domingo, 28 de enero de 2024

HOTEL ACQUASANTA

HOTEL ACQUASANTA
por José Joaquín Blanco

"Se cuenta que un día un oficial de marina amigo suyo, le enseñó un manitú traido del África: una pequeña cabeza monstruosa que algún pobre negro talló en un trozo de madera.
-Es muy fea- dijo el marino-, rechazándola con desprecio.
-¡Tenga cuidado! -repuso Baudelaire, inquieto-. ¡Podría ser el verdadero Dios!"
ANATOLE FRANCE: “Charles Baudelaire” en La Vie Littéraire, III

1
Llevaba dos horas esperándome en el presuntuoso hall del hotel Acquasanta, con una Biblia en la mano para que pudiera reconocerlo. Ya se había sentado en todos los sillones y había caminado veinte veces de la recepción a la entrada, de la entrada al restorán, del restorán a los pasillos. Pero no tenía cita: yo le había aclarado, cuando llamó al programa radiofónico "Dios somos todos", que sólo estaba de paso en Tlanepantla, de prisa, agobiado por todo tipo de compromisos; que se tranquilizara, que todo tenía remedio en este mundo: que sólo su aprensión y sus temores creaban monstruos que en la realidad no existían sino como pequeños problemas de todos los días, perfectamente naturales, que afectan tarde o temprano a todos los hombres; que yo mismo lo llamaría en mi próxima visita.
Logré evitarlo al salir de la estación de radio -no sólo se las había arreglado para que me pasaran al aire su llamada sino que además averiguó en mala hora dónde me hospedaba-, pero sospeché que insistiría y me metí a un cine a matar el tiempo: más de media película de extraterrestres, para fatigarlo y desalentarlo. Mi negocio es predicar en los medios de comunicación y en conferencias de paga, en teatros y auditorios; no agotarme en consultas privadas gratuitas.
Había amenazado con aguardar toda la noche y toda la madrugada si era preciso: le urgía hablar en privado conmigo. Cumplía su amenaza. No necesité su Biblia: de inmediato identifiqué su aparatoso, grotesco, porte de atribulado. Tuve que reprimir una carcajada: me pareció otro extraterrestre.
Ahora todo mundo sabe que soy un "falso cura". El obispo de Ecatepec me armó un escándalo en la televisión y hasta intentó hundirme en la cárcel. Pero yo nunca afirmé que fuera uno de los curas de su diócesis, ni siquiera me presenté alguna vez, durante los cientos y cientos de emisiones de radio en que auxilié a los radioescuchas atribulados, como clérigo romano. Nadie tiene el monopolio de Cristo. Soy sacerdote de mi propia iglesia cristiana. Predico que Cristo somos todos.
Un gigantón deslavado, algo barrigón, con mandíbulas enfáticas y unas manazas de la Edad de Piedra. Temí que sus abrazos me descuartizaran. Un aliento fétido, bilioso. Inyectados ojos de insomne. Y sin embargo tan gentil, casi afeminado -si nos pudiéramos imaginar gorilas afeminados-, que me hizo sospechar su inexperiencia en el trato social. Probablemente un bodegonero o un trailero acostumbrado a una conducta ruda y directa, elemental, sin muchas palabras, en el brete de presentarse como refinado.
Vestía un traje con arrugas de ropero. Quizás llevaba años colgado ahí a la buena de Dios, desde la última boda familiar, entre los vestidos de juventud de su esposa. Porque semejante cuarentón era inconcebible sin una o varias esposas y un buen racimo de escuincles mocosos, majaderos, lamentables. Cherchez la femme!, me alerté para mis adentros.
Hablaba con la misma torpeza de su traje, de sus ademanes, como si tuviera que traducir a un lenguaje raro, de etiqueta, sus pensamientos burdos. No encontraba las palabras o se tropezaba con términos equivocados, que seguramente jamás había pronunciado, que se le habían pegado de algún especioso programa de radio y se había dado a la tarea de inventarles un borroso y elaborado significado, en lugar de acudir a un diccionario de bolsillo.
-Padre Terán -me dijo-, no sabe cuánto lo pronostico; desde hace meses perpetúo sus homilías, hasta he esbozado ejecutarle algunas cartas, pero soy un escrupulado neófito en las infraestructuras del Espíritu, un pobre pecador que se promete ahincar el Evangelio...
-Vamos, hombre, al grano: necesito dormir un poco y antes debo cenar cualquier cosa...
-Prométame conviviarlo...
-Prometido. Pero de una vez. En un rato cierran.
Casi lo arrastré al restorán. Pedí el platillo y el vino más caros.

2
No vayan a pensar que soy o me quiero hacer el cínico ni el rufián. No trato de escandalizar a nadie. Sin duda alguna, quien esté leyendo mi relato ya no necesita que nadie lo espante a mis costillas. Mi desprestigio ha sido total (ya se olvidará pronto, y para entonces tendré otro nombre, en otro sitio, con otros negocios), y en nada me beneficia justificarme ni flagelarme. Simplemente quiero decir que un tipo abusivo me puso de mal humor.
Ya me imagino al filantrópico lector agraviado: "¡Un cura falso, charlatán radiofónico, maltrata y zahiere -así se dice: zahiere- a un ingenuo hombre del pueblo, ignorante, inocente, crédulo, atormentado!" Evito que el lector humanitario se precipite en sus indignaciones: anticipo que el tipazo de marras era un criminal fugado de una cárcel de Michoacán; vivía en Tlanepantla con nombre y credenciales falsas; ni su reciente esposa -porque había dejado por el ancho mapa nacional regadas media docena de esposas con escuincles, todos bautizados con apellidos falsos y diversos- trasuntaba su oscura historia, perfectamente digna de cualquier salvaje.
Me enteré de ello más tarde, claro está: pero mi olfato es rápido, mis premoniciones avizoras. Indudablemente había gato encerrado. El gigantón parecía demasiado teatral, rebuscado, elaborado. No me tragaba que fuese un pobre de espíritu. Algo me quería vender, o transar, me dije. Y por el momento ataqué un pedazo de bolillo con mantequilla.
Sé que a los devotos los asusta un poco la gula de los curas. La ven poco espiritual. Cuando trabajo en serio procuro llegar a los festejos con algo en el estómago, para dar la impresión de que sólo por condescendencia admito displicentemente algún bocadillo. Pero quería advertirle al tipo que se anduviera con cuidado. Que sospechaba su juego. En realidad, hasta me asustaba un poco. Pero en mi oficio siempre se corren riesgos -espías, chantajistas, defraudadores, megalómanos-, y he aprendido a divertirme un poco hasta en las situaciones más inseguras. Mis terrores me entretienen.
-¿Y por qué me buscas precisamente a mí? -lo tuteé sin miramientos, de tahúr a tahúr-. ¿Y el párroco de tu colonia?
Se miró las manazas de tablajero, las uñas sucias.
-Los curas de barriada sólo panoraman escrupuleados pecados minutos. Hace algunos meses divagué su homilía en la radio. Usted comunicaba que había trascendido a múltiples criminales, de la ralea degenerativa, antiestrófica. Que impávido auscultaba hienas de holocausto. Y que todo lo podía condonar, que su corazón sancionaba por la pendiente exonerable a los cristos más incógnitos y nefandos en sí, de suyo. Que el asesino es Cristo y el asesinado es también Cristo, y que todos somos Cristo y santa paz amén.
-Nunca declaré tal cosa.
-Yo la consigné en una agenda, bitacoreadas están la fecha y la hora.
-¿Andas buscando confesión, el perdón de tus pecados? Pásame el guacamole. ¿Tan tremendos son? Salucita. A lo mejor sólo dije que muchas personas se imaginan más pecadoras de lo que en realidad son, nomás por orgullo, por sentirse interesantes y malditas... He encontrado tanta gente tonta que se imagina en pecado mortal porque se tragó un macarrón. Llégale a tu caldo, que se te enfría.
Trataré de resumir su jerigonza. No, no buscaba confesión ni perdón de nada. No creía mucho en eso. Por lo demás, todo ya se lo había confesado y perdonado a sí mismo. ¿Qué otra le quedaba? Uno ha de seguir viviendo de cualquier manera consigo mismo, ni modo de mudarse de pellejo. Al diablo los escrúpulos, que son más para ostentarse que para practicarse, si es que en realidad alguien ha llegado a conocerlos. Por lo demás nunca se había sentido arrepentido de nada, lo que era arrepentirse de veras, salvo cuando tenía mala suerte y las cosas le salían mal. Pero no podía llamar a eso arrepentimiento, sino coraje y pena de su mala suerte o de sus tonterías. Sin embargo, últimamente, últimamente...
-Salucita.
Últimamente no se reconocía. Después de tantos y tantos años de no espantarse de ningún muerto, de no inmutarse absolutamente ante nada, porque debía yo saber que había conocido el crimen, la crápula, la mierda, la crueldad, la miseria, absolutamente todo, desde antes de aprender a hablar, porque entre esos pañales se había criado, y todos a su alrededor eran lo mismo, y sólo parecían asombrarse de hechos semejantes las locutoras remilgaditas de los noticieros de televisión, “escrupufulosas”.
-Acábate de una vez tu caldo. Ya nos están corriendo.
-¿No aspira a degustar otra copa de licor? ¿Se la escancio?
-Ya nos están corriendo. Pide dos botellas de ron y unas cocacolas. Me resignaré a seguirte escuchando en mi cuarto. Y de una vez paga la cuenta.
No, no era una simple cuestión de dinerillo. Extrajo de la bolsa del pantalón tremendo fajo de billetes. De los más grandes, e incluso dólares. Se trataría de algo más gordo. Me podría querer de cómplice para algo de veras mayúsculo, pensé con cierto temor. Pero no se me iban a indigestar las puntas de filete recientemente incorporadas a mi epostuflante fisonomía -empezaba yo a contagiarme de su lingo-; ya he dicho que suelo divertirme un poco incluso en mitad de los episodios más arriesgados.

3
Echado en la cama, con una cuba en la mano, ya sin la menor intención de asumir una pose sacerdotal, miraba al gigantón desgarbado, neurasténico, casi fantasmal, ir y venir a grandes zancadas en el cuarto pequeño. También traía una cuba en una mano, que casi no probaba (la otra no soltaba la Biblia).
Me contaba su vida sórdida. No sé cuánto exageraba: innumerables hurtos y riñas, golpizas, violaciones, algunos asesinatos. No le dije que abundantes vidas similares se escondían en los suburbios de las ciudades y en los pueblos, incluso (o sobre todo) en zonas adineradas. La suya en todo caso resultaba un tanto cuantiosa y prolija en episodios de monótono corte policiaco. Pero cuando la vida bandolera se vuelve normalidad en toda una familia, en todo un barrio, en un estrato social y hasta en una nación, ya resulta mera cuestión de estadística el censo de los "ilícitos", como él los denominaba. La larga vida del virtuoso prolifera virtudes; la del mezquino, triquiñuelas; la del "lacra"...
-Soy un sujeto tipo lacra, padre Terán..
La del "lacra", como mala hierba, como plaga silvestre, multiplica episodios criminales. Eso lo sabía muy bien B. R. (llamémosle así) y ni se avergonzaba ni se rebelaba contra su destino. Había llegado incluso a divertirlo. Contaba algunos asesinatos más digamos entretenidos o pintorescos que otros; no conseguía dejar de sonreír (en memoria de antiguas, largas carcajadas) ante ciertos fraudes o robos más ingeniosos o novelescos que otros.
Algo de pudor conservaba (o fingía) ante ciertas violaciones, pero en su digamos estirpe "lacra", a final de cuentas, todo mundo se había cogido finalmente a fuerzas a alguien, con el expediente de unos cuantos madrazos para facilitar y amenizar el procedimiento. Él mismo había sido violado en su más tierna infancia por su propia pandilla, en una especie de rito iniciático, como novatada, cuota de ingreso o para "dejar prenda" a fin de pertenecer a ella. Fue a dar al hospital con el ano desgarrado, pero no denunció a sus agresores -que por lo demás no hubiera sido difícil rastrear entre los chamacos del vecindario con quienes se le veía en la calle a todas horas todos los días; con quienes se le siguió viendo, porque al fin y a cabo eran su "flota", su "raza", y a muchos otros les había ocurrido algo así, como a muchos otros les aguardaría su turno de iniciación, prenda o novatada, a la vuelta de los años, ahora con B. R. entre los agresores...
-No es insólito soportar el Mal, padre Terán, como usted ha epigramado en su emisión radial; consuetudinarse a él cual memoranda cotidiana, sin ínclitos desdoros, incluso sin dolor, ni siquiera disgusto intrasensorial o patológico. Así se aterriza la biografía inverecunda de los muchos, hasta que todo mundo epiloga por morirse.
No sé si me divertía más el dépaysement de su moral o el dépaysement de su florido discurso. En el fondo, todo me daba la impresión de una bufonada (me lo sigue pareciendo: escribo esto desde ahora para que en un futuro no se me ocurra que sólo lo soñé). Lo hubiese tomado fácilmente por un farsante o loco vulgar, sin creerle una palabra, si no recordara con demasiado asombro -el bulto seguía delatándose en la bolsa izquierda del pantalón- el fajo de billetes.
Y últimamente, últimamente... su universo se "desfracturaba", se "trascoyuntaba", se resbalaba como piso aceitoso bajo sus pies. Casi no podía comer: sentía hambre, pero su cuerpo se negaba a aceptar el alimento; se le atragantaba, era rechazado con espasmos y vómitos por su aparato digestivo o por sus nervios, se le contraían el cogote y las tripas, vayan ustedes a saber. Tampoco dormía mucho: se caía de fatiga pero sus nervios no le permitían abandonarse al sueño más que por periodos de diez, quince minutos, que lo agitaban y extenuaban por competo. Despertaba más cansado que antes. Llevaba meses con semejante vida fantasmal.
Todo, por otra parte, le parecía frágil e irreal, como si deambulara "en guisa de autómata" en mitad de un sueño. No creía que los muros, las sillas, el suelo, el techo, el excusado, sus propios brazos fueran reales y "objetivos, sólidos"; sino como "plasmáticos y cloroformizados", traslúcidos, gelatinosos; esa silla, por ejemplo, estaba a punto de invadir la mesa o la pared cercanas como una mancha de aceite invade el agua. Todo era como líquido, el mundo lo enclaustraba "a la manera de un acuario glauco, limoso, con medusas, algas y tiburones".
-No mames, B. R.; lo que pasa es que has escuchado demasiados programas "espirituales" de la radio. Empezaste como simple criminal, pero de tan trivial inicio has degenerado hasta el anacoluto, el barbarismo y el ripio. Existe la absolución para el asesinato y el estupro, hasta para el parricidio, ¡pero ninguna religión exonera el anacoluto!
-¿El qué? ¿Qué carajos es anacoluto?
-Nomás búscale la rima. Y entre tanto tráeme otra botellita de agua purificada. En el baño, sobre el lavabo. Estoy sudando puro ron y cocacolas; me siento más pegosteoso y gelatinoso que tus fantasmas. Y sobre todo, fácil criminal, ¡huye del anacoluto!


4
Para entonces ya era media madrugada. Nos hubiera rodeado el silencio si no nos llegaran a ratos, enfáticos, ciertos jadeos y ruidos eróticos de los canales de tele porno de los cuartos vecinos, o de los entusiastas huéspedes que los emulaban.
¿Quién de tal manera conjuraba, asediaba, visitaba, conturbaba a B. R.? ¿Era Dios o el demonio, o las rencorosas almas de los muertos; las víctimas que sólo habían esperado silenciosas tantos años para cobrarle todas sus cuentas juntas? ¿Le estaban cobrando qué, quién precisamente le estaba cobrando qué cosas? ¿Todos le estaban cobrando todo al mismo tiempo? ¿No había modo de escapar, de exorcizar a sus perseguidores, de llegar a un arreglo con ellos, de irles pagando en abonitos? Nunca antes B. R. había sentido escrúpulos ni remordimientos; en realidad, tampoco ahora los sentía; no eran pues la Conciencia ni la Culpa. ¿Qué diablos era?
-Usted debe trasuntarlo; usted que ha aforizado réprobos, palinodiado caníbales, alocucionado reos de cadena perpetua, epistolado narcosatánicos, reconciliado forajidos que se programan epitalámicamente un tatuaje por cada delito, y ya llevan todo el cuerpo cundido de escrituras y trazos omnígamos, como graffiti de bardas defeñas, en pellejudo laberinto; usted que ha imbricado a la Santa Muerte y a Changó...
-Para nada. La santería no es mi fuerte -le respondí ya algo ebrio, más divertido que asqueado-. Hay otros colegas no difíciles de localizar. Se anuncian en los periódicos y en internet...
El tablajero gigantón de pronto se vino abajo, como res fulminada; quería llorar pero el llanto no acudía a su llamado; quería seguir hablando pero no se qué contracturas del pecho le ahogaban las palabras. Babeaba, se sacudía, se le enrevesaban los ojos en blanco. Todo un endemoniado. No quedaba más remedio que exorcizarlo. ¿Pero no me estaría tomando el pelo? Dos farsantes: uno se que se hace el cura y otro el penitente.
Se imponía, pues, destrabar la comedia, o nos quedaríamos el resto de la madrugada con sus babeos y convulsiones en el suelo. Probablemente ya no tenía nada más que decirme. Agotadas finalmente sus improvisadas y baratonas dotes retóricas e histriónicas, había alcanzado su clímax. Entonces yo, el falso cura, abandoné el resto de mi trago en el buró, fingí un trance, un contacto con el Absoluto (todo ello con cierta parsimonia, sin acudir a sus recursos de teatro de feria, que no son mi estilo; ademanes y movimientos simplemente ceremoniosos, concertados, oficiales), y extraje sus demonios:
-¡Encuérate! -le ordené.
Que nadie quiera ver lascivia en mis intenciones. Nunca me han excitado los varones, y mucho menos los gigantescos panzones desgarbados de cuarenta y tantos años. Éramos dos hombres de más que mediana edad, bien gastados por la vida, sin atractivo sensual alguno. La orden surtió su efecto. Se atenuaron sus convulsiones. El llanto encontró finalmente cauce, a borbotones. Un pudor de señorita empavoreció al cínico curtido.
-¿Qué me va a hacer? -se quejó con bovina mirada plañidera, como un niñito frente a una pandilla de violadores.
Retomé mi cuba. Me raspé la garganta y atrapé al vuelo el gargajo con la mano, como a una mosca; lo embarré en una almohada.
-¡Encuérate! -repetí.
Se incorporó y se fue desnudando dócilmente, con una torpeza y una falta de gracia irremediables. La Biblia quedó abandonada junto a un zapato. Traía pistola, que dejó a mis pies, en la cama. Era una res verdaderamente repugnante y sucia, desollada. Se volvió de espaldas en un último resto de pudor, para no exhibirme de frente sus enormes genitales aguados, pero se encontró frente a un espejo que encuadró, como una fotografía, su gesto de bajarse los calzoncillos hasta los pies: los genitales como bofas vísceras en un rastro, y su mirada lastimosa, ofendida y resignada hasta la abyección.
La presuntuosa decoración modernista, lujo estridente y barato, del cuarto del Hotel Acquasanta, con sus muebles, lámparas, cuadros abstraccionistas, cortinas y demás parafernalia de colores chillones, se concentraban en el espejo claroscuro y resaltaban la fealdad de ese exangüe pedazo de animal en cueros, casi en canal.
-¿De veras crees que a alguien del Más Allá o de Cualquier Parte le interese ese esperpento?
Cayó de rodillas, con un llanto numeroso. Se imagino más humillado de lo que hubiese sufrido entre rufianes y policías, en la cárcel o durante madrizas en despoblado. Su propia mirada lo ofendía y degradaba. Que nadie me acuse de sádico. Él mismo era conjuntamente su tribunal, su condena y su retazo de infierno.
-¡Hijo del Hombre! -proseguí-. ¡Carga con tu lote de huesos, tripas y caca lo que te reste de existencia! O pégate un tiro. -Hizo ademán de tomar la pistola: por lo visto estaba dispuesto a obedecerme en todo; me alarmé, lo contuve: -Pero no aquí, Hijo del Hombre. ¡No me gusta el tiradero! Ahora ya sabes lo que hay que saber. Dios somos todos y valemos una bendita mierda, más allá de lo que en nuestra vanidad llamamos infamias o virtudes. Ahora agarra tus tiliches, vístete y lárgate sin más panchos. Déjame tres mil pesos.
Acató de inmediato, cual quinceañera que inopinadamente restaña su pudor. En dos minutos estaba fuera.

5
Dormí la mona de los justos hasta mediodía y retomé mi gira de predicaciones radiofónicas por media república. Dios somos todos. En una populosa cantina de Tamazunchale me alcanzaron las denuncias del obispo de Ecatepec. Nadie en la cantina me encontró parecido con el video de archivo que exhibía el noticiero televisivo nacional. Yo seguí jugando dominó como si nada. No era la catástrofe armaguedónica que pretendía el obispo, sino solo una contrariedad, el final de un negocio. El "falso cura Terán" o el “falso cura Garatuza”.
Mis abogados no encuentran delito qué perseguir, pues nunca me dije cura de esa diócesis ni de esa iglesia; que la gente haya pensado otra cosa no es mi problema. Aunque a la gente no le importa tanto esa formalidad, ese trámite, de haber sido o no ordenado sacerdote oficialmente por tal iglesia o tal obispo. Nunca he tenido mayor demanda que en medio de mi supuesto desprestigio. Pero mis abogados me recomiendan mesura hasta que se desinflen y apolillen todos los morosos recursos judiciales. En consecuencia, no afirmaré nada. Sólo estoy recordando mi "drolático" episodio con B. R., en el Hotel Acquasanta de Tlanepantla.
Allá ustedes si encuentran -es cosa suya- cierto temblor de reconocimiento entre el probable criminal y el cura cuestionado. Allá ustedes si se imaginan que yo también nací y me crié entre los pañales y los lodos de la miseria, la crueldad y la violencia, “tipo lacra”. Allá ustedes si me imaginan como niño recogido para criado, monaguillo y sacristán y otros poco halagüeños menesteres por algún abusivo cura formal, un cura con diploma. Allá ustedes si inducen que en alguna parte debí aprender las mañas y los resortes del negocio pastoral. Un cura con diploma que pudo llegar a obispo con diploma en Ecatepec o en otra parte.
Soy un mero pastor ambulante en un país de vendedores ambulantes, un cura informal en un país de vendedores informales. La informalidad somos todos. Dios somos todos. Todos somos todo y valemos mierda, como el buen B. R., quien seguramente se recuperó o se desengañó, pues ya no me persigue como antes por todos mis programas de radio "abiertos al público". Ojalá haya podido llevar algo de paz o de audacia a ese gigantón atribulado. Que se haya conformado con sus pardos días o se haya pegado un tiro.
"Por sus obras los conoceréis", dijo Cristo. A mí me piden que predique por medio México, en teatros y en la radio. El honorable público aplaude mis “obras”, simples palabras, a rabiar. El honorable público también es Dios. Todos somos Dios y entonces asimismo me corresponde, incluso en toda mi pequeñez y mi torpeza, ser moderadamente Cristo. Así sea.

viernes, 29 de diciembre de 2023

MELBA Y LA SUICIDA

MELBA Y LA SUICIDA
por José Joaquín Blanco


Cold stars watch us, chum,
Cold stars and the whores.

KENNETH PATCHEN


Meses atrás, una tarde estaba yo echada sobre la cama, frente a la tele: un programa de variedades a todo volumen en casa de Melba, la payasa vieja.

--Hay algo como indigno en ser una actriz vieja --dice Melba.

Piensa que el narcisismo y la hinchazón están bien para las jovencitas. Pero una actriz vieja es tan grotesca como una enamorada decrépita. No queda sino hacerla de bruja, de mendiga, de criada.

--Yo he hecho todas las criadas y robachicos y mendigas del cine nacional.

Tan degradante, piensa, como la vieja ninfómana que se humilla y se presta a toda bajeza para que le perdonen la vejez, y ya no que la amen, pero que siquiera le ayuden a montar teatralmente, por instantes, sus patéticos sueños de amor, que ni siquiera a sí misma se atreve a confesarse, sino perdidamente borracha; es de un patético... Puaff. Sobre todo porque otra vez se está plagiando a Bette Davis en What Ever Happened to Baby Jane?

Por eso dice Melba:

--No soy actriz, lo fui: ahora soy payasa. No me importa el ridículo. Les hago cualquier papel de payasa con tal de tener dinero para pasarla bien con mis gatos.

Tiene un gato eunuco llamado Endimión.

Melba es la única amiga que tienes, María, me dije. Ahora que has llegado al pliegue final, al rincón, a la vuelta de todo, y como fantasma indestructible, increíblemente, has sobrevivido.

No has sobrevivido, María, has vuelto (ha de pensar la Melba); apestas a resurrecta; apestas a la asepsia clínica, a la limpieza desinfectada, de las almas que vuelven; apestas a vida artificial, a la vida inmortal, ¿a museo?

--Léeme el tarot, Melba.

--No, chula. No estás ahorita para impresiones fuertes.

La única amiga que tienes, María. Tú, fantasma; ella, fantasma.

Qué lejos quedó la vida, piensas, María: la otra orilla --esos cuerpos plenos y vitales, efusivos de colorido y brillos de realidad, en la tele--; esta cacatúa, esta falsa quinceañera arrugada y medio calva con la peluca a la moda de diez años atrás, que ya ni siquiera se ocupa en arreglar, nomás se la encasqueta, descolorida y arrugada. Todo es irreal. Sólo confías en Melba desde la salida --¿falsa?-- del sanatorio.

Estás recosiendo unas calcetas de Melba (viejas calcetas de carrera de autos, Fórmula 1). Tiene algo travestido de solterón esa vieja, de descuido, de rancio, casi casi ¡hasta bigotes! Podría pasar por un maricón travestido. Le divierte el equívoco. Ya casi sólo tiene amistades entre homosexuales, como el Jirafón, a quienes divierte muchísimo, la celebran todo el tiempo.

Melba, piensas, también tuvo sus sueños de estrellita --ser admirada, respetada (amada no --ella no sufre de amor, a lo mejor nunca fue muy sentimental que digamos; pero sí sufre por no atraer, por no ser aplaudida, brillante, reconocida--) y sobrevive a las ruinas de sus sueños. Se diría que sin tragedia.  Que ha recibido la farsa con agradecimiento: a final de cuentas eso es lo que sí es ella, lo que sí es lo real, lo que sí es la vida.

Melba se agita en torno a ti: payasa baratísima y lamentable, intenta divertirte con chistes y chismes patéticos, lastimosísimos. Pero te hacen reír; precisamente por su crudez, por su amargura. Ahorita no estás, te dices, para humor inocente. Ahorita, que no te cuenten chistes limpios.

No me dolía ya. Me había dolido mucho... antes. Ahora estaba ya como en la otra orilla: ahora nada tenía importancia, ni el dolor ni... Antes no podía ver a Melba sin que me pusiera mal, sin que me sublevara, rabiosa, ante tanta desdicha, tal humillación: así terminaba siempre la vida. El fracaso, la miseria, la degradación. Y uno a final de cuentas tan amante de la vida que estaba dispuesto a aceptarlo todo, a caer, a fracasar, a humillarse... con tal de seguir vivo.

Había visto antes a Melba como una promesa de mi futuro. Así iban a terminar mis ilusiones: mi juventud (mi juventud: esa arcadia casta y tímida en el espejo, ahora tan irreal, ¿te acuerdas, María?), mis amores.

"Yo, antes me doy un tiro", te dijiste, María.

No fue un tiro: tragué los nembutales.

Sobreviví.

No fue un tiro: tragaste los nembutales: sobreviviste.

Por cortesía esa tarde hacía a veces como que me sonreía con Melba. No le iba a hacer sentir que hasta como payasa ella era un fracaso: que sobre todo era un fracaso así, como fracaso. No enternecía a nadie; repugnaba. Que era un fracasote viscoso, sentimental, lastimoso.

¿Y qué, María?, me dije. ¿De qué puedes espantarte ahora: de qué puedes, ahora, decir: "Esto sí no lo puedo soportar", eh? Sabes ya que no hay nada que no se pueda soportar. Todo se soporta. Todo está bien y no tiene importancia. ¿Ante la evidencia de Melba, te dan ganas de huír? Ya no hay adonde huír.

Melba, factótum de las tablas. Princesa durante años --desde quinceañera hasta después de los 30-- de la televisión infantil. Generaciones de niños poblaron sus sueños con la manera de Melba de ser princesa: de entristecerse inolvidablemente, de ser salvada por un chico bonito pero fuerte, casi duro, que regresaba embellecido, después de enfrentarse con nobleza a los dragones de la adversidad y a los malvados, de ser claro y sincero y todo corazón en su mirada, de ganar el amor a la buena y recobrar el reino y la princesa al final, en medio de la alegría y la fiesta de todo mundo.

Melba ahora: traficante de lo que sea, profesora de todo: de tai chi, aerobics y esoterismo, fayuquera: "Mira qué chulada que me acaban de traer de la frontera"; espantapájaros, cómica, tercera, celestina, proxeneta: "¿Quién te gusta, mi amor? ¿A quién quieres que te consiga, mi vida? Aquí Mamá Cachimba velando por la cachondería de sus cachorritos"; que se veía más vieja --flaca, como correosa-- con su cuerpo de gimnasta que en privado seguía siendo todo su orgullo. Era un cuerpo bien conservado el de Melba, para su edad, que no se vería tan mal si no se vistiese como una jovencita, con esa carota arrugada; sólo los jotos la aplaudían, la urgían en las fiestas a bailar en medio de todos, a hacer el strip-tease.

Melba transísima, grillísima, la de las influencias y las palancas y las audiencias y nomás vamos a ver al licenciado, mi vida, y verás cómo todo se te arregla; chambeadora, poquitacosa pero gritona y aventada; cuando no había de otra, a esconder la cara en el maquillaje y a presumir el cuerpo en el burlesque, total ¿y qué?, ya el público ni se da cuenta de nada, chance y hasta novio se saca; traficante de lo que sea.

Pero leal, leal, leal hasta la muerte con los caídos, así como dolida y envidiosa e implacablemente venenosa con los que ascienden.

En cambio, ve a los que mima la vida con el verduzco placer de esperar su derrumbe inevitable, de constatar cómo empiezan a derrumbarse antes de que nadie siquiera lo sospeche. "Aquí los espero, parece decir; aquí nos vemos: aquí es donde se necesita talento para sobrevivir, y brillar aunque sea un poco, y no odiarse, y sacar alegría de nada cuando no hay de qué, ni remotamente, entusiasmarse".

No tiene un lenguaje tan articulado. Es lo que traduces del malévolo brillo de sus reojos, de sus sarcásticas sonrisas laterales.

Pero tú pensabas, te decías: María, qué lejano está todo, qué irreal es todo lo que me rodea, como si en realidad nada existiera; qué silencioso, como si nadie hiciera ruido; qué pacífico, como si entre los demás y yo hubieran crecido protectoras murallas de cristal; como si ni en mi mente, ni fuera, estuviera existiendo nada: nada estuviera ocurriendo: simples imágenes como juegos ópticos de video musical, delirios y pesadillas como combinaciones fotográficas pulidas, rapidísimas.

Me sentía débil. Recordaba que me habían ardido los ojos de tanto dormir. Que quería quedarme así. Que podrías quedarte así, en blanco, sin ver ni oír nada de tu alrededor.

Todo lo escuchaba como ecos.

Todo lo escuchabas como ecos.

Chorreaba el surtidor de la fuente.

El chorro de la fuente.

Había un gran patio con una fuente azul cubierta de mosaicos. De niña me gustaba correr a mojarme los dedos en esa fuente. El patio de una casa con tejas, con enredaderas. Sí: las tías, ¿las tías? Las vi acercarse a mí, sonrientes, con sus vestidos largos y oscuros, sus trenzas; me sonreían, me amaban, me protegían... venían por allá; eran casi ancianas; me decían:

--María.

¿María?

No: era Melba: se estaba echando el tarot a sí misma: se echaba el tarot para todo, hasta para decidir qué ropa había de ponerse para ir a la discotheque, como si mejorara en algo. Pero llegaba ávida, con los ojos brillantes, como esperando realizaciones ciertas, segurísimas, inmediatas. ¿Las tendría? ¿Cómo se las arreglaría? "Celestina, putavieja".

Estaba chismeando con el tarot sobre mí: le preguntaba cosas sucias, escondidas, sobre mí; chismeaba sobre mí con las cartas como una comadre a la salida de misa. Hacía sucias teorías sobre mí.

El tarot le respondía.

A mí no quería leérmelo (claro que yo no quería saber mi futuro, no me importaba, ya no había futuro, ya se había quebrado aunque yo siguiera --ah, pero el pasado: me gustaría conocerlo esa tarde, revivirlo esa tarde, porque antes... había sido irreal: conocerlo es vivirlo: es más: recobrarlo, redimirlo, modificarlo: que volviera a ocurrir, ahora en serio, en las cartas del tarot). La infancia, la fuente, las tejas, las tías ancianas y buenas que se acercaban y me decían:

--María...

--¿María?

Indudablemente ya Melba había obtenido lo que quería saber. Lo exhibía en esa sonrisita socarrona de chismosilla malévola, satisfecha: colmada. Volteó a mirarme con tal atmósfera triunfal, casi obscena, casi resplandeciente: Melba sí lo sabía todo, el tarot le había dicho todos mis secretos --mi infancia, la fuente, las tejas, las tías-- y no me los iba a confiar por lo pronto porque no quería inquietarme... ¡Puta maldita!, putavieja, putavieja: "Celestina putavieja", como ella misma gritaba con acento madrileño, cuando le daba por el autoescarnio, la Melba. Llena, hinchada de mis secretos. Ahora cambió de inmediato las facciones, Actor's Studio a la mexicana, ¡guácala! Y según ella --otro personaje, la Bella Indiferente-- no había pasado nada. Se te acercó con una solicitud de monja enfermera, que te sobresaltó:

--María...

¿María?

--¿Quieres otro tecito?

No, yo no quería ningún tecito.

Por favor, Melba, nada de tecitos.

María, por favor nada de tecitos.

En el hospital, una monja sucia, una monja fea, una monja sargento, me había querido hinchar de tecitos. Me obligaba a tragar te a todas horas. Esa misma monja me había hecho un lavado de estómago. Sin la menor delicadeza. Con brutalidad. Con crueldad. Esa monja disfrutaba. Esa monja me odiaba. No: era el propio Dios que me odiaba porque había yo querido quitarme la vida.

"Es el único pecado imperdonable", me susurraba la monja al oído.

Estabas sudando entre tu bata y mantas y sábanas y almohadas blancas, en el cuarto blanco, y la Blanca Monja te hacía sudar más, sudores helados:

--Es el mayor pecado que el hombre puede cometer... No hay peor pecado que ése...

Pero ahora era el propio Dios quien me susurraba, con un aliento podrido de dientes inmemoriales y grasas indigestas. No: eras tú misma, María, me dije: tu cadáver resurrecto pero podrido a medias, seco a medias, terroso a medias como raíces de manglar, animal a medias como cabra atarantada en mitad de las funciones del rastro; alma a medias que todavía no se despoja de los sanguinolentos lazos corporales, de los coágulos: eras tú misma, guarecida por ropas blancas de monja, la que se inundaba de un sudor que te chorreaba hasta los labios vellosos, arrugados, de anciana o de feto, de Dios o de gato humanizado; la que me ordenaba perentoriamente:

--¡Duerme!

¿O eso era Dios? ¡Eso! ¿Eso era Dios? No: tenía que ser la Monja Podrida y Blanca:

--¡Duerme!

Y ahora sí, María, me dije. Por fin la autoridad te salvaba: qué relajación obedecer: obedecer al terror, al asco. Ser nada. Sentí cómo me iba aflojando, soltando --ríos, aguas, riego, tierras con aguas espumosas, florecillas-- para desvanecerme: para morirme de una buena vez, y para siempre.

Pero no: la orden era otra. Y ahora la Monja y Dios, María, te zarandean, te jalan, te queman la boca con una hirviente medicina:

--Traga --te ordena Dios con tu rostro leproso de cadáver insepulto, semirresurrecto, cubierto con velos de monja o sábanas de paciente.

--Aquí está tu tecito, Chula --dijo Melba.

Es nomás tila con valeriana, María, me dije.

Debes ser buena niña, María. Sería una ingratitud imperdonable no darle las gracias a la buena Melba, no sonreírle (¡La Monja, Dios!), no darle un trago al tecito.

En la pantalla de tele me parecía chistosísima la cara, la figura del cantante.

--Qué visiones --exclamé.

--Sí, está cuerísimo --dijo Melba.

No, pensé, está monstruoso: monstruoso, monstruoso, y me descubrí riéndome, y Melba también reía del gusto de que yo me volviera a reír (el tarot no se equivocaba jamás), pero yo no quería reírme, no, para nada: ya ni siquiera el cantante estaba en la pantalla, sino un locutor severo y anodino, ahora se trataba del pronóstico del tiempo.

--¿Qué, estás loca, chula? --me preguntó Melba, muerta de risa.

Me dolía el estómago de tanto reírme.

--Ya, ya...

Que ya no se ría Melba, por favor, que ya no se ría, pensaba: te hace reír, que ya no se ría. Pero Melba cree que realmente lo que quieres es reír más, María, se lo dijo el tarot (debió haber salido El Loco), y te hace caras bobas y hasta quiere hacerte cosquillas en la planta de los pies; y tú ya no aguantas más, por favor, y le muerdes la manga de la chaqueta, y entonces ella cree que se trata de jugar a los perros, y te ladra, y el eunuco gato Endimión salta despavorido de entre las cobijas, María, y ríes más, se te va a desgarrar el estómago...

Tocan.

(Los médicos, la monja, Dios.)

Te aterras, María. Pero no: No puede ser la monja. Ni tu hermana Elena, que es como monja. Ni Dios. Nadie sabe que estás aquí. Ni siquiera se imaginan quién se hizo pasar por tu esposo y te sacó del manicomio...

--Orita vengo.

Ahora, por primera vez, desde la noche del intento de suicidio, quedé realmente sola; en el hospital todos te vigilaban, María: ahora estás sola, sin que nadie te esté vigilando, frente a la tele que pasa un partido de beisbol.

Subí más el volumen con el control remoto, para no escuchar ningún ruido de la sala.

No, no podía explicarme nítidamente lo que me había pasado en los últimos meses; no recordaba más que había sufrido entonces una especie de enfermedad. Era como irme haciendo menos y menos. Todo me empezó a dar miedo. Me dominaban súbitos, irreprimibles accesos de cólera.

Todo se había complicado: un divorcio, un aborto, hasta una enfermedad venérea cogida en una claudicación bochornosa --cediste para castigarte más, como para ensayar cómo asesinarte, María, me dije--, en un hotel sucio, con un casi desconocido, un clarinetista que no quiso volverte a hablar siquiera. Noche en que te tomaron como puta y te trataron como a tal, María, me dije, me digo: y todo lo agradeciste, que siquiera te miraran, eso agradeciste desde los pedazos de tu autoestima como botellas rotas.

Tú atónita, María: no, te decías, no puede ser, se trata de una confusión, estoy loca, estoy delirando, esto no me está pasando a mí, yo sólo soy espectadora como en el cine; no, nada de esto está ocurriendo en serio, no es a mí, yo no me merezco esto, a mí no se me trata así: es una broma, una fantasía.

Y no: claro que era a ti, tú eras la puta ebria que no se estimaba nada y para nada, con los ojos ennegrecidos de rimmel, encharcados de un llanto obsesivo, y al clarinetista ya lo tenías más que harto, y ya se quería largar, y tú más le suplicabas, te le arrojabas a los pies, lo abrazabas, lo rasguñabas; estabas histérica, histérica, te gritaba el clarinetista: ¿por qué le pasaba a él esto de meterse con una histérica?, y mocos el madrazo, el desgarrón de la blusa, y el te calmas o te calmas, y el ¿no que no? Así se trataba a las viejas jodidas como tú.

Y el recuerdo te lo dieron con tu prueba de sífilis positiva.

Reprodúcelo, María, me estaba diciendo a mí misma esa tarde, refugiada en casa de Melba, frente al televisor prendido en un partido de beisbol, estruendos y rechinidos, para aislarme de la visita que reía en la sala; coge una hoja de papel y escribe una carta a nadie, la rompes en seguida, pero que llegue a escribirse siquiera, por un momento tan solo.

Sí, desde el principio de la decisión. Acogiste de pronto la idea de matarte casi con alegría, hasta con triunfo. Cuando todos y todo eran enemigos y te tenían agarrada del cogote, ¡escapabas! Te pusiste feliz con sólo pensarlo, ahora sí que como loquita, ¡escapabas!, y hasta decidiste celebrarlo. Llevabas días de no comer y se te ocurrió de pronto atracarte de galletas y chuparlas por aquí y por allá, niña loca, mientras te preparabas un cocktail infalible de nembutales. Paro cardiaco, ¡hummm...!

Tu cuarto se había vuelto un tiradero, sí, y a patadas, y aventando cosas, te hiciste un sitio cómodo frente a la ventana. El último brindis, dijiste, ¡ja! Y recordaste entonces a no sé qué romano que daba gracias a los dioses supremos porque, a final de cuentas, dejaban a cada hombre su propia salida del mundo.

Como quien dice: la libertad de levantarnos de la mesa de juego, decir: "No voy más", y salir a darse un tiro. Eso me estaba diciendo, me digo.

Pero ah, los días anteriores --¿días, meses, años?--, ¿cuándo realmente empezaste a sospechar que eras tú, María, la que tan duramente enjuiciaba la realidad, quien estaba mal o al menos quien resultaba más débil, y no los demás: no los que te rodeaban, que mal que bien parecían seguir su camino ajeno sin problemas?

Reproduce, María, la sensación de caer, la experiencia del fracaso. No supiste a ciencia cierta si se trataba sólo de una caída o del desastre, hasta que ya fue demasiado tarde y te encontraste diciéndote a ti misma: "Se chingó todo".

Antes de que alguien te gritara golfa o puta la primera vez, María, ¿cómo ibas a suponer que ya lo estabas siendo? Era tan sólida la certidumbre en tu juventud de haber nacido para ser fuerte y querida en una realidad que solía amoldarse a las exigencias que le ibas imponiendo.

Te es difícil, te es imposible, María, decir que ya no existe, que ya no eres esa chica de aire fresco, ideas naturales, cuerpo seguro. Segura de agradar y de gustar. La vida estaba ahí, dorada, y había que cogerla ya, estaba bruñida en su pleno instante, entre el follaje jugoso y verde.

Reproduce, María, reproduce: de pronto estás ya en el fondo del pozo, ya no hay muchas salidas hacia arriba. Y de cualquier forma, ya no tienes fuerzas para salir. Entonces lo sabes: tú no eres de las que triunfan, ni de las que se salvan, ni de las que salen, María.

Eso ya es casi una tranquilidad; hasta encuentras fácil hacer como si te desvanecieras, ponerte en blanco: no existes más. Se acabaron los tiempos en que todo vociferaba sobre ti: Dios y la monja y los médicos y tu hermana y los vecinos y el clarinetista que te gritaba:

--¡Con un carajo, pinche histérica, cállate de una vez!

De repente, todo mundo puede hacerle mal a una tan fácilmente, constatabas; que si los otros lo hubieran sabido, hasta con un soplo entonces pudieron haberte derribado, María; cualquier cosa te dañaba; constatabas, María, que ya no podías --no era elección, era simplemente poderlo hacer o no, como poder seguir corriendo o pararse, cuando ya no se respira--, que ya no podías materialmente vivir una hora más, ni media hora, ni siquiera cinco minutos más, ni un minuto.

Habías alcanzado al fin tu propio límite, ¡y escapabas!

Pero aquí estaban las voces. No quise abrir los ojos, no. No: Otra Monja. Otra Monja, no. Cerrar los ojos, huír antes de que te dejaran nuevamente, María, como en el hospital, con la Otra Monja.

--La bella durmiente --bromea Melba, enmudeciendo la televisión.

¿Será posible, putavieja? ¿Te está vendiendo: está vendiendo tu cadáver, María? No, que va: un conecte de mota, o cartas, o una limpia, o anda comprando-vendiendo cualquier aparato. Qué no haces, Melba.

Melba, Melba, vieja sórdida, hubieras querido gritarle: qué tanto le ves a la vida, por qué andas todo el tiempo en chinga para vivir más y más, y dinero y más, y el trago y la droga y más, y los vestidos y más, a tu edad: ¿Qué haces en secreto? ¿Alquilas hombres? ¿Tienes un padrote? ¿Con qué sórdida trampa te atrapó la vida y te tiene viviendo a toda velocidad? ¿No será que en el fondo eres una madre secreta, una madre abnegada, y los domingos te disfrazas y llevas el dinero sucio a un orfanatorio, donde está tu hija, a una güerita que es un primor de Dios?

¿Para qué tanta gula de vivir, bruja? ¿Para tu eunuco gato Endimión?

Mejor dormir, María, me dije. No vas a abrir los párpados por nada del mundo. No vas a dejar de fingir la respiración acompasada.

Junté mis escasas fuerzas y me ordené: ¡Duerme!

--Por poco se nos va viva --dice Melba--; fue una suerte que la vecina sospechara: como se repetía el mismo disco... Estaba re peda.

--¿Es alcohólica? --otra voz. Desconocida. Atractiva: juvenil. Pero algo ronca. Con una especie de suavidad apagada. No, no era C. El cuerazo de C.: el Caballo de Espadas, el feroz Caballo de Espadas, el salvador Caballo de Espadas. Con sus ojos tristísimos en ese rostro de ángel duro, de mandíbulas duras y facciones bien dibujadas, casi de niño, si no hubiera tanta dureza, tanta tristeza. Tu feroz Varón de Dolores. Él te salvó del hospital. ¡Si fuera C., que sólo se queda junto a ti las horas, callado, con un te o una cerveza, pero las horas, mirándote como al vacío! ¡Si fuera mi Caballo de Espadas!, me dije.

Pinche Melba: te exhibe como monstruo de circo, María, me dije. ¡La suicida! ¿Cuánto por manosear a la insepulta? ¿Cuánto por cogerse a la resurrecta? ¿Qué verguenza, qué ira: no abrirás los párpados.

--Borracha nada más, en los últimos meses. Con la depresión... Pero eso la ayudó --sabia, doctoral, la Melba.

--¿Cómo que eso la ayudó? --Por nada del mundo vas a abrir los párpados.

La voz suena arrogante y joven, espesa, atractiva, odiosa: imaginas tu rostro como máscara de cera, un semblante patibulario, apenas fantasmagórico en la semipenumbra azulada de la televisión: ¿se verán así los rostros convocados por los mediums?; el arrogante jovencito te cree vieja y acabada, y te examina con lástima o misericordia o con curiosidad morbosa o una cortesía embarazosa...

--Estaba tan peda que vomitó buena parte de las pastillas: se había tragado toda una farmacia.

--Debió ser guapa...

--Si todavía no ha muerto, tú...

Defiende su mercancía, la Melba.

No: no estás alucinando; adviertes que con el pretexto de cubrirte con una manta, el extraño te está tocando demasiado. Prepárate para las humillaciones, te dices, María. Dios, la Monja, la Otra Monja, el Clarinetista.

Pero Melba no lo va a permitir. Melba estará de tu lado mientras estés caída. Puedes confiar en ella: es lo que te queda. Y además, María, recuerda, cálmate: ahora sabes que ya nadie puede tocarte. Ya te tocaste a ti misma. Te violaste tú misma. Cruzaste la línea de sombra. Todas las fronteras. No hay vejación que no conozcas. Ya no hay nada que perder. Que digan lo que quieran. Tú estás lejos. Estás al otro lado. En la otra orilla. Estás lejos, estás lejos. Estás. Este no es tu cuerpo. No están hablando de ti.

--¿Cómo serán sus ojos?

--Déjala en paz. ¿No ves que está convaleciendo?

--Se ve tan pura, tan misteriosa, ¿Cómo serán sus ojos?

--Que la dejes en paz. ¿No ves que está convaleciendo?

--Se ve tan pura, tan misteriosa, tan...

--Ya bájale, pinche Toño --dijo Melba--, ¿cómo quieres que se vea? Se ve como una convaleciente --y lo sacó de la habitación.

Gracias, Melba, pensé.

Poco después me quedé dormida.

(De El Castigador, ERA, 1995)

martes, 28 de noviembre de 2023

EL MANGLAR

EL MANGLAR
por José Joaquín Blanco

A Isabel Quiñónez


Llegamos a media tarde a Tecolutla y alcanzamos todavía a alquilar una lancha que nos llevara a los manglares. Toño quería que viéramos el atardecer desde ese laberinto de canales donde se entretejían las raíces y las ramas de la vegetación lodosa. Se nos hacía emocionante flotar sobre esas aguas oscuras que parecían estancadas, abrirnos paso por esa especie de túneles entre raíces, ramas, arbustos y árboles entrelazados.

El lanchero era un pescador de mediana edad, de bigotes ralos y unos ojos claros que, en su rostro amulatado, a veces resplandecían con una luz ambarina y a veces se veían casi verdes. Me costaba trabajo dejar de verlos, de averiguar realmente de qué color eran.

El lanchero nos contaba que todavía por ahí, de repente, podían verse monos, caimanes y bandadas de guacamayas, pero a los turistas se les cuenta cualquier cosa. Y más a cambio de unos tragos, que Toño le servía demasiado generosamente en vasos de plástico.

Toño había venido bebiendo durante todo el trayecto en la carretera. Pensé que los dos, el lanchero y Toño, parecían unos niños, con la cabeza llena de pájaros y visiones. El lanchero, don Gamaliel, había vivido unos meses en la Ciudad de México, pero no le había gustado: todo era tan caro, la gente tan díscola, tan cabrona; todo se hacía tan de prisa, y esos altos, larguísimos puentes de concreto llenos de automóviles.

Toño le preguntó qué tan caros eran los terrenos de la playa. Casi no se vendían, dijo don Gamaliel; eran de pescadores, de las cooperativas: ¿y para qué iba a querer alguien comprar esos terrenos? Pero de que a veces se vendían, sí se vendían; dos o tres hoteles, tres o cuatro casas de playa con albercas privadas. ¡Pero además ya para qué! Hasta el turismo estaba bajando, y la pesca ni qué decir. Por el petróleo. Cada rato llegaban manchas enormes, de kilómetros, y para limpiarlas estaba duro. Al rato ya no iba a haber pesca ni turismo de Tampico a Campeche, sino puras costras de petróleo. Eso lo decían hasta los programas de la tele.

Don Gamaliel avanzaba entre los canales con tranquilidad, con su rostro sereno y reluciente, a veces casi angelical en sus ojos luminosos, sin que sus palabras terribles se expresaran en sus facciones. Acaso ya estaba acostumbrado a decirlas a todos los turistas en todos los viajes. El comentario sobre los derrames de petróleo eran parte del paseo.

El hacía lo suyo y dejaba que el sol le sonriera en los ojos. Tal vez hasta ya estaba también acostumbrado a que se le quedaran viendo los turistas a los ojos; a lo mejor por esos ojos lo tenían comisionado o él mismo se había ofrecido para pasear turistas por los manglares.

Sus ojos le ganaban propinas, a pesar de lo poco expresivos que eran sus demás rasgos, sus labios gruesos, su nariz ancha, su piel demasiado porosa; a pesar de su barriga pellejuda, que le colgaba del tronco casi enjuto, y de sus piernas feas, casi repugnantes, cosidas de costras y cicatrices de llagas o heridas, y sin embargo fuertes, bien plantadas; era casi inevitable compararlas con las raíces y los troncos torturados de los canales que íbamos pasando en medio de un olor denso a vegetación que se pudre. Sobreflotaban en las aguas casi pantanosas hojas, flores, frutas, ramas enteras que pacíficamente, largamente, se iban pudriendo. El olor sobresaltaba a ratos, pero no era necesariamente desagradable.

Se trataba un poco de nuestro viaje de bodas. No nos habíamos casado formalmente, así de papelito y todo --Toño tenía una esposa por ahí, Laura, a la que hacía un lustro que no veía--, pero estábamos muy enamorados y pensábamos vivir juntos en su viejo, un tanto sombrío departamento de la colonia Condesa, que yo esperaba convertir en un pequeño paraíso doméstico.

Toño era unos diez años más joven que yo y, desde luego, mucho más atractivo; estaba teniendo mucho éxito como pintor. Un hombre feliz, entusiasta y lleno de vida. "¿Por qué conmigo?", me preguntaba yo a veces, y estaba segura que también se lo preguntaban quienes lo veían fresco, alegre y siempre dispuesto a pasarla bien, junto a una mujer demasiado flaca y con aires de cansansio o de melancolía.

Pero yo tenía a pesar de todo la certeza de que, entonces, me quería con una de esas sus pasiones obsesivas, y que me siguió amando así mucho tiempo después, aun cuando todo empezó a irnos mal; nunca llegué a explicármelo, y pronto dejé de andarle buscando explicaciones racionales a todo, pero una de las cosas que Toño no maldijo en la vida fue su amor por mí, con todas las vueltas y más vueltas que fuimos dando al cabo de los años.

Pero en esa época yo no salía de mi asombro: apenas unos meses atrás había caído en una depresión absoluta: me había intentado suicidar con un frasco de nembutales: no sé cómo sobreviví; sí que de pronto amanecí en un hospital más deprimida y avergonzada que nunca, y sólo esperaba escaparme para suicidarme ahora sí de a de veras. Pero no tuve mucho tiempo. Conocí a Toño en cuanto salí del hospital.

--Cuídate de ése --me recomendó Vicky, mi amiga--, le gustan las suicidas.

Yo no me explicaba todavía entonces, mientras cruzábamos en los manglares de Tecolutla esos paisajes como de película, con el rebrillo espejeante del cielo en las aguas oscuras, y luego en los ojos ahora doradísimoas de don Gamaliel (que ya de repente me miraba de reojo con desprecio donjuanesco), espantándome los mosquitos y admirando las caprichosas formas de las raíces en el agua, y hasta alguna orquídea o sepa Dios qué flor caprichosísima de una esbeltez aérea y un color intenso, como pájaro detenido entre los montones de maleza, qué jugarreta del destino era esa de dejarme caer hondo, hondo, casi tocar la orilla de la nada, el olor de la muerte, para entonces, de súbito, en un solo momento, rescatarme de un solo golpe y entregarme sin más todo lo que me había estado negando sistemáticamente los años anteriores.

No era sólo el amor, sino con él, la vuelta de las ganas de vivir, algo de autoestima, y de estima del mundo, y el humor suficiente hasta para hacer un viaje, jugar bromas, correr aventuras, hasta para reírme de cómo se creía don Gamaliel su porte de macho, cada vez que le rebrillaban los ojos acaramelados y se lucía con su barriga desnuda y sus piernas sarmentosas como otra maravilla selvática. Hasta le tomé una fotografía.

A Toño le gustaba la sensación de lodo, de río encharcado y embrollado, de laberinto pantanoso, de zahúrda botánica, con un intenso olor a vegetación que se pudre. Le parecía como un lugar para perderse, para desaparecer: la fuga perfecta para todos los embrollos de la vida, de la sociedad, de la carne.

Yo disfrutaba del aire del río, un aire fresco de aromas cambiantes, según el lanchero nos impulsaba por los pasadizos casi techados por los árboles donde todavía, en la luz del atardecer, descubríamos algún pájaro. Pasadizos que se duplicaban en el agua con un temblor irreal, como de delirio.

Desde el fondo de aguas lodosas y brillantes, graznó lleno de sol un pájaro.

--¡Miren! ¡Ése fue! --señalaba don Gamaliel.

Parecía una flor parda en un manchón verduzco, pero don Gamaliel arrojó a los arbustos una piedrita y el pájaro brotó y echó a volar.

Don Gamaliel se acercó más tarde a la orilla y cortó para mí una flor blanca, larga, aterciopelada, que yo nunca había visto; no recuerdo su nombre, sólo que regresé a tierra con ella y que tenía un perfume muy dulzón.

--¿Y no se les ha ahogado nadie aquí? --preguntó Toño, quizás cansado ya de tanta naturaleza, de tanta pureza vegetal; como buscando algo de turbiedad, suciedad o emoción humanas en el paraíso.

--Ya hace tiempo que no, a Dios gracias... pero sí es peligroso... Por eso no dejamos venir al turismo solo, no sea la de malas que se quieran meter y ya no salgan... Pero yo los llevo adonde quieran... ¿No les gustaría ir a pescar mañana?
--Con esta borrachera, no nos vamos a levantar hasta el mediodía --dije yo.

En el hotel tomamos unos kaptagones para cortarnos el efecto de los tragos. No venía al caso acabar el día a las ocho o nueve de la noche. Y nos fuimos a la playa, oscurísima, sin otra luz que la de la luna en el penacho de las olas y dos o tres fogatas distantes de turistas jóvenes.

Queríamos hablar. Llevábamos días enteros hablando y hablando, y todavía nos quedaban muchas cosas que decirnos, que contarnos. Yo esperaba entregarme completamente a Toño, a su obra --era un pintor convulsivo y dado a la desesperación: como pintor, parecía un rockero de los años gruesos--, a todo lo suyo: era él ahora el sentido de mi vida, que apenas unas semanas atrás no había tenido ya ninguno. En cierta forma yo ya había fracasado y mi vida había estado a punto de concluir, de modo que ahora me injertaba en él, casi como parte suya, como parte de él mismo.

Ahora sé que yo seguía enferma, que seguía convaleciendo todavía, pero entonces sentí que su juventud y su energía me embriagaban, y quería absorberlas más y más; quería obsesivamente seguir a Toño, imitarlo, obedecerlo, integrarme a él, desaparecer en él, ser en fin algo tan alegre y claro y vital como Toño. Olvidarme de mí; vivir en él, como en una vida nueva, como en un cuerpo liberado de mis nervios y mis angustias.

Estábamos sentados en la arena, casi dos sombras, intercambiando el cigarrito de marihuana, con una sensación de libertad y paz absolutas, con brisas de mar y de río, de pescado y de hierbas podridas, de yodo y de sal. Entonces, abrazados, casi invisibles en la oscuridad aun para nosotros mismos, me preguntó de pronto:

--¿Qué se siente?

--¿Qué se siente qué?

--Morir, estar muriendo... ¿Cómo es la muerte de cerca?

--Bueno --reí, nerviosa--, no sé: como que ya no existía, como que de hecho ya me había muerto, como que todo era irreal pero molesto, muy molesto; ya no podía soportar nada, ni un ruido, ni nada más... Ya me había pasado meses pensando y llorando hasta cansarme, ¿no? Ya no me quedaba mucho que pensar y que llorar. Todo me era indiferente pero molesto, no podía soportarlo ni un minuto más, había que apagar el aparato... Tragué las pastillas... pero al rato era mucho dolor y mucho asco y me estaban zarandeando y lavando el estómago y todo apestaba tanto a hospital...

Toño me estaba besando, me desnudaba, me hacía el amor. Qué me iba a importar que no fuera propio hacerlo ahí, que llegara gente y nos viera --aunque en tal oscuridad, quién iba a ver nada--, que se le ocurrieran a Toño esas locuras. Me gustaban sus locuras.

Raspados y sucios de arena nos fuimos luego caminando en la playa oscurísima, el aire como una densa niebla de cenizas, orientándome apenas por los lejanos puntos amarillentos de los hoteles y las casas, hasta el río; pasamos por las lanchas de los pescadores, y entramos a una fonda que nos había recomendado don Gamaliel, donde vendían, además de alimentos, monos, caimanes y guacamayas que tenían guardados en una cabaña.

--¡Miren que preciosos! ¡y baratísimos! --dijo el lanchero, que ya estaba totalmente borracho. Sus ojos turbios, rojizos, a la luz del bajísimo voltaje de los focos que pendían de cables suspendidos de los techos y los árboles.

--¿Pero dónde vamos a tenerlos en la ciudad de México? --repuse.

--Entonces, ¿no quieren ir a pescar mañana? --insistió don Gamaliel.

--No, gracias, otro día --contesté, cerrando la conversación, para seguir cenando en paz mis langostinos al ajillo. Don Gamaliel se dio la vuelta lenta y casi majestuosamente.

--Espérame un momento, tengo una idea --me dijo Toño y se levantó a alcanzarlo.

Los vi conversar animadamente un rato en plena calle, frente a una ostionería, y llegar a algún tipo de acuerdo.

--¿Y cuál era esa idea? --le pregunté a Toño.

--Ah, ya verás, unos armadillos --Toño retomó con buen apetito su grasiento plato de camarones bañados en chile, que ya se le habían enfriado.

--¡Unos armadillos! ¿Nos vamos a llevar a la Ciudad de México unos armadillos? ¿Vamos a andar cargando por media república unos armadillos?

--Están disecados, María. Tienen métodos muy antiguos para disecar armadillos. Los rellenan con yerbas. Una cosa muy tradicional.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, Toño no estaba a mi lado. Pensé primero que habría bajado a la alberca del hotel y dormí otro rato. Volví a despertarme, sobresaltada, a constatar que en el cuarto no estaba su mochila, ni las llaves del coche.

"No puede ser, pensé, estoy imaginando cosas; no me puede haber dejado botada así el primer día", pero sentía que sí, que podía muy bien haberse largado a un burdel, a una zona roja, adonde fuera. Nomás porque sí, y perderse semanas o meses. Sentí un aletazo frío, una ráfaga como las que anticipan la desesperación; bien había conocido esos signos, apenas unos meses atrás. Me eran más familiares que lo que se da en llamar la vida común y corriente; esperaba esos signos del absurdo, la torpeza o la fatalidad, casi los convocaba, me sorprendería si alguno de ellos tardaba mucho en presentarse.

--Cuídate de ése, chula --me había recomendado la Vicky--, le gustan las suicidas.

Nuestro amor no incluía ningún trato de fidelidad estricta ni de esas cosas. Recordé el acuerdo animado a que había llegado Toño con el lanchero mientras, más que dispuesta al fracaso, casi viéndome regresar a México en autobús esa misma tarde, me levantaba y buscaba más pistas.

Pero no: ahí estaban todas las maletas, buena parte del dinero... ¡Claro! ¡Se había ido a pescar! Toño, el loco. El escuincle crecidote. Don Gamaliel lo había finalmente convencido. Se habían ido a pescar --seguramente con más alcohol que anzuelos-- y solamente era eso.

Hacia las diez de la mañana estaba yo desayunando en la misma fonda de la noche anterior, en el embarcadero --donde, por lo demás, estaba estacionado el coche--, con vista al manglar, para ver regresar a Toño y a don Gamaliel, triunfales y deportivos, enarbolando unos pescados enormes.

Seguramente todos los pescadores y fonderos estaban en el secreto, porque los veía espiarme con curiosidad y cuchichearse, sobre todo los niños, que corrían por las otras lanchas, los andadores y tarimas y puentecitos de madera, las orillas del embarcadero, con iguanas y collares y cuanta baratija turística pensaran vender durante el día.

--¡Ya vienen! --gritaron los niños de pronto.

Y efectivamente, apareció la vieja lancha. Desde lejos se distinguían varias personas a bordo.

Pero no apareció Toño con los pescados, sino con una botella en la mano y unas desordenadas, mojadas, arrugadas hojas de dibujo en la otra. Venía cubierto de fango hasta más arriba de la cintura, y con una especie de guirnalda al cuello de yerbajos y raíces.

Los pescadores se reían, se hacían señas un tanto equívocas y le pedían más dinero, que él repartía ya sin contarlo, ya casi sin tenerse en pie, tropezándose en su afán de abrazarlos a todos.

Eran pescadores acostumbrados a todo tipo de excentricidad de los turistas; algunos venían casi tan borrachos como Toño, y don Gamaliel de plano se había quedado dormido dentro de la lancha. Los niños y las mujeres ya se reían abiertamente del turista loco.

Corrí a sostenerlo antes de que se cayera de bruces sobre el asfalto, a impedir que siguiera regando el dinero, que siguiera haciendo el ridículo ante el montón de niños que a coro lo arremedaban, fingiendo también traer botellas y papeles en las manos. Apenas si llegué a tiempo para arrastrarlo al coche.

--¡Chingón, María! Hicimos un paseo con antorchas por el manglar. ¿Te imaginas? ¡Antorchas! ¡El manglar! ¡Todo oscuro y sólo nuestras antorchas! ¡Uta, loquísimo! ¡Puros fantasmas en el pantano, con antorchas!

--¡Antorchas! ¡El manglar! --repitieron los niños, que rodeaban el coche, con las manos y las caras pegadas a los cristales de las ventanillas, como máscaras de hule de monstruos apachurrados. Tuve que pegarme al claxon y gritarles varias veces para que me dejaran avanzar en el coche.

--¡Antorchas! ¡El manglar! ¡Collaaaaares!, señorita --gritaban los niños.

--El río del infierno --me iba diciendo Toño a gritos pastosos, tartajosos, poco inteligibles; tuvo que gritar aun más fuerte, para hacerse oír entre los gritos de los niños, mientras arrancábamos--; la naturaleza estaba muriendo o apenas formándose, un tiradero de vísceras y cadáveres vegetales; como un rastro abandonado o un criadero de fieras... Tomé unos apuntes, mira.

Yo no vi sino puros rayones de borracho, naturalmente mojados y con lodo.

--Cuídate de ése, chula, le gustan las suicidas.

Lo llevé hasta la cama y lo dejé dormir un rato. Bajé a la playa, alquilé una silla y pensé, más bien divertirda, que nuevamente me había salido todo al revés. Mi protector había resultado un muchacho loco que más que nadie necesitaba protección. ¡En cuántos líos nos íbamos a meter! Pero tener a quien proteger ya es un poco que la protejan a una. Que me protegieran de mí misma, de mi irrealidad, del vacío... Cualquier problema exterior tenía remedio, era preferible a eso.

Me pregunté entonces, por primera vez, si era posible que de una mente tan infantil, tan inmadura, hasta tan superficial como la que revelaban semejantes ocurrencias, pudiera surgir un arte serio. Pero no me lo pregunté demasiado: no me tocaba el papel de crítica, ni de juez, sino de cómplice. Me tocaba ser parte de Toño.

Con cierta vergüenza, protegida por mis lentes oscuros, creía que todos los lugareños y turistas que pasaban por la playa estaban al tanto del turista loco. ¡Yo, la tímida, la fría, la desabrida, la aguada, haciéndola de gringa loca en Tecolutla! Hasta creí ver que me rondaban sospechosamente lugareños ya no tan niños. ¡Nada más faltaba que me vinieran a decir que si mientras el loco de mi novio dormía su mona, no quería yo ir "a pescar" con ellos, ahora! Mientras el ebrio buscaba fantasmas con antorchas en mitad del manglar, la flaca ninfómana de lentes se entretenía con los chamacos nativos...

Llegaron a la palapa vecina dos o tres familias juntas de turistas de la capital. Era increíble la vulgaridad capitalina: habían metido sus coches a la playa, y los habían estacionado precisamente frente a la palapa, para no ver el mar: ¡tenían como panorama sus propios coches y no el mar!

Ante todo, pusieron a todo volumen su casetera, obligando a doscientos metros a la redonda a todo mundo a oír sus sobrexcitadas canciones de moda. Se negaron a comprar nada en la playa: ya lo traían todo de su supermercado. Los adultos eran bofos y los niños latosísimos. Empezaron a sacar de sus bolsas de viaje una cantidad indescriptible de lociones, cremas, refrescos, licor, botanas, y hasta una parrilla portatil que no lograron hacer funcionar. Tuvieron que encargar a un puesto de antojitos de la playa, que les asaran sus bisteces capitalinos.

Entre el estrépito de las canciones y los pelotazos de los niños alcancé a escuchar algún tipo de conversación religiosa. Un hombre lechoso y desabrido predicaba el catolicismo moderno del éxito en los negocios. Una especie de mojigatería de agente de ventas, una mercadotecnia de medallitas milagrosas.

Me marea y me intimida al mismo tiempo ese tipo de gente, que siempre triunfa; no me queda sino hacerme instintivamente a un lado, dejarla pasar, hundirme. El mundo es para ellos. Está hecho de la misma sustancia que ellos, que no era para nada la mía. Ni la de Toño. Me regresó la náusea, el momento de tragar todas aquellas pastillas, el despertar entre vómitos y lavados de estómago en una clínica, como una babosa que sólo había jugado a turistear por la muerte.

Mi propia pesadilla de suicida torpe en algo se parecía, ulteriormente, a los tragos y las antorchas y rayones enlodados y mojados de Toño.

Estaba ya más que harta de los turistas, de la realidad que me había arrinconado meses atrás en el umbral del suicidio, y que ahora me seguía en mi supuesta redención, en mi supuesta luna de miel. Sólo esperé para largarme que surgieran los problemas inevitables. Seguro los turistas iban a acusar al puestero de haberles robado un trozo de carne. Y en efecto, en efecto. Una señora insolentísima, en un bikini que le quedaba grande, estaba gritando a voz en cuello:

--¡Oye Gordo! ¿Verdad que eran veinte bistecitos? ¿Que aquí dice el marchante que nomás eran dieciseis. ¿Verdad que eran veinte bistecitos, Gordo?

Era ya el mediodía. Regresé al hotel. En el camino me rodeó una palomilla de chamacos de la playa, ya adolescentes, larguiruchos y cínicos, queriéndose hacer los latin lovers con guiños soeces, de un sexo de WC:

--Señorita, ¿no quiere que la llevemos a pescar?

--Ya estuve pescando toda la noche, chicos... --les dije, pronunciando con la misma intención que ellos la palabra "pescar". Será otro día...

--¿Van a querer ir al manglar otra vez en la noche?

--No sé todavía. Dense una vueltecita por la noche.

Pero cuando Toño despertó, con el malestar y el desánimo de la cruda, rompió sus rayones y no quiso comentar para nada su paseo por el manglar. Con mala cara bajamos a comer, en el propio restaurante del hotel. Sólo después de unas cervezas y de pasear en coche un poco por los alrededores, entre los palmares y los vientos rápidos, limpísimos, recobró un poco la serenidad. Hicimos de cuenta que habíamos compartido un sueño bobo.

Y pacíficamente, como un matrimonio ideal bien avenido, nos quedamos en la terraza del hotel, mirando cómo la tarde se apagaba con sólo irse oscureciendo, sin crepúsculo ni nada.

De El Castigador, ERA, 1995