1) ¿POR QUÉ NADIE LEE LAS MEMORIAS DE
PANCHO VILLA?
Desde su aparición ruidosa y polémica, se supo que dos novelas de Martín
Luis Guzmán (1887-1976), El águila y la
serpiente (1926 en El Universal,
1928 en libro) —más bien, una colección de vigorosas estampas épicas y trágicas
de la Revolución —
y La sombra del caudillo (1929) —el
relato de las vendetas del poder posrevolucionario en la época de Obregón y
Calles—, se erigían no sólo como obras superiores de la narrativa en
castellano, sino como títulos de interés mundial: fueron apreciadas en sus
traducciones inglesa, francesa (por Gide, por Malraux), alemana, italiana (por
Sciascia).
Quedó para los enterados y
los exigentes la ponderación de Muertes
históricas (escritas en 1938, publicadas en forma de libro en 1958) —los
relatos de cómo murieron Carranza y Porfirio Díaz—, en las que hay quien ve el
mejor momento de la prosa directa, clara, precisa y aguda —dramática y severa,
noble y majestuosa—, capaz de impresionantes efectos con una extremada economía
de recursos, de Martín Luis Guzmán. Tal paralelo fúnebre entre dos héroes
culmina la semejanza, que sus contemporáneos formados en “la afición de Grecia”
señalaron, entre el novelista mexicano y el historiador clásico Plutarco, el de
Vidas paralelas.
En cambio, el desconcierto
predominó desde el principio, cuando en 1936 empezaron a publicarse las Memorias de Pancho Villa, los domingos,
en El Universal (la mayor parte del
texto actual apareció en los cuatro volúmenes de Editorial Botas, entre 1938 y
1940; y sólo una última sección se añadió en 1951 a la edición
definitiva). Hubo quien consideró esta obra como un monumento literario sin
equivalente en el mundo y exigía para Guzmán, sobre todo por ese libro, el
Premio Nóbel (recuerdo al cuentista caribeño José Luis González); y quienes la
consideraron un mamotreto indigerible o un monumento propagandístico obsesivo,
muralístico. Nadie le creía a Ermilo Abreu Gómez (para entonces completamente
desprestigiado, después de tanta pifia) que él sí lo hubiera leído “completo”.
El resto de sus libros ha
tenido escasa repercusión (La querella de
México, Mina el mozo, Filadelfia, paraíso de conspiradores; Islas Marías,
Academia, Crónicas de mi destierro, Necesidad de cumplir las leyes de Reforma,
etcétera). Se diría que la obra de Martín Luis Guzmán, la cual incluye el
periodismo, el ensayo político, la biografía, la crónica cultural (incluso,
pioneramente, de cine), se concentra en aquellos dos títulos afortunados,
emitidos uno tras otro, cuando el autor andaba sobre los cuarenta años; y que
el resto pende como un voluminoso apéndice de ellos, salvo las antológicas Muertes históricas y las misteriosas Memorias de Pancho Villa, de finales de
los años treinta.
Incluso se permitió la boutade de titular todo un libro Otras páginas, como si aceptara que las
verdaderas eran aquéllas, en las que su misión de autor se cumplía
oportunamente, de una buena vez; de hecho, escribió obras poco ambiciosas
después de 1940, durante las últimas cuatro décadas de su vida, en las que se
dedicó al periodismo (su revista Tiempo,
aunque oficialista, fue modelo de profesionalismo informativo de 1942 a 1977), a las empresas
culturales privadas (su cadena de Librerías de Cristal, su editorial Empresas
Editoriales, S. A,) y a la política (director de los Libros de Texto Gratuito,
senador).
Su trayectoria anterior es
conocida: Miembro del Ateneo de la
Juventud , político maderista, revolucionario villista,
periodista en Estados Unidos y España durante sus exilios en las épocas de
Carranza y Calles; participó, asumiendo brevemente la nacionalidad española, en
el gobierno español republicano.
II
Desde los años cuarenta las
Memorias de Pancho Villa fue un libro fácilmente localizable en hogares
ilustrados: era un buen regalo, y un detalle patriótico, como los cinco tomos
de México a través de los siglos.
Pero sus ejemplares se mantenían intonsos, sólidamente vírgenes, inertes,
inmunes a la lectura y aun a la curiosidad, con garantía a prueba de lectores.
Nadie pasaba de las primeras páginas, ni para ganar una apuesta.
Eran motivo más bien de
guasas, por su obesa y alarmante apariencia. ¡Mil cerradas páginas sobre las
“memorias” de Villa! ¿Nomás para competir con los 8 mil kilómetros en campaña de Obregón? Vasconcelos, Azuela y Reyes
intercambiaban codazos, guiños y chistes. Torri sonreía, aéreo. Novo ironizaba
sobre alguna antología titulable como 3
toneladas de poesía noruega.
Los lectores y la crítica
eludían comentarla; se hablaba de esta “novela”, lateralmente, con veneración
—los prestigios del autor y del tema— e ironía —la extralimitación literaria y
política: el memorioso Villa duplicaba los recuerdos de Ulises y de todos sus
compañeros, tanto los de la Ilíada como los de la Odisea ,
y se postulaba a competir, en grosor, con la Biblia , el Quijote
y el entonces escueto directorio telefónico—; para pasar de inmediato a El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, que sí eran
obras perfectamente conocidas, incluso al detalle, por los mexicanos
ilustrados.
El desconcierto sembrado
en el público, la crítica y la academia a propósito de las Memorias de Pancho Villa es culpa en primera instancia del propio
autor, por sembrarlas de expectativas desmesuradas.
Nunca son las verdaderas
memorias de Pancho Villa, sino las imaginarias de Martín Luis Guzmán a
propósito de Villa. ¿Por qué no decirlo desde el título: el Villa que yo
conocí, que imagino, que admiro? Desde el título hay una exageración, una
usurpación desaforada. El lector se desilusiona pronto de no estar oyendo a
Villa, sino a un escritor travestido en Villa. El lector acudía a su cita con
el héroe brusco, y era recibido solamente por su atildado plenipotenciario,
quien acaso lo defiende con exceso. Es un libro rotundamente apologético y
unilateral. Acaso el propio Villa habría aceptado más pecados, errores y
defectos, de los escasos y veniales que Guzmán le permite, y siempre en
contextos exculpatorios.
¿Si no son las verdaderas
memorias de Villa, qué son: una novela, una biografía, un reportaje? Todo al
mismo tiempo, pero de cada género apenas aparecen unos cuantos recursos
tentativos. Carece de la libertad imaginativa y de la maquinaria dramática de
una novela: hay simplemente un monólogo de mil páginas, escritas siempre en el
mismo tono. Tampoco ofrece el análisis, la documentación contrastada, la
crítica del ensayista o reportero.
En este monólogo se
aprovechan recuerdos reales de Villa tal como se supone que los relató a otro
periodista, Manuel Bauche Alcalde, y otros documentos, pero desde luego el
noventa por ciento del texto proviene de otras fuentes, principalmente el
conocimiento de primera mano que tuvo el autor con respecto a su personaje y
sus hechos.
Es un reportaje de
reconstrucción biográfica que nadie supo, y probablemente Martín Luis Guzmán
menos que nadie, por qué llegó a tan excesiva extensión. Pudo haber sido
doblemente larga, o tres veces más corta, al gusto del reportero. Episodios
similares (batallas, enfrentamientos, miserias, discusiones) proliferan al
infinito en el mismo tono. Impacienta un libro tan reiterativo y monótono.
Sofoca su univocidad, la monopólica voz del protagonista. Habría sido
incomparablemente más eficaz reducido a unas 300 páginas, que sólo mostraran
momentos representativos de su héroe, en lugar de seguirlo minuciosamente en la
monotonía de su gran rosario de batallas. Y contar con otras perspectivas (voz
del autor, puntos de vista de otros personajes reales o imaginarios) que
formaran el claroscuro y el contrapunto, que dramatizaran y calificaran la
trayectoria del héroe desde perspectivas variadas. Se necesitaba debate
dramático. Drama.
Tanto más cuanto que el
Villa de Guzmán, como hombrón guerrero y silvestre, no se permite confidencia
alguna. No abre su intimidad. Es un personaje de exteriores. Confiesa solamente
hechos públicos bien conocidos en estas memorias. Incluso cuando susurra, está
hablando para el ágora. Pero Guzmán no quería el drama revolucionario (que ya
había narrado en sus dos libros célebres), ni sus matices o escondrijos
íntimos, sino un sólido monumento totalizante, aleccionador, definitivo. Un
perfil labrado directamente en la roca.
Por lo demás, Guzmán
endosa a Villa sus propias obsesiones.
Por ejemplo: la claridad y la tendencia liberal positivista (fe en el
progreso). Quizás el intelectual odiaba más el lenguaje “nebuloso” que el
guerrero; quizás el intelectual creía más en el futuro, que ese hombre bien
metido en sus propios días que fue Villa.
No tienen por qué definir
al Centauro, aunque sí a estas memorias, los preceptos intelectuales y
literarios que Guzmán se impuso: a) creo, dijo, “en el amor de las ideas claras
y en el horror de las nebulosidades con que a menudo se pretende suplantar el
verdadero conocimiento. Álgebra y geometría...”; b) “En mi modo de escribir lo
que más influjo ha ejercido es el
paisaje del Valle de México. El espectáculo de los volcanes y del Ajusco,
envueltos en la luz diáfana. Deseo ver mi material literario como se ven las
anfractuosidades del Ajusco en un día luminoso...”
III
Ya que es un relato no completamente ficticio, pero sí fabricado,
reporteado, de Pancho Villa, tal como se supone que a él le interesaría
contarlo, Guzmán prescinde de infinidad de recursos que podrían enriquecerlo y
dramatizarlo. No va Pancho Villa a elogiarse, a espantarse ni a considerase a
sí mismo como personaje novelesco. Todo lo contrario. Se trata de un héroe y de
un libro antidramáticos de principio a fin. Es altivo y contenido, como un
prócer grecorromano. No busca que admiremos, por ejemplo, su toma de Ciudad
Juárez (primera vez), a la que describe perentoriamente en unas cuantas líneas,
sino aleccionarnos sobre la perfidia del antihéroe Pascual Orozco. La segunda
vez que toma Ciudad Juárez, con el ingenioso recurso de los vagones carboneros,
dedica menos espacio a la batalla que a exculparse ante la posteridad por
ciertas ejecuciones y saqueos, por lo demás inevitables en toda revolución,
dice. Se trata casi de un alegato de explicaciones y rectificaciones a sus
injuriadores y a sus críticos. Su colosal apología, más que sus memorias.
La hybris, la desmesura de Guzmán en este libro, es que quiso convocar
plenariamente el alma de Pancho Villa por razones ideológicas, sentimentales y
¡estéticas! Y no cesó de convocarlas durante mil páginas, lo que ya es una
confesión de parte con respecto a la escasa fortuna evocadora del médium.
Para tal convocatoria al
más allá contaba Guzmán con unos cuantos documentos insuficientes u objetables;
con su profundo conocimiento personal de la persona y los hechos; con su ira
frente al desprestigio que sobre Villa había tendido “la contrarrevolución”
(para Guzmán, en los treintas, esto significa la alianza de los porfiristas con
los sonorenses, unos y otros evocadores de Villa sólo como una bestia
atrabiliaria, salvaje, saqueadora y sanguinaria); con su muy particular
posición frente a la
Revolución Mexicana , que le endosa, completa, a Villa (una
viril y pura insurgencia del pueblo inocente y explotado contra la banda de
ricos corruptos, cobardes y estúpidos del porfirismo; insurgencia noble y
patriótica, así estuviera manchada por involuntarias escenas de crueldad,
propias de seres elementales, no educados). Contaba con su personal amor por
Villa, en quien vio a no sé qué concentrado de la pureza humana incluso en sus
contradicciones y grandes tropiezos, y en quien embutió solapadamente su propia
visión del mundo... ¡y con su amor por la literatura española del Siglo de Oro!
IV
Y aquí entramos al gran experimento literario de la composición de las Memorias de Pancho Villa, que ofrecían
tan pomposamente expectativas de un Joyce mexicano, de la creación en
laboratorio de un nuevo lenguaje: popular, puro, revolucionario. Villa como
paradigma linguístico del mexicano.
Indignado ante la
falsificación del lenguaje de Villa que habían pergeñado sus primeros
reporteros, al traducir sus expresiones campiranas a un modo de hablar catrín,
escolar, porfiriano, Martín Luis Guzmán se creyó capaz de reconstruir —y
durante mil páginas, de un monólogo unívoco— el habla de Villa, su alma misma
hecha palabra, con sólo dos recursos: a) la familiaridad del autor con el habla
del héroe y de muchos soldados norteños, y b) la peregrina tesis —apoyada, sin
embargo, en observaciones de ciertos filólogos— de que el pueblo pobre de
México, el campesino, el pueblerino, hablaba no un español incorrecto, sino el
purísimo castellano arcaico y lacónico del Quijote
y de los cronistas de Indias. (De esta observación, por lo demás, deriva
también el estilo de Rulfo.)
Así, recordando la manera
de hablar de la tropa de la
División del Norte, y añadiéndole arcaísmos cosechados de la
lectura de los clásicos españoles —la Celestina ,
el Quijote, el Refranero, Bernal—, se
lograría una fabla villista, tan
propia del siglo XVI como del México campesino del XX: pura en su falta de
escolaridad, de modernidad, y de contaminación letrada o urbana.
¡Años de insubordinaciones
lingüísticas: Valle-Arizpe inventaba una prosa virreinal, colonialista; Guzmán
una prosa iletrada de soldado ranchero, por no decir abigeo; Reyes un
castellano internacional, llano, purgado de dialectismos, aspirante a un común
denominador hispanoamericano; otros pretendían defender la norma castiza
(Salado Álvarez, Gamboa, Monterde, Junco, O’Gorman), o se empeñaban en un
castellano indigenista (Médiz Bolio, Abreu Gómez, Henestrosa, finalmente el Juan Pérez Jolote de Pozas); campesino
(Azuela, De la Cabada ,
Rojas González, Rulfo), pueblerino (José Rubén Romero, Ramón Rubín, Luis
González y González), o lumpenurbano (Azuela, Revueltas, finalmente Oscar
Lewis, Poniatowska), o urbanísimo (Novo, Fuentes, Del Paso, “la Onda ”); o bien una prosa
estética, engreída en su factura artística, europeizada, libresca
(Contemporáneos, Paz, Arreola, García Ponce, Elizondo, Melo, Pitol);
finalmente, el spanglish chicano! De Los de abajo (Azuela, 1915) a De Perfil (José Agustín, 1966) hubo una
verdadera disputa no sólo temática, sino estilística e incluso lingüística, en
la narrativa mexicana.
Pero en las Memorias de Pancho Villa fallan el
experimento y las expectativas literarias. Los arcaísmos que efectivamente se
encontraban entre campesinos iletrados en México eran fundamentalmente
lexicológicos. Vocabulario. Palabras y frases hechas antiguas. Pero sólo
lexicológicos. No la sintaxis, no el discurso, no el estilo. Funcionan en
refranes, en dichos, en cuentos y leyendas breves, en corridos, no en novelones
de mil páginas que exigen un monumental ejercicio retórico. Es decir, Guzmán no
crea un nuevo lenguaje: simplemente usa arcaísmos, refranes, imitaciones del
coloquialismo de los pueblerinos norteños, pero no su discurso, ni su sintaxis,
que siguen siendo los propios de un Martín Luis Guzmán letrado, gustador de
Galdós, Valle-Inclán y Baroja, pero sobre todo fascinado por el lenguaje rápido
y contundente del periodista o del orador parlamentario del siglo XX.
Guzmán redacta su largo
monólogo iletrado y arcaizante con razonamientos de escritor modernísimo,
lógico, conocedor, hábil, polemista. Es capaz de seguir una idea por el
laberinto de frases subordinadas a otras frases subordinadas... a veces hasta
la tercera o cuarta potencia. Triunfa en una espléndida economía de verbos y
adjetivos. Brilla en la preparación y la selección de la expresión justa.
Desconoce el fárrago, el tanteo, el balbuceo, las frases confusas o rotas, la
mente desorganizada, las dudas. ¡Cuánta claridad del Valle de México va a dar a
las sierras norteñas; cuánta álgebra y geometría distinguen la expresión de
Villa!
Guzmán calibra un adverbio
sonoro como José María Velasco introduce en el lugar exacto una pequeña
pincelada de color vivo en un conjunto ocre. Jamás se aparta de Aristóteles. Su
memoria es diáfana, correcta y oportuna. Elude cacofonías, rimas, repeticiones.
Evita, estilista severo, abusar del que
como conjunción. Si aparece algún barbarismo, es por su regusto campestre,
popular, como una cita bien sazonada. Nos vemos pues no frente a un Villa
conversador, sino frente a un virtuoso de la escritura coloquial “iletrada”
como género literario: un esmerado concierto “en iletrado Do coloquial mayor”.
Jamás una nota desafinada o fuera de lugar. Su misma perfección lo
imperfecciona.
Tenemos pues el discurso
acerado de un escritor de mente sumamente organizada, bien experimentada en las
lides del pensamiento y de su expresión verbal, con magnífico entrenamiento
oratorio y periodístico, con una retórica más sabia y experta que la de la
mayoría de los principales literatos de su tiempo, disfrazado de espontáneo
monólogo semialfabeto de un ranchero o abigeo arcaizante.
(Sería un magnífico
experimento de literatura comparada el enfrentar el largo monólogo popular de
laboratorio que fabricó Guzmán, con el auténtico de Bernal Díaz del Castillo;
anticipo algunos contrastes: Bernal conversa, Villa recita; Bernal habla sobre
todo del mundo y de otras gentes, Villa de sí mismo; Bernal tiene sentido del
humor, Villa jamás; Bernal desvaría con frecuencia, Villa siempre va al punto,
con estrategia literaria inapelable; Bernal comete muchos errores de
composición —para no hablar de gramática, que las ediciones modernas corrigen—,
mientras que Villa, a pesar de arcaísmos y modismos populares y norteños
selectos, podía darles clases de redacción incluso a los mayores prosistas de
1936 en México, como Reyes y Novo; Bernal es nebuloso, Villa diáfano; Bernal
duda a ratos, Villa nunca; Bernal es pasional y caótico, Villa resulta por el
contrario “ático”, escultórico, sereno.)
El
resultado: las memorias de Villa no son verosímiles dramáticamente como tales.
No reconocemos en ellas, en conjunto, ni siquiera en largas tiradas, a su
personaje —histórico o mítico—, sino al ensayista Guzmán. Su mano de escritor
siempre es visible. Digamos que el gran suspenso de todo el libro sería: ¿y
ahora qué nuevo recurso inventará Guzmán para sonar como Villa? No inventa
nuevos recursos. Son los mismos desde las primeras páginas. Prosigue el concierto
virtuosista con los mismos elementos iniciales. Nunca suena mal, pero siempre
estamos oyendo el mismo disco, una y otra vez, hasta la página mil.
V
Si a esto se añade que Villa, por razones de honra y altivez heroicas,
elude dramatizarse, quejarse, desahogarse o ensalzarse y cuenta su vida con
distancia olímpica, como si en realidad nada importante hubiese hecho, más que
la hazaña moral de servir lealmente a
Madero y a su patria de desprotegidos, y vengar a los humillados; que no
colorea ni enfatiza sus episodios, comprendemos la tremenda grisura de este
largo monólogo inconvincente. No suena a Villa, sino a un actor letrado que
recita tras su máscara, cuando dice, por ejemplo:
“Aquella casa, que hoy es
mi propiedad, y que he mandado edificar de nuevo, aunque modestamente, no la
cambiaría yo por el más elegante de los palacios. Allí tuve mis primeras
pláticas con Abraham González, ahora mártir de la democracia. Ahí oí su voz
invitándome a la Revolución
que debíamos hacer en beneficio de los derechos del pueblo, ultrajados por la
tiranía y por los ricos. Allí comprendí una noche cómo el pleito que desde años
atrás había yo entablado con todos los que explotaban a los pobres, contra los
que nos perseguían, y nos deshonraban, y amancillaban nuestras hermanas y
nuestras hijas, podía servir para algo bueno en beneficio de los perseguidos y
humillados como yo, y no sólo para andar echando balazos en defensa de la vida,
y la libertad, y la honra. Allí sentí de pronto que las zozobras y los odios
amontonados en mi alma durante tantos años de luchar y de sufrir se mudaban en
la creencia de que aquel mal tan grande podía acabarse, y eran como una fuerza,
como una voluntad para conseguir el remedio de nuestras penalidades, a cambio,
si así lo gobernaba el destino, de la sangre y la vida. Allí entendí, sin que
nadie me lo explicara, pues a nosotros los pobres nadie nos explica las cosas,
cómo eso que nombran patria, y que para mí no había sido hasta entonces más que
un amargo cariño por los campos, las quebradas y los montes donde me ocultaba,
y un fuerte rencor contra casi todo lo demás, porque casi todo lo demás estaba
sólo para los perseguidores, podía trocarse en el constante motivo de nuestras
mejores acciones y en el objeto amoroso de nuestros sentimientos. Allí aprendí
por primera vez el nombre de Francisco I. Madero. Allí aprendí a quererlo y
reverenciarlo, pues venía con él su fe inquebrantable, y nos traía su luminoso
Plan de San Luis, y nos mostraba su ansia de luchar, siendo él un rico, por
nosotros los pobres y oprimidos”.
Tres o cuatro arcaísmos
léxicos aparte, se trata de un párrafo ejemplar de oratoria moderna (la
secuencia retórica “Allí...”, que incrementa su intensidad hasta el clímax de
aplausos en el Congreso), de complicada sintaxis, de arisca poesía (“eso que
nombran patria, y que para mí no había sido hasta entonces más que un amargo
cariño por los campos”, que se parece al Borges que declara su amor por Buenos
Aires, etcétera). Pero tampoco suena al Guzmán, ya lírico, ya macabro, ya
caricaturesco, siempre expresionista, de El
águila y la serpiente y de La sombra
del caudillo.
No es de asombrar que las Memorias de Pancho Villa desilusionaran,
aburrieran, fueran abandonadas por el lector en los primeros capítulos, ni que
durante décadas se haya tenido tan poco qué comentar sobre ellas. (¡Años de
intimidatorios librotes tan admirados como poco leídos o comentados: los Episodios nacionales de Salado Álvarez; la Estética
para no hablar de la Ética, la Lógica ,
la Metafísica , la Todología
(sí: la teoría del todo) de Vasconcelos; del Deslinde de Reyes!) Reiteraciones, monotonía, grisura; un monólogo
heroico letrado y complejo, decorado a ratos de arcaísmos y modismos populares
y norteños encontramos en las Memorias de
Pancho Villa.
Pero se trata a la vez de
una obra trabajada, ardua, ambiciosa: una especie de biografía de la Revolución Mexicana.
Impresiona. Es difícil, de cualquier manera, dejar de respetarla, de admirarla.
Debajo de la corriente monótona del fluir de una vida entre batallas y
peripecias en despoblado, reiteradas en espiral, desarrolla un amplio proyecto
épico, mítico, que acaso explica —si no justifica— su vasta extensión. No en
balde Guzmán fue celebrado —acaso por Alfonso Reyes, antes que por nadie— como
“escritor romano”, del tipo de Plutarco.
Valle-Inclán señaló
tempranamente en El águila y la serpiente,
que se trataba de escenas, sí, violentas, brutales, pero a la vez profundamente
edificantes, en su perfil “estoico”. Digamos que en Las memorias de Pancho Villa, lo que Guzmán está litigando, para lo
que necesitó mil páginas y acaso le faltó espacio, es la ética de la
Revolución , su alma moral: el perfil filosófico de sus
héroes, la identidad del pueblo revolucionario o revolucionado.
Esto en los años treinta,
antes de que apareciera la bizantina historiografía de los profesores y researchers, cuando toda la discusión
sobre ese inabarcable conjunto de hechos y de ideas que llamamos Revolución
Mexicana era pura y felizmente ideológica, autobiográfica, política
(Vasconcelos, Cabrera, Sotelo Inclán); antes de convertirse en la espantable y
babélica momia académica del Colegio de México (Colmex Hall) y sus
industrializados historiadores —pero jamás escritores— más bien catrinescos (y,
desde luego, cantinflescos).
Guzmán estaba luchando por
su Revolución Mexicana contra la Revolución Mexicana
de sus adversarios, bajo el pretexto
de estudiar a Pancho Villa, cuando las cenizas de todos los muertos todavía
humeaban. Se trata de un escritor diverso del de El águila y la serpiente y La
sombra del caudillo, tan ácidas, tan desengañadas, tan oscuras y
sangrientas (tan pre-revueltianas). Ahora es sereno, clásico. Orozco se está convirtiendo en Rivera; los
monotes fársicos y sanguinarios, en murales nobles, idealizados...
VI
Se diría que en las Memorias de
Pancho Villa, siguiendo la tradición revolucionaria de “la paz creada por
el guerrero” y “la civilización parida por la barbarie”, Martín Luis Guzmán —ya
no el narrador expresionista de antes, sino “ático”, “latino”, clásico—, nos
cuenta, como Plutarco, la historia de los grandes héroes primitivos del tipo de
Hércules o de Teseo, que han fundado una nueva nación, una civilización
optimista.
Toda la moraleja del libro
sería esta:
—No se espanten de Villa,
ese protohéroe más que superhéroe, ese héroe raigal, como no nos espantamos de
los primitivos héroes que fundaron las ciudades de Grecia y Roma. Todo Hércules
es así; de esta manera, y de ninguna otra, se limpian los Establos de Augias.
Esos bárbaros civilizadores son profundamente éticos, aunque sus excesos de
guerra, sangre y amores, naturales en un fundador primitivo, revuelvan nuestros
estómagos de pacíficos civilizados (es lo que opinaba Racine de Teseo, en Fedra). Hay que beber inspiración moral
en Villa: las fuentes originales de la moral social.
La nación debía aprender
en Villa, no sólo sus hechos, sino su alma. Tenía en consecuencia que hablar
mucho, para que su enseñanza ética lo permeara todo. Sus enseñanzas son las
conocidas como filosofía natural: valor, arrojo, lealtad; instintos y reflejos
primitivos, físicos, hacia el bien o hacia el mal, claramente contrastados;
espontaneidad, inocencia; aborrecimiento del poderoso, alabanza del abajado;
inteligencia intuitiva, habilidad física, caridad, amistad, furia, control de
sí; desprecio de la vida, del dolor, de las miserias y penurias propias;
nobleza de ánimo, arrogancia frente la adversidad, la enfermedad, la muerte;
altiva humildad con cara al destino absurdo y trágico. (Incluso sus luchas
interiores, contra sus propias furias: se niega siempre al alcohol; durante un
tiempo, incluso a comer carne, para refrenar su natural iracundo; el sexo, las
escasas veces que es mencionado, parece más una pesada carga masculina que un
placer o un vicio: “porque es lo cierto que después de tanta cárcel ya sentía
yo el vigor recreciéndose en todo mi cuerpo, y necesitaba desgastarme según es
ley que se desgasten todos los hombres”.)
No hay minucioso episodio
de su vida, que el Villa de Guzmán no califique con un refrán o con un aforismo
moral “estoico” (aburre que cada pasaje sea coronado por una moraleja
filosófica). ¿De dónde habrá sacado tanto Epicteto, tanto Séneca, tanto Marco
Aurelio? Y su ética aparece tanto más esencial, cuanto que pretende presentarse
como brusca y silvestre, no aprendida ni cultivada; se diría que llano sentido
común:
“De todo el oro salido de
los pilares del Banco Minero de Chihuahua yo no había cogido ni una sola moneda
para mí. Es lo cierto, además, que yo no
la quería coger. Porque estaba yo viendo que ya muchos hombres revolucionarios
empezaban a desviarse del sentimiento de la verdadera lucha del pueblo, y que
algunos consideraban aquella lucha, que era la pelea de los pobres contra la
injusticia y la miseria, como el buen azar de su vida para encontrar riquezas y
atesorarlas. Y reflexionaba que aquél era un mal camino, y que había que
enmendarlo con otros ejemplos, y que yo, Pancho Villa, y los otros jefes
principales que mandábamos los ejércitos de la Revolución , teníamos el
deber de mostrar a todos nuestro desinterés, para que nuestro movimiento por la
libertad y la justicia no se enturbiara”.
Se respira una como
ceremonia de consagración de un héroe en este libro solemne, adusto. Más que
griego o romano, en su voluntarismo épico, suena a las exaltaciones heroicas del
siglo XVII en Francia: Corneille y Racine celebraban de tal modo a sus
civilizadores bárbaros, al Cid, a Teseo. Suenan a pulidos alejandrinos clásicos
los párrafos del norteño semialfabeto.
Así, héroe trágico,
reflexiona que su premio por ganar para Madero Ciudad Juárez, fue ser
destituido de sus tropas, víctima de una intriga de Pascual Orozco; y luego, su
salario por vencer la rebelión de éste contra Madero, el sufrir prisión en el
Distrito Federal por una intriga de Victoriano Huerta. (El premio por ganar la
batalla de Zacatecas sería ¡que ascendieran, por encima de él, a sus rivales!,
como Pablo González y Obregón, que no habían ganado nada equivalente.)
Aún más: piensa que si su
azarosa vida comenzó al rebelarse contra la prepotencia de un hacendado que
quería robarle a su hermana, por lo menos entonces, en la mala justicia
porfirista, sus enemigos no habían podido meterlo a la cárcel, en la que estaba
ahora, preso y con riesgo de su vida en manos precisamente de los amigos y
correligionarios, a quienes él, con sus hazañas guerreras, había llevado al
poder.
Se impacienta con el juez
que lo acosa con interrogatorios en la Penitenciaría , a fin de fundamentar alguno de los
múltiples cargos que se le han levantado, por órdenes de Victoriano Huerta:
“Creo yo, señor juez, que
ya van siendo demasiadas preguntas tocante a esos delitos. Usted sabe de sobra
que no existió la insubordinación ni que sea verdad que yo desobedeciera. ¿En
qué lo mortifico yo a usted para que de este modo trate de comprometerme? ¿Es
usted representante de la justicia o amigo de mis enemigos? Porque yo no
reclamo su favor, señor juez, ni el del Gobierno, ni el de nadie, pero sí exijo
la justicia que se me debe. Y me parece
a mí que con sus providencias, usted, que es hombre de honor, está manchándome
a mí, que también soy hombre honrado, y eso resultará un día en desdoro de su
persona.
“Oyendo aquellas palabras
mías, y mirándome de manera que yo conocí la verdad de su ánimo, me respondió
él:
“Amigo Villa, no sabe
usted cuánto deploro que su causa haya venido a mis manos.
“Yo le dije:
“Pues no lo deplore,
señor. Siendo un hombre honrado, limítese al cumplimiento del deber. Creo yo que la justicia, como la guerra, ha
de guardar horas amargas para quienes la hacen. Cuando así sea, el amargor de
la vida no está en perder con los actos de la autoridad o de las armas, sino en
perder mal, es decir, en perder sintiendo la desazón de ánimo que sufrimos
delante del deber no cumplido.
“Pero como yo
comprendiera, por aquellas palabras del juez, que muchas influencias ocultas se
movían en mi contra, decidí, lleno de tristeza, no volver a declarar. Es decir,
que renuncié a defenderme. Pensaba que acaso se cobijara en mi destino que yo,
que no había sucumbido bajo las balas de la tiranía ni en los combates de la
guerra, hallara mi perdición abandonado a la nombrada justicia de ahora, que
era igual a la de siempre.
“Lo que me dolía mucho era
la ingratitud" (1).
VII
Acaso en sus primeras ediciones las Memorias
de Pancho Villa cumplieron un objetivo del que ha sido relevado:
constituirse en la voz histórica de Villa. Muchos historiadores, de entonces a
la fecha, han rastreado todo tipo de archivos y de informantes, para construir
una visión “científica”, académica, “objetiva”, que suele serle desfavorable,
sobre todo en los aspectos éticos de bandolero mesiánico, de bárbaro
civilizador, de alma bruscamente pura. Sufren las Memorias de Pancho Villa este fracaso actual como documento
histórico, y quedan incómodamente relegadas, se diría que casi refugiadas, en
el anaquel literario y novelesco.
Ya sabemos que para los
historiadores revisionistas de los últimos lustros, la Revolución “no ocurrió
jamás”, sino una conjunción de desórdenes y revueltas sin afinidad alguna,
unidos sólo en los viejos libros oficialistas por su casual coincidencia
cronológica. Los historiadores revisionistas jamás tomarán en serio —acaso
llevados por rigor académico, pero también por un esnobismo modernizante y por
un claro sesgo ideológico— la escueta definición de Villa: “la pelea de los
pobres contra la injusticia y la miseria”. De este modo, el libro de Guzmán ha
pasado de moda en cuanto explicación histórica.
Y hay algunos reparos que,
en efecto, se le pueden formular como estudio histórico a las Memorias de Pancho Villa. Hay
incongruencias políticas, como el escabroso papel que muchas veces jugó Villa
en su tiempo (por ejemplo, su aprobación de la invasión norteamericana a
Veracruz), y que Guzmán resuelve desde la perspectiva ulterior de los años treinta, con habilidad jurídica y retórica,
siguiendo la línea liberal con que se disculpó a los reformistas del Tratado
McLane-Ocampo: ¿Para qué hacer tanto ruido al respecto, si no pasó a mayores: no hubo guerra? ¡Ni la patria ni la soberanía
nacional estuvieron nunca en peligro! (¿De veras, en 1914, con los
norteamericanos en Veracruz, no pasaba nada: no había entonces peligro alguno?) Y ciertas alianzas, contra el
carrancismo, con el viejo ejército federal.
E incongruencias
militares: v. gr. en su tiempo Villa
fue acusado de sacrificar vidas humanas en abundancia, con extravagancia, para
ganar las batallas difíciles —las batallas “imposibles”— a cualquier costo,
cosa que a cada rato desmiente, con sola su palabra —digo, la de Guzmán—
echándoles la culpa de sus desproporcionadas matanzas a la tontería o la
politiquería de tal o cual jefe, a la cobardía de tales o cuales tropas, a
cierto accidente, a algún azar; y no a la codicia de ganar tal tremendísima
batalla pero de inmediato y cueste lo que cueste. Dedica más tiempo a disculparse
de ello que a narrar las batallas en sí. ¿Dice la verdad? No hay modo de
probarlo muchas veces. ¿Sostenía Villa eso en vida, en todos los casos? Otros
testigos ofrecen versiones diferentes, y de cualquier modo todos los testigos
de la época eran voces interesadas, comprometidas y deformadas por el sesgo de
su posición personal o partidaria. Dicen que Villa solía ser prepotente,
arbitrario y furibundo también cuando
hablaba. Sólo en estas “memorias” lo tenemos imperturbablemente sereno,
ponderado, justificatorio, siempre a la defensiva. Sólo aquí es Thésée.
No hay fuentes sólidas
para gran parte de su discurso. ¿Por qué vamos a creerle a Guzmán —sin pruebas—
que Villa dijera tanta cosa: mil páginas? A veces decididamente no se le puede
creer. Me consta que Guzmán, como historiador, fue por lo menos una vez un
narrador tramposo; que llevó el agua a su molino; que usó a Villa para sus
propios propósitos, incluso deshonestamente.
El ejemplo que me consta:
a partir de rivalidades literario-políticas y de cierto lío de faldas, narrado
por Vasconcelos en La tormenta,
surgió entre ambos escritores, grandes amigos de juventud, una animosidad
furibunda, que se trasladó a sus escritos. Vasconcelos se burla abiertamente de
Guzmán como intelectualillo y rivalucho de amores, pero honradamente, bajo su
propia firma; éste, más alevoso, hace que
Villa acuse a Vasconcelos de cobarde, de adulador, de orate (“lo había yo
visto fallo de modos de cordura en todo aquel cúmulo de sus palabras”), de
traidor ¡a Villa! (Vasconcelos nunca fue villista), y de abogaducho ratero
desde los tiempos del maderismo. Ahora bien: no hay prueba alguna de que Villa (quien pudo, desde luego,
expresarse mal de él en privado alguna vez, aunque tuvieron también sus épocas
de amistad) lo haya acusado precisamente
de tales cosas (2).
Sospecho que muchas
malquerencias de Guzmán se ven infamadas por este Villa literario, quien acaso
también se ve en este libro obligado a ennoblecer, el pobre, algunas
tendencias, situaciones y perfiles que no le gustaban tanto en la vida real, o
que ni siquiera conoció bien, pero en las que Guzmán tenía puesto su cariño, su
pasión política u otros intereses. Por ejemplo, su jacobinismo.
Es curioso el ateísmo
jacobino de este Villa, tan parecido al de Guzmán y al de su padre, el
integérrimo coronel don Martín Luis Guzmán Rendón (a ratos sospecho que Guzmán
está hablando “en mármol” de su padre idolatrado, también militar, más que del
silvestre Doroteo Arango). Pero éstos eran liberales cultísimos, venían de
Voltaire y del positivismo; tenían una sólida construcción ideológica, casi una
religión al revés (“Estar cerca de Dios” —considerado a la manera deísta, como
ser abstracto—, “y lejos de sus ministros”), que les permitía plantarse
metódicamente en un mundo sin Dios (Cf. Necesidad
de cumplir las leyes de Reforma). Pero Villa, que no estaba lleno de
filósofos ni de poetas, ¿por qué habría de ser integralmente ateo y jacobino?
¿De veras lo era? ¿No se trataría de que simplemente no pensaba mucho en eso,
ocupado como estaba de sus propias acciones? Puede haber matacuras espontáneos
en días de guerra, pero un verdadero ateo liberal, sistemático, es cosa de
mucho estudio, de difíciles reflexiones. Bueno: el Villa de Guzmán resulta el
gran héroe moderno que no consiguieron Dostoyevski ni Nietszche: el gran hombre
sin Dios, el único héroe al que Dios jamás le hizo ninguna falta. Me gusta
desde luego este Villa-sin-Dios, pero dudo que en la realidad haya sido, de
veras, posible tanta belleza. El jacobinismo era la idea fija de Guzmán, más
que de Villa.
VIII
Por otra parte, la gran tragedia de Villa —ahí sí un asunto para
Sófocles— no se desarrolla dramáticamente en las Memorias, sólo se registra en detalles. Invariablemente el guerrero heroico es incomprendido y victimado
precisamente por sus superiores civilizados, llámense Madero, Huerta o
Carranza; inevitablemente se ve (en el libro de Guzmán) temido, aborrecido,
injuriado y execrado por el mismo pueblo que está redimiendo. Incluso por sus
amigos, por su mujer. Siente ese odio aun en la muchedumbre que lo aclama en
las calles, cuando entra victorioso a tal o cual ciudad. Los hombres a quienes
fusila, piden como último deseo el poder mentarle la madre en el paredón; cosa
a la que él generosamente accede. Ciertamente concita la euforia de sus dorados y un entusiasmo legendario, pero
episódico, mientras que el horror a esta “bestia de la Revolución ”, el
salvaje, el enorme homicida, el violador, el saqueador, el bárbaro, se cierne
espeso sobre él en todo momento. Y cuando llegan las grandes desavenencias de la Convención de
Aguascalientes, Carranza, González y Obregón lo insultan públicamente con
tintas, cargos y conceptos más infamantes de los que habían dedicado a Porfirio
Díaz, Victoriano Huerta o Pascual Orozco. Sólo Zapata llega a ser tan
formalmente insultado y acusado de tantos horrores y crímenes como Villa.
Su sombra de criminal, que
no de redentor, fue siempre mayor que la de otros generales, salvo acaso
Zapata. Gran tragedia considerarse paladín del bien, y ser ampliamente temido u
odiado como todo lo contrario. A tal incomprensión o enrevesamiento de su
figura suele contestar estoicamente. Es parte de su destino el verse
invariablemente incomprendido o desfigurado por los ricos, los políticos, los
letrados, los extranjeros. Sólo él sabe su verdad. Nadie más. Ni siquiera un
Dios, al que nunca menciona. Otro infierno heroico que le está destinado: ser
el conocedor solitario de su virtud y de su verdad esenciales. El hombre más
solo sobre el mapa; y como no hay Dios, sobre todo el universo. A diferencia de
Zapata, no cuenta con una base étnica ni regional en la cual arraigarse, como
en una familia; su grupo es vasto, desasido y móvil: desarrapados, aventureros,
intelectuales jacobinos dispersos. Y siempre, un grupo castrense. Sólo en plena
batalla ve Villa a “los suyos”; después de las batallas, se le pierden y
disgregan. Qué soledad del guerrero fuera de sus batallas.
Apenas señala la amarga
injusticia de que los “civiles”, a la manera Carranza y los “políticos
chocolateros” de su corte, queden como almas puras sólo porque a ellos no les
toca físicamente matar a nadie, ni
conseguir con sus propias manos el dinero y las riquezas que necesitan los
ejércitos; sólo ordenan que los guerreros maten, destruyan, saqueen y tomen violentamente
(para aquéllos) las riquezas, y que además de las fatigas y riesgos de las
batallas, carguen con las culpas de sangre, destrucción y saqueo. Tanto mata el
que manda bombardear y fusilar, como el pobre soldado que obedece, bombardea y
fusila, dice.
“—Muchachito, no lucha
nada el señor Carranza. Él sólo pasa a lo barrido, mientras nosotros nos
morimos o nos desangramos, y aprovecha nuestra sangre en beneficio de sus
hombres favorecidos y de los panoramas políticos que se forja para cuando
nuestra causa termine”.
Pero en fin, más allá los
aspectos militares y políticos que pueden consultarse en otros libros sobre el
villismo, este interminable monólogo heroico de las Memorias de Pancho Villa, sin embargo, deja asomar a ratos, si bien
de manera adusta y ceremoniosa, el carácter, los nervios, la cotidianeidad y la
verosimilitud humana —quiero decir apeada de su solemne pedestal de Centauro
del Norte—, en episodios memorables.
Recuerdo en este sentido,
el de un Villa más cotidiano, dramático, novelesco o anecdótico del que se
conoce a través de otras fuentes, algunos pasajes. Del primer tomo, “El hombre
y sus armas”, que llega a la muerte de Madero: su juventud errante de abigeo
entre los montes, matando reses para traficar con la carne seca, y la tribulación
en sus cárceles capitalinas, cuando debió sobreponerse a lo que parecía su
fracaso definitivo y su inminente ejecución, sólo apoyado por la lectura de ¡Los tres mosqueteros!
Del segundo tomo, “Campos
de batalla”, donde narra su campaña contra Victoriano Huerta hasta la
complicada toma de Torreón (segunda vez, la grande), asombra su sorpresa al
encontrarse desvalijado por su propia esposa, Juana Torres, la bandida del
bandido: el alguacil alguacilado.
En el tercer tomo,
“Panoramas políticos”, el del gran Villa,
el del supergeneral revolucionario triunfador que va cosechando plazas, de la
toma de Torreón a la de Zacatecas, se contraponen dos historias o corrientes
antagónicas: el crescendo militar
glorioso, y el tono patético bajo la
superficie: los signos furtivos, pero insistentes, de que su suerte ya ha sido
echada, y perdida; que Carranza ha decidido su ruina, para que no los estorbe
ni a él ni a sus generales, como Obregón y Pablo González; y que sus verdaderos
enemigos son ya su jefe y sus propios compañeros revolucionarios.
Sabe que cada victoria, y
con mayor profundidad cuanto más espectacular sea, suma en su contra. Asciende
su colosal montaña de triunfos rumbo a su propia ruina. Entre tanto procura
divertirse: se deja agasajar por los catrines, y les pone un buen hasta aquí,
en Saltillo, a los jesuitas y los curas extranjeros.
En el cuarto tomo, “La
causa del pobre”, se relatan sus desavenencias con Carranza hasta la Convención de
Aguascalientes, y vemos que en dos ocasiones tiene a Obregón en su poder,
metido en su trampa: cosa de fusilarlo y ya. Como un gran gato vacilante deja
las dos veces escapar al ratón. Se le diría fascinado, como ante un
presentimiento caótico, por la mirada de su futuro verdugo. Y su gran orfandad
fuera del campo de batalla, en los laberintos civiles de oradores y leguleyos
de la Convención
de Aguascalientes.
IX
El quinto tomo, curiosamente titulado “Las adversidades del bien”, parte
de la ocupación de la Ciudad
de México por las tropas de la
Convención a las desastrosas batallas de Celaya y a la
víspera de la de León. Es la crónica de su derrota militar y política en manos
de los carrancistas, especialmente del general Obregón. Como en una obra
clásica, el héroe empieza a perder la razón antes de caer físicamente. Explica
en mitad de sus desastrosos asedios a Celaya:
“Puedo perder la batalla,
sí, señores, y otras muchas que le presente a Obregón, mas vivan seguros que
con una sola que le gane se salvará la causa del pueblo, y que ninguna le
ganaré si espero dominarlo con la superioridad de mis recursos, no con el valor
y la furia de mis hombres... Y me oían ellos [los otros generales] quitando de
sobre mí sus ojos, como para significarme que no me entendían en mi razón”.
Y luego, antes de la
batalla de León, cuando Felipe Ángeles le explica que carecen de tropas y
municiones para tomar la delantera, y que les conviene más retroceder a
Aguascalientes y seguir ante Obregón una estrategia defensiva:
“—Señor general... piense
que todos los moradores de León y Silao me guardan su fe. Si después de los
cuatro o cinco días que ya llevamos peleando me retiro de frente al enemigo y
me encierro aquí, según usted me aconseja, ¿quién levanta luego el ánimo de
estas tropas, que todavía tienen la herida de lo que les aconteció en
Celaya?... ¿Qué quedará de ellas si yo mismo les inculco, encima el quebranto
que traen, la idea de que ya sólo pueden defenderse, y que si fracasan en su
defensa ya no les queda más que rendirse o dispersarse? ¿Qué ayuda recibiré del
pueblo que me sigue si mi conducta le hace pensar que por haberme derrotado una
vez Álvaro Obregón, ya no soy el hombre revolucionario que sale al encuentro
del enemigo, sino el militar que teme la derrota porque sólo cuenta con sus
armas, y que por eso se atrinchera? Yo soy un hombre que vino al mundo para
atacar, señor general Ángeles, aunque no siempre mis ataques me deparen la
victoria; y si por atacar hoy, me derrotan, atacando mañana, ganaré”.
El enemigo se va
apoderando de él primero por dentro: se debate entre desastres que súbitamente
se multiplican; la fortuna le da la espalda, y él increpa a la fortuna; su
fuerza ya es sobre todo un delirio, una idea fija, una fe ciega en su propia
estrella, a la que debe seguir incluso al abismo.
Aumentan sus caprichos (v.g. para vengarse del desaire de una
mesera, secuestra a la gerente francesa del hotel; para evitarse entonces las
reclamaciones del cónsul francés, quiere comprar todo el hotel con la moneda
que él mismo emite); sus crueldades (“castiga” con el tiro de gracia a un
compañero, y arroja el cadáver desde el tren en marcha) y sus desmesuras: se
erige en autoridad civil, nombra ministros, emite rapidísimos decretos ultras, trata de imponer a las potencias
extranjeras todo un nuevo derecho internacional. Aumentan sus problemas
fronterizos con los Estados Unidos, país que antes lo favorecía y ahora le
obstaculiza los suministros militares. Los más leales lugartenientes de Villa
empiezan a ser derrotados, se pasan al enemigo, o se esfuman (3). Al sur,
Emiliano Zapata parece “amilanado y sin acción” (sus simpatías por el zapatismo
son meramente morales y estratégicas; Villa no respeta a Zapata como militar).
La capital padece el desabasto y los rigores de todos los contendientes.
En el estilo de las Memorias poco se nota de este cambio: el
monólogo sigue siendo fundamentalmente contenido, tranquilo, ex-cathedra, “ático”, salvo que los
momentos de ira y de melancolía se hacen más frecuentes. Y el asombro, casi la
incredulidad, ante la suerte y el poder del enemigo, y la mala suerte y las
desventuras propias. ¿Cómo es que el triunfo, mi compañero de siempre, me
abandona de pronto?
Desde el punto de vista de
un poema épico, se trata de la rapsodia del héroe en su final batalla suicida
contra el destino fatal. Un Villa tan fascinado ahora ante a su abismo, como en
otro tiempo frente su alta estrella.
Guzmán es lo
suficientemente cariñoso con Villa como para no hacerle contar sus memorias de
los últimos ocho años infaustos. Se le ahorran el dolor y la pena que contarnos
cómo es derrotado nuevamente por Obregón en el Bajío, y cómo también lo humilla
Calles, en Agua Prieta; cómo se disuelve su amada y brillante División del
Norte; cómo los Estados Unidos apoyan a sus enemigos y le congelan el dinero
que tenía en el banco de Columbus. No pasa el trago amargo de narrar él mismo
su demente fanfarronada de invadir aquel inerme pueblito norteamericano, ni la
expedición militar norteamericana de Pershing, que se introduce en territorio
nacional para perseguirlo (en vano).
Guzmán le evita a su Villa
la amargura de contarnos cómo debió regresar a su punto de partida, de fugitivo
guerrillero lugareño, en Chihuahua. No tiene que narrarnos cómo se acogió
humildemente a una amnistía y aceptó una merced de sus enemigos —la hacienda
Canutillo— , para convertirse en un efímero hacendado relativamente
filantrópico. Ni cómo quiso volver a pelearse con Obregón y Calles, apoyando a
Adolfo de la Huerta. Ni ,
claro, su asesinato en Hidalgo del Parral, en 1923.
Guzmán suspende su relato
en el Bajío, la víspera de la batalla de León. Lo deja todavía montado en su
caballo y dueño de sus ferrocarriles, en un imposible suspense voluntarista: ¿Se recobrará Villa? ¿Volverá y repetirá sus
triunfos? La historia real nos dice que no. Pero el libro deja el relato
abierto. De cualquier manera, es un jinete todavía entero rumbo a su abismo.
Las Memorias de Pancho Villa no contienen una sola cita de un corrido
villista; ellas son el gran corrido
prosístico en alabanza de Villa, de unas mil cuartillas de longitud. Ningún
otro héroe revolucionario recibió semejante homenaje de la literatura (un
homenaje multiplicador, pues a partir de los libros de Guzmán siguieron
publicándose relatos villistas hasta los años setenta.)
———
NOTAS:
(1) Este Villa de Plutarco y de Racine, este Villa de mármol, agradó a
la familia del jefe de la
División del Norte. Su hijo Hipólito Villa Rentería escribió
el siguiente pésame a la muerte del escritor (Tiempo, 3 de enero de 1977, p. 11): “En sus Memorias de Pancho Villa, Martín Luis Guzmán se aferra naturalmente
a la verdad: no creo que la verdad pueda ser de otra manera. Se apega
históricamente en el relato que hace. Tuve la suerte de conocerlo; cuando era
niño, mi madre Austreberta le entregó todos los documentos del archivo de mi
padre, que Martín Luis Guzmán trabajó con su gran calidad de escritor,
utilizando el lenguaje de nuestro pueblo. En lo personal, pienso que era un
hombre muy humano, con un pensamiento siempre abierto para actualizar
situaciones. La familia Villa pasa realmente momentos de dolor”.
(2) Ni desde luego de que Vasconcelos fuera culpable de ellas: tuvo
sobrados enemigos gubernamentales durante décadas, que le levantaron todo tipo
de cargos, pero nunca el de andarles
robando dinero a los presos por homicidio, con el señuelo de conseguirles la
libertad mediante turbias influencias políticas. Su supuesto acusador, aparte
de un Martín Luis Guzmán travestido en Villa para este efecto, sería un hampón
excéntrico —zapatista ¡en Sinaloa!—, que había sido procesado por asesinato
tanto en tiempos de Díaz como en los de Madero; fue asesinado en 1919, en un
ajuste de cuentas, por un coronel-diputado en la pastelería El Globo: Juan
Banderas, “el Agachado”.
Sin embargo, en 1973 me
encontré en La revolución interrumpida,
de Adolfo Gilly, que la digamos travesura o venganza “literaria” de Guzmán era
asumida por el historiador como “hecho histórico” inobjetable, establecido por
las tropas de la Revolución
—¡el Agachado!— y sancionado al pie de la letra por el propio Villa en sus
“memorias” (Cf. Libro V, Cap. VIII-X), lo que además le permitía a Gilly
tragarse con todo y pelos el hamponesco fariseísmo del “Agachado” —había que
liquidar a Vasconcelos desde 1914 para que no fuese a pervertir a los niños con
escuelas para ladrones—, y pontificar contra su gestión educativa de los años
veinte como obra deleznable de un gángster farisaico.
Estaba yo trabajando en mi
libro Se llamaba Vasconcelos, y perdí
varios meses en 1974 buscando cómo documentar tales escandalosos “datos” de
Villa (del “Agachado”, más bien, pues Villa ni siquiera dice haberlos
investigado), sólo para encontrar que carecían de todo fundamento.
Los rencores del gran
novelista eran muy cosa suya, ¡pero no había derecho de ponerlos en boca de
Villa y hacerme perder tanto tiempo con ese embuste! ¿Y cómo Gilly dio valor de
documento histórico a una obra novelesca?
(3) El propio Martín Luis Guzmán —él sí con engaños— huyó a los Estados
Unidos. Curiosa lógica: Guzmán hace que Villa califique a Vasconcelos de
cobarde y traidor por haber huido, ante la ruina del gobierno convencionista,
¡unos cuantos días antes que hiciera otro tanto el propio Martín Luis! Sólo que
Vasconcelos no era villista, sino aliado del expresidente Eulalio Gutiérrez,
también fugitivo, mientras que Guzmán acababa de ser nombrado secretario
particular de Villa. Quien sí traicionó a su patrón entonces fue el propio
Guzmán (L. V, Cap. XIII).
La Iglesia aceptó esas “tolerancias” durante unos
años y luego decidió que le resultaban insuficientes; encontró, al final de la
guerra, un gran argumento y una buena oportunidad. El gran argumento: la Iglesia Católica
era una efectiva aliada contra el comunismo. La buena oportunidad: el 50º
centenario de la coronación de la
Virgen de Guadalupe. Todo ello exacerbado por los rencores
que había dejado en ciertos sectores la política izquierdista del presidente
Cárdenas.
2) EL
ÚLTIMO DE LOS JACOBINOS
por
José Joaquín Blanco
En
octubre de 1945 el escritor Martín Luis Guzmán descubrió que estaba cambiando
en México el significado de la palabra “tolerancia”. Hasta entonces, por tolerancia se había
entendido sobre todo una obligación del poderoso y de la autoridad con respecto
a los débiles: que la religión mayoritaria tolerase otros cultos, y que el
partido en el gobierno tolerase otras ideologías.
Ahora
resultaba lo contrario: los librepensadores, los miembros de religiones
minoritarias y los católicos civilizados y secularizados, debían “tolerar” el
agresivo regreso del clero político por todos sus fueros, con pretexto del 50
aniversario de la coronación de la
Virgen de Guadalupe. Protestar por los excesos del clero
político era ser “intolerante”, así como exigir que se cumpliera la Constitución en
materia de cultos (Salinas la reformó medio siglo después); había que “tolerar”
que se la violara flagrantemente.
Los antecedentes venían preparando el
retorno del clero a la escena política. La persecución callista a la Iglesia fue a largo plazo
una tremenda derrota para las políticas seculares del Estado, pues las Leyes de
Reforma quedaron caricaturizadas e infamadas por ella. Tocó a los presidentes
Cárdenas y Ávila Camacho reconciliarse con el clero, haciendo concesiones “tolerantes”,
es decir, por debajo de la mesa y fuera de la ley. Ahí empezó a modificarse el
término “tolerancia”. Era lo ilegal, como muchos taxis, pero “tolerado”.
El papa Pío XII mandó a tal celebración
un enviado especial, un cardenal canadiense, quien fue escoltado
desafiantemente desde la frontera con los Estados Unidos por miles de
automóviles, como si fuera un líder político. La primera procesión pro-clerical
motorizada. Llegaron arzobispos y obispos españoles y latinoamericanos,
importando masivamente el franquismo como ariete contra la amenaza roja (y
contra su “imitación local” de la Revolución Mexicana ).
El clero sacó a relucir sus hábitos; se hicieron actos no autorizados de culto
externo; la corona de la Virgen
de Guadalupe fue celebrada al són de la Marcha Real
de la monarquía española (como no había rey en España, era la marcha de
Franco).
Martín Luis Guzmán dio la voz de alarma
en su habitualmente moderada revista Tiempo; recordó las razones y la historia de la Leyes de Reforma y por qué
habían sido incorporadas a la
Constitución de 1857 y refrendadas por la de 1917, y
aprovechó para recordar a Voltaire a propósito de las ideas y la historia de la Iglesia. ¿Tendrán sólo
interés arqueológico sus palabras? Algunos ejemplos:
*
“Si alguien me preguntara por qué, después de todo, no hemos de aceptar el
régimen de conciencia restringida, interpretada y administrada por la Iglesia Católica ,
le contestaría yo: porque en eso no hay ni un fulgor de la verdadera
conciencia, la cual, para subsistir, no consiente ni la más pequeña
enajenación. Y agregaría que, por la fuerza de sus propios estatutos, la Iglesia Católica
no puede menos de mediatizar a cuanto hombre libre se le somete, mediatizarlo
como sólo lo hacen los totalitarismos, puesto que totalitaria es, por
definición, la
Iglesia Católica ”...
* “Usando y abusando de la ‘tolerancia’ —término que, de
tiempo atrás, muchos de nuestros periódicos y hombres públicos no aplicaban ya
a la disposición de la
Iglesia Católica a permitir la práctica de diversas
religiones, sino a la disposición de nuestras autoridades a consentir que la Iglesia Católica
viole las leyes de México—, durante los días 7, 8, 9, 10, 11 y 12 de octubre de
1945 el clero católico se dedicó a consumar hechos que demostraran cómo, en
gran parte al menos, eran ya un mero valor entendido los artículos 5º, 24º y
130º de la
Constitución Política Mexicana y las leyes reglamentarias de
esos artículos. La reacción clerical hizo más: se esmeró en dar pábulo a la
idolatría fanática en que se anega el cristianismo mexicano, para que éste arropase
y exaltase con supuestas explosiones de auténtica religiosidad cuanto se
perpetrara en detrimento de las leyes relativas al culto. Con vista a tal fin
se trajeron de toda América prelados que ejercieran aquí su ministerio; se
invitó a un príncipe de la
Iglesia [...], se tomaron providencias para tender
caravanas hasta de diez mil automóviles,
con cientos de banderas pontificias [...], se previó que los obispos y
arzobispos extranjeros, despreciando la ley con toda la pompa de sus ropajes
eclesiásticos, anduviesen por calles, plazas, restaurantes, vestíbulos y
edificios, entre muchedumbres postradas de hinojos e inagotables en su ansia de
recibir bendiciones y besar orlas moradas o de púrpura...”
* “Fuera del ámbito de la estricta religiosidad, Tiempo considera un peligro para la paz de la
nación mexicana, en lo material y en lo espiritual, la acción de la Iglesia Católica
cuando a ésta se la deja libre de todo freno por parte del poder civil; pues
entonces, según la historia lo ha probado reiteradamente, el catolicismo se
convierte en un instrumento de predominio político y social dotado de fuerza
inconstrastable, ya que sólo la Iglesia Católica puede especular con la supuesta
potestad de abrir, para quienes la obedecen, y de cerrar, para quienes se le rebelan
o no la siguen, las puertas del Cielo”...
Entonces ardió Troya. La revista Tiempo recibió amenazas anónimas, la
casa de Guzmán fue apedreada; la prensa y la radio del México entonces todavía
“revolucionario” se revelaron casi unánimemente no sólo como clericales, sino
como franquistamente clericales. La mayoría de los intelectuales y de los
políticos prefirieron esconder la cabeza.
Fue tal la presión social, periodística
y política —abierta o soterrada— contra Guzmán y su revista Tiempo, que el jacobino se sintió en la
necesidad de ir a hablar con el presidente Ávila Camacho a Los Pinos. El
presidente oyó con atención y cordialidad las consideraciones que había tenido
el gran cronista y narrador de la Revolución Mexicana
para desatar su campaña de alarma contra el clero político, y dijo
sibilinamente:
—Si yo no fuera Presidente de la República , habría
procedido como usted.
Pero, desde luego, Manuel Ávila Camacho
sí era presidente, y procedió de muy
otra manera. Guzmán insinúa que había invitación o tolerancia oficiales hacia
estas movilizaciones políticas de la Iglesia.
Sin
embargo, la súbita simpatía o tolerancia de la Revolución Mexicana
al clericalismo de corte franquista escandalizó a muchos miles de lectores —el
escrito jacobino de Guzmán, “Semana de idolatría”, silenciado por todos los
periódicos importantes (El Universal,
Excélsior, Novedades, La Prensa ),
se republicó espontáneamente como folleto a lo largo y ancho del país, por
decenas de miles de ejemplares— y a varios cientos de personajes públicos,
quienes se reunieron en el Restaurante Chapultepec en un acto de apoyo, en el
cual se sintieron obligados a protestar contra la provocación y la beligerancia
clericales hombres tan tolerantes y pacíficos como el poeta Enrique González
Martínez y el músico Carlos Chávez.
El escritor Daniel Cosío Villegas tuvo
ahí que entonar una palinodia: “Hace tiempo que coloco sobre todas [las
virtudes] a la tolerancia. Y le concedo la calidad suprema en un grado tal, que
nada mejor desearía yo para mi país y para el mundo. Por desgracia [...] hace ya años, por
supuesto, que el católico mexicano ha dado a sus palabras y a sus actos un tono
de agresividad tan manifiesto que poco sustento quedaba al tolerante...”
En esa cena de paga hubo mil
concurrentes y veinte —¡veinte!— discursos en honor del autor de El águila y la serpiente. Pero las tres
estrategias concretas del jacobino no fueron respaldadas:
1) Impedir que una prensa
misteriosamente financiada se dedicara con sospechosa oportunidad a promover causas
clericales y “antirrevolucionarias”, como poco antes lo había hecho con las
nazis y fascistas; para ello Guzmán exigía que los diarios manifestaran
abiertamente sus ingresos comprobables por ventas y publicidad, y que les
estuviera prohibido todo tipo de financiamiento fantasma. Fracaso.
2) La formación de un nuevo partido, de
veras juarista, como si el oficial PRM ya no lo fuera: el Partido Nacional
Liberal Mexicano (PNLM); firmaron su acta constitutiva personajes como el
propio Cosío Villegas y un joven catedrático de la Escuela Nacional
de Jurisprudencia: Jesús Reyes Heroles, pero no llegó a mayores actividades.
3) Un proyecto de ley que prohibiera
más minuciosa y concretamente las actividades políticas del clero. Desaire del
Congreso. (Hubo años después una cuarta estrategia, solitaria: la insistencia en todos los números de la revista Tiempo sobre la necesidad de controlar
la natalidad, si realmente se quería mejorar la educación y el nivel de vida de
la población mexicana).
Es curiosa la actividad
politico-religiosa de los años cuarenta, tan altisonante precisamente cuando Ávila Camacho ostentaba la tolerancia y la
cordialidad como tono oficial de su trato con la Iglesia Católica
y las minorías religiosas.
Acaso rencorosos por la derrota de
Alemania y de Italia, o sin nada mejor qué vender, algunos periódicos (Últimas Noticias, por ejemplo) y
periodistas, continuaban anacrónicamente, después de “la derrota mundial” del
fascismo, sus campañas nazi-clericales contra los judíos y otros refugiados e
inmigrantes, a quienes acusaban de explotar a la raza de bronce en sus
comercios y talleres textiles, y de formar parte de una conjura internacional
para acabar con el espíritu mexicano.
Esta campaña también alcanzaba a los
protestantes: hubo denuncias y boycot clericales-periodísticos en noviembre de
1944 ¡contra la empresa “sajona” Colgate Palmolive!, a la que se acusó de
dedicarse a socavar el catolicismo nacional con el fútil pretexto de fabricar
jabones y dentífricos.
——
FUENTE:
Martín Luis Guzmán: Necesidad de cumplir
las Leyes de Reforma, en Obras
Completas, México, FCE, 1985, t. II
No hay comentarios:
Publicar un comentario