viernes, 29 de septiembre de 2023

EL AFFAIRE MIER Y TERÁN

EL AFFAIRE MIER Y TERÁN

Por José Joaquín Blanco

Durante sus investigaciones sobre los mercados de la Plaza Mayor de la Ciudad de México [ENAH, tesis, 2001], Jorge Olvera Ramos se topó con una curiosa historia policiaca de 1777, titulada: “Sobre que se averigüe quién fue el que derramó por una ventana a la Calle del Puente Quebrado un servicio”. (Archivo Histórico de la Ciudad de México. Ramo: “Policía en general”, Vol. 3627. Exp. No. 30. Año de 1777.)
1.- El Quejoso: “En la Ciudad de México, el 16 de junio de 1777, el señor Francisco María de Herrera, regidor perpetuo y juez de policía en ella, dijo: que por cuanto el señor Antonio Mier y Terán, también regidor perpetuo, se ha quejado de que pasando el día de ayer como a las ocho y cuarto de la noche por la calle del Puente Quebrado [República del Salvador, a la altura del Eje Central] con su madama, derramaron desde una ventana o balcón un servicio [excrementos] encima del mismo coche, de tal forma que introducido en él, por ir abiertas las cortinas, se le llenó de inmundicias a la referida su esposa el vestido que llevaba puesto, Su Señoría mandó que el escribano pase a la referida calle y averigüe con la mayor exactitud de qué casa y qué sujeto cometió semejante atentado, recibiendo los testigos que puedan declarar. Herrera [rúbrica]. Paradela [rúbrica]”.
¿Los nostálgicos de la Nueva España se han puesto a pensar en cómo era la vida en una ciudad sin desagüe? A semejanza de las grandes ciudades europeas, aquí no sólo se encharcaban las malas aguas en las calles, sino que hasta los hidalgos a caballo y los regidores en coche con sus “madamas”, estaban expuestos a chubascos aleves. Se debía pagar a los cargadores de excrementos (acaso no muy diferentes del que describe Yukio Mishima en Confesiones de una máscara) para que los fueran a tirar más allá de los límites de la ciudad, que por lo demás no estaban demasiado lejos. Pero en la noche, burlando al sereno, ¿por qué no ahorrarse ese trámite, ese gasto? ¿No vemos hoy en día cómo prodigiosamente se forman pirámides callejeras de bolsas de basura aun en las colonias ricas? (Borges invoca en auxilio de semejantes infractores de la civilidad, la imperfección de nuestro permisivo idioma; cuenta que un borracho orinaba en alguna plaza importante de Buenos Aires cuando fue sorprendido por un celoso gendarme que le espetó, hinchado de ira cívica: “¡Aquí no se puede orinar!”. Pero el borracho sabía su castellano: “¿Cómo que no se puede? ¿No ve que estoy pudiendo?”.) El ilustrado siglo XVIII enfatizó las normas y ordenanzas de higiene y urbanidad, con tan poca suerte como este tremendo affaire que atentó contra coche y “madama” (y acaso también polveada peluca) del regidor perpetuo Mier y Terán.
2.- La ley estricta: “Doy fe que habiendo reconocido, en vista de lo mandado en el auto de la vuelta [el documento anterior], las ordenanzas de este juzgado, la 6a. de policía y 95 de las generales de esta nobilísima ciudad es [son] del tenor siguiente: ‘Que ninguna persona sea osada a echar basuras ni servicios en las calles ni en plazas ni acequias ni pila de esta ciudad, so pena de 2 pesos por cada vez que la echaren, y si no pudieren averiguar quién lo ha hecho, al vecino más cercano de donde se echare dicha basura le mande la quite dentro de 3 horas y [en] lo quitando pague un peso y se limpie a su costa’. Paradela [rúbrica]”.
Que se multara al infractor descubierto no sorprende a nadie, pero que se castigara también a los vecinos más próximos a la basura o a los excrementos suena algo alevoso. Las esquinas, los rincones, los sitios oscuros o con árboles y arbustos, las cercanías de las acequias, puentes (como es el caso) o pilas se convertían en lugares favoritos; y los vecinos no sólo debían sufrir y limpiar la porquería, sino además pagar una multa: por no haber vigilado y por estar cerca del cuerpo del delito. Qué inofensivo suena, frente a tan autoritaria disposición, que siempre encontraba a un parroquiano a quien cargar el delito, nuestro moderno lema impracticable: “La persona que deposite basura será consignada a la autoridad”. La antigua norma convertía a los vecinos en espías, al parecer sumamente eficaces, como veremos, de los posibles infractores.
3.- Los misterios de la bacinica de la Calle del Puente Quebrado: Pero no se conformaron ahora las ocupadísimas e ilustradísimas autoridades novohispanas con multar a cualquier vecino. La “madama” del regidor estaba justamente furiosa. Abrieron todo un especioso y legalísimo proceso; entonces: “El 19 de junio de 1777, yo, el escribano, pasé a la casa [citada] a hacer la averiguación, y estando presente doña Manuela Camacho, mujer que dijo ser de Pablo Betancurt, quien después concurrió y se hizo presente y para que declare recibía la susodicha [Manuela] juramento, que hizo por Dios nuestro Señor y señal de la cruz, y dijo: Que la moza que le sirve, llamada María Petra, le ha dicho que [a] don Antonio Ruiz, de oficio platero, vecino que vive solo en la otra vivienda de esta casa, lo ha visto derramar por el balcón el vaso y porquerías. Que la noche que se cita no vio el hecho que se expresa, ni sabe si fue él o no. Y no firmó porque dijo no saber”.
4.- La memoriosa delatora María Petra Martínez: “Incontinenti hice [a]parecer ante mí a la moza a que se cita en la declaración que antecede, la que presente dijo llamarse María Petra Martínez, ser mestiza casada con Toribio Martínez, a la que recibí juramento, y dijo: Que muchas noches, así ella como una niña hermana de su ama, han visto que don Antonio Ruiz, vecino que vive solo en la otra vivienda, derrama el vaso por el balcón; y la noche que se cita, habiendo oído el golpe salió y vio en el balcón a dicho don Antonio, y percibió el hedor que había, por lo que se metió y no vio lo que después sucedió. No firmó por no saber.”
5.- El criminal alega motivos de salud. Pero aclara que no se llama como dicen; sugiere que no se trató de aguas mayores sino de aguas menores, y precisa que el caso no ocurrió a las ocho y cuarto sino hasta después de las nueve. “El 26 de junio de 1777 tomé declaración a don Antonio, quien expresó ser su apelativo Quintana y no Ruiz, ser español, viudo y oficial de platero; que trabaja en la tienda de Eduardo Calderón en la calle de los Plateros, y dijo: Que es cierto que la noche del día 15 como a las nueve, poco más de ella [la hora nueve], estando preparado para irse a acostar, por la mucha lasitud de estómago que padece, originada de la costumbre que adolece de echar sangre por la orina, tomó una porcelana en que había orinado, y por libertarse del sereno [escondiéndose del gendarme nocturno o sereno] la derramó desde la ventana para la calle, sin reflejar [reflexionar] el que a la sazón pudiera pasar persona ninguna, como aconteció con don Antonio Mier y Terán, cuya acción hizo por ser un hombre solo desvalido, y sin tener quien le sirva. Y firmó. Quintana [rúbrica]. Paradela [rúbrica].”
Se sentenció a Quintana al pago de la multa.

domingo, 27 de agosto de 2023

ASPECTOS SINIESTROS DEL NICAN MOPOHUA

ASPECTOS SINIESTROS DEL NICAN MOPOHUA

Por José Joaquín Blanco

Guadalupe Tepeyac, 25 de enero de 1887
Querido padre Vilches:
¡Se ha vuelto a alborotar el gallinero! Pero yo, muy escarmentado con lo que ocurrió con Vuestra Merced, quien Dios sabe no quiso sino aportar su mayor diligencia y buena fe en los asuntos de Nuestra Madre Guadalupe, y Nuestro Señor así se lo tendrá en su gloria; yo, humilde cura sin fortuna ni futuro, yo: ¡chitón!
No sea que Su Ilustrísima me transfiera a predicar a un pueblo de campesinos o de indios, como hizo con usted tan sin misericordia. No digo más: que siguen apareciendo milagros en la imagen de Nuestra Señora.
Recuerdo los que señaló vuestra clarividencia: que ese manto azul se había vuelto verde, y que el angelito del pie oportunamente amaneció con los colores de la bandera nacional; que aumentaban las estrellas del manto y las llamas del resplandor según quien se pusiera a contarlas, que... ¡Cuantos pinceles no habrán echado ahí su borrón, según los vaivenes del episcopado y de la historia nacional!
Pero lo del 20 de enero fue tan prodigioso como descarado. ¡Desapareció por completo la corona de oro que tenía Nuestra Señora pintada sobre la cabeza!
Usted le había advertido al señor arzobispo que esa corona pintada era indebida y pirata, pues resulta privilegio del papa ordenar que se corone de bulto o en pintura las imágenes. Aquí guardo infinidad de peticiones mexicanas para que tal coronación formal, vaticana, se realizase, especialmente la muy extravagante del caballero Boturini. Pero nada de que el Vaticano quería coronar una imagen tan dudosa.
Nuestros aguerridos compatriotas no se caracterizan por la prudencia, sobre todo si son obispos; y vaya usted a saber a qué arzobispo se le ocurrió mandar a Roma al demonio y coronar por sí mismo la imagen, ni a qué pintor encargó que misteriosamente pintara esa corona estrecha y feúcha que un día le apareció de repente, sobre la cabeza. La travesura debe ser vieja, pues todas las reproducciones que corren por el mundo llevan la consabida corona pintada.
Lo que le puedo informar es que ha sido Pina, pintorucho de brocha gorda, quien la ha desaparecido a mediados de enero de este año. ¡De un brochazo dorado! Donde había corona volvieron a haber llamas, el círculo del sol que dicen azteca y que la Virgen eclipsa...
Sucedió que finalmente el Vaticano aceptó coronar la imagen, con corona real, de bulto, de oro y piedras preciosas. Pero luego dijo que siempre no, ¿qué como iba a coronar una imagen ya coronada? ¡Coronada, supuestamente, por sí misma! ¡Nada modesta la Guadalupana!
Me imagino al papa echando pestes en Roma porque la Virgen Mexicana se saliera de todos sus protocolos legales y litúrgicos y se pintara a sí misma y se coronara a sí misma, sin mayores dilaciones, por puro amor a su pueblo mexicano. Todo por sí misma y al diablo el Vaticano.
El escándalo atronó en la prensa. El arzobispo Labastida proclama ex cathedra, en pastoral formal, que la propia Virgen se descoronó milagrosamente para no molestar a los coronadores del Vaticano que vienen a coronarla con tamaña pompa. Unos ríen y otros muerden, como siempre en esta arquidiócesis.
Y yo chitón, siguiendo vuestro consejo.
Filegonio Santana, Pbro.
*
Guadalupe Tepeyac, 19 de marzo de 1891.
Querido padre Vilches:
¡Ojalá nadie hubiese querido coronar a una Virgen ya coronada! ¡Se ha destapado la caja de Pandora! Parece que el padre Andrade, a quien se llama por ahí el inimicus homo, ha hecho de las suyas, ¡y de qué manera!
¡Ha logrado sustraer y copiar tanto la carta de don Joaquín García Icazbalceta, que como usted bien lo sospechaba niega rotundamente el milagro; como los legajos del arzobispo Montúfar de 1556, que creo que usted jamás llegó a conocer, pues no recuerdo que me los comentara. Los ha hecho publicar. El segundo dizque en Madrid, pero en verdad fue aquí, en la imprenta de Albino. ¡Los antiaparicionistas están de feria! ¡Todos los argumentos en su favor!
1.- No hay prueba alguna de tal suceso durante la vida de fray Juan de Zumárraga.
2.- No hay prueba alguna de Juan Diego, Juan Bernardino y demás prole existiesen, salvo como seres alegóricos; y ni modo, como tantas veces ha dicho usted, tampoco se cree que en 1531 doce o veinte franciscanos se dedicaran a atender personalmente a cada uno de los 15 millones de indios, con nombres y apellidos propios, individuales. ¡No lo hacemos ni en este ilustrado siglo XIX!
3.- No tenía por qué venir ningún indio solo a la iglesia de Tlatelolco, sino en todo caso en procesión, como suelen, ni para ello treparse al cerro.
4.- Fue invención mariana de Montúfar, totalmente opuesta al espíritu antisupersticioso y antimilagrero de Zumárraga y los franciscanos. Dicen que la pintó el indio Marcos a partir de un grabadito de un libro de horas de Flandes.
A sus pies, etcétera.
Filegonio Santana, Pbro.
*
Guadalupe Tepeyac, 12 de octubre de 1895
Querido doctor Vilches:
Mucho lamento, pues sabe usted la gratitud que le guardo desde mi más tierna juventud y el cariño que le he profesado sin desmayo, y la admiración que siempre me han provocado sus luces, que se haya decidido, ya a edad tan venerable, a colgar los hábitos y asumir los instrumentos del espiritista. ¿Es la ouija menos ardua que la teología?
Quizás ya no le importen mucho mis informes. La Virgen fue coronada solemnemente y todo mundo juró que nunca había tenido pintada una corona, que nunca le fue borrada, aunque todo mundo en México hubiese visto que primero ahí estaba, y luego del brochazo de Pina ya no estuvo; o que en todo caso apareció y desapareció oportunamente sin dejar huella, como los trasgos.
Nada le quitan ni le añaden las susodichas coronas. Ella es emperatriz, y eterna y magnánima de cualquier manera. “Nada semejante ha ocurrido en ninguna otra nación”.
Lo que anda dando mucha lata es la olla pútrida de 1556, donde los franciscanos atacan el culto con salvajismo digno de luteranos. Ya sabemos que, a diferencia de los dominicos, los franciscanos se colaron entre los indios, los conocieron bien y les descubrieron sus trampas de transformar sus antiguos dioses en nuevas imágenes cristianas “aparecidas”: Cristos-Quetzalcóatl, Sanjuanes-Tezcatlipoca, Santanas-Toci, Isidros-Tlalolcs, Santiagos-Huichilobos, Marías-Tonantzin. ¡Pero la pólvora de ese informe, qué bocado para Voltaire, mi nuevo doctor Vilches, dominador de las ciencias ocultas!
Quizás sus nuevos métodos magnéticos pudieran contestar algunas de mis tribulaciones:
1. ¿Para qué empeñarse en el año 1531, fecha imposible por la ausencia física de obispo en el país y por la nula mención de hecho alguno de la especie en todo tipo de documentos, y no asirse a la de 1555, superdocumentada por Montúfar, los franciscanos y la tradición india? En 1555 ya había aparecido, si no la Virgen, al menos la imagen del indio Marcos en el Tepeyac (y que dizque un acólito efebo, un Ganímedes azteca, posó para el cuadro, vestido de Virgencita: se lo oí decir al maestro Altamirano).
2. ¿Por qué empeñarse en que la relación indígena de la aparición es la original y obra del famoso indio Antonio Valeriano, escrita unos cuantos años después del prodigio? Usted sabe que nadie quiso copiar ni representar ni predicar el Nican Mopohua en público, ni aludirlo siquiera, jamás. durante todo un siglo, hasta que la publicó con su nombre y en castellano, como un sermón absolutamente criollo, Miguel Sánchez, y a todo mundo pareció novedosa; y en náhuatl, un año después, en 1649, Luis Lasso de la Vega.
3. Para entonces todas las luces del Colegio de Santiago de Tlatelolco estaban ciegas, y sólo quedaban por los aires los nombres ilustres de unos indios latinistas, no nahuatlatos.
Los nahuatlatos eran los frailes; los indios cultos escribían en latín. ¿Por qué atribuirle a Antonio Valeriano la mayor obra náhuatl guadalupana y, por ello, la mayor mexicana? ¡Que porque dijo Sigüenza que Alva Ixtlixóchitl vio el manuscrito con letra de Valeriano!
¡Pero Alva Ixtlixóchitl dijo tanta barbaridad! ¿No afirmó que todos los indios provenían de Irlanda? Por lo demás Sigüenza nació en 1645, apenas tres años antes de que Miguel Sánchez publicara en español su prodigio de un “apocalipsis indiano”. Ixtlixóchitl murió en 1650, cuando Sigüenza todavía no cumplía 5 años. Nunca hablaron Ixtlixóchitl y Sigüenza del asunto.
En todo caso, y concediendo demasiado: Ixtlixóchitl nomás “reconoció” la caligrafía. ¿Y si se tratara de una copia cercana tanto a su muerte como a la publicación de los libros de Sánchez y Lasso? La fecha y la autoría, si vuestra sabiduría, tanto la antigua y teológica como la novedosísima y teosófica, no opinan en contrario, resultan completamente contestables.
El meollo del asunto está en fray Servando. Él dice dos cosas: o que se trata de un gran misterio sagrado, por medio del cual Santo Tomás se trajo a la Virgen hace 19 siglos a los poco atractivos alrededores de Tenayuca, la cual dejó su imagen oculta en una cueva, o que se trata de una comedia.
Pero ¿cómo aceptar que el indio Antonio Valeriano, en lugar de ponerse a leer a los clásicos grecorromanos, se dedicara a escribir en náhuatl una comedia sacra cuando el teatro misionero estaba abolido por los concilios? ¿Que dicha comedia no fue registrada por fraile alguno, ni como mera alusión? ¿Que es una comedia en prosa, lo que significa que no es comedia: debían serlo en verso? ¿El sabio Valeriano no sabía versificar? ¿Tampoco sabía que las comedias tienen escenas, jornadas, didascalias?
¿Una comedia a fin de que la representase una india bonita para concupiscencia de toda la indiada o un cándido efebo disfrazado de Virgencita? El teatro milagrero estaba prohibidísimo, y más por esas fechas de Eslava.
¿Y cómo un indio, Antonio Valeriano, hijo y hermano espiritual de franciscanos, el serafín de sus “indios cultos”, iba a conjurar contra su propia orden, la de San Francisco, en favor del horrísono y herético dominico Montúfar, con una historia idolátrica, herética, precisamente durante los años de la guerra antiguadalupana de los franciscanos contra Montúfar, que todavía expele pólvora en Sahagún un cuarto de siglo después? ¡Nada más nos falta que Antonio Valeriano haya resultado el agraciado efebo disfrazado de Virgencita, el Ganímedes azteca que tan gentilmente posó para el cuadro del indio Marcos!
Por lo demás, se trata a todas luces de algo no teatral, sino narrativo, ni cómico, sino serio: un presunto informe sacro.
¿Era Antonio Valeriano un espía doble, un atroz personaje “a lo divino” de El conde de Montecristo o Los tres mosqueteros? ¡El mayor enemigo de los franciscanos sería su hijo y discípulo más beneficiado y devoto!
Tenemos pues, Virgen coronada, entronizada y triunfadora. ¡Sea siempre alabada y reine entre nuestros corazones! ¡Y nosotros, los guardianes de sus vagos escritos y espléndidos tesoros, siempre viviremos atribulados por prodigios, trasgos, guerras, legajos, contralegajos, bulas, antibulas, coronas aparecidas, coronas esfumadas. ¡Encomendamos a su bondad el duro oficio de trabajar como sus siervos!
Suplícole me envíe sus noticias a casa de mi sobrina Micaela Santana, en la Calle del Mosquete número 3, pues ha corrido como pólvora la noticia de vuestro ascenso en los cielos circulares (¿son circulares?) del espíritismo y de la masonería de Boston, y no llegaría a mis manos cualquier línea suya que dirigiera a la Colegiata, donde mi silencio tenaz me va logrando sinecuras, tal como usted me recomendó.
Lo quiere siempre y besa sus pies, su ahijado y siempre fiel hijo espiritual,
Filegonio Santana, Pbro.

viernes, 28 de julio de 2023

FRAY CIPRIANO EN LA HOGUERA

FRAY CIPRIANO EN LA HOGUERA

 

Por José Joaquín Blanco

 

 

Aun antes de que el Santo Oficio de la Inquisición se estableciera formalmente en la Nueva España, con el gran inquisidor don Pedro Moya de Contreras a la cabeza (1571), ocurrieron ciertos procesos inquisitoriales tan informales como escandalosos contra judaizantes, herejes, blasfemos, bígamos, hechiceros, nigromantes, malvivientes, malhablados y demás miserables que incurrieron en la ira de repentinos jueces intemperantes.

Novecientos ajusticiados en todo un siglo, el XVI, parecen pocos –aunque el diccionario no establece una cifra precisa a las palabras matanza y masacre- a quien olvida que la población española de ese tiempo en la Nueva España era harto reducida, y más escasa aún la de religiosos y letrados laicos capaces de incurrir en los delitos aristocráticos, intelectuales, que el Santo Oficio perseguía.

Los indios, salvo las primeras décadas en que anduvo muy barata la quemazón de caciques renuentes a convertirse al cristianismo o reincidentes en sus antiguas tradiciones, cultos y creencias idólatras, quedaron oficialmente fuera del poder de los eruditos inquisidores, pues se les consideró almas de escasa, débil o reciente razón, incapaces de pecados espirituales.

Los españoles pobretones e ignorantes tampoco solían caer en el círculo de fuego del Santo Oficio, y sus pecados, tan múltiples y naturales como los de cualquier plebe de Europa, como la lujuria, la embriaguez, el robo, la violencia, la superstición, la maledicencia y hasta su impaciencia rayana en la franca rebeldía contra frailes y obispos prepotentes, podían ser administrados por confesores y fiscales del crimen, con severidad no siempre menor que la de los inquisidores.

A ningún arriero o carretonero se le quemaba vivo por tener amores con mil mujeres, sino al  bachiller facineroso y torvo que se atreviera a casarse con varias, atentando así, con soberbia ostentosa, contra el sacramento del Matrimonio.

Las víctimas del Santo Oficio se recolectaban generalmente entre familias adineradas (si no había gran botín, ¿para qué tomarse todo el trabajo del proceso?), especialmente de origen portugués, como la Carvajal, a quienes se les atribuía profesar en secreto el judaísmo y profanar imágenes cristianas: que tal latigaba en su cuarto un crucifijo o una imagen de yeso o madera estofada del Niño Jesús; que otro había ido a comulgar y, aprovechando la distracción de los religiosos y los feligreses en el tumulto de una misa de Jueves de Corpus, en lugar de tragarla se había sacado con los dedos, embozadamente, la hostia de la boca; la había escondido en las páginas de su devocionario, la había luego martirizado con navajas y alfileres, y finalmente la había enterrado en el dintel de su comercio, de modo que todos los parroquianos la pisotearan al entrar y salir de él... 

Que ciertos frailes traducían sin permiso pasajes lúbricos o misteriosos del Antiguo Testamento, como la Psalmodia christiana de fray Bernardino de Sahagún, o componían letrillas irreverentes o burlescas contra la Trinidad, la Encarnación, la Inmaculada Concepción, como (al parecer) Pedro de Trejo...

Que otros, aburridos y pedantes en sus conventos, se atrevían a lecturas prohibidas de autores erasmistas o luteranos; o a desempolvar las querellas bizantinas de Orígenes y Hegesipo, Atenágoras y Policarpo, Arriano y Tertuliano; Irineo y Clemente de Alejandría, Eusebio y Basilides, Montano y Nestorio; Eutiquio y el siempre pontifical y untuoso Evodio, obispo de Antioquía (sospecho un galimatías de valientes terminajos gnósticos, precursor de Plotino); Valentino y Marción, como crucigramas heréticos que seducían a sus mentes soberbias, a la manera de ciertos viciosos jugadores de ajedrez que vuelven y revuelven a partidas disputadas y resueltas mil años antes.

 Tal parece haber sido la desgracia de fray Cipriano de Valdés, viejo franciscano cuyo proceso fue misteriosamente sustraído de los legajos del archivo de la Inquisición, y que nos vemos en la necesidad de reconstruir con dispersas y a veces veladas alusiones de manuscritos prolijos y obras olvidadas y peregrinas.

No sorprende que, hacia 1569, el  fulminante licenciado Bibero, inquisidor anticipado, haya sentenciado contra él una fórmula semejante a la aplicada contra el judaizante Luis de Carvajal:

“Atento a la culpa que resulta contra el dicho fray Cipriano de Valdés, fallo que lo debo condenar y condeno a que sea llevado por las calles públicas de esta ciudad, caballero en una bestia de alabarda y con voz de pregonero que manifieste su delito, sea llevado al tianguis de S. Hipólito, y en parte y lugar que para esto esté señalado, sea quemado vivo y en vivas llamas de fuego, hasta que se convierta en ceniza, y de él no haya ni quede memoria...”

Quizás el lector moderno no encuentre en fray Cipriano de Valdés mayor delito que una inmoderada admiración por Plutarco y Séneca, y acaso Epictecto y Marco Aurelio, cuyas obras –o más bien, citas y referencias atribuidas, leídas o escuchadas en los tiempos que vivía en España (era natural de Salsipuedes, Murcia), pues no se le encontraron esos volúmenes en su costal de tiliches- le habían sorbido el poco seso que le quedaba a su edad de ochenta años.

El caso es que fray Cipriano de Valdés, después de una juventud valiente y misionera, devota y edificante, cuyos méritos no olvidaron sus hermanos de congregación en algunos “menologios”, decayó en su salud hacia la edad de cincuenta años, hacia 1529.

Por entonces, agobiado ahora por el mal de piedra, ahora por cólicos, vómitos e hinchazones; ahora por jaquecas y mareos, fiebres y alucinaciones, se dispuso a bien morir, ejercicio en el que había ocupado buena parte de su vida religiosa.

Varias veces recibió los últimos sacramentos.

Pero nunca moría. Y nunca sanaba.

Se dice que en alguna ocasión ya apenas le quedaba un hilito de vida. Casi ni resollaba. Los miembros hinchados y amoratados. Las facciones contraídas en un gesto permanente de congestión y angustia.

Todos los frailes de su convento se congregaron en misas, oraciones y cánticos para preparar su ingreso al cielo. Se le administraron los santos óleos. Se le perdonaron todos los pecados que ya ni siquiera podía confesar, porque apenas si murmuraba monosílabos incomprensibles: “La cruz ma-zor-ca”. Se le remitió al Creador con preces solemnes.

Pero no murió. Se recompuso un poco. Volvió a andar cojeando por el convento, entre toses y apagados gemidos. Se orinaba y cagaba por todas partes, en los momentos menos oportunos.

Cuando pretendía decir algo, de pronto emitía inopinadamente un esputo en plena faz del hermano, del prior o del confesor.

Roía su mendrugo de pan, que a ratos vomitaba; sorbía sus jarros de agua y (en sus mejores momentos, vino), que frecuentemente escupía, como si le quemaran las entrañas.

Pero seguía viviendo. Se convirtió en una calamidad para su convento. Ya ni siquiera lo aceptaban en los hospitales: “¿Para qué nos lo traen?, si ése no se muere”. Uno no iba a los santos hospitales novohispanos a sanar, sino a morirse. Y rapidito, que la cola era larga.

Varias veces se escapó del convento, como si hubiese perdido la memoria y la conciencia de que era fraile, y anduvo de indigente por las calles, de donde había que recogerlo para que no se creyera que la Orden Seráfica lo había lanzado sin misericordia a pudrirse en el arroyo. 

Siempre caminaba mal, dormía mal, comía mal, bebía mal, orinaba mal, cagaba mal, hablaba tartajosamente de cosas incomprensibles: “La cruz ma-zor-ca, la cruz ma-zor-ca”. Y así durante una agonía de cuarenta años, hasta que cumplió los ochenta.

Entonces, sorpresivamente, en la pocilga de trebejos y trapos pestilentes de la celda en que se le había abandonado, y que ya nadie visitaba (más que celda, era una oscura bodeguilla en la parte más retirada y oculta del Convento de San Francisco), aparecieron sus “manuscritos”.

De alguna manera había que llamar a esos papeles con pedazos de frases, dibujos, letras o signos garabateados.

Resultó que, a lo largo de esos cuarenta años de agonía (1529-1569), fray Cipriano de Valdés recibía extrañas, súbitas iluminaciones de su conciencia, que ocupaba en pergeñar anotaciones y garabatos en pedazos de papel o de trapo, que refundía en el costal de sus pertenencias o basura.

Doctores en teología y filosofía fueron convocados para descifrarlos, y el resultado indignó sobremanera al licenciado Bibero.

Proliferaba en esos manuscritos un signo que parecía una rúbrica o letra mal dibujaba y que finalmente quedó descifrada como un signo esotérico: la Horca.

Se descubrió que el fraile llevaba al cuello, como escapulario, un  pringoso mecate amarrado. Así desde hacía cuarenta años.

Que tenía sobre su catre un crucifijo, pero suspendido de un clavo con otro mecate, ¡como ahorcándolo! Cruz + Horca: “La Cruz Mazorca

Se reconstruyó una cita de Séneca: Ubique mors est; optime hoc cavit deus. Eripere vitam nemo non homini potest; at nemo mortem; mille ad hanc aditus patent…  “Por doquiera está la muerte, según lo ha previsto Dios con magnificencia. No hay quien no pueda quitarle la vida al hombre, pero nadie podrá despojarlo de la muerte, a la que lo llevan mil caminos” (Tebaida).

Se interpretaron sus balbuceos:

“Si quiero quemar mi saya, la quemo; si quiero quemar mi vida, la quemo”.

“Mi muerte es mi puerta y yo tengo la llave”. Abajo, a manera de rúbrica, un dibujo en forma de horca.

“Mi prisión tiene mil salidas”. Toda la página con signos de la horca.

“Moriré cuando yo quiera”.

“Cuando yo muera se acaba el mundo”. (El mundo suspendido de una horca, como una manzana ajusticiada).

“No desfallezcas: eres dueño de tu muerte”.

El licenciado Bibero halló que fray Cipriano de Valdés era nada menos que un cripto-creyente de la Puerta Dorada del Suicidio, abominación estoica.

Que a lo largo de sus cuarenta años de padecimientos no se sostuvo en la fe en Cristo, en la esperanza del paraíso, en las enseñanzas de la Iglesia, sino en la diabólica triquiñuela grecorromana de que podía ahorcarse en su propia celda cuando sus males de veras se volvieran insoportables. La eutanasia, que todavía aterra a nuestros jueces, clérigos, locutores y legisladores.

Pero como a veces las enfermedades le robaban toda energía y toda conciencia, no recordaba que podía ahorcarse, ni tenía fuerza para ello; y cuando las recobraba, aunque fuese parcialmente, pensaba, henchido de soberbia: “Todavía puedo regalarme a mí mismo una hora o unos minutos más de vida, ¡ya me ahorcaré al rato!”. Ese rato nunca llegaba.

Hubo frailes que atestiguaron extrañas alusiones de fray Cipriano al “misterio de Judas”. El apóstol de la horca.

Convicto, pues, de la herejía de pretender abandonar el mundo por propia mano, fray Cipriano de Valdés fue condenado al quemadero de San Hipólito.

A ciertos liberales jacobinos escandaliza semejante crueldad de los inquisidores contra un pobre fraile octogenario tullido, incontinente, llagado, escrofuloso, delirante.

No falta algún afrancesado historiador revisionista de El Colegio de México, enemigo de la “leyenda negra” de la Colonia, que sostenga lo contrario: a esas alturas, dice, el pobre fray Cipriano ya había perdido la llave de su puerta, ya no tenía suficiente razón ni energía para colgarse por sí mismo, discretamente, en su celda. La Inquisición, en consecuencia, lo ayudó generosamente a salir del mundo, donde había vivido ya demasiados años, por una vía más pública, calurosa y alumbrada: el quemadero.

Y se aprovechó su ejemplo para refrendar la censura cristiana a la desesperación y al orgullo de los suicidas, así fuese en potencia. Pues, razonaban los jueces y el licenciado Bibero: “El pensamiento de un crimen (y sobre todo la premeditación de la liberación de la enfermedad a través del suicidio a lo largo de cuarenta años) es tan grave como el crimen mismo”. 

Encuentro sin embargo que este razonamiento de los inquisidores podría, a su vez, haber sido causa de un juicio inquisitorial, aunque un siglo más tarde, por jansenista.

 

viernes, 30 de junio de 2023

LA LLORONA NÚMERO 9

LA LLORONA NÚMERO 9

 

 

Por José Joaquín Blanco

                                                         “...de musa a musa...”

                                                         SALVADOR NOVO: Diálogos

 

Durante los años setenta del pasado siglo, el agónico cine mexicano, que llevaba tres lustros de crisis después de su “época de oro”, se vio exuberante de promesas. Durante dos sexenios las mayores autoridades cinematográficas fueron nada menos que hermanos de los presidentes de la república: Rodolfo Echeverría y Margarita López Portillo.

Se acusó al primero de promover un cine populista, gobiernista, tercermundista, casi soviético. Pero alcanzó a levantar en una de las esquinas de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, junto a los estudios cinematográficos (en los terrenos donde se construiría una década más tarde el Centro Nacional de las Artes), un moderno y lujoso edificio que durante unos seis años proclamó las promesas gubernamentales del Nuevo Cine Mexicano: la Cineteca Nacional.

Tenía salas, librería, cafetería-restorán, galería, oficinas, almacén.  Dependía de la Secretaría de Gobernación, pero ahí se mostraban precisamente las grandes películas internacionales cuya exhibición esa misma autoridad prohibía terminantemente en cualquier otra parte, por su contenido erótico o político.

Se trataba de un cine de excepción, concurrido por cineadictos de excepción, que con sólo desembarcar en su acera, entre el horrísono tráfico de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, se sentían un poco en Europa, en la Orilla Izquierda de la Cultura. Años de relumbrante esnobismo.

         Margarita López Portillo era la hermana queridísima del presidente, la única entre todos los mexicanos a quienes ese presidente jamás podía decirle un no. Y ella pedía mucho. Lo pedía todo. Nunca se le dijo no. Pero careció de la modestia de Hillary Clinton, quien se satisfizo con una mera senaduría; Margarita pidió todo el poder en radio, en televisión y cinematografía. La cuchara grande.

Dicen que lo primero que hizo fue visitar todas las oficinas y escandalizarse de lo mal decoradas que estaban; contrató de inmediato a su amiga, la cuentista Guadalupe Dueñas, para que comprara unos cuantos cientos de pinturas geniales a fin de dignificar sus muros. Lo segundo que hizo fue correr a tamborazos a la propia Guadalupe Dueñas, que porque andaba gastando millones en puras porquerías pictóricas. Que se regresara, pero ya, “al anonimato de sus cuentitos idiotas”. Eso dicen. Las escritoras suelen ser amigas terribles.

         “Doña Margarita”, como se le llamó durante todo el sexenio lópezportillista, era poeta y escritora. Se consideraba una gran autora ninguneada por la envidia y la imbecilidad de los mexicanos, especialmente por sus maestros, como Agustín Yáñez, quien nunca se convenció del todo –aunque parece que no le quedó más remedio que aceptarlo ante ella de viva voz- de que los poemas de Margarita López Portillo fueran mejores que los de sor Juana. “¡Y lo son!”, exclamaba la hermana presidencial: “¡Son más modernos!” Sus colegas Griselda Álvarez y Margarita Michelena la aplaudían a rabiar.

         Doña Margarita sufría de una obsesión algo necrofílica con respecto a sor Juana. Hizo remover los cimientos del Convento de San Jerónimo para encontrar unos huesos de monja. (Debe haber ahí varias generaciones de monjas enterradas durante tres siglos, en sudarios semejantes, confundidas las unas con las otras.) Se los llevó a su casa.

Ocurrieron muchos líos, que llegaron hasta al Senado de la República, con motivo de tales huesos indocumentados, pero “históricos” (todos los huesos son historia) y “auténticos en certeza espiritual”.

Los antropólogos no certificaron que tal esqueleto fuese el único y verdadero de sor Juana Inés de la Cruz, pero Doña Margarita, tan dada a las brujas y a los médiums, prescindió de la ciencia y les descubrió un aura sorjuanesca indiscutible. Ésa era su verdad; en consecuencia: la verdad y punto.

Ahí en su casa, junto a los huesos, conversaba con sor Juana. O se los llevaba a la oficina y los colgaba frente a su escritorio, en el perchero.

-¡Eh tú, Juana! ¿Qué te parecen estos pendejos?

         Octavio Paz, en la introducción a su célebre biografía de la poetisa, celebra el sorjuanismo de doña Margarita. Pero el poema más conocido de la hermana presidencial fue, años más tarde, una loa al Subcomandante Marcos, publicado en la revista Proceso en las primeras semanas de 1994: los rebeldes de Chiapas de alguna manera continuaban el sexenio de José López Portillo, tan combatido por su dilecto sucesor, el presidente Miguel de la Madrid.

Antes de esa oda al Nuevo Redentor de los Indios, al Nuevo Liberador de México, doña Margarita había escrito y llevado al cine (con Sonia Infante como protagonista) un emblema de la bravía mujer mexicana, Toña Machetes; y en el papel de semejante dictadora terrible la sufrían sus empavorecidos subalternos y empleados de la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía de la Secretaría de Gobernación. Eso cuando el gobierno tenía todo el poder sobre esos medios y todo el dinero del mundo para realizar sus caprichos.

         Pero México seguía siendo ingrato con doña Margarita. Por más que quisiera redimirlo todo, no encontraba sino puro imbécil a su alrededor.

-¡No se puede hacer nada con tanto pendejo, Juana! Encargo guiones, los pago a precio de oro, para producir buenas películas mexicanas, para poner en alto el nombre de mi México, para recuperar nuestra historia y nuestras tradiciones, ¡y me traen historias de puras putas antiguas! Que la Frida Kahlo, que la Tina Modotti, que la Nahui Olín, que la Benita...

Sólo autorizó una “película de putas antiguas”, sobre Antonieta Rivas Mercado, pues consideraba a esta mujer “la más cepilladita” de entre todas las “horizontales” de su calaña. Y para ello importó, a precio de oro, director y actriz extranjeros, famosísimos.

         De no vivir agobiada por el duro peso de su responsabilidad oficial, ella misma se habría puesto a escribir el guión, y hasta a filmar y a protagonizar personalmente esa película que reivindicara al país y devolviera la cinematografía nacional a aquella “época de oro” de la que no debió de haber salido. Pero carecía de un momento libre. Había un memorándum, cese o denuncia ante la Procuraduría General de la República que firmar o dictar a cada instante contra tantos pendejos como proliferaban en el país.

Convocó entonces, con toda la autoridad de su cargo y de su apellido, a diez barbones de El Colegio de México, de El Colegio Nacional, de la UNAM, de diversas universidades europeas y norteamericanas:

-Quiero ya, pero para ayer, un guión sobre la Llorona...

Acaso los huesos de sor Juana le habían susurrado tal inspiración:

-Doña Margarita, me atrevo a sugerirle a Su Merced una película sobre la Llorona...

-Ay Juana, tú y tus oscurantismos coloniales. ¿No puedes más que pensar en puros trebejos de la Colonia?  Mejor cállate.

-¡Pero ya se filmó hace muchos años, con María Elena Marqués, y fue un fracaso de taquilla! –se atrevió alguno de nosotros a objetar, con terror de verse transferido de inmediato a un calabozo de la policía judicial.

-¡Bah, olvídense de eso!: ¡la historia de México comienza ahora!, y se trata de la película sobre nuestra Llorona, no de babosadas...

-En efecto –anotó un adulador-, aquella película nada tenía que ver con nuestra Llorona tradicional: era simplemente una mujer de la Colonia, despechada por su amante, que hasta mata a sus hijos o algo así; y luego regresa en los años cincuenta del siglo XX a matar niñitos y a vocear su infortunio...

-Bueno –repuso un valiente mexicanista francés-, ésa en efecto es una de las ocho tradiciones de la Llorona, aunque adicionada con la matanza de sus propios hijos, digna más bien de Medea. Contamos con 1) La matrona que llora por sus hijos, asesinados o hundidos en la miseria; 2) La amante burlada y abandonada, cuyo seductor se había casado con otra, y que muerta por la tristeza o por propia mano, regresa en busca inútil de su gran amor a pesar de que corran los siglos; 3) La viuda estéril, que llora al difunto y su falta de hijos; 4) La esposa que había sido infiel, y volvía del infierno todas las noches a confesar su infamia; 5) La esposa fiel cruelmente asesinada a puñaladas por el marido celoso...

-De todas hagan una –repuso, impaciente y salomónica doña Margarita-, ¡pero ya, y que sea muy mexicana y que ponga en alto el nombre de mi México! ¡El sexenio se está acabando!

-Está la vertiente indígena –continuó el valiente americanista francés, muy protegido por su pasaporte extranjero y armado de un imponente fichero portátil, manual, pues todavía no aparecían las lap-top-: 6) La Malinche arrepentida, que lamenta los muertos provocados por su pretendida traición; 7) Alguna diosa indígena, que reunía y amplificaba el llanto de todas las madres aztecas, después de la caída de Tenochtitlan; y finalmente 8) Un extraño ángel o fantasma cristiano, ataviado como madre azteca, que se le apareció a Moctezuma poco antes de la llegada de los españoles para pronosticarle el fin de su imperio. Dice Sahagún del sexto pronóstico fatídico de Moctezuma: que “...de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer angustiada y con lloro decía: ‘¡Oh, hijos míos, que ya ha llegado vuestra destrucción!’ Y otras veces decía: ‘¡Oh hijos míos, ¿dónde os llevaré para que no os acabéis de perder!?’”

-No me venga con relumbrones de erudito, mesié. Quiero una gran película que ponga en alto el nombre de mi México, no sabihondeces de rata de biblioteca. Abomino de las ratas de biblioteca. Quiero para ya, para ayer, el guión de esa película. Hagan una sola historia, una buena historia, de todas esas tradiciones. Buenas tardes, señores. ¡Nos vemos pasado mañana con el guión listo para la preproducción!

Y se fue a platicar a su recámara con los huesos de sor Juana, que ahí tenía juntito, en su buró. O a su oficina, con la osamenta apilada sobre un archivero, a manera de una folklórica calaca de cartón, de las que se queman como un judas (la había sometido al rigor de la lavadora automática, con harto detergente, a fin de dejarla presentable y digna de acompañar a tan alta funcionaria).

Los huesos de sor Juana estaban algo resentidos con la insolencia y el ego desbordantes de doña Margarita. Ya no sólo les decía: “Mis poemas son mejores que los tuyos, monja; ¡son más modernos!” También les decía: “¡A los cuarenta y siete años estabas chimuela! ¡Moriste chimuela! ¡Te enterraron chimuela! ¡Tu cadáver demuestra que estabas chimuela! ¡Recitabas tus archigongorinos poemas frente a los virreyes, en el refectorio, con la bocota chimuela! ¿Siquiera tenías el pudor de cubrirte la dentadura averiada con un velo? Yo ya te llevo unos añitos, aquí entre nos, y mira mis dientes: ¡per-fec-tos!”

Flacos se veían los restos de sor Juana frente a la gruesa silueta de doña Margarita (gruesa pero compactada por una reciente liposucción en Europa). La cara blanqueada y repintada como artesanía japonesa, de esas turísticas caritas de porcelana de a tres por un dólar.

Y en esos coloquios andaba la terrible intelectual Margarita López Portillo con una humillada y bocabajeada sor-Juana-en-sus-huesos. De hecho, ya estaba terminando de ponerla “en su lugar” (“¡Esa crecida: se siente más clásica nomás porque es más vieja!”), cuando sonó el teléfono de la red presidencial. Todavía no existían los celulares. Y ahí sí que hubo un gritazo, un aullido, que ni la Llorona.

-¡Aaay pendeeeejos! ¡Hacerme esto a mí!

El país de pendejos había vuelto a traicionar a doña Margarita, ¡y de qué manera!

Marcó el número de su hermano presidente, de los secretarios de Gobernación, de Educación Pública, de la Defensa y de Relaciones Exteriores; del Procurador de la República y del director de Seguridad Nacional. A todos no supo ni pudo sino espetarles:

-¡Aaay pendeeeejos! ¡Hacerme esto a mí!

Había estallado el moderno, promisorio, esnob, excepcional, primermundista edificio de la Cineteca Nacional, con las salas rebosantes de público; valiosos objetos y obras de arte en exhibición, y todas sus bodegas repletas de las Grandes Películas de la Humanidad, incluyendo los negativos de muchas películas nacionales antiguas, prestigiosas, irrecuperables...

Atardecía. Se hizo trasladar entre patrullas y ambulancias ensordecedoras hasta el camellón de Río Churubusco, frente a la Cineteca. Se plantó con sus doscientos guaruras. Ahí estaba su Roma en llamas, a todo color, como en cinemascope. Todavía salía o sacaban en camillas gente semichamuscada, semiasfixiada. Se decía que los recintos estaban llenos de cadáveres.

Todo el rumbo se ensombrecía con un humo químico denso, irrespirable. La gente traía los ojos colorados como llagas. A cada momento atronaba un nuevo estallido de las Joyas Cinematográficas del acervo nacional.

-¡Se los dije! ¡Se los dije! “¡Tengan cuidado! ¡Tengan mucho cuidado con mi cine nacional!” ¡Aaay pendejos! ¡Hacerme esto a mí!

-¿A quién se lo dijo? –preguntó un audaz reportero de la tele.

-A Pepe, a Chucho, a Víctor, a Miguel, a Fernando, a Arturo, a Carlos, ¡a todos! ¡A todos! Les dije que siempre tuvieran mucho cuidado con mi cine nacional y que siempre pusieran en alto el nombre de mi México.

Pepe era el presidente; los otros, secretarios de estado o altos funcionarios del gobierno federal. Carlos y Arturo eran el regente y el jefe de la policía de la capital.

Más calmada, en las horas y días siguientes, doña Margarita amplió su requisitoria contra todos los funcionarios medianos, y hasta los empleados, almacenistas, barrenderos y espectadores de la Cineteca Nacional.

Supongo que los huesos de sor Juana se llevaron una buena zarandeadita, en la recámara o en la oficina, peor que aquélla de la lavadora automática (chaca-chaca), por no haberla prevenido (“¡Pinche Juana! ¿No que muy sabihonda?”) de lo que se sabía desde hacía años en todas las oficinas de la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía de la Secretaría de Gobernación, pero que los altos funcionarios preferían no tomar en serio: es decir, que la Cineteca Nacional carecía de instalaciones apropiadas para guardar tanto material sumamente inflamable como eran las películas y en especial las películas muy viejas. Que de hecho constituía una bomba inminente.

-Se lo dijimos a doña Margarita, le mandamos muchos informes; pero no quiso gastar dinero en vulgares instalaciones burocráticas, sino en grandes producciones que recobraran su identidad nacional y pusieran muy en alto el nombre de su México. Sólo nos respondió: ‘Nomás tengan cuidado, mucho cuidado, y pongan siempre en alto el nombre de mi México’; y ya. 

Doña Margarita se olvidó por completo del guión que nos había encargado. Se dedicó durante el resto del gobierno de su hermano en gritar: “¡Aaay pendejos! ¡Hacerme esto a mí!” por todas partes; a gentes y a huesos, a funcionarios y a empleados; al pueblo y a los astros. 

Le guardó mucho rencor a sor Juana. Hacerle eso a ella, a doña Margarita, quien había sacado a sor Juana del anonimato absoluto al estampar su efigie en billetes y monedas de curso legal. Sor Juana, con todo y huesos, también la había decepcionado.

¿Qué le costaba haberle avisado, a través de un médium, o de sus propios huesos: “Doña Margarita, advierto a Su Merced que el mes que entra se va a quemar la Cineteca Nacional”?

-¡Habría podido tomar yo las medidas oportunas! Pero esa Juana amargada y envidiosa se quedó callada, nomás para fastidiarme...

Su grito se hizo tan famoso que el valiente mexicanista francés no consideró del todo inútil su viaje a México: añadió un dato a su fichero, aunque ni a él ni al resto del “equipo de la Llorona” se nos pagaron gastos ni honorarios.

Después de llamar en vano por teléfono innumerables veces a la oficina de doña Margarita, escribió una protesta dirigida a su embajador y se regresó a Francia. Nos dijo cuando fuimos a despedirlo al aeropuerto:

-Ya tienen otra Llorona. La Llorona número 9. Sólo que ésta no aullará de noche en el centro de la Ciudad, por las inmediaciones del Zócalo, como las otras ocho; sino por todo Churubusco y por toda la Calzada de Tlalpan, como estampida de sirenas de patrullas y ambulancias: “¡Aaaay pendeeeejos! ¿Hacerme esto a mí?”

Tuvo razón. Todos quienes vivimos esa tarde de 1982 en que ardió la Cineteca, recordamos a la Llorona Número 9 siempre que pasamos por la esquina de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco. Ésta es una nueva tradición o leyenda de las calles de México. De modo que doña Margarita ya compartirá créditos con su menospreciada sor Juana en algún resumen de la cultura mexicana.

Aunque tal vez su “Oda al Subcomandante Marcos” aparezca pronto como poema declamable en los libros de texto gratuito. Y entonces sí, ¡sufre, sor Juana! Habrá una poetisa más famosa.

 

martes, 30 de mayo de 2023

El juramentado

EL JURAMENTADO

 

Por José Joaquín Blanco

 

                                      A Delia Juárez y Rafael Pérez Gay

1

Todo el lóbrego peso de la edad madura cayó sobre mi cabeza, que ya evidenciaba los primeros estragos de la calvicie, la tarde aquella de un sábado que, en el restorán español El Peque, cerca de la Plaza México, Alex me anunció que había dejado el alcohol para siempre; se había convertido en algo más severo aún que los Alcohólicos Anónimos. Ya era un “juramentado”.

         Había asistido a una ceremonia religiosa en la iglesia de San José de los Naturales, en el centro, y le había prometido a la Virgen dejar el trago. Lo había escrito con su propia mano en una carta que depositó en una urna al pie de su estatua. Y recibió una especie de escapulario. Una estampita enmicada, que al reverso de la imagen de la Virgen de Guadalupe lucía un texto ceremonioso: los juramentados se comprometían ante ella a dejar el vicio por seis meses, hasta tal día, en el cual debían refrendar su promesa; o, valientemente, para siempre. A cambio no sólo recibían la protección guadalupana, sino su ayuda. Porque para dejar el alcohol de veras, se necesita a la Virgen de Guadalupe.

         El Peque era un restorán maravilloso, perdido en el tiempo, un pequeño paraíso en la tierra. Fundado por un republicano español a finales de los años cuarenta, en el estilo de la época, poco había cambiado durante las décadas siguientes. Se conservaban el largo mostrador, las pinturas murales de un barco y de escenas de toros; las fotos de personajes relativamente ilustres que asistieron a El Peque en sus primeros, célebres años.

         El dueño parecía no querer prosperar ni transformarse. Atendía con gusto y generosidad a la numerosa clientela, que se tenía ganada por sus precios bajos, sus platillos sabrosos y la abundancia en las porciones. Los tragos se servían en la mesa directamente de la botella: la cantidad que quisiera el cliente. Y claro que nosotros, cuando descubrimos (hacia 1967) el restorán y lo volvimos nuestra guarida de los sábados, nos hacíamos servir bien cargadas las cubas, para tomarnos dos al precio de una. El viejo español recibía con sonrisas entre cómplices (oh, la juventud perdida) y paternales nuestro abuso, y con frecuencia nos regalaba alguna ronda, o se olvidaba de cargarnos algunos tragos en la cuenta. Y siempre nos obsequiaba con alguna botana de cortesía.

         Nos sentíamos bohemios hacia los dieciocho años. A la vez que estudiábamos afanosamente para convertirnos en oficinistas perpetuos, dedicábamos los sábados a hablar de novias y de putas; de cine, de toros (subía el astro de Manolo Martínez), de poetas y filósofos (pero jamás de tele ni de futbol, que nos parecían despreciables, salvo en campeonatos mundiales). La vida se nos presentaba divertida y emocionante. Claro, el efecto de la juventud y de las cubas.

         Éramos bastantes. A veces juntábamos hasta cuatro mesas. Una vez llegamos a ser quince compadres y nos quedamos hasta que cerraron el restorán. El español nos regaló dos botellas, que nos bebimos en plena calle: así, simplemente estacionamos dos coches en cualquier calle, con el radio a todo volumen (eran los años del twist), y que se chingaran los vecinos y la policía. Seguimos nuestra fiesta callejera hasta las tres de la madrugada, sin contratiempo alguno. Luego nos fuimos a insultar putas. Como no podíamos pagarlas, nada más nos acercábamos a ellas y las hacíamos rabiar. Éramos chamacos terribles, como de la nouvelle vague del cine francés.

         Desde luego, aquel grupo de valientes amigos se dispersó pronto. Sólo nos seguimos tratando los desordenados y los borrachos. Pasaban los años y de repente alguno llamaba por teléfono: que cómo estás, que cómo andas, que qué onda, ¿cuándo nos vemos? Ya eran borracheras más tristes y menos humildes, en bares de hoteles, con variedad (¡el órgano melódico de Juan Torres!); y luego en los cabaretuchos. Todo ello, claro, mucho antes del table dance. Pero no olvidábamos, cada dos o tres meses, pasar algún sábado por El Peque, incluso cuando el buen español murió y su hijo criollo convirtió esa maravilla en un pinche “bistro” pretencioso y caro, de tragos exiguos y suflés indigestos, rebautizado Le Rendez-vous.

         Alex era el más borracho y el más desordenado de todos. Duraba poco con las mujeres, y a todas las añoraba hasta las lágrimas. Se hacía de asombrosas amistades, también fugaces, con las que a ratos salía retratado en los periódicos: Manolo Martínez, Enrique Guzmán, Manolo Muñoz, Johnny Laboriel, Alejandro Jodorowsky, Mike Laure, José Agustín. Luego nos contaba de las orgías y encerronas de los famosos. “¿Ves esta esclava? Se la gané en el póker al mismísimo Loco Valdés”. Hasta salió de extra, en traje de baño, luciendo musculatura, en una película de pescadores asesinos de Hugo Stiglitz, y lo vimos en la enorme pantalla cinematográfica someter a puñetazos a una candente y feroz Isela Vega.

         Le pasaban todo tipo de calamidades, de las que solía salir bastante bien librado, y las revivía una a una, con sufrimientos acrecentados, frente a una botella. Pero la vida era amable con él. Prosperaba y se conservaba más o menos ligador, a pesar de los grandes pleitos (hubo varios de navajazos y algún tiro), en que recaía cada dos o tres meses. Hasta que cerca de los cincuenta años (1995) decidió cambiar de vida.

         La causa fue una mujer, la tercera con la que se casó. Era jovencita, guapísima y de buena familia. Desde luego también muy fresa y exigente. Le puso condiciones, bajo amenaza de botarlo de inmediato, que Alex le vio todas las intenciones de cumplir.

         Se apareció una tarde de sábado en El Peque (bueno, ya era Le Rendez-vous. Bistro), que a pesar de los treinta años transcurridos seguíamos frecuentando los tres o cuatro sobrevivientes de la bohemia juvenil. Pero ya no nos ocupábamos de hablar tanto de toros, novias, películas y poemas, sino de burlarnos de los desertores, que andaban de cursis y bien portados con sus esposas, sus hijitos y sus oficinas, y se habían vuelto bien reaccionarios, hasta a misa iban; y se permitían predicar como curas contra las putas y los borrachos. Algunos de plano se habían hecho rotarios y miembros del Movimiento Familiar Cristiano. Se les veía el aburrimiento hasta en la punta de sus escasos pelos. Y el miedo de morir: cuidando el colesterol, la panza. También el terror a dejar de ser queridos. Hacían deporte y se cuidaban la figura para no desagradar a sus exigentes esposas. Posaban como personajes de sermón para que los admiraran sus exigentes escuincles.

         ¡Ah, cómo cambian los tiempos, cómo nos traicionan! Nosotros nos habíamos prometido la vida divertida y emocionante de los bohemios, ¡y en qué habíamos parado! Con gran nostalgia hablábamos de la generación de nuestros padres, cuando no había tanto feminismo ni mocherías de la salud y la vida correcta; y el hombre echaba panza con entera soberanía, ponía casas chicas con fundador ímpetu de patriarca, se emborrachaba y divertía como bestia jocunda hasta avanzada edad, y las esposas no se les rebelaban ni los acusaban con aullidos histéricos de machismo.

         ¡Qué hombres aquellos!  Cuando el macho lo era naturalmente, y no un pedantesco perrito faldero: ¿qué otra gracia quieren que les haga, universitarias damas de la sociología, para no parecer “machista”: les enseño la panza o les presto la patita? ¡Tengan su buena cuarta de patita! Simplemente así era la vida de los hombres, desordenada; y las mujeres y los hijos debían acatar, y hasta nos parecía que lo acataban con bastante naturalidad, el pesado rol del varón en este mundo.

         Tendría yo que aceptar, desde luego, que algo de esta decadencia contemporánea del hombre maduro también nos había corroído a los fieles, a los malvivientes. Algunos mentíamos. Nos las dábamos de más libres y reventados con los amigos de lo que realmente éramos, y les permitíamos a las esposas o amantes ciertos regaños y berrinches mucho más ásperos de los que en nuestra rebelde juventud les habíamos tolerado a las mamás. Y eso que entonces una madre enseñaba a sus hijos varones a que fueran lo más machos, no lo menos posible, je.

         Pero teníamos al menos la vergüenza de ocultarlo. Llegábamos a El Peque, o a las cantinas y antros, como si en nada hubiéramos cambiado. Como si siguiéramos siendo tan bohemios, lacras, irresponsables y jóvenes como siempre. La vida emocionante y divertida ante todo, sin miedo a la muerte, a la ruina, al abandono, al desamor, a la soledad, al fracaso. Vivir cada día como si fuera el único. No dejarse afeminar, domesticar, castrar, amustiar por los miedos de la edad madura, por la trampa de la vida decente y la jaula de oro del impecable padre de familia.

         Nos gastamos hasta la camisa para asistir a aquella encerrona de Manolo Martínez con seis toros —él solito, toro tas toro—, en Monterrey (1973), y para celebrarla seis días seguidos, sin que luego pudieramos recordar claramente en casas de quiénes estuvimos ni con qué taurófilas, meseras o coristas dormimos todo ese tiempo, hasta llegar cadavéricos pero triunfantes al hospital, a que nos pusieran algo de suero. El propio Manolo Martínez nos pagó esa cuenta de hospital.

         Habría que confesar también otra hipocresía. Los sobrevivientes de nuestra bohemia éramos más o menos prósperos, lo que en sí denunciaba cierta buena conducta. Fuera de las mesas con las cubas (que se habían transformado desde hacía años en whiskies), todos nos preocupábamos como cualquier mustio licenciadito meado por los negocios y el trabajo en la oficina. Hasta éramos más o menos ejecutivos.

         Cuando ocurría que nos topábamos con los compañeros de juventud que habían resultado perdedores, los que sí se daban al trago y a la aventura sin consideración, habíamos quedado más que desilusionados: aterrados. Aunque nos burláramos del pinche éxito, de vender la vida por las treinta monedas del éxito, nos repugnaba casi con una sensación física, como ante la vista o el olor de una inmundicia, la derrota del pobretón que ni siquiera tenía para pagar su cuba y que había terminado por dedicar todo su ingenio a cómo transarle los tragos a otro, y a cómo lamentarse de sus infortunios para conseguir un pequeño préstamo.

         Sabíamos que nuestra bohemia (“bohemia senil”, dice brutalmente mi mujer) era puro teatro. La vivíamos un poco como teatro. Todos habíamos reflexionado más de una vez en que la traída y llevada “vida divertida y emocionante” no estaba en realidad en ninguna parte. Que nos la inventábamos, ya retóricamente, ya con alguna fatiga, frente a los whiskies, o en los toros, en los espectáculos de treinta bailarinas en plumas y bikini, en torno a Malú Reyes, Zulma Faiad o Thelma Tixou. Pero no pretendíamos, por mucho que quisiéramos nuestros hogares y a nuestras mujeres e hijos, y por mucho que nos interesara el trabajo en la oficina, que existiera “vida verdadera” en otra parte. Tampoco estaba en misa (aunque, claro, había que cumplir de vez en cuando, por eso de los hijos); ni en nuestros departamentos, coches, aparatos.

         Algo presumíamos de que ninguna vida estaba realmente en ninguna parte. Que era tan irreal, pero inevitable, el éxito en los negocios, la vida marital, el cuidado de los hijos, como las hazañas del toreo, los enamoramientos de media noche frente a una vedette o con una prostituta al lado, los mutuos lucimientos verbales de las secretariazas y edecanazas que cada quien se llevaba a la cama, si hubiera que creerle, cada tercer día. Todo resultaba, a final de cuentas, tan ilusorio como un bolero. ¡Ah, pero los boleros!

         Alex era diferente, o al menos eso creíamos. Parecía, él sí, ser un sobreviviente auténtico, un bohemio natural. Tal vez porque siempre se veía un poco inerme y tristón, y hablaba mucho más de sus calamidades y fracasos que de sus éxitos atronadores con una vedette de un antro de Insurgentes o con la secretaria de la oficina del séptimo piso. También porque siempre había sido bastante (quizás demasiado) atractivo, y le habíamos visto dejar caer, así, como quien deja caer un cigarro de la mano, cada mujerona de aquéllas, de las reales, no de las disfrazadas en una noche de juerga, sino bellezotas naturales, inteligentes, con dinero, hasta alguna actriz de la tele, por las que todos hubiéramos derrapado sin esperanza; ellas le rogaban, le lloraban, le insistían, y él las dejaba ir con indolencia, para luego llorarlas infinitamente con palabras y gestos que nos llegaban hasta el alma.

2      

Les decía, queridos amigos, que todos debíamos ya saber a esta edad, y probablemente lo sospechamos desde muy jóvenes, que esto del trago, la bohemia, los toros, los antros, los amigos del alma copa en mano, era pura ilusión. Puro bolero. Años de José Alfredo Jiménez cuento yo. Sabíamos que la vida emocionante y divertida no estaba en ninguna parte, pero nos esforzábamos por vivir nuestros fines de semana como si en ellos sí estuviera. Así brillaban en nuestras manos los tragos. Así sonreían las chamacas en nuestros brazos. Con tal entusiasmo salíamos de los toros rumbo a los antros.

         Y con cierta maña de expertos pretendíamos controlar la borrachera, los ligues, la gastritis, la cartera, hasta la información misma que soltábamos cuando, sobreactuando la ebriedad, fingíamos hablar con el alma en la mano, toda el alma, como dizque sólo los niños y los borrachos hablan. Pero no nos lo confesábamos.

         Cada cual se sentía a su modo un comediante de su bohemia, y sospechaba (estaba seguro, más bien) de la comedia del amigo. De hecho ya nos aburríamos unos a otros hasta la muerte. Ya no nos creíamos ni el bendito. Hacíamos como si nos creyéramos, nos asombráramos, nos entusiasmáramos, o nos indignáramos en nuestras pláticas. “Viejo bribón, nomás te estás haciendo el interesante, ¿a quién crees que engañas?”, pensábamos.

         Pero a Alex sí le creíamos. Y en cierto sentido, todo el honor y la gloria del equipo, je, estaban en su camiseta, porque a él sí le ocurrían los amores trágicos, los desastres absurdos que parecían como buscados y hasta fabricados por su sed de emociones y romanticismo.

         Él sí abandonó a las guapas y ricas por alguna suripanta cascada que lo saqueó y hasta lo metió en líos con la policía. ¿Por qué? “No sé, por pendejo”, decía; pero nosotros pensábamos: No, por apasionado. La pasión no conoce de belleza ni de razonamientos, es ciega y tortuosa, es imperativa; acontece como un tropezón del destino, para quien no sufre la mediocridad de pasarse la vida huyendo de los tropezones del destino.

         Él si puso en riesgo, y perdió, importantes posiciones en el trabajo con argumentos ridículos, por cierta incapacidad de simular. Él sí se negó a titularse, porque el titulito de abogado era una farsa insoportable, y ¿con qué cara un hombre de honor iba andar con el pegote de licenciado?

         Él sí rompió muy joven con la familia, y con buena parte del apoyo y de la herencia de una familia muy rica e influyente, porque su papá se creía muy salsa y quería andarlo mangoneando y humillando todo el tiempo, ¿y cómo lo iba a aguantar?

         Él sí se había creído genio más de una vez, y no sólo con cubas frente a los cuates, sino en la realidad, y se había endrogado para ganarles a los pinches capitalistas en la Bolsa de Valores, y claro, perdió todo (1987); o aquella vez que se creyó un genio de la computación, y contrató a precio de oro la representación de una empresa internacional de software que iba a dominar el mercado, y de la que nunca hemos vuelto a oír (1989).

         Un personaje de película, si quieren que lo resuma de una buena vez. Pero todo un personaje. Era guapo desde chiquillo. Hasta se llegó a decir que era maricón, porque no tenía novia en la escuela (luego supimos que gastó toda su juventud —sabio siempre el Alex— con puras mujeres mayores, de preferencia casadas); o que era padrotón, cuando lo descubrimos de galán de señoronas interesantes, y narcisista. Pero era también una belleza viril, algo ruda y áspera, de pocas palabras, que fue mejorando con la edad, conforme se le arrugó un poco la cara y se puso entrecano. En el momento en que “juramentó” parecía un galán otoñal de película francesa.

         No se resignaba el Alex, pensábamos. Le exigía al amor y a la vida toda la pasión y la aventura de las que hablábamos en nuestra bohemia juvenil. Se enfrentaba al destino sin reflexionar, sin trampas, sin cálculo; no se doblaba, como dicen que hacen los bambús, ante la dirección del viento; y no se apartaba, prudente, de los conflictos y calamidades. Le teníamos admiración, nosotros, los aburguesados que pretendíamos no serlo en la animación ya retórica de nuestras cada vez menos frecuentes reuniones de disipación y trago.

         Entonces nos cayó el cubetazo de agua fría. Llega una tarde de sábado a El Peque y nos dice, así como si nada: “Voy a dejar el trago y la mala vida. Para siempre. Soy un juramentado”. ¡Un juramentado!

         Nos causó tanto escándalo como si un famoso descreído, de esos ateos de hueso colorado, nos llega con el cuento de que la Virgen se le apareció y ahora se va a dedicar a beato. Los curas dicen que eso les pasa a todos los descreídos. Mi terrible mujer vocifera que los bohemios somos puro pan comido, que nos emborrachamos y nos las damos de aventureros por pura vergüenza de ser tan mensos. Les aconseja a las chicas que se casen con un parrandero, que se deja mangonear mejor. Que los hombres ordenados, en cambio, sí son el calvario de una mujer. Yo la dejo hablar cuanto quiera. Las mujeres todo lo gastan de más, empezando por la saliva.

         La causa era esa chica de la que les cuento. Jovencita al grado de poder ser su hija. Dizque bellísima. Lista. Y con esa arrogancia, esa infernal soberbia de las niñas ricas y listas y preciosísimas que han sido criadas como reinas del universo, y en todo saben mandar y siempre se salen con la suya. Esas rigurosas damas sin piedad, inalcanzables.

         ¡Pero si alguien siempre había tenido mujeres hermosas, de todos los colores, edades y sabores, había sido él! Grandes diosas habían llorado por su abandono, como diría el poeta. ¡Y ahora esa chiquilla, por más fresca y altanera y bellísima que fuese, le decía de plano: sí, pero sin trago; sí, pero sin otras mujeres; sí, pero sin faltar ni llegar tarde a casa; sí, con gimnasio, y jogging, y comida sana; sí, pero sin amigotes, ni acto alguno de tu vida en el que yo no participe como tu centro y tu razón de vivir; sí, pero trabajando duro, porque las necesidades del hogar y de los hijos; sí, pero...!

         Nos indignamos. Tratamos de disuadirlo. Eso constituía no sólo una capitulación completa (y ya les dije que Alex llevaba en su camiseta la honra y la gloria del equipo entero), sino un indigno contrato de esclavitud.

         Se pasó con un pinche cafecito las dos o tres horas que estuvo con nosotros. Nos dejaba protestar, recriminarlo, incluso insultarlo, con una sonrisa entre indolente e irónica, como si no escuchara nada; o como si todo lo que escuchaba fuera caer el agua, las mismas aguas que había oído caer toda su vida y ya lo tenían aburrido.

         Padecía la obsesión de la muchacha. Esa obsesión se le había vuelto delirio: sin ella su vida ya nunca tendría sentido; perderla sería su fin completo, el fin del mundo. Todo el lóbrego peso de la edad madura cayó sobre nuestras cabezas, que ya evidenciaban los primeros estragos de la calvicie, cuando lo vimos alejarse por la puerta de El Peque, digo “Le Rendez-vous. Bistro”.

         Asistimos a su boda. Estuvimos de acuerdo en que la mujercita no era tan gran cosa: una chiquilla con demasiados huesos y todavía bastante parecida a nuestras propias hijas. La familia de la novia ni siquiera era distinguida, realmente distinguida, de esas que han vivido en la afluencia y el poder por varias generaciones y han adquirido cierta naturalidad aristocrática; para nada, nuevos ricos de lo más vulgares.

         Cuando nos presentó como sus “amigos de toda la vida” sentimos que más que recomendarnos, se estaba despidiendo de nosotros con un gesto elegante. “¡Adiós muchachos, compañeros de la vida!” Sólo Alex se veía espléndido, más atractivo que nunca, con esa distinción otoñal que la generación de nuestros padres vio, por ejemplo, en los mejores momentos de un Arturo de Córdova.

         No volvimos a verlo en muchos meses. En realidad, nos vimos poco nosotros mismos. La capitulación de Alex parecía la capitulación de todos. Sólo mi mujer se rió. Mi mujer es malévola. Tiene sus ideas. Dice que me prefiere borrachín, disipadón y taurófilo a tenerme de bulto en casa todo el tiempo, estorbándole su quehacer (¿cuál, digo yo, si le pago criada?) y fastidiándola con mis teorías. 

         Concedo que mi insigne cónyuge conserva algo de la sabiduría de las matronas de otros tiempos: no me toma mucho en serio, maneja la casa como quiere, y me ve a ratos como a un incorregible adolescente al que, no hay remedio, se sobrelleva con el mejor humor posible. Ella tiene mucho humor. Se ríe de mí todo el tiempo.

         Debo confesar que, gracias a su risa, más que a mi talento, he podido andar mi doble camino de mediocre, pero no desastroso, padre de familia; y de nostálgico, pero no perdedor, bohemio a destiempo. Ella debería confesar que gracias a los toros, al trago y a ciertas escapadas non-sanctas a ciertos antros, sobrellevo pacientemente sus achaques. Y sus guisos, porque —dicho aquí en confianza— cada vez cocina peor. Siempre que me siento a la mesa exijo no sólo la sal y la pimienta, sino el bicarbonato.

3      

Luego supimos lo previsible. Una vez conocidas las fiebres o las mieles del lecho (como diría Balzac, cuya Fisiología del matrimonio, ilustrada con espléndidas láminas pornográficas de la época, ha sido uno de los libros más importantes de mi vida, aunque más por su indecencia y su cinismo deliciosos que por mis poco rigurosas aficiones literarias); una vez conocidas las fiebres o mieles del lecho, digo, la muchacha se transformó. Se volvió ávida, disipada, temeraria. Eso dice Balzac, que no hay que darle mucha azúcar a la mujer en la luna de miel, porque se envicia, y ya siempre verá a los hombres con turbios ojos de opiómana.

         Acaso no hubo mala fe: ella creía, antes de casarse, que quería corregir a Alex, pero dentro de ella, incluso sin sospecharlo, estaba enamorada del muchacho que Alex había sido y ya no era. No soportaba al viejo bohemio, al madurón libertino, porque los chamacos ven ridículos o vulgares los vicios que, según ellos, ignorantes y prejuiciosos, sólo en la juventud esplenden. Le fascinaba el viejo fuego vivo que adivinaba en el rescoldo transformado y juramentado de su galán otoñal.

         Tuvo aventuras con muchachos despreocupados que se parecían a aquel joven Alex que reinaba entre mujeres casadas; conoció con ellos el alcohol y las drogas, hasta llegué a verla en los toros. Y Alex, cada vez más un Arturo de Córdova, pasaba madrugadas atroces, corroído por el despecho y por los celos, esperando en vano a la esposa joven que en esas mismas horas andaba corriendo a toda velocidad en motos y coches de los James Dean del barrio.

         Alguna enfermiza necesidad de purgatorio lo llevaba a expiar así, vergonzosamente, su juventud disipada; comerciar con Dios, la Virgen y los ángeles las penalidades actuales para limpiar su nutrida página de pecados pasados. ¿O acaso ya era insensible al amor natural (como si existiese tal cosa: “el amor natural”), al romanticismo y al erotismo simples, y necesitara pincharse el ijar para volver a encabritarse y relinchar como en los viejos tiempos? ¿El cansado erotómano requería del afrodisiaco de emergencia de una corona de espinas, de algunos lanzazos en el costado y el corazón?

         Sé que la edad madura tiene vicios que los chamacos desconocen. Que su erotismo y su romanticismo son más acezantes. Que es infinitamente más difícil desprenderse de una pasión para un tendero barrigón y canoso, aparentemente ya más allá de todo, que para un desesperado e inexperto galancillo de veinte años.

         Imagino a Alex espiando olores en las medias y la lencería de su mujer, al regreso de sus aventuras; lo imagino planeando asesinarla, o suicidarse; creo que al final de esas diabólicas madrugadas sin ella, sudoroso y con la garganta seca, después de ríspidos y llorosos coloquios con las potencias celestiales, la terminaba adorando más, como Agustín Lara; y que en su posición de víctima crecían su propia necesidad de ella y sus placeres con ella.

         Seguía siendo un poco ebrio, ebrio sin alcohol, lo que los Alcóholicos Anónimos pero no los juramentados conocen como la “ebriedad seca”. Se lleva ya el vino en la sangre, y sin copa alguna uno siente y se comporta como si hubiera vaciado dos botellas de coñac. Un ebrio de Dios. Hay torcidos placeres en la edad madura que los chamacos desconocen.

         Pero la mujercilla, que nunca fue gran cosa, perdió para todos (menos para Alex) su altanería de virgen exigente y codiciable. Se acorrientó. Sus ojos ya no miraban con desprecio de todo, sino con codicia de demasiadas cosas. Ya no la virgen inmutable sino la casada ansiosa de emociones. Se pintaba y se vestía con demasiada urgencia de agradar. Celebraba con aspavientos cualquier tontería. Su Arturo de Córdova (a quien el sufrimiento ennoblecía, ahora con destellos místicos) la observaba con gestos secos de quien ha aprendido a soportar (se diría que a disfrutar) los grandes tormentos sin emitir una queja.

         Hay secretos de cama que nadie conoce. Por alguna razón siguen viviendo juntos, digo yo. Podría ya haber ocurrido una tragedia. Pudieron haberse separado. ¿Por qué no regresar al vicio?, le hubiera dicho yo a Alex. ¡Más vale vicioso contento que mustio amargado, y cornudo! Pero no solicitó mis consejos. Y a la esposita pudo haberle convenido, para mayor libertad de sus aventuras, poner casa de mujer soltera. Algo elaborado y tortuoso ha de funcionar entre ellos cuando insisten, con los roles volteados, en esa mescolanza de matrimonio y aventura, de la virtud y el vicio.

         Mi extrema curiosidad no llega al grado de hacerme presente en su casa, para espiarlos. Los espío de otro modo. Una mañana de cruda atroz, domingo, me presenté en el templo de San José de los Naturales, en el centro. Estaba llena de ex-borrachos y de borrachos vergonzantes o arrepentidos que buscaban en la Virgen la solución de sus vidas. Lloraban como poseídos. Prometían mil sacrificios, como condenados a muerte. Sentí su ansiedad, a su modo bohemia, de llevar una vida moralmente “emocionante”, de darse a sí mismos la dignidad de cierto heroísmo, de luchadores de una utopía. Las borracheras secas, las borracheras de Dios.

         Escuché cómo el cura exaltaba las aventuras del infierno y del paraíso, los combates contra la tentación, los poderosos enemigos del hombre que conducen a través de mil mañas a la débil oveja hacia la perdición de las cubas. Salían transfigurados, con apetito de virtud, como si fueran a jugar póker o a ponerse una borrachera hasta el amanecer con las vedettes de senos más grandes de toda la capital. Los vi firmar sus compromisos de no tomar un trago más, reformar sus vidas por completo, vivir la emocionante aventura de sentirse un poco ángeles. Y recibir sus estampitas enmicadas, con su compromiso en el reverso, para colgárselas a manera de escapularios.

         No sé qué pasión mayor o más absurda descubrió Alex en esta vía del sacrificio y la negación. Quizás los nervios de un blasé ya no se conmuevan sino con placeres metafísicos, con los enredos morbosos de sentir ángeles o demonios inmiscuidos en cada instante de nuestras mediocres vidas meramente humanas. Algunos placeres secretos han de desgarrar pasionalmente las fibras del sufridor. En su escena más famosa, Arturo de Córdova reza en un reclinatorio entre los pasos resonantes de unas hermosas piernas de mujer. San Alex y su diablesa.

         ¿O se trata simplemente de la capitulación de la edad? ¿De la conocida vulgaridad de que en la edad madura resulta más difícil, incluso insoportable, aceptar que la vida no tiene ningún sentido, y uno se lo busca en los laberintos menos razonables, y por ello los que menos lo pueden desencantar? ¿Esos sufrimientos hacen sentir algo al cincuentón de nervios estragados, incluso algo... erótico?

         Mis amigos dicen, en las raras ocasiones en que nos vemos últimamente, que en realidad Alex era un fraude. Que siempre lo fue. Que tomamos, ingenuos, como vocación de vida intensa y aventurera una mera debilidad de carácter. Que Alex era una veleta movida a cada rato por un carácter más fuerte. Ahora dio el chochazo y se encontró la horma de su zapato.

         Mi mujer se ríe y opina malévolamente que, a pesar de los cuernos, Alex debe estar recibiendo de su mujer algo más de lo que acostumbraba. Tal vez su vida anterior de borrachín no le daba tanto: pura alharaca y a la hora de la hora, nada.

         “¡Verdaderamente esa mujer debe tener su gracia!”, dice mi esposa con un tono más libertino que el de todas las suripantas que he conocido en mi vida. Y Dios sabe que suman legión.

         No le hice pues caso y, como estábamos en los toros, me concentré en la faena. Toreaba Ponce. Ella va a los toros, como de repente me acompaña a algún cabaret, para constatar que esos terribles placeres masculinos son puras bobadas de hombres que se niegan a crecer: que se envician con un triciclo, con unos trenecitos.

         Resentí la facilidad con que una matrona (porque es voluminosa mi señora: no se podrá decir que la he matado de hambre), que se sentía en el paraíso entre sus pudines y sus plantitas, despreciaba nuestras irrefrenables nostalgias de garañones juveniles; y con una lascivia sobreactuada me le quedé mirando descaradamente a una amazona suculentísima que vociferaba a unos metros, en el tendido de sol. Mi mujer se rió más:

         —¡Anda, pero háblale, no te le quedes nomás mirando! ¡Eso quisiera ver! ¡Que de veras esa chamaca pelara a un borrachín cascado como tú! ¡A lo mejor te hace recordar lo mucho que has olvidado! ¡Desde hace años! ¿Quieres que te ayude, que la llame? ¡Señoritaaa!

         —Bah, no seas celosa, mujer.