GOETHE:
EL DIABLO MODERNIZADOR
Por
José Joaquín Blanco
Johann
Wolfgang von Goethe ha sido, además de uno de los más altos autores de la
humanidad, el santón más feliz de la cultura burguesa; el más feliz de los
autores oronda, flagrantemente burgueses.
Nadie como él consagra los ideales y los intereses de esa nueva clase
social que, a fines del siglo XVIII, se proponía revolucionar el mundo gracias
a las palancas del dinero, del trabajo, de la osadía empresarial, de la imaginación
transformadora de la materia. Que Goethe
fuera, además, muchas otras cosas, no le resta importancia a su imponente
enseña de patrón de la cultura burguesa.
En su tan difundido
como disparatado revoltijo de ideas y anti-ideas, Todo lo sólido se desvanece en el aire, el tardío profeta-de-campus
(decadencia más que extenuada de sus predecesores Paul Goodmann, Herbert Marcuse, Norman O. Brown, etcétera),
Marshall Berman, retoma este emblema (en realidad, responde a los planteamientos
de hace algunas décadas de Georg Lukács): el Fausto, el Hombre Nuevo (es decir,
el Hombre Burgués, el Empresario Libre, el Científico Dueño del Mundo), como
primer esbozo de un desarrollo económico y social a contranatura: un héroe de
la planificación, un Prometeo industrial y bursátil, un
neoyorkino-feliz-construyendo-el-canal-de-Panamá: un empresario moderno.
A nadie debe
escandalizar que se vea en el Fausto una
épica empresarial, al menos en la medida en que también se considere a la Ilíada
una épica castrense y a la
Divina Comedia una épica
eclesiástica; estas obras son sobre todo poesía, y de la mayúscula, pero
también son --y sobre todo-- proposiciones de cómo y con qué vivir en este
mundo real, que es el único que existe.
Por lo demás, el
término "cultura burguesa" (o autor "burgués", o
"novela burguesa" --qué lata con las etiquetas--) no implica
valoración ética alguna ni definición generalizante, sino una mera descripción
elemental, hasta instrumental: son los que quieren ser burgueses, con las
instituciones, valores e intereses de la burguesía, y no otros.
En este sentido, al
propio Goethe le habría gustado ser considerado autor burgués (y no noble,
clerical, militar, campesino, proletario, lumpenproletario o pequeñoburgués);
lo mismo podría decirse respecto a Thomas Mann, André Gide, Virginia Woolf, E.
M. Forster, Constantino Cavafis, William
Faulkner, Jorge Luis Borges... Pero además, en el momento floralmente burgués
de Goethe, la burguesía todavía no había sido impugnada: todo lo contrario, era
la impugnadora y redentora (los enciclopedistas, pero también y sobre todo
quienes hacían posibles a los enciclopedistas: los industriales, comerciantes,
especuladores y corredores de la bolsa y las finanzas, etcétera), la
constructora y creadora de riqueza y de poesía, de ciencia y de empresas, de
leyes y de contratos (las leyes: contratos).
Este aspecto
liberador del sueño burgués se expresó en los terrenos de las artes y la vida
espiritual o sentimental, especialmente como una ansia de libertad y
ensanchamiento individuales. Tal es el camino que lleva de la Ilustración al Sturm und Drang, de Voltaire a Rousseau, de la Casa de los Lores a Lord
Byron en Grecia, del rococó al romanticismo más radical. El individuo quería romper límites y trabas,
obstáculos y compromisos en todos los sentidos. Liberado de las ataduras
medievales de religión y estamentos sociales, se planeaba como
algo-más-que-un-hombre, un superhombre.
El Fausto quiere llegar al conocimiento absoluto,
como nunca se había llegado antes, sin separar lo bueno de lo malo, sin
diferenciar siquiera entre el dolor y el placer: un conocimiento rendondo y
cabal como el propio universo, que además no se redujera a las meras
formulación o ideación especulativas, sino que se transformase en experiencia
individual: "Quiero gozar de todo aquello que es patrimonio de la Humanidad , aprehender
con mi espíritu así lo más alto como lo más bajo, saturar mi pecho de todo lo
bueno y de todo lo malo, y dilatar así mi propio yo, hasta que comprenda al de la Humanidad entera, y al fin, como ella misma, estrellarme
también".
A la experiencia
total del mundo sigue la convicción --por primera vez en toda la historia
universal-- de que es posible inventarlo, transformarlo por completo, crear
incluso un mundo artificial, mecánico.
La idea del Homunculus es
complementaria de la de un mundo radicalmente trastocado, reformado,
reconstruido, mejorado, rehecho por el hombre.
Dios y la naturaleza estaban liquidados.
La acción burguesa,
exactamente como habrá de definirla Marx, es una portentosa energía sin fin
previsible: una creadora de necesidades que crean a su vez nuevas necesidades,
una transformadora de realidades que exigen más círculos viciosos de
transformaciones.
"Como portador
de una cultura dinámica en el seno de una sociedad estancada, dice Berman, el
Fausto está desgarrado entre la vida interior y la exterior." La tragedia de la inteligencia burguesa en
los siglos barrocos se revela en el Fausto como la necesidad de poner la cultura a la
vanguardia de la sociedad, de convertir al intelectual (los ilustrados, savants, eran sobre todo intelectuales
científicos) en líder de las transformaciones económicas y de la creación de
riqueza de su tiempo.
En gran medida, toda
la primera parte del Fausto es la historia
del nacimiento de este nuevo tipo de intelectual práctico, activo, empresarial,
para el cual el mundo de la economía y de la materia no sólo también existe,
sino que es el que importa más y el que está ahí sobre todo para ser sometido
--es el propio Goethe, el especulador Voltaire, el viajero Humboldt-- y
aprovechado: utilizado.
La segunda parte es
la historia del poderío humano planificador y científico sobre la realidad
material y sobre las sociedades. En esta
segunda parte ya no hay solamente hombres, sino que súbitamente, como un
fogonazo, aparece una clase: los trabajadores urbanos, los hombres
transformados, modernizados por la ciudad y por el trabajo: la materia y el
instrumento indispensables para la gran revolución práctica del doctor Fausto.
Pero en el momento en
que el hombre desplaza a Dios de la creación, de la naturaleza y de la vida de
este mundo, aparece la nueva fuerza: el demonio. Una de las grandes aportaciones de Goethe a
la cultura universal ha sido la invención de un demonio moderno --ya no
aldeano, medieval, hagiográfico o mito-de-oriente--, sino la eficiente
subversión de la moderna fuerza humana en su lado oscuro, rebelde, abusivo (hybris): el motor estercolado y poco
escrupuloso de la creación humana: "el más importante de los dones del
diablo es el menos artificial, el más profundo y más duradero: estimula a
Fausto para que 'confíe en sí mismo'; una vez que Fausto ha aprendido a hacer
esto, emana encanto y seguridad", ciertamente un don no menos valioso que
el fuego de Prometeo.
Pero el hombre
moderno, con su moderno demonio, posee otros nuevos dones con los que puede
destruir la estabilidad anterior, el mundo fijo de Dios y de los amos feudales:
trae dinero (el papel moneda y su fantasmagoría inflacionaria, tan hábilemente
soñada por Goethe). Trae espíritu polémico: capacidad de contradicción para
destruir los dogmas y las ideas establecidas, si no mediante la cabal
discusión, al menos mediante el mero hecho de perderles el respeto y
discutirlas: al discutirlas --con razón o fortuna, o sin ellas-- se las vuelve
discutibles (no hiceron otra cosa Voltaire y los otros enciclopedistas). Trae
ideas propias, arrogantemente asumidas como posibles, que está impaciente por
poner en práctica cueste lo que cueste. Trae sobre todo una conciencia feroz de
que éste, el material y diario, es su mundo; de que no quiere otro; de que
además lo quiere ahorita y lo quiere todo.
El hombre fáustico
trae ideas de libertad (no tan volátiles como pareciera: liberarse de los
privilegios medievales; libertad de empresa, de iniciativa, de religión, de
expresión, de finalmente hacer todo lo que se le pegue la gana contra el que resulte más débil que
él, sea quien fuere, aun curas y nobles): quiere en suma la libertad brutal de intentar ser el más fuerte en la
selva. Trae también ideas urbanas: el mundo de la ciudad es el primer gran
mundo secularizado, donde el hombre puede ser autosuficiente y prepotente; en
la ciudad la divinidad decrece, del mismo modo que en la aldea campesina se
volvía absoluta.
A Marshall Berman,
tan pos o antimoderno, el Fausto le parece
una especie de King Kong: la tragedia de Margarita "debería grabar para
siempre en nuestras mentes la crueldad y la brutalidad de tantas formas de vida
barridas por la modernización". Bueno: también el feudalismo, el
Renacimiento, Roma y el más remoto Egipto, si a ésas vamos, tuvieron sus
culpas.
La modernización no
es buena o mala en sí, sino cómo se haya hecho; a la modernización fáustica se
debe el surgimiento de los Estados Unidos, del proletariado y las clases
medias. Del WC, la democracia y la pasta
de dientes, a los antibióticos y a la
falta de miedo a los fantasmas, vivimos de puros signos modernos: no podríamos
imaginar siquiera cómo se vivía de otro modo; creó la milagrosa posibilidad de
que, mediante la producción masiva y en serie, muchedumbres antes desnudas y
desnutridas logren por primera vez en la historia del mundo satisfactores
amplios y baratos: que la pobreza no sea necesariamente harapienta y
mendruguera. La modernización puede
resultar atroz según su dirección: los hornos del nazismo, las ciudades del
subdesarrollo, las armas nucleares y químicas y la destrucción de la
naturaleza, pero no vamos a echarle de ello la culpa a las vacunas, al agua
potable, a la ropa interior, al papel higiénico, a la ortodoncia ni a la
cirugía, ni mucho menos a los zapatos tenis bien deportivos, muy acá, que por
fin acabaron con una gran mayoría de sans-culottes,
descamisados y descalzos en el mundo occidental (menos complejos de clase
habría sufrido Jean-Jacques Rousseau si hubiera usado unos tenis nike como los míos), ni a las grandes
industrias del papel y las artes gráficas que producen libros muchísmo menos
caros que los de 1777, aunque --nadie es perfecto-- a veces nos llenan de best-sellers de campus como Todo lo sólido se desvanece en el aire.
Fausto quiere que las
cosas no sigan como han sido siempre,
quiere doblegar la tiranía de la naturaleza, establecer un mundo de la razón,
una naturaleza con utilidad, fiel a un plan humano: quiere un mundo de puentes
y canales, de barcos y trenes, quiere sobre todo un mundo lleno de mercancías.
La mercancía era la
libertad total. En los siglos barrocos
se necesitaban títulos y privilegios para usar tales o cuales cosas; ahora sólo
se necesitará el dinero. Toda la libertad
en el bolsillo, ¿quién quiere otra libertad?, ¿para qué hace falta?.
Y el dinero, nueva
magia eficiente, lo transforma y recrea todo: pastizales, campos de cultivo,
sembradíos, huertos, granjas, minas, agricultura intensiva, injertos y especies
nuevas, máquinas fabulosas con fuerza hidráulica, y sobre todo: más y más
mercancías, más y más mercados, más y mejores ciudades para que no se pare
jamás el círculo vicioso --vuelto círculo creador-- de más-y-
más-mercancías-para-mercados-cada-vez-más-ávidos-y-pujantes.
Detrás de semejante
obra, está un espíritu del tiempo: la fuerza abrumadora de la burguesía y su
expansión industrial en la segunda mitad del siglo XVIII. Lukács afirma con razón que el último acto
del Fausto es "una tragedia del
desarrollo capitalista en su primera fase industrial. Es la época de los grandes sueños de
transformar la realidad, tanto los que buscaban la riqueza --fábricas, minas,
canales--, como los que buscaban la justicia: el socialismo saint-simoniano.
El propio Goethe
pertenece y reina en una cultura que durante más de dos siglos ha estado
produciendo sistemas y contrasistemas, doctrinas y antítesis, pretendiendo a
cada instante dotar al mundo de un nuevo orden.
De hecho fue el suyo, el orden liberal burgués, el que ha tenido más
suerte, sobre todo en estos tiempos en que el socialismo parece ya no atreverse
a decir su nombre.
El Fausto es sin duda, como dijo Cansinos Assens, el evangelio de la modernidad. Sin embargo, en cualquiera de sus repasos vuelve a sonar entre lineas un eco propio del esoterismo. Pertenece tal vez a un momento en que, parafraseando al autor de este excelente blog, buena parte de la doctrina oculta se originaba o se alineaba en busca de la libertad entendida como expansión subjetiva. El articulo utiliza al Fausto con buena intuición, pero lo subsume en el camino de la voracidad burguesa. Fausto parece encarnar en napoleon, sin ir tan lejos. Pero creo que Goethe sigue siendo "el ecuador de Alemania" tal como lo definiera un sabio hindu en el maravilloso libro "viaje a la India" de Waldemar Bonsels. A un lado de la linea, la Alemania universalista, kantiana, ilustrada e ilusionada. Al otro lado, la semilla medieval del romanticismo, la del sueño raigal, la que buscará en el nacionalismo la confirmación intemporal, la resistencia a la "CIVILIZACION" que preocupaba a Spengler y tambien a Mann. Gracias por el blog
ResponderEliminarSoy Roman de Argentina (romanganuza@gmail.com)