SHAW, BERNARD
150 años de Bernard Shaw
Por José Joaquín Blanco
Entre los pocos paraísos comprobables que subsisten en este mundo
ineficiente está el de encerrarse a piedra y lodo unas semanas con las obras
completas de George Bernard Shaw (1856-1950) -hay una buena traducción de su Teatro
completo en Sudamericana (tres tomotes)-, y no contestar el teléfono ni
abrir la puerta, ni siquiera en caso de incendio.
El lector puede subrayar
cosas como: “Si empiezas por sacrificarte a quienes amas, terminarás odiando a
aquellos por quienes te hayas sacrificado”; “Pon cuidado en lograr lo que te
gusta, o te verás obligado a que te guste lo que logres”; “Cuando algo deja de interesarnos, ya no lo
conocemos”; “Un oficial británico puede soportar cualquier cosa, menos al
Ministerio Británico de la
Guerra ”; “Todas las profesiones son conspiraciones contra los
legos”; “Él nunca hace algo decente sin ofrecer una razón indecente para
hacerlo”; “Un inglés se cree muy moral cuando en realidad sólo se siente muy
incómodo”; “No te comportes con los demás como ellos se comportarían contigo:
sus gustos pueden diferir”; “La regla de oro es que no hay reglas de oro”;
“Quien puede, actúa; quien no, enseña”...
Como en uno de sus ágiles,
brillantes juegos de palabras, podríamos decir que este proclamado pesimista
inverecundo y escéptico profesional llevó una vida feliz: larga, apacible,
alegre y exitosa (Premio Nobel, bestsellers y películas de Hollywood), con una
fructífera, invariable energía artística. Y que como algunos otros denostadores
radicales de la realidad y de la sociedad, alcanzó olímpicamente la edad de
noventa y cuatro años en este mundo del que tenía tan mala opinión y del que
supuestamente ofrecía una imagen desesperada, fría, sarcástica... célibe
(aunque legalmente casado), abstemia, vegetariana y enemiga de médicos y
medicinas.
MONUMENTOS DE ÉPOCA
A su muerte se permitió donar por testamento su pintoresca residencia
campestre de Ayot St. Lawrence, donde escribió tantas de sus páginas
antibritánicas, al patrimonio nacional británico. Lo que no agradó demasiado al
mandarín Sir Harold Nicholson, quien opinaba en 1950: “no creo que Shaw sea una
gran figura literaria el año 2000” .
Hoy mismo Google despliega cuatro millones de referencias de Shaw en internet,
donde se nos informa que se siguen editando y/o representando en todo el mundo
más de una docena de sus numerosas comedias (medio centenar).
Además de su permanente
valor teatral y literario, algunas representan soberbios “monumentos de época”:
sus burlas al terror puritano o tartufesco hacia la prostitución: La
profesión de la Señora
Warren (1893); al militarismo en Héroes y hombres (Arms
and the Man, 1894); a la monogamia matrimonial en Cándida (1895); al
maniqueísmo cristiano en El discípulo del diablo (1896); a los altos
mitos históricos en El hombre del destino
(mofa de Napoleón, 1895) y César y
Cleopatra (1898); a la afluente filantropía-tipo-Ejército-de-Salvación: La
comandante Bárbara (Major Barbara, 1905: “Soy millonario; ésa es mi
religión”, se dice en medio de aleluyas bacanalescos).
Pero sobre todo destaca su
detonante expresión del reacomodo nietzscheano-ibseniano de los sexos y del
progreso o la evolución, en Hombre y superhombre (1901-1902, que incluye
en su tercer acto la opcional pieza bravía “Don Juan en el infierno” y añade
como apéndice una colección de aforismos luciferinos), con su confusos galanes
asediados por superdamas donjuanescas. Las damas siempre son maravillosas y
enérgicas en Shaw -receta indispensable para cualquier dramaturgo-; los
hombres, en cambio, torpes y meditabundos: el Superhombre no es su impío
solterón aforístico con gran energía mental, sino sus mujeres: todas.
Se siguen reeditando y
llevando a la escena Androcles y el león (1912); Pigmalión (1912;
vulgo: My Fair Lady o Mi Bella Dama); La casa de la congoja
(Heartbreak House, 1916-1917), la alegórica saga “metabiológica” (anti-recontra-neo-bíblico-darwiniana)
Vuelta a Matusalén (1918-1920); Santa Juana ( auto sacramental
laico,1923), El carro de las manzanas (1929), Demasiado bueno para
ser cierto (1931) y diversas compilaciones de sus ensayos, cartas,
panfletos y prólogos polémicos, así como su curiosa novelita voltaireana,
“bestseller navideño” durante décadas y traducida a todos los idiomas: Las
aventuras de una chica negra en su busca de Dios (1932)... Eric Bentley
escribió prólogos y libros documentados y polémicos como Bernard Shaw: a Reconsideration. Hay un buen The Portable Bernard Shaw en Penguin.
Shaw siempre tuvo algo
impropio que decir sobre la religión: “Convertir al cristianismo a los salvajes
es una forma de volver salvaje el cristianismo”; “No hay Dios, pero esto es un
secreto de familia”; “Apenas sabe uno qué es más espantoso: si lo abyecto de la
credulidad o la frivolidad del escepticismo”.
A veces recopilaba sus
obras con títulos provocativos como Comedias para puritanos o Comedias
desagradables... Empezó muy joven como babélico periodista y orador
panfletario de todo tipo de causas sociales, políticas y culturales (Wagner,
Ibsen) y fallido novelista. Hacia sus cuarenta años decidió ejercer ese mismo
periodismo también a través del “teatro de ideas” (con clamorosos “éxitos de
escándalo”, que sobre todo el público femenino internacional convirtió en
éxitos de taquilla). Recuerda: “yo estaba encontrando que la manera más segura
de producir un efecto de audaz innovación y originalidad era la de renovar la
antigua tradición de los largos discursos retóricos, seguir muy de cerca los
métodos de Molière, y sacar físicamente los personajes de las obras de Charles
Dickens”.
Es uno de los autores más
frecuentados en los diccionarios de aforismos o dichos ilustres o divertidos.
El puritanismo, el militarismo, el patrioterismo, las ideologías sentimentales,
los esnobismos sociales; las supersticiones religiosas o científicas; la
demagogia o la charlatanería políticas y comerciales; el sexo, el matrimonio,
la familia, la escuela, el parlamento, la monarquía, la democracia, los lugares
comunes, fueron algunos de los blancos favoritos de sus farsas. Era un individualísimo socialista aristocráticamente
antiaristocrático de la
Sociedad Fabiana.
Otros de sus dichos: “Si
golpeas a un niño, asegúrate de hacerlo con cólera, incluso a riesgo de
lisiarlo de por vida. Lo que nunca te podrá ser perdonado es hacerlo a sangre fría”;
“El hombre sensato se adapta al mundo; el insensato persiste en adaptar el
mundo a su persona. En consecuencia, todo progreso depende de los insensatos”;
“Todo hombre que pase de los cuarenta años es un canalla”; “Cuando un hombre
estúpido hace algo que lo avergüenza, lo llama su deber”; “El martirio es el
único camino que los incapaces encuentran a la fama”; “La Historia siempre miente”;
“No hay amor más sincero que el amor por la comida”; “Toda persona menor de
treinta años que conozca el orden social y no resulte un revolucionario, es
plebe”; “Aprendemos de la historia que nada se aprende de la historia”; “¡No
quiero hablar correctamente, sino como una dama!”; “Ahora necesitamos a unos
cuantos locos, ¡mira en qué situación nos han puesto los cuerdos!”; “El
autosacrificio nos ayuda a sacrificar a los demás sin ruborizarnos”; “Lo que
realmente halaga a un hombre es que lo sientas digno de halagarlo”; “No hay
secretos mejor guardados que los que todo el mundo sospecha”; “La moda no es
otra cosa que una epidemia inducida”; “No ames a tu prójimo como a ti mismo. Si
estás en buenos términos contigo mismo, sería una impertinencia; si en malos,
un insulto”; “Si vas a injuriar a tu vecino, no lo injuries a medias”; “Las
peores mafias están compuestas por una sola persona”; “El hombre que escribe
sobre sí mismo y sobre su propia época es el único que escribe sobre todos los
hombres y sobre todas las épocas”; “Quien nada tiene qué decir, ni tiene estilo
ni podrá tenerlo”; “El poder no corrompe a nadie; los estúpidos, sin embargo,
cuando pescan una posición de poder, corrompen al poder”; “Nunca tendrás un
mundo tranquilo hasta que elimines el patriotismo de la raza humana”; “La
vulgaridad de un rey halaga a la mayoría de la nación”; “Cuide los peniques y
las libras se cuidarán por sí mismas. Y eso vale tanto en lo que atañe al
dinero como en lo referente a las costumbres personales”; “¿Entiende alguno de
nosotros lo que hace en la vida? Si lo entendiéramos, ¿lo haríamos?”; “-Ella
debería pensar en su futuro... -¿A su edad? Tendrá tiempo de sobra para pensar
en el futuro cuando no tenga futuro alguno en qué pensar”; “Abrázate a lo que
te reprochan; a menudo es la gloria disfrazada”; “Eso fue lo que me salvó del
suicidio: No podía soportar la idea de perderme la parranda siguiente”; “Soy
cualquier cosa que consiga hacer que el mundo sea menos cárcel y más circo”...
TÍTERES ANARQUISTAS
El dilema del doctor: La charlatanería, la mezquindad, la truhanería,
las supersticiones de la profesión médica. Pero esta comedia resistió mal al
tiempo: Shaw usó, casi periodísticamente (y de ahí el éxito y el escándalo en
su momento), ejemplos y casos tan propios de 1906 que suena algo fechado. Aparece
entre sus pretensiosos médicos bobos, como paciente, algún Superhombre
nietzscheano “más allá del bien y del mal”. Qué lata con los superhombres
nietzscheanos de principios del siglo XX: meros dandys, cínicos o majaderos que
se decoran con un inmoralismo elegante, como no tomar en serio para nada, y de
la manera más ostentosa, las convenciones, los prejuicios o los valores a los
que supuestamente se somete la mayoría (en este caso, la decencia respecto a
las mujeres y al dinero), y que se protegen con alguna coartada artística o
intelectual. Ahora sabemos que no es mayor cosa ser pintor o pensador -se dan
(nos damos, dijo el otro) por millones, como plaga-, y que muchísima gente
vulgar, y no sólo los “superhombres”, se mofa de los principios más “sagrados”
de su sociedad. Son tipos algo mefistofélicos, byronianos y pillastres con
pretensiones parnasianas... El inmoralismo nietzscheano de Shaw se expresa
mejor en sus divas y en sus chiflados que en los galanes.
Casémonos (Geeting married, 1907): una paliza verbal, llena de traviesos anticonvencionalismos y
antisentimentalismos, contra el matrimonio legal de la época. Buena parte de la
obra de Shaw es una rabieta contra el matrimonio y una jocosa conspiración en
favor de la poligamia y la poliandria... casi platónicas. Y no porque lo
espantase (ni fascinara) el mero sexo físico -secreciones momentáneas-: lo
terrible era la seducción mental o sentimental, los compromisos y hábitos
perdurables. Se ha acusado de todo tipo de extrañezas sexuales a Shaw (Cf.
Frank Harris), y entre ellas la de haber sido demasiado casto con su propia
esposa y demasiado lujurioso con las esposas ajenas. Investigaciones
posteriores a su muerte revelan, en cambio, una vida erótica y amorosa mucho
más ordenada y discreta de lo que se pensaba. Adoró a varias mujeres, fue asediado por muchas más, y nunca se dejó esclavizar por sus pasiones, aunque
sí por sus teorías.
Matrimonio desigual
(Misalliance, 1909): diferencias entre generaciones y clases sociales
debidas a diversas rutinas o supersticiones educativas. En el promiscuo Denegado
(Overruled, 1912) aparece el célebre aforismo: “No creo que los volcanes
humanos sean respetables” entre rompecabezas de poligamia y poliandria. Suman legión sus aforismos sobre el
matrimonio, el amor y las mujeres: “El matrimonio es popular porque combina el
máximo de tentación con el máximo de oportunidad”; “El matrimonio es la más
libertina de las instituciones humanas, ése es el secreto de su popularidad”;
“¿Qué cosa es la virtud sino el sindicalismo de los casados?”; “El negocio de
las mujeres es casarse lo más pronto posible; el de los hombres, permanecer
solteros el mayor tiempo posible”; “El hogar es la prisión de la niña y el
taller de la mujer”; “Entre más viaje y conozca un hombre, es más seguro que se
case con una chica extranjera”; “Las mujeres asesinas reciben montones de
proposiciones de matrimonio”; “Hay muchas mujeres que tienen que hacer que sus
esposos se emborrachen para poder vivir con ellos. ¿Sabe? Lo que pasa es lo
siguiente: Si un hombre tienen un poco de conciencia, es asaltado por ella
cuando está sobrio. Y entonces se abate...”; “Un hombre necesita tener una mujer
que le impida obsesionarse de todas las demás”; “El amor pone a la gente en
dificultades en lugar de librarla de ellas”...
Necesidad de los títeres: En
uno de sus prólogos dice Shaw que las supersticiones legales y culturales de la
época sólo consideraban ilegal ocuparse en serio de los asuntos inmorales, pero
no hacerlo en farsa. En el teatro necesariamente debía atenerse a lo legal y
culturalmente posible, permisible, pues no existe el teatro fuera de la escena
pública: de ahí su astucia de confeccionar tremendas bromas subversivas que
aparentemente se saltaran los rigores de la censura o las pudibundeces de
público. La farsa, los enredos, los aforismos, los personajes de gran guiñol...
que deben ser algo aristócratas y letrados, pues de otra manera, según afirma
él acerca de los personajes plebeyos de Shakespeare, podría haber realismo,
pero no teatro. La convención artística exige que los personajes sean algo más
que seres lastimosos, con un poco de ocio, juego, comodidad y capacidad
expresiva, o se los reduce a estampas de miseria.
Todo personaje teatral
tiene así siempre mucho de hechizo, de convencional, de marioneta. Una criatura
que meramente sufre de hambre puede ser en escena una estampa lamentable, no un
personaje lúdico ni un espectáculo suficiente. Incluso Brecht estilizó y
marionetizó a sus personajes miserables. Este aspecto de guiñol o pantomima
delirantes lo enlazó con Brecht y el “teatro del absurdo”.
SHAWKESPEAR
Sólo una curiosa broma conjetural sobre Shakespeare y la reina Isabel
priva en la obrita, que el propio Shaw llama “pieza de ocasión”, La dama
morena de los sonetos (1910). Como en otras ocasiones, la mayor gracia de
la broma es la irreverencia con que Shaw se identifica competitivamente con
Shakespear (a Shaw no le gusta la última e de Shakespeare, y se la mutila) -una
de sus manías- de modo que vemos un Shawkespear...
Apunta tres
interpretaciones heterodoxas (pero sensatas) sobre el “caso Shakespeare”: 1)
Que las expresiones demasiado apasionadas de Shakespeare hacia algún
amigo-mecenas, en los sonetos, así como otras celebraciones encendidas de la
belleza masculina ahí y en otros pocos textos, han de verse más bien como
modismos de la etiqueta galante de su tiempo (existen celebraciones eróticas a
personas del mismo sexo en muchos autores renacentistas y barrocos, a la manera
de Cetina y Góngora con sus condes y duques y de sor Juana con sus virreinas),
y no como cifras de una clandestina autobiografía homosexual romántica; 2) Que Shakespeare
no era un oscuro actor pobretón que escribía a tontas y a locas por hambre,
sino un caballero empobrecido y hambriento (algo tonto e inculto) que sobre
todo escribía a tontas y a locas para restaurar su linaje noble con la pomposa
gloria artística; y 3) Que era un hombre irónico y algo libertino, dado a la
verbosidad y a las escenas y efectos aparatosos, con desaforadas pretensiones
de profundidad y esteticismo, de modo que su mayor amargura fue que el público
sólo apreciara sus obras cómicas o sentimentales convencionales (A vuestro
gusto, Mucho ruido y pocas nueces) y no aquéllas en que pretendía un estilo
y un pensamiento más complejos y refinados; que hubiera querido parecerse a Ben
Jonson y que se aplaudiera su metafísica. Así, en la obra de Shakespeare Shaw detesta
a Hamlet y a Julio César; admite a Lear y a Falstaff.
FANNY Y BLANCO
Otro juego del teatro dentro del teatro, o parodia que el dramaturgo
hace de sus críticos, es La primera comedia de Fanny (1911), adrede
bobalicona, sobre los enfants terribles de la aristocracia inglesa, muy
mal educados por sus puritanas y snobs familias y escuelas, que de pronto
aprenden la verdadera buena educación durante una inesperada parranda nocturna
con líos con la policía y encarcelamiento por desorden público y faltas a la
autoridad. Todo lo peor que se podría decir de Shaw lo dicen ahí, en escena,
unos críticos asnales, para regocijo del autor, que sabe valorar sus defectos,
debilidades y manierismos como si también fueran sus virtudes: lo eran. Esos
títeres parlanchines llenos de paradojas en tramas de salones convencionales,
equidistantes del púlpito y del pastelazo, no tienen digamos “vida propia” o
“vida dramática” a la manera realista; tienen algo mejor: estilo shawiano. Una commedia
dell’arte verbalista con sus Arlequines, Colombinas y Pantalones
victorianos.
Cuando se le acusó de que
sus obras ofrecían poca acción dramática o trama y mucho verbalismo
extravagante, contestó: “Huyo de las tramas como de la peste... Mi
procedimiento es el de imaginar personajes y dejarlos desgarrarse... Todo en mi
teatro son puras palabras, como todo en los cuadros de Rafael es pura pintura”.
Eric Bentley precisó que, por el contrario, hay mucha trama o acción dramática en el teatro de Shaw, y precisamente
la típica del Buen Artefacto (The Well-made
Play) de los melodramas exitosos del siglo XIX (Scribe, Sardou, Dumas hijo,
Augier), pero empleadas en un sentido paródico: las enrevesa y produce efectos
asombrosos, extravagantes o subversivos.
En realidad, Shaw siempre
confesó que extraía sus supersónicas novedades del baúl de los abuelos y
abundaba en guiños, pastiches y citas de Aristófanes, Eurípides, Shakespeare,
Bunyan, Molière, Voltaire, Hugo, Dickens, Wagner, Ibsen, Chéjov... También
algunos de sus aforismos, desde luego, los aluden. La cantidad gigantesca de
escritos de Shaw muestra una discusión pantagruélica de infinidad de fuentes
culturales, ideológicas y artísticas.
En cambio, todavía resulta
“epatante” y vigente La verdad sobre Blanco Posnet (The Shewing-up of Blanco
Posnet, 1909), una obrita en un acto -que en parte retoma el enigma
antimaniqueo de El discípulo del diablo-
precedida de un prólogo especioso y descomunal sobre los burocratismos de la
estirada, ineficiente y estúpida censura inglesa. Fue prohibida por blasfema, y
en efecto: toda la fuerza de la obrita, que casi parece un apólogo, es su
blasfemia contra el Mal Dios o el Idiota Dios que permite procrear niños para
que se mueran a tierna edad; que hace inventar el trago para que los hombres se
pasen la vida tratando de ya no emborracharse; o que acomete el corazón de un
supuesto pérfido y gratuita, atrabiliariamente, lo obliga a perpetrar... ¡una
buena acción, una acción santa! Hay un pueblo podrido de cowboys en Estados
Unidos, donde están a punto de colgar a un ladrón de caballos con un simulacro
de juicio. El ladrón no era tan ladrón: había confiscado el caballo a su propio
hermano para resarcirse de una vieja deuda, y por lo demás pronto lo había
cedido instintivamente a una desolada mujer que caminaba con un niño moribundo,
de modo que lo atraparon a pie, sin caballo ni flagrancia. No hay Bien, no hay
Mal, todo resulta podrido y estúpido, especialmente la moralina religiosa; y en
cuestiones de teología más conviene emborracharse como cubas en el saloon
de los cowboys. Salvo (acaso) algunas truculencias de nota roja, nadie decide
ser tan bueno ni tan malo en esta vida, ni es tan responsable de sus actos; y
el más podrido de todos es Dios, con sus predestinaciones idiotas, sádicas...
Una shelleyana parábola antievangélica, llena de azufre... (Ignoro por qué Shaw
llamó precisamente Blanco a su diablillo alborotador, y por qué se le
recomienda al pie de la letra: “Habla con más respeto, Blanco... con un lenguaje
más reverente”. El tal Blanco no se dio
por aludido.)
BOMBAS Y MITOS
Los extremos siempre se juntan. El teatro ideológico, verbalista, titiritero, ultracivilizado, profesionalmente
ingenioso, voltaireano, de Bernard Shaw, que se inició con unas magníficas
caricaturas de la sociedad británica (y sus anexos irlandeses, europeos y
norteamericanos), se fue acercando conforme avanzaba el siglo XX a los modelos
más antagónicos concebibles: al teatro ruso anticlimático, estancado,
sobriamente lastimero, sofocado en su introspección discreta y matizada, de
Chéjov, en La casa de la congoja, y a las moralidades o autos
sacramentales: Vuelta a Matusalén y Santa
Juana.
Shaw admiraba a Chéjov más
que a cualquier otro dramaturgo moderno (salvo su gurú Ibsen, claro) y a las
fábulas y vidas de héroes, santos y mitos más que a cualesquiera tramas
realistas. Evidentemente, al tocarse, los extremos se mezclan y modifican. La Rusia campestre,
clasemediera, estancada en un desolado crepúsculo interminable, esa lastimera
ruina infinita de El jardín de los cerezos o El tío Vania, sufre primero el accidente del tiempo:
ocurren la Primera
Guerra Mundial, la revolución soviética, el desmantelamiento
del mundo anterior; la aparición de la modernidad tecnológica con sus zeppelines,
aviones, bombarderos y trincheras. Luego sufre el accidente del espacio: ya no
la finca campestre fin-de-siècle como alejada del mundo de Chéjov, sino
una cosmopolita -imperial(ista): corsarios internacionales- finca campestre
inglesa donde se abaten todas las violentas modernidades del primer tramo del
siglo XX. Mientras sus personajes se abisman en laberínticos conflictos sociales
y sentimentales de salón, cae la novedad de las bombas.
Escribió, además, muchos
panfletos y algunos sketches sobre la Primera
Guerra Mundial, en donde ataca a todos los contendientes,
incluyendo a los ingleses y a los irlandeses. Opinaba, por ejemplo, que “no
hubiera sido tan fácil enrolar voluntariamente a tantos muchachos irlandeses
para ir a combatir a las trincheras, si los hogares de Irlanda hubieran sido
más soportables que las trincheras”... Shaw pertenece a esa curiosa, paradójica
legión irlandesa que encabezó hace un siglo la literatura británica, con Wilde,
Yeats, Joyce; satirizó su embrollo inglés-irlandés en La otra isla de John Bull.
A su vez, la tradición de las moralidades,
autos sacramentales y vidas de santos preluteranos, recibirán el fulgor de
azufre de Voltaire y del Libre Examen protestante, conformando una Santa
Juana enigmática, mística y heroica; una especie de conciencia precursora
de Lutero, iluminada por las “santas” voces discordes del pensamiento moderno. Una
vidente rebelde, inteligente y atrevida, eficaz y honrada, que se carea con el
más allá y, apenas adolescente, maneja mejor las batallas y la política que los
militares, arzobispos y reyes, y que es finalmente premiada con la hoguera y la
desolación; pero medio milenio después regresa de ultratumba a contemplarse
irónicamente canonizada y erigida en heroína, al grado de que sus múltiples
estatuas representan un serio estorbo al tráfico en Francia .
El pesimismo y el escepticismo con que Shaw
había combatido la tradición y los valores establecidos del imperio victoriano,
ahora se vuelcan, acaso con mayor virulencia, contra la modernidad del siglo
XX. En su enorme prólogo a Santa Juana,
se divierte mucho comparando las crueldades, brutalidades, supersticiones e
infamias modernas con las antiguas, que resultarían menos bestiales. Su afanoso
progresismo lo convierte en un radical conservador frente a los “avances”
modernos: ese nuevo progreso al revés, rumbo a las cavernas.
En Vuelta
a Matusalén urde curiosas longevidades de hasta trescientos años -no
meramente fantásticas, ya que la Biblia
Infalible habla de generaciones de próceres que vivieron
muchos siglos-: la mayor o extravagante expectativa de vida cambia todo los
valores personales, y convierte en monstruos y rebeldes a las personas nacidas
para conservarse algo jóvenes durante siglos en una sociedad que tiene
perfectamente establecidos los roles y los límites de la edad y de la vida. El
juego con la edad de Shaw responde al juego con el tamaño de los hombres de una
obra de su amigo H. G Wells: ambos viajaron al futuro y lograron hace un siglo
las mayores travesuras de “ciencia ficción”. De hecho, en Vuelta a Matusalén ocurre además, como en Goethe, la aventura de
crear hombres de laboratorio. Varios temas y tramas borgianos , como “El
inmortal”, provienen en parte de este libro.
En la historia de la cultura, La casa de
la congoja queda como la imagen de la Europa ilustrada y cómoda (en sus clases
favorecidas), apacible, bajo los ataques aéreos de la Primera Guerra
Mundial: la Gran Europa
por primera vez bombardeada. Pero Shaw no se deja ganar por el realismo
antibélico ni por la mera denuncia del callejón sin salida del capitalismo
europeo; no olvida su cajón de títeres, sus carcajadas ni su gusto anarquista
por las jocosas pesadillas escénicas, de modo que tenemos un Apocalipsis de
risa loca. Una casa-barco (refugio de un viejo lunánico exfilibustero) repleta
de freaks jocundamente inmorales bajo el fascinante -suena como a
Beethoven- bombardeo de los zepelines alemanes. Y no sólo atruenan las bombas
desde los cielos: cada personaje está a punto de estallar, con sus nervios e
ideas de dinamita a punto.
“Esta casa de locos es una casa de la
verdad... para adultos”, anotó el director Harold Clurman en sus “Notas para la
producción” de la obra en 1959, en Nueva York. Añadió: “una arlequinada... una
casa llena de sorpresas... hay algo extravagante en esta casa... un show de
marionetas... una suerte de espléndida música de tambores en el aire... el
bombardeo debe ser orquestado... Todo mundo quiere escapar de esa casa... cada
personaje quiere escapar de sí mismo, de su propia condición... La casa está
loca, las bombas del cielo están locas, los personajes también están locos...
un ballet-extravaganza... una ópera bufa... un espejo deformante... 'No va a
ocurrir nada', dice uno de los huéspedes de la casa; pero algo ocurre y algo
más fatal aun puede ocurrir... algo que esperan, que casi desean, algunos de
los personajes” (Tulane Drama Review, Vol. 5, marzo de 1961, reproducido
en el dossier de la
Norton Critical Edition de Bernard Shaw's Plays).
SHAW EN LOS REINOS DE SHAKESPEARE
Por José Joaquín Blanco
El auge del teatro como espectáculo (acrobacias, efectos especiales,
harta sangre y hartos desnudos) que hemos padecido en la segunda mitad de este
siglo, ha desplazado de la escena a los autores del teatro verbal,
especialmente al mayor de ellos: George Bernard Shaw.
A diferencia de la
dramaturgia-show (Shaw es lo anti-show), el teatro verbal puede prescindir un
tanto de la escena y poner foro imaginario en la solitaria lectura. “Teatro
sobre el viento armado”, que dice Calderón. Pero ocurre que Shaw (como H. G.
Wells, Hilaire Belloc, Maurice Barrès, Rémy de Gourmont, Karl Krauss, G. K.
Chesterton, H. L. Mencken, José Vasconcelos o Miguel de Unamuno) fue un hombre
tan de su propio tiempo, que su obra queda bastante fechada, sobre todo la
mayor parte de ella, que es esencialmente polémica.
Las
luchas precursoras de Shaw por el socialismo, el antimilitarismo, el pacifismo,
el antinacionalismo, el antiimperialismo, las tolerancias, el vegetarianismo,
la música wagneriana, la sexualidad sin hipocresías, que tanto escandalizaban
en su época, pueden parecer anticuadas ante nuestra pedante mirada ulterior. Se
cree que Shaw es un anticuado orador del teatro y un enemigo de ídolos
abatidos.
No ocurre tal cosa, por
supuesto: aunque no estemos de acuerdo o no nos entusiasmen mucho sus temas —yo
suelo estar de acuerdo con él y me entusiasma a cada página—, los aparatos
intelectuales de sus obras discutidoras se erigen en ricos mundos verbales,
efusivos de ligereza intelectual y de sentido del humor. A Chesterton le
gustaba Shaw, con quien estaba sistemáticamente en desacuerdo; algo semejante
pasaba con Borges, de quien se dice que tomó del teatro “panfletario” de Shaw
algunas de sus más delgadas ficciones: su “El inmortal” proviene, según Harold
Bloom (El canon occidental), de la Vuelta a Matusalén de Shaw —dato que ofrece el
propio Borges.
No necesitamos luchar por
la tolerancia de la prostitución para gustar de La profesión de la señora Warren; ni interesarnos por los puritanos
independentistas de los Estados Unidos para leer El discípulo del diablo; ni ensañarnos con el Ejército de Salvación
y la falsa filantropía de los millonarios para disfrutar de La comandante Bárbara; ni preocuparnos
por la fonética y “el buen idioma” como atavismo de las clases ricas para
aplaudir Pigmalión (que dio origen a
la famosa película Mi bella dama).
Además, Bernard Shaw
inventó un idioma propio, familiar al de Oscar Wilde pero más desbocado y
filoso todavía, de aforismos, retruécanos y juegos de palabras y situaciones,
que persevera en su fresca y extravagante impertinencia, contra toda nuestra
cultura de lugares comunes y lógica elemental. Una actriz japonesa contó a la
televisión que Yukio Mishima, cuando andaba de juerga, se ocupaba en inventar,
durante sus conversaciones, una variante japonesa del dialecto shawiano. Eran,
dice, fascinantes noches de delirio.
Es un gran descivilizador,
urgente en estos años de lo “políticamente correcto”, de la estandarización no
sólo de las ideas, sino hasta de los sentimientos, gustos e ideales. Cuando
estemos hartos del 2 + 2 = 4 (que es todo el tiempo) ha llegado el momento de
leerlo. Un iconoclasta que, desde luego, descreía de la iconoclastia.
Shaw también tenía sus
extravagancias. Sus iras contra la carnívora especie humana, atragantada de
bisteces, por ejemplo. Y le parecía una inconsecuencia imperdonable que el ser
humano, en el siglo XX, siguiera exigiendo un guante para la mano derecha
diferente del destinado a la izquierda, mientras que se permitía usar la misma
forma de calcetín o de media para ambos pies. ¿Qué privilegio gozan las manos
del que se despoja a los pies? Iba con el sastre a que le confeccionaran
calcetines meticulosamente derechos y calcetines meticulosamente izquierdos.
Asimismo, durante toda su
larga vida se lanzó a una rivalidad enconada con William Shakespeare, a quien
trató incluso de enmendarle el apellido (suprimiéndole la e final). En 1949
escribió una obra de títeres, para el Malvern Marionette Theatre, con duración
de diez minutos (Shakes contra Shav),
en la que ambas marionetas se aporrean de lo lindo mientras el títere Macbeth,
decapitado, coge su coronada cabeza y sale corriendo del escenario “al compás
de la melodía de los granaderos británicos”.
Ahí Shaw se burla de la
monumentalidad, de los énfasis, de la retórica y de la pomposidad de Shakespeare,
así como de sus demasiados antecesores (en temas, en metáforas, en ritmos). En
realidad, ya lo había hecho en otras obras suyas, al tomar personajes
shakespeareanos y volverlos shawianos —¡abajo Shakes, viva Shav!—,
especialmente César y Cleopatra y Santa Juana.
¡Ah, los soldados, las
glorias de la antigüedad romana y egipcia, y el perfil exótico y lujurioso del Antonio y Cleopatra de Shakespeare, los
parlamentos llenos “de sonido y de furia”, de desesperación y de máximas de
Séneca! ¡Los coturnos, los perfiles heroicos! En la obra de Shaw Egipto se
vuelve una civilización tan decrépita como el propio Imperio Británico —sus
sacerdotes tan apolillados como lores—, y Roma un batallón de pillos con
habilidad, armas e iniciativa, como los propios aventureros europeos, fuertes y
estúpidos a la manera de los conquistadores de Kipling (El hombre que sería rey), cuando se lanzan al saqueo de otros
continentes. Qué desencanto de los héroes, qué oposición al “tono sublime”.
“Os maravillaréis —dice el
propio dios Ra, desde Menfis, en el prólogo—, ignorantes como sois, de que los
hombres de hace veinte siglos se parecieran tanto a vosotros y hablaran y
vivieran tal como vosotros vivís y habláis, ni mejor ni peor, ni más tonta ni
más sabiamente.”
Pero la gran novedad de
esta obra de Shaw no es tanto la pérdida del respeto a los prestigios de Egipto
y de Roma, ni su ridiculización de los patéticos oficios de sacerdote,
burócrata y militar, sino su creación —y desde 1898— del monstruo que, bajo la
firma de Vladimir Nabokov, habría de escandalizar al mundo entero en 1955: en
efecto, su Cleopatra es Lolita, “una
chiquilla que todavía es castigada por su aya”
pero que juega a la gran seductora, más peligrosa todavía porque los
caprichos, las tonterías y los delirios de crueldad de una niña-reina sí pueden
llevarse a la práctica. La sexualidad de la ninfeta de Egipto está aún embotada
y guarda mucho de la perversidad de la infancia, sobre todo de la infancia de
los príncipes. El buen soldado Julio César se aburre mucho con ella, y ha de
tratarla más como tutor que como amante. Tuvo mayor sabiduría que el pobre
Humbert Humbert de Nabokov, a quien por otra parte uno prefiere en la película
de Kubrick —toda esa angustia de James Mason en su calvario de highways y moteles, con su tiránica y
caprichosa Cleopatrita a cuestas—, mientras que en la novela...
Probablemente Santa Juana le ganó el Nobel al incómodo
Shaw. Hasta entonces gozaba de mucha popularidad pero de escasa simpatía en
olimpos y parnasos. Un inglés (bueno, un irlandés que quiere ser inglés... a su
manera) y un protestante rendía culto a la recién canonizada heroína de Francia
y de la Iglesia
Católica. Desde luego, la ironía de Shaw les jugó malas
pasadas a los nacionalismos inglés y francés, al clero y al militarismo, y
presentó a Juana de Arco como una mujer de gran inspiración moral, una sensata
entre soldados estúpidos, pero arrebatada por una pasión —¡Shaw, el que
censuraba las pasiones como meros énfasis sentimentales!—: la rebeldía; que
prestaba oídos a extrañas voces interiores o sagradas que la hacían libre, al
sugerirle pensamientos opuestos al orden de los reyes y prelados. La valentía de pensar por cuenta propia y de
ser sensata en mitad de la locura.
Dice el capellán inglés
(escena IV): “Pero lo que sé, en estricto sentido común, es que esta mujer es
una rebelde, y eso me basta. Se rebela contra la naturaleza al usar ropa de
hombre, y al combatir con las armas. Se rebela contra la iglesia al usurpar la
divina autoridad del papa [Juana de Arco acordaba directamente con Dios y los
santos, en sus visiones]. Se rebela contra Dios en su maldita alianza con Satán
y sus malos espíritus contra nuestro ejército [sólo así se explicaban sus
éxitos militares].”
En el epílogo, una vez
condenada por la Inquisición
y por los poderosos, y quemada, pero reivindicada luego por el nacionalismo
francés y por el Vaticano, en cuanto termina la Primera Guerra
Mundial regresa en forma de fantasma a hablar con caballeros, soldados, el rey,
el inquisidor. Se entera de que el culto a su cadáver ha cundido, que ahora es
la heroína nacional francesa y que hasta ha sido canonizada en 1920; y escucha
que se han multiplicado tanto sus estatuas en toda Francia que ya son un
verdadero obstáculo para el tráfico, por lo que casi pide disculpas.
No les guarda rencor a sus
verdugos ni a sus ingratos compañeros: los escucha con simpatía pueblerina,
tolera sus mezquindades y tonterías, con la irónica bondad de una santa que es
una gran hereje, una santa “que sabe”.
Luigi Pirandello asistió a
la premier en Nueva York, en 1924, y
descubrió dos cosas interesantes. La
primera, que el público esperaba que Shaw lo mantuviera continuamente muerto de
risa: los wasp (White Anglo-Saxon
Protestants) esperaban un festín de ridiculización de la santa francesa;
así, el cuarto acto (escena VI), el juicio y la condena de Juana de Arco, lleno
de amargura intelectual, que a él le pareció el mejor, no se llevó grandes
aplausos. (¡Era un Shaw diferente! ¡Shakes
triunfaba sobre Shav!)
La tragedia del genio
moral frente a la mezquindad de los poderes establecidos podía ser celebrada
ante el público moderno en aforismos o en diálogos brillantes, pero no en todo
un acto casi shakespeareano en el sentido de la grandeza y el heroísmo, así
fueran aquí principalmente morales e intelectuales. A su irónico modo, había coturnos, había
perfil heroico, hasta algo casi parecido al tono sublime, al “sonido y la
furia”.
La segunda: la vocación de
tolerancia de Shaw. Escribió Pirandello: “Este mundo, parece decirnos Shaw, no
está hecho para que en él vivan los santos. Debemos tomar a la gente que lo
habita como lo que es, pues no le ha sido concedido ser ninguna otra cosa”. (Bernard Shaw’s Plays with
Background and Criticism, Ed. W. S. Smith, New York, Norton and Co., 1970).
Muchos críticos
pensaron que, por fin, y por única vez en su larga obra, Shaw se acercaba al
arte de Shakespeare. Se apresuraron a celebrarlo, a premiarlo. Algo de Hamlet y de El rey Lear asomaba en su Santa
Juana. Tal vez (hubo sin embargo quien le reprochara, en el Theatre Arts Monthly de Nueva York, en
marzo de 1924, que su iconoclastia perdiera filo, su brillantez se opacara, su
ingenio se estuviera domesticando); otros lo encontraron lleno de religiosidad,
y muchos más —entre ellos la Academia Sueca —
creyeron que estilísticamente Shaw estaba entrando en orden. Ya no comedias
raras, extravagantemente personales, esos 2 + 2 que a veces sumaban 7 y a veces
11.5, sino teatro en forma, con fondo histórico y personajes elevados, con
ambiciones monumentales: coturnos, héroes, cosas sublimes. ¡Había muerto Shav! ¡Viva Shakes! Había que
nobelizarlo. (Las opiniones de Pirandello y del crítico neoyorkino aparecen en
la edición de Norton).
Pero en el preciso momento
en que el dramaturgo moderno se acercaba al isabelino, Shakespeare se alejaba
de Shaw. En efecto, en La primera parte
del rey Enrique VI nos encontramos con La
Pucelle , Juana de Arco: una generala con mucha brujería y
pretensiones de nobleza de sangre. La rigen su orgullo, su brujería, su patriotismo,
lo mismo en la batalla que en su juicio. Shakespeare le concede a la enemiga,
como sus clásicos grecorromanos, grandeza heroica, pero no conflicto íntimo. No
Hamlet, no Lear. Es una figura meramente exterior, si bien asombrosa —por
generala, por bruja— en un paisaje épico simplificado.
Cada escritor construye
una Juana de Arco diferente: así las de Voltaire, Schiller, Verlaine (“...Jeanne qu’assourdissait el chant brutal des
prêtres”: “...Juana, a quien
ensordecía el canto brutal de los sacerdotes”) y Paul Claudel. Bernard Shaw
encontró en la rebelde machorra, caudilla y hereje, quemada y canonizada, un
campo extraordinario para ejercitar tanto sus virtudes polémicas contra las
grandes instituciones y contra los vicios y mezquindades humanas, como una vía
para inaugurar un tono melancólico, que Pirandello llama francamente “poético”,
sobre la tragedia del genio, de la inteligencia y de la santidad en este mundo
tal-como-es, en esta realidad demasiado humana.
Jorge Cuesta escribió
sobre Santa Juana en 1925: “El
problema es la herejía del genio, la tragedia es su heroísmo inútil, y la
comedia su canonización”. (Poemas y
ensayos).
***
Edmund Wilson trazó en 1931 (Axel’s
Castle), como las vidas paralelas de Plutarco, los perfiles comparativos de
Yeats y Shaw a principios de siglo:
“Es interesante comparar Una Visión [Yeats] con ese otro tratado
compendioso sobre la naturaleza y el destino humanos, escrito por el otro gran
escritor dublinense: Guía al socialismo y
al capitalismo. Aquí podemos ver inequívocamente el tipo de literatura que
estaba de moda antes de la [primera] Guerra, y la que se puso de moda a partir
de entonces. Shaw y Yeats, ambos, partieron de muchachos del Dublín
decimonónico hacia Londres, y siguieron trayectorias diametralmente opuestas.
Shaw apoyó todo el inasible cúmulo de la sociología, la política, la economía,
la biología, la medicina y el periodismo de su tiempo, mientras que Yeats se
alejó resueltamente de todo eso, convencido de que el mundo de la ciencia y de
la política era de alguna manera fatal para la visión del poeta. Shaw aceptó la
técnica científica y se empeñó en dominar los problemas de la sociedad
industrial y democrática, mientras que Yeats rechazó los métodos del
naturalismo y se dedicó a la introspectiva plomería de los misterios de la
mente individual. Cuando Yeats editaba a
Blake, Shaw estaba batallando con Marx. A Yeats le impresionaban la solidez y
la eficiencia de Shaw. “Odié esa obra”, dice de Las armas y el hombre, “me parecía inorgánica, poseedora de una
rectitud lógica, y no del camino tortuoso de la vida, y me opuse a su energía”.
Y nos cuenta que Shaw se le apareció en un sueño bajo la forma de una máquina
de coser, ‘que sonaba y brillaba, pero la cosa increíble era que la máquina
sonreía, sonreía perpetuamente’.
“En su Gran Rueda de las
veintiocho fases, Yeats ha situado a Shaw en una fase considerablemente alejada
de la suya propia, donde el individuo está directamente abocado a la deformidad
de buscar no el alma, sino el mundo. Y
sus respectivos testamentos literarios —la Visión
y la Guía ,
publicadas casi al mismo tiempo—, marcan los puntos extremos de su divergencia:
Shaw basa toda esperanza y felicidad humanas en la distribución equitativa del
ingreso, la que cree permitirá finalmente hacer imposible incluso el pesimismo
de un Swift o de un Voltaire; entre tanto Yeats (como Shaw, un protestante para
quien el misticismo católico era imposible), ha hecho en Una visión que la vida de la humanidad concuerde con los
movimientos de las estrellas. “Está
lejano el día”, concluye, “en que las dos mitades del hombre puedan cada cual
adivinar su propia unidad en la otra, como en un espejo: el Sol en la Luna , la Luna en el Sol, y así escapar
de la Rueda.”
¡Gracias!
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