domingo, 1 de noviembre de 2020

LA PELUQUERÍA DEL AMOR DE DIOS


LA PELUQUERÍA DEL AMOR DE DIOS

La peluquería no es un buen sitio para pacifistas ni para liberales, diría Flannery O’Connor. Armados de navajas y tijeras contra sus pobres parroquianos enjabonados y enmantelados, inmovilizados sobre el sillón reclinable como en un quirófano, los barberos pontifican en torno a asuntos terribles. Frecuento la Peluquería del Amor de Dios. Ayer hablaban de doña Marta Sahagún de Fox y del feminismo.
         –Que no nos salgan las feministas con la Madame Curie ésa ni con sor Juana Inés de la Cruz. Las féminas realmente existentes, realmente beligerantes en México, son sólo doña Elba Esther Gordillo, doña Rosario Robles y doña Marta Sahagún de Fox. Ellas resultan la coronación lógica del feminismo mexicano, como Stalin lo fue del comunismo soviético.
         Hay un extraño placer en carcajearse cuando la navaja del peluquero nos roza el cogote.
Seguramente en los salones de belleza dirán que la coronación lógica del machismo, que los varones realmente existentes, realmente beligerantes en México fueron don Carlos Salinas, don Vicente Fox y don Orlando Magaña, el “Chacal de Tlalpan”.
         Al barbero de la Peluquería del Amor de Dios lo aterran doña Elba Esther Gordillo, doña Rosario Robles y doña Marta Sahagún de Fox, porque creció en vecindades y novenarios y conoce la prepotencia de las cacicas iluminadas, sobre todo cuando invocan a Dios, la Familia y la Patria. Todas las cacicas son terribles.
Y milagrosas. Desde que Brozo dispone de un noticiero en la tele, nuestro barbero ha depurado sus gustos y ya no lee La Jornada, diario dirigido por una dama parsimoniosa, doña Carmen Lira, dedicado de tiempo completo a linchar especialmente a otras mujeres, como doña Elba Esther Gordillo.
El milagro –mucho mayor que cuantos pudieran prodigar san Juan Diego y san Judas Tadeo–, está en que hasta hace poco tiempo, y durante muchos años, precisamente en ese periódico dirigido por tal digamos égida, destacaba una fémina intelectual, editorialista de planta, contumaz y sistemática, que se firmaba precisamente doña Elba Esther Gordillo, y cuyas espesas, pedantescas y pontificales peroratas aparecían muy destacadas cada semana. Fue durante más de un lustro la intelectual orgánica de ese periódico: Elba Esther Gramscillo.
-¿Cómo ocurrió que La Jornada admitió primero, reverente, a tal enjundiosa “intelectual de izquierda”, desde luego incapaz de redactar tales digamos artículos, y luego se ha dedicado a perseguirla como a las brujas de Salem? ¿Ha dejado doña Elba Esther de privilegiar a “su” periódico de tantos años con los generosos fondos del SNTE? –Los barberos de la Peluquería del Amor de Dios evacuan preguntas muy inoportunas.
A veces, sin embargo, las cacicas se reconcilian. A principios del sexenio de Fox se perseguía en ese ya no leído diario a doña Sari Bermúdez, que porque eso de “Sari” era una cursilería inadmisible para feministas de izquierda (digamos: como si la periodista Lira se atreviera a firmarse “Carmeli”), y sólo se la voceaba como doña Sara Guadalupe Bermúdez, según rezaba su documentada credencial de electora; y se sacaban a relucir todos los días sus (desde luego inolvidables) pifias periodísticas en adulación de doña Marta Sahagún. Ahora vuelve a ser la bientratada pontífice cultural Sari Bermúdez. ¿“Carmeli” ya le tolera el “Sari”? Abracadabra: ¿Fondos del CONACULTA?
Mi peluquero tampoco comprende mucho la histeria que recorrió la ciudad a partir del asesinato de toda una familia, sirvientas y visitas (subtotal: 7 cadáveres al pastor) en Tlalpan. Siempre han ocurrido semejantes horrores, dice. Lo asombroso es que no se presenten más a menudo.
-Póngase usted a caminar durante una hora, a ver cuántos policías encuentra disponibles por la calle. O a ver cuántas patrullas están prestas a atender a un quejoso. Cualquiera podría ponerse a matar a cuanta gente quisiera, sin ton ni son, y a ver quién lo detiene. No hay que admirarse de las malas aventuras que puedan ocurrirle a uno fuera (o dentro) de casa, sino de que no le ocurran todo el tiempo, a toda hora.
Hay quien sospecha que detrás de toda noticia terrorífica se esconde una mentalidad privilegiadamente sádica, mefistofélica: los genios del mal. Pero mi peluquero sabe más: con mucha frecuencia las mayores maldades son simples productos banales de la estupidez y de la cobardía. Hanna Arendt dixit.
A veces quien mata a muchos y con escandalosa saña es que no sabe delinquir “técnicamente”, como todo un acróbata o prestidigitador del bandolerismo. Si contásemos con una buena policía no les quedaría otro recurso a los delincuentes que perfeccionar sus técnicas, y volverse Flambeau, Fantomas o Rififí, para eludir a eficaces gendarmes y sabios detectives; con la policía burda y chilapastrosa que tenemos les basta drogarse, emborracharse o envalentonarse, y agarrar un bat, un puñal o una pistola. Y ya estuvo. Se garantiza el 98 por ciento de impunidad.
El asaltante estúpido mata a batazos a todas sus víctimas amarradas, acaso amordazadas, porque no supo ni pudo asaltarlas de otro modo; y por cobardía: para que no vayan a acusarlo ni a vengarse. El final tiro de gracia es nomás una rúbrica pretenciosa para darse taco, para firmar su hazaña como todo un sicario de narcotraficantes, el oficio más codiciado por nuestro desempleo.
Todas las peluquerías me parecen enciclopédicas. Parte de la sesión pudiera dedicarse a discutir las ortodoncias, endodoncias y odontologías de doña Marta Sahagún de Fox: ¿Cómo es posible que a toda una Primera Dama le hayan empotrado una dentadura tan desproporcionada, intrusiva, abusiva y protuberante, que se resuelve en una dicción seseadora aniñada, de risa loca?
El pobre parroquiano no puede impedir que el tenaz peluquero maniobre con su intimidante navaja sobre el cogote, a la vez que pontifica de doñas, doños (que los hay) y asesinos.  
-Para como vamos –vuelve a fulgurar su navaja sobre mi cogote– alguien torvo e idiota nos asesinará a todos con saña en poco tiempo. Váyase a confesar hoy mismo. Y nos asesinará “vivitos”, no le quepa a usted la menor duda. ¿O qué pretende? ¿Que nos sede con diazepam, misericordioso, antes de tundirnos a batazos?



jueves, 1 de octubre de 2020

EL ESTANQUILLO


EL ESTANQUILLO



Le decían don Arturo incluso los clientes más viejos que él, que eran la mayoría, pues no resultaba nada atractivo para los jóvenes ese estanquillo destartalado y casi vacío, con su estantería apolillada y mugrienta, apenas utilizada por aquí y por allá con unas cuantas mercancías baratas que nadie sabía desde cuándo se empolvaban.

     El estanquillo era un homenaje orgulloso a la desolación, una especie de nirvana doméstico que sobrevivía a las vueltas del tiempo: había durado décadas en esa calle céntrica, en los bajos de un hotelucho abandonado y en litigio, con sus vidrieras imperturbables, que ya de tan viejas no podrían cambiar más, sino hacerse más ellas mismas a la vez que, en frente y en torno suyo se alzaban y derrumbaban edificios, se abrían y cerraban nuevos comercios y empresas, florecían y decaían novedades; y todo moría, en fin, menos el estanquillo pardo de los cigarros más baratos y de las más viejas latas de sardinas.

     Simplemente por rutina, algunos de los empleados y vecinos se habían hecho al hábito de comprar ahí cualquier cosa, mejorales o refrescos, y a las horas ajetreadas muchos clientes preferían el estanquillo polvoriento a hacer colas en las tiendas más o menos prósperas del rumbo.

     Además, y de ahí provenía el milagro de que sobreviviera en su ruina, la esposa de don Arturo vendía unas tortas famosas (alguien aseguraba que el secreto estaba en el chipotle) a precios exagerados, pero no se dejaba llevar por su éxito: en cuanto se agotaban las tortas de la canasta habitual, la señora alzaba su mesita de la puerta del estanquillo y desaparecía en la trastienda.

     Don Arturo no tenía una presencia muy respetable; era una figura larga y flaca de cuero correoso percudido, con la nariz chata sobre un amarillento bigote hirsuto y una desdeñosa sonrisa desde el hueco de dos dientes.

     Y no provocaba temor alguno, sino una especie de incomodidad de molestarlo: a tal grado mostraba su carácter absolutamente solitario, como si alguna vez hubiera decidido para siempre, y lo hubiera cumplido con terca fidelidad, mandar a todo el mundo al carajo, incluyendo por supuesto a su mujer, a la que apenas gruñía, y a sí mismo: se llevaba a cuestas con desagrado y total descuido, y hasta se diría que con un fatigado e incorregible tedio por su propia persona.

     Sin embargo, don Arturo tenía una fuerza y una salud geológicas: nadie lo había visto enfermo, y si bien es cierto que no mostraba más señales de alegría que algunas infrecuentes risillas de compromiso ante algún chiste obsceno o ante un comentario malévolo sobre asuntos deportivos, tampoco se le conocían claras expresiones de tristeza ni de nerviosismo, mucho menos de hartazgo o de desesperación.

     Era una vieja máquina de refrán, de las que no se rompen ni se descomponen, y que sobreviven a las relucientes innovaciones débiles.

     Abría el estanquillo sin esperanzas, lo atendía sin ambición y sin prisas, y lo cerraba sin mayor fastidio que aquel con que había comenzado el día.
Nadie sabe cómo llegó a establecer el estanquillo, aunque las opiniones se inclinan, como sucede con todos los chismes, por los lugares comunes de la vieja literatura: la tiendita ya estaría en ruinas cuando el joven Arturo, que no encontraba empleo donde ahorrar ni prosperar, sino puras chambas para apenas irse manteniendo, conoció a la que sería su mujer, que no era joven ni guapa, y que a duras penas sostenía a la madre enferma y viuda en la trastienda.  Como en las viejas novelas.

     Pero ante una figura como recortada de una amarga novela del siglo XIX, no falta quien extrañe un toque romántico.  En días pasados escuché, a manera de explicación de su carácter, esta probablemente falsa versión de la hora --acaso los minutos-- que le decidió el destino.

     Resulta imposible, desde luego, imaginarse alguna vez guapo y fogoso a don Arturo, aunque ahora apenas pasara de los cincuenta años, pero en fin, alguna tarde estaría ya ahí, casi adolescente, recién instalado con la huérfana, tratando de remendar, pulir y barnizar los viejos muebles, de poner orden en la contabilidad y, en suma, de irle arrancando al negocio, gota a gota, la utilidad diaria que, sabiamente invertida, se dice, constituye la base de la noble riqueza, del éxito vivificante y del bienestar familiar.

     Mi narrador, ciertamente anciano y nostálgico y rencoroso de la juventud perdida, con algo de desengañado moralismo oculto en la urdimbre de su relato, recurre demasiado obviamente a dos mecanismos ya desprestigiados: 1) condensa la historia de una personalidad en un solo motivo, en una palabra única, como si la conducta --y sobre todo la conducta que dirigiría un destino-- no admitiera necesariamente múltiples causas, y 2) desde luego: Cherchez la femme.

     Pero en fin, asegura que el muchacho Arturo, crecido en la orfandad y en la pobreza, y acostumbrado como muchos en esa situación a no esperar nada de la vida para el día siguiente, sino apenas la milagrosa existencia del minuto actual, se había ensoberbecido a tal grado con el golpe que esa fortuna le traía, con una mujer fea y jamona pero estable, un sitio detrás del mostrador, que dio por soñarse un futuro cada vez más promisorio: la vida le abría las primeras puertas del castillo, ya vendrían a continuación las escalinatas, los pasadizos, las cámaras, las arcas y los torreones.

     Desde ese mismo sitio detrás del mismo mostrador, veía pasar a un ejecutivo joven que tenía oficinas en el rascacielos de enfrente; ya no lo miraba con la anterior indiferencia díscola, escondida en un semblante casi brutal de tan amargo, sino con una especie de modesta veneración, pues en él veía minuciosamente dibujado su propio futuro: el aspecto de salud firme y floreciente, los ademanes instantáneos del hombre acostumbrado a mandar y que automática y tranquilamente se hace cargo de cualquier situación inesperada, para resolverla con limpieza y reinstalar el curso normal de las cosas; los rasgos sensuales, casi paradisiacos, de un rostro y un cuerpo ciertamente atractivos que sabían disfrutar de los goces sin avidez, sin riesgo y sin gula, hasta con alguna regia condescendencia, como si los propios placeres y las comodidades quedaran muy obligados de que tal señor los admitiera.  Y claro: ¡la femme!
Había una secretaria ilustre. Tanto lo parecía, que el joven Arturo no podía ver a las altas damas en las secciones a color de los periódicos sin extrañarse (e indignarse) de no encontrarla. Algún matiz adúltero debió haberse cocinado entre la secretaria ilustre y el ejecutivo joven, porque dieron en reunirse frente al estanquillo, ya cuando él la recogía casi anónimamente en su automóvil inverosímil o cuando, más terrenos y precipitados, simplemente se veían y echaban a caminar hasta perderse en la siguiente esquina.

     Quizás los hombres maduros o los chamacos "palurdos" (aquí adjetiva mi galdosiano narrador) hubieran deseado a la brillante dama simplemente por instinto y con apremio, pero el joven Arturo era mucho más delicado que eso; ni siquiera sentía celos de que la poseyera el ejecutivo joven, incluso le parecía justo; los miraba reunirse o separarse con una especie de solidaridad inocente y alegre: al fin y al cabo redundaba en provecho suyo, ya que el propio futuro que veía como dibujado en el ejecutivo debería traerle, a su debido tiempo, una secretaria equivalente. El ejecutivo era como un anuncio de su propia fortuna: algún día sería como él.
    
     En esa mujer Arturo veía todo el esplendor y la fertilidad de la vida, y no comprendía cómo era posible que todos los hombres del mundo no estuvieran enamorados de ella, pues tenerla era como gozar del mundo entero entre los brazos.

     Llegó Arturo a cruzar algunas palabras con ambos, cuando entraban al estanquillo a comprar cigarros o pastillas de menta; los tenía al alcance de la mano, y estaba pronto a tendérselos al menor ademán que hicieran de dirigirse hacia él.

     Advirtieron la solicitud del dependiente, y algunos días lluviosos o aquellos en que debían esperar unos minutos, se guarecían ahí, donde no faltaban dos buenas sillas, apartadas para ellos con unos indescriptibles racimos de negras y abundantes uvas de plástico.

     Y ahí comenzó la tragedia un mediodía de marzo.  Ella lo esperaba nerviosa. El llegó lívido.  Al verlo, la secretaria ilustre soltó a llorar.  El se exasperó y trató de sacarla del estanquillo. Ella se aferró al mostrador y tiró una canasta de pan.

     Los clientes quisieron defenderla, pero ella los mantuvo lejos a telerazos.  Un momento después, el ejecutivo joven y la secretaria ilustre andaban jalonándose por el suelo, y hablando de la noche anterior, de (ella) una fiesta que al parecer (él) no había existido y (ella) de otra secretaria que, según le oía Arturo jurar al ejecutivo, tampoco existía sobre el planeta.

     Lo demás, me dicen, apareció en los periódicos.  Los clientes, que se habían mostrado partidarios de la muchacha, pronto la agarraron contra ambos, y ninguna ocurrencia ni súplica de Arturo pudo impedir que los demás clientes los echaran de su propio estanquillo.

     En la calle, ya sin recato alguno, ya en trizas, siguieron insultándose con mayores majaderías, e insultaban también a una docena de nombres que a Arturo le parecieron asimismo propios de toda una realeza de ejecutivos jóvenes y secretarias ilustres, y a sus padres y madres, y también al Puerto de Acapulco y a "tu pinche Nueva York"; a varias marcas famosas de perfumes, vestidos y automóviles, y hasta a algún bolero de éxito que en absoluto hablaba de violencia.

     Y no era que, para entonces, la secretaria tuviera ya rotas las medias ilustres y el hermoso vestido en jirones, ni que al ejecutivo le escurriera un hilillo de sangre por la comisura izquierda de la boca, sino que a Arturo le pareció que el mundo se había desordenado y que estaban ocurriendo cosas que jamás deberían tener lugar. Y menos aun después, cuando Arturo vio que ambos, frenéticos, odiándose como nunca había sabido que nadie odiara en el mundo, ante la muchedumbre que alrededor de ellos formaba un corro y con temor a la policía y al escándalo,  abordaron con estruendosos portazos el automóvil inverosímil y se alejaron a escape abierto, gritándose y manoteándose dentro del coche, sólo para ir a estrellarse minutos después y caer desde un puente del Circuito Interior --al parecer de los peritos, fue la mujer quien, con intención suicida, aprovechó el calor de la discusión para jalonear y desgobernar el volante y pisar hasta el fondo el acelerador.

     A partir de entonces, cuenta mi narrador, Arturo perdió toda fe en el género humano. "La ira, pensaba, qué terrible".  Si aquellos de entre los hombres que mejor se parecían a los dioses, llegaban a enloquecer y a destruirse de ese modo, ¿qué no podía esperar él, pobre tendero, de su propia y opaca mujer?

     Pensaba que todo era inestable en este mundo, como en la víspera cierta de una catástrofe, a la vez que espiaba estrictamente a su seca mujer, aterrorizada del terror de su marido. ¿Cuándo estallarían? ¿Cuándo perderían el control de sí mismos?

     El filosófico Arturo se convenció desde entonces de que algún día terminaría ahorcando a su propia mujer, o a sí mismo, o a cualquier persona con la que llegara a involucrarse, y sólo debido a la fatalidad, motor único del mundo en desastre.

     Y ya sin el aliciente de la cúspide, los escalones inferiores de su ambición, uno a uno, como fichas de dominó, se le vinieron abajo sobre su atribulada cabeza, y el estanquillo volvió a su decadencia anterior, y aun la decantó y perfeccionó con una pátina más minuciosa, celebrando así una vez más el triunfo del desengaño y de la acedia sobre las coloridas baratijas de la ilusión atarantada e inexperta.

     Había yo tolerado a mi narrador demasiado tiempo y traté de despedirme, un tanto molesto porque impune e inadvertidamente se utilizara a un buen señor, quizás algo misántropo e indolente, pero nada más, para propagar chismes y supercherías de los que, por supuesto, don Arturo ni se enteraría siquiera, pero que ya eran parte suya de algún modo, pues los creían sus clientes, que lo espiaban para encontrarle entre las arrugas de un guiño algún deshilachado remanente de la fe y la ambición perdidas; pero mi narrador me retuvo, tomándome del brazo:

     --Hombre, no se vaya: falta lo más importante.

     --¿Eh?

     --Claro: falta el chipotle.

     Y así fue como me contó que, en realidad, la tragedia del ejecutivo y de la secretaria vino a afianzar el hogar y a beneficiar a la esposa de don Arturo.

     Ella sentía que su marido, más joven y ambicioso, se le escurría entre los dedos: que ya no la necesitaba y que muy pronto la vería como un estorbo; estaba acostumbrada a pedirle casi nada a la vida y aun ese casi nada se veía en riesgo.  De modo que en cuanto Arturo perdió las ganas y las ilusiones para reducirse meramente a arrastrar los pies sobre los días, ella encontró algo más escaso que la intensidad o la felicidad: la certeza de conservarlo.

     Naturalmente el negocio fue decayendo, y la señora recordó, en este país de salsas enlatadas, alguna vieja receta de abuela sólo para sobrevivir en el preciso borde de la ruina, y empezó a bañar la tapa de las teleras en una generosa salsa de chipotle en escabeche, tan espesa y generosa que casi era un adobo.

     Sonrió cuando don Arturo, al constatar su éxito, le recomendó que no vendiera más de las necesarias para ir cubriendo los rudimentarios gastos del día.

     "No hay que tentar al demonio (habría dicho don Arturo, con una mentalidad demasiado semejante a la de mi narrador), no hay que tentarlo con deseos muy vivos, porque entre mayor sea el salto, más duro llega el ramalazo".

     Por mi parte, me he esmerado en no recordar esta historia cuando entro al estanquillo, y mi paladar no distingue el chipotle prodigioso de esas tortas del sabor de cualquier marca de chiles enlatados; pero a veces me pongo a pensar si mi acedo y anciano narrador no me estaría contando otra historia, su propia historia: lo veo canoso y sarcástico, con la fácil carcajada de quien ríe demasiado; y me pregunto si él, oficinista veterano y desganado, emérito padre de familia con no sé cuántos traspensamientos contra la familia y contra la moral de las nuevas generaciones, y en fin, hombre de su tiempo que después de una larga vida, llegó a concluir que no hay mayor destino humano que irla pasando, no tendrá por ahí una resquebrajadura historiable y un Cherchez la femme!.

     Acaso también él, como todos, haya aprendido finalmente a reducir sus dones y sus ambiciones hasta la escueta habilidad de mantenerse al borde preciso del abismo, al que de repente se asoma un poco, como turista, sólo por nostalgia de aquellos juveniles vértigos, sabiamente superados.

     Sospecho que algo así irónicamente y a trasmano, quiso decirme: noto cierto brillo ambiguo en sus anteojos pesados cuando, a la hora de la comida, pues ya también contraje ese hábito, engullimos en la acera, a las puertas del estanquillo, las remojadas tortas en chipotle con sus traslúcidas rebanaditas de jamón.


martes, 1 de septiembre de 2020

LA BÚSQUEDA



LA BUSQUEDA





Mercedes llegó a una esquina.  Un señor esperaba la señal del semáforo para cruzar la calle.
--Perdone, ¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--¿Que qué?
El señor alzó los hombros y cruzó la calle. Mercedes llegó a otra esquina, donde un muchacho hojeaba una revista en un puesto de periódicos.
--Perdone, ¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--¿A Juvenal Mendoza?
--Sí, a Juvenal Mendoza.
--Oye cuate, ¿conoces tú a Juvenal Mendoza?  Ya lo ve, señora: aquí no conocemos a ningún Juvenal Mendoza.
--Muchas gracias.
Mercedes pasó con su niño en brazos frente a una iglesia que inevitablemente le recordó la de su pueblo, aquella vez que entró con Juvenal.  La iglesia estaba vacía y por las ventanas caían chorros de luz que le daban un color como de sueño.  Se fueron a hincar al comulgatorio y él, fingiendo la voz gangosa del cura, preguntó:
--Señorita Mercedes Rodríguez, ¿acepta usted por esposo al señor Juvenal Mendoza?
--¿Qué digo tú?
--Pues lo que quieras.
Se puso roja roja y, aparentando firmeza, contestó:
--Pues yo sí quiero.
--Señor Juvenal Mendoza, ¿acepta usted por esposa a la señorita Mercedes Rodríguez? --se preguntó Juvenal a sí mismo y se contestó de inmediato--: Sí, padre. --Y la besó largamente como en un final de película.
--Perdone, ¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--¿A un muchacho moreno, de 1.65 de estatura, flaco y como de veintidós años?
--Sí, a ése.
--¿Tiene los ojos negros, chiquitos; la nariz aguileña y un lunar en la mejilla, al lado izquierdo de la boca?
--No, Juvenal lo tiene al lado derecho.
--Entonces no lo conozco.
--Muchas gracias de todas maneras.
Siguió caminando con su niño en los brazos, preguntando en peluquerías, misceláneas, supermercados, librerías de viejo, hasta llegar a una fonda donde una matrona enorme gritaba a cocineras y galopinas que se apuraran con las verdolagas para la mesa 5 y el pollo al hongo para la 2.
--Perdone, ¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--No, mujer. ¡Eh tú, Francisca, talla bien esa cuchara, luego los clientes me vienen con reclamaciones!
--La estoy lavando bien, señora.
--Más te vale: una queja más y te echo fuera.
--Está bien, señora.
La fonda tenía un evidente aire provinciano, hasta lucía adornos de papel de china de muchos colores, como los que había en la plaza del pueblo de Mercedes cuando el Baile de la Independencia.  Después de gritar ¡Viva México! hasta enronquecer, empezó la fiesta.  Toda la gente bailó y bebió durante horas. Como a las tres y media de la madrugada Mercedes aceptó irse a dormir con Juvenal, pero el hermano de Mercedes, que ya se traía una buena borrachera, se dio cuenta y les salió al paso:
--Oye cabrón, ¿a dónde te llevas a mi hermana?
--Ella quiere irse a mi casa, compadre.
--Tú te la llevas y yo te rompo el hocico, hijo de la chingada.
--Pues nos lo rompemos de una vez.
--Como quieras, cabrón.
Pero el hermano de Mercedes no alcanzó a dar ni tres pasos. Se tropezó con una silla, o alguien le metió el pie, y fue a dar al suelo de bruces, bañado en cerveza. La gente rió, Juvenal tomó a Mercedes y se la llevó a su casa muy abrazada de la cintura.
--¿A quién me dijiste que buscabas?
--A Juvenal Mendoza, señora.
--¿A Juvenal Mendoza?  Oye viejo, ¿conoces tú a Juvenal Mendoza?
--¿Juvenal Mendoza? No, no me suena.
--Bueno, así se llamaba. Pero ahora puede decir que su nombre es Javier Solís o Jorge Negrete.
--¿Y por qué vienes a buscarlo aquí?
--Porque él me dijo que se venía a trabajar a México.
--¡Mujer! ¿Cómo esperas hallarlo en una ciudad tan grande sin saber su dirección?
--Pues buscándolo.
--¡Qué tonta eres, muchacha! ¿Y para qué quieres verlo?
--Para decirle que ya no me ande con habladas de que soy mula, porque ya le di un hijo.
--¡Válgame Dios! ¿Y siquiera es tu esposo?
--Nos íbamos a casar, pero luego me dejó para venirse a la capital, que a trabajar de peón en una obra. Y no me quiso traer porque dijo que para qué quería una vieja que no le daba hijos, que era como quien dice nada más un adorno.
--Vaya, vaya... ¿Y piensas dar con él?
--Pues como dice el dicho: El que busca encuentra.
--¡Pero no entre millones de personas!
--Quién quita...
--¡Válgame Dios! ¿Ya comiste, mujer?
--Anoche me regalaron un taco.
--¿Ni siquiera traes dinero?
--Apenas si ajusté para el pasaje.
--Bueno: Paulina, sírvele un poco de sopa a esta muchacha. Y a ver si hay algo de leche para el niño.
--Lala, mira que te está cotorreando nomás para comer de gorra.
--Tú cállate, cabrón, que si no me hubiera fajado las enaguas desde un principio, me habrías hecho la misma gracia. Y apúrate con la cuenta de la 3, en lugar de estar metiéndote en lo que no te importa.
--Está bien, está bien, pero no te enojes, Lala.
Como acróbatas de circo, las meseras repartían platillos y recogían trastes rápidamente, saltando entre las mesas atiborradas de empleadas y obreros que comían de prisa, pero sin dejar de llevar con los pies el ritmo de una canción de Sonia López que tocaba la sinfonola.
--¿Y cómo lo conociste?
--Juvenal era amigo de mi hermano. Al principio quería casarse conmigo, pero me dejó cuando se vino a México, que porque yo era una mula...
--Pinches hombres: ¿ya está lista esa cuenta de la 3, con un demonio?
--Cuando sentí que le iba a dar un hijo, pensé en buscarlo para decirle que ya no me anduviera echando calumnias.
La matrona le ofreció empleo en la fonda, mientras se hacía de algunos ahorros para continuar la búsqueda, pero Mercedes no quería perder tiempo, y siguió caminando y preguntando todo ese día. A la noche se sentó en una banca de un parque y esperó a que pasara algún muchacho, para preguntarle si conocía a Juvenal Mendoza. Al muchacho elegido, de no malos bigotes, no le sonó el nombre, pero le preguntó a su vez si ella conocía a Felipe González.
--¿Felipe González?  Así como Felipe González no, a Jesús González sí, en mi pueblo...
--Pues estás teniendo el gusto de platicar ahorita mismo con el meritito Felipe González --dijo el muchacho.
A Mercedes le gustó mucho la risa de Felipe, y sus dientes de oro y sus patillas, y unas botas vaqueras un tanto raspadas, y se fue a dormir con él a su cuartito de azotea. Era alegre y hasta cantaba un poquito, y se dedicaba a vender en abonos. A la mañana siguiente Felipe la invitó a que se quedara a vivir con él, pero Mercedes no podía perder tiempo.
Así que siguió caminando durante muchas semanas, preguntando a todas las personas con quienes se topaba si por casualidad conocían a Juvenal Mendoza.  Nadie sabía de ningún Juvenal Mendoza, hasta que se encontró a un grupo de albañiles que estaban comiendo en torno a un comal improvisado en mitad de un camellón:
--Perdonen, ¿conocen ustedes a Juvenal Mendoza?
--¡Oye, Juvenal, aquí te anda buscando una señora!
Juvenal estaba orinando junto a una barda. Se apuró, se sacudió, y volteó todavía sin terminar de cerrarse la bragueta.
--¡Meche, qué milagro!
--Ningún milagro. Te busqué por toda la ciudad para decirte que ya no me andes con habladas de que soy mula, porque aquí te traigo a tu hijo.
--¿Y nomás a eso veniste?
--Sí, nada más a eso.
--Bueno, es que se me ocurrió que ahora que dices que tienes un mi hijo, me ibas a pedir que nos casáramos y toda la cosa.
--No. Eso pensaba antes. Cuando empecé a buscarte me dije: "Quién quita y cuando vea a su hijo va a querer que nos casemos". Pero ya me acostumbré a buscarte. Te busco y te busco por toda la ciudad, y cuando tengo hambre voy a una fonda y pregunto: "Perdone, ¿conoce usted a Juvenal Mendoza?".  Nadie te conoce pero no me falta un taco. Lo mismo cuando necesito ropa, o zapatos, o dónde dormir. Así que ya te demostré que no soy mula y voy a seguirte buscando.
Los miraba con mucha atención un niño vestido de vaquero, con pistolas plateadas, estrella de sheriff y todo. Mercedes le preguntó si conocía a Juvenal Mendoza. No, no lo conocía, pero el niño en cambio conocía Alberto Suárez, que era cerrajero.
Mercedes le prometió que si en la amplia ciudad encontraba alguna vez a alguien que anduviera buscando a Alberto Suárez, lo mandaría primero a informarse con un niño vestido de sheriff. El niño estuvo de acuerdo y Mercedes se alejó con su bebé en los brazos.
--¡Oye Juvenal, si serás bestia! ¡La dejaste ir, y estaba re buena! --le reclamaron los albañiles.
Pero Juvenal no los escuchó porque estaba pensando en conseguirse un niño de brazos, y pasarse la vida preguntando por la ciudad si alguien conocía a Mercedes Rodríguez.    


sábado, 1 de agosto de 2020

LA BONDAD DEL HOMBRE LOBO


LA BONDAD DEL HOMBRE LOBO




En la vida del ingeniero no pasaba nada, ni siquiera la ingeniería: era, aunque ejecutivo, un empleado más.

     Durante los primeros años de su matrimonio, al menos su mujer estaba llena de noticias a la hora de la cena: las novedades de la reciente ama de casa y de cómo iban creciendo los niños, pero a cierta edad los niños ya no quisieron compartir sus secretos, ni le quedaba a la señora nada doméstico por descubrir, de modo que al ingeniero y a su esposa empezó a no pasarles absolutamente nada a lo largo de cenas inumerables, diarias, idénticas, frente a la monotonía de la televisión.

     Le echaron al cansancio la culpa de su aburrimiento atroz; la recíproca compasión hacia sus falsas fatigas fue algo parecido a una novedad, que no duró mucho; sin necesidad de confesárselo tuvieron que renunciar casi simultáneamente al truco: cada cual sabía que ambos estaban mintiendo, y al tedio vino a añadirse cierta embarazosa certidumbre de hipocresía y ridículo.

     Dejaron de quejarse de sus "extenuantes" jornadas y trataron de asumir su tranquilidad modesta, su hogar dulce, sus muchachos sanos y enigmáticos, su amor domesticado.

     Pero se volvía ya tan difícil que cada cual creyera que realmente estaba vivo, que era capaz de atraer al otro, y escalar no sólo la pasión fingida de las noches de amor sino aun las horas que pasaban juntos para nada, que asaltaron a la señora jaquecas verdaderas y mil y un síntomas de enfermedades imaginarias.
     Eso sí fue novedad, y el ingeniero se avivó y sintió reverdecer su amor por su esposa; lo atormentó el remordimiento de darle una vida aburrida, de haberla arrastrado en su propia monotonía melancólica, y se esforzó por distraerla, por sacarla más frecuentemente al teatro, al cine, a restoranes, a bailar --pero no surtió efecto duradero: tampoco afuera pasaba nada, y uno bostezaba y la otra tragaba tranquilizantes cada vez más fuertes.

     Apenas tenían más de treinta años y ya se sentían viviendo horas extras.

     La desdicha es la madre de la imaginación, y para salvar a su esposa y reanimar su vida familiar, ocurrió que el ingeniero dio por contar mentiras: jamás llegar a casa sin una noticia emocionante, que alargara la sobremesa, le provocara a su mujer orgullo, odio, celos, inquietud, algún sabor de victoria o derrota, y la pusiera a cavilar de tal modo, para aconsejar a su marido, que se le olvidaran las jaquecas y la hipocondria; los días se le hicieran pequeños, y llegara a la noche animosa y estimulada, pronta a recompensar, proteger, castigar, consolar al intrépido ingeniero, que tantas batallas libraba en el mundo ingrato, exterior y peligroso.

     El caso es que esta idea no fue tanto del propio ingeniero (a quien nunca se le ha ocurrido nada) sino de este subalterno borrachín y truculento, para servir a ustedes.

     Pero no le voy a disputar méritos a mi entonces jefe, que es además mi leal y viejo amigo, de esas almas de Dios con principios sólidos --como la lealtad y la amistad--, al grado de emplearme aun o precisamente cuando el trago, algunas anomalías contables y mi jocosa y desordenada vida me tenían en bancarrota, después de seis ceses sucesivos en otras tantas compañías.

     Vagamente recuerdo la mañana que me presenté completamente borracho en la oficina (no para escandalizar, sino porque era día de quincena y andaba sin un peso). La maledicencia de los colegas y las mecanógrafas contra mis costumbres, mi pereza y ciertos gastos de representación amparados por comprobantes de cabarets exóticos, se alzaron en clamor contra mí, y me habrían linchado si el ingeniero (es decir, mi amigo el Tololote) no se hubiera interpuesto súbitamente, en un acto de decisión que me dejó perplejo y todavía más borracho.

     No podía creerlo: ¡él, fajándose los pantalones!

     El, que a los trece años, estrella del equipo de futbol americano, aún no sabía que "eso" tenía otros usos que el de hacer pipí, y abrió tamaña bocota y los ojotes como para echarse a llorar, cuando me digné explicárselo en un instantáneo curso audiovisual que arrancó las carcajadas de toda la flota.

     --¡Orden, señores, señoritas! ¡A sus lugares! ¡Y que no se vuelva a hablar así de nuestro mejor elemento! Quince minutos de un hombre de talento benefician más a la empresa que años de trabajo rutinario.

     Y miró a sus subalternos con cierta majestad, como si él no tuviera nada qué ver con los "años de trabajo rutinario".

     La majestad le sentaba bien: es un hombre grande, esbelto, duro y la edad le va confiriendo cierto perfil de cónsul romano.

     Me hizo servir un café mientras arreglaba que me subieran la nómina, para no extender el escándalo por pasillos y escaleras.

     No lo probé. Llevaba mi anforita de bolsillo.
     Esa mañana el mundo estaba más borracho que yo, pues el ingeniero, el Tololote (también conocido en la escuela como el Babas), me aceptó un trago que debió despellejarle la garganta: tomaba rara vez, muy poco y muy bueno.

     --¿Qué no puedes tomar otra cosa? --me dijo.

     Alcé la vista e hice un ademán resignado.  El era la hormiguita con puesto ejecutivo, patrimonio, ahorros, familia; yo, la cigarra endeudada: hecho un desastre, resignado desde hacía años a mi destino de perdedor. Además, cualquier cosa emborracha.

     Me tomó del brazo y me sacó amablemente del edificio, como si me hubiera dado un vahído o un infarto.  Ya en la calle:

     --Te invito a almorzar, ¿qué se te antoja?

     --Unos tragos.

     Y de pronto estábamos en una cantina tempranera.

     Me obsesionaba lo que el Tololote había dicho en la oficina: me hacía recordar algo de la prepa, cuando él salía de clase como atarantado de tanto tomar en serio a los maestros, con un caos de datos y charlatanería en la cabeza, y me preguntaba humildemente si yo sí había entendido tal o cual cosa.

     Yo siempre entendía las dos o tres cosas que los maestros, a fuerza de repetirlas como si estuviesen ante deficientes mentales (lo estaban), terminaban embrollando por completo.

     Le explicaba al Tololote expeditamente lo fundamental, y él se pasaba las tardes estudiando y haciendo nuestras tareas: como salían parecidas, algunas veces lo acusaron de copiarme, y aguantaba la tormenta como los buenos, hasta con la creencia de que merecía el regaño: al fin y al cabo el despejado del grupo era yo y ¡claro! ¡claro! El Tololote seguía siendo incapaz de inventar nada.

     Una vez el maestro de física quiso hacer un examen en el pizarron, no para calificar los resultados (casi todos los alumnos se equivocaban; sólo el Tololote acertaba por él y por mí), sino el proceso de cada operación, y ver dónde demonios estaba nuestra dificultad ante esos problemas que, según decía, en Japón los resolvían los niños desde primaria.

     Pasaron dos o tres alumnos: sencillamente no tenían la menor idea; pasó el Tololote, y lenta y pulcramente llegó al resultado correcto, sin saltarse ninguna de las etapas archididácticas que señalaba el libro; pasé yo, que no sabía nada: recordaba cosas dispares, y con todo aplomo fui armando un quimérico laberinto del que los imbéciles compañeros se reían más y más a cada cifra.

     El profesor veía en silencio, con extrañeza; se puso los lentes, cotejó su registro; me dejó terminar cuando ya el salón era un pandemonium y yo llegaba a una fórmula monstruosa, gigantesca.

     --¡Orden, muchachos, señoritas! ¡A sus lugares! ¡Y que no se vuelva a hablar así de nuestro mejor alumno! ¿Creen que quien ha sacado tan buenas calificaciones no puede resolver un problema tan sencillo? Se equivocan: trató de volar por sí mismo, de inventar y no sólo de remedar como mona o perico lo que dice el libro. Tengo que reprobarte por esta vez, muchacho: no se logra el éxito en el primer intento, pero debes estar más orgulloso de esta mala nota que de un diez por tareas rutinarias.  Quince minutos de un hombre de talento benefician más a la patria que años de trabajo rutinario.  Sólo usando sus propias facultades e inventando sus propias soluciones podrán llegar a algo en la vida, como los japoneses. ¿Quién sigue?

     Y todos se lo creyeron, hasta el Tololote: me miraba como si en mí resplandeciera un héroe.

     --Lo que dijiste en la oficina, eso de los quince minutos del hombre de talento...

     --Ya se te olvidó hasta sumar --me respondió--, tengo que volver a hacer todos los días todo tu trabajo. ¿Qué te pasa? Siempre fuiste el más brillante, el mejor. ¿Qué te pasa?  ¿Quieres deshacer tu...?

     Yo no quería deshacer nada: mi vida estaba casi deshecha desde que éramos chamacos.

     Me decían el Hombre Lobo (en realidad la Zorra, pero yo soy quien cuenta la historia): era ya tan feo como ahora, aunque seguramente más chistoso, con el hocico entreabierto y los dientes amontonados; grasoso, panzón y pelos de púas, que lucía con desaseo como si nada me importara en este mundo.

     Dicen que a esa edad se tienen ideales: yo ya sabía que no se tenía ninguno, como no fuera el de domesticarse y prepararse largos años para oficinista de mayor o menor rango.

     Para nadie estaban "todas las oportunidades abiertas", salvo las concedidas desde el nacimiento a quienes no las iban a perder por malas calificaciones.

     Me dediqué a irla pasando y al reventón. Lo bailado, ¿quién me lo quita?

     Claro que desde muy pronto el irla pasando se vuelve cada vez más difícil y el reventón más melancólico.

     A los diecisiete años me sentía, era un Don Juan; hace unos meses, en cambio, en una de tantas madrugadas en que se termina sin más dinero que para pagar a una prostituta vieja y patibularia, pero con la exaltación suficiente para amar como en película porno en la oscuridad de un hotel de paso, el espejo del luminoso baño nos reflejó cuando nos lavábamos, y solté mi carcajada  licantrópica (la misma con que asustaba en la primaria a las niñas que insistían en apodarme Zorra y no Hombre Lobo):

     --¡Mira! --le dije--, ésos somos y todavía estamos haciéndonos pendejos con que "¡ay, qué rico, ay, ay!"

     La mujer se abatió, se descompuso más, y soltó el gag de la película:

     --Trabajo por necesidad, no para que me insulten.

     Pero ahora se trataba de que al pobre Tololote no le pasaba nada en la vida, y que podía arruinar su hogar si no le empezaban a pasar cosas que lo volvieran interesante ante su mujer, y a ella ante él, y estaba por echar los mismos lagrimones de aquella tarde, también en la prepa, en que me confesó que había oído pelear a sus padres: se decían cosas como monigote, boba, bueno para nada, ya estoy hasta aquí de aburrida, ¿y tú crees que la paso muy bien contigo?, si no fuera por el pobre muchacho, etcétera. Se divorciaron, y poco después se reconciliaron: a cierta edad ya no hay cambios para bien.

     El Tololote, buen hombre, carecía de ambiciones y estaba dispuesto a sacrificarse. Su vida había sido un continuo miedo a equivocarse y una temprana sospecha de que ya había cometido un error irreparable. ¿Cuándo? ¿Por qué?
     Le habían dicho que estudiara y estudió, que jugara y jugó, que se portara bien y se quedó quietecito, que la ingeniería era una carrera próspera y se graduó, que esa muchacha simpática de tan buena familia y se casó; si le hubieran sugerido que qué lindo ser misionero en Africa, allá lo tendríamos destruyendo ídolos y repartiendo caramelos.

     No había modo de pervertirlo: quería a su esposa; la solución de otras mujeres, descartada, lo que era desde luego involuntariamente sabio: después de cuatro o cinco aventuras, todas son la misma ¡y cómo se añora la primera!

     Ah, Tololote, Tololote, ni modo de cambiarte y además ¿ya para qué?: igual que de chamaco, cuando te negabas con humildad y hasta con vergüenza a ir a las parrandas o a fumar mota, como si fueras (lo eras) demasiado bobo para ello; o cuando admirabas nuestras fanfarronadas marxistas o impías como una ciencia demasiado alta para ti, y tu papel de Tololote consistía en sacar el domingo a pasear al perro, ir con tus papás a misa y comer con los abuelitos.

     Vienes a descubrir hasta los treinta y tantos años que, salvo desastres, nada pasa en esta vida, como hasta los trece supiste que "eso" hacía otras cosas, además de pipí.

     Tanto mejor desengañarse temprano, aunque en cierta medida te convino enterarte tarde: la única diferencia es andar desabrido con dinero o sin él, pero es toda la diferencia.  De modo que ya hiciste mucho dinero y estás protegido, pensé, y no te quejes.

     Mientras yo pensaba estas cosas, él me miraba con ansiedad como si yo estuviera a punto de dar con la fórmula secreta, como aquella vez que inventé la física en el pizarrón.

     Fue entonces cuando se nos ocurrió fabricar noticias imaginarias para "reactivar" su hogar y a su mujer.

     Nada más fácil ni más divertido.  Como el Tololote era hombre serio y responsable, no quedaba otro ámbito que la oficina. ¿Por qué no asignarles a cada uno de mis malquerientes colegas de la oficina un papel adverso o favorable en una biografía imaginaria del Tololote?

     --Cierra la boca, Tololote, es muy sencillo...

     Lo era: podíamos imaginar que la mitad de ellos eran sus enemigos, que intrigaban para quitarle el puesto y hasta para mandarlo a la cárcel, alterando, destruyendo o falsificando documentos y cálculos, de modo que sobre él recayera la culpa de varios desastres que se cernían sobre la empresa.

     No sabía --según iba a relatarle a su mujer-- desde cuándo se venía desarrollando la conjura, pero había tenido que detener obras en proceso al descubrir, por casualidad, un presupuesto evidentemente ridículo, y que a varios pedidos sencillamente no se les había dado trámite.

     Convenía empezar por ahí, un gran misterio, para ir, día con día, sospechando de Alanís o de Cifuentes, de la señorita Vila o del ingeniero Márquez.

     Por lo pronto, debía llegar ahora sí "extenuado" a casa, después de haber supuestamente revisado y rectificado toda la documentación de los últimos meses.

     Sus superiores, desde luego, estaban furiosos, le contaría a su mujer: lo acusaban de negligencia criminal y hasta de fraude.
     --Pero ¿Alanís? ¿Cifuentes? --objetó--. ¡Si son excelentes personas...!  ¡Y la pobre señorita Vila!

     La pobre señorita Vila era una arpía más chaparra que yo e incluso a mí me duplicaba el peso: estaba enamorada de las tortas con chipotle del estanquillo de abajo, y devoraba diariamente media docena que se hacía traer, una a una, por el ujier esquelético y entrecano.

     Cierta venganza contra la apostura un tanto angelical del ingeniero, me inspiró para pegoteársela de aliada en nuestras intrigas imaginarias, lo que indudablemente provocaría suspicacia y hasta celos en su mujer.

     Yo sabía, desde luego, que el Tololote era el peor actor del mundo, y me reía para mis adentros de sus grotescas improvisaciones de la mentira  --él, que siempre decía la verdad--, pero al fin y al cabo sólo las representaría ante su ingenua esposa (eso fue condición fundamental), que era otra Tololota a quien le dijeron que estudiara y estudió, que jugara y jugó, que ese muchacho formal de tan buena familia, y se casó.

     --A grandes males, grandes remedios --le dije, y no entendió, pero como se trataba de un refrán lo acató (el Tololote nunca sabe qué responder a un refrán), y con gran éxito.

     Su esposa se angustió durante las siguientes semanas: se imaginó a Alanís y a Cifuentes como gángsters de televisión, y al ingeniero Márquez, tan cortés, como un verdadero hipócrita.

     Se ofreció a acompañar a su marido para ayudarlo en la revisión de documentos y para arrancarle los ojos a Alanís; le propuso que renunciara al empleo, y ya trabajaría en otra cosa: ella sabía hacer pasteles riquísimos, ¿por qué no ponían un restorán?  ¿Por qué no acudía de inmediato a la policía?  ¿Y de veras, estaba tan seguro el Tololote de que la señorita Vila era de confiar?, porque había agentes dobles, como la Mata Hari...

     La emoción, la intriga, el peligro efectivamente devolvieron la vida a ese hogar.  Todos los días el ingeniero me contaba su representación de la cena anterior y recibía su nuevo rol dramático para la cena siguiente.

     Me divertí muchísimo el día del aniversario de la empresa, en el gran banquete de los funcionarios y los principales empleados con sus esposas: la Tololota repartía miradas de odio, de agradecimiento, de suspicacia, de desconfianza entre los compañeros de trabajo de su marido, que desde luego la notaron un poco rara, como nerviosa, ahí todo el tiempo haciendo caras.

     --Tenemos que terminar ya con esto --me dijo el ingeniero días después--; no sé de dónde saca mi mujer que la señorita Vila es el cerebro de todo, para seducirme o por despecho amoroso... ¡la pobre señorita Vila!

     Yo ya sabía que las mujeres hermosas (la Tololota es bellísima, aunque una total timidez la obligue a vestirse todavía como colegiala, con vestidos claros y ligeros, muy holgados) atribuyen una diabólica inteligencia  a las feas, y quien hubiera visto y oído qué tan estrepitosamente la señorita Vila sorbía el consomé de res y el tuétano de un gran hueso que arrebató del plato de Cifuentes, podría imaginarse cómo la Tololota presintió que esa gorda pretendía sorberse a su marido.

     --Hemos estado calumniando a gente inocente y mi mujer se ha vuelto una fiera...
     Tuvimos que improvisar un fin un poco ortodoxo para una trama de misterio, y como malos novelistas policiacos, sacarnos de la manga un personaje de último capítulo que sirviera de chivo expiatorio: un agente de la empresa competidora había sobornado a los veladores, etcétera, etcétera.

     Solo y contra todos, el ingeniero había resuelto y reparado los problemas.

     La noche en que llegó a cenar a su casa, después de un supuesto juicio ante el Consejo de Administración, le dijo a su esposa: "Los vencí, los hice polvo"; bueno, es una noche que me debes, Tololote.

     Después del relativo éxito de mi farsa, ya no quedaba mucho qué hacer en la oficina y renuncié, porque al fin me había ganado un ideal: el de hacerme de dinero rápidamente, para seguir con mis vicios sin parecerle a nadie un sujeto desdichado.

     Omito el rubro de tal actividad, no por miedo a los soplones, que nunca leen, sino para evitar que a algún posible lector desempleado se le ocurra hacerme competencia.

     De modo que yo estaba muy quitado de la pena y sumido en un mundo semihamponesco, en el que pasan demasiadas cosas a cada minuto, cuando recibí, meses después de nuestro precipitado y chirle desenlace detectivesco, la visita del ingeniero.  Estaba furioso, fuera de sí, y tuve que dar gracias al cielo de que los ángeles no usaran pistolas. Prácticamente me asaltó y sus manotas me zarandearon por los hombros, como si estuvieran desarmando una silla (en la prepa el Tololote me llevaba 25 cm; cuando se graduó, 35).

     --¿Qué pinches ideas le has ido a meter en la cabeza a mi mujer?

     --¿Yo?

     Nuevos acontecimientos se habían precipitado sobre las tranquilas sobremesas nocturnas del hogar del ingeniero, tan aseado, ordenado, bien abastecido y modestamente confortable: una casa de muñecas de una chica bien comportada, pues.

     --No la he visto; no he sabido nada de ella desde el banquete de tu compañía.

     Me creyó: por esta vez acertó; me atareaban demasiadas preocupaciones como para perder el tiempo en el hastío de la vida de los Tololotes.

     Se dejó caer sobre el nuevo sillón de mi nuevo departamento y se llevó las manotas a la cara.

     --¡Se está vengando de mí!  Alguien se lo contó todo y me está pagando con la misma moneda.

     Se tardó dos o tres horas en aclarar sus propios pensamientos y en informarme mínimamente de lo ocurrido.

     Tuve que aceptar que a veces la torpe realidad imita a los genios, aunque con excesos de realismo y de parlamentos cursis o truculentos que una imaginación brillante jamás permitiría. ¡A la Tololota le estaban ocurriendo cosas, y se las contaba al marido en la cena!

     Se trataba de un vulgar y cotidiano robo: unos ladrones se habían introducido en plena mañana de día laboral al condominio de arriba, dijo, y habían escapado con gran botín en cosa de segundos.

     El vecino agraviado oyó ruidos cuando llegó a su casa y trató en vano de abrir la puerta, atrancada por dentro, continuó la Tololota. Cuando logró derribarla (exceso de realismo, digo yo: además de perder lo robado, tendrá que reponer o restaurar la puerta: ¿por qué no llamar tranquilamente por teléfono a un cerrajero? Ahorros son ahorros y de peso en peso etcétera), no se le ocurrió sino descolgar tamaño machete guatemalteco que adornaba su pacífica sala, y ¡bajar por las escaleras siete pisos, blandiendo el arma y profiriendo alaridos de apache!, en busca de los ágiles amantes de lo ajeno que ya andarían muy lejos, después de haberse descolgado hacia el edificio de junto, por la misma ventana que habían roto para entrar.

     Machete en mano, como personaje de película folkórica, el vecino despojado subió y bajó varias veces los siete pisos de escaleras, exigió revisar todos los departamentos y cuartos de servicio, interrogó a todos los vecinos y a sus sirvientas. Pero nadie había oído ni visto nada, ni siquiera el portero que seguía lavando coches frente a la entrada del edificio. La Tololota resplandecía al narrar el gran suceso.

     El botín primero consistió en una televisión con su videocasetera, pero conforme aumentaba el número de vecinos que lo escuchaban, la víctima acumulaba en su lista: equipos de sonido, computadoras personales, hornos de microondas, miles de dólares, docenas de centenarios, las joyas de su mujer, y hasta sus hermosos lentes Giorgio Armani y el álbum de fotos de la familia. ¡Todo se lo habían robado!

     Todas las vecinas se improvisaron de detectives y por supuesto cada cual desconfiaba de las demás, o se hacían alianzas de unas contra otras; la inspección de todos los departamentos había sacado a relucir escenografías íntimas que se prestaban a todo tipo de maquinaciones, como la colección absolutamente excesiva de cremas y perfumes de la viuda del E-402, que muchas veces llegaba con sobrinos diferentes, o el refinamiento de la recámara y las batas de seda del solterón del E-704, que todos los días andaba muy guapito y encremado, y en ropa sport, como si no trabajara en nada, ¿de dónde sacaba para destacar tanto? Ese era el sospechoso favorito de la matrona del E-901, decía la Tololota, cuyos ocho hijos eran los sospechosos que prefería ella misma. Pero ocurría que la de la voz, por su parte, creía ser objeto de miradas "inadmisibles" del vecino asaltado, que le había reclamado a gritos: "¡Cómo no va usted a oír nada! ¿Está sorda?", el cual a su vez, en lugar de apoyo recibió ultrajes policiacos: le exigieron facturas, sabiendo los policías muy bien, como desde luego lo sabían, que tales aparatos no podían ser sino de contrabando porque en esos años comprar derecho era cosa de pendejos.

     Cada noche el ingeniero recibía una nueva hipótesis sobre el posible ladrón que en hábito de vecino honorable convivía en el mismo edificio con ellos.  El Tololote, por lo demás, no se atrevía a investigar por su cuenta si el robo había ocurrido: corría el riesgo de exhibir a su mujer como mitómana o difamadora ante el vecindario.

     La Tololota casi desmanteló la casa para resguardar cuanto objeto pudiera representar algún valor en la casa de su hermana (donde se perdieron inmediatamente varios: los sobrinos suelen necesitar dinero).
     Como era natural, todos los vecinos podrían parecer culpables, por cínicos o por hipócritas, por modestos o dilapidadores.

     El ingeniero, que vivía atormentado por los remordimientos de haber difamado y mentido --tener remordimientos, ya es que te pase algo, ¿o no, Tololote?--, pensó en un principio que todo era idea mía, que incluso su esposa se habría confabulado con los vecinos para hacer como que sí había ocurrido todo aquello para beneficiar al monótono ingeniero con algunas noticias para la cena y "reactivar" la vida familiar.

     Nunca supe cómo terminó --si llegó a algún fin-- el Caso del Asalto A Través De La Ventana Rota, pero no se necesitaba sino imaginar lo rudimentario: primero, siempre en la versión de la narradora, los alterados vecinos formaron una hermandad instantánea contra cualquiera que fuera el malo; luego empezaron a recelar y a hablar mal unos de otros, a multiplicar cerrojos interiores, a organizar sistemas de alarma, a depositar sus valores en los bancos o en casas de familiares; finalmente, con el paso de las semanas, concluyeron en que el vecino despojado se merecía el castigo: ¿quién tiene tanto valor en su domicilio? ¿cómo sabían los ladrones que había que robar ese departamento y no otro?  Seguramente, en todo caso, las malas amistades: todo se paga en este mundo, y al que mal le va es que mal hizo, etcétera.

     De modo que, sin quererlo, asumiendo que al menos algo de ese caso hubiera ocurrido verdaderamente, la realidad y yo conspiramos para que algo pasara en la vida hogareña del ingeniero y de su mujer, o bien, si todo fue invención, desperté el ingenio de la señora Tololota.  En tanto sus muchachos crecían educados tal como lo habían sido sus padres y llegaban a la ocasión en que escucharían un altercado entre ellos, como le ocurrió al Tololote adolescente.

     Los Tololotes se separarán y reconciliarán; a cierta edad, ya lo dije, no hay cambio para bien, especialmente en aquellos que nunca han cambiado.

     Ultimamente he recibido frecuentes invitaciones del ingeniero para cenar en su apacible y muelle casa absolutamente doméstica, casi infantil; me las arreglo para llevar a las prostitutas más escandalosas, a fin de que por lo menos eso cause alguna animación en sus vidas.

     Veo con satisfacción la ansiedad, el deleite, la ávida curiosidad con que las almas puras buscan, aunque sea de lejos, algo del venenoso vértigo de los pecadores.

     De mí, ¿qué puedo decir, sino que siempre los atraigo, cada vez más feo, obeso y marcado por mis también rutinarios vicios?

     Seguramente les parezco una especie de ídolo exótico, un Buda mínimo que representa la total disolución.

     Tan soy un gran espectáculo para ellos que la Tololota es la única persona, y sólo últimamente, que me ha llamado Hombre Lobo y no Zorra; en agradecimiento, a la hora de los postres, lanzo en su honor una de mis carcajadas licantrópicas.

     La Tololota sí sabe, a diferencia de su cada vez más próspero marido, lo que significa "licantrópico": lo buscó en El Pequeño Diccionario del Hogar.