún bolero de éxito que en absoluto hablaba de violencia.

     Y no era que, para entonces, la secretaria tuviera ya rotas las medias ilustres y el hermoso vestido en jirones, ni que al ejecutivo le escurriera un hilillo de sangre por la comisura izquierda de la boca, sino que a Arturo le pareció que el mundo se había desordenado y que estaban ocurriendo cosas que jamás deberían tener lugar. Y menos aun después, cuando Arturo vio que ambos, frenéticos, odiándose como nunca había sabido que nadie odiara en el mundo, ante la muchedumbre que alrededor de ellos formaba un corro y con temor a la policía y al escándalo,  abordaron con estruendosos portazos el automóvil inverosímil y se alejaron a escape abierto, gritándose y manoteándose dentro del coche, sólo para ir a estrellarse minutos después y caer desde un puente del Circuito Interior --al parecer de los peritos, fue la mujer quien, con intención suicida, aprovechó el calor de la discusión para jalonear y desgobernar el volante y pisar hasta el fondo el acelerador.

     A partir de entonces, cuenta mi narrador, Arturo perdió toda fe en el género humano. "La ira, pensaba, qué terrible".  Si aquellos de entre los hombres que mejor se parecían a los dioses, llegaban a enloquecer y a destruirse de ese modo, ¿qué no podía esperar él, pobre tendero, de su propia y opaca mujer?

     Pensaba que todo era inestable en este mundo, como en la víspera cierta de una catástrofe, a la vez que espiaba estrictamente a su seca mujer, aterrorizada del terror de su marido. ¿Cuándo estallarían? ¿Cuándo perderían el control de sí mismos?

     El filosófico Arturo se convenció desde entonces de que algún día terminaría ahorcando a su propia mujer, o a sí mismo, o a cualquier persona con la que llegara a involucrarse, y sólo debido a la fatalidad, motor único del mundo en desastre.

     Y ya sin el aliciente de la cúspide, los escalones inferiores de su ambición, uno a uno, como fichas de dominó, se le vinieron abajo sobre su atribulada cabeza, y el estanquillo volvió a su decadencia anterior, y aun la decantó y perfeccionó con una pátina más minuciosa, celebrando así una vez más el triunfo del desengaño y de la acedia sobre las coloridas baratijas de la ilusión atarantada e inexperta.

     Había yo tolerado a mi narrador demasiado tiempo y traté de despedirme, un tanto molesto porque impune e inadvertidamente se utilizara a un buen señor, quizás algo misántropo e indolente, pero nada más, para propagar chismes y supercherías de los que, por supuesto, don Arturo ni se enteraría siquiera, pero que ya eran parte suya de algún modo, pues los creían sus clientes, que lo espiaban para encontrarle entre las arrugas de un guiño algún deshilachado remanente de la fe y la ambición perdidas; pero mi narrador me retuvo, tomándome del brazo:

     --Hombre, no se vaya: falta lo más importante.

     --¿Eh?

     --Claro: falta el chipotle.

     Y así fue como me contó que, en realidad, la tragedia del ejecutivo y de la secretaria vino a afianzar el hogar y a beneficiar a la esposa de don Arturo.

     Ella sentía que su marido, más joven y ambicioso, se le escurría entre los dedos: que ya no la necesitaba y que muy pronto la vería como un estorbo; estaba acostumbrada a pedirle casi nada a la vida y aun ese casi nada se veía en riesgo.  De modo que en cuanto Arturo perdió las ganas y las ilusiones para reducirse meramente a arrastrar los pies sobre los días, ella encontró algo más escaso que la intensidad o la felicidad: la certeza de conservarlo.

     Naturalmente el negocio fue decayendo, y la señora recordó, en este país de salsas enlatadas, alguna vieja receta de abuela sólo para sobrevivir en el preciso borde de la ruina, y empezó a bañar la tapa de las teleras en una generosa salsa de chipotle en escabeche, tan espesa y generosa que casi era un adobo.

     Sonrió cuando don Arturo, al constatar su éxito, le recomendó que no vendiera más de las necesarias para ir cubriendo los rudimentarios gastos del día.

     "No hay que tentar al demonio (habría dicho don Arturo, con una mentalidad demasiado semejante a la de mi narrador), no hay que tentarlo con deseos muy vivos, porque entre mayor sea el salto, más duro llega el ramalazo".

     Por mi parte, me he esmerado en no recordar esta historia cuando entro al estanquillo, y mi paladar no distingue el chipotle prodigioso de esas tortas del sabor de cualquier marca de chiles enlatados; pero a veces me pongo a pensar si mi acedo y anciano narrador no me estaría contando otra historia, su propia historia: lo veo canoso y sarcástico, con la fácil carcajada de quien ríe demasiado; y me pregunto si él, oficinista veterano y desganado, emérito padre de familia con no sé cuántos traspensamientos contra la familia y contra la moral de las nuevas generaciones, y en fin, hombre de su tiempo que después de una larga vida, llegó a concluir que no hay mayor destino humano que irla pasando, no tendrá por ahí una resquebrajadura historiable y un Cherchez la femme!.

     Acaso también él, como todos, haya aprendido finalmente a reducir sus dones y sus ambiciones hasta la escueta habilidad de mantenerse al borde preciso del abismo, al que de repente se asoma un poco, como turista, sólo por nostalgia de aquellos juveniles vértigos, sabiamente superados.

     Sospecho que algo así irónicamente y a trasmano, quiso decirme: noto cierto brillo ambiguo en sus anteojos pesados cuando, a la hora de la comida, pues ya también contraje ese hábito, engullimos en la acera, a las puertas del estanquillo, las remojadas tortas en chipotle con sus traslúcidas rebanaditas de jamón.