EL LADO OSCURO DE BIOY CASARES
Por José Joaquín Blanco
Dos de las mayores venturas que le ocurrieron a Adolfo Bioy Casares
parecen conjurarse para oscurecer buena parte de su obra: su colaboración con
Borges —el Biorges que por ahí
dicen—, sobre todo bajo el seudónimo Bustos Domecq, y el temprano logro de la
obra maestra: La invención de Morel,
de 1940.
Sin rencor ni protestas
sufrió durante décadas el destino de sólo aparecer como un dato lateral de
Borges, y como autor de una curiosa metáfora sobre el cine (v.gr: la Literatura hispanoamericana de Anderson Imbert).
Sólo después de la muerte de Borges empezó a recibir mayor atención del público y de la crítica como un
autor vasto y diferente del anfibio Bustos (“Sobre Bustos no hay nada escrito”:
Borges), capaz de mundos y virtudes independientes de la impecable fantasía de
Morel, por lo demás incesantemente reimaginada (sin la perfección ni la emoción
de Bioy) por otros autores. Gore Vidal en Myra
Breckinridge / Myron y Woody Allen en
Zelig y La rosa púrpura del Cairo soñaron, tal vez sin conocer la novela de
Bioy, un mundo virtual de celuloide, una película viva a la cual incorporarse.
Díscolo husmeador de
“plagios”, Anderson Imbert señala como origen del aparato de Morel “El
vampiro”, de Horacio Quiroga, y “XYZ” de Clemente Palma. De paso, semejante
hispanoamericólogo —autor de un directorio telefónico, más bien— acusa a Bioy
tanto de intelectual: “Los cuentos de La
trama celeste son tan intelectuales que las ideas no toman la precaución de
disimularse”; cuanto ¡de escribir mal!: “el estilo es descuidado como en una
charla”. Al diablo con los hispanoamericólogos.
Mientras haya mundos
virtuales, y estamos apenas en el umbral de las computadoras personales, el
CD-ROM y el Internet, existirá una obsesión por La invención de Morel. Las travesuras de crítica cultural y de
lucubración detectivesca (Seis problemas
para don Isidro Parodi) de Bustos Domecq, con su bizarro estilo de
expresiones oximorónicas e ironías desaforadas (que no “trepidan” para hablar
de “enanos gigantescos”), tienen asegurado un sitio único en el repertorio de
la prosa castellana más inteligente y audaz: por su excentricidad, por la
sabiduría crítica expresada en jubilosas extrapolaciones, collages de las barbaridades del habla culterana, y reducciones al
absurdo de la estupidez y las supersticiones del pensamiento de su tiempo.
Pero hay otros Bioy. (La
obras de Bioy han sido publicadas por Emecé, Alianza Editorial y Tusquets. Cf. Rodolfo Braceli: Borges-Bioy. Confesiones, confesiones, Buenos Aires,
Sudamericana, 1997. Enrique Anderson Imbert:
La literatura hispanoamericana, México, FCE, 1964, t. II). El inventor de
tramas fantásticas no menos asombrosas que las de Borges (“La sierva ajena”, la
del enano hiperbólico; “Bajo el agua”, con el hombre que se convierte en
salmón; “Moscas y arañas”, la transfusión de los sueños; “Otra esperanza”, o el
aprovechamiento industrial del dolor humano, etcétera); pero muy diferentes en
atmósferas y tonos. No existe en Bioy el radicalismo conceptista en la prosa,
sino una aspiración coloquial, incluso una veneración por el lenguaje de las
barriadas.
A ratos, como en las
novelas El sueño de los héroes y Diario de la guerra del cerdo,
encontramos una prosa más cercana a la de Roberto Arlt (El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas) y a la de
Cortázar en la parte bonaerense de Rayuela,
que a la sucinta y esencial de Ficciones.
Parece que el propio Borges siguió a Bioy en la sencillez de sus cuentos
tardíos, a partir de El informe de Brodie:
más coloquialismo, menos prosa labrada; más rumbos cotidianos que librescos.
Los cuentos de Bioy suelen
hablar de un hombre solo o soltero, algo
dandy, que viaja a islas, estancias, playas, hospitales, ciudades extrañas o
centros vacacionales, donde ocurren hechos fantásticos y policiacos que
involucran a alguna mujer deliciosa. No se concibe la narrativa de Adolfo Bioy
Casares sin mujeres deliciosas. “El sexo, con amor o sin amor, es cojonudo”,
declaró a un periodista. Coincide con Tennessee Williams, quien afirmó que no
podía escribir un cuento o una obra de teatro si no sentía una poderosa
atracción física hacia alguno de sus personajes.
Bioy comparte los mareos
librescos e intelectuales de su gran amigo, pero se permite escapadas
románticas y sexuales. O simples
escapadas por el mero azar deportivo de curiosear en el mundo. Existe incluso
cierta fascinación por la vulgaridad y la tontería de un mundo cotidiano sin
demasiadas aspiraciones o enrarecimientos metafísicos.
Quizás la mejor crítica
sobre Bioy sea una frase de Julio Cortázar: “Me gustaría ser Adolfo Bioy
Casares”. Todo mundo quisiera serlo. Se trata de un hombre feliz para quien el
mundo es bueno, a pesar de todo. Siempre sonríe, como Voltaire. Le gustan la
comida (sin gula), el vino (sin embriaguez), los deportes (sin comentaristas de
radio ni de televisión), las eternas charlas de mujeres sobre bailes de
disfraces (abomina del lugar común de los dominós); las disputas apasionadas de
los compadritos sobre el futbol, el box y el tango.
Afirma, polémicamente, al
fin y al cabo exboxeador amateur, que el box es todo un ejercicio intelectual;
los boxeadores como aristotelazos empíricos, instantáneos y físicos, en la gran
lógica orgánica del ring... El mundo físico brilla intensamente en Bioy Casares.
Borges detestaba a los boxeadores imbéciles. “¡Qué lástima que Borges se haya
muerto, de otra manera lo catequizábamos ahora mismo sobre el box!”
Interrogado sobre qué
libros se llevaría a una isla desierta, propuso sin vacilaciones: Voltaire.
“¿Sólo Voltaire?” “Bueno, se trata de 75 tomos”. En efecto, algo asoma de Cándido y Zadig en sus historias: el conte
que entremezcla el relato y la parábola, el humor y la aventura, la realidad y
la teoría, el relato y el aforismo.
Su humor busca solazarse
en los aspectos banales, frívolos o tontos del mundo, más que corroerlos.
Aprueba la realidad, de la que saca el mayor provecho posible. El mundo es un
caos, pero hay que cultivar jardines. No sólo aspira al heroísmo literario,
sino a ser un “héroe de las mujeres”, a las que pincha a cada rato con
“misóginas” ironías eficaces, para mejor intrigarlas y seducirlas. “Ya sabemos
que el héroe de los hombres no siempre es el héroe de las mujeres”. Tiene Bioy
sus donjuanismos como prosista.
En su estilo priva el
conversador sobre el orfebre, sin omitirlo. Bromas amistosas, más que las
endiabladamente lógicas de Borges. Esconde la cultura, a la que Borges lleva al
primer plano, y ostenta la vida cotidiana, las charlas de pasatiempo entre
amigos, la estrategia para ganarse a las mujeres; las escenas, dramas y
comedias de días citadinos donde parece que no pasa nada, hasta que ocurren el
amor, el crimen o los increíbles sucesos fantásticos. En cierta medida Borges
aspiró también a ello, pero lateralmente, y no sin percibir a través de la
realidad obsesivas dimensiones cerebrales o metafísicas, en “Hombre de la
esquina rosada”, “La intrusa”, “Emma Zunz” o “El sud”.
Nunca podrá hablarse de
Bioy sin aludir a Borges y a la temprana obra maestra La invención de Morel. Desde hace unos años, sin embargo, el resto
oscuro de su obra ha ganado presencia. Alguna vez dijo Bioy que prefería, entre
todas sus obras, El sueño de los héroes,
una novela sobre las andanzas alcohólicas de mecánicos, peluqueros, magos,
choferes, pepenadores y pequeños comerciantes de Buenos Aires durante los tres
días de carnaval. Su trama es una gran broma: el mayor misterio del hombre está
en descubrir lo que hizo cuando andaba perdido de borracho, y olvidó al día
siguiente. Y algún juego con el tiempo que se me antoja demasiado elaborado; me
quedo con la sobresaltada intriga del crudo sobre su “otro yo” borrachísimo.
Prefiero sus cuentos de
dandy, exiliado en sitios extraños durante las vacaciones, donde se le revelan
el misterio, el espanto y el amor, y paladea el infinito sin dejar de
mordisquear y acariciar el mundo finito, sus alimentos terrestres (“Lo que más
me gusta es la papa.” “Pero preparada ¿de qué manera?” “La papa sola”.
“¿Siquiera con un poco de aceite de oliva?” “No, sin aceite de oliva: la papa sola
es cojonuda”); sus episodios llanos, con un humor que logra menos la sátira que
la sonrisa, el simple buen humor de las conversaciones gratas. ¡Qué literatura
tan amistosa!
El hombre tranquilo y
moderado, invariablemente cortés, deportista y Don Juan, que también fue Adolfo
Bioy Casares, aporta en sus obras menos conocidas una ligereza, un gusto de
vivir, una adecuación de la literatura al mundo real, que rara vez conocieron
tanto Borges como Biorges, en Historias de amor, Historias fantásticas,
Historias desaforadas, El lado de la sombra, Historia prodigiosa, La trama
celeste, El héroe de las mujeres, Una muñeca rusa...
A pesar del acoso
periodístico, se negó a hablar mal de su amigo, salvo en dos aspectos: resulta
que Borges, quien le declamaba al mar: “Soy Borges, tu nadador, tu amigo”, no
sabía mucha natación, apenas si lograba flotar de pechito. El nadador del mar,
menos clamoroso pero efectivo, era Bioy. Y que Borges se comportaba con tal
irremediable torpeza frente a la realidad, que invariablemente se enamoraba de
manera equivocada de las damas erróneas: siempre le iba mal en amores. (Bioy
hizo gestos agrios, pero silentes y decorosos, frente al enlace de última hora
de Borges con María Kodama.) Este hombre templado, de “proporción áurea”,
sufrió el horror al final de su larga vida, que lo acercó al suicidio: el
remordimiento por no haber sido mejor esposo de Silvina Ocampo y la muerte
violenta de su hija, en un accidente. Fue durante décadas el mayor y más leal
defensor de la obra de Elena Garro, su amante de algunos meses en París, a
mediados de siglo.
A ratos encuentro a Bioy
Casares más cortazariano que borgiano (más juego, más realidad exterior, más
caos, más erotismo; más habla común que lenguaje literario). Tal vez, con mayor justicia, habría que
empezar a ver ciertos aspectos bioyescos en Cortázar y Borges; y a hablar no
sólo de los presuntos borgismos y cortazarismos de Bioy, sino también de las
influencias de éste en la obra de sus dos amigos y colegas (entre nosotros
—algunas obras de Bioy se publicaron originalmente en México—, en Arreola y
Elena Garro). Borges y Cortázar lo mencionaron repetidamente como su maestro.
Ninguno de los tres es inferior a los otros. No erijamos estatuas exclusivas:
cuando el genio se da, se da en maceta. (Esos argentinos, siempre tan
maradónicos: Borges-Bioy-Cortázar.)
Un lindísimo ensayo. La lectura amable, inteligente, sensible. Para descubrir a Bioy, después de Historias de amor e Historias fantásticas. Agradecido maestro Blanco; un deleite leerlo.
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