sábado, 1 de diciembre de 2018

CONCHITA


CONCHITA


por José Joaquín Blanco


1
He llamado mamá a cuatro mujeres; la principal, Conchita Alfaro, era la hermana mayor de Trini, quien me parió, y sobrina y prima de las dos Luchas (Alfaro y Jiménez) de Tulancingo, madre e hija, que me atendieron buena parte de mi infancia. Vastas familias matriarcales entraban en acción cuando fracasaban los matrimonios, y se repartían la responsabilidad de todos los chamacos del apellido y de algunos aledaños.
Matriarcas más que milagrosas en el arte de multiplicar el pan, la ropa, los zapes y los pellizcos. Alguna misteriosa razón, acaso el que se me impusiera el nombre de su adorado padre, que acababa de fallecer, mi abuelo Joaquín, me situó desde el nacimiento bajo la advocación especial de Conchita: fue mi madrina de bautizo, confirmación, primera comunión y graduación de primaria, secundaria, preparatoria y facultad; con ella probé mis primeros cigarros y mis primeras cubas; me curó mis primeras crudas y se empeñó en transformarme en universitario.
Me apoyó en mi decisión de dedicarme a las letras, pero no al grado de leer muchos de mis escritos: tampoco era para tanto; cuando escribiera algo de veras bonito, que le avisara. Entre tanto las tres reglas de la vida: trabajar duro, ser honrado y comer muy bien. Sobre todo comer muy bien. Servía platos abundantes, grasosos, picantes, sabrosísimos, con mucho pan y muchas tortillas. “Nací en Puebla, así que ya saben a qué atenerse: mono, perico y poblano, no los tomes de la mano...”
Trabajadora, bailadora, tequilera y mandonsísma. Cuando estaba de buenas usaba palabras muy correctas e incluso dulzonas, pero cuando andaba de malas (que era lo frecuente) salían a relucir, como doblones de oro, encadenados, uno tras otro, netos y resplandecientes, los vocablos picarescos más resonantes del barrio capitalino donde creció, La Merced. 
Nos volvimos especialmente cómplices cuando, a la edad de ocho años, una mamá-tía Lucha de Tulancingo me declaró niño problema incorregible: me iba de pinta, le robaba la lana, le respondía como carretonero, me juntaba con la indescriptible plebe local y me encontraban bajo el colchón revistas de chistes indecentes (Los Parisinos, Pasa-rato).
Para Conchita no había niños problema ni incorregibles sino parientes tontos y mochos de provincia. Aprobaba el lenguaje de los carretoneros, como hemos visto. En diciembre de 1959 llegó a Tulancingo como un huracán y decretó que el tal Pepito –entonces me llamaba sencillamente Pepe Blanco- era lindísimo y listísimo y no tenía culpa de nada, pero para nada, en todas las travesuras que aterraban a la rama hidalguense de la familia Alfaro. Simplemente necesitaba ser criado por una mujer capaz, ella; y me trasladó en ADO, con sólo una maletita –desdeñó mis tiliches provincianos: ya me ajuarearía “como debe ser” en El Puerto de Liverpool-, en cosa de horas, a su departamento capitalino de la Colonia Roma, donde vivía con mi hermano mayor, de once años. Sumamos hasta una docena de hermanos y mediohermanos Alfaro. Me dicen que los hermanos y mediohermanos Blanco cubanos también son numerosos.
En el camión me exigió que me olvidara del sobadísimo Pepito (casual santo del día de mí nacimiento): debía llevar muy en alto el deliberado Joaquín, nombre de mi abuelo, “hombre de honra y pro”, su Jorge Negrete (aunque en las fotos le encuentro más parecido con Pardavé). Salomónico y taimado, me quedé con mis dos nombres, para no pelearme con ninguna de las sectas del matriarcado. Prevaleció, como siempre, la voluntad de Conchita, el Joaquín. En el rencoroso Tulancingo nunca se han dignado acordarse del Joaquín: puro Pepe, Pepón, Pepito. Luego resultó que, para el ámbito de las Luchas, Conchita me había echado a perder, que yo había sido todo un santito antes de abandonar “la Esmeralda del Valle” (sic) y volverme ateo, irrespetuoso y todo lo demás que algunos lectores acaso intuyan.
Para entonces Conchita ya imperaba en altar mayor de mis mitologías: la Mujer Gritona del Carácter Terrible, a quien en alguna de mis más amoratadas rabietas, quizás antes de que cumpliera cinco años, hubo que convocar por teléfono para que me metiera en orden. Seguramente lo logró en menos de un minuto.
También era la Dama de los Dones y el Escándalo de las Monjas. Llegaba a visitarme, a ratos con Trini, a ratos con un amigo misterioso (feón, pobretón y mucho más joven que ella), dos o tres veces por año, con cajas de ropa moderna, reluciente, y abominables botes gigantes de cápsulas de aceite de hígado de bacalao. No le interesaban mucho los juguetes.
Parecía salida de las películas o de la tele, con sus peinados de salón, sus perfumes y cremas, su maquillaje, sus vestidos lujosos a la última moda (escotados, con los brazos descubiertos, muy acinturados y con la grupa compacta y enfática), su montón de aretes, pulseras, anillos, medallas, medallones y collares. Las monjas nos habían dicho en el kínder que el infierno se había inventado sobre todo para las señoras que usaban chemisse (ligero vestido sin mangas, muy usado por Conchita), llevaban falda a la rodilla, descubrían los hombros y el nacimiento del pecho, y caminaban con cierto guasón ritmo de mambo.
Ella iba poco a misa –en Tulancingo asistíamos diario a la iglesia, y en algunas épocas dos o más veces por día: a ofrecer flores, los novenarios, los rosarios-, y sólo para saludar a sus compadres entre los santos: su tocaya Inmaculada, la comadre María Auxiliadora, la Milagrosa a quién sólo había que molestar muy de vez en cuando, en casos desesperados, y sus compadres san Cayetano y san Judas Tadeo. Pero no toleraba a los curas y menos a los obispos. Todos los mochos le parecían amargados, pazguatos e hipócritas.
Era una mujer que reía fuerte, que fumaba, y que los domingos se empinaba dos o tres tequilazos de aperitivo. Sostenía siempre opiniones duras: esto me gusta, esto no y “más vale una buena colorada que muchas pintitas”.
Platicaba de sus frecuentes viajes a Acapulco, aunque desaprobaba el novedoso bikini. Le gustaban las películas prohibidas de Rita Hayworth, Ava Gardner, Kim Novak, Rock Hudson, Elizabeth Taylor y Tony Curtis. Nada más espectacular había ocurrido sobre el planeta que el incendio de Atlanta en Lo que el viento se llevó. Ahhhh, ¡ese Clark Gable! No toleraba a María Félix, pero admiraba a Lola Beltrán.
No tuvo oportunidades de cultura –su formación escolar fue someramente contable, y empezó a trabajar en una oficina a los dieciséis años-, pero no se negaba al ballet, ni al “buen teatro” (es decir, donde aparecieran Ofelia Guilmain, Enrique Rambal, Ignacio López Tarso o José Gálvez), ni a los conciertos de la Sinfónica Nacional en Chapultepec ni, sobre todo, a las temporadas de zarzuela.
Se burlaba de sus cantantes favoritos: Toña la Negra, Olga Guillot, Pedro Vargas. Los adoraba, pero a risa y risa. María Grever cantada por Urcelay la sumía en la nostalgia idolátrica por su padre Joaquín: “ése sí era todo un hombre”.
Se identificaba con el Cuarteto Rufino, en un acceso de carcajadas incontrolable. Se encolerizaba contra Clavillazo y Viruta y Capulina: “¿Con qué derecho se cagan en nuestro hogar?”, y apagaba la tele. Jamás le creía una palabra a Jacobo Zabludovski, pero se regocijaba con Los Polivoces y le perdonaba toda mariconería a Salvador Novo: “El Maestro Novo es algo verdaderamente especial”. Seguía sus programas libreta en mano y se aventuraba en las pantraguélicas recetas nacionalistas que Novo se atrevía a proponer a un público meramente contemporáneo.
Conspiraba con su modista para plagiarle el vestuario a Amparo Rivelles, especialmente durante la era -¿o fue imperio?- de Anita de Montemar.
Se parrandeaba al menos una vez por mes, con sus compañeros de oficina, algunos compadres con parejas enigmáticas -sobre las que no había que preguntar-, y su infaltable amigo misterioso, a quien también tenía seducido y domado.
Le gustaban los restoranes típicos del rumbo de Garibaldi o el Guadalajara de Noche. Casi siempre se le pasaban las copas y se ponía a cantar delante de los mariachis. En la playa, también con copas, prefería los tríos, pero no se paraba a cantar (salvo cuando las muchas copas se volvían demasiadas), porque los boleros le parecían más difíciles que las rancheras. Cantaba desde su asiento y en voz más baja: “Conocí una vez una linda morenita y la quise mucho...”
Pero esto ocurría en días y noches de excepción; se la vivía a dieta, entre fajas feroces, combatiendo la fatal tendencia familiar a la obesidad: desayuno: jugo de naranja con un huevo crudo; comida: ensalada y pollo o carne asada; cena: café con leche y pan tostado. Entre comidas algo de fruta.
Guapona y chaparrita con muy lindas piernas sobre sus elegantes zapatos puntiagudos, importados (italianos), de tacón altísimo (siempre los zapatos “hacían conjunto” con el bolso descomunal); cintura controlada, busto y cadera tropicales, en continua amenaza de desbordamiento. Ojos grandes y expresivos de actriz de cine mudo. Una piel hermosísima, de nena recién bañada, incluso en su vejez.
Llegaba a Tulancingo acompañada del amigo misterioso en un carrote moderno, que desataba todo tipo de envidias y chismorreos. Navegaba con bandera de viuda, pero ya sabíamos que era una de esas pérfidas desencaminadas a quienes se lapidaba desde el púlpito todos los domingos: las divorciadas. Jamás se debía mencionar a su exmarido ni –su gran tragedia secreta- al bebé que se le murió en el vientre al sexto o séptimo mes. Creo que a instancias del marido lo certificaron como Ricardo; ella hubiera querido llamarlo Joaquín.
Ella me había dicho, probablemente desde el momento en que nací –desde luego, estuvo junto a Trini durante el parto-, que yo era solamente suyo: que sólo me parecía a ella, que mi cara representaba (como la suya) el vivo retrato de su papá Joaquín, y que no me creyera lo del  “diablillo” ni lo del “chico problema” que espantaba a las tías, digo mamás, Luchas de Tulancingo: todo lo contrario, que yo había salido –vía Trini- con el temple, el carácter y el rostro de Joaquín y de Conchita.
No debía olvidar tampoco –supongo que todo esto me lo dijo en secreto, entre besuqueos, porque era muy besucona, de besotes tronadísimos- que yo no había nacido en un rancho, sino en una clínica muy moderna de la Ciudad de México (calle de Chiapas), metrópoli adonde volvería para vivir con Conchita para siempre jamás en cuanto terminara la primaria, porque la capital era muy insegura para los niños chiquitos.
2
Trabajaba como contadora –en la práctica, la Supergentísima Señora Alfaro, mimada y hasta adulada por los místers sobre todo cuando triunfaba en los embrollos con las oficinas de gobierno, los acreedores, los deudores o los sindicatos- en una empresa norteamericana (Constructora Técnica, S.A., Tíber 100) de 9 de la mañana a las 7 de la noche en días hábiles, y los fines de semana atendía asuntos contables extra en casa.
Tampoco admitía que se mencionara en su presencia al playboy cubanazo de Raúl Blanco García, mi padre, profesor de Trini en la Escuela Bancaria y Comercial. La propia Conchita los había arrastrado de las orejas hasta el Registro Civil porque mi hermano ya venía en camino (a Raúl, por lo demás, le urgía regularizar su situación migratoria).
Por entonces me habían dicho que mi padre había muerto en un accidente de tránsito. Años más tarde aparecería por correo, con largas cartas culteranas y sentimentales, llenas de citas de Martí, como un miembro más de la tribu de los divorciados.
Un día Conchita nos descubrió a Trini y a mí releyendo esas cartas, escondidos en el baño. Fue el escándalo del fin del mundo. “¡Te sigues carteando con él,  no vas a entender nunca!”, le rugió a una Trini estremecida, temblorosa, desatada en llanto. Nos arrebató el fajo de cartas, las hizo pedacitos ahí mismo y las tiró al excusado. Jaló la cadena con un ademán fulgurante, implacable.
No faltan intrépidos que forjen su carácter en la lucha con el ángel; yo templé el mío entre los años cincuenta y sesenta, de los ocho a los dieciocho años, en feroces encontronazos con Conchita. Tenía sus ideas. Las cosas debían ser como debían ser y no se aceptaban negativas ni disculpas, y punto. Todo perfecto y todo a su tiempo, y punto. Y no le gustaba ordenar las cosas dos veces ni que le salieran con batea de babas, y punto.
Ni siquiera recuerdo cómo fue que un niño ya famoso como rebelde e imposible, asumió que no había modo de desobedecer a Conchita. Incluso me gustaba complacerla en todo, y hasta por anticipado y de sobra, pero de repente, a pesar de los pesares, algo salía mal. Entonces ella me gritaba. Yo me crecía al castigo y le gritaba más fuerte. Bombardeos domésticos. En esos plácidos tiempos no se usaba aturdir a los niños con rollos psicológicos; unas cuantas nalgadas, cinturonazos, zapes y hasta algún bofetón casi teatrales cumplían su cometido perfectamente.
Pero ya ella me había hecho a su imagen (porque esa altanería acerada, esa soberbia casi suicida no aparecían en Trini –siempre bonita, resignada y llorosa- ni en mis hermanos), y permanecía castigado pero insumiso, mudo, agrio y malencarado durante semanas. Me le muy vendía caro y las reconciliaciones le costaban muchos esfuerzos y regalos. Incluso después de “perdonarla”, la seguía castigando tenazmente con algún aire ofendido. “¡Me topé con la horma de mi zapato!”, se quejaba con cierta vanagloria.
Al principio sus éxitos fueron resonantes. Logró en cosa de semanas, desvelándose conmigo frente a mis tareas, imponiéndome como ley universal que sólo existía lo perfecto, y que nada menor era admisible, que el chamaco que casi reprobaba todas las asignaturas en el colegio pueblerino saltara a los primeros lugares en un instituto prestigioso de la capital. Me volví casi de inmediato un precursor del nerd, un “sabio expresito”, quien a falta de computadoras almacenaba parrafadas y parrafadas en la memoria, lo mismo de la orografía de Chihuahua que de la producción cafetalera de Puebla, Veracruz, Chiapas, Oaxaca. La aritmética tuvo que enseñármela de nuevo desde el principio, sin tanta faramalla, con pura sensatez. No se me ocurre nada importante que ella no me haya enseñado; y lo que no pudo enseñarme personalmente ella (deportes, manejar vehículos) casi nunca lo aprendí después.
De mis seis años de kínder y primaria con las monjas del Colegio Pedro de Gante de Tulancingo sólo rescaté una casi perfecta caligrafía pálmer (que apenas logré estropear en la edad adulta) y una facilidad casi instantánea para memorizar poemas y pasajes de historia. “Nuestro fuereñito ya es el alumno más aplicado del grupo”, telegrafió como un bofetón a las Luchas incapaces de corregir al diablillo problema.
Gracias a mi buena letra me volví su asistente. En aquellas épocas no había ni siquiera máquinas de escribir con un carro tan grande como para admitir las hojotas de contabilidad (un metro de ancho). Se hacían a mano y no debían llevar errores ni enmendaduras. Me encomendaba pasar sus borradores en limpio. Ganábamos tiempo y ahorrábamos para el Evento del Año, la semana santa en Acapulco. (Yo iba nomás para complacerla: nunca me ha gustado demasiado el mar: sólo ratitos de ahhh y enseguida el tedio de más de lo mismo.)
Lleno de boletas con dieces, de diplomas, de medallas; solicitado para proferir discursos o recitaciones en las fiestas escolares, amigo de los curas, encantado con la posibilidad de callejonear sin rumbo por la Ciudad de México, parecía que una Nueva Vida se abría ante mis pies. Conchita ya elaboraba desde entonces laberínticos planes para cuando me convirtiese en ingeniero, médico o abogado. Me educaba para un destino prócer.
Pero iba creciendo en mí una nueva rebeldía, más desesperada que todas las anteriores. Conchita creía en el restablecimiento mesiánico del hogar ideal, el del abuelo Joaquín de su infancia, y según ese esquema yo quedaba completamente subordinado a mi hermano, tres años y veinte kilos mayor que yo: un escuincle de lo más atorrante y resentido contra el Usurpador que de la noche a la mañana le quitaba la mitad de la atención de Conchita, la mitad de su cuarto, y encima le imponía la obligación de andarlo trayendo y llevando por todos lados como pilmama. “Ninguno va solo a ninguna parte; los dos deben andar siempre juntos, comprendiéndose y cuidándose como buenos hermanitos”.
Los buenos hermanitos legales, de papá y mamá, los dos blanco-alfaro, nos detestábamos; nos dirigíamos miradas asesinas. Él me considerada un escuincle pueblerino, meado y usurpador, con quien no quería que ni de lejos lo vieran sus amigos. Yo lo veía como egoísta, verdugo y pendejísmo. Con frecuencia me aporreaba bien y bonito, surtidito, sobre todo en las fechas de calificaciones, porque el método escolar de Conchita no había operado en él con tan buenos resultados, mejor dicho: con ningunos resultados.
Decidí entonces que la Ciudad de México era demasiado chica para nosotros dos. Y algún día que me golpeó e insultó más de lo habitual, lo que ya estaba con mucho fuera de todo lo soportable, en la escuela y delante de otros niños, con la  firme promesa de ahora sí romperme de veras la madre al llegar a casa, decidí que tenía que escaparme de Conchita y de su monstruito cavernario, mi hermanito-de-padre-y-madre, de Raúl y Trini.
3
El 11 de abril de 1961, después de comer, salté el muro posterior del campo de futbol del Instituto Don Bosco, por Iztapalapa, para regresarme a Tulancingo, a casa de la mamá Lucha chica (la mayor ya había fallecido). Mejor la vida de rancho que la de víctima y criado de mi hermano. ¡Y nunca más una humillación, ni un aporreo!, me prometí.
Estas cosas no las podía concebir Conchita: nos quería y trataba a ambos por igual: la dinastía Alfaro, los vástagos de los sacrosantos abuelos María y Joaquín; nos daba todo lo que necesitábamos, ¿por qué algo tenía que ir mal entre dos hermanitos Alfaro? ¿Acaso nos faltaba algo? Vivíamos casi como ricos, incluso con ciertas extravagancias (mi hermano poseía un equipo completo de buzo, que nunca usaba), gracias al alto salario y a los trabajos extra de Conchita, empinada durante interminables horas frente a la sumadora eléctrica, sobre las hojas de contabilidad y los alterones de recibos y facturas, en la mesa del comedor.
Bueno: ocurrieron la diferencia de tres años, veinte kilos y una acumulada discordia; la eterna lucha por el poder en un departamentito donde los dos estábamos solos casi todo el día y la convicción de mi hermano de que yo había llegado a robarle lo que era suyo, exclusivo. Me calificaba, no sin argumentos, de petulante y maricón. No quiero ni recordar lo que entonces yo pensaba de él.
Imaginé que caminando por Calzada de Tlalpan –siempre fui un buen caminador- podría llegar antes del anochecer a la Villa de Guadalupe, que era la última parada de los ADO que iban a Tulancingo. No llevaba dinero, pero muchos choferes de Tulancingo conocían a las Luchas, y –confiaba- podría pagarles al llegar allá. Las Luchas pertenecían a la distinguida familia del profesor Aurelio Jiménez, a quien nadie le negaba nada en Tulancingo.
Me he contado tantas veces esta aventura desde entonces que ya no sé qué inventé en ella y qué realmente sucedió. Debí urdir algunas mentiras al no encontrar, ya bastante noche, camiones ADO a Tulancingo cerca de La Villa. Mis mentiras, sobre todo las más disparatadas, solían tener cierta verosimilitud o encanto entre las señoras. Quizá me conté huérfano, extraviado, fugitivo, víctima de no sé qué conspiraciones dickensianas o zodiacales. Ya había visto muchísimas películas en las funciones triples del Cine Morelia y algo sabía de Salgari y de Mark Twain, en ediciones simplificadas.
El caso es que no tardé las dos horas y media reglamentarias de autobús de México a Tulancingo, sino tres días, en cuyo transcurso fui hospedado, agasajado y financiado por dos familias humildes del rumbo de la Villa. Algo debieron influir mi uniforme de colegio privado elegante, mi cara de mosquita muerta, que sabía enternecer, y (espero) algún talento inventivo.
Cuando llegué cantarín y chiflador tres días después, un mediodía, a casa de Lucha, dudando si me recibirían con una fiesta (pues así Lucha triunfaba sobre la mandona y sabihonda Conchita) o con una buena paliza por andar tres días como Huckleberry Finn por el ancho y ajeno mundo, cuando al menos podía haber hecho alguna llamada telefónica por cobrar, empecé a ver rostros que se asomaban, morbosos y boquiabiertos, por los visillos de las ventanas, por los resquicios de zaguanes, por sobre el mostrador de las tiendas de la calle de la casa.
Que de dónde venía, que con quién había estado, que las tías y mamás ya me creían muerto, que me habían andado buscando la policía y hasta los bomberos por el río podrido y los cenagosos alrededores del Instituto Don Bosco, que hasta en la tele me habían anunciado como desparecido, exhibiendo una foto donde lucía un traje (franela y peluche) de león, que había servido para una función de circo en una ceremonia de fin de cursos.
“¡Ora sí la hiciste en grande!”, me dijeron. Se trataba de una frase familiar: ora sí la había hecho en grande cuando me escapé con un rancherito a una huerta a empacharnos con perones, y luego a un establo, a examinar los genitales de vacas, bueyes y burros; y luego a jugar en los alrededores de la estación del tren; cuando nos aventamos dizque a nadar en el Río Tulancingo, que ya era un desagüe flaco lleno de trapos, zapatos y perros muertos; cuando nos robamos un block de papel membretado de la escuela y pedimos perentoriamente –desde la máquina de escribir Remington de mi tío- a todos los padres de familia de nuestro grupo una contribución especial para las obras de la capilla, que pensábamos gastárnosla en la feria de Nuestra Señora de Los Ángeles (nos descubrieron por dos o tres errores de ortografía, pero la mayoría de los padres de familia cayó en la trampa); cuando nos trepamos a la azotea de la casa de un amigo, donde habían instalado un gallinero, y agotamos los veinte o treinta huevos del día en dispararlos festivamente contra los transeúntes.
Mi retorno a esa improbable arcadia no fue venturoso. Asombró mi aventura, pero mis parientes me vieron como un caso definitivamente perdido. Quizás me imaginaron muy pronto en el Tribunal para Menores. Algo se habló de algún internado religioso o militar, donde finalmente me domesticaran.
Conchita, dolida y humillada, se opuso sin embargo a todo ello, en misteriosos conciliábulos telefónicos que yo espiaba desde debajo de mis cobijas, haciéndome el dormido. Finalmente apareció con el carrote, con su amigo misterioso y con mi hermano. Me treparon en vilo, sin más contemplaciones. No sé qué habían hablado entre ellos, pero adoptaron conjuntamente la política de tratarme con lejanía y respeto. Sobre todo mi hermano me veía raro, incómodo en su culpa, y como si yo hubiera de repente crecido tres años y engordado veinte kilos. Por fin me veía casi como a un igual. Nunca volvió a pegarme (lo que constituyó una no pequeña ganancia). Nos seguimos llevando muy mal, pero en silencio, guardando distancias, hasta la fecha.
Como se ve, no soy un buen creyente de la fuerza de la sangre. Creo en las afinidades electivas: Conchita me eligió a mí y yo la elegí a ella. Y de ahí, amor apache.
         Durante meses viví con Conchita como un matrimonio mal avenido pero cortés, lleno de silencios, hielo y amabilidades. Pensé que la había perdido para siempre y que me toleraba por lástima, mientras yo llegaba a la edad en que pudiese deshacerse de mí sin remordimientos (pues Trini se había vuelto a casar y a llenarse de hijos). Pensé que ahora sí estaba completamente solo en el universo y que no me restaba otra solución que lanzarme solo a la vida cuanto antes, en un chapuzón suicida –esta idea romántica siempre me ha fascinado.
Ensoñaba a mis diez años con todo tipo de escapes cinematográficos, recordaba los cuentos de vagabundos e hijos pródigos que se lanzan por los caminos del mundo cargando su alforja en la vara que llevan al hombro. Fui un automático admirador y enamorado de los “muchachos terribles” de Gide, Martin du Gard y de Cocteau.
Entre tanto, a cumplir con la escuela. Me encarnicé en el estudio por orgullo, para que no me acusaran luego de abandonar la escuela por no poder con los libros, y porque no apetecía nada más. Y por prepotencia: “¡Ahora van a ver quién es un Alfaro, cabrones!”, como diría Conchita. Ninguna otra cosa me divertía ni pasaba por mi cabeza. Sólo la de crecer muy rápido para largarme lejos, muy lejos y totalmente solitario. Había elegido los Mares del Sur.
Fue mi mejor año escolar, casi apoteósico. El mejor promedio general, las medallas de primer lugar en la mayoría de las materias. Tenía derecho al premio mayor, la Medalla de Excelencia, pero, como me recurrirá con frecuencia, los mentores privilegian la buena conducta sobre la mera instrucción. Y vi coronarse como “excelente” a algún niño que iba muy por debajo de mis notas en casi todos los campos, pero que era “muy buen chico”.
         La noche de fin de cursos tuvo ese patetismo. Tantos dieces, diplomas y medallas para nada. Con cuán menores méritos los modositos se calzan fácilmente las grandes coronas. Pude, sin embargo, declamar “Los Motivos del Lobo” en la ceremonia, ante la euforia general.
Durante el tedio de ese año me apegué a mi destreza caligráfica y le compuse a Conchita un poemario: en una libreta de pasta gruesa fui copiando meticulosamente los poemas más bonitos que encontraba en los textos escolares (desde luego prevalecían Bécquer, Amado Nervo, Peza, Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera, González Martínez, Samaniego, Gabriel y Galán; Rubén Darío, Lope, Quevedo, Calderón, Sor Juana). Ése fue mi primer libro, sin un solo manchón ni error caligráfico, y Conchita lo releyó y tuvo en su buró hasta su muerte, a la edad de sesenta y ocho años.
         Después de la ceremonia de fin de cursos, Conchita no me llevó a cenar machitos con tepache, o pozole, como solía premiar mis buenos momentos. El amigo misterioso nos condujo silenciosos y cabizbajos a casa. Pero ahí ella me tenía varias sorpresas: una enorme, carísima enciclopedia juvenil en doce tomos, que había sido toda mi codicia, para compensar la medalla de excelencia que me habían robado; unos suéteres muy decorados, a la moda de César Costa; un kit completo de rasurar: vasija de madera con jabonadura, brocha, rastrillo dorado, hojas gillette, lociones. (Me había estado terminantemente prohibido rasurarme “hasta que llegara el momento”, por más ridículos que se vieran mis bozos largos y ralos en una cara demasiado aniñada).
Yo le tenía otra sorpresa: para evitar la incomodidad de mi hermano, me había acercado a los curas, y me habían invitado formalmente a estudiar el seminario menor. Debía presentarme en Puebla veinte días más tarde. Aunque camuflado de fraile, me largaba finalmente de casa.
         -¡Con una chingada! –rugió Conchita-, primero te me largas como un criminal porque voló una mosca. Ahora te quieres hacer cura. Pinche egoísta malnacido. ¿Y yo qué, y la familia qué, y tu hermano qué? ¿Acaso sólo cuentas tú en este fregado mundo?
         -Ya me dijiste que tú no me quieres.
         -Te mereces que te diga eso y más. Pero anda, vete, te sientes muy listo, puedes decidirlo todo, ¿no? Yo nomás te estorbo.
         Rompió a llorar. Corrió a su misterioso amigo y mandó a mi hermano a acostarse. Nos servimos unas cubas –mi primera cuba- y platicamos hasta el amanecer. También mi primer cigarro. Lo dijimos todo y no pudimos componer nada. Ni modo que eligiera entre mi hermano y yo.
         Fue a hablar con los curas, me preparó la ropa y los útiles escolares, me llevó a un examen médico exhaustivo y me depositó durante tres años en un internado salesiano que funcionaba como primaria, secundaria y seminario menor, en Panzacola, Tlaxcala.
4
Me iba a visitar cada dos domingos, por temporadas todos los domingos. La distancia restañó todas las discordias y heridas. Nuestros encuentros –picnics en el bosque del seminario, para los que llevaba manjares de fiesta, chiles en nogada y todo- eran alegres y tranquilos. Prefería cargar hasta México con mi bolsa de ropa sucia y lavarla en casa a que me la percudieran en la gregaria lavandería del seminario.
Me empezó a hablar como a persona adulta. Mi brillantez escolar se había consolidado y la impresionaba. A ratos, cuando me tocaba predicar revestido de monaguillo o frailecito, me admiraba como si fuese un obispo. De repente me decía que no usara palabrejas tan rebuscadas, que a ratos ya ni me entendía.
Me consultó la necesidad de inscribir a mi hermano vago y mal estudiante en un internado estricto, porque ya no le hacía el menor caso y en plena adolescencia se estaba desencaminando con sus pésimas amistades de todos los billares de la Colonia Roma.
Durante los tres años que estuve en el internado, ella conoció, por fin, cierto descanso, y alguna libertad y plenitud amorosas. Estaba completamente sola y libre en su casa para agasajar al misterioso y fiel amigo –duraron unos veinte años-, que se veía muy complacido (gracias a la hábil conducción de Conchita, ya no parecía tan feo ni tan pobretón); y me llevaba todo tipo de regalos al seminario (plumas fuentes, cámaras fotográficas, portafolios de piel, como de ejecutivo) con la firme intención de convencerme para que jamás, pero jamás me saliera de ahí.
Boté a los curas en 1965, en segundo se secundaria. Viví con Conchita cuatro años más, ya en plena complicidad y camaradería hasta que tuve que inventar un barroquísimo conflicto de caracteres para largarme de nuevo. La razón fue que quise mantenerla completamente alejada de la vida gay que había decidido seguir y que ella no podría sospechar, entender ni admitir. Conchita pensó que mi nueva vida de intelectualón y artistuco me exigía cierta bohemia, y estuvo finalmente de acuerdo.
         Perdió su gran empleo hacia sus cincuenta años cuando, seguramente por políticas deliberadas de la empresa para renovar su personal ejecutivo, se empezó a enfrentar con incomodidades, absurdos y aun humillaciones. La Supergerentísima Señora Alfaro les cantó a los místers una renuncia brevísima y sonora, según su estilo.
 Vi con estupor cómo se reconstruía desde cero, en empleos inferiores y con la tercera parte del sueldo anterior. Adiós a los peinados de salón, a los vestidos elegantes, a los zapatos finos, a las frecuentes parrandas y viajes a Acapulco. En compensación se deshizo de las feroces fajas y dietas, y en cosa de meses asumió un porte monumental. Empezó a usar unos vestidos sencillos, holgados, baratos, que ella misma se confeccionaba, y que sólo en los estampados o en los colores brillantes se diferenciaban de los que portaba mi abuela, durante su vejez, en las fotografías.
Siguió como la madre generalísima de todos los chamacos de apellido Alfaro y aledaños; tuvo docenas de ahijados en cuatro o cinco manzanas a la redonda en la casita humilde pero con amplio jardín (una vejez dedicada a los chamacos, a las plantas, a los gatos, a los perros y a los canarios) que adquirió con sus ahorros por el rumbo de Iztacalco. Y tenía larga lista de espera para amadrinar matrimonios, bautizos, quinceaños y primeras comuniones. Las afligidas vecinas de la zona le llevaban a sus maridos briagos o mujeriegos para que los regañara. “Ya no lo vuelto a hacer, señora Alfaro”, le contestaban contritos y cabizbajos.
Además de mi madre, fue mi mejor amiga, mi cómplice plenipotenciaria y mi compañera de parrandas durante sus últimos veinticinco años. En un recital de Jaime López le tocó el pandemonium desatado por un fan delirante que, en su éxtasis, tomó el extinguidor y lanzó el polvo tóxico contra artistas y público en La Casa de la Paz.
Cuando descubrió que frecuentemente organizaba reventones en mi departamento, propuso que algunos se trasladaran a su casa, para compartir la diversión. Yo ponía los tragos y ella la comida. En uno de ellos logré escandalizarla: llevé a mi amiga Silvia Tomasa Rivera, quien se robó la noche con bailes y poemas. Conchita estaba acostumbrada a ganar todos los torneos de mujeres bravías, tequileras, gritonas y de opiniones mandonas y ultraliberalísimas. “¡Qué bárbara esa Silvia, me comentó al día siguiente, y qué lindos poemas!”
         El 13 de septiembre de 1991 despertó con dolor de estómago. Si hubiera temido una enfermedad grave habría acudido a un médico particular. Pensó que era un achaque y se confió a su querido Seguro Social de jubilada, no en balde había cotizado quincena a quincena durante cuarenta y tantos años. Siempre le daban unos cuantos calmantes y le exigían que bajara veinte kilos. Esta vez la internaron de inmediato.
         Pasé casi cincuenta horas sentado en las salas de espera, leyendo José y sus hermanos, de Thomas Mann. Los médicos me dijeron que había que operarla: algo de la vesícula, no muy grave. Parece que además de la vesícula hubo algo con el páncreas, una segunda operación en veinticuatro horas de la que no despertó.
Nunca me enteré bien: los médicos y las enfermeras cambiaban de turno a cada rato –nos trasladaron en ambulancias: ella en camilla y yo a su lado, a tres hospitales: Iztacalco, Balbuena y Centro Médico- y sólo ofrecían explicaciones evasivas, lacónicas, confusas.
La enterré el 17 de septiembre de 1991 en el Panteón de Dolores, junto a sus padres y a Trini (quien había fallecido por infarto en la propia oficina aduanal de Conchita, en el aeropuerto, unos quince años antes, cuando la bíblica prole de Trini se trasladó de inmediato, en caravana, a casa de Conchita, por cuya herencia llevan más de diez años mediomatándose). No he vuelto a esa casa desde el día que Conchita murió. Tampoco he querido tratar desde entonces a los “hermanos de José”, digo, de Joaquín.
Enjugué mi solitario dolor con algunas páginas de fray Luis de León, en su Exposición del Libro de Job: “Mis faces se enlodaron con el lloro, y sobre mis pestañas sombra de muerte... Porque el lloro mana del corazón, que se derrite en lágrimas cuando está triste. Y véase que la aflicción es mucha, pues el llanto tan grande que le ensuciaba la cara, y le cegaba los ojos: que eso es cuando dice mis faces se enlodaron con lloro; porque el agua de las lágrimas que le bañaba el rostro, y el polvo que sobre ella caía, se convertía en lodo en las mejillas, y ni más ni menos lo que añade, que sobre sus pestañas sombra de muerte, es decir, que del llorar le nacían tinieblas en los ojos, que suelen cegar con el lloro: porque lo negro y lo tenebroso, y lo que es noche y oscuro, es muy vecino a la muerte, que se oscurece y envuelve en tinieblas la vida”.