miércoles, 1 de septiembre de 2021

LOS NUEVOS BUSCADORES DEL PLACER

 

 

LOS NUEVOS BUSCADORES DEL PLACER

 

 

 

 

                   “¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible,

                   que desde los abismos has venido a ser todo

                   lo que en mi ser nervioso y en mi cuerpo sensible

                   forma la chispa sacra de la estatua de lodo!”

                                                                            RUBÉN DARÍO

         “El amor es una cosa mental”, decía Leonardo. Los más hermosos cuerpos se aburren sin esa fuerza mental: díganlo los vestidores de bailarinas(es), modelos o atletas. Los Apolos y las Afroditas vivos, amontonados, se miran con fastidio y hartazgo. ¡En cambio, ah, el estudiantillo esquelético y barroso que persigue a la ninfeta pechugona a la salida del pan!

         Los placeres son asimismo una cosa mental. En la juventud de mi generación (años sesenta y setenta), el cigarrillo, el alcohol, los ligues callejeros, las ficheras y, escasamente, la mariguana —y claro: los discos, las películas y sobre todo los libros: la “era Cortázar”— nos seducían sobre todo por su fuerza utópica, por su carga de símbolo de paraísos o mundos extraños, nebulosos pero seductores. El lector no quería simplemente pasar un rato emocionante con un libro: se proponía en serio convertirse en un cronopio.

         Nos decían nuestros mayores: “¡Cómo le encuentras gusto a quemar papel, a embrutecerte con ese brebaje! ¡Cómo andas besuqueando a esas momias pintarrajeadas, como muñecas de cartón, cuando rebullen cientos de cándidas chamacas de prepa!” Bueno: había esa cosa mental. Lo mismo con la música: no era lo mismo bailar una rola de los Doors (“Come on, baby, light my fire!”) en una fiesta torpemente bacanalesca en un remoto departamento destartalado que, luego, obedeciendo los pasos del atildado instructor, en una aséptica sesión de aeróbics.

         El placer sexual fue todo un edén sobre la tierra, capaz de arriesgar por él hasta la terrible sífilis, desde el siglo XVIII, por esa cosa mental: el combate contra las prohibiciones puritanas y la búsqueda de las utopías románticas. Ninguna pornografía moderna alcanzará las exaltaciones sensuales de las novelas de Stendhal: la gran esposa semi o mal amada descubría su Adonis en un efebo pobretón, y éste se introducía a los goces de la gran burguesía o de la aristocracia a través de los edredones de la dama. Ahí está también medio Balzac. Las libertades y permisividades sexuales del siglo XX perdieron muchas veces, entre el fragor de sus conquistas “democráticas”, esa carga mental.

         La vida es una mentira que uno se inventa, y la goza al inventársela, hasta que descubre (y más le vale que ello ocurra en la alta vejez) que todo era un cuento incontrolable, escasamente voluntario, que se iba contando a sí mismo; o que su tiempo le iba contando sobre la marcha, permitiéndole sentirse un pequeño protagonista azorado.

         Esta fuerza utópica, este delirio de andarle buscando islas del tesoro a la vida urbana o suburbana; esta obsesión de vivir cada día como episodio de una gran batalla personal con grandes triunfos y conquistas en lontananza; marcan —con su ausencia brutal— el actual desencanto industrializado de las poblaciones modernas de fines del siglo XX. Unas chiches de video o de internet. Una Escala de Jacob para llegar a subgerente de relaciones públicas.

         Pero el mundo resulta menos deliberado de lo que suponemos.  Tal es nuestra victoria. No tenemos ni idea de qué ocurrencias locas, bobas, irracionales, peregrinas, inventen sin querer, estén ya inventando ahorita los chamacos, para iluminar su mundo. Y a lo mejor les funcionan.

         Es difícil imaginar algo más aburrido que las señoronas de las novelas de Henry James, con sus vestidotes como telones de ópera y sus sombrerotes, ataviadas como “edificios públicos” (según Wilde), chismeando sin la gracia de sus degeneradas abuelas del Antiguo Régimen (todas las marquesas aforísticas y epigramáticas de Las relaciones peligrosas). Existían todavía durante la Primera Guerra Mundial. Cocteau alcanzó a cronicarlas. Y en seguida, ¡la revolución femenina!

         No me refiero al odioso feminismo letrado, que siempre suena a puras páginas de Julio Jiménez Rueda o de Jaime Torres Bodet, sino al día glorioso del siglo XX, en los años veinte, cuando las chamacas tiran los corsés, miriñaques y crinolinas, y se untan vestiditos ligeros, casi peplos à la grecque, enseñando sus piernas en medias de colores, y coronando todo ello con una radical visita al peluquero, que les recortaba toda la cabellera a la Bob: quedaban bobbed, con un casquetito, listas para empuñar una raqueta de tenis o asaltar uno de los primeros Fords y chocarlo a toda la velocidad contra el primer árbol que se les enfrentara: El gran Gatsby.

         Se inventaron esa gran cosa mental: las flappers. Todos los “estudios de género”, tan tipo Julio Jiménez Rueda y Jaime Torres Bodet, que opacan y abisman nuestras universidades, no representan sino la triste decadencia de ese gran título de Scott Fitzgerald: Flappers y filósofos.

         El deporte fue otra gran explosión mental, devenida embutidero en estadios, a lo largo del siglo. Ángel Zárraga alcanzó a pintar, todavía en pleno edén, a los primeros (¡y a las primeras!) futbolistas. Las drogas, antes reservadas a los bohemios y carcelarios, ofrecían también (desde entonces) sus paraísos artificiales a la clase media. ¡Y la velocidad! El globo, el auto, el zepelín, el avión... estar en todas partes al mismo tiempo.

         Podría verse el siglo XX como el gran tramo apocalíptico de la historia: las guerras y las bombas, la contaminación, las epidemias, las hambrunas, los pogroms y los campos de concentración, las dictaduras burocráticas, etcétera. Pero se podría asimismo escribir un libro igual de gordo sobre todas las cosas mentales que se inventaron los habitantes de este siglo para hallarle placer a esta monótona naturaleza humana que lleva milenios con puro más de lo mismo.

         Lograron que no todo siempre fuera más de lo mismo. Una escena fílmica de Marlene Dietrich en los años treinta ya no era más de lo mismo, ni las primeras películas de vaqueros, ni los primeros chamacos de barrio, bien rebeldes con su chamarra roja (James Dean) o de cuero (Marlon Brando) en autos deportivos o en motos. O la pelvis de Elvis.

         En una película desoladísima de arrabales ruinosos y chamacos patibularios, en blanco y negro, La ley de la calle, esa cosa mental sobresalta como un pez súbitamente colorido. Todo el tesoro de la negra vida era ese pez a colores.

         Ahora se difama a la “contracultura”, religión laica inventada por puros filósofos como Aldous Huxley, Gerald Heard, Christopher Isherwood, Paul Goodman y Jean Paul Sartre. Se reduce el término a su acepción literal (con la proverbial tontera que acomete al buen narrador José Agustín cuando se mete a “ensayista”): contra-la-cultura, es decir, vandalismo snob en favor del analfabetismo soez y arrogante, de destruir ventanas ajenas, o de enmierdar y atronar vecindarios también ajenos, nomás por chingar y porque el odio (o el rencor social) contra todo y a lo pendejo suena bien chido...

         La contracultura (en su floración norteamericana y europea) fue muy otra cosa: la búsqueda de ese tesoro mental, de esa inspiración mágica, que volvía súbitamente diferente lo que siempre era más de lo mismo. Cuando Huxley, Heard e Isherwood, por ejemplo, importaron (años cuarenta) a las muy bonitas quintas de Santa Mónica, en el sur de California, la sabiduría budista, querían menos un escándalo o una excentricidad snobs que una vuelta a lo sagrado del mundo, de la persona, del amor, del alimento, de los episodios cotidianos. Lo mismo con el “eros polimorfo”, el peyote, el hachís y la mezcalina.

         El cristianismo se había deshilachado en sus desastres coloniales y de la Segunda Guerra Mundial. El hombre era basura. El yo era basura. ¿Cómo amar, disfrutar, descansar, anhelar desde un yo-basura a unos otros-basura (“El infierno son los otros”: Sartre); a unos coitos basura, a una música basura, a un arte basura, a unas letras basura?

         Podremos hacer todos los chistes concebibles contra la pedantería desabrida de los existencialistas (aunque jamás se haya cantado algo mejor que Les feuilles mortes, letra de Prévert, en la voz de Juliette Greco), o contra los oms de los hippies, pero esas ocurrencias le ayudaron durante veinte o treinta años a mucha gente a vivir una realidad inhabitable como si fuera otra cosa. Strawberryfields forever!

         Yo creo que esa cosa mental que vuelve placentero el monótono mundo —utopías, delirios, sueños, obsesiones; “Imagine”, diría de plano John Lennon— no suele resolverse en ideas geniales ni muy deliberadas. Simplemente ocurren, y prenden. El surrealismo fue una babosada (Cf. Borges), y prendió durante mucho tiempo.

         El hombre tiene (a veces) esa arma secreta: reinventar a partir de cualquier cosa, a ratos hasta de verdaderas baratijas, el tedio municipal y opaco, el muro que se interpone a cada paso, el desaliento que amarga desde antes de su concepción cualquier proyecto de aventura o de ilusión.

         Hay un libro de título terrorífico que me gusta mucho: Literatura comprometida, de André Gide: son sus últimos artículos de vejez. Ahí les da unas buenas nalgadas a sus queridos discípulos Albert Camus y Jean Paul Sartre. Ya dejen de hablar del suicidio como de “el único tema que importa”, les dice. Ya dejen de insistir en que todo es “absurdo”. Ya dejen de entonar minuciosas odas al asco, a la fealdad y al sinsentido del mundo. El mundo puede tener sentido, y placer, y florecimiento, si ustedes se lo inventan. Algo parecido había escrito Gide unos setenta años atrás en otra crisis finisecular: Los alimentos terrestres. (No conozco mayor antídoto contra la acedía que ése.)

         Uno se cuenta el cuento de su vida. Lo quiera o no. Y cuando corre con suerte, encuentra la cosa mental que lo vuelve placentero, y hasta trascendente. Salvo épocas total y largamente apocalípticas (el largo fascismo, el largo estalinismo), la gente no puede evitar enriquecer un poco o un mucho su existencia. Volverla placentera. (Hasta en la tremenda miseria de la Nueva España, según la novela El Canillitas de Valle-Arizpe). No sé qué travesuras anden urdiendo los muchachos que por estas semanas estrenan sus vidas.

         Yo soy un hombre de los sesentas y los setentas, para quien la cosa mental de aquellos años sigue reluciendo como entonces, aunque pocas veces la encuentre ya fuera de mi casa. (Gide: “Repaso una a una las ideas de mi juventud”). Pero algo, que seguramente no voy a entender ni me va a gustar, anda ajetreándose en los alrededores: el nuevo bullicio de quienes no se dejan amedrentar por los datos atrozmente documentados de la realidad, y apostarán sus vidas, al igual que tantas otras generaciones, como si cada minuto, cada ser, cada episodio de veras valieran la pena.

         El placer y la importancia del mundo les son absolutamente reales. Tratarán de que esa realidad codiciable y brillante (inventada, iluminada por ellos mismos) dure décadas. Hasta llegar al momento, entre más tardío mejor, en que, como tantas otras generaciones, recuerden a Leonardo (o a Rubén Darío) y sepan que la mariposa de la vida, su fulgor tornasol, su trascendencia irisada, era tan solo esa “cosa mental”, que nos ayuda a inventarnos la espesa y municipal vida de siempre como si de veras fuese nueva, y de veras fuese otra cosa.