HOTEL ACQUASANTA
Por José
Joaquín Blanco
Se cuenta que un día un oficial de marina amigo suyo, le enseñó un manitú traido del África: una pequeña cabeza monstruosa que algún pobre negro talló en un trozo de madera.
-Es muy fea- dijo el marino-, rechazándola con desprecio. -¡Tenga cuidado! -repuso Baudelaire inquieto-. ¡Podría ser el verdadero Dios!
ANATOLE FRANCE: “Charles
Baudelaire” en
1
Llevaba dos horas esperándome en el presuntuoso hall del hotel
Acquasanta, con una Biblia en la mano para que pudiera reconocerlo. Ya se había
sentado en todos los sillones y había caminado veinte veces de la recepción a
la entrada, de la entrada al restorán, del restorán a los pasillos. Pero no
tenía cita: yo le había aclarado, cuando
llamó al programa radiofónico "Dios somos todos", que sólo estaba de
paso en Tlanepantla, de prisa, agobiado por todo tipo de compromisos; que se
tranquilizara, que todo tenía remedio en este mundo: que sólo su aprensión y
sus temores creaban monstruos que en la realidad no existían sino como pequeños
problemas de todos los días, perfectamente naturales, que afectan tarde o
temprano a todos los hombres; que yo mismo lo llamaría en mi próxima visita.
Logré evitarlo al salir de
la estación de radio -no sólo se las había arreglado para que me pasaran al
aire su llamada sino que además averiguó en mala hora dónde me hospedaba-, pero
sospeché que insistiría y me metí a un cine a matar el tiempo: más de media
película de extraterrestres, para fatigarlo y desalentarlo. Mi negocio es
predicar en los medios de comunicación y en conferencias de paga, en teatros y
auditorios; no agotarme en consultas privadas gratuitas.
Había amenazado con
aguardar toda la noche y toda la madrugada si era preciso: le urgía hablar en
privado conmigo. Cumplía su amenaza. No necesité su Biblia: de inmediato
identifiqué su aparatoso, grotesco, porte de atribulado. Tuve que reprimir una
carcajada: me pareció otro extraterrestre.
Ahora todo mundo sabe que
soy un "falso cura". El obispo de Ecatepec me armó un escándalo en la
televisión y hasta intentó hundirme en la cárcel. Pero yo nunca afirmé que
fuera uno de los curas de su diócesis, ni siquiera me presenté alguna vez,
durante los cientos y cientos de emisiones de radio en que auxilié a los
radioescuchas atribulados, como clérigo romano.
Nadie tiene el monopolio de Cristo. Soy sacerdote de mi propia iglesia
cristiana. Predico que Cristo somos todos.
Un gigantón deslavado, algo barrigón, con
mandíbulas enfáticas y unas manazas de
Vestía un traje con arrugas de ropero.
Quizás llevaba años colgado ahí a la buena de Dios, desde la última boda
familiar, entre los vestidos de juventud de su esposa. Porque semejante
cuarentón era inconcebible sin una o varias esposas y un buen racimo de escuincles
mocosos, majaderos, lamentables. Cherchez la femme!, me alerté para mis
adentros.
Hablaba con la misma torpeza de su traje, de
sus ademanes, como si tuviera que traducir a un lenguaje raro, de etiqueta, sus
pensamientos burdos. No encontraba las palabras o se tropezaba con términos
equivocados, que seguramente jamás había pronunciado, que se le habían pegado
de algún especioso programa de radio y se había dado a la tarea de inventarles
un borroso y elaborado significado, en lugar de acudir a un diccionario de
bolsillo.
-Padre Terán -me dijo-, no
sabe cuánto lo pronostico; desde hace meses perpetúo sus homilías, hasta he
esbozado ejecutarle algunas cartas, pero soy un escrupulado neófito en las
infraestructuras del Espíritu, un pobre pecador que se promete ahincar el
Evangelio...
-Vamos, hombre, al grano:
necesito dormir un poco y antes debo cenar cualquier cosa...
-Prométame conviviarlo...
-Prometido. Pero de una
vez. En un rato cierran.
Casi lo arrastré al
restorán. Pedí el platillo y el vino más caros.
2
No vayan a pensar que soy o me quiero hacer el cínico ni el rufián. No
trato de escandalizar a nadie. Sin duda alguna, quien esté leyendo mi relato ya
no necesita que nadie lo espante a mis costillas. Mi desprestigio ha sido total
(ya se olvidará pronto, y para entonces tendré otro nombre, en otro sitio, con
otros negocios), y en nada me beneficia justificarme ni flagelarme. Simplemente
quiero decir que un tipo abusivo me puso de mal humor.
Ya me imagino al filantrópico lector
agraviado: "¡Un cura falso, charlatán radiofónico, maltrata y zahiere -así
se dice: zahiere- a un ingenuo hombre del pueblo, ignorante, inocente, crédulo,
atormentado!" Evito que el lector humanitario se precipite en sus
indignaciones: anticipo que el tipazo de marras era un criminal fugado de una
cárcel de Michoacán; vivía en Tlanepantla con nombre y credenciales falsas; ni
su reciente esposa -porque había dejado por el ancho mapa nacional regadas
media docena de esposas con escuincles, todos bautizados con apellidos falsos y
diversos- trasuntaba su oscura historia, perfectamente digna de cualquier
salvaje.
Me enteré de ello más
tarde, claro está: pero mi olfato es rápido, mis premoniciones avizoras.
Indudablemente había gato encerrado. El gigantón parecía demasiado teatral,
rebuscado, elaborado. No me tragaba que fuese un pobre de espíritu. Algo me
quería vender, o transar, me dije. Y por el momento ataqué un pedazo de bolillo
con mantequilla.
Sé que a los devotos los asusta un poco la
gula de los curas. La ven poco espiritual. Cuando trabajo en serio procuro
llegar a los festejos con algo en el estómago, para dar la impresión de que
sólo por condescendencia admito displicentemente algún bocadillo. Pero quería advertirle al tipo que se
anduviera con cuidado. Que sospechaba su juego. En realidad, hasta me asustaba
un poco. Pero en mi oficio siempre se corren riesgos -espías, chantajistas,
defraudadores, megalómanos-, y he aprendido a divertirme un poco hasta en las
situaciones más inseguras. Mis terrores me entretienen.
-¿Y por qué me buscas
precisamente a mí? -lo tuteé sin miramientos, de tahúr a tahúr-. ¿Y el párroco
de tu colonia?
Se miró las manazas de
tablajero, las uñas sucias.
-Los curas de barriada
sólo panoraman escrupuleados pecados minutos. Hace algunos meses divagué su homilía
en la radio. Usted comunicaba que había trascendido a múltiples criminales, de
la ralea degenerativa, antiestrófica. Que impávido auscultaba hienas de
holocausto. Y que todo lo podía condonar, que su corazón sancionaba por la
pendiente exonerable a los cristos más incógnitos y nefandos en sí, de suyo.
Que el asesino es Cristo y el asesinado es también Cristo, y que todos somos
Cristo y santa paz amén.
-Nunca declaré tal cosa.
-Yo la consigné en una
agenda, bitacoreadas están la fecha y la hora.
-¿Andas buscando
confesión, el perdón de tus pecados? Pásame el guacamole. ¿Tan tremendos son?
Salucita. A lo mejor sólo dije que muchas personas se imaginan más pecadoras de
lo que en realidad son, nomás por orgullo, por sentirse interesantes y
malditas... He encontrado tanta gente tonta que se imagina en pecado mortal
porque se tragó un macarrón. Llégale a tu caldo, que se te enfría.
Trataré de resumir su
jerigonza. No, no buscaba confesión ni perdón de nada. No creía mucho en eso.
Por lo demás, todo ya se lo había confesado y perdonado a sí mismo. ¿Qué otra
le quedaba? Uno ha de seguir viviendo de cualquier manera consigo mismo, ni
modo de mudarse de pellejo. Al diablo los escrúpulos, que son más para
ostentarse que para practicarse, si es que en realidad alguien ha llegado a
conocerlos. Por lo demás nunca se había sentido arrepentido de nada, lo que era
arrepentirse de veras, salvo cuando tenía mala suerte y las cosas le salían
mal. Pero no podía llamar a eso arrepentimiento, sino coraje y pena de su mala
suerte o de sus tonterías. Sin embargo, últimamente, últimamente...
-Salucita.
Últimamente no se
reconocía. Después de tantos y tantos años de no espantarse de ningún muerto,
de no inmutarse absolutamente ante nada, porque debía yo saber que había
conocido el crimen, la crápula, la mierda, la crueldad, la miseria,
absolutamente todo, desde antes de aprender a hablar, porque entre esos pañales
se había criado, y todos a su alrededor eran lo mismo, y sólo parecían
asombrarse de hechos semejantes las locutoras remilgaditas de los noticieros de
televisión, “escrupufulosas”.
-Acábate de una vez tu
caldo. Ya nos están corriendo.
-¿No aspira a degustar
otra copa de licor? ¿Se la escancio?
-Ya nos están corriendo.
Pide dos botellas de ron y unas cocacolas. Me resignaré a seguirte escuchando
en mi cuarto. Y de una vez paga la cuenta.
No, no era una simple
cuestión de dinerillo. Extrajo de la bolsa del pantalón tremendo fajo de
billetes. De los más grandes, e incluso dólares. Se trataría de algo más gordo.
Me podría querer de cómplice para algo de veras mayúsculo, pensé con cierto
temor. Pero no se me iban a indigestar las puntas de filete recientemente
incorporadas a mi epostuflante fisonomía -empezaba yo a contagiarme de su
lingo-; ya he dicho que suelo divertirme un poco incluso en mitad de los
episodios más arriesgados.
3
Echado en la cama, con una cuba en la mano, ya sin la menor intención de
asumir una pose sacerdotal, miraba al gigantón desgarbado, neurasténico, casi
fantasmal, ir y venir a grandes zancadas en el cuarto pequeño. También traía
una cuba en una mano, que casi no probaba (la otra no soltaba
Me contaba su vida sórdida. No sé cuánto
exageraba: innumerables hurtos y riñas, golpizas, violaciones, algunos
asesinatos. No le dije que abundantes vidas similares se escondían en los
suburbios de las ciudades y en los pueblos, incluso (o sobre todo) en zonas
adineradas. La suya en todo caso resultaba un tanto cuantiosa y prolija en
episodios de monótono corte policiaco. Pero cuando la vida bandolera se vuelve
normalidad en toda una familia, en todo un barrio, en un estrato social y hasta
en una nación, ya resulta mera cuestión de estadística el censo de los
"ilícitos", como él los denominaba. La larga vida del virtuoso
prolifera virtudes; la del mezquino, triquiñuelas; la del "lacra"...
-Soy un sujeto tipo lacra,
padre Terán..
La del "lacra",
como mala hierba, como plaga silvestre, multiplica episodios criminales. Eso lo
sabía muy bien B. R. (llamémosle así) y ni se avergonzaba ni se rebelaba contra
su destino. Había llegado incluso a divertirlo. Contaba algunos asesinatos más
digamos entretenidos o pintorescos que otros; no conseguía dejar de sonreír (en
memoria de antiguas, largas carcajadas) ante ciertos fraudes o robos más
ingeniosos o novelescos que otros.
Algo de pudor conservaba (o fingía) ante
ciertas violaciones, pero en su digamos estirpe "lacra", a final de
cuentas, todo mundo se había cogido finalmente a fuerzas a alguien, con el
expediente de unos cuantos madrazos para facilitar y amenizar el procedimiento.
Él mismo había sido violado en su más tierna infancia por su propia pandilla,
en una especie de rito iniciático, como novatada, cuota de ingreso o para
"dejar prenda" a fin de pertenecer a ella. Fue a dar al hospital con
el ano desgarrado, pero no denunció a sus agresores -que por lo demás no
hubiera sido difícil rastrear entre los chamacos del vecindario con quienes se
le veía en la calle a todas horas todos los días; con quienes se le siguió
viendo, porque al fin y a cabo eran su "flota", su "raza",
y a muchos otros les había ocurrido algo así, como a muchos otros les
aguardaría su turno de iniciación, prenda o novatada, a la vuelta de los años,
ahora con B. R. entre los agresores...
-No es insólito soportar
el Mal, padre Terán, como usted ha epigramado en su emisión radial;
consuetudinarse a él cual memoranda cotidiana, sin ínclitos desdoros, incluso
sin dolor, ni siquiera disgusto intrasensorial o patológico. Así se aterriza la
biografía inverecunda de los muchos, hasta que todo mundo epiloga por morirse.
No sé si me divertía más
el dépaysement de su moral o el dépaysement de su florido
discurso. En el fondo, todo me daba la impresión de una bufonada (me lo sigue
pareciendo: escribo esto desde ahora para que en un futuro no se me ocurra que
sólo lo soñé). Lo hubiese tomado fácilmente por un farsante o loco vulgar, sin
creerle una palabra, si no recordara con demasiado asombro -el bulto seguía delatándose en la bolsa
izquierda del pantalón- el fajo de billetes.
Y últimamente,
últimamente... su universo se "desfracturaba", se
"trascoyuntaba", se resbalaba como piso aceitoso bajo sus pies. Casi
no podía comer: sentía hambre, pero su cuerpo se negaba a aceptar el alimento;
se le atragantaba, era rechazado con espasmos y vómitos por su aparato
digestivo o por sus nervios, se le contraían el cogote y las tripas, vayan
ustedes a saber. Tampoco dormía mucho: se caía de fatiga pero sus nervios no le
permitían abandonarse al sueño más que por periodos de diez, quince minutos,
que lo agitaban y extenuaban por competo. Despertaba más cansado que antes.
Llevaba meses con semejante vida fantasmal.
Todo, por otra parte, le
parecía frágil e irreal, como si deambulara "en guisa de autómata" en
mitad de un sueño. No creía que los muros, las sillas, el suelo, el techo, el
excusado, sus propios brazos fueran reales y "objetivos, sólidos";
sino como "plasmáticos y cloroformizados", traslúcidos, gelatinosos;
esa silla, por ejemplo, estaba a punto de invadir la mesa o la pared cercanas como
una mancha de aceite invade el agua. Todo era como líquido, el mundo lo
enclaustraba "a la manera de un acuario glauco, limoso, con medusas, algas
y tiburones".
-No mames, B. R.; lo que
pasa es que has escuchado demasiados programas "espirituales" de la
radio. Empezaste como simple criminal, pero de tan trivial inicio has
degenerado hasta el anacoluto, el barbarismo y el ripio. Existe la absolución
para el asesinato y el estupro, hasta para el parricidio, ¡pero ninguna
religión exonera el anacoluto!
-¿El qué? ¿Qué carajos es
anacoluto?
-Nomás búscale la rima. Y
entre tanto tráeme otra botellita de agua purificada. En el baño, sobre el
lavabo. Estoy sudando puro ron y cocacolas; me siento más pegosteoso y
gelatinoso que tus fantasmas. Y sobre todo, fácil criminal, ¡huye del
anacoluto!
4
Para entonces ya era media madrugada. Nos hubiera rodeado el silencio si
no nos llegaran a ratos, enfáticos, ciertos jadeos y ruidos eróticos de los
canales de tele porno de los cuartos vecinos, o de los entusiastas huéspedes
que los emulaban.
¿Quién de tal manera
conjuraba, asediaba, visitaba, conturbaba a B. R.? ¿Era Dios o el demonio, o
las rencorosas almas de los muertos; las víctimas que sólo habían esperado
silenciosas tantos años para cobrarle todas sus cuentas juntas? ¿Le estaban
cobrando qué, quién precisamente le estaba cobrando qué cosas? ¿Todos le
estaban cobrando todo al mismo tiempo? ¿No había modo de escapar, de exorcizar
a sus perseguidores, de llegar a un arreglo con ellos, de irles pagando en
abonitos? Nunca antes B. R. había sentido escrúpulos ni remordimientos; en
realidad, tampoco ahora los sentía; no eran pues
-Usted debe trasuntarlo;
usted que ha aforizado réprobos, palinodiado caníbales, alocucionado reos de
cadena perpetua, epistolado narcosatánicos, reconciliado forajidos que se
programan epitalámicamente un tatuaje por cada delito, y ya llevan todo el
cuerpo cundido de escrituras y trazos omnígamos, como graffiti de bardas
defeñas, en pellejudo laberinto; usted que ha imbricado a
-Para nada. La santería no
es mi fuerte -le respondí ya algo ebrio, más divertido que asqueado-. Hay otros
colegas no difíciles de localizar. Se anuncian en los periódicos y en
internet...
El tablajero gigantón de
pronto se vino abajo, como res fulminada; quería llorar pero el llanto no
acudía a su llamado; quería seguir hablando pero no se qué contracturas del
pecho le ahogaban las palabras. Babeaba, se sacudía, se le enrevesaban los ojos
en blanco. Todo un endemoniado. No quedaba más remedio que exorcizarlo. ¿Pero no me estaría tomando el
pelo? Dos farsantes: uno se que se hace el cura y otro el penitente.
Se imponía, pues, destrabar la comedia, o
nos quedaríamos el resto de la madrugada con sus babeos y convulsiones en el
suelo. Probablemente ya no tenía nada más que decirme. Agotadas finalmente sus
improvisadas y baratonas dotes retóricas e histriónicas, había alcanzado su
clímax. Entonces yo, el falso cura, abandoné el resto de mi trago en el buró,
fingí un trance, un contacto con el Absoluto (todo ello con cierta parsimonia,
sin acudir a sus recursos de teatro de feria, que no son mi estilo; ademanes y
movimientos simplemente ceremoniosos, concertados, oficiales), y extraje sus
demonios:
-¡Encuérate! -le ordené.
Que nadie quiera ver
lascivia en mis intenciones. Nunca me han excitado los varones, y mucho menos
los gigantescos panzones desgarbados de cuarenta y tantos años. Éramos dos
hombres de más que mediana edad, bien gastados por la vida, sin atractivo
sensual alguno. La orden surtió su efecto. Se atenuaron sus convulsiones. El
llanto encontró finalmente cauce, a borbotones. Un pudor de señorita
empavoreció al cínico curtido.
-¿Qué me va a hacer? -se
quejó con bovina mirada plañidera, como un niñito frente a una pandilla de
violadores.
Retomé mi cuba. Me raspé
la garganta y atrapé al vuelo el gargajo con la mano, como a una mosca; lo
embarré en una almohada.
-¡Encuérate! -repetí.
Se incorporó y se fue
desnudando dócilmente, con una torpeza y una falta de gracia irremediables.
La presuntuosa decoración
modernista, lujo estridente y barato, del cuarto del Hotel Acquasanta, con sus
muebles, lámparas, cuadros abstraccionistas, cortinas y demás parafernalia de
colores chillones, se concentraban en el espejo claroscuro y resaltaban la
fealdad de ese exangüe pedazo de animal en cueros, casi en canal.
-¿De veras crees que a
alguien del Más Allá o de Cualquier Parte le interese ese esperpento?
Cayó de rodillas, con un
llanto numeroso. Se imagino más humillado de lo que hubiese sufrido entre
rufianes y policías, en la cárcel o durante madrizas en despoblado. Su propia
mirada lo ofendía y degradaba. Que nadie me acuse de sádico. Él mismo era
conjuntamente su tribunal, su condena y su retazo de infierno.
-¡Hijo del Hombre!
-proseguí-. ¡Carga con tu lote de huesos, tripas y caca lo que te reste de
existencia! O pégate un tiro. -Hizo ademán de tomar la pistola: por lo visto
estaba dispuesto a obedecerme en todo; me alarmé, lo contuve: -Pero no
aquí, Hijo del Hombre. ¡No me gusta el tiradero! Ahora ya sabes lo que hay que
saber. Dios somos todos y valemos una bendita mierda, más allá de lo que en
nuestra vanidad llamamos infamias o virtudes. Ahora agarra tus tiliches,
vístete y lárgate sin más panchos. Déjame tres mil pesos.
Acató de inmediato, cual quinceañera que
inopinadamente restaña su pudor. En dos minutos estaba fuera.
5
Dormí la mona de los justos hasta mediodía y retomé mi gira de
predicaciones radiofónicas por media república. Dios somos todos. En una
populosa cantina de Tamazunchale me alcanzaron las denuncias del obispo de
Ecatepec. Nadie en la cantina me encontró parecido con el video de archivo que
exhibía el noticiero televisivo nacional. Yo seguí jugando dominó como si nada.
No era la catástrofe armaguedónica que pretendía el obispo, sino solo
una contrariedad, el final de un negocio. El "falso cura Terán" o el
“falso cura Garatuza”.
Mis abogados no encuentran delito qué
perseguir, pues nunca me dije cura de esa diócesis ni de esa iglesia; que la
gente haya pensado otra cosa no es mi problema. Aunque a la gente no le importa
tanto esa formalidad, ese trámite, de haber sido o no ordenado sacerdote
oficialmente por tal iglesia o tal obispo. Nunca he tenido mayor demanda que en
medio de mi supuesto desprestigio. Pero mis abogados me recomiendan mesura
hasta que se desinflen y apolillen todos los morosos recursos judiciales. En
consecuencia, no afirmaré nada. Sólo estoy recordando mi "drolático"
episodio con B. R., en el Hotel Acquasanta de Tlanepantla.
Allá ustedes si encuentran -es cosa suya-
cierto temblor de reconocimiento entre el probable criminal y el cura
cuestionado. Allá ustedes si se imaginan que yo también nací y me crié entre
los pañales y los lodos de la miseria, la crueldad y la violencia, “tipo
lacra”. Allá ustedes si me imaginan como niño recogido para criado, monaguillo
y sacristán y otros poco halagüeños menesteres por algún abusivo cura formal, un cura con diploma. Allá ustedes si inducen
que en alguna parte debí aprender las mañas y los resortes del negocio
pastoral. Un cura con diploma que pudo llegar a obispo con diploma en Ecatepec
o en otra parte.
Soy un mero
pastor ambulante en un país de vendedores ambulantes, un cura informal en un
país de vendedores informales. La informalidad somos todos. Dios somos todos.
Todos somos todo y valemos mierda, como el buen B. R., quien seguramente se
recuperó o se desengañó, pues ya no me persigue como antes por todos mis
programas de radio "abiertos al público". Ojalá haya podido llevar
algo de paz o de audacia a ese gigantón atribulado. Que se haya conformado con
sus pardos días o se haya pegado un tiro.
"Por sus obras los conoceréis",
dijo Cristo. A mí me piden que predique por medio México, en teatros y en la
radio. El honorable público aplaude mis
“obras”, simples palabras, a rabiar. El honorable público también es Dios.
Todos somos Dios y entonces asimismo me corresponde, incluso en toda mi
pequeñez y mi torpeza, ser moderadamente Cristo. Así sea.
Excelente... Gracias 💋☺️
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