jueves, 1 de mayo de 2014

ANATOLE FRANCE

LA MEZQUINA POSTERIDAD DE ANATOLE FRANCE

Por José Joaquín Blanco

                                      “No hay un solo animal que no se
                                      considere como el fin supremo a                                                                            que tiende la Naturaleza
                                               El jardín de Epicuro, XXXIX

LA CRÍTICA A PALOS
De chamaco acostumbraba venerar todos los libros. Jamás arrojaba uno a la basura (¡ahora tiro tantos!). Compraba más o menos uno por semana, casi siempre en ediciones muy baratas, que las había en abundancia (saldos, supongo): sobre todo españolas, de viejos títulos extranjeros (casi siempre en la nutrida sección popular de la Librería de Cristal de la Alameda). Y con gran placer les imponía, de inmediato, mi nombre y la fecha de adquisición en su primera página. A veces me podía dar el lujo de un libro caro o en otro idioma. Solía leerlos de inmediato, aunque fuesen los tomotes con letritas de Sepan Cuantos.
         Por eso puedo fechar ahora a fines de octubre de 1974 la primera cubetada de agua helada, pero de veras cubetada y de veras helada, de crítica literaria que recibí en mi vida. Estaba yo muy feliz tirado de panza en el alto camellón con palmeras que ahora es el Circuito Interior, tramo Melchor Ocampo, leyendo El castillo de Axel, de Edmund Wilson (Nueva York, Scribners).
         Me tenía azorado por su inteligencia y su claridad. En general, los libros de crítica literaria no brillan por su claridad. Por fin estaba entendiendo algo del simbolismo francés y de Yeats. Llegué a su magnífico ensayo sobre uno de mis mayores ídolos de entonces, Paul Valéry. Leí veinte páginas extraordinarias: no divagaciones ni logaritmos profesoriles, sino discusión analítica, racional, clara y amena sobre el difícil poeta. Y entonces, zas: la cubetada de agua helada.
         Ese ensayo pulcro y admirativo concluye con una sección feroz, con una paliza. No les creía a mis propios ojos. Lo que indignaba a Wilson en 1931 era el “elogio” (el taimado y cizañoso vituperio, más bien) que Valéry pronunció en la Academia Francesa (1927) contra el difunto reciente (1924) Anatole France, sin siquiera tomarse la cortesía de mencionarlo por su nombre: “Agradecimiento a la Academia Francesa” (Variedad II, Buenos Aires, Losada). (Le daban asco las palabras “Anatole France”, pero se llenaba la boca con las de “Academia Francesa”.) Algunos surrealistas compartían el desprecio de Valéry y habían publicado un panfleto a la muerte de France con este titular: “¡Ha muerto un cadáver!”
         Wilson admiraba a Anatole France: el polígrafo humanista, republicano, iconoclasta, erudito, esteta, socialista y sarcástico. Debatió con ferocidad punto por punto los argumentos de Valéry, hasta dejarlos reducidos a chismes y a insidias ignorantes; y de ahí pasó a una comparación entre ambos escritores, como lo había hecho entre Yeats y Shaw, donde el poeta de El cementerio marino no se llevaba siempre la mejor parte.
         Yo estaba escandalizado, casi indignado, pero no se me escapaba que, de un modo no del todo inconsciente ni del todo involuntario, ya me estaba poniendo de parte de Wilson contra la estrecha actitud literaria del autor de El cementerio marino. Ahora tengo mala opinión de ciertas prosas de ese magnífico poeta.

“¡EL CADÁVER!”
Quizás ningún autor protagónico de su tiempo, ni siquiera Barrès o Sartre (con quienes guarda cierta similitud como escritores “comprometidos” y pontífices de la opinión cultural de sus facciones —derecha en el primero, izquierda en el segundo—), haya padecido tan mala suerte con la posteridad como Anatole France (1844-1924), Premio Nobel 1921, autor de éxitos mundiales como La historia contemporánea (tetralogía de novelas), con su héroe Bergeret, que representa al propio France y a su generación (aparece en algún poema juvenil de Novo); Los dioses tienen sed (sobre la Revolución Francesa), La isla de los pingüinos (sobre el fracaso del progreso humano, en una alegoría paródica de la historia de Francia), El jardín de Epicuro (reflexiones de un neopaganismo moderno), La rebelión de los ángeles (el destino de todo ángel verdadero es la redeldía y la caída), etcétera. Hay Obras selectas de France en Madrid, Aguilar.
         Lo odian los estetas por “vulgar” o “burgués”. Fastidia a los burgueses por pobretón, y a los vulgares por erudito y esteta. La lectura de cualquier página suya está prohibidísima por el Vaticano en el Index, bajo pena de pecado mortal, desde 1922. (Nadie ha prohibido nunca a Valéry.) El traductor español Luis Ruiz Contreras (quien vertió al castellano la mayor parte de las obras narrativas de France) cuenta que, durante la Guerra Civil española, los comunistas catalanes prohibieron su traducción de las novelas de France, ¡por reaccionarias!, ya que hablaban de ciertas maldades de la Revolución Francesa y de la Comuna.
         Como Henri Barbusse y Romain Rolland, France fue una de las primeras celebridades francesas en entusiasmarse con la revolución soviética. Alabó a Lenin con grandes palabras. Su muerte en 1924 le impidió conocer y criticar el lado oscuro de ese régimen. Pero algo sospechaba (“Con vistas a la paz hicieron su revolución los bolcheviques, y desde aquel día la guerra no ha cesado”), y su escepticismo sacaba de quicio a los comunistas franceses “ultras”, quienes lo maldijeron como un falso socialista, “toda cuya obra está impregnada de ideas liberales, republicanas y sociales que han presidido y siguen presidiendo su modorra” (periódico Clarté, abril de 1924).
         Un tal Édouard Berth fue más explícito: “France pretende seducirnos con un socialismo reformista, burgués y parlamentario, forma extrema, en el fondo, de la democracia y de la decadencia modernas; un socialismo verdaderamente revolucionario, que debe aportar al mundo ideas nuevas, no puede sino ignorarlo y declarar que nada tiene qué hacer con tal representante dizque ajeno al arte capitalista”. (Cf. Michel Winock: La siècle des intellectuels, París, Seuil, 1997).
         France había escrito en El abate Jerónimo Coignard: “La locura de la Revolución consistió en querer instituir la virtud sobre la tierra. Cuando se quiere que los hombres sean buenos y sabios, libres, moderados y generosos, se llega fatalmente a quererlos matar a todos. Robespierre confiaba en la virtud, y le debemos el Terror. Marat confiaba en la justicia, y pidió doscientas mil cabezas”.
         Algunas de las causas de su largo desprestigio (además de la interminable vendetta de los intelectuales-políticos) son chismes y tonterías como las que expresó oblicuamente Valéry. Que este señor, llamado Jacques-Anatole-François Thibault, se adjudicó el seudónimo France por soberbia y demagogia, para usurpar el nombre de su nación. Falso: es un apellido raro, pero existente (que han llevado incluso ministros franceses: Mendès France, y dictadores paraguayos, el Doctor Francia); y en el caso de Anatole constituyó una especie de apodo familiar desde su niñez, que también había usado su padre (suena coloquialmente a un diminutivo de François). No se ha demostrado qué supuestas ventajas le habría traído tal seudónimo, pero sí las desventajas: desde el caso Dreyfus, y a causa de su antimilitarismo y de su pacifismo, de su idea de una Europa unida, fue llamado corrientemente en la prensa derechista francesa, que clamaba por la guerra contra su vecino, Anatole Prusse (Prusia).
         Que era un obtuso porque nunca gustó de los poetas malditos (Verlaine, Rimbaud) ni de los simbolistas (Mallarmé): a muchos autores inteligentes del mundo tampoco les atrajo esa corriente oscura (casi ocultista), alquímica y pretenciosa. Y en gustos se rompen géneros: Voltaire desdeñaba a Shakespeare, Goethe a Hölderlin, Víctor Hugo a Racine. Por lo demás, el odio entre parnasianos y simbolistas venía de lejos.
         Que era vulgar y oportunista, y una burda estatua del Espíritu Burgués, pues se interesaba en la política (del caso Dreyfus al comunismo), y continuaba la línea racionalista de los ilustrados (Voltaire, Diderot) en su crítica escéptica del género humano, privilegiando siempre la odiada (por Valéry, maestros, compadres y epígonos) sonrisa irónica y pesimista de Voltaire.
         No fue pues ilegítimo usar el seudónimo France; no constituye pecado alguno dejar de rendirle inflacionarios honores a Mallarmé, un poeta de versos majestuosos y de teorías abstrusas, espiritistas y extravagantes; a nadie asombra que un escritor moderno se interese por la política y la sociedad, y menos que se prosigan las virtudes de análisis, claridad, erudición, ironía y humanismo de los enciclopedistas.

EL PROFETA ESCÉPTICO
Tampoco tuvo Anatole France la culpa de vivir demasiado tiempo (la “modorra” de un “cadáver” de ochenta años), de sobrevivir a sus contemporáneos, como Zola o Maupassant. Pero quedó en la memoria de la cultura no sólo como un viejo perpetuo, sino como la rancia y desgastada decadencia de los ideales literarios e intelectuales que privaban en la prosa francesa hacia 1870. “¡El cadáver!” (Los “revolucionarios” no suelen simpatizar con la vejez: Ilya Ehrenburg llamó al Gide anticomunista: “¡Ese viejo infame!”).
         Tampoco se sabe si colocarlo a la cola del siglo XIX, o al principio del XX: entonces, se le pasa por alto; en el mejor de los casos se le ubica en una especie de sección fantasma, con otros devaluados o de plano olvidados: “Los novelistas del final del siglo XIX”, con Pierre Loti, Joris-Karl Huysmans, Paul Bourget, Maurice Barrès y Romain Rolland. (Cf. Nineteenth Century French Readings, ed. Albert Schinz, Nueva York, Henry Horl and Co., 1939, t. II).
         No fue el autor de un solo poema o de un escaso manojo de poemas, como querrían los simbolistas, sino de una obra múltiple que incluyó versos, novelas, cuentos, ensayos, crítica (La vida literaria, cuatro tomotes), periodismo, teatro. Escritor “popular”, pero también esteta, teólogo, aficionado a las ciencias, historiador, político y filósofo. Es tumultuoso como Maupassant, Zola, o sus antecesores Michelet, Renan, Sainte-Beuve y Taine.
         Como algunos de éstos, admiraba la antigüedad clásica y pagana (escribió sus historias “egipcias”: Thaïs —operizada por Massenet, o “griegas”. “romanas”, “chinas”, “gálicas”, “medievales”: Bajo el signo de Clío, Cuentos de Dalevuelta, El juglar de Nuestra Señora, al igual que Flaubert buscó Cartago para su Salambó), sin dejar de cronicar la vida callejera francesa. Descreía, pero perseguía un ideal (no un ideal en las nubes ni en la cábala, sino el llano humanismo de la sensatez y la justicia social), sin olvidar algún culto a la lascivia y al Joie de vivre. Sólo algún culto, dentro del decoro y el “buen decir” de un “ciudadano honorable”: no admitía los “excesos” baudelaireanos o verlaineanos. (Valéry también fue un “ciudadano honorable”, enemigo de la literatura moralmente escandalosa; y lo fue tanto que ocupó el mismo sillón de France en la Academia Francesa: resultó su sucesor exacto. Admitió la sucesión prestigiosa, pero escupiendo vergonzantemente sobre ella.)
         Sin embargo, este compendio del Espíritu-Burgués-y-Vulgar-del-Viejo-Siglo aceptó apadrinar, prologando su primer libro, a Marcel Proust, a quien elogia con entusiasmo y perplejidad (Los placeres y los días): “Hay en todo ello algo de un Bernardin de Saint-Pierre pervertido y de un Petronio ingenuo”.
         La verdadera vocación de France, voltaireana, fue el escepticismo. Los simbolistas, que decían no creer en nada, que se proclamaban los sacerdotes del culto a la negación, a la visión del mundo y de la vida como un lance de dados al azar, por lo menos creían en eso: en un No, en una Nada, en Un lance de dados, esculpidos con atrabiliaria minuciosidad de bibelot de marfil, o dibujados en abanicos impresionistas para Madame Mallarmé. Parecían idólatras de la Narcisista Forma que contenía el Prestigioso Vacío.
         France era un verdadero escéptico: criticaba apasionadamente la ineficiencia de las instituciones, ideas y pasiones concretas de su tiempo. Para él los ángeles siempre caen; y con ellos todas las tentativas de justicia, civilidad y generosidad humanas. Y sin embargo, había que denunciar, contra toda esperanza, la injusticia; y luchar por el progreso humanitario (Voltaire: “Cultivar el jardín”), que inevitablemente heredaría muchas de las viejas lacras sociales, y contraería algunas nuevas.
         Esta vena crítica le atrajo multitudes a finales del siglo pasado y principios de éste (su pesimismo social y existencial se veía confirmado por las masacres bobas de la “guerra de trincheras” en la Primera Guerra Mundial); y lo alejó enseguida de los lectores, ávidos de certidumbres, o al menos de desplantes “afirmativos”, “futuristas”, “progresistas”, de décadas posteriores.  Quedó como un vejete disgustadizo, con ciertos giros verbales y estéticos de museo, con ánimos jacobinos y populistas de revoluciones “prehistóricas”, pero atemperados por la civilidad y la benevolencia de un liberal demócrata, que simplemente no entendía nada del impetuoso espíritu moderno.
         Mientras para unos críticos (su examigo Paul Bourget) resultaba un radical desaforado, casi un Robespierre, a otros parecía un tibio, un facilón, un tolerante, un simple “decente bienintencionadito”. Ojalá se hubiesen puesto de acuerdo. Gide culpa a France de facilismo estético e intelectual. Dice en su Diario (9 de abril de 1906) que France se dedica a adular a los lectores, rebajando la belleza y la inteligencia al nivel del público. “Es esto lo que sus lectores le agradecen. France los halaga. Cada uno de ellos puede pensar: ‘¡Qué bonito es esto! Al fin y al cabo no soy tan tonto; es esto precisamente lo que yo también pensaba’... Diserta con finura y elegancia. Es el triunfo del eufemismo... Por lo demás, me sospecho que no hay gran cosa detrás de lo que nos muestra. Es todo conversación, relato.”
         Como Valéry en la Academia Francesa, Gide heredó el sillón de Anatole France en la Royal Society of Literature de Londres; también lo escupió antes de sentarse (7 de abril de 1924): “Leo con vivo placer la Historia de cómicos de France. Alentado, vuelvo a El jardín de Epicuro, pero vuelvo a encontrar mi primera repugnancia por esta bebida benevolente y tibia”. Después de su reinado de un cuarto de siglo, se volvió deporte para las siguientes generaciones abofetear al France difunto.
         Valéry y los simbolistas también despreciaban a Maupassant y a Zola; y a los ensayistas Michelet, Renan, Sainte-Beuve y Taine. (El viejo Gide se sintió obligado a ofrecer sus muy sentidas disculpas, por lo menos en lo referente a Zola.) Pero no pudieron prevalecer sobre ellos. Hagan los fantasmas de Mallarmé y de Valéry los berrinches que quieran, Zola y Maupassant siguen leyéndose en todo el mundo; y cualquier lector inteligente admirará a Renan, aunque su historia de Los orígenes del cristianismo y su Vida de Jesús aparezcan ante nuestros ojos, como cualquier obra histórica añeja, algo anticuados con respecto a la información acumulada durante el siglo posterior a su muerte. Otro tanto podría decirse de la Historia de la revolución francesa de Michelet.

LA INCOMODIDAD DE ANATOLE FRANCE
¿Qué falla entonces con Anatole France? Jamás he conocido persona viva que lo cite, mucho menos que lo admire. Una mezcla desafortunada, acaso, de parnasianismo y esteticismo con la moderna prosa popular, verbosa y cruda. Un Mariano Azuela que suena al Azul... de Rubén Darío, y al revés, a ratos. Y una combinación igualmente desafortunada, en cuanto teoría literaria, de la exquisitez de un Gautier con el espíritu anti-ornamental de los novelistas populares modernos, digamos de un Roger Martin du Gard (autor de unos Los Thibault, el verdadero y poco conocido apellido de France).
         En sus mejores momentos ensayísticos, sin embargo, le encuentro cierta familiaridad con Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y el joven Vasconcelos (la “afición de Grecia” como sustento básico de toda discusión cultural; cierto coloquialismo de dómine que pretende conversar... pero como sólo conversan los eruditos; un humorismo de bibliófilo, una intención de escribir “en mangas de camisa” pero con los ojos siempre fijos en Palas Atenea: invariablemente pedagógico y civilizador).
         Sin embargo, hay que sospechar de los críticos que centren su menosprecio hacia France en motivos meramente estéticos, que no le fueron muy discutidos públicamente en vida, y no asuman los asuntos por los que se le combatía duramente: el anticlericalismo radical y las simpatías liberales y  socialistas, incluso comunistas (existe un ensayo de Paul Bourget al respecto, donde lo acusa de “atentar contra la civilización cristiana-grecolatina”).
         France creía que la “infame” Iglesia, que había combatido Voltaire, ni estaba derrotada ni se había corregido: que la lucha liberal “dura” contra ella debía continuar; pero sólo en el terreno de las ideas, en la práctica social y política predicaba la tolerancia, la paz y la democracia. Y sin demasiada fe en la victoria: también la ciencia funcionaba muchas veces como un conjunto burdo de supersticiones.
         Se insinuaba, por otra parte, que debía sus manías o simpatías “revolucionarias”, pero casi siempre pacifistas y democráticas, a sus origen pobretón (hijo de un peón de granja devenido librero-editor; empleado de bibliotecas y peón de editores toda su juventud y buena parte de su madurez —le debemos bastantes fichas del Larousse—, pues el éxito le llegó hasta los cincuenta años). Eso era lo malo de admitir pobretones en el Parnaso, que se volvían iconoclastas y alborotadores; pero no se aclaraba que France había escrito de un modo más que arisco contra la violencia y contra el terror de las revoluciones triunfantes, lo mismo la de 1789 que la Comuna.
         Es curioso que en la democrática Francia hayan predominado tanto los atavismos de clase: como France había sido pobre, y se le notaba, debía ser necesariamente ramplón. ¿Que tenía páginas admiradas por los mayores críticos? (Las nupcias corintias, La dama del abanico blanco, El pequeño Pierre) Es que, se rumoraba en los salones, ¡se las había escrito su distinguida mujer, como en la novela Bel-Ami de Maupassant! Hay tesis doctorales sobre tal “autoría dudosa” de algunas de sus páginas, y sobre esa esposa misteriosamente genial, con la que, por cierto, sostuvo una mala relación.
         Incluso André Gide se asombraba de que un pobretón como Charles-Louis Phillipe pudiese escribir buenos libros (disculpando, claro, las inevitables crudezas de un advenedizo en la Cultura.) También se llegó a achacarle a Sartre las obras de Genet: ¿Cómo ese pobretón carcelario iba a escribir literatura? ¿Cómo se atrevía? ¡Qué arribismo! (Hace poco vino a México un profesor alemán con la misma teoría sobre el teatro de Brecht: como éste era ignorantón y no sabía inglés en su juventud, una amante letrada le escribió, según declaró ex-cathedra el profesor en todos los medios de CONACULTA, La ópera de tres centavos, basada como se sabe en una antigua obra inglesa.)
         Anatole France es inteligente, sabio, erudito, ingenioso, divertido y pertinente en asuntos de la vida social y política. Juega hábilmente con la historia, la ciencia, la teología y la filosofía. Antiguo, en la mítica Palmira; moderno, en el Kremlin de Lenin. De un lado Grecia y la Leyenda dorada de los santos y mártires antiguos y medievales; del otro, la Revolución Industrial, Einstein y Lenin. Pero su prosa clara y precisa tiene trasuntos —Valéry diría “amaneramientos”— de los parnasianos y románticos. Y “vulgaridades” de política y de historia social. Un frágil equilibrio entre Leconte de Lisle y Zola.
         Ama con frecuencia las palabras bonitas o rarísimas y las frases sonoras en libros que no se asumen rigurosamente como cifra estética, sino como literatura social, dirigida a muchos lectores. Prolifera en raros nombres grecolatinos y medievales. Prefiere, como forma estética, los diálogos y las fábulas de personajes mitológicos, heroicos o eruditos. Muchas exclamaciones y figuras retóricas. Defiende la sencillez con exuberancia lexicográfica, y el sentido común con detallismos enciclopédicos. Parece un exquisito defectuoso, o un populachero con pretensiones de exquisitez. Una especie de imitador de segunda fila de sus contemporáneos, muertos generalmente a temprana edad.
         La verdad es que no imita a nadie. Su prosa y sus asuntos, para bien o para mal, son inconfundibles (doblemente genial debió haber sido su mujer, para imitar tal estilo), pero suena demasiado fin del siècle con una actitud de pleno siglo XX, o del siglo XVIII, según se mire. Desconcierta. A veces su concisión prosística logra perfecciones artificiosas de un La Rochefoucauld (“vicio”, por lo demás, que asimismo encontramos en sus enemigos como Faguet: “Voltaire es un caos de ideas claras”. ¿De veras un caos? ¿De veras ideas tan claras? ¿No hay un paroxismo de declamación en el aforismo de Faguet?) Muchos de los achaques del “alto estilo frances” que buscaba a tropezones el coloquialismo, la simplicidad, la “prosa blanca”, el “grado cero de la escritura”; esto es, despojarse de los antiguos rituales y galas retóricos, caracterizará a varias generaciones posteriores, hasta mediados de siglo (la Nouvelle Revue Française, por ejemplo).
         Compartió el desprecio parnasiano (fue discípulo en su juventud de Leconte de Lisle) y esteticista hacia las tramas en los relatos. A diferencia de los realistas, no quería contar chismes intrincados, laberínticos, con suspenso y trucos de prestidigitador que maneja un repertorio tumultuoso de personajes y episodios, sino relatos ligeros, casi aéreos, en su asunto, que permitieran el despliegue de atmósferas, descripciones, observaciones, epigramas. La trama no era el alma del relato, sino el pretexto para la prosa estética o intelectual. Posición muy francesa que reaparecerá a mediados de siglo en el nouveau roman.
         Esta mezcla de estilos y teorías literarios, que ahora nos desconcierta, apasionó a sus contemporáneos. Buscó una manera personal, equidistante del casi abstracto simbolismo y del realismo espeso y fotográfico. Gustaba. Durante un cuarto de siglo pareció el mejor cuentista francés (“Putois”, “Riquet”, “Los jueces íntegros”, “El camafeo”, “La jactancia de Olivier”, “El Procurador de Judea”, etcétera), consideración parcialmente justa: algunos de sus cuentos no han perdido el día de hoy su gracia original.

EL CANTOR DE KIMEA
A propósito de sus cuentos, tiene uno bastante curioso (“El cantor de Kimea”), situado en la Grecia clásica, sobre un anciano que no había logrado en sus mejores años destacar en la guerra ni en la poesía. Era bueno para las armas y los versos, pero le faltaban la riqueza, la clase social: su puesto de combate siempre estaba con la muchedumbre, en la infantería: ahí no se lograban los trofeos; sus cantos se dirigían a la plebe, junto al fogón o en las plazas: ahí no se concedían las coronas de laurel.
         Transcurrió su vida en una constante medianía hasta que algún dios arbitrario o irresponsable le quitó la vista. ¿En qué podía trabajar un viejo ciego? Le sobrevino en la vejez la pobreza. Se dedicó entonces a enseñar a cantar —a ejercer la poesía—, con una lira de madera, a los niños, especialmente a los ciegos (¿qué otro porvenir le quedaba a un niño ciego en la Grecia clásica sino aprender a cantar las hazañas de dioses y héroes en las plazas, los mercados, o en las grandes casas cuando había festejo?).
         Sus enseñanzas poéticas se reducían a una, pero tenaz, inconmovible: la de repetir con exactitud los viejos cantos. Toda novedad constituía un error y un sacrilegio, pues esos cantos provenían de inspiración insuperable, divina, a través de las Musas, comunicada a los primeros cantores, quienes se dedicaron a enseñarlas puntualmente a sus sucesores; y así en cadena de innumerables generaciones, hasta llegar al pobre maestro y su escuelita de pobres aprendices de poesía mendicante. Repetir incansablemente, con toda exactitud, los poemas establecidos.
         Pero este viejo poeta desvalido temía a ratos algún nuevo castigo de los dioses. Valiéndose de la ignorancia de sus escuchas poco letrados, se permitía en ocasiones, subrepticiamente, innovar, introducir versos, estrofas y hasta historias completas de su propia invención, en el acervo poético tradicional inalterable, sagrado.
         Comía cebollas, ajos y a ratos un jirón de carne de res, según se iba ganando el alimento y algún obsequio misérrimo por las ciudades cercanas. A sus escuchas incultos no les gustaba mucho su poesía. Como lo veían decrépito y desagradable —los párpados hinchados sobre las cataratas—, preferían burlarse de que semejante piltrafa humana anduviera cantando por ahí las sublimes hazañas de los dioses y de los héroes. Los grandes poetas, los verdaderos y renombrados, no se veían así. Apolo no se veía así.
         Lo rebatían: la verdad, según los verdaderos poetas: los reconocidos, los respetables, los grandes clásicos, por ejemplo, era que Penélope había sido una puta y se había revolcado con todos sus pretendientes, y Odiseo la había castigado, como se merecía, a su regreso. O que Telémaco había asesinado a su padre, pues su repentina e inesperada vuelta lo despojaba de su herencia. O que...
         El viejo apenas replicaba que su labor era cantar puntualmente lo que le habían enseñado sus mayores. Y los escuchaba disertar, con la locuaz sabiduría que les daba el vino, sobre la verdadera poesía y los verdaderos poetas. Cobraba con gesto humilde su mendrugo y su baratija, y regresaba a la escuelita, a darles varazos a los niños que se permitieran alterar, así fuese en una sílaba, los versos antiquísimos (muchos de los cuales acababa él de inventar).
         Nadie, ni él mismo, supo que era un verdadero cantor, y no un mero mendigo que cantaba. En las últimas líneas del relato nos enteramos casualmente de su nombre: Homero.
        
EL JARDÍN DE EPICURO
A diferencia de lo que postula la teoría literaria, la posteridad de toda obra es mezquina. Lo que resulta natural (todo simulacro de inmortalidad peca de pueril y de contranatural: ¡qué tontería desperdiciar la vida en “crear obra perdurable”!). Cada generación llega al mundo a vivir su propia vida y a escribir sus propios libros, y resiente o detesta las infinitas bibliotecas de Babel con que la han abrumado alevosamente sus innumerables antepasados.
         Nadie nace al mundo para vivir lo que otros ya vivieron, para leer polillas de vida antigua. Los libros deben morir, como los hombres. Para presumir de ilustrada, cada generación escoge un puñado de antiguallas y las convierte en monumentos, con cierta admiración hipócrita, y las manipula a su modo, incluso en contra de la naturaleza verdadera de esas obras (¡en lo que han convertido la Biblia los devotos y los predicadores!), o para orinarse sobre ellas. Es rara la admiración verdadera, esencial, por los libros antiguos, especialmente entre los propios escribas. No molestan solamente los escritos de los autores muertos, sino incluso los de los viejos:
         “Los ancianos tienen excesivo apego a sus ideas, y ésta es la causa de que los habitantes de la isla Fidji maten a sus abuelos. Así facilitan la evolución, mientras nosotros la retrasamos con vanas consagraciones académicas” (El jardín de Epicuro, escolio LXV).
         Pero hay libros más sujetos al abandono, a la momificación, a la polilla que otros. A veces son los mejores. Se trata de las obras más comprometidas con su propio tiempo. Como ciertos títulos de Belloc, de Wells, de Chesterton, de Shaw, de Mencken, que en su momento concentraron o inventaron el pensamiento más completo y avanzado de su tiempo, y que por ello mismo parecieron sumamente anticuados pocos años después, cuando entraron al mercado nuevas ideas y nuevas ocurrencias, nuevas posiciones ideológicas, El jardín de Epicuro (1895) representó en su momento, y durante unos veinte años, la Biblia del hombre más moderno; y ahora, en su mayor parte, nos da la impresión de un polvoso Reader’s Digest. Se parece un poco a Uno y el universo, de Ernesto Sábato, tomito de escolios que se leía con devoción en los años sesenta.
         El jardín de Epicuro (Tr. Luis Ruiz Contreras, Ediciones del Mirasol, Buenos Aires, 1960) carece de género y de asunto precisos: son reflexiones breves de un hombre que ha leído y vivido mucho y de todo. (Habla de Epicuro no en el sentido de culto al placer, sino al estudio y la meditación; y como aceptación de la fugacidad e intrascendencia de la vida.) El conocimiento de un formidable Hombre de Letras en breves comentarios.  Hay humanismo y ciencia, política y arte. ¡Pero todo, ay, tan fechado! ¿A quién le importa el extremo de la sabiduría de 1895?
         No escasean los dones de la prosa y de la invención de France, claro; pero exige mucha generosidad y paciencia espulgarlos, entre tantas exposiciones de geología o teología, sociología o astronomía, teorías estéticas y sociales, que ahora hasta los locutores de televisión podrían corregir o desdeñar instantáneamente. ¡Y tanto name-dropping de mitología o filosofía griegas y de los antiguos clásicos europeos! No le faltan sin embargo pepitas de oro.
         No recuerdo que Borges citara a France, pero su texto “Tres versiones de Judas” (Ficciones), que reivindica al apóstol infame —Judas no fue un traidor, sino un santo, otra reencarnación de Dios: un instrumento divino e indispensable para la redención operada por Cristo— (“La traición de Judas no fue casual: fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención... Judas refleja de algún modo a Jesús. De ahí los treinta dineros y el beso... Dios totalmente se hizo hombre pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia: pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús: eligió un ínfimo destino: fue Judas”, escribe Borges) ya aparece, por entero, en el escolio XXXVIII de El jardín de Epicuro:
         “El destino de Judas de Kerioth [Iscariote] nos sumerge en un abismo de confusiones. Porque Judas nació para cumplir la profecía, era ineludible que vendiese al Hijo de Dios por treinta dineros. Y el beso de Judas es, como la lanza y los clavos venerados, uno de los instrumentos de la Pasión. Sin aquel hombre no se realizaría el misterio; no hubiera podido salvarse el género humano... ¡Dios mío, Dios amoroso y clemente... si es verdad, como supongo, que Judas Iscariote ocupa un lugar a tu derecha...! ¡Y tú, Judas, a quien maldice la cristiandad, y a quien yo admiro porque parece que te has posesionado de todo el infierno para dejarnos disfrutar el cielo!... “Soy un sacerdote de la misericordia ordenado por Judas, secundum ordinem Judas..”, etcétera.
          A los lectores de Borges debiera interesarles mucho Anatole France, especialmente El figón de la reina Patoja (este título castellano extravagante e incomprensible pretende traducir La rôtisserie de la Reine Pédauque, 1893; algo así como ‘La fonda de la Reina de los Patos’): ahí se ocupa France de la historia de las herejías cristianas y de los primeros tiempos del cristianismo; de la gnosis, la cábala, la alquimia, los textos bíblicos y evangélicos “apócrifos”; y en fin, de toda la historia intelectual marginada de la antigua civilización europea (lo que Joseph Conrad llamaba ‘la sabiduría benedictina’ de Anatole France).
         Lo hace, como Borges, con fines humorísticos y de crítica mordaz a las arrogantes doctrinas ortodoxas, oficiales  —teológicas, filosóficas y científicas—, del progresismo europeo. A France, por su parte, le habrían encantado los cuentos y ensayos más excéntricos de Borges, y poemas como ‘El Gólem’.
Hablando de la traducción extravagante, atrabiliaria, incomprensible, de algunos títulos y nombres de personajes de Anatole France en las ediciones de Aguilar, ocurre que su cuento más importante y famoso —y ciertamente uno de los imprescindibles de la más rigurosa antología del cuento francés—, Putois, fue considerado impúdico o alburero por los editores franquistas y lo convirtieron alegremente, sin más, en ¡Garduño! ¿Por qué no Ruiz o Méndez? ¿Cómo va a identificarlo en el índice el lector que se ha enterado por las enciclopedias y las historias de la literatura de la relevancia de Putois? Y no se trata, en absoluto, de un cuento ‘inmoral’ o libertino, sino de una invención muy divertida, apta incluso para niños, que fue aprovechada en México para la película Simitrio (de Emilo Gómez Muriel, 1959), donde el viejo profesor ciego José Elías Moreno siente particular afecto por el más travieso de sus alumnos campesinos, quien sencillamente no existe, pero cuya presencia imaginaria le resulta más real que la de los demás niños de carne y hueso. Por otra parte, desde los años veinte el periódico El Universal contaba con un periodista (algo compositor y teatrero) famoso por su seudónimo, que sonaba rarísimo: Jacobo Dalevuelta (Fernando Ramírez de Aguilar, 1887-1953) —hay una calle llamada así, a su memoria, en la Colonia del Periodista—; sucede que Jacobo Dalevuelta es precisamente el nombre castellanizado, en la versión de Aguilar, de Jacques Tournebroche, uno de los protagonistas de La rôtisserie de la Reine Pédauque y de otros libros de France, como El abate Jerónimo Coignard, Los cuentos de Dalevuelta.
         Una de las mayores diversiones de El jardín de Epicuro resultará probablemente invisible, e incluso fastidiosa, al lector contemporáneo común. Ahora sabemos mucho de técnica y de ideología, pero la filosofía seria no forma parte, salvo en términos demasiado generales, de la cultura corriente de las personas que se consideran ilustradas. Ello no ocurría en época de France. Había una guerra encarnizada, incluso en los periódicos y en las cámaras de diputados, entre la espiritualista filosofía alemana, el pragmatismo inglés y el positivismo cientificista y progresista de Comte.
         Anatole France dedica buena parte del libro a burlarse de esos filósofos modernos, ¡siguiendo el mismo método que usó Voltaire en su Diccionario filosófico contra Santo Tomás y la escolástica!: mostrar contradicciones, reducir al absurdo las afirmaciones tajantes, desnudar a los filósofos de sus solemnes togas y mostrar que detrás de sus especiosos argumentos no existían sino juegos de palabras; traducir las aporías y los dogmas en bromas pesadas. Su víctima favorita es Comte.
         Advierte también, como crítico literario (contra él inventaron los académicos el insulto “crítica impresionista”, en oposición a la historicista de Thierry), que en la literatura predominan puros prejuicios, malentendidos y vanidad. Demuestra que una admirada página de Michelet fue juzgada como bobería y necedad por multitud de “enterados”, cuando se les presentó sin el nombre del prestigioso historiador. Recomienda al crítico desconfiar de su erudición, de sus juicios y de sus razonamientos, y crear crítica como arte: pasión, vida, belleza, buena conversación, sin codicia de verdades absolutas.
          De regreso —más teórico que práctico— de los excesos esteticistas de románticos, malditos, parnasianos y simbolistas, predica la sencillez de la escritura y de los asuntos como la mayor garantía de permanencia de un texto. Desde luego, su definición de sencillez resulta sumamente elaborada.
         Ahí entrevió la mezquina posteridad que tendría su propia obra:
         “Todo aquello que nos atrae por su novedad o por amoldarse a ciertos gustos artísticos, envejece pronto. La moda en el arte pasa con la misma rapidez que todas las modas. Ocurre con las frases afectadas que tienen pretensiones de originales lo que ocurre con los vestidos confeccionados por las modistas famosas: no duran más que una temporada. En la Roma decadente las estatuas de las emperatrices iban peinadas a la última moda. Los peinados resultaban pronto ridículos, y entonces ponían a las estatuas pelucas de mármol. Sería conveniente que un estilo peinado a la moda, como aquellas estatuas, cambiara todos los años de peluca. En los tiempos actuales, donde todo va de prisa, las tendencias literarias sólo subsisten un corto número de años, y con frecuencia un corto número de meses. Conozco escritores muy jóvenes cuyo estilo resulta arcaico. Es posible que las producciones maravillosas de la industria y de las máquinas hayan dado como resultado esa variación constante por la que se dejan arrastrar las sociedades atónitas. En la época de los Goncourt y de los ferrocarriles se podía vivir algún tiempo con un estilo de artista literario; pero desde que se inventó el teléfono, la literatura depende de las costumbres, renueva sus fórmulas con una rapidez desalentadora. Por tanto, diremos, como Ludovic Halévy, que la claridad y la sencillez constituyen la única forma posible para atravesar tranquilamente, no ya los siglos, que sería mucho decir, sino los años”. (Escolio XL).

LOS ÁNGELES REBELDES
Con mayor voracidad y tino que nuestros juaristas, los revolucionarios franceses expropiaron los bienes del clero, muchos de los cuales pasaron a manos privadas. Así una Biblioteca de Babel, de 360 mil volúmenes, especializada en teología y títulos bíblicos, procedente de un convento benedictino, llegó a poder de una familia burguesa, que la conservaba con gran orgullo en el segundo piso de un palacio cercano al templo de Saint-Sulpice, donde por cierto un pintoruco estaba restaurando rajaduras, manchas y desprendimientos de unos murales con feroces ángeles adolescentes —casi delincuentes juveniles— pintados por Delacroix.
         Bibliotecario él mismo durante buena parte de su vida, Anatole France describe con ternura y autosarcasmo la obcecación del pobre bibliotecario, quien había inventado una clasificación criptográfica imposible, a fin de que nadie localizara jamás un libro; y miraba con una desesperación cercana al odio al influyente que lograra permiso para consultar alguno.
         De repente, por arte de magia, como si las cercanías de Saint-Sulpice se hubiesen llenado de duendes chocarreros, empiezan a desordenarse los libros por la noche; a salir de sus estantes y amontonarse en mesas, a cambiar de habitación, a irse unos días y regresar como si nada, a desaparecer sin más ni más. Puros volúmenes religiosos y filosóficos antiquísimos y pergaminos llenos de ideas peligrosas, de cripto-heresiarcas, que por ningún motivo debían publicarse. Con la total angustia de ese bibliotecario arranca la novela La rebelión de los ángeles (1914).
         No se trataba de los trasgos, sino del ángel de la guarda de uno de los hijos de la familia, bastante enamoradizo. Alojado en una casa con tal biblioteca teológica y bíblica, y aburrido ante la monomanía erótica de su protegido, el desprevenido ángel custodio se había puesto a estudiar la religión a fondo, y había descubierto que su Buen Dios les mentía tanto a los ángeles como a los hombres. Eso de leer mucho no conduce a nada bueno, y menos las lecturas religiosas. De exjesuitas, exmaristas y exsalesianos está lleno el reino de los ateos.
         Concluyó que el Buen Dios era apenas un diosecillo tribal ensoberbecido, un demiurgo expansivo y violento, de una minúscula parte del universo; y que había construido todas sus fábulas y teorías sagradas para dominar como un tirano atrabiliario a sus crédulas criaturas, tanto del cielo como de la tierra. El ángel renegó de su status y se volvió hombre, con el fin de preparar una nueva rebelión de los ángeles —no existió sólo una, antiquísima, la de Lucifer; los ángeles, como los hombres, se andan rebelando a cada rato—; de inmediato reconoció a medio centenar de ángeles desertores, humanizados, en las calles, buhardillas y cafetines de París. Al poco tiempo había conjuntado quinientos mil exángeles dispuestos a la revuelta.
         Uno había colgado las alas por las piernas de una cupletista (los ángeles conocen caricias secretas que arrebatan a las mujeres); otro por disgusto ante la jerarquía tiránica del Autócrata de los cielos; hubo quienes prefirieron las joyas, el dinero, los negocios, los honores, el arte, las aventuras de este mundo (como andar cambiando de sexo y posición social al gusto). Alguno, para sumarse a los exiliados anarquistas que tramaban revoluciones para todos los países desde los cafés de París, y con tal propósito confeccionaban bombas perfectas. Otros más, por fastidio: sólo para evitar la presencia de los serviles serafines, querubines y tronos (los mayores mandones del cielo); dominaciones, virtudes y potestades (segundo rango); principados, arcángeles y angelillos del común. (No contaban los puttoni, o cupiditos, alados angelillos-bebé ‘de pajarera’”). “Llueven ángeles sobre París”.
         No cabe duda que en las primeras décadas del siglo los alborotos, motines y subversiones no eran cosa exclusiva de la tierra: México, Sarajevo, Moscú, las trincheras franco-prusianas. El plan consistía en revolucionar primero toda la tierra, y lanzarse luego contra la Jerusalén Celeste: un exángel, convertido en el principal banquero de París, les financió la empresa, con el fin de hacer un negocio fabuloso si la rebelión triunfaba.
         A diferencia de otros libros narrativos de France, La rebelión de los ángeles es una verdadera novela en toda forma: trama, episodios, personajes diestramente construidos. Con audacia y habilidad entremezcla la más ardua metafísica con las aventuras galantes (incluyendo duelos y elaborados adulterios) del fin de siècle. No se necesita ser un “anticuado” anticlerical furibundo para divertirse con ella de principio a fin: está llena de gracia terrenal y contemporánea.
         De hecho, sus ángeles rebeldes, que todos los días anunciaban la próxima caída final de Jehová, se parecen pintorescamente a los políticos y periodistas de su época, tanto liberales como conservadores, que todos los días anunciaban la próxima caída final de la Tercera República Francesa. Y tenían proyectos modernísimos: vencerían al Buen Dios mediante el humano invento de la electricidad, ya que la primera gran lucha entre las cohortes de Satanás y las de San Miguel se había decidido alevosamente por un invento que Jehová tenía oculto, y exhibió a última hora: el rayo. Ahora lo combatirían con rayos artificiales, “electróforos”. (No diré de la resolución de La rebelión de los ángeles sino que es inaudita, verdaderamente genial; y que en veinte siglos de cristianismo jamás ha imaginado nadie un Lucifer más digno y entrañable.)
         En mitad de la novela, France se permite un lujo de prosista virtuoso: retar a Bossuet, y compone (“Relato del jardinero”) todo un “sermón” anticristiano deslumbrante (unas treinta páginas): la otra versión de la rebeldía de Satán, y de cómo fueron los primeros ángeles caídos quienes, erigidos en dioses del paganismo (o asumiendo formas humanas y semihumanas gratas a la populosa mitología universal, especialmente la griega), crearon toda la civilización y la felicidad humanas sobre la tierra: lo mismo el fuego, el arado, el vestido, la escritura, las armas y las letras, que las ciencias y las artes; tanto en Egipto, Babilonia y Grecia, cuanto en las menos conocidas regiones del mundo, hasta que llegó la “religión del sufrimiento” del Crucificado, con la evangelizada máquina guerrera romana, destruyendo el civilizado y dorado paganismo de los ángeles caídos, a sangre y fuego.
         Hubo otra especie de rebelión de los ángeles en el Renacimiento, cuando se desenterró gran cantidad de dioses paganos en mármol y parecían renacer los filósofos grecorromanos, que Jehová combatió primero con la Reforma y luego con la Contrarreforma. Una tercera, acaso, con los enciclopedistas y los revolucionarios de 1789. Pero la última batalla no había sido librada, y algún día, gracias a los ángeles caídos o desertores, perecería la “religión del miedo” del demiurgo tiránico de Israel y prevalecerían los demonios tolerantes, demócratas y amigos de la alegría.

CUESTIÓN DE PINGÜINOS
Había una vez un santo muy tonto, llamado Mael; fundaba en Francia docenas de monasterios y abadías que se le convertían incorregiblemente en prostíbulos. Trató de buscar fortuna como misionero en lejanas regiones del mundo. Tomó un barco, lo condujo a la deriva y llegó al Ártico. Como era muy viejo, medio ciego y medio sordo, se puso a bautizar a los pingüinos.
         Se armó entonces el gran alboroto en el Empíreo —mezcla de las discusiones de Bizancio y los concilios católicos con las grescas olímpicas de la familia de Zeus—, sobre si tal bautismo era o no válido. Intervinieron en la discusión celestial todos los Padres de la Iglesia, los teólogos, los santos. Nunca, desde Voltaire, sufrió algún papa un cólico miserere semejante, ante tan devastadora chacota de los principios más sagrados del catolicismo. Ya le vendría otro, con Las cuevas del Vaticano (Gide).
         Entrampado en las propias liturgia y teología “infalibles” de su Iglesia, no le quedó al Buen Dios sino dar por bueno el bautismo de los pingüinos. Tuvo además, en su suprema benevolencia, que convertirlos en hombres, pues no se veía bien una cofradía de católicos oficiales con picos, patotas y aletas. Pero asimismo hubo que conferirles algo parecido al pecado original, del que como animales carecían, de modo que les dejó cierto plumón a manera de vello en el cuerpo, muslos cortos y un especie de miopía, por lo que, aunque hombres, siguieron llevando el nombre de pingüinos
         En seguida el santo Mael amarró la isla ártica, Pingüinia, con su estola sacerdotal, y la arrastró por todos los mares hasta Francia, para que los antiguos pingüinos vivieran en la tierra predilecta, y menos congelada, de la Iglesia Católica. Tal es el arranque de la novela La isla de los pingüinos (1908). Joseph Conrad, entusiasmado, le dio a France una calurosa bienvenida al club de los novelistas de aventuras marineras.
         Toda la historia humana les fue permitida a los pingüinos evangelizados. Se trata de una sátira de la civilización europea, especialmente la francesa. Cómo de tribu de exanimales desnudos se convirtieron en agricultores, pescadores, ciudadanos. Por medio de qué violencias y despojos se afianzaron sus primeras instituciones “nobles”, como la propiedad, las jerarquías sociales, los impuestos, las leyes, la Iglesia y el Estado. Y tuvieron su Dragón (aunque de utilería, pero ellos no lo advirtieron) y su Virgen Vencedora del Dragón (una alegrona chamaca promiscua, disfrazada de virgen), los cuales devinieron el mito fundador y sagrado de la Isla de los Pingüinos. La “virgen” se volvió su Santa Patrona, y el Dragón el origen de sus dinastías monárquicas.
         Anatole France fue un narrador tardío. Quemó su juventud en sueños de poesía parnasiana y de erudición bibliográfica. Y a cada rato se le nota. Desperdicia aquí (aunque las retoma en otros libros) las escenas de luchas religiosas y dinásticas, las matanzas, las epidemias, los enloquecimientos místicos en majestuosos conventos y catedrales, la alquimia, las cruzadas, los templarios y tantos otros episodios de la Edad Media y el Renacimiento para su irónica anti-historia de Europa; y se deja llevar por sus obsesiones de hombre de libros.
         Discute mucho, a propósito de la Edad Media y del Renacimiento de los pingüinos, la pintura “primitiva” (Fra Angélico, por ejemplo), “prerrafelita”; y va a visitar a Virgilio en los fantasmales Campos Elíseos, para que desmienta todo lo que los cristianos, torciendo sus textos, le han hecho decir como profeta-pagano-pero-involuntariamente-cristiano, de la Iglesia. El lector secularizado actual, que apenas recuerda alguna anécdota de la Virgen de Guadalupe y de san Martín de Porres, olvida que está leyendo una novela o una farsa, y se aburre con tan profunda teología. El feroz arranque jacobino inicial se ha entibiado, como diría Gide.
         Sin duda los lectores de 1908 disfrutaron a carcajada batiente los diversos capítulos sobre “Los tiempos modernos” de Pingüinia. Da la impresión de una farsa política de títeres sobre algún país latinoamericano, más que una burla en forma de la dizque progresista Francia. Pero por algo ella fue la maestra de las guerras de religión, del surgimiento del populoso ejército y de la populosa burocracia como nueva nobleza; de las interminables conjuras de republicanos contra monárquicos, y viceversa, y de los sindicatos que se dedicaban sobre todo a combatir... a otros sindicatos; de las ineficaces y conjuradoras cámaras de diputados; de la prensa políticamente sensacionalista, de la política en “salones” de dudosas condesas, de los golpes de Estado, de la demagogia bajo cualquier signo para atraerse a los peones, salchichoneros, obreros y artesanos.
         Los capítulos de “Los tiempos modernos” resultan así más caóticos, socialmente injustos e intelectualmente oscuros que los antiguos en Pingüinia, con sus nuevas armas ideológicas, militares e industriales. Por ahí aparece algo de la Revolución, de los regímenes parlamentarios, de los abades en conjura, de las asonadas en plaza pública, del ideal de dioses de la guerra como Napoleón y de la codicia hacia los países y mercados ajenos. Pudo ocurrir igualmente en Honduras.
         La irreverencia en clave contra la propia historia francesa moderna, sin embargo, alegró a una sociedad cansada de cien años de “heroísmos” políticos y militares, y de nuevas dinastías, si ya no siempre monárquicas, al menos militares, parlamentarias, bancarias, presidenciales. El caso Dreyfus —santo y seña de la generación de France— ocurre con la simplonería y la vulgaridad de un títere que le da un mazazo a otro para robarle la cartera. Su irreverencia resultó bienvenida: Es la traducción de la Suprema Historia Patria en un jolgorio de cabaret o de polichinelas.
         Algo se entrevé ya de la embrollada política francesa que se acercaba a la Primera Guerra Mundial y, curiosamente, de la “americanización” de Francia. Se les reprochó a los ancianos Voltaire y Dorothy Parker que vivieran tantos años en un mundo del que tenían tan baja opinión. Algo así ocurre con La isla de los pingüinos: tan dedicada a burlarse de las supersticiones y mitos, instituciones y prestigios franceses, culmina en una especie de pánico porque Francia ¡estaba dejando de serlo!, al menos como Anatole France la conocía. Ve un país franglais de trusts, de rascacielos, de automóviles desaforados, de industrias multitudinarias, de salvajes clubes anarquistas. No puede señalar (aunque ganas no le falten) “que todo pasado fue mejor”, pues se ha burlado demasiado del pasado de Francia. Simplemente sugiere que a pesar de tanto ajetreo político, militar, social, científico, técnico, la sociedad no ha mejorado.
         Cuesta trabajo reconocer que La isla de los pingüinos, a pesar de su soberbio arranque y de algunas bromas ocasionales, haya provocado tanto interés y admiración en su tiempo. ¿Por qué ha perdido resonancia? En parte, porque triunfó su mensaje político: la sociedad europea contemporánea no se parece mucho a la que se critica en esta novela, al menos en la dimensión caricaturesca con que la pinta. Sus ogros se antojan algo bobos, y sus mayores crímenes se exhiben como exageraciones de película cómica barata. Pero sigue sucediendo al pie de la letra en México, por ejemplo.
         Y en parte, porque da la impresión de que, décadas después de publicado, su mensaje de democracia, tolerancia, racionalidad y justicia social se ha cumplido en Francia, al menos parcialmente. Anatole France, siempre escéptico y pesimista, no esperaba eso en vísperas de una guerra contra Alemania, que muchos intelectuales y políticos creían perdida de antemano, como en 1870. De ahí, tal vez, su desaliento final. France aguardaba, pronto, el desastre. A un siglo de distancia tenemos entre las manos el rescoldo de un libro que fue incendio.
         La isla de los pingüinos no es propiamente una novela, sino un conjunto de desasidas escenas históricas humorísticas (la mejor y más larga: la batalla del caso Dreyfus.) Por desgracia, la magnífica invención de los pingüinos-hombres, que da título al libro y sugiere tantas esperanzas swiftianas, no va más allá de los primeros capítulos.




1 comentario:

Daniel González Dueñas dijo...

José Joaquín: Sin lugar a dudas este es el primer texto que conozco sobre el misterio de Anatole France y su posteridad (es más que eso, pero limitémonos a la personalidad que lo desencadena) que no se deja vencer por la incertidumbre que usualmente genera el autor de La rebelión de los ángeles y que combina lucidez, erudición y sobriedad en una visión esclarecedora. Una calurosa felicitación.