viernes, 29 de diciembre de 2023

MELBA Y LA SUICIDA

MELBA Y LA SUICIDA
por José Joaquín Blanco


Cold stars watch us, chum,
Cold stars and the whores.

KENNETH PATCHEN


Meses atrás, una tarde estaba yo echada sobre la cama, frente a la tele: un programa de variedades a todo volumen en casa de Melba, la payasa vieja.

--Hay algo como indigno en ser una actriz vieja --dice Melba.

Piensa que el narcisismo y la hinchazón están bien para las jovencitas. Pero una actriz vieja es tan grotesca como una enamorada decrépita. No queda sino hacerla de bruja, de mendiga, de criada.

--Yo he hecho todas las criadas y robachicos y mendigas del cine nacional.

Tan degradante, piensa, como la vieja ninfómana que se humilla y se presta a toda bajeza para que le perdonen la vejez, y ya no que la amen, pero que siquiera le ayuden a montar teatralmente, por instantes, sus patéticos sueños de amor, que ni siquiera a sí misma se atreve a confesarse, sino perdidamente borracha; es de un patético... Puaff. Sobre todo porque otra vez se está plagiando a Bette Davis en What Ever Happened to Baby Jane?

Por eso dice Melba:

--No soy actriz, lo fui: ahora soy payasa. No me importa el ridículo. Les hago cualquier papel de payasa con tal de tener dinero para pasarla bien con mis gatos.

Tiene un gato eunuco llamado Endimión.

Melba es la única amiga que tienes, María, me dije. Ahora que has llegado al pliegue final, al rincón, a la vuelta de todo, y como fantasma indestructible, increíblemente, has sobrevivido.

No has sobrevivido, María, has vuelto (ha de pensar la Melba); apestas a resurrecta; apestas a la asepsia clínica, a la limpieza desinfectada, de las almas que vuelven; apestas a vida artificial, a la vida inmortal, ¿a museo?

--Léeme el tarot, Melba.

--No, chula. No estás ahorita para impresiones fuertes.

La única amiga que tienes, María. Tú, fantasma; ella, fantasma.

Qué lejos quedó la vida, piensas, María: la otra orilla --esos cuerpos plenos y vitales, efusivos de colorido y brillos de realidad, en la tele--; esta cacatúa, esta falsa quinceañera arrugada y medio calva con la peluca a la moda de diez años atrás, que ya ni siquiera se ocupa en arreglar, nomás se la encasqueta, descolorida y arrugada. Todo es irreal. Sólo confías en Melba desde la salida --¿falsa?-- del sanatorio.

Estás recosiendo unas calcetas de Melba (viejas calcetas de carrera de autos, Fórmula 1). Tiene algo travestido de solterón esa vieja, de descuido, de rancio, casi casi ¡hasta bigotes! Podría pasar por un maricón travestido. Le divierte el equívoco. Ya casi sólo tiene amistades entre homosexuales, como el Jirafón, a quienes divierte muchísimo, la celebran todo el tiempo.

Melba, piensas, también tuvo sus sueños de estrellita --ser admirada, respetada (amada no --ella no sufre de amor, a lo mejor nunca fue muy sentimental que digamos; pero sí sufre por no atraer, por no ser aplaudida, brillante, reconocida--) y sobrevive a las ruinas de sus sueños. Se diría que sin tragedia.  Que ha recibido la farsa con agradecimiento: a final de cuentas eso es lo que sí es ella, lo que sí es lo real, lo que sí es la vida.

Melba se agita en torno a ti: payasa baratísima y lamentable, intenta divertirte con chistes y chismes patéticos, lastimosísimos. Pero te hacen reír; precisamente por su crudez, por su amargura. Ahorita no estás, te dices, para humor inocente. Ahorita, que no te cuenten chistes limpios.

No me dolía ya. Me había dolido mucho... antes. Ahora estaba ya como en la otra orilla: ahora nada tenía importancia, ni el dolor ni... Antes no podía ver a Melba sin que me pusiera mal, sin que me sublevara, rabiosa, ante tanta desdicha, tal humillación: así terminaba siempre la vida. El fracaso, la miseria, la degradación. Y uno a final de cuentas tan amante de la vida que estaba dispuesto a aceptarlo todo, a caer, a fracasar, a humillarse... con tal de seguir vivo.

Había visto antes a Melba como una promesa de mi futuro. Así iban a terminar mis ilusiones: mi juventud (mi juventud: esa arcadia casta y tímida en el espejo, ahora tan irreal, ¿te acuerdas, María?), mis amores.

"Yo, antes me doy un tiro", te dijiste, María.

No fue un tiro: tragué los nembutales.

Sobreviví.

No fue un tiro: tragaste los nembutales: sobreviviste.

Por cortesía esa tarde hacía a veces como que me sonreía con Melba. No le iba a hacer sentir que hasta como payasa ella era un fracaso: que sobre todo era un fracaso así, como fracaso. No enternecía a nadie; repugnaba. Que era un fracasote viscoso, sentimental, lastimoso.

¿Y qué, María?, me dije. ¿De qué puedes espantarte ahora: de qué puedes, ahora, decir: "Esto sí no lo puedo soportar", eh? Sabes ya que no hay nada que no se pueda soportar. Todo se soporta. Todo está bien y no tiene importancia. ¿Ante la evidencia de Melba, te dan ganas de huír? Ya no hay adonde huír.

Melba, factótum de las tablas. Princesa durante años --desde quinceañera hasta después de los 30-- de la televisión infantil. Generaciones de niños poblaron sus sueños con la manera de Melba de ser princesa: de entristecerse inolvidablemente, de ser salvada por un chico bonito pero fuerte, casi duro, que regresaba embellecido, después de enfrentarse con nobleza a los dragones de la adversidad y a los malvados, de ser claro y sincero y todo corazón en su mirada, de ganar el amor a la buena y recobrar el reino y la princesa al final, en medio de la alegría y la fiesta de todo mundo.

Melba ahora: traficante de lo que sea, profesora de todo: de tai chi, aerobics y esoterismo, fayuquera: "Mira qué chulada que me acaban de traer de la frontera"; espantapájaros, cómica, tercera, celestina, proxeneta: "¿Quién te gusta, mi amor? ¿A quién quieres que te consiga, mi vida? Aquí Mamá Cachimba velando por la cachondería de sus cachorritos"; que se veía más vieja --flaca, como correosa-- con su cuerpo de gimnasta que en privado seguía siendo todo su orgullo. Era un cuerpo bien conservado el de Melba, para su edad, que no se vería tan mal si no se vistiese como una jovencita, con esa carota arrugada; sólo los jotos la aplaudían, la urgían en las fiestas a bailar en medio de todos, a hacer el strip-tease.

Melba transísima, grillísima, la de las influencias y las palancas y las audiencias y nomás vamos a ver al licenciado, mi vida, y verás cómo todo se te arregla; chambeadora, poquitacosa pero gritona y aventada; cuando no había de otra, a esconder la cara en el maquillaje y a presumir el cuerpo en el burlesque, total ¿y qué?, ya el público ni se da cuenta de nada, chance y hasta novio se saca; traficante de lo que sea.

Pero leal, leal, leal hasta la muerte con los caídos, así como dolida y envidiosa e implacablemente venenosa con los que ascienden.

En cambio, ve a los que mima la vida con el verduzco placer de esperar su derrumbe inevitable, de constatar cómo empiezan a derrumbarse antes de que nadie siquiera lo sospeche. "Aquí los espero, parece decir; aquí nos vemos: aquí es donde se necesita talento para sobrevivir, y brillar aunque sea un poco, y no odiarse, y sacar alegría de nada cuando no hay de qué, ni remotamente, entusiasmarse".

No tiene un lenguaje tan articulado. Es lo que traduces del malévolo brillo de sus reojos, de sus sarcásticas sonrisas laterales.

Pero tú pensabas, te decías: María, qué lejano está todo, qué irreal es todo lo que me rodea, como si en realidad nada existiera; qué silencioso, como si nadie hiciera ruido; qué pacífico, como si entre los demás y yo hubieran crecido protectoras murallas de cristal; como si ni en mi mente, ni fuera, estuviera existiendo nada: nada estuviera ocurriendo: simples imágenes como juegos ópticos de video musical, delirios y pesadillas como combinaciones fotográficas pulidas, rapidísimas.

Me sentía débil. Recordaba que me habían ardido los ojos de tanto dormir. Que quería quedarme así. Que podrías quedarte así, en blanco, sin ver ni oír nada de tu alrededor.

Todo lo escuchaba como ecos.

Todo lo escuchabas como ecos.

Chorreaba el surtidor de la fuente.

El chorro de la fuente.

Había un gran patio con una fuente azul cubierta de mosaicos. De niña me gustaba correr a mojarme los dedos en esa fuente. El patio de una casa con tejas, con enredaderas. Sí: las tías, ¿las tías? Las vi acercarse a mí, sonrientes, con sus vestidos largos y oscuros, sus trenzas; me sonreían, me amaban, me protegían... venían por allá; eran casi ancianas; me decían:

--María.

¿María?

No: era Melba: se estaba echando el tarot a sí misma: se echaba el tarot para todo, hasta para decidir qué ropa había de ponerse para ir a la discotheque, como si mejorara en algo. Pero llegaba ávida, con los ojos brillantes, como esperando realizaciones ciertas, segurísimas, inmediatas. ¿Las tendría? ¿Cómo se las arreglaría? "Celestina, putavieja".

Estaba chismeando con el tarot sobre mí: le preguntaba cosas sucias, escondidas, sobre mí; chismeaba sobre mí con las cartas como una comadre a la salida de misa. Hacía sucias teorías sobre mí.

El tarot le respondía.

A mí no quería leérmelo (claro que yo no quería saber mi futuro, no me importaba, ya no había futuro, ya se había quebrado aunque yo siguiera --ah, pero el pasado: me gustaría conocerlo esa tarde, revivirlo esa tarde, porque antes... había sido irreal: conocerlo es vivirlo: es más: recobrarlo, redimirlo, modificarlo: que volviera a ocurrir, ahora en serio, en las cartas del tarot). La infancia, la fuente, las tejas, las tías ancianas y buenas que se acercaban y me decían:

--María...

--¿María?

Indudablemente ya Melba había obtenido lo que quería saber. Lo exhibía en esa sonrisita socarrona de chismosilla malévola, satisfecha: colmada. Volteó a mirarme con tal atmósfera triunfal, casi obscena, casi resplandeciente: Melba sí lo sabía todo, el tarot le había dicho todos mis secretos --mi infancia, la fuente, las tejas, las tías-- y no me los iba a confiar por lo pronto porque no quería inquietarme... ¡Puta maldita!, putavieja, putavieja: "Celestina putavieja", como ella misma gritaba con acento madrileño, cuando le daba por el autoescarnio, la Melba. Llena, hinchada de mis secretos. Ahora cambió de inmediato las facciones, Actor's Studio a la mexicana, ¡guácala! Y según ella --otro personaje, la Bella Indiferente-- no había pasado nada. Se te acercó con una solicitud de monja enfermera, que te sobresaltó:

--María...

¿María?

--¿Quieres otro tecito?

No, yo no quería ningún tecito.

Por favor, Melba, nada de tecitos.

María, por favor nada de tecitos.

En el hospital, una monja sucia, una monja fea, una monja sargento, me había querido hinchar de tecitos. Me obligaba a tragar te a todas horas. Esa misma monja me había hecho un lavado de estómago. Sin la menor delicadeza. Con brutalidad. Con crueldad. Esa monja disfrutaba. Esa monja me odiaba. No: era el propio Dios que me odiaba porque había yo querido quitarme la vida.

"Es el único pecado imperdonable", me susurraba la monja al oído.

Estabas sudando entre tu bata y mantas y sábanas y almohadas blancas, en el cuarto blanco, y la Blanca Monja te hacía sudar más, sudores helados:

--Es el mayor pecado que el hombre puede cometer... No hay peor pecado que ése...

Pero ahora era el propio Dios quien me susurraba, con un aliento podrido de dientes inmemoriales y grasas indigestas. No: eras tú misma, María, me dije: tu cadáver resurrecto pero podrido a medias, seco a medias, terroso a medias como raíces de manglar, animal a medias como cabra atarantada en mitad de las funciones del rastro; alma a medias que todavía no se despoja de los sanguinolentos lazos corporales, de los coágulos: eras tú misma, guarecida por ropas blancas de monja, la que se inundaba de un sudor que te chorreaba hasta los labios vellosos, arrugados, de anciana o de feto, de Dios o de gato humanizado; la que me ordenaba perentoriamente:

--¡Duerme!

¿O eso era Dios? ¡Eso! ¿Eso era Dios? No: tenía que ser la Monja Podrida y Blanca:

--¡Duerme!

Y ahora sí, María, me dije. Por fin la autoridad te salvaba: qué relajación obedecer: obedecer al terror, al asco. Ser nada. Sentí cómo me iba aflojando, soltando --ríos, aguas, riego, tierras con aguas espumosas, florecillas-- para desvanecerme: para morirme de una buena vez, y para siempre.

Pero no: la orden era otra. Y ahora la Monja y Dios, María, te zarandean, te jalan, te queman la boca con una hirviente medicina:

--Traga --te ordena Dios con tu rostro leproso de cadáver insepulto, semirresurrecto, cubierto con velos de monja o sábanas de paciente.

--Aquí está tu tecito, Chula --dijo Melba.

Es nomás tila con valeriana, María, me dije.

Debes ser buena niña, María. Sería una ingratitud imperdonable no darle las gracias a la buena Melba, no sonreírle (¡La Monja, Dios!), no darle un trago al tecito.

En la pantalla de tele me parecía chistosísima la cara, la figura del cantante.

--Qué visiones --exclamé.

--Sí, está cuerísimo --dijo Melba.

No, pensé, está monstruoso: monstruoso, monstruoso, y me descubrí riéndome, y Melba también reía del gusto de que yo me volviera a reír (el tarot no se equivocaba jamás), pero yo no quería reírme, no, para nada: ya ni siquiera el cantante estaba en la pantalla, sino un locutor severo y anodino, ahora se trataba del pronóstico del tiempo.

--¿Qué, estás loca, chula? --me preguntó Melba, muerta de risa.

Me dolía el estómago de tanto reírme.

--Ya, ya...

Que ya no se ría Melba, por favor, que ya no se ría, pensaba: te hace reír, que ya no se ría. Pero Melba cree que realmente lo que quieres es reír más, María, se lo dijo el tarot (debió haber salido El Loco), y te hace caras bobas y hasta quiere hacerte cosquillas en la planta de los pies; y tú ya no aguantas más, por favor, y le muerdes la manga de la chaqueta, y entonces ella cree que se trata de jugar a los perros, y te ladra, y el eunuco gato Endimión salta despavorido de entre las cobijas, María, y ríes más, se te va a desgarrar el estómago...

Tocan.

(Los médicos, la monja, Dios.)

Te aterras, María. Pero no: No puede ser la monja. Ni tu hermana Elena, que es como monja. Ni Dios. Nadie sabe que estás aquí. Ni siquiera se imaginan quién se hizo pasar por tu esposo y te sacó del manicomio...

--Orita vengo.

Ahora, por primera vez, desde la noche del intento de suicidio, quedé realmente sola; en el hospital todos te vigilaban, María: ahora estás sola, sin que nadie te esté vigilando, frente a la tele que pasa un partido de beisbol.

Subí más el volumen con el control remoto, para no escuchar ningún ruido de la sala.

No, no podía explicarme nítidamente lo que me había pasado en los últimos meses; no recordaba más que había sufrido entonces una especie de enfermedad. Era como irme haciendo menos y menos. Todo me empezó a dar miedo. Me dominaban súbitos, irreprimibles accesos de cólera.

Todo se había complicado: un divorcio, un aborto, hasta una enfermedad venérea cogida en una claudicación bochornosa --cediste para castigarte más, como para ensayar cómo asesinarte, María, me dije--, en un hotel sucio, con un casi desconocido, un clarinetista que no quiso volverte a hablar siquiera. Noche en que te tomaron como puta y te trataron como a tal, María, me dije, me digo: y todo lo agradeciste, que siquiera te miraran, eso agradeciste desde los pedazos de tu autoestima como botellas rotas.

Tú atónita, María: no, te decías, no puede ser, se trata de una confusión, estoy loca, estoy delirando, esto no me está pasando a mí, yo sólo soy espectadora como en el cine; no, nada de esto está ocurriendo en serio, no es a mí, yo no me merezco esto, a mí no se me trata así: es una broma, una fantasía.

Y no: claro que era a ti, tú eras la puta ebria que no se estimaba nada y para nada, con los ojos ennegrecidos de rimmel, encharcados de un llanto obsesivo, y al clarinetista ya lo tenías más que harto, y ya se quería largar, y tú más le suplicabas, te le arrojabas a los pies, lo abrazabas, lo rasguñabas; estabas histérica, histérica, te gritaba el clarinetista: ¿por qué le pasaba a él esto de meterse con una histérica?, y mocos el madrazo, el desgarrón de la blusa, y el te calmas o te calmas, y el ¿no que no? Así se trataba a las viejas jodidas como tú.

Y el recuerdo te lo dieron con tu prueba de sífilis positiva.

Reprodúcelo, María, me estaba diciendo a mí misma esa tarde, refugiada en casa de Melba, frente al televisor prendido en un partido de beisbol, estruendos y rechinidos, para aislarme de la visita que reía en la sala; coge una hoja de papel y escribe una carta a nadie, la rompes en seguida, pero que llegue a escribirse siquiera, por un momento tan solo.

Sí, desde el principio de la decisión. Acogiste de pronto la idea de matarte casi con alegría, hasta con triunfo. Cuando todos y todo eran enemigos y te tenían agarrada del cogote, ¡escapabas! Te pusiste feliz con sólo pensarlo, ahora sí que como loquita, ¡escapabas!, y hasta decidiste celebrarlo. Llevabas días de no comer y se te ocurrió de pronto atracarte de galletas y chuparlas por aquí y por allá, niña loca, mientras te preparabas un cocktail infalible de nembutales. Paro cardiaco, ¡hummm...!

Tu cuarto se había vuelto un tiradero, sí, y a patadas, y aventando cosas, te hiciste un sitio cómodo frente a la ventana. El último brindis, dijiste, ¡ja! Y recordaste entonces a no sé qué romano que daba gracias a los dioses supremos porque, a final de cuentas, dejaban a cada hombre su propia salida del mundo.

Como quien dice: la libertad de levantarnos de la mesa de juego, decir: "No voy más", y salir a darse un tiro. Eso me estaba diciendo, me digo.

Pero ah, los días anteriores --¿días, meses, años?--, ¿cuándo realmente empezaste a sospechar que eras tú, María, la que tan duramente enjuiciaba la realidad, quien estaba mal o al menos quien resultaba más débil, y no los demás: no los que te rodeaban, que mal que bien parecían seguir su camino ajeno sin problemas?

Reproduce, María, la sensación de caer, la experiencia del fracaso. No supiste a ciencia cierta si se trataba sólo de una caída o del desastre, hasta que ya fue demasiado tarde y te encontraste diciéndote a ti misma: "Se chingó todo".

Antes de que alguien te gritara golfa o puta la primera vez, María, ¿cómo ibas a suponer que ya lo estabas siendo? Era tan sólida la certidumbre en tu juventud de haber nacido para ser fuerte y querida en una realidad que solía amoldarse a las exigencias que le ibas imponiendo.

Te es difícil, te es imposible, María, decir que ya no existe, que ya no eres esa chica de aire fresco, ideas naturales, cuerpo seguro. Segura de agradar y de gustar. La vida estaba ahí, dorada, y había que cogerla ya, estaba bruñida en su pleno instante, entre el follaje jugoso y verde.

Reproduce, María, reproduce: de pronto estás ya en el fondo del pozo, ya no hay muchas salidas hacia arriba. Y de cualquier forma, ya no tienes fuerzas para salir. Entonces lo sabes: tú no eres de las que triunfan, ni de las que se salvan, ni de las que salen, María.

Eso ya es casi una tranquilidad; hasta encuentras fácil hacer como si te desvanecieras, ponerte en blanco: no existes más. Se acabaron los tiempos en que todo vociferaba sobre ti: Dios y la monja y los médicos y tu hermana y los vecinos y el clarinetista que te gritaba:

--¡Con un carajo, pinche histérica, cállate de una vez!

De repente, todo mundo puede hacerle mal a una tan fácilmente, constatabas; que si los otros lo hubieran sabido, hasta con un soplo entonces pudieron haberte derribado, María; cualquier cosa te dañaba; constatabas, María, que ya no podías --no era elección, era simplemente poderlo hacer o no, como poder seguir corriendo o pararse, cuando ya no se respira--, que ya no podías materialmente vivir una hora más, ni media hora, ni siquiera cinco minutos más, ni un minuto.

Habías alcanzado al fin tu propio límite, ¡y escapabas!

Pero aquí estaban las voces. No quise abrir los ojos, no. No: Otra Monja. Otra Monja, no. Cerrar los ojos, huír antes de que te dejaran nuevamente, María, como en el hospital, con la Otra Monja.

--La bella durmiente --bromea Melba, enmudeciendo la televisión.

¿Será posible, putavieja? ¿Te está vendiendo: está vendiendo tu cadáver, María? No, que va: un conecte de mota, o cartas, o una limpia, o anda comprando-vendiendo cualquier aparato. Qué no haces, Melba.

Melba, Melba, vieja sórdida, hubieras querido gritarle: qué tanto le ves a la vida, por qué andas todo el tiempo en chinga para vivir más y más, y dinero y más, y el trago y la droga y más, y los vestidos y más, a tu edad: ¿Qué haces en secreto? ¿Alquilas hombres? ¿Tienes un padrote? ¿Con qué sórdida trampa te atrapó la vida y te tiene viviendo a toda velocidad? ¿No será que en el fondo eres una madre secreta, una madre abnegada, y los domingos te disfrazas y llevas el dinero sucio a un orfanatorio, donde está tu hija, a una güerita que es un primor de Dios?

¿Para qué tanta gula de vivir, bruja? ¿Para tu eunuco gato Endimión?

Mejor dormir, María, me dije. No vas a abrir los párpados por nada del mundo. No vas a dejar de fingir la respiración acompasada.

Junté mis escasas fuerzas y me ordené: ¡Duerme!

--Por poco se nos va viva --dice Melba--; fue una suerte que la vecina sospechara: como se repetía el mismo disco... Estaba re peda.

--¿Es alcohólica? --otra voz. Desconocida. Atractiva: juvenil. Pero algo ronca. Con una especie de suavidad apagada. No, no era C. El cuerazo de C.: el Caballo de Espadas, el feroz Caballo de Espadas, el salvador Caballo de Espadas. Con sus ojos tristísimos en ese rostro de ángel duro, de mandíbulas duras y facciones bien dibujadas, casi de niño, si no hubiera tanta dureza, tanta tristeza. Tu feroz Varón de Dolores. Él te salvó del hospital. ¡Si fuera C., que sólo se queda junto a ti las horas, callado, con un te o una cerveza, pero las horas, mirándote como al vacío! ¡Si fuera mi Caballo de Espadas!, me dije.

Pinche Melba: te exhibe como monstruo de circo, María, me dije. ¡La suicida! ¿Cuánto por manosear a la insepulta? ¿Cuánto por cogerse a la resurrecta? ¿Qué verguenza, qué ira: no abrirás los párpados.

--Borracha nada más, en los últimos meses. Con la depresión... Pero eso la ayudó --sabia, doctoral, la Melba.

--¿Cómo que eso la ayudó? --Por nada del mundo vas a abrir los párpados.

La voz suena arrogante y joven, espesa, atractiva, odiosa: imaginas tu rostro como máscara de cera, un semblante patibulario, apenas fantasmagórico en la semipenumbra azulada de la televisión: ¿se verán así los rostros convocados por los mediums?; el arrogante jovencito te cree vieja y acabada, y te examina con lástima o misericordia o con curiosidad morbosa o una cortesía embarazosa...

--Estaba tan peda que vomitó buena parte de las pastillas: se había tragado toda una farmacia.

--Debió ser guapa...

--Si todavía no ha muerto, tú...

Defiende su mercancía, la Melba.

No: no estás alucinando; adviertes que con el pretexto de cubrirte con una manta, el extraño te está tocando demasiado. Prepárate para las humillaciones, te dices, María. Dios, la Monja, la Otra Monja, el Clarinetista.

Pero Melba no lo va a permitir. Melba estará de tu lado mientras estés caída. Puedes confiar en ella: es lo que te queda. Y además, María, recuerda, cálmate: ahora sabes que ya nadie puede tocarte. Ya te tocaste a ti misma. Te violaste tú misma. Cruzaste la línea de sombra. Todas las fronteras. No hay vejación que no conozcas. Ya no hay nada que perder. Que digan lo que quieran. Tú estás lejos. Estás al otro lado. En la otra orilla. Estás lejos, estás lejos. Estás. Este no es tu cuerpo. No están hablando de ti.

--¿Cómo serán sus ojos?

--Déjala en paz. ¿No ves que está convaleciendo?

--Se ve tan pura, tan misteriosa, ¿Cómo serán sus ojos?

--Que la dejes en paz. ¿No ves que está convaleciendo?

--Se ve tan pura, tan misteriosa, tan...

--Ya bájale, pinche Toño --dijo Melba--, ¿cómo quieres que se vea? Se ve como una convaleciente --y lo sacó de la habitación.

Gracias, Melba, pensé.

Poco después me quedé dormida.

(De El Castigador, ERA, 1995)

martes, 28 de noviembre de 2023

EL MANGLAR

EL MANGLAR
por José Joaquín Blanco

A Isabel Quiñónez


Llegamos a media tarde a Tecolutla y alcanzamos todavía a alquilar una lancha que nos llevara a los manglares. Toño quería que viéramos el atardecer desde ese laberinto de canales donde se entretejían las raíces y las ramas de la vegetación lodosa. Se nos hacía emocionante flotar sobre esas aguas oscuras que parecían estancadas, abrirnos paso por esa especie de túneles entre raíces, ramas, arbustos y árboles entrelazados.

El lanchero era un pescador de mediana edad, de bigotes ralos y unos ojos claros que, en su rostro amulatado, a veces resplandecían con una luz ambarina y a veces se veían casi verdes. Me costaba trabajo dejar de verlos, de averiguar realmente de qué color eran.

El lanchero nos contaba que todavía por ahí, de repente, podían verse monos, caimanes y bandadas de guacamayas, pero a los turistas se les cuenta cualquier cosa. Y más a cambio de unos tragos, que Toño le servía demasiado generosamente en vasos de plástico.

Toño había venido bebiendo durante todo el trayecto en la carretera. Pensé que los dos, el lanchero y Toño, parecían unos niños, con la cabeza llena de pájaros y visiones. El lanchero, don Gamaliel, había vivido unos meses en la Ciudad de México, pero no le había gustado: todo era tan caro, la gente tan díscola, tan cabrona; todo se hacía tan de prisa, y esos altos, larguísimos puentes de concreto llenos de automóviles.

Toño le preguntó qué tan caros eran los terrenos de la playa. Casi no se vendían, dijo don Gamaliel; eran de pescadores, de las cooperativas: ¿y para qué iba a querer alguien comprar esos terrenos? Pero de que a veces se vendían, sí se vendían; dos o tres hoteles, tres o cuatro casas de playa con albercas privadas. ¡Pero además ya para qué! Hasta el turismo estaba bajando, y la pesca ni qué decir. Por el petróleo. Cada rato llegaban manchas enormes, de kilómetros, y para limpiarlas estaba duro. Al rato ya no iba a haber pesca ni turismo de Tampico a Campeche, sino puras costras de petróleo. Eso lo decían hasta los programas de la tele.

Don Gamaliel avanzaba entre los canales con tranquilidad, con su rostro sereno y reluciente, a veces casi angelical en sus ojos luminosos, sin que sus palabras terribles se expresaran en sus facciones. Acaso ya estaba acostumbrado a decirlas a todos los turistas en todos los viajes. El comentario sobre los derrames de petróleo eran parte del paseo.

El hacía lo suyo y dejaba que el sol le sonriera en los ojos. Tal vez hasta ya estaba también acostumbrado a que se le quedaran viendo los turistas a los ojos; a lo mejor por esos ojos lo tenían comisionado o él mismo se había ofrecido para pasear turistas por los manglares.

Sus ojos le ganaban propinas, a pesar de lo poco expresivos que eran sus demás rasgos, sus labios gruesos, su nariz ancha, su piel demasiado porosa; a pesar de su barriga pellejuda, que le colgaba del tronco casi enjuto, y de sus piernas feas, casi repugnantes, cosidas de costras y cicatrices de llagas o heridas, y sin embargo fuertes, bien plantadas; era casi inevitable compararlas con las raíces y los troncos torturados de los canales que íbamos pasando en medio de un olor denso a vegetación que se pudre. Sobreflotaban en las aguas casi pantanosas hojas, flores, frutas, ramas enteras que pacíficamente, largamente, se iban pudriendo. El olor sobresaltaba a ratos, pero no era necesariamente desagradable.

Se trataba un poco de nuestro viaje de bodas. No nos habíamos casado formalmente, así de papelito y todo --Toño tenía una esposa por ahí, Laura, a la que hacía un lustro que no veía--, pero estábamos muy enamorados y pensábamos vivir juntos en su viejo, un tanto sombrío departamento de la colonia Condesa, que yo esperaba convertir en un pequeño paraíso doméstico.

Toño era unos diez años más joven que yo y, desde luego, mucho más atractivo; estaba teniendo mucho éxito como pintor. Un hombre feliz, entusiasta y lleno de vida. "¿Por qué conmigo?", me preguntaba yo a veces, y estaba segura que también se lo preguntaban quienes lo veían fresco, alegre y siempre dispuesto a pasarla bien, junto a una mujer demasiado flaca y con aires de cansansio o de melancolía.

Pero yo tenía a pesar de todo la certeza de que, entonces, me quería con una de esas sus pasiones obsesivas, y que me siguió amando así mucho tiempo después, aun cuando todo empezó a irnos mal; nunca llegué a explicármelo, y pronto dejé de andarle buscando explicaciones racionales a todo, pero una de las cosas que Toño no maldijo en la vida fue su amor por mí, con todas las vueltas y más vueltas que fuimos dando al cabo de los años.

Pero en esa época yo no salía de mi asombro: apenas unos meses atrás había caído en una depresión absoluta: me había intentado suicidar con un frasco de nembutales: no sé cómo sobreviví; sí que de pronto amanecí en un hospital más deprimida y avergonzada que nunca, y sólo esperaba escaparme para suicidarme ahora sí de a de veras. Pero no tuve mucho tiempo. Conocí a Toño en cuanto salí del hospital.

--Cuídate de ése --me recomendó Vicky, mi amiga--, le gustan las suicidas.

Yo no me explicaba todavía entonces, mientras cruzábamos en los manglares de Tecolutla esos paisajes como de película, con el rebrillo espejeante del cielo en las aguas oscuras, y luego en los ojos ahora doradísimoas de don Gamaliel (que ya de repente me miraba de reojo con desprecio donjuanesco), espantándome los mosquitos y admirando las caprichosas formas de las raíces en el agua, y hasta alguna orquídea o sepa Dios qué flor caprichosísima de una esbeltez aérea y un color intenso, como pájaro detenido entre los montones de maleza, qué jugarreta del destino era esa de dejarme caer hondo, hondo, casi tocar la orilla de la nada, el olor de la muerte, para entonces, de súbito, en un solo momento, rescatarme de un solo golpe y entregarme sin más todo lo que me había estado negando sistemáticamente los años anteriores.

No era sólo el amor, sino con él, la vuelta de las ganas de vivir, algo de autoestima, y de estima del mundo, y el humor suficiente hasta para hacer un viaje, jugar bromas, correr aventuras, hasta para reírme de cómo se creía don Gamaliel su porte de macho, cada vez que le rebrillaban los ojos acaramelados y se lucía con su barriga desnuda y sus piernas sarmentosas como otra maravilla selvática. Hasta le tomé una fotografía.

A Toño le gustaba la sensación de lodo, de río encharcado y embrollado, de laberinto pantanoso, de zahúrda botánica, con un intenso olor a vegetación que se pudre. Le parecía como un lugar para perderse, para desaparecer: la fuga perfecta para todos los embrollos de la vida, de la sociedad, de la carne.

Yo disfrutaba del aire del río, un aire fresco de aromas cambiantes, según el lanchero nos impulsaba por los pasadizos casi techados por los árboles donde todavía, en la luz del atardecer, descubríamos algún pájaro. Pasadizos que se duplicaban en el agua con un temblor irreal, como de delirio.

Desde el fondo de aguas lodosas y brillantes, graznó lleno de sol un pájaro.

--¡Miren! ¡Ése fue! --señalaba don Gamaliel.

Parecía una flor parda en un manchón verduzco, pero don Gamaliel arrojó a los arbustos una piedrita y el pájaro brotó y echó a volar.

Don Gamaliel se acercó más tarde a la orilla y cortó para mí una flor blanca, larga, aterciopelada, que yo nunca había visto; no recuerdo su nombre, sólo que regresé a tierra con ella y que tenía un perfume muy dulzón.

--¿Y no se les ha ahogado nadie aquí? --preguntó Toño, quizás cansado ya de tanta naturaleza, de tanta pureza vegetal; como buscando algo de turbiedad, suciedad o emoción humanas en el paraíso.

--Ya hace tiempo que no, a Dios gracias... pero sí es peligroso... Por eso no dejamos venir al turismo solo, no sea la de malas que se quieran meter y ya no salgan... Pero yo los llevo adonde quieran... ¿No les gustaría ir a pescar mañana?
--Con esta borrachera, no nos vamos a levantar hasta el mediodía --dije yo.

En el hotel tomamos unos kaptagones para cortarnos el efecto de los tragos. No venía al caso acabar el día a las ocho o nueve de la noche. Y nos fuimos a la playa, oscurísima, sin otra luz que la de la luna en el penacho de las olas y dos o tres fogatas distantes de turistas jóvenes.

Queríamos hablar. Llevábamos días enteros hablando y hablando, y todavía nos quedaban muchas cosas que decirnos, que contarnos. Yo esperaba entregarme completamente a Toño, a su obra --era un pintor convulsivo y dado a la desesperación: como pintor, parecía un rockero de los años gruesos--, a todo lo suyo: era él ahora el sentido de mi vida, que apenas unas semanas atrás no había tenido ya ninguno. En cierta forma yo ya había fracasado y mi vida había estado a punto de concluir, de modo que ahora me injertaba en él, casi como parte suya, como parte de él mismo.

Ahora sé que yo seguía enferma, que seguía convaleciendo todavía, pero entonces sentí que su juventud y su energía me embriagaban, y quería absorberlas más y más; quería obsesivamente seguir a Toño, imitarlo, obedecerlo, integrarme a él, desaparecer en él, ser en fin algo tan alegre y claro y vital como Toño. Olvidarme de mí; vivir en él, como en una vida nueva, como en un cuerpo liberado de mis nervios y mis angustias.

Estábamos sentados en la arena, casi dos sombras, intercambiando el cigarrito de marihuana, con una sensación de libertad y paz absolutas, con brisas de mar y de río, de pescado y de hierbas podridas, de yodo y de sal. Entonces, abrazados, casi invisibles en la oscuridad aun para nosotros mismos, me preguntó de pronto:

--¿Qué se siente?

--¿Qué se siente qué?

--Morir, estar muriendo... ¿Cómo es la muerte de cerca?

--Bueno --reí, nerviosa--, no sé: como que ya no existía, como que de hecho ya me había muerto, como que todo era irreal pero molesto, muy molesto; ya no podía soportar nada, ni un ruido, ni nada más... Ya me había pasado meses pensando y llorando hasta cansarme, ¿no? Ya no me quedaba mucho que pensar y que llorar. Todo me era indiferente pero molesto, no podía soportarlo ni un minuto más, había que apagar el aparato... Tragué las pastillas... pero al rato era mucho dolor y mucho asco y me estaban zarandeando y lavando el estómago y todo apestaba tanto a hospital...

Toño me estaba besando, me desnudaba, me hacía el amor. Qué me iba a importar que no fuera propio hacerlo ahí, que llegara gente y nos viera --aunque en tal oscuridad, quién iba a ver nada--, que se le ocurrieran a Toño esas locuras. Me gustaban sus locuras.

Raspados y sucios de arena nos fuimos luego caminando en la playa oscurísima, el aire como una densa niebla de cenizas, orientándome apenas por los lejanos puntos amarillentos de los hoteles y las casas, hasta el río; pasamos por las lanchas de los pescadores, y entramos a una fonda que nos había recomendado don Gamaliel, donde vendían, además de alimentos, monos, caimanes y guacamayas que tenían guardados en una cabaña.

--¡Miren que preciosos! ¡y baratísimos! --dijo el lanchero, que ya estaba totalmente borracho. Sus ojos turbios, rojizos, a la luz del bajísimo voltaje de los focos que pendían de cables suspendidos de los techos y los árboles.

--¿Pero dónde vamos a tenerlos en la ciudad de México? --repuse.

--Entonces, ¿no quieren ir a pescar mañana? --insistió don Gamaliel.

--No, gracias, otro día --contesté, cerrando la conversación, para seguir cenando en paz mis langostinos al ajillo. Don Gamaliel se dio la vuelta lenta y casi majestuosamente.

--Espérame un momento, tengo una idea --me dijo Toño y se levantó a alcanzarlo.

Los vi conversar animadamente un rato en plena calle, frente a una ostionería, y llegar a algún tipo de acuerdo.

--¿Y cuál era esa idea? --le pregunté a Toño.

--Ah, ya verás, unos armadillos --Toño retomó con buen apetito su grasiento plato de camarones bañados en chile, que ya se le habían enfriado.

--¡Unos armadillos! ¿Nos vamos a llevar a la Ciudad de México unos armadillos? ¿Vamos a andar cargando por media república unos armadillos?

--Están disecados, María. Tienen métodos muy antiguos para disecar armadillos. Los rellenan con yerbas. Una cosa muy tradicional.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, Toño no estaba a mi lado. Pensé primero que habría bajado a la alberca del hotel y dormí otro rato. Volví a despertarme, sobresaltada, a constatar que en el cuarto no estaba su mochila, ni las llaves del coche.

"No puede ser, pensé, estoy imaginando cosas; no me puede haber dejado botada así el primer día", pero sentía que sí, que podía muy bien haberse largado a un burdel, a una zona roja, adonde fuera. Nomás porque sí, y perderse semanas o meses. Sentí un aletazo frío, una ráfaga como las que anticipan la desesperación; bien había conocido esos signos, apenas unos meses atrás. Me eran más familiares que lo que se da en llamar la vida común y corriente; esperaba esos signos del absurdo, la torpeza o la fatalidad, casi los convocaba, me sorprendería si alguno de ellos tardaba mucho en presentarse.

--Cuídate de ése, chula --me había recomendado la Vicky--, le gustan las suicidas.

Nuestro amor no incluía ningún trato de fidelidad estricta ni de esas cosas. Recordé el acuerdo animado a que había llegado Toño con el lanchero mientras, más que dispuesta al fracaso, casi viéndome regresar a México en autobús esa misma tarde, me levantaba y buscaba más pistas.

Pero no: ahí estaban todas las maletas, buena parte del dinero... ¡Claro! ¡Se había ido a pescar! Toño, el loco. El escuincle crecidote. Don Gamaliel lo había finalmente convencido. Se habían ido a pescar --seguramente con más alcohol que anzuelos-- y solamente era eso.

Hacia las diez de la mañana estaba yo desayunando en la misma fonda de la noche anterior, en el embarcadero --donde, por lo demás, estaba estacionado el coche--, con vista al manglar, para ver regresar a Toño y a don Gamaliel, triunfales y deportivos, enarbolando unos pescados enormes.

Seguramente todos los pescadores y fonderos estaban en el secreto, porque los veía espiarme con curiosidad y cuchichearse, sobre todo los niños, que corrían por las otras lanchas, los andadores y tarimas y puentecitos de madera, las orillas del embarcadero, con iguanas y collares y cuanta baratija turística pensaran vender durante el día.

--¡Ya vienen! --gritaron los niños de pronto.

Y efectivamente, apareció la vieja lancha. Desde lejos se distinguían varias personas a bordo.

Pero no apareció Toño con los pescados, sino con una botella en la mano y unas desordenadas, mojadas, arrugadas hojas de dibujo en la otra. Venía cubierto de fango hasta más arriba de la cintura, y con una especie de guirnalda al cuello de yerbajos y raíces.

Los pescadores se reían, se hacían señas un tanto equívocas y le pedían más dinero, que él repartía ya sin contarlo, ya casi sin tenerse en pie, tropezándose en su afán de abrazarlos a todos.

Eran pescadores acostumbrados a todo tipo de excentricidad de los turistas; algunos venían casi tan borrachos como Toño, y don Gamaliel de plano se había quedado dormido dentro de la lancha. Los niños y las mujeres ya se reían abiertamente del turista loco.

Corrí a sostenerlo antes de que se cayera de bruces sobre el asfalto, a impedir que siguiera regando el dinero, que siguiera haciendo el ridículo ante el montón de niños que a coro lo arremedaban, fingiendo también traer botellas y papeles en las manos. Apenas si llegué a tiempo para arrastrarlo al coche.

--¡Chingón, María! Hicimos un paseo con antorchas por el manglar. ¿Te imaginas? ¡Antorchas! ¡El manglar! ¡Todo oscuro y sólo nuestras antorchas! ¡Uta, loquísimo! ¡Puros fantasmas en el pantano, con antorchas!

--¡Antorchas! ¡El manglar! --repitieron los niños, que rodeaban el coche, con las manos y las caras pegadas a los cristales de las ventanillas, como máscaras de hule de monstruos apachurrados. Tuve que pegarme al claxon y gritarles varias veces para que me dejaran avanzar en el coche.

--¡Antorchas! ¡El manglar! ¡Collaaaaares!, señorita --gritaban los niños.

--El río del infierno --me iba diciendo Toño a gritos pastosos, tartajosos, poco inteligibles; tuvo que gritar aun más fuerte, para hacerse oír entre los gritos de los niños, mientras arrancábamos--; la naturaleza estaba muriendo o apenas formándose, un tiradero de vísceras y cadáveres vegetales; como un rastro abandonado o un criadero de fieras... Tomé unos apuntes, mira.

Yo no vi sino puros rayones de borracho, naturalmente mojados y con lodo.

--Cuídate de ése, chula, le gustan las suicidas.

Lo llevé hasta la cama y lo dejé dormir un rato. Bajé a la playa, alquilé una silla y pensé, más bien divertirda, que nuevamente me había salido todo al revés. Mi protector había resultado un muchacho loco que más que nadie necesitaba protección. ¡En cuántos líos nos íbamos a meter! Pero tener a quien proteger ya es un poco que la protejan a una. Que me protegieran de mí misma, de mi irrealidad, del vacío... Cualquier problema exterior tenía remedio, era preferible a eso.

Me pregunté entonces, por primera vez, si era posible que de una mente tan infantil, tan inmadura, hasta tan superficial como la que revelaban semejantes ocurrencias, pudiera surgir un arte serio. Pero no me lo pregunté demasiado: no me tocaba el papel de crítica, ni de juez, sino de cómplice. Me tocaba ser parte de Toño.

Con cierta vergüenza, protegida por mis lentes oscuros, creía que todos los lugareños y turistas que pasaban por la playa estaban al tanto del turista loco. ¡Yo, la tímida, la fría, la desabrida, la aguada, haciéndola de gringa loca en Tecolutla! Hasta creí ver que me rondaban sospechosamente lugareños ya no tan niños. ¡Nada más faltaba que me vinieran a decir que si mientras el loco de mi novio dormía su mona, no quería yo ir "a pescar" con ellos, ahora! Mientras el ebrio buscaba fantasmas con antorchas en mitad del manglar, la flaca ninfómana de lentes se entretenía con los chamacos nativos...

Llegaron a la palapa vecina dos o tres familias juntas de turistas de la capital. Era increíble la vulgaridad capitalina: habían metido sus coches a la playa, y los habían estacionado precisamente frente a la palapa, para no ver el mar: ¡tenían como panorama sus propios coches y no el mar!

Ante todo, pusieron a todo volumen su casetera, obligando a doscientos metros a la redonda a todo mundo a oír sus sobrexcitadas canciones de moda. Se negaron a comprar nada en la playa: ya lo traían todo de su supermercado. Los adultos eran bofos y los niños latosísimos. Empezaron a sacar de sus bolsas de viaje una cantidad indescriptible de lociones, cremas, refrescos, licor, botanas, y hasta una parrilla portatil que no lograron hacer funcionar. Tuvieron que encargar a un puesto de antojitos de la playa, que les asaran sus bisteces capitalinos.

Entre el estrépito de las canciones y los pelotazos de los niños alcancé a escuchar algún tipo de conversación religiosa. Un hombre lechoso y desabrido predicaba el catolicismo moderno del éxito en los negocios. Una especie de mojigatería de agente de ventas, una mercadotecnia de medallitas milagrosas.

Me marea y me intimida al mismo tiempo ese tipo de gente, que siempre triunfa; no me queda sino hacerme instintivamente a un lado, dejarla pasar, hundirme. El mundo es para ellos. Está hecho de la misma sustancia que ellos, que no era para nada la mía. Ni la de Toño. Me regresó la náusea, el momento de tragar todas aquellas pastillas, el despertar entre vómitos y lavados de estómago en una clínica, como una babosa que sólo había jugado a turistear por la muerte.

Mi propia pesadilla de suicida torpe en algo se parecía, ulteriormente, a los tragos y las antorchas y rayones enlodados y mojados de Toño.

Estaba ya más que harta de los turistas, de la realidad que me había arrinconado meses atrás en el umbral del suicidio, y que ahora me seguía en mi supuesta redención, en mi supuesta luna de miel. Sólo esperé para largarme que surgieran los problemas inevitables. Seguro los turistas iban a acusar al puestero de haberles robado un trozo de carne. Y en efecto, en efecto. Una señora insolentísima, en un bikini que le quedaba grande, estaba gritando a voz en cuello:

--¡Oye Gordo! ¿Verdad que eran veinte bistecitos? ¿Que aquí dice el marchante que nomás eran dieciseis. ¿Verdad que eran veinte bistecitos, Gordo?

Era ya el mediodía. Regresé al hotel. En el camino me rodeó una palomilla de chamacos de la playa, ya adolescentes, larguiruchos y cínicos, queriéndose hacer los latin lovers con guiños soeces, de un sexo de WC:

--Señorita, ¿no quiere que la llevemos a pescar?

--Ya estuve pescando toda la noche, chicos... --les dije, pronunciando con la misma intención que ellos la palabra "pescar". Será otro día...

--¿Van a querer ir al manglar otra vez en la noche?

--No sé todavía. Dense una vueltecita por la noche.

Pero cuando Toño despertó, con el malestar y el desánimo de la cruda, rompió sus rayones y no quiso comentar para nada su paseo por el manglar. Con mala cara bajamos a comer, en el propio restaurante del hotel. Sólo después de unas cervezas y de pasear en coche un poco por los alrededores, entre los palmares y los vientos rápidos, limpísimos, recobró un poco la serenidad. Hicimos de cuenta que habíamos compartido un sueño bobo.

Y pacíficamente, como un matrimonio ideal bien avenido, nos quedamos en la terraza del hotel, mirando cómo la tarde se apagaba con sólo irse oscureciendo, sin crepúsculo ni nada.

De El Castigador, ERA, 1995

jueves, 26 de octubre de 2023

LAS INCREÍBLES AVENTURAS DE LA CHINA POBLANA

LAS INCREÍBLES AVENTURAS DE LA CHINA POBLANA

Por José Joaquín Blanco

Don Felipe de Beaumont, más castizo que las alubias a pesar de su apellido y su peluca franceses, llegó con mal pie y peor paso a la Nueva España en 1720. Al parecer, venía en misión oficial a recabar ciertos informes de contabilidad y minería, ¿pero acaso todos esos informes no estaban ya en la corte de Madrid? ¿Para qué sufrir los gastos y tomarse el trabajo de tan largo viaje?, se preguntaron los novohispanos.
Algo grave y reservadísimo debía traerse entre manos, sospecharon, sobre todo cuando se supo que tanto el virrey como el arzobispo y los inquisidores lo recibieron con la mayor dignidad, y le organizaron juntas secretísimas así en la ciudad de México como en Puebla.
Como se sabe, se habían abatido tiempos malos sobre la “colonia”, como novedosamente decía el ilustrado y moderno Beaumont, palabra que escocía a los criollos que consideraban a la Nueva España como todo un “reino”: sequías, inundaciones, motines, piratas, epidemias... Pero tales desastres no interesaban tanto al linajudo visitante, se decía, sino las riquezas de los jesuitas.
Pronto corrió la voz de que se trataba de un espía del rey y de Roma para perjudicar a la Compañía de Jesús. Pero ¿acaso desde hacía buen tiempo, casi un siglo, desde el escándalo de la excomunión que lanzó alegremente el obispo de Puebla, don Juan de Palafox, contra todos los jesuitas, no estaban atiborrados los archivos de Roma y de Madrid de innumerables denuncias contra los jesuitas de la Nueva España? ¿Para qué sufrir el gasto y tomarse el trabajo de tan largo viaje, en lugar de despacharse cómodamente unos cuantos legajos reiterativos en Europa?
Medio siglo después (cuando la expulsión de los jesuitas de todos los dominios de España) se develó el secreto, y se publicaron fragmentos de la correspondencia de don Felipe de Beaumont con las autoridades peninsulares y papales.
Resultó que ni Madrid ni Roma podían creer ya en los informes que oficialmente se les dirigían. Parecían cosa de broma, o de farsa, como si todos los novohispanos conspirasen para burlarse de las autoridades supremas, las cuales recibían todo tipo de noticias y relatos fabulosos y extravagantes, como para morirse de risa. ¿A quién se le quería tomar el pelo?
Los obispos, provinciales y funcionarios españoles, por su parte, lo desestimaban todo de un plumazo: “Engreimiento, ignorancia y tontería de criollos visionudos a fuer de ociosos; se diría que los mitos seudocristianos que inventan ahora superan en descabellados a los de los indios de su gentilidad. Llamarían a espanto y a ejemplar escarmiento si no se tratase de boberías y ostentación pueriles. Todos los días se les aparece un Cristo o una Virgen de palo (verdes, amarillos o rojos) dentro de cualquier maguey”.
La política del papa y del rey hacia los novohispanos había sido hasta entonces severa y sucinta: no creerles casi nada y prohibirles casi todo. Pero incluso el ridículo tenía sus límites, aunque proviniera de los cuenteros mexicanos, los “entes” más cuenteros del mundo (¿dejaban acaso de fastidiar un instante con “su” Virgen de Guadalupe, autorretratista notable?); y ahora tanto el rey como el papa estaban al mismo tiempo estupefactos e indignados frente a la campaña jesuítica de canonización de una... ¡China pero poblana!
¿Por ventura se proponía la Compañía de Jesús convertir el santoral católico en un sueño de burlas de don Francisco de Quevedo? Ya existían antecedentes. Los jesuitas querían llenarse de santos provenientes de sus dominios mundiales, desde África y el Japón hasta la Nueva España. Y entre más extravagantes e inverosímiles, mejor: más celestiales. Las “prodigiosas relaciones” de varias docenas de nuevos “santos” jesuíticos al año atacaban de risa a los cardenales. Existía, según su decir, un aborigen del Mar del Sur, parcialmente evangelizado pero chimuelo por completo, a quien le reaparecían todos los dientes, macizos y formidables, cuando rezaba el credo en latín; de modo que aprovechaba la oración para comer: versículo y mordida, versículo y mordida...
Beaumont informó que la tal “china” había sido una indigente esquelética, baldada y delirante, con sueños “místicos” desde sus harapos en una pocilga de la ciudad de Puebla. (Pocilga que al día de hoy ostenta un letrero: “Aquí vivió la China Poblana”).
Había muerto, muy anciana, en 1688. Y ni tardos ni perezosos, los jesuitas, sus confesores y padrinos, la habían proclamado de inmediato la Gran Santa de los Gentiles, pues al parecer provenía de algún litoral o isla de Asia, donde en su juventud la habían capturado unos piratas; y después de variadas peripecias, había sido finalmente vendida como esclava en la Nueva España –por conducto de la Nao de China, por supuesto- a unos potentados poblanos, deseosos de lucir una criada “china”.
Le aparecieron dos exaltados biógrafos, los dos confesores suyos: el jesuita Alonso Ramos, quien en tres volúmenes (1689-1692) divulgó Los prodigios de la omnipotencia y milagros de la Gracia en la vida de la venerable sierva de Dios Catharina de San Juan, natural del Gran Mogor, difunta en esta imperial ciudad de la Puebla de los Ángeles de la Nueva España; y el bachiller José del Castillo Grajeda, autor del Compendio de la vida y virtudes de la venerable Catarina de San Juan (1692).
Aquélla, decía Beaumont, la monumental de Ramos, tuvo demasiada suerte: tanta, que la prohibió el Santo Oficio "por contenerse [en ella] revelaciones, visiones y apariciones inútiles, inverosímiles", a la vez que se perseguían los retratos, grabados en madera, de la beata (desde 1691): el exceso de celo y la ortodoxia desorbitada, risibles, en la vida religiosa, volvían a la sociedad novohispana un tanto herética de puro disparatada, opinaba Beaumont; la segunda, de Grajeda, que no pretendía ser sino un resumen cauto de la primera, fue tolerada. Y hasta reeditada un siglo después.
No se trataba propiamente de una “china”, puntualizó Beaumont, sino más bien de una mujer proveniente de alguna zona del norte de la India. Se hablaba en los libros del Gran Mogor como su patria de origen y de Cochín como el punto intermedio, antes de llegar a Manila, donde fue bautizada por los misioneros jesuitas que ponían nombres de santos a los esclavos que vendían los piratas. Pues no era muy cristiano eso de vender ni comprar esclavos que no fuesen previamente bautizados.
Para mejorar su hagiografía, los jesuitas la consideraron “hija de reyes” de algún reino asiático, pero lo maravilloso residía en que desde sus grandes tiempos de “princesa” oriental soñaba que la Virgen se les aparecía a ella y a su madre para hacerles beneficios, y profetizarles que la traería a un reino cristiano a gozar de su verdadera, única y santa religión. Y la “princesa china” añoraba el momento de ser atrapada, esclavizada y vendida, para morir finalmente en la santa indigencia.
A la muerte de su amo-potentado, Catarina pasó a manos de un clérigo, quien la casó con otro esclavo “chino”; todas las potencias celestiales conjuraron para que no perdiera la castidad la nueva casada, quien logró mantenerse virgen en el lecho de su esposo, con el poderoso recurso de instalar un crucifijo en las sábanas, entre ambos. De algún modo desconocido, recobró la libertad poco después, cuando murieron oportunamente tanto su amo clérigo como su marido.
Si hubiese que creerles a los jesuitas, Catarina de San Juan ayudaba a los pobres y a los enfermos, desde su absoluta indigencia; y hasta habría que admitir que llegó a liberar de la esclavitud en los obrajes a algún desdichado, misericordia costosa aun para los potentados.
Azotaba y castigaba sus carnes. Ayunaba y se cubría de una montaña de harapos para no ver ni que la vieran, ni tocar ni que la tocaran, ni siquiera sus ancianos confesores, cuando ella ya era una vieja ciega y paralítica.
Pero lo realmente importante resultaban sus visiones y su muy particular trato con Dios, con la Virgen y los santos, continuaba Beaumont. Los veía a cada rato y obtenía de ellos cualquier cosa que quisiera.
Alguna vez la Virgen del Socorro la vio tan desnutrida y castigada por los ayunos, que le ofreció, sin más trámite, sus propios pechos sagrados para alimentarla. Hemos de suponer que al menos en esa ocasión se alimentó muy bien.
Otra vez vio a los ángeles distribuirse por las nubes en una especie de bailables o procesiones a todo lujo, con banquetes e iluminaciones de fiesta de gala en un palacio real, sólo para su delectación.
Le era concedido ver en sus sueños “místicos” a otros seres, vivos o muertos, salvos o condenados, y sobre todo en el purgatorio. Por lo demás, Jesucristo la usaba de mandadera, a ella, que ni siquiera alcanzaba a dominar el castellano, para que transmitiera secretos y terminantes mensajes en latín a ciertos clérigos descarriados.
Se peleaba de bulto, de a de veras, con todos los demonios, y terminaba arañada, azotada, apedreada, pateada. Sufría además de una permanente comezón en todo el cuerpo, que ni rascándose con “olotes bien secos” se le quitaba.
También ejercía, prosigue Beaumont, los milagros relativamente modestos de hacer aparecer monedas en los bolsillos necesitados y los más espectaculares de salvar de los piratas -o al menos presenciar, en visión santa, el salvamento- de las flotas españolas que tan azarosamente llegaban a Veracruz o a Acapulco.
Cristo se le presentaba hermoso o rumbo al calvario, en apuesta forma varonil o sudando sangre sobre la madera de una estatua del crucificado.
Poseía entre sus no tan escasos trebejos un célebre "fragmento de unicornio", buenísimo para otro tipo de milagros. Fue muy estimada su intercesión tanto para producir lluvias como para detenerlas.
Malvivía de cocinar hostias para los jesuitas, y el resto de su tiempo apenas le alcanzaba para atender a su Cristo y a su Virgen y a sus ángeles. Era la más pobre y humilde del reino, y por su extrema bajeza había sido escogida como la única comadre poblana por todas las potencias celestiales.
Esta "aunque indina bestia caballo", cita Beaumont las palabras recogidas por sus biógrafos; esta que se dice: "¿Qué soy sino un terra, un polvos, un muladar, un basura?", una perra y demás linduras, viajaba al firmamento más que ningún otro aventurero del cielo y la tierra, y con más facilidades.
Hablaba el bachiller Grajeda, informa Beaumont, a ratos citándola como quien desconoce el castellano, y a ratos como canónigo que se luce en el púlpito: "Y así estoy entendiendo que, a causa de remontarse tanto en esta virtud [de la fe], le hizo el Señor muchos favores, especialmente una noche que habiéndose recostado en su camilla en prosecución de los actos heroicos de fe que estaba continuando [o sea, repitiendo toda la noche jaculatorias de dos o tres palabras: “¡Jesús, María y José!”], la asió Cristo de un brazo y la colocó en el cielo, mostrándole toda su gloria y desde ella manifestándole todo el mundo. Así me lo refirió esta sierva del Señor diciéndome:
-Una noche, Padris, que con muy buen fe hablaba yo para mi Dios, llevó Cristo para mí en el celo, y vi todo acá y allá.
"Como si dijera: Una noche que estaba mi alma toda embebida en tiernos y continuos actos de fe y en dulces coloquios que yo repetía a mi Dios y mi Señor, vi de repente que me asió Cristo de un brazo y me llevó al cielo, haciéndome patente toda la gloria, y desde él me enseñó y me manifestó toda la redondez de la tierra.
"Absorta pues Catarina de tan grande maravilla y postrada ante el supremo Juez de cielo y tierra, embebida toda el alma ante tal presencia, estaba cuando la dijo Cristo: ‘Ea, vuélvete, Catarina’, a lo cual respondió con la sinceridad que siempre le hablaba:
-Eso no, Señor, vuélveme tú, que has traído para mí, que está muy hondos de aquí a mi cama y podré caer y lastimar para mí.
"Como si dijera: Yo le respondí a su Divina Majestad: Señor, de aquí a mi lecho hay mucha distancia; vuélveme tú pues que tú me has traído, que yo si me quiero ir sola podré caer y podré lastimarme, siendo como ves la profundidad que hay de aquí a mi aposentillo tanta."
Santa santa pero nada tonta la China Poblana.
"A esta su sencilla respuesta, sonriéndose Cristo la volvió a coger del mismo brazo dejándola en el puesto donde la había arrebatado..."
A su muerte, concluye don Felipe de Beaumont, se llenaron todos los templos de Puebla, y se celebraron oficios en todas las iglesias y colegios de jesuitas de toda la Nueva España.
“De modo que nadie ha querido burlarse de los grandes ministros del rey ni del papa en los informes y relatos oficiales que se envían a Madrid y a Roma, concluía Beaumont en 1720. En la Nueva España proliferan mitos como éstos. He escuchado incluso algunos bastante peores. En esta colonia no abunda el ingenio: cualquier barbaridad se cree ciegamente. Y tales burradas no privan sólo entre la plebe, sino sobre todo entre la gente más alzada y orgullosa de esta tierra, que suele ser de jesuitas o de personas formadas o avecindadas con jesuitas. ¡Que Dios nos libre de la soberbia y de la ignorancia de un mexicano con dinero y ciertos tratos con la Compañía de Jesús!”
***
Un siglo después de su muerte, pese a los desdenes de Roma y de Madrid, y a la prohibiciones del Santo Oficio, seguían publicándose biografías e imágenes de la China Poblana. Con total descaro, se le rezaba y se le rendía culto público.
Se ignora en qué momento preciso (entre la expulsión de los jesuitas a mediados del siglo XVIII y las guerras de Independencia) abandonó Catarina de San Juan sus ilegales altares, permanentemente prohibidos por la Inquisición y (al parecer) permanentemente tolerados, para transformarse en un tipo de zarzuela avant la lettre: imaginemos La verbena de la Poblana:

¿Dónde vas con enaguas zanconas,
dónde vas zarandeando los pies?
Yo me voy a bailar el jarabe
Con un payo que sepa beber.

Pues lo que nunca intuyó el linajudo don Felipe de Beaumont, ni los jesuitas, ni los novohispanos, ni Madrid, ni Roma, fue el último milagro de esta asiática indigente: convertirse ella, la fea, la apestosa, la beata, en una trigarante mestiza de cascos ligeros en la época independentista. Compañera de soldados al bailar el jarabe, ataviada con tricolores enaguas profusamente bordadas en lentejuelas y con una blusa de algodón muy escotada, además de un rebozo que la tapaba menos de lo que le servía para farolear y contonearse en las festejadas civiles o militares. Y con las trenzas llenas de listones, como arbolito de navidad.
Quizás a esta última, más que “china”, habría que llamarla la chinaca poblana, pareja del charro. Y nada jesuítica.
Sin duda el ilustrado Beaumont la hubiera encontrado más simpática; aunque su recargado vestido regional algo herede de lo visionudo de su lóbrega antecesora, habría añadido su esposa, la madama Beaumont, muy estricta en cuanto a la moda se refiere.

viernes, 29 de septiembre de 2023

EL AFFAIRE MIER Y TERÁN

EL AFFAIRE MIER Y TERÁN

Por José Joaquín Blanco

Durante sus investigaciones sobre los mercados de la Plaza Mayor de la Ciudad de México [ENAH, tesis, 2001], Jorge Olvera Ramos se topó con una curiosa historia policiaca de 1777, titulada: “Sobre que se averigüe quién fue el que derramó por una ventana a la Calle del Puente Quebrado un servicio”. (Archivo Histórico de la Ciudad de México. Ramo: “Policía en general”, Vol. 3627. Exp. No. 30. Año de 1777.)
1.- El Quejoso: “En la Ciudad de México, el 16 de junio de 1777, el señor Francisco María de Herrera, regidor perpetuo y juez de policía en ella, dijo: que por cuanto el señor Antonio Mier y Terán, también regidor perpetuo, se ha quejado de que pasando el día de ayer como a las ocho y cuarto de la noche por la calle del Puente Quebrado [República del Salvador, a la altura del Eje Central] con su madama, derramaron desde una ventana o balcón un servicio [excrementos] encima del mismo coche, de tal forma que introducido en él, por ir abiertas las cortinas, se le llenó de inmundicias a la referida su esposa el vestido que llevaba puesto, Su Señoría mandó que el escribano pase a la referida calle y averigüe con la mayor exactitud de qué casa y qué sujeto cometió semejante atentado, recibiendo los testigos que puedan declarar. Herrera [rúbrica]. Paradela [rúbrica]”.
¿Los nostálgicos de la Nueva España se han puesto a pensar en cómo era la vida en una ciudad sin desagüe? A semejanza de las grandes ciudades europeas, aquí no sólo se encharcaban las malas aguas en las calles, sino que hasta los hidalgos a caballo y los regidores en coche con sus “madamas”, estaban expuestos a chubascos aleves. Se debía pagar a los cargadores de excrementos (acaso no muy diferentes del que describe Yukio Mishima en Confesiones de una máscara) para que los fueran a tirar más allá de los límites de la ciudad, que por lo demás no estaban demasiado lejos. Pero en la noche, burlando al sereno, ¿por qué no ahorrarse ese trámite, ese gasto? ¿No vemos hoy en día cómo prodigiosamente se forman pirámides callejeras de bolsas de basura aun en las colonias ricas? (Borges invoca en auxilio de semejantes infractores de la civilidad, la imperfección de nuestro permisivo idioma; cuenta que un borracho orinaba en alguna plaza importante de Buenos Aires cuando fue sorprendido por un celoso gendarme que le espetó, hinchado de ira cívica: “¡Aquí no se puede orinar!”. Pero el borracho sabía su castellano: “¿Cómo que no se puede? ¿No ve que estoy pudiendo?”.) El ilustrado siglo XVIII enfatizó las normas y ordenanzas de higiene y urbanidad, con tan poca suerte como este tremendo affaire que atentó contra coche y “madama” (y acaso también polveada peluca) del regidor perpetuo Mier y Terán.
2.- La ley estricta: “Doy fe que habiendo reconocido, en vista de lo mandado en el auto de la vuelta [el documento anterior], las ordenanzas de este juzgado, la 6a. de policía y 95 de las generales de esta nobilísima ciudad es [son] del tenor siguiente: ‘Que ninguna persona sea osada a echar basuras ni servicios en las calles ni en plazas ni acequias ni pila de esta ciudad, so pena de 2 pesos por cada vez que la echaren, y si no pudieren averiguar quién lo ha hecho, al vecino más cercano de donde se echare dicha basura le mande la quite dentro de 3 horas y [en] lo quitando pague un peso y se limpie a su costa’. Paradela [rúbrica]”.
Que se multara al infractor descubierto no sorprende a nadie, pero que se castigara también a los vecinos más próximos a la basura o a los excrementos suena algo alevoso. Las esquinas, los rincones, los sitios oscuros o con árboles y arbustos, las cercanías de las acequias, puentes (como es el caso) o pilas se convertían en lugares favoritos; y los vecinos no sólo debían sufrir y limpiar la porquería, sino además pagar una multa: por no haber vigilado y por estar cerca del cuerpo del delito. Qué inofensivo suena, frente a tan autoritaria disposición, que siempre encontraba a un parroquiano a quien cargar el delito, nuestro moderno lema impracticable: “La persona que deposite basura será consignada a la autoridad”. La antigua norma convertía a los vecinos en espías, al parecer sumamente eficaces, como veremos, de los posibles infractores.
3.- Los misterios de la bacinica de la Calle del Puente Quebrado: Pero no se conformaron ahora las ocupadísimas e ilustradísimas autoridades novohispanas con multar a cualquier vecino. La “madama” del regidor estaba justamente furiosa. Abrieron todo un especioso y legalísimo proceso; entonces: “El 19 de junio de 1777, yo, el escribano, pasé a la casa [citada] a hacer la averiguación, y estando presente doña Manuela Camacho, mujer que dijo ser de Pablo Betancurt, quien después concurrió y se hizo presente y para que declare recibía la susodicha [Manuela] juramento, que hizo por Dios nuestro Señor y señal de la cruz, y dijo: Que la moza que le sirve, llamada María Petra, le ha dicho que [a] don Antonio Ruiz, de oficio platero, vecino que vive solo en la otra vivienda de esta casa, lo ha visto derramar por el balcón el vaso y porquerías. Que la noche que se cita no vio el hecho que se expresa, ni sabe si fue él o no. Y no firmó porque dijo no saber”.
4.- La memoriosa delatora María Petra Martínez: “Incontinenti hice [a]parecer ante mí a la moza a que se cita en la declaración que antecede, la que presente dijo llamarse María Petra Martínez, ser mestiza casada con Toribio Martínez, a la que recibí juramento, y dijo: Que muchas noches, así ella como una niña hermana de su ama, han visto que don Antonio Ruiz, vecino que vive solo en la otra vivienda, derrama el vaso por el balcón; y la noche que se cita, habiendo oído el golpe salió y vio en el balcón a dicho don Antonio, y percibió el hedor que había, por lo que se metió y no vio lo que después sucedió. No firmó por no saber.”
5.- El criminal alega motivos de salud. Pero aclara que no se llama como dicen; sugiere que no se trató de aguas mayores sino de aguas menores, y precisa que el caso no ocurrió a las ocho y cuarto sino hasta después de las nueve. “El 26 de junio de 1777 tomé declaración a don Antonio, quien expresó ser su apelativo Quintana y no Ruiz, ser español, viudo y oficial de platero; que trabaja en la tienda de Eduardo Calderón en la calle de los Plateros, y dijo: Que es cierto que la noche del día 15 como a las nueve, poco más de ella [la hora nueve], estando preparado para irse a acostar, por la mucha lasitud de estómago que padece, originada de la costumbre que adolece de echar sangre por la orina, tomó una porcelana en que había orinado, y por libertarse del sereno [escondiéndose del gendarme nocturno o sereno] la derramó desde la ventana para la calle, sin reflejar [reflexionar] el que a la sazón pudiera pasar persona ninguna, como aconteció con don Antonio Mier y Terán, cuya acción hizo por ser un hombre solo desvalido, y sin tener quien le sirva. Y firmó. Quintana [rúbrica]. Paradela [rúbrica].”
Se sentenció a Quintana al pago de la multa.

domingo, 27 de agosto de 2023

ASPECTOS SINIESTROS DEL NICAN MOPOHUA

ASPECTOS SINIESTROS DEL NICAN MOPOHUA

Por José Joaquín Blanco

Guadalupe Tepeyac, 25 de enero de 1887
Querido padre Vilches:
¡Se ha vuelto a alborotar el gallinero! Pero yo, muy escarmentado con lo que ocurrió con Vuestra Merced, quien Dios sabe no quiso sino aportar su mayor diligencia y buena fe en los asuntos de Nuestra Madre Guadalupe, y Nuestro Señor así se lo tendrá en su gloria; yo, humilde cura sin fortuna ni futuro, yo: ¡chitón!
No sea que Su Ilustrísima me transfiera a predicar a un pueblo de campesinos o de indios, como hizo con usted tan sin misericordia. No digo más: que siguen apareciendo milagros en la imagen de Nuestra Señora.
Recuerdo los que señaló vuestra clarividencia: que ese manto azul se había vuelto verde, y que el angelito del pie oportunamente amaneció con los colores de la bandera nacional; que aumentaban las estrellas del manto y las llamas del resplandor según quien se pusiera a contarlas, que... ¡Cuantos pinceles no habrán echado ahí su borrón, según los vaivenes del episcopado y de la historia nacional!
Pero lo del 20 de enero fue tan prodigioso como descarado. ¡Desapareció por completo la corona de oro que tenía Nuestra Señora pintada sobre la cabeza!
Usted le había advertido al señor arzobispo que esa corona pintada era indebida y pirata, pues resulta privilegio del papa ordenar que se corone de bulto o en pintura las imágenes. Aquí guardo infinidad de peticiones mexicanas para que tal coronación formal, vaticana, se realizase, especialmente la muy extravagante del caballero Boturini. Pero nada de que el Vaticano quería coronar una imagen tan dudosa.
Nuestros aguerridos compatriotas no se caracterizan por la prudencia, sobre todo si son obispos; y vaya usted a saber a qué arzobispo se le ocurrió mandar a Roma al demonio y coronar por sí mismo la imagen, ni a qué pintor encargó que misteriosamente pintara esa corona estrecha y feúcha que un día le apareció de repente, sobre la cabeza. La travesura debe ser vieja, pues todas las reproducciones que corren por el mundo llevan la consabida corona pintada.
Lo que le puedo informar es que ha sido Pina, pintorucho de brocha gorda, quien la ha desaparecido a mediados de enero de este año. ¡De un brochazo dorado! Donde había corona volvieron a haber llamas, el círculo del sol que dicen azteca y que la Virgen eclipsa...
Sucedió que finalmente el Vaticano aceptó coronar la imagen, con corona real, de bulto, de oro y piedras preciosas. Pero luego dijo que siempre no, ¿qué como iba a coronar una imagen ya coronada? ¡Coronada, supuestamente, por sí misma! ¡Nada modesta la Guadalupana!
Me imagino al papa echando pestes en Roma porque la Virgen Mexicana se saliera de todos sus protocolos legales y litúrgicos y se pintara a sí misma y se coronara a sí misma, sin mayores dilaciones, por puro amor a su pueblo mexicano. Todo por sí misma y al diablo el Vaticano.
El escándalo atronó en la prensa. El arzobispo Labastida proclama ex cathedra, en pastoral formal, que la propia Virgen se descoronó milagrosamente para no molestar a los coronadores del Vaticano que vienen a coronarla con tamaña pompa. Unos ríen y otros muerden, como siempre en esta arquidiócesis.
Y yo chitón, siguiendo vuestro consejo.
Filegonio Santana, Pbro.
*
Guadalupe Tepeyac, 19 de marzo de 1891.
Querido padre Vilches:
¡Ojalá nadie hubiese querido coronar a una Virgen ya coronada! ¡Se ha destapado la caja de Pandora! Parece que el padre Andrade, a quien se llama por ahí el inimicus homo, ha hecho de las suyas, ¡y de qué manera!
¡Ha logrado sustraer y copiar tanto la carta de don Joaquín García Icazbalceta, que como usted bien lo sospechaba niega rotundamente el milagro; como los legajos del arzobispo Montúfar de 1556, que creo que usted jamás llegó a conocer, pues no recuerdo que me los comentara. Los ha hecho publicar. El segundo dizque en Madrid, pero en verdad fue aquí, en la imprenta de Albino. ¡Los antiaparicionistas están de feria! ¡Todos los argumentos en su favor!
1.- No hay prueba alguna de tal suceso durante la vida de fray Juan de Zumárraga.
2.- No hay prueba alguna de Juan Diego, Juan Bernardino y demás prole existiesen, salvo como seres alegóricos; y ni modo, como tantas veces ha dicho usted, tampoco se cree que en 1531 doce o veinte franciscanos se dedicaran a atender personalmente a cada uno de los 15 millones de indios, con nombres y apellidos propios, individuales. ¡No lo hacemos ni en este ilustrado siglo XIX!
3.- No tenía por qué venir ningún indio solo a la iglesia de Tlatelolco, sino en todo caso en procesión, como suelen, ni para ello treparse al cerro.
4.- Fue invención mariana de Montúfar, totalmente opuesta al espíritu antisupersticioso y antimilagrero de Zumárraga y los franciscanos. Dicen que la pintó el indio Marcos a partir de un grabadito de un libro de horas de Flandes.
A sus pies, etcétera.
Filegonio Santana, Pbro.
*
Guadalupe Tepeyac, 12 de octubre de 1895
Querido doctor Vilches:
Mucho lamento, pues sabe usted la gratitud que le guardo desde mi más tierna juventud y el cariño que le he profesado sin desmayo, y la admiración que siempre me han provocado sus luces, que se haya decidido, ya a edad tan venerable, a colgar los hábitos y asumir los instrumentos del espiritista. ¿Es la ouija menos ardua que la teología?
Quizás ya no le importen mucho mis informes. La Virgen fue coronada solemnemente y todo mundo juró que nunca había tenido pintada una corona, que nunca le fue borrada, aunque todo mundo en México hubiese visto que primero ahí estaba, y luego del brochazo de Pina ya no estuvo; o que en todo caso apareció y desapareció oportunamente sin dejar huella, como los trasgos.
Nada le quitan ni le añaden las susodichas coronas. Ella es emperatriz, y eterna y magnánima de cualquier manera. “Nada semejante ha ocurrido en ninguna otra nación”.
Lo que anda dando mucha lata es la olla pútrida de 1556, donde los franciscanos atacan el culto con salvajismo digno de luteranos. Ya sabemos que, a diferencia de los dominicos, los franciscanos se colaron entre los indios, los conocieron bien y les descubrieron sus trampas de transformar sus antiguos dioses en nuevas imágenes cristianas “aparecidas”: Cristos-Quetzalcóatl, Sanjuanes-Tezcatlipoca, Santanas-Toci, Isidros-Tlalolcs, Santiagos-Huichilobos, Marías-Tonantzin. ¡Pero la pólvora de ese informe, qué bocado para Voltaire, mi nuevo doctor Vilches, dominador de las ciencias ocultas!
Quizás sus nuevos métodos magnéticos pudieran contestar algunas de mis tribulaciones:
1. ¿Para qué empeñarse en el año 1531, fecha imposible por la ausencia física de obispo en el país y por la nula mención de hecho alguno de la especie en todo tipo de documentos, y no asirse a la de 1555, superdocumentada por Montúfar, los franciscanos y la tradición india? En 1555 ya había aparecido, si no la Virgen, al menos la imagen del indio Marcos en el Tepeyac (y que dizque un acólito efebo, un Ganímedes azteca, posó para el cuadro, vestido de Virgencita: se lo oí decir al maestro Altamirano).
2. ¿Por qué empeñarse en que la relación indígena de la aparición es la original y obra del famoso indio Antonio Valeriano, escrita unos cuantos años después del prodigio? Usted sabe que nadie quiso copiar ni representar ni predicar el Nican Mopohua en público, ni aludirlo siquiera, jamás. durante todo un siglo, hasta que la publicó con su nombre y en castellano, como un sermón absolutamente criollo, Miguel Sánchez, y a todo mundo pareció novedosa; y en náhuatl, un año después, en 1649, Luis Lasso de la Vega.
3. Para entonces todas las luces del Colegio de Santiago de Tlatelolco estaban ciegas, y sólo quedaban por los aires los nombres ilustres de unos indios latinistas, no nahuatlatos.
Los nahuatlatos eran los frailes; los indios cultos escribían en latín. ¿Por qué atribuirle a Antonio Valeriano la mayor obra náhuatl guadalupana y, por ello, la mayor mexicana? ¡Que porque dijo Sigüenza que Alva Ixtlixóchitl vio el manuscrito con letra de Valeriano!
¡Pero Alva Ixtlixóchitl dijo tanta barbaridad! ¿No afirmó que todos los indios provenían de Irlanda? Por lo demás Sigüenza nació en 1645, apenas tres años antes de que Miguel Sánchez publicara en español su prodigio de un “apocalipsis indiano”. Ixtlixóchitl murió en 1650, cuando Sigüenza todavía no cumplía 5 años. Nunca hablaron Ixtlixóchitl y Sigüenza del asunto.
En todo caso, y concediendo demasiado: Ixtlixóchitl nomás “reconoció” la caligrafía. ¿Y si se tratara de una copia cercana tanto a su muerte como a la publicación de los libros de Sánchez y Lasso? La fecha y la autoría, si vuestra sabiduría, tanto la antigua y teológica como la novedosísima y teosófica, no opinan en contrario, resultan completamente contestables.
El meollo del asunto está en fray Servando. Él dice dos cosas: o que se trata de un gran misterio sagrado, por medio del cual Santo Tomás se trajo a la Virgen hace 19 siglos a los poco atractivos alrededores de Tenayuca, la cual dejó su imagen oculta en una cueva, o que se trata de una comedia.
Pero ¿cómo aceptar que el indio Antonio Valeriano, en lugar de ponerse a leer a los clásicos grecorromanos, se dedicara a escribir en náhuatl una comedia sacra cuando el teatro misionero estaba abolido por los concilios? ¿Que dicha comedia no fue registrada por fraile alguno, ni como mera alusión? ¿Que es una comedia en prosa, lo que significa que no es comedia: debían serlo en verso? ¿El sabio Valeriano no sabía versificar? ¿Tampoco sabía que las comedias tienen escenas, jornadas, didascalias?
¿Una comedia a fin de que la representase una india bonita para concupiscencia de toda la indiada o un cándido efebo disfrazado de Virgencita? El teatro milagrero estaba prohibidísimo, y más por esas fechas de Eslava.
¿Y cómo un indio, Antonio Valeriano, hijo y hermano espiritual de franciscanos, el serafín de sus “indios cultos”, iba a conjurar contra su propia orden, la de San Francisco, en favor del horrísono y herético dominico Montúfar, con una historia idolátrica, herética, precisamente durante los años de la guerra antiguadalupana de los franciscanos contra Montúfar, que todavía expele pólvora en Sahagún un cuarto de siglo después? ¡Nada más nos falta que Antonio Valeriano haya resultado el agraciado efebo disfrazado de Virgencita, el Ganímedes azteca que tan gentilmente posó para el cuadro del indio Marcos!
Por lo demás, se trata a todas luces de algo no teatral, sino narrativo, ni cómico, sino serio: un presunto informe sacro.
¿Era Antonio Valeriano un espía doble, un atroz personaje “a lo divino” de El conde de Montecristo o Los tres mosqueteros? ¡El mayor enemigo de los franciscanos sería su hijo y discípulo más beneficiado y devoto!
Tenemos pues, Virgen coronada, entronizada y triunfadora. ¡Sea siempre alabada y reine entre nuestros corazones! ¡Y nosotros, los guardianes de sus vagos escritos y espléndidos tesoros, siempre viviremos atribulados por prodigios, trasgos, guerras, legajos, contralegajos, bulas, antibulas, coronas aparecidas, coronas esfumadas. ¡Encomendamos a su bondad el duro oficio de trabajar como sus siervos!
Suplícole me envíe sus noticias a casa de mi sobrina Micaela Santana, en la Calle del Mosquete número 3, pues ha corrido como pólvora la noticia de vuestro ascenso en los cielos circulares (¿son circulares?) del espíritismo y de la masonería de Boston, y no llegaría a mis manos cualquier línea suya que dirigiera a la Colegiata, donde mi silencio tenaz me va logrando sinecuras, tal como usted me recomendó.
Lo quiere siempre y besa sus pies, su ahijado y siempre fiel hijo espiritual,
Filegonio Santana, Pbro.