viernes, 1 de mayo de 2020

BREVE CONFESIONARIO PARA EL AÑO 2000


BREVE CONFESIONARIO PARA EL AÑO 2000





EL SÍMBOLO TERRIBLE

Las sociedades autoritarias y supersticiosas son ricas, innumerables en pecados. Nadie puede saber cuántos pecados cuenta en su nómina dilatada el catolicismo, y menos el mexicano, pues naturalmente también abunda en excepciones, en dispensas, en tratos preferenciales, en extraños agravantes, en vericuetos. No hay normas rígidas ni balanzas exactas: vgr. la pena de muerte no es asesinato, el dispositivo intrauterino sí.

         El problema del pecado, en comparación con el delito laico, está en que aquél desdeña la realidad, los episodios y las circunstancias, el daño comprobable que un delito realiza contra las personas; y en cambio extrema su calidad de metáfora y de símbolo: es una rebelión contra Dios y su creación.

         De ahí que aparte de las bagatelas de los pecados veniales (la gula de repetir postre), toda la Ley Católica se atiborre de puros pecados mortales condenados por igual con el infierno eterno. Usar condón, tomar la pastilla anticonceptiva, ver un video pornográfico; divorciarse, correrse una aventura amorosa o formar una unión libre, caen en el mismo rango mortal del secuestrador que asesina y mutila a sus víctimas.

         Y quizás, a fin de cuentas, aquellos episodios de la vida privada de las personas resulten más contundentes como pecados que un enorme fraude bancario o gubernamental, asuntos éstos de simple dinero —”Casi casi un problema de caja”, en la frase inmortal de Silva Herzog sobre la devaluación de 1982—, que suelen repararse con donaciones a los templos.

         No nos extrañe que los mayores narcotraficantes y los capos de la sanguinaria violencia organizada sean muy católicos, peregrinen a Roma y a Jerusalén, hagan bautizar y casar a sus hijos por prelados aparatosos, donen parte de sus horribles ganancias a obras de la propagación de la fe, acudan al Tepeyac de rodillas. No hicieron otra cosa los cruzados, los conquistadores y los encomenderos de la Nueva España.

         Un cacique matón, defraudador metódico de mucha gente, se considera en cambio un perfecto católico (con las bendiciones de algún obispo, su socio), y se encoleriza de que su hija se haya dejado manosear por el novio en el zaguán. “¿Qué hice yo para merecer esto?”, exclama con los ojos al cielo, como el santo Job.



MARÍA FÉLIX SÍ; MARYLIN MONROE NO

Salvo algunos episodios retóricos y más bien oportunistas (la reciente excomunión proclamada en la diócesis de Cuernavaca contra los secuestradores, de la que están curiosamente exentos los meros multiasesinos o los simples  multivioladores morelenses que no secuestran), los pecados que escandalizan a los Dueños de la Moral Pública, a los Dueños de la Tabla de los Pecados, son ciertos strippers masculinos en una obra de teatro para mujeres; algún anuncio panorámico de un brasier ciertamente generoso; los métodos sanitarios preventivos como el condón y la pastilla anticonceptiva; la exposición de un cuadro donde la Virgen María apareció con el bello rostro de Marilyn Monroe (como si no se hubiese hecho antes lo mismo, y en cine: Tizoc, con el rostro menos ingenuo de María Félix); la enseñanza escolar de la fisiología de la reproducción humana; las dudas sobre la existencia histórica del indio “Juan Diego” del siglo XVI, a quien nadie conoció en vida y del que no hay restos físicos ni testimonios históricos válidos en un análisis académico; los libros escolares oficiales que hablan de Hidalgo, de Juárez o de las Constituciones de 1957 y 1917; el cientificismo o el positivismo de ciertos intelectuales o funcionarios (Carpizo) que no aceptan como verdad plena las ocurrencias, los intereses, o las “certezas morales” de los prelados, y piden “pruebas” sobre el supuesto martirio del Cardenal Posadas por deliberada orden de los políticos salinistas, etcétera.

        

INFIERNO PARA TODOS

Todo es símbolo en el pecado. La contracepción, como idea, escandaliza mucho más que las masacres y los fraudes bancarios gigantescos. Y a diferencia de las legislaciones laicas, no hay gradaciones en los castigos: la pena de infierno eterno se distribuye muy barata: da lo mismo abofetear a Dios con un show de strippers que con una masacre.

         Dante inventó más sufrimientos para mayores pecados dentro del propio infierno (también en relación con el símbolo, no con el daño real), pero eso no es ortodoxia sino imaginería: no hay pecados menos ni más mortales que los otros. Todos los pecados mortales, que suman legión, son el mismo. No se está un poquito embarazadita, ni un poquito muertito, ni un poquito condenadito. Todo o nada.

         Y todos los pecados (incluso atentar contra la vida del propio papa) pueden perdonarse con facilidad, si el pecador se arrepiente de su profanación simbólica —haberse rebelado contra Dios—, aunque en nada repare el daño real. Que de eso se encargue la mera justicia civil.

         A pesar de su cariño por la emotividad católica, y de su desapego hacia la sequedad y los rigores del protestantismo, Chesterton se quejaba de este fundamentalismo que no diferencia entre lo atrozmente malo, lo muy malo, lo relativamente malo, y las nimiedades vulgares, supersticiosas, tontas o de mal gusto. Pecados mortales para todos.

         Es difícil concebir así un paisano del siglo veinte que no viva en perpetuo pecado mortal. ¿Cuántas personas han conocido el amor fuera del matrimonio, cuántas mujeres han acudido a la contracepción, cuántas personas han incorporado las escenas sexuales como cotidianeidad en espectáculos y otras formas de entretenimiento y cultura, cuántos católicos sencillamente no saben que buena parte de los episodios comunes de la vida moderna constituyen un “insulto a Dios”?



LA MULTIPLICACIÓN DE LOS PECADOS

En tales laberintos simbólicos, nadie sabe pues qué es un verdadero pecado, entre tantos como hay y cómo se bifurcan. Puede serlo todo o nada.

         Veo nóminas infinitas de pecados en los códigos sumerios, en los egipcios, en el hebreo (como comer camarones), en el protonazi que un sabio adulafrailes, Alva Ixtlixóchitl, le inventó al pobre poeta Nezahualcóyotl y nos deja la tenebrosa idea del floreciente reino de Texcoco como un vasto campo de concentración, donde se castigaría con la esclavitud o la muerte a un ocasional bebedor de pulque. (¿Entonces para qué querían tantos magueyes en el México prehispánico?)

         En los manuales de confesión católicos (recuerdo El joven cristiano, edición de 1960), se destinaba a su mera enumeración todo un grueso capítulo en letra pulguita: ¡Cuántos pecados gravísimos, de indispensable confesión urgente, podía cometer un mocoso de ocho a doce años en una escuela primaria de salesianos!

         Pero la multiplicación legislativa de los pecados redujo a la inexistencia práctica el pecado particular: entre millones de pecados posibles, ¿qué tanto cuenta uno, el modestamente mío? “¡Si yo sólo me he quebrado a doce fulanos, y la Virgen sabe que hay miles de preceptos que cumplo con devoción!”, diría nuestro matón religioso. “Nunca me olvido de la Virgen. A cada rato le compro sus flores, sus veladoras”.

         Un antropófago atentaría sólo contra una entre miles de las prohibiciones u obligaciones católicas (aunque no recuerdo que El joven cristiano, que enumeraba interminablemente todos los pecados concebibles para un niño, prohibiese hacia 1960 expresamente el canibalismo: ni de pensamiento, ni de palabra, ni de obra).



LA LIGUILLA: MOISÉS 10; CRISTO 1

El sabio Moisés redujo los mandamientos hebreos a diez (aunque en diversos títulos de la Biblia se siguieron acumulando varias toneladas de órdenes y tabúes perentorios). En sus Diez Mandamientos es pecado desear a la mujer del prójimo, la casada, pero no a todas las demás.

         Los escribas, entonces, tanto los hebreos como sus sucesores cristianos, le corrigieron la página a Moisés: dijeron que las Tablas no contenían leyes literales, sino dilatadas metáforas, y que el deseo de la mujer del prójimo equivalía a toda pulsión carnal, incluyendo los sueños húmedos de los adolescentes.

         Un escolar católico de los años cuarenta o sesenta, amanecía con la mancha en el calzón y corría desoladamente a confesarse. Naturalmente, en un colegio grande lleno de pubertos, había grandes colas en los confesionarios todos los días. No faltaba quien inventara que ya había sufrido la “eyección” la “emulsión” o el “pecado del sueño” (términos de la época): “¡Pendejo, serán meados! ¡Todavía ni se te para!”, le decían sus compañeros de la cola, haciéndose, ellos sí, los interesantísimos réprobos sexuales de doce años. ¡Puros Arturitos de Córdova!

         Cristo, más sabio y económico que Moisés, dijo que sólo existía un mandamiento: “Amarás a Dios con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo”; pero además, en la práctica, si hemos de creerles a los Evangelios, Cristo no vio como pecadores perseguibles, sino como a pobre gente dejada de la mano divina, a quienes, por falta de inspiración celestial, carecían de la fe y del amor de Dios. Menos pecadores que pobre gente: la prostituta, la adúltera, incluso san Pedro El Mochaorejas.



LA PREFERENCIA POR EL PECADOR

El propio Cristo, corregido y aumentado por san Agustín, inventó que el lujo y el mérito del hombre residían ¡en su condición de pecador! Era precisamente el pecado, y entre más y peores pecados mejor, lo que engrandecía a la criatura a los ojos de Dios.

         El buen católico estaba riquísimo, enjoyadísimo de pecados. El buen católico era un Midas que todo lo convertía en el suntuoso oro del pecado. La leyenda dorada del casi santo (beato) Jacobo de la Vorágine se podría resumir, entero, en una “Fábula de Heliogábalo y el Buen Pastor”.

         La oveja perdida valía más que todo el rebaño virtuoso. Fue condición de santidad el haber pecado, y mucho, antes de arrepentirse y de convertirse al buen camino. Entre mayor pecador fuera el contrito, mayor bendición divina, mayor santidad: Santa María Egipciaca.

         En un solo momento se le podían perdonar a un “agraciado”, desaparecer por completo, millones de pecados atrocísimos, sangrientos (vgr. los santos caballeros de las cruzadas); pero había desgraciados que se condenaban por un solo pecado mortal, por una sola vez que hubiesen comido tacos de nenepil en cuaresma... o le hubiesen taqueado el nenepil a la comadre. O la pobre señora, tan devota, que a escondidas tenía su amigo o tomaba sus píldoras anticonceptivas: ningún criminal pecaba más que ella. Y no hablemos de las madres solteras, ni de las que abortaban.

         Quienes nunca pecaban, ¿qué chiste? No pecaban simplemente por falta de vigor y de imaginación. Virtuosos por culpa de la pereza, el adormilamiento de la carne y la estrechez mental. O como resultado de una desaforada soberbia demoniaca: ¡Se atrevían a ser buenos por sí mismos, a prescindir de Dios! “No hay mayor pecado que creer que uno puede salvarse por sí mismo, sin la gracia de Dios”, se predicaba. Nada de bienaventurados self-made.



LA LOTERÍA DE LA GRACIA

Por lo demás, el arrepentimiento de los pecados y la conversión a la virtud resultaban menos mérito de la persona que gracia, don o llamado divinos. El arrepentimiento y la conversión caían oportunamente del cielo y sólo para los elegidos. Maná para los consentidos del Altísimo.

         Era una especie de lotería celestial la cuestión de la Gracia, sin embargo un dogma fundamental del catolicismo. Quien estaba llamado al cielo, no se iba a tropezar con sus desaforados, inauditos pecados de gatillero a sueldo; a quien no recibía la Gracia, en cambio, de poco le serviría su voluntad laboriosamente humana de hacerse el santo.



EL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU

Luego se inventó en la teología ese comodín vaticano, “el pecado contra el Espíritu”, “el único imperdonable”; el cual lo mismo se ha aplicado al sexo anal u oral, “contranatural”, que a la planeación familiar (coitus interruptus), que a la mera duda de la existencia de Dios, que a la soberbia intelectual de los ateos o agnósticos, que a la insubordinación contra el alto clero; que (los franciscanos radicales) a la falta de humanidad, de simpatía y respeto por el prójimo.

         Cada año proliferan homilías y aparecen arduos tomotes sobre ese enigmático “pecado contra el Espíritu”.

        

SAN KOWALSKI EL VIOLADOR

Creo que fue el dramaturgo Tennessee Williams, y no los teólogos universitarios, quien se atrevió a imaginar un pecado verdaderamente nuevo y moderno, también “el único imperdonable” en su opinión: en Un tranvía llamado deseo, la santa pecadora Blanche DuBois, un poco demente, exclama que todo se puede perdonar, menos “la crueldad deliberada”.

         La frase suena bonita, como exculpación de los pobres pecadores arrebatados por sus instintos o pasiones, esclavos de ellos, víctimas de ellos, pero ¿y la crueldad de un judicial ebrio y drogado que en, su delirio de supermán, ametralla a tres o cuatro chamacos desconocidos, que simplemente andaban por ahí, en mala hora? ¿Kowalski de veras cometió “crueldad deliberada” al violar a Blanche, o fue víctima de su ignorancia de mecánico entre camioneros, de su machismo proletario exaltado por el trago, de su excesivo primitivismo social? San Kowalski el Violador.



LAS SUBASTAS DEL PERDÓN

A los pensadores protestantes de la Reforma les pareció mal la manga ancha de Cristo y de san Agustín hacia los pecadores. La confesión y el perdón de los pecados (que en principio conformaban no sólo la liberación del infierno, sino aquí mismo sobre la tierra una Fuente de Vida Nueva, de consuelo nuevo: quedar limpios de todo por obra y gracia del arrepentimiento y de un sacramento) se volvieron un negocio vaticano multimillonario: la subasta del perdón, de las indulgencias.

         Todos los pecados, incluso los más crueles y sangrientos, podían comprar su redención con tamaña facilidad. “¡Todo se vende hoy en día!”, clamaba Góngora. La Reforma restringió esa fuerza redentora del cristianismo. Siguió predicando el arrepentimiento, pero sin garantizar ni prodigar el perdón. Los pobres protestantes han de cargar con todos sus pecados, y hacer muchos méritos, y esperar —temblando de incertidumbre— el juicio de Dios, que para ellos, como para los judíos, es bastante severo.



PECADOS CLÍNICOS

Tanto en los países católicos como en los protestantes, se operó una revolución en cuestión de pecados y perdones, todavía no muy aceptada en la teoría, pero generalizada en la práctica, a partir del auge positivista de la ciencia, a mediados del siglo XIX.

         Muchos pecados se volvieron clínicos, y muchas medicinas o terapias reemplazaron al sacramento del perdón. El médico, lo mismo Pasteur que Freud, como el supercura de los tiempos modernos. La cápsula, el jarabe o la inyección como nueva eucaristía positiva. El diván psicoanalítico, un confesionario clínico.

         No pecaba tanto quien fornicaba, sino sobre todo quien contraía la sífilis, hasta antes de la invención de la penicilina. Ahora peca quien fornica sin condón, o lo usa torpemente —puede ser suficiente usarlo mal, que se zafe o se rompa, una sola vez en toda la vida, para contraer el VIH y otras infecciones. Una cortina de látex divide la virtuosa de la pecaminosa lujuria.

         ¿Pero qué mecanógrafa impecable no ha cometido algún error de teclado durante diez años de oficina; qué conductor responsable no se ha equivocado alguna vez con la palanca, los pedales, las luces o el volante de su coche una sola vez en su vida? ¿Y los púberes inexpertos, los novatos del “echando a perder se aprende”?

         Una nueva “tecnología de la liberación” responde a toda enfermedad o malestar: se debe “insumir” con extremo rigor. Hay alimentos virtuosos (la Gracia), y alimentos pecaminosos (la Caída). La yema de huevo, el pellejo del pollo, nuevamente los camarones, el cigarro, el alcohol, las grasas animales, el azúcar, las fritangas, hasta (o sobre todo) el chocolate, advienen pecaminosísimos. (Vislumbro en mis sueños afiebrados un infierno de triglicéridos.) Quien los consume está atentando contra la vida, esta casi abortándose. Desde su consultorio del Eje Central un médico escandalizado enfrenta a su paciente de Iztapalapa: “¡Pero está usted loco! ¿Usted, mexicano, come... garnachas?” El infierno no son los otros, sino las garnachas.

         En los nuevos tiempos del cólera, un coctelito de ostiones crudos —y hervidos, ¿qué chiste?— en un puesto callejero de La Viga, a pesar del supersticioso pero acidito ritual del limón, representa la más expedita modernización del “pecado contra el Espíritu”. Para no hablar del tabaco.

         Los médicos, ya profetas, ya teólogos empíricos, no se resignan a su oficio de chocheros y punzatripas, que es para lo único que —¡oh Quevedo, oh Molière!— concretamente estudian: evangelizan, legislan, profetizan sobre la-vida-en-su-conjunto-y-en-toda-su-amplia-variedad: con cada una de sus recetas emiten todo un Proyecto de Vida Nueva, sus numerosas Tablas de la Ley de órdenes y prohibiciones. Rumian su minuciosa alfalfa los bienaventurados; los réprobos eructan, con algo de llamas infernales, puros tacos al pastor.

         La biometría hemática, las escalas de calorías, el perfil de lípidos y las radiografías como nuevos exámenes de conciencia. Mucho más voluminosos y elaborados que la guía para confesarse de El joven cristiano.

        

PECADOS VIRTUALES

Hay también una “tecnología de la liberación” en cuestión de finanzas. Gran robo el pickpocketing o el embolsarse un producto en el súper; ninguna falta en la especulación financiera, así se haga quebrar a la banca entera de un país, o devaluar su moneda. Esos son pecados virtuales. Nadie tiene la culpa de los huracanes. Nadie tiene la culpa de las catástrofes financieras mundiales ni regionales por internet.

         Otra “tecnología de la liberación” esplende en los medios de comunicación y en la política. Ahí no existe el pecado de la mentira. La democracia informativa se dedica —en el rating residen toda la Ley y los Profetas— precisamente a mentir, y con gritos amarillistas, para ejercer la democrática libertad de vociferación equívoca o calumniosa de las empresas de comunicación masiva.

         Todo lo que de veras suena (el rating es su garantía de bondad pública, como una especie de plebiscito), miente sin pecar en nuestra Transición Democrática; sólo peca usted cuando, tambaleando, le dice a su señora al regresar a casa en mitad de la madrugada: “¡Te juro, Gladys, que nomás me eché un pálido whisky!... Es que Pepe el Memorioso y Luis el Memorioso se soltaron en letanía todas las alineaciones del Atlante y del Necaxa desde su fundación hasta la fecha... Y como yo era él único que me sabía todas las vicisitudes del Pachuca...”



EL MAYOR PECADO DEL NUEVO SIGLO   

Hay otros nuevos pecados. La falta de éxito, sobre todo. Cristo ha sido rebasado (¡sufre, Renan!): los últimos de la tierra ya no son los primeros en su corazón sagrado.

         Olvidemos los populismos del Sermón de la Montaña: Los primeros siempre son los primeros. Punto. Fracasar o triunfar menos que el vecino, grandísimo pecado.

         Ahí sí que todos somos pecadores irredentos, salvo Bill Gates, el Supertriunfador, quien al parecer ya empieza a pecar: a perder batallas desde la cima de su gran Monte de la Revelación, Microsoft.        

         También advertimos una nueva postulación metafísica, obligatoria. No sólo la homogeneización y globalización de todos los países —ilusorias, o solecismos, en cuanto los países son cada vez más desiguales—; sino también la de todas las personas, por la misma razón.

         Constituye de igual modo un pecado imperdonable ser personalmente diferente, pensar y obrar de diferente modo al Modelo Universal, incluso en detalles. Se peca de soberbia contra el Espíritu, o contra la sociedad, o contra el Mundo. ¡Todos al mismo son, quien desentone pierde! Hay que “reconvertirse” en “políticamente correctos”.

         No creo imposible que tal uniformidad rasera, obligatoria, haya funcionado también como la piedra fundacional del fascismo.



LA DECADENCIA MÍSTICA DE LA MASTURBACIÓN

Desempolvo frente al nuevo milenio mi ineficiente devocionario de infancia: El joven cristiano. Ya no sirve para nada. Todo se ha vuelto al revés: vgr. la masturbación, que tanto condenaban los curas (y que fue el Espantajo Infernal que me persiguió desde mi Primera Comunión hasta que leí en la prepa ¿Por qué no soy cristiano? de Bertrand Russell), se ha erigido en suprema virtud (vuelven los cenobitas y la Tebaida flaubertianos, “con pecadora mano”), en cuanto “sexo seguro”.

         Mis curas profesores clamaban, arrebatados de ira, ante escuincles espantados de que pudiésemos ser tan criminales en la soledad del WC o de nuestras camitas, bajo cobijitas de Mickey Mouse: “¡La autoprofanación del propio cuerpo, Templo del Señor! ¡Así como el suicidio es peor que el asesinato, ‘el vicio solitario’ peca más que la fornicación, por su desesperación ególatra!”

         Freud se escandalizaba menos ante cualquier práctica sexual con otros, que ante el onanismo (¡La idolatría egoísta del propio falo! ¡La aberrante negación carnal de los otros! ¡El autismo de la libido!)

        

LA NUEVA SOBERBIA

Se denomina soberbia a la falta de “corrección política”; constituye una desobediencia contra las nuevas órdenes homogeneizadoras y globalificadoras del mundo.

         “Ser uno mismo”, “descubrirse a uno mismo” parecían las cumbres filosóficas y psicoanalíticas en los años sesenta (y desde Los alimentos terrestres de Gide), cuando tanto se valoraba la “independencia de criterio” y la “conciencia crítica”.

         Ahora constituyen una rebelión invercunda contra la norma de lo políticamente correcto, lo clínicamente correcto, lo financieramente correcto; lo social o moral o culturalmente correcto... “¡Cultiva tus diferencias!”, predicaba el bárbaro de Gide.



LA AUTOGESTIÓN DEL CORAZÓN

El otro día me enteré de que la Iglesia Católica se está desembarazando de los confesionarios. No dispone ya de tanto cura para escuchar a tanta gente, supongo. Uno se arrepiente “en su corazón” y sanseacabó. El resto del catolicismo, puros viajes del papa por televisión.

         Pero toda mi vida supe que era la obligación de todo católico confesarse al menos una vez al año, o inmediatamente después de cada pecado. Para los alumnos salesianos de primaria y secundaria constituía gran pecado el no confesarse al menos una vez por semana. O muchos grandes pecados (pues también atentaba contra la humildad: “¿Te crees tan santurrón que no necesitas confesarte este jueves, engreído? ¡Ni los arcángeles se atreven a considerarse tan limpios de pecado! Revisa, escuincle pecador, El joven cristiano, y verás tu pobre alma en toda su negritud”; y contra la liturgia, y contra la obediencia).

         No se podía comulgar en estado pecaminoso, así fuera por instantes lujuriosos de mero pensamiento (haber visto involuntariamente fotos de artistas en bikini —la era dorada de Fanny Cano y Jorge Rivero, de Isela Vega y Andrés García— desde la ventanilla del camión escolar anaranjado, “Instituto Don Bosco”, en un puesto de periódicos, durante un alto), que también eran pecadotes mortales, desde luego. Ya no lo son.

         ¡Tiembla, santo Domingo Savio (“Antes morir que pecar”): ya no resulta necesario confesarse! Se puede ir a comulgar directamente, con pase automático, con dispensa de trámites, con una “administración simplificada” de los sacramentos: sin confesión previa.

         ¿Entonces para qué la comunión? Seamos congruentes: del mismo modo, podríamos irnos al paraíso sin comunión previa. “Simplificación administrativa” para todos los ritos. Pienso que comulgo ¡y ya! Comulgo en mi corazón ¡y ya! Me caso en mi corazón ¡y ya! Cuánta autogestión del corazón en los nuevos tiempos. (Suena a López Velarde esto de “La autogestión del corazón”.)



¿Y LAS PENSIONES, O RENTAS, O RÉDITOS ESPIRITUALES?

Me las he dado de ateo desde los quince años. Lo que en los sesentas era bastante común entre muchachos que se pretendían cultos (o se pasaban de listos). Ahora me alarmo: ¿Ya no valen mis escapularios infantiles, mis muchas comuniones de los nueve viernes primeros, mis indulgencias parciales, acumulativas?

         Llevé una contabilidad de los millones de años de perdón para el purgatorio, que me había ganando con rosarios afanosos, beligerantes credos y enfáticas jaculatorias; con misas pacientísimas y magníficats conmovedores, o prescindiendo “en épica sordina” de dulces y rábanos, perones o tamarindos enchilados a la salida de la escuela.

         ¿Y las indulgencias plenarias, los jubileos, la intercesión de las mil advocaciones de la Virgen (cada cual más misericordiosa que la vecina) y de los santos? ¿Los “regalos de indulgencias” de los familiares devotos que nos ganaban años o siglos o milenios de perdón con sus oraciones y mortificaciones y limosnas (especialmente las mamás, las tías, las abuelas)...? ¿Y las carísimas bendiciones del papa, en pliegos con sellos de oro, que traían los turistas de Roma?

         En verdad, en verdad crecí con la siguiente prédica oficialísima, sancionada por todos los papas: “La Virgen del Carmen se interpondrá en las puertas mismas del infierno para salvar a quien llevare su escapulario... Aquel que comulgare nueve primeros viernes de mes...”

         ¿Tienen sentido retroactivo las modernizaciones católicas? ¡Qué abuso de la modernidad! ¿Nos desaparecen nuestros ahorritos espirituales, como un Seguro Social que quiebra y tranquilamente cuelga un letrero: “¡A partir de este momento se invalidan todas las pensiones!” espirituales? ¿Permitirá tal atropello la Virgen del Carmen?

         Ya no se debe portar, pues, el viejo catecismo, sino las tablas del colesterol, las grasas y calorías, y de los rendimientos bancarios; los manuales de cómo conseguir amparo judicial aun en casos de canibalismo y de cómo defraudar millones de dólares por internet sin que nada conste en actas. ¡Las proezas judiciales de El Divino!

         Se me antoja inextricable la metafísica del nuevo milenio. Pero ninguna nostalgia siento de las creencias de hace treinta o cuarenta años, que parecían modernísimas y aggiornadas por el Concilio Vaticano II, y ahora se verán tan “fundamentalistas” como los cilicios de los frailes franciscanos del siglo XVII: no hicieron feliz a nadie.



A MÍ, MIS TIMBRES

Aunque a mí, mis timbres: Que no me hagan perdidizos ni caducos mis pensiones, ahorros, rentas, réditos y salvoconductos espirituales de diez años con escapulario; ni mis docenas de nueve viernes primeros, ni mis millones indulgencias parciales o plenarias (afores para el cielo), que yo mismo gané en la infancia; ni las infinitamente más cuantiosas que me regalaron mis generosas, mortificadas y rezadoras tías...

         No hay mayor cosa que recobrar en las creencias antiguas, sin embargo. Eran la arena numerosa de un desierto de la moral. Y desde ellas hemos saltado a otro desierto, numerosamente árido, pedantesco y virtualoide.

         Mejor no hacer mucho caso. Como decían mis tías (las mismas que concienzudamente me ganaban millones de años de indulgencia a diario) cuando, en su vejez, los médicos les prohibían terminantemente las conchas rebosantes de nata fresca y los tacos de carnitas: “¡Al diablo la ciencia! ¡Me tomo mi tecito de nohagocaso y sanseacabó!”