sábado, 25 de octubre de 2008

RAFAEL PÉREZ GAY

1) EL SONIDO PÉREZ GAY

Algún estupor, contaminado de escepticismo, ha acompañado desde sus primeros tiempos la recepción de la escritura de Rafael Pérez Gay. ¿Son cuentos, o crónicas, o novelas, o ensayos? ¿Es elitista o light? ¿Es modesta o arrogantísima? ¿De izquierda o de derecha? ¿Se está burlando del asunto, del lector, o de sí mismo? ¿No será que, por el contrario, bajo la coartada satírica o burlesca, se compromete en irónicos homenajes sentimentales a los perfiles más extravagantes o nimios del pasado, de la vida cotidiana? ¿No nos estará jugando una broma?
         La aparición de su libro de prosas Cargos de conciencia (Cal y Arena) confirma esta trayectoria de una literatura sui géneris que, a la vez, admite la connivencia con el periodismo; de estas ficciones decididamente fantásticas —en la escuela de Borges y de Cortázar— elaboradas con los materiales de la calle, el hogar, los parientes, los días más próximos, que ya conocíamos en sus dos libros de cuentos Me perderé contigo (1988) y Llamadas nocturnas (1993) y en su novela Esta vez para siempre (1990).
         No dejo para más adelante la celebración de sus virtudes. En ensayo o en ficción, géneros que suele entremezclar, Rafael Pérez Gay ha construido una comedia personal del mundo y de la cultura, llena de humor (un humor bondadoso, más que satírico), de celebración de la vida aunque la pobre sea como es (no hay otra), de regusto obsesivo en los asuntos y temas menores de la vida amorosa, la pareja, el trato con los amigos y con la ciudad, el asombro frente a las petulancias, contradicciones y modernizaciones del mundo.
         Tiene la sonrisa de la inteligencia que pedía Bernard Shaw y la pretensión de superar el absurdo y la fatalidad mediante ella. Hay mucho de pequeño guiñol en su historia de la vida privada. Tal actitud asombra en una literatura acostumbrada al patetismo o al melodrama. ¿Qué pasa en los cuentos, ensayos y crónicas de Rafael? Casi nada: ese mundo concreto, en toda su maraña, y esa sonrisa optimista, vitalista, de remontarlo lo mejor posible highball en mano.
         ¿A eso han querido llamar “literatura light” sus denigradores? Quisieran asesinatos de salva, cadáveres de cartón y silicones, improperios de mitin, aspavientos de telenovela o de coreografía moderna de aficionados. ¿Habría que llamar light a los Ensayos de Montaigne, a los aforismos del siglo XVIII francés, a las comedias de Shaw, a los artículos de Larra, Martí y Novo, a las novelas de Isherwood, a los poemas de Auden o Pellicer? Lo que yo sé de cierto es que la pluma de Pérez Gay nunca es pesada, sino aérea, sonriente, punzante, avispada y extremadamente correcta. Quiero decir clara, precisa, dominada, musical.
         A lo que se debiera llamar light es a las pretensiones pesadas de popularizarse en busca del marketing. Light es contar la conquista de México —o cualquier otro conflicto social— de modo maniqueo, a un lado los buenos y a otro los malos; o una historia de amor con gritos y puñetas y fornicaciones apocalípticas; o un rollote bienpensante de jaculatorias “políticamente correctas”... y hartas palabrotas de diccionario y “metáforas” alambicadas de un taller literario de jardín de niños coyoacanenses.
         Lector incorregible de la prosa de Pérez Gay desde hace dos décadas, puedo insinuar algunas de las estaciones del arduo y largo recorrido que ha llegado a estos frutos alegres y diáfanos, a esa amistosa ironía de quien no alquila interjecciones ni desmayos patéticos de las utilerías arrumbadas de la literatura, para enfrentarse a la pinche realidad. La realidad es pinche pero es nuestro ámbito y nuestra vecina, hay que transformarla —si no se la puede cambiar, como queríamos en tiempos, je, “revolucionarios”— por lo menos en nuestro acercamiento, en nuestro contacto con ella.
         Las acusaciones de elitismo están fundadas. El más joven Pérez Gay era tan exigente y riguroso en cuestiones literarias como el actual. Y ya hace veinte años se acusaba de ratón de biblioteca al hombre que sí leía mucho y en varios idiomas; de mamón al buen estudiante; de engreído a quien sabía hacerse de unas cuantas opiniones duras, y las sostenía; y de elitismo a quien se decidía a leer preferentemente a los mejores autores, y a escribir lo mejor posible.
         Los orígenes perezgayescos son franceses en una doble vertiente. Los clásicos (la obsesión por Flaubert) y la Nouvelle vague literaria de Beckett, el teatro del absurdo y los talleres de literatura potencial. Algún idiota de mala fe pretendió ignorar que retomar un texto dado (como Quevedo, Lope, Shakespeare y Goethe lo hicieron tantas veces) era práctica perfectamente legítima en la creación literaria, si a partir de ella surgían parodias, variantes, homenajes. No se resfrió Villaurrutia al aludir textualmente (y sin pegar la etiqueta de marca) a un conocido poema de Supervielle, en uno de sus nocturnos. No facilitó la clave a la canalla literaria: El que sepa, sabe.
         En algún suplemento, Pérez Gay y sus compañeros intentamos esos juegos de literatura potencial. Yo intenté jugar con Dorothy Parker, con Pellicer, con Auden, con Darío, con Edna Saint-Vicent Millay. Algún imbécil puso el grito en el cielo porque un cuento de Pérez Gay efectivamente jugaba con un cuento, mundialmente conocido, de John Cheever, autor de best-sellers. “¡Socorro, bomberos: Pérez Gay habla de la Torre Eiffel!”
         Otros tontos se han rasgado las vestiduras porque haya homenajes a Henry James, en Aura, de Fuentes; a Salinger, en De perfil de José Agustín; a la Antología griega, a las calaveras y a Edgar Lee Masters, en Chetumal Bay Anthology; a Propercio, a Catulo y a la Biblia, en los poemas dizque “originales” de Gabriel Zaid, quien melindrea sobre los “plagios” de los demás a la vez que se engulle cínicamente a Gerardo Diego, a los romanos, a la Biblia y a Luis Pazos.
         Hay pues en la genealogía literaria de Rafael Pérez Gay el culto a los clásicos, las travesuras de la post-vanguardia francesa (Paulhan, Prévert) y los avatares del cine y del periodismo de los años setenta. Durante algún tiempo frecuentó “el sonido Woody Allen”; luego, el de los ensayos y crónicas del “nuevo periodismo” norteamericano. Sigue, a estas alturas, visitando también “el sonido Monsiváis” (agggh) y “el sonido José Agustín” (bien).
         Escéptico de la academia y de los foros políticos, ha encontrado un rincón amable, que le proporciona libertad y comodidad de ánimo: Gemütligkeit: el rincón del editor, del periodista. Siempre ha andado en revistas y suplementos culturales, de los que ha dirigido formalmente dos, en El Nacional y Crónica, e informalmente algún otro. Ama las tres cuartillas ligeras escritas para servirse aún calientes. Más que del espectro de la posteridad, gusta del buen presente. Se ha inventado, en estos tiempos internéticos, íntimos pasajes y vasos comunicantes con la prensa periódica y las mesas de redacción de los años liberales de Prieto, Zarco, Altamirano, Gutiérrez Nájera, con quienes ha hecho “mafia” más que con nadie más.
         Encuentro en este último libro de Pérez Gay, sobre las andanzas de hoy: vida en pareja, tratos con los amigos, la sirvienta, el empleado de la gasolinería, los libros de los amigos, los embrollos políticos, un virtuosismo de ese estilo que azora, y que Rafael Pérez Gay se ha inventado a sí mismo, sobre medida.
         Es un estilo que aspira a un tono conversado, pero que no es una conversación —sólo el tono: el decantamiento de los temas, la construcción de las anécdotas, el timing de la comedia, la prosa impecable rara vez surgen tan completamente armados al vuelo de la pluma—; que busca el filtro humorístico y amable incluso o sobre todo para asuntos graves, aun espantosos; que se toma el trabajo de considerar al lector como compañero de trago o de café, y no le grita, ni lo instruye, ni lo adula: simplemente le habla como si fuera tan inteligente y bien intencionado como un amigo ideal.
         En una literatura mexicana arribista, en la que todo autor intenta levantarse hemiciclos de mármol, popularidad de Coca-Cola y Monumentos a la Revolución a cada instante, Rafael Pérez Gay busca las mesitas —sí, de mármol— donde Gutiérrez Nájera tomaba coñac, absinthe y cosas peores, por la Calle de Plateros; y las otras, de la Condesa, con modestos pero no escasos whiskies, donde conversa, lucubra, inventa y chismea brillantemente —pero no tan brillantemente como por escrito— de temas como los que aparecen en Cargos de conciencia.
         Sabe, con Gutiérrez Nájera, con Paulhan y Prévert, con Woody Allen y José Agustín, que las naves de vela ligera logran amplias y venturosas travesías. Deja para ciertos pesados las “armadas invencibles” de la pedantería y la simulación literarias. Es así, ya, un clásico nuestro de la prosa, una prosa sólo suya, a su talante y medida, que restaura en nuestra literatura esos dones que creíamos perdidos para siempre: el placer del texto gozosamente elaborado, las dimensiones del sentido común, el amor —así sea a trompicones— por el mundo real; la camaradería, el álgebra de la paradoja, el aforismo y las viñetas del teatro del absurdo o del guiñol, y el discreto pero agudo pinchazo de la inteligencia.
         El “sonido Pérez Gay” es uno de los sitios más profundos y placenteros de nuestro mapa literario.




2) EN LA ESTACIÓN PÉREZ GAY DEL METRO
por José Joaquín Blanco

1
En No estamos para nadie. Escenas de la ciudad y sus delirios (Cal y arena, 2007), Rafael Pérez Gay logra una audaz y efectiva vuelta de tuerca en lo que se ha llamado indistintamente crónica urbana, periodismo de opinión o ensayos de literatura cotidiana, entre muchas otras tan presuntuosas como falibles etiquetas.
Son simplemente textos literarios -de un lirismo digamos cavernoso- sobre la delirante y atroz ciudad de México. Pérez Gay ha logrado expurgar de ideología y de sociologías al uso (o al desuso) sus hilarantes desfogues y narraciones y enfocar, como un espejo deformante de implacable precisión, las escenas del absurdo-defeño del siglo XXI.
Librado pues de toda pretensión judicial o profética, ideológica o sociológica, “analítica” o “propositiva”; aligerado de tan apolillado fardo, construye minimalistas juguetes monstruosos de una teatralidad apabullante.
Vitriólicos epitalamios, cianúricos idilios, sainetes de espantos, armagedones en dibujos animados, églogas estertóricas, geórgicas smoguianas, desagües elegíacos y nostalgias que erizan el pellejo y borborigmean, je, en las tripas durante su ejeviálica búsqueda de lo Absoluto.
Un teatro de títeres verbales. Una commedia dell’arte de los triples saltos mortales de un Blade runner (o millones) entre los escollos u objetos estéticos -una estética de lo jocosamente horripilante, de lo desternillantemente estúpido, de lo seductoramente espeluznante- del ambulantaje y los insanos camellones del Defe, de los vecinos inciviles y las burocracias caóticas; de la modernidad de apagones, inundaciones y explosiones, de nuestros atoleros rascacielos, suadéricos próceres, birrieros segundos pisos y demás nenepiles de nuestro cibernético arribo al banquetazo del primer mundo. Nuestros puestitos de parafernálica y piratesca inmundicia a la vera de la Aldea Global...

2
No creo exagerar si encuentro en este libro una salida al atolladero de nuestra desastrosa literatura de “crítica y protesta”, que durante las últimas décadas se ha visto boicoteada por sus propios principios, je, izquierdistas o populistas o bienpensantes, en los que ya no puede creer sin nutridas rechiflas de la unísona galería, pero que tampoco se ha decidido a abandonar con franqueza, pues entonces, ¿desde qué púlpito o estrado arrojaría sus escándalos, sus jeremiadas (con o sin e), sus condenaciones y excomuniones, su “ahora sí ya viene el lobo” apocalíptico?
Pérez Gay, con una gracia y una destreza mentales tan aéreas como las de su prosa cada vez más fina, sencillamente arroja al tambo de lo anacrónico los atolladeros ideológicos o teóricos. No se necesitan decálogos de la virtud, la eficiencia o el Deber Ser, para contemplar y reconstruir nuestros-eternos-panoramas-donde-ahora-sí-eternamente-se-vuelve-a-acabar-el-mundo-a-cada-rato. Bastan la farsa, la teatralidad, el gran guiñol, el grafismo de “existe quia absurdum” en la confección de sus objetos verbales de la ciudad de México. Sus caricaturas en los espejos deformantes y en los laberínticos piranesianos de cómo seguir viviendo lo invivible (ya llevamos décadas de experiencia) con los jocosos alardes del molacho que masca rieles.
Se ha acusado a Pascal de escribir demasiado hermosamente de las miserias humanas y a Voltaire de divertirse demasiado inteligentemente, pero con copiosas carcajadas de inteligencia insofocable, de la imbecilidad de nuestra meramente bípeda y panzona especie. ¿Habría que acusar a Rafael de inspirarse tan exuberantemente en la esterilidad del Defe; y de encontrar ahí tanta álgebra, tanta escuadra y tanto compás para sus sensatérrimos antilaberintos del sinsentido?
Hasta se diría que los goza como un cómplice domador de un circo mágico, rigurosamente amaestrado y coreografiado; y que regala con terrones de azúcar a sus odiosas fieras -que le lamen la mano, dóciles y agradecidas-, una vez realizados sus espantables prodigios infratercermundianos... Uno les pide a sus escenas del fin-de-mundo: Encore! ¡Que el mundo se te vuelva a acabar otra vez, Rafael! ¡Siempre se te acaba tan bonito!

3
Después de las alarmas y de los anatemas, de las deconstrucciones semiológicas o desciframientos sociológicos, que parecieran estancarse en la mera histeria de que nada-es-como-debiera-ser, encontramos estas estampas capitalinas que compiten precisamente entre (contra) ellas mismas, en su jocosa monstruosidad y su hosca bizarría.
Hay como una distancia brechtiana que nos aparta del jeremiqueo sentimental o del puritanismo ideológico; que nos descubre como locos grafismos de un vasto y laberíntico garabato urbano donde todo siempre crece más, como prodigios de circo fantasmagórico, hacia lo absurdo y lo pesadillesco. Todo ello con cierta ligereza que equidista del cómic y del aforismo, del cuadro de costumbres y del cartón caricaturesco que reproduce (y alburea, y zarandea, y bocabajea) al dizque tremebundo zoológico de asfalto.
Con ello la ciudad gana, si no “salidas”, que ya sabemos que no las tiene (sino más triples caídas en el mismo abismo hoyonegresco de siempre, multiplicado por nuestros piranésico-amibianos “usos y costumbres” defeños: civiles, políticos, empresariales), al menos una nueva, formidable energía: la loca disposición de enfrentarse al mareo bufonesco con un desplante: “de aquí no me mueven”.
Y si ya no quedan colmillos para roer la realidad, al menos queda la carcajada colmilluda y el ilusionismo goyesco de proponerle a la grotesca realidad, no regaños ni lagrimeos ni aspavientos; no amenazas ni anatemas, ¡sino nuevos modelos de estampas -grotescos, teatrales y jocosos-, para que se renueve en todo su asco, en todo su caos y en todo su vahído, siquiera por mero pudor... estético! ¡Que se engalane, estilice; pula, limpie y, je, esplendore -blasonaría la academia- dentro de su propia estética atroz! El alguacil alguacilado: el Defe defeñeado. ¿Hay algo más deliciosamente caótico, más refinadamente nauseabundo, que un congestionamiento vial provocado por un pejemitin? Sí: el mismo caótico congestionamiento narrado por Pérez Gay.
Curiosas criaturas de la adversidad, estas prosas de varia invención urbana, de anticrónica bufa, de reportaje piranésico. Son como fábulas vistas o imaginadas a la medida de nuestras reales alimañas (metálicas, plásticas, políticas o meramente panzonas y bípedas). Un alegre carnaval de los sinsentidos a la quinta o sexta potencia, que tal vez multiplicando exponencialmente sus absurdos logren cierta simetría, je, cierta armonía, je -la estricta lógica del desmadre: bien aristotélicos desmadres-, como la que proporciona su existencia literaria en la lectura: su tan increíble mundo tan comprobable.
Tal vez No estamos para nadie implique una nueva perspectiva, un nuevo comienzo en la escritura de nuestra vida en la ciudad de México, ahora que se han desgastado mitologías, realismos y crónicas de ideologismo melodramático, y deba recurrirse a la imaginación fabulesca y a los barroquismos de “cuento cruel”, a ratos algo piñerianos (pues aquí Kafka es mera nostalgia kantiana), de estos cartones, o tiras de cómic, o farsas, o piezas de títeres, o modelos para armar de monstruos y laberintos urbanos de todos los días.

4
Un género sólo se renueva cuando surge una nueva escritura, no cuando dizque se cambia o se reforma o se regaña a la realidad. Como quiera que se convenga en llamar a los nuevos textos que aborden la vida en la ciudad de México, parece que empiezan a cambiar, en el nuevo siglo; y que habrá asuntos y formas en la grafomanía defeña para rato, con una rara vitalidad, un feroz vitalismo cómico, si se le aborda a partir de estrategias tan personales -pero tan contagiosas-, como las que Rafael Pérez Gay ha venido improvisando en sus endiabladas prosas.
Este libro es como una ráfaga de vida, de libertad y de alivio frente a los muros (bueno: bardas prefabricadas) de lamentaciones y apocalipsis (bueno: a poco, elipsis) de nuestras quejumbres sobre el “aquí nos tocó vivir: en la región más transparente del aire”. Todo será invivible, menos el espíritu, la voz y la voluntad de vida de quien se decide a jugar a los volados con Blade runner , pues así éste deja de parecer un angelazo-de-la-muerte para asumir su vera efigie de un astroso merenguero más, que acaso puede perder algunos volados. En No estamos para nadie Pérez Gay les pinta violines a los demonios del pánico cívico, y bigototes a las lagrimeantes Monas Lisas del ecológico descontento; lo que siempre nos había hecho gran falta. Los peores gusanos del cadáver de nuestra Gran Urbe siempre suelen tener un nombre: tartufos.
Aquí al que se agacha lo suenan doble, de modo que hay que crecerse al castigo. Crecerse al panorama y domarlo y sobrepasarlo con los dones del temperamento, de la imaginación y del idioma que suelen ser asombrosos en la escritura de Rafael Pérez Gay, quien parece haber elegido los rasgos y temas mínimos para sus grandes espectáculos, como ya lo hiciera Quevedo con los cornudos, los pasteleros, los sastres, los pedigüeños o las mujeres atiborradas de postizos y prótesis, para sacudir el eeenoooorme cadáver de la España de la Contrarreforma... Veo mucho de “premática” conceptista del siglo XVII en el dizque sencillito “periodismo urbano” actual de Rafael Pérez Gay.
Frente a No estamos para nadie, donde sin hipérbole alguna distingo un variado arsenal de estrategias para la escritura de este nuevo siglo mexicano, suenan demasiado lacrimosos y romanticones, beatos y sacristanescos, los escándalos-políticamente-correctos de la vieja crónica (la viecrónica o la rucrónica o la anacrónica), que se resumían nomás ¡en que nadie se portaba tan bien como pretendían los reglamentos, decálogos y códigos de buena conducta! ¿De veras se necesita tanto Gramsci para sermonear o compungirse como Lolita Ayala?... Gramscitas Ayala... Pues bien: muchas veces lo más monstruoso de nuestra realidad ¡han sido precisamente esos reglamentos, decálogos y códigos!, y no los meros seres y objetos corpóreos, que siguen siendo módicamente simpáticos y hasta apetecibles; de modo que conviene desaprender tanta pudibundez “políticamente correcta” para recobrar cierta sensatez voltaireana, ciertos “truísmos”.
Hay algo de Voltaire también en Pérez Gay y en sus Cándidos, Zadigs y Micromegas franeleros o puesteros, plomeros o políticos, instaladores “artísticos” o fonderos de La Condesa, pero como enrevesados (El sueño de Escipión ó “el mundo al revés”; vulgo: ¡a releer El nombre de la rosa!), apenas teóricamente visibles como la incógnita en las ecuaciones. En efecto, lo que permite digamos la serie tan matemática o tan geométrica de barbaridades gozosamente pesadillescas, es cierto elegante, je, buen sentido central, que el autor se cuida mucho de reconocer que lo tiene, pues la primera regla de sus relatos es que el primer desaforado es el pobre narrador que cuenta sus innumerables desventuras entre todos los demás desaforados, y que con él y en él empieza la multiplicación de caos, náuseas y alarmas al infinito...
Hay incluso una especie de civismo solapado en sus zoológicos anticívicos, y de viejas manías de “cuidar el jardín” o “cultivar la huerta” en su proliferación de infernales círculos de lo irracional y lo invivible de su ciudad, tan adicta a lo absurdo de lo absurdo, a lo bobo de lo bobo; a respirar en las miasmas-de-las-miasmas del túnel-del-túnel-del-túnel.
Brava escritura, en fin, de extraña fuerza, que inventa e improvisa estrategias cuando todo ya parecía culminado y calcinado. Tiene cierto fragor inaugural, y la siempre agradecible ironía del molacho que ya se acostumbró a mascar rieles, ¡y ahora también se masca, y enteritos, y como si nada, los ferrocarriles!, al menos en sus nervios, en su imaginación y en su expresión verbal.
A las decrepitudes del siglo XIX las llamábamos decimonónicas. ¿A la vieja crónica y escritura urbana del XX habría que llamarlas “vigésimas”, o más propiamente, como dice Luis Zapata, simplemente “viejísimas”?...
La buena noticia es que ha nacido una nueva escritura urbana del nuevo siglo. Obra, como debía de ser, de un buen parrandero de los buenos años setenta del zapatista Siglo Viejísimo, educado -es un decir- en la Estación Términi de De Sica; en Rocco y sus hermanos o Confidencias de Visconti; en las Mammas Romas y Accatones de Pasolini; en los Sin aliento y Pierrot el Loco de Godard; en Los cuatrocientos golpes o Besos robados de Truffaut (cuando eran cosa de arduos cineclubs universitarios y no de proletarios clones de los alrededores del Eje Central): colosales monumentos minimalistas del mero enfrentamiento personal a lo inconmensurablemente-absurdo y a lo ilimitadamente-monstruoso.
La crónica, la viñeta, las escenas, los cuadros de costumbres, los relatos, las varias invenciones parecen renovarse por completo, como si en nada los hubiera desgastado el trasiego y la estupidez de los grafistas y grafiteros literarios, periodísticos o ideológicos de las mocho-astrosas décadas pasadas.
Como en los cuentos del Cave canem latino, cuando se nos dice dizque quejosamente: “No estamos para nadie” es que todos los jaguares están a punto de saltar, ¡o han saltado ya!... Es urgente pues corregir al divino Dante: Todo aquel que entre a este Infierno... que no se olvide de comprar sus palomitas.

1 comentario:

Fernando Morett dijo...

Magistral reseña, docta, aguda, feliz y celebratoria, jocosa y hasta cábula cuando se recomienda la compra de palomitas para entrar en ésta función, la de la vida en la ciudad de Mexico. Doctas, empresionantes y agredecidamente lúdicas las referencias a escritores europeos. El dictamen comparativo sobre el lugar de esta obra de Parez Gay en la literatura de la crónica urbana es generoso y justo viniendo de uno de sus escritores pilares. José Joaquín, ¡muchas gracias por esta gran pieza! Fernando Morett