martes, 14 de octubre de 2008

EL CANTO DEL CISNE DEL PROFESOR ESCALANTE

EL CANTO DEL CISNE DEL PROFESOR ESCALANTE


I
Evodio Escalante ha recopilado algunos de sus ensayos literarios en Las metáforas de la crítica (Joaquín Mortiz). Celebro las compilaciones de ensayos. Creo, en general, que el ensayo, y especialmente el ensayo de crítica literaria, florece mejor en la brevedad que en el tratado, y que una buena compilación de artículos puede considerarse una compilación de obras, igual que un racimo de poemas o de cuentos.
Vivan las compilaciones de artículos, pues. Pero el siempre contradictorio Escalante, escritor de un solo “tratado” (sobre José Revueltas. Una literatura del lado moridor) y de muchos artículos, le reprocha a Antonio Alatorre el no haber escrito un tratadote sobre sor Juana.
¿Es obligación escribir tratados? ¿Por qué no celebrar en Alatorre (autor, por lo demás, de un excelente tratado sobre la historia de la lengua) precisamente lo que ha hecho tan bien durante medio siglo: sus magníficos artículos, sus traducciones, sus “notas” como las que aparecen en la versión castellana de La tradición clásica de Gilbert Highet? ¿Un texto vale más por su cantidad de páginas, o por su excelencia? ¿Acaso lo mejor de Menéndez Pidal, de Reyes, de Lida, de la prosa de Contemporáneos no son, precisamente, sus textos breves?
Me asombra encontrarme mencionado en este libro. Como les ocurrió en los tormentosos años setenta a muchos escritores, entonces jóvenes, el futuro profesor Escalante y yo recorrimos el nervioso camino de alguna amistad —o lo que yo, distraídamente, tomé por tal—, que nos llevó a ciertas discordias, al rompimiento, y finalmente al recíproco ninguneo.
¿Habría que lamentar esas discordias y ese rompimiento? Tal vez, pero no el recíproco ninguneo, pues éste al menos nos salvó de enfangarnos en continuas recriminaciones, y de insistir en agravios o diferencias que, al paso del tiempo, realmente no parece que valieran tanto la pena. Ahora me cita, con desaprobación, y sólo a partir de escritos anteriores a 1977 —supongo que tal ninguneo le permitió dejar de leerme hace ¡veintiún años!, cuando yo apenas contaba veintiséis, como conviene entre viejos camaradas enemistados. (Le informo que desde entonces he publicado más de veinte libros.)
Eso autoriza al cincuentón actual a ensañarse, ¡hasta ahora!, con un chamaco de hace un cuarto de siglo, a quien en estos días le dobla la edad. ¿Por qué no ladró en su momento? ¿Sólo encontró valor al cabo de dos décadas y después de los cincuenta años? (Desventajas del ninguneo: Si hubiese hojeado mi La literatura en la Nueva España, de 1989 —T. I, p. 154, nota 37—, habría encontrado mejores armas para vapulear al excelente, pero pudibundo y prejuicioso, Alfonso Méndez Plancarte, como adulterador de textos novohispanos. Las suyas son débiles e hipotéticas; las mías, hechos comprobados: demuestro que el filológico sacerdote se niega a transcribir malas palabras coloniales, para no escandalizar ni hacer pecar al lector: donde lee “puto” transcribe “punto”; donde lee “cagó”, transcribe “cayó”... Por lo demás, el propio cura confiesa estas adulteraciones, pero vergonzantemente, en un comentario escondido entre sus notas populosas en letra pulguita.)
No deseo insistir en viejas polémicas ni instaurar nuevas. Pero ya que el profesor Escalante se permite, ahora, decir dos o tres breves cosas sobre mi trabajo, responderé, también hasta ahora y en la misma proporción, con dos o tres escuetos comentarios sobre el suyo. Por lo demás, no me cuesta nada admitir que siempre le sospeché cierto talento y alguna capacidad de trabajo... ¡y que constaté en él una gran necedad, hasta la extravagancia!
Me dicen que Enrique Serna ha encontrado en Escalante una saludable vocación de heterodoxia. Puede ser. Ojalá que sólo se trate de herejías, y de herejías que valgan la pena. Yo conocí un ego robustísimo e intemperante, que a fuerza de narcisismo intelectual y artístico pretendía armar tormentas apocalípticas en puros vasos de agua.
Episodios personales aparte, lo que me exasperó a mediados de los años setenta fue la conversión de mi entonces “amigo”, el poeta y narrador Evodio, en le professeur Escalante. Con su necedad y su intemperancia habituales se tragó enteros, con todo y hojas, cuantos rábanos tecnocráticos del formalismo y del estructuralismo estaban de moda en los mentideros universitarios. ¡Cuánto hipo, cuánto eructo neo-filológicos! Regurgitaba diagramas y terminajos (todavía ostensibles en su libro) como el “significante” y el “metalenguaje”, lo “diacrónico” y lo “sincrónico”, el “rizoma” y lo “poemático”.
Su “discurso” parecía menos literatura que anaqueles de tlapalería, llenos de tales cacharros, de tal pedantesco léxico, de tal soberbia sistemática. Algo queda. Para decir, por ejemplo, que mi Crónica de la poesía mexicana (1977) es un burdo amasijo de lugares comunes, convoca, filosóficamente, el término “doxa”. ¿Para qué tanta crema a sus tacos? ¿Para qué tanta soberbia técnica, léxica, terminológica? Sólo para hacerse el interesante. El Interesante Profesor Escalante. ¿Pura “doxa”? ¿“Lugares comunes” entre quiénes? ¿De veras, antes de 1977, Escalante tenía idea de la mitad de los asuntos y autores tratados en ese libro? ¿No lo habré alfabetizado un poco? ¡Hasta aprovechó, sin mencionarme (se agradece: sin regañarme), mi lectura de Manuel José Othón, pero más de diez años después!
Por lo demás, antes de erigirse en profesor, Evodio solía gustar, y mucho, de mis ensayos (conservo, al respecto, cartas autógrafas desde Durango). Esa “doxa” me ganó felicitaciones, abrazos, cafés y cervezas por parte del amistoso pre-profesor Escalante. (Desde luego, también me gustaban mucho sus cuentos y poemas, lo que acaso conste en efusivas cartas a Durango, que espero haya extraviado.)
Ignoro cuánta suerte tuvo el neo-profesor con sus Kristevas, Todorovs, Barthes, Attalis, Dumeziles, Lacanes y Derridas entre la fauna de ex-becarios en Francia y de discípulos de los ex-becarios en Francia, quienes, por entonces, parecía que iban a comerse nuestro parroquial mundo literario, y nomás hicieron el oso instantáneo en dos o tres rinconcitos de CU y la UAM.
Quizás no les resultó tan erudito en formalismo y estructuralismo como el quasi-profesor se pretendía. Acaso también ellos lo acusaron de necedad y de extravagancia, por asumir, con semejante hybris —yo también espigo en El Pequeño Larousse mis terminajos de domingo— o “arrogancia fatal”, técnicas que apenas conocía parcial y defectuosamente, y desde Mexiquito, desde la UAMcita, en puras malas traducciones de libros dizque “canónicos” que, por lo demás, ya nadie tomaba en serio en sus países de origen: ya eran mera exportación universitaria de chatarra intelectual primermundista para la pedantería tercermundista.
Y el neo-profesor se consideró, como acostumbra, hereje y mártir, perseguido y vilipendiado por quienes no le toleraron un ego tan excéntrico. A nuestro agresivo teórico le encanta hacerse pasar por marginado, perseguido y ofendido, precisamente por parte de aquellas personas a quienes él ofendió, persiguió y marginó primero.
El profesor Escalante entra en polémica con el profesor Alatorre. Todos los lauros, por supuesto, quedan en posesión de Alatorre, quien no sólo le lleva a Evodio la ventaja de los años de oficio, sino la de representar una tradición larga y sumamente exitosa de filología hispánica (Menéndez Pidal, Reyes, Lida), y no una excentricidad dizque ultramodernista que jamás ha dado en castellano una página sistemática que de veras valga la pena. Puro bluff curricular de universitarios simposios inextricables.
Pero Escalante moderó su manía teórica, tecnológica y profesoril durante su trato con el sabio Alatorre. Abjuró entretanto —abjura claramente en este libro— de su idolatría formalista-estructuralista, de su tlapalería de diagramas y tecnicismos; y ha regresado, en buena hora, o lo pretende, a la clara tradición castellana, que encuentra en efecto en Antonio Alatorre a su filólogo contemporáneo más distinguido. (No abjura explícitamente de su feroz izquierdismo, en el que brillaba como todo un “ultra”, sino con pudor y por debajo la mesa.)
¿Por qué pelearse entonces con su maestro, quien lo depuró parcialmente de teóricos galicismos tercermundistas y lo regresó al tradicional, reyesiano, papel del ensayista o crítico como escritor democrático, atenido a las buenas armas del sentido común, a la lectura directa (sin anteojeras teorizantes) y a la prosa correcta (sin terminajos de neo-boticario)? Por necedad e intemperancia del ego. Alatorre lo acusó de “mala leche”; tenía razón. Pero gracias precisamente a Alatorre aparece ahora un chistosillo profesor Escalante ¡sorjuanista!, quien lo primero que hace es, desde luego, fastidiar a Alatorre. La gratitud no es un “rizoma”, por lo visto.
Yo conocí a un Evodio poeta, narrador y conversador poco precoz, pero muy codicioso del éxito poético, muy preocupado por ganarse todos los premios literarios juveniles de la revista Punto de Partida. (Ya venía, sin embargo, envenenado por un escorpión durangueño: era o estaba por ser abogado; y no hizo aquí sino aplicar la manía de los terminajos y de los alegatos abogaciles a las letras, que desde luego de ninguna manera los admiten.) La moda estructuralista me lo volvió un académico-tlapalero de kristevas y rizomas.
Pero ya se va depurando de ello, en la vejez viruelas. (Anunció a la prensa que se sentía “héroe” después de sus veinticinco años de crítico; ¡Oh, el catedrático!, siempre trepado en el pódium de la exageración: veinticinco años no lo vuelven a uno héroe de nada, Evodio; simplemente nos hacen más viejos. En la literatura no debieran usarse tales ceremoniosos aniversarios de la Barra de Abogados.)
Ya no prevalece un indigesto teórico, ni un sistemático incontinente, en Las metáforas de la crítica, aunque queden las “estrías” de sus obsesiones profesoriles y de unos pedantescos años setenta à-la-crème; asoma el comentarista de libros como un prosista natural (todavía le falta soltar más la pluma), un narrador de sus propias experiencias de lectura, un chistosillo que vuelve comedia bufa cuanta filología toca, y un auténtico apasionado de la lectura. Y, ¡ah!, un bravucón nato. Toda discusión es, para él, lucha libre.
Claro que esta nueva (en Evodio) y antiquísima manera de escribir literaria y no teóricamente textos sobre literatura, requiere de los dones del narrador y del poeta. No se trata sólo de extraer abstractas teorías o ecuaciones de un texto, sino de narrar sensiblemente la experiencia de lector. El crítico debe olvidar la teoría, encerrarla bajo siete llaves, y oír y ver concretamente el texto. Envío un compendioso palíndroma al nuevo avatar del profesor Escalante: Oído, ve: Evodio.
¿De veras esto es tan diverso de lo que yo proponía a mediados de los años setenta en mi “doxa” de la Crónica de la poesía mexicana, que Evodio, entonces —tal libro recopila textos publicados en revistas y suplementos desde 1972—, tanto me celebraba? Bienvenido, pues, Evodio, a la “doxa”, a la prosa y al pensamiento alejados del cubículo, y a los lugares comunes bien amasijados. Veintitantos años después.
Ojalá le pudiera dar la bienvenida al sentido común, pero es imposible. Para hornear su repostera “teoría” de “Las metáforas de la crítica” espulga al tin marín meros adjetivos o sustantivos usados por una docena de críticos.
Primero: un adjetivo o un sustantivo llanos no son necesariamente metáforas (aunque, claro, si extrapolamos la teoría, hasta las interjecciones, onomatopeyas y jitanjáforas resultan metáforas, y hasta el croar de las ranas aspiraría a denominarse “Las metáforas del pantano”).
Segundo: los adjetivos y sustantivos espulgados resultan comunes, y para nada característicos de la crítica: todo mundo usa, para cualquier cosa, palabras como “rigor, vocación, disciplina, snobismo, entrenamiento, precisión, sólidas, energía, edénico, tiránico, subterráneo, túnel, estructuras, arquitectura, amamantado, construcciones, fogosidad, ternura, descomposición, capullo”.
Pretender levantar todo un crítico pastel de quince años a partir del uso de tales términos es una tontería. Las metáforas de la simplonería. En las ventas de garage he oído usar el término “abracadabrante”, referido a alguna tanga atigrada, y no por ello voy a querer apantallar a ociosos o ingenuos estudiantillos de filología, con un “Las metáforas de las ventas de garage”.
Las metáforas de la crítica todavía apestan de vez en cuando al formol formalista (y al yodo ultraizquierdista). Pero ya se advierten en sus páginas la prosa y el pensamiento naturales —una tardía naturalidad, pero en fin: hasta en el INSEN hay remedio—, sin tantos alambiques ni alambres de cubículo, de un escritor que intenta independizarse —¡por fin!— de idolatrías a los sistemas indigestos con que las universidades del primer mundo empachan a los distraídos becarios del tercero, y a los discípulos de éstos. Y a los discípulos de los discípulos de aquéllos.
Como si nos faltaran tomos de Reyes, de los Henríquez Ureña o de los Contemporáneos para aprender a escribir llanas reseñas de libros, por las que el H. Crítico cobra a lo más 750 pesos en los suplementos literarios. ¡Tanto brinco en un suelo tan parejo! ¡Tanta “patente” y “franquicia” rimbombantes para 750 pesos! Para engatusar al payo local con los mismos tacos de siempre, se les denomina “comida texmex”; y para hacerle de chivo los tamales a un ingenuo lector regional de reseñas, se les denomina “decodificación s/z”.
Acaso ahora, aligerados de tanto traste, los ensayos de Las metáforas de la crítica puedan ya compartir un rango literario, sin teorías crípticas y banales —puros laberintos en el pizarrón para jamás llegar a parte alguna—, con los poemas y relatos de Evodio, quien también adolece de cierta codicia del parnaso. Simples textos legibles, y no académicas teorizaciones bobas o fraudulentas.
Agoniza el profesor Escalante. Que vivan pues el poeta y el prosista de cierto valor, tal vez, que el propio Evodio tanto ha querido entorpecer con las “nuevas” tecnologías mohosas de un “rizomático” de la UAM; de un Derrida en (inoportunamente cremosos) tacos de canasta —a tres por cinco pesos—; o de un Todorov de película durangueña, siempre estelarizada por el Charro Negro.

II
Hace veintisiete años me escandalizaban los poemas de Evodio Escalante; me siguen escandalizando (un poco menos). Por entonces me gustaban; me siguen gustando (también un poco menos).
Salvo algunos epigramas y viñetas humorísticos, que supongo relativamente recientes, en los que quedan claros sus asuntos e imágenes, el gran torrente de su poesía es oscuro y sonoro.
Mucho color tormentoso, poco dibujo; aparatoso ritmo de Dies irae, escasos contrapuntos, raras melodías.
No se trata de incapacidad artística ni de descuidos: tal rumorosa penumbra obedece a un proyecto voluntarioso, surgido de su temprana veneración por César Vallejo y Miguel Hernández (¿tambien Mayakowski?), y decorado por su extravagante y poco correspondida pasión por el Octavio Paz de Piedra de Sol, a quien levanta el paradójico altar (casi) endecasilábico de “Todo signo es contrario”.
Hijo de un homónimo poeta duranguense, a quien imagino algo tradicionalista en cuestiones formales: rima, metro, estrofa, como era natural en su tiempo (y en toda la historia de la poesía castellana), Evodio se apareció por el décimo piso de la Torre de Rectoría de la UNAM, hacia 1971, con un montón de libérrimos poemas ultravanguardistas para la revista Punto de Partida.
Quizás supuso que la obra del padre homónimo le permitía saltarse el ejercicio de las formas tradicionales, de la escritura poética legible y comprensible (sus relatos, en cambio, algo beats, sonaban más razonables).
Empezó con grandes manchones de tinta, gritos desaforados de muerte y bilis, de angustia y vómito, de desesperación en el vacío de pozos inconmensurables. Siqueirianos (o pollockianos) bombazos de tinta sobre el pinche lienzo de la realidad o de la vida. Precisamente lo que llamé la estética de “las pinches piedras”:

Una pirámide de huesos
De transparencias encendidas
Un gran muñón
Un recodo
Sombrío
Un jaguar que ha caído
En el ojo de Dios
Nada es la luz y la serpiente
Nada es la hostia y el estiércol
Nada la sed de los espejos
El tránsito del Verbo
Del yo al nosotros al quién sabe
Mil manecillas se empozan en los labios
Los fusiles escuchan
La tierra bruscamente suspende sus llamadas
Y la orden no llega para los condenados
Pasan dos mil corderos
Y una nube redonda como el asma

y mil etcéteras.
Se trata de un réquiem-miserere al Che Guevara, y en ese sentido cumplía su función sonora, rítmica, de crear una corriente emotiva de fantasmas traslúcidos y veloces que no se detenían a concentrarse en una imagen ni en un pensamiento claro. La imagen y el pensamiento eran una sola cosa: la furia sonora, desbocada.
Así como muchos pintores se negaron a fabricar óleos “con asunto”, con “cuento”, con retratos o paisajes reconocibles, Evodio se negó a los poemitas bien dibujados con tema claro, y usó sus tremendas orquestas nerudianas y vallejianas para pintar apocalipsis a brochazos furibundos:

Para no decir viento dije furia
Dije barcos sedientos de memoria
Para no decir alma dije pájaro
Dije costilla hundida en la ventana
Para no decir muerte dije botas
Dije marchas forzadas hacia el Volga
Para no decir odio dije cráter
Dije mesa tendida justo a las cuatro de la tarde
Dije comida fría que me sirve mi esposa

Más que a José Revueltas (un novelista muy diverso y contrastado) define a esta poesía del propio Escalante la teoría que él aplicó a su célebre paisano: “Una literatura del lado moridor”. Buena parte de su poesía es un canto fúnebre interminable y casi indistinto. ¿De qué asombrarnos? Al escuchar un miserere o un réquiem cristianos ¿de veras exigimos ir entendiendo, en conceptos estancos, cada verso, cada estancia, o estamos aceptando una corriente abrumadora de tinieblas sonoras? ¿No se trata, más que de entender, de “ir muriendo” con el poema? ¿De un “oficio de tinieblas”, como dijeron la liturgia y Couperin?
Ah, las teorías; ah, las trompetas y los tambores de Wagner. Ah, Evodio-Tristán (Evodio Tristón); Ah, Evodio-Sigfrido (Evodio Compungido)...
El joven y revolucionario Escalante, a quien recuerdo como víctima específica, terroríficamente real, de las sombras policiacas de la época, estaba lleno de iras y furias políticas, que se le volvían existenciales. Admiré entonces su “pathos” y respeté la pureza en su decisión de exigirle a la poesía no sólo la Belleza y el Sentido, sino los nervios ciegos, los espasmos sonoros, la denuncia penumbrosa de una realidad demente. La muerte por dentro.
¿Se entenderá eso hoy? Evodio escribía con tal proyecto estético hacia 1971, probablemente desde antes; pero ocurrió que, en los politizados años setenta, con tanta influencia de la poesía social española y latinoamericana, con tanto Vallejo y tanto Neruda, con tanta canción de protesta, con tantas mal traducidas letras de rock, con tanto surrealismo de desagüe, proliferaron los poetas malditos incomprensibles pero estridentes —¡Cf. los “infras”!—, ya olvidados en el polvo, ¡pero todavía nimbados de astrosa polvareda colectiva!
La poesía de Escalante tuvo pocos lectores en los años setenta. Con cierto pudor sagrado, con ese respeto sacramental que Evodio siente hacia los poemas (sobre todo hacia los propios), los escondió en mínimas ediciones universitarias, mientras que desplegó toda su capacidad publicitaria, que Dios sabe es vasta, para sus teorías tecno-filológicas.
Fue una lástima. Esta poesía del color y el no-dibujo, del ritmo sobrecogedor por encima de la melodía, del expresionismo abstracto de sus negros sobre negros, manchones sobre manchones, muertos sobre muertos, bilis sobre bilis, se divulgó a través textos menos nobles y aptos de un montón de oportunistas: baste recordar, hoy en día, los engendros “líricos” del guerrillero Marcos.
Ahora releo los poemas de Evodio Escalante, en Relámpago a la izquierda (Juan Pablos Editor, en coedición con no sé cuántas instituciones municipales de Durango, 1998), con emoción y nostalgia. No sé lo que leerán los lectores recientes en esos poemas.
Yo leo en ellos, y admiro, lo que hartos chamacos queríamos decir a principios de los años setenta: la penumbra de la desesperación, de la angustia, del no-hay-mundo; la cual no se inventaba salidas ni paraísos y se ahogaba en su propia barranca oscura: en el hosco grito de los poemas de Evodio.
Aunque me resultan ahora, en la edad madura, un tanto sobreactuadas, desproporcionadas sus ambiciones de videncia e imprecación profeticas. La poesía no es oracular, digan lo que digan los poetas para subirse el sueldo y ganar estatuas o concursos: es simplemente ciudadana. Y suena algo chusco el ciudadano que se pretende travestir en Isaías, en Juvenal o en Empédocles. “¡Bájale a tu radio!”, me dan ganas de decirle a ratos.
Pero la teoría “moridora” de Escalante no quería “versitos ni estrofitas bien hechecitos, pintaditos y moldeaditos, posaditos para el suspiro bienintencionado de los cursis consumidores de Harte” (¡Así hablábamos, me cae! Those were the days!... ¿De veras estábamos equivocados?), y elaboraba afanosamente una no-escritura, un salto mortal a la no-significación, una anti-literatura.
No pudo evitar (no fue tan imperfecto como se lo propuso) algunos textos presentables y hasta antologables: “Responso por el tigre”, por ejemplo, con la colota atigrada de Borges zumbando por ahí; y estas limpias “Inexistencias”, que tienen un resabor de Contemporáneos: las podría pintar Agustín Lazo:

No hay un pájaro en la ventana
No hay ni siquiera un pájaro
en la frase.
El fantasma respira.
El pequeño fantasma capturado
respira y alza el vuelo.

No hay un pájaro aquí.
Nadie sujeto al orden,
a la tierra.

Rompe sus fantasías la buena tierra.
Sus obsesiones bajo el sol
oloroso y lejano.

No hay un pájaro verde en ningún lado.
No hay ni siquiera verde para un pájaro.

Estos cuerpos se pudren sin besarse
Y un recuerdo de semen les perfuma la boca.

En la indecisa antología de los poetas de su época —indecisa por la muchedumbre de autores, y por la mano negra de sucesivos y contradictorios funcionarios y mafiosos culturales que buscan trucar la lotería antológica—, algo de Evodio Escalante deberá, sin duda, perfilar su marca.
No sé si fue el mejor, o de los mejores. Resulta imposible hablar académicamente de “lo mejor” en una poesía feísta, en una no-poesía o en una clara anti-poesía. Admito, sin embargo, que fue Evodio uno de los más profundos y radicales autores de su instante. Llenó furiosamente el pozo de su instante; y si Confucio y José Alfredo Jiménez tienen razón, apostarle al instante es el mejor recurso para perdurar un poco.
Ha cambiado ligeramente la poesía de Escalante en las últimas páginas de su recopilación. Se acerca a José Emilio Pacheco: al monólogo irónico. Recrea a otros autores, a otros poetas. Acepta la brevedad, el asunto sucinto, las líneas legibles.
Hasta hace chistes —que ojalá no los hiciera. Porque aquí sí la riega por completo. El ingenio no es su fuerte. No le va a ganar a Joyce en juegos de palabras diciendo “neciedumbre” (con n). Dudo de su eternidad como lexicógrafo a partir de definiciones como “Un bracero, es decir, un hombre fronterizo”. Y me dan ganas de arremeterlo a chiflidos, por mamón, cuando cree jugar con las palabras a la manera de Villaurrutia y de plano escribe: “Tú me dad / Humedad”. ¡Buuuuuu...!
Quizás figure Evodio Escalante, con Ricardo Castillo (El pobrecito señor X) y Jaime Reyes, como el poeta que mejor recobró el espíritu del tiempo y de la poesía que escribían o soñaban muchos jóvenes a mediados de los años setenta.
Lo que no es poca cosa. La corrección académica se logra hasta con los ojos cerrados. Cualquier villamelón toca Para Elisa. Pero volcar tan furiosa, tan radicalmente, tan sin esperar “buena poesía”, la realidad personal o generacional en el poema, representa una labor imposible, y tal vez delirante. ¿Fechados? Los mejores vinos tienen su fecha.
Algo de blues suena en estos versos, que imagino cantados por una Billie Holliday drogada y lastimerísima:
No hay un pájaro verde en ningún lado.
No hay ni siquiera verde para un pájaro

1 comentario:

Alfredo dijo...

Que lastima que dos de los mejores críticos mexicanos se hayan distanciado.
Lo más malo que ambos se les necesita en los medios impresos. En la revista Nexos ahora la sección crítica parece un mercado de reseñas.