jueves, 1 de octubre de 2009

PAUL Y JANE BOWLES: LOS BENEFICIOS DEL PELIGRO


LOS BOWLES: RELATOS PARA POETAS

 

Por José Joaquín Blanco

 

La leyenda de Jane Bowles (1917-1973), que llega a superar a la ficción, especialmente durante sus últimas décadas de amante y víctima de brujas marroquíes, desvanece una y otra vez la importancia y el mensaje de sus obras.

         No faltan autores importantes, de Tennessee Williams y Truman Capote a John Ashbery, que la encomien a la altura de Virginia Woolf, Carson McCullers o Jean Rhys, o más alto todavía. Pero sus escasos escritos fueron tempranos, entre sus 25 y 35 años (la novela Dos damas serias, la obra de teatro In the Summer House, además de una docena de cuentos, especialmente los recopilados en Plain Pleasures) y resultan harto difíciles y extraños, mientras su leyenda reviste toda la estructura de una tragedia exótica, muy parecida a las historias que su marido Paul ha narrado en varios libros: la fatal atracción de lo antioccidental (latinoamericano, norafricano o asiático) para norteamericanos desencontrados en su cultura o conciencia modernas.

         Lo curioso es que la escritora de talento, durante toda su juventud, era ella y no Paul Bowles. Éste, desestimulado como poeta por Gertrude Stein, se había dado por vencido demasiado pronto, y trataba de consolarse con un destino musical, tras las huellas de sus amigos Aaron Copland y Silvestre Revueltas. Se dedicó muchos años sobre todo a estimular y proteger a Jane, “la escritora de la familia”.

         Ahora sabemos que Paul Bowles es uno de los mejores narradores del siglo en cualquier lengua. Sus relatos extraños y terroríficos aparecen escritos con una mano madura, lírica, clásica. No solamente gozan de una amenidad y claridad supremas, son también inolvidables. Jane resulta perdidiza, como apéndice suyo, salvo para ciertos poetas y escritores muy selectos que alcanzan a sentirla, a descifrarla, a pesar de los laberintos y oleajes subterráneos de su prosa.

         En muchos sentidos, los relatos de Jane Bowles se parecen a los de su marido, pero sin control ni deliberación. Son la obra de una muchacha, mientras que los de Paul muestran el temple del hombre maduro. Los terrores, las intuiciones, los contrastes, la curiosidad del mundo se presentan en Jane con un alto voltaje sin paliativos. También son la crónica de quien se asoma al peligro precisamente para caer en él, mientras que los de Paul narran la experiencia del peligro con voz (todavía trémula) de sobreviviente. No asombra que, para muchos de sus lectores, Jean resulte surrealista.

         Más que de narradora, ofrece el perfil de un poeta maldito. Entregó todo su mensaje en plena juventud, temblando bajo el ramalazo de sus inspiraciones y terrores vivos. Luego, durante décadas, la desolación y la locura. (Jane Bowles: My Sister’s Hand in Mine. The Collected Works of..., prólogo de Truman Capote, Nueva York, The Ecco Press, 1978 (hay traducción española de Dos damas serias, en Anagrama). Millicent Dillon: A Little Original Sin. The Life and Works of Jane Bowles, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1981. Hay varias obras de Paul Bowles traducidas al castellano, especialmente en Alfaguara.)

Dos damas serias, relato más que confuso en cuanto trama y caracterización de personajes, pero sumamente eficaz como poesía, por sus recursos verbales y simbólicos, tiene la fuerza de un descubrimiento espiritual, de un viaje religioso a las fronteras del peligro. ¿Hasta dónde puede llegar una mujer en su búsqueda de la verdad, de la autenticidad, de la intensidad? El sacrilegio, la prostitución, la suciedad, la crueldad, los bordes de la muerte. Y Panamá como uno de sus escenarios.

         Las cosas pequeñas, más insignificantes, intercambian guiños infernales o monstruosos. El Mal y el Terror existen, materiales y concretos, como descargas inclementes, en las mujeres de esa novela —todas ellas la propia Jane Bowles, aunque acepten algún exterior rasgo prestado— , las cuales buscan escaparse del infierno de la conciencia y del pensamiento, y no hacen sino caer más y más en ellos, en sus analogías y sibilinos oráculos.

         Truman Capote celebró en Jane Bowles, como si se tratara de un Blake, su vocación de visionaria: extraños relatos donde se mezclaban “una sofisticación felina con cierto humorismo de teatro de títeres”. Se asombró ante su dón lingüístico: el encuentro invariable de la expresión precisa y a la vez asombrosa. La prosa que ofrecía “un sabor jamás antes gustado”, una especie de “amargura reconfortante”. Su búsqueda de los caminos más torturados y pedregosos para descifrar las situaciones aparentemente más sencillas y cotidianas; el talante cómico ante el terror y la condenación.

         ¿Qué tanto se deben uno a otro, estos cónyuges? ¿Los estremecimientos de Paul algo adquirieron de la precoz fatalidad de Jane, o ambos los fueron aprehendiendo brazo con brazo?

         Una sibilina, otro clásico, los dos Bowles admiten una rara categoría: la de narradores para poetas. En este sentido, Jane parece conservar su primacía, de los años treinta, cuando Paul se creía negado para la escritura: sus páginas confusas y plurivalentes seducen a los poetas que no suelen gustar de la prosa. Le conceden una magia que regatean incluso a Paul Bowles. Y claro: la leyenda, el misterio.

         Ese raro matrimonio desencontrado conforma por sí solo un capítulo entero de la literatura mundial de mediados de siglo.


 
BOWLES: LOS BENEFICIOS DEL PELIGRO
Por José Joaquín Blanco


La más famosa de las novelas de Paul Bowles, El cielo protector (traducción castellana de Alfaguara), que en los años cincuenta llegó incluso a las listas internacionales de bestsellers, comparte con sus cuentos árabes y latinoamericanos la agonizante atmósfera del límite de la razón. Hay un momento, un lugar, probablemente inmediatos, en los cuales el caos, el vacío, el delirio, el terror, la locura nos acechan como la verdadera realidad, como el reino verdaderamente prometido. No lo elegimos nosotros: nos elige; hay personajes que aceptan verlo como es y vivirlo como un abismo prolijo.
Sobre la tierra, los hombres se imaginan que existe un hermoso cielo, sólido y poderoso, que los protege del infinito, de la vastedad insondable del universo. Uno podría imaginar que el amor, la pareja, el matrimonio nos protegen de nuestros instintos, de nuestras locuras o pulsiones recónditas; que el lenguaje, el dinero, la civilización, el arte, la educación, el ejército, el gobierno, la policía, las leyes, los médicos, la urbanidad nos crean un cielo protector, contra la barbarie fundamental del ser y de la especie, de la que creemos habernos librado.
Y nada de esto es así: el cielo protector es el propio caos; en el amor están las pulsiones terribles; la protección es el mismo peligro; la civilización arroja a la barbarie, y el lenguaje y la razón fácilmente conducen a la locura. Este camino no es nuevo: lo conocieron Gaugin, Van Gogh, Baudelaire, Stevenson, Rimbaud, Lautréaumont, Nietzsche, Dostoyevski, Dadá, Bierce, Pessoa, Artaud, Lowry, Cortázar...
A mediados del siglo XIX, el progreso en los transportes ferroviarios y marítimos, permitió la creación de un nuevo espacio literario: los mundos primitivos de Asia, África, América y las Islas del Sur —apenas décadas antes ensalzados como paraísos virginales de buenos salvajes por Rousseau y por Chateaubriand—, como espectaculares infiernos para los civilizados descontentos.
Porque dentro de la civilización, de la razón, del arte y de la ciencia occidentales más avanzados, se abría el vacío: Flaubert sentía nostalgia de la barbarie y de la brutalidad de Cartago; más expeditamente, Edgar Allan Poe y Charles Baudelaire, se negaron a sus civilizaciones sin tener que realizar tan largas travesías: bastaba abandonar las academias, los palacios, los salones y los templos, los tribunales y las oficinas, y reclutarse entre los condenados del arroyo, de los barrios bajos y de los escondrijos de la enfermedad, la suciedad y el vicio.
Tres occidentales vacíos huyen en El cielo protector de la perfección civil neoyorkina, que se les abre como un abismo civilizado, una mentira piadosa más espantable que las verdades fatales, una muerte industrializada y cotidiana, una autoextinción con sonrisa de dentífrico, debidamente aprobada, reglamentada y programada por el ayuntamiento, y se encaminan a una aventura cuyo sentido fundamental es el de volverse más y más peligrosa, hasta que no haya forma posible de retorno. Jean-Paul Sartre escribió en La náusea: "Ella sufre como una miserable. Han de ser miserables asimismo sus placeres. Me pregunto si a veces ella no ha deseado liberarse de este pesar monótono, de estos susurros que empiezan en cuanto deja de cantar; si ella no ha deseado sufrir de una buena vez y para siempre, arrojarse en la desesperación. De cualquier modo, le sería imposible: está atada." Bueno, los personajes de Bowles se desatan.
No son los primeros hombres en el mundo que quieren cualquier muerte, menos la aburrida en la propia cama hogareña. Escogen el sitio más desolado y peligroso posible: el norte de África y el Sahara de la postguerra, hundido en su atraso colonial y en el desorden administrativo del colonialismo europeo en África. Con cierto júbilo de pioneros que buscan resolver por instantes su vacío en los vértigos de lo desconocido y del peligro, con una natural arrogancia de hombres blancos entre nativos coloniales y de turistas ricos cargados de billetes y de productos industriales en un mundo de un primitivismo medieval —y acaso anterior en ocasiones a la Edad Media—, se enfrentan al espejo del caos de sí mismos, a su propio vacío, al mareo de sus cosmos peligrosos.
Kit irá más lejos que cualquiera: irá perdiendo uno a uno sus atributos: esposa, dama, mujer, ser libre, ser racional, hasta localizarse —ya casi incapaz hasta de concebir alguna idea, por simple que fuera— como una esclava travestida, ni hombre ni mujer, ni esclava ni libre, ni esposa ni puta, ni humano ni animal, ni mendigo ni turista, perdida en el abismo de su conciencia resquebrajada, para quien cualquier violación, ultraje o humillación caen ya como ecos en un vacío.
Dio el paso sin regreso, semejante a la muerte o a la locura, después del cual ya no hay mitos de cielos protectores, después del cual todo es tan trágico y brutal como los universos de insectos o de planetas, de plantas o de peces. Se ha logrado finalmente la pesadilla originaria. No era necesario ir al Sahara para ello: Virginia Woolf no caminó muchos kilómetros desde su escritorio y Sylvia Plath lo encontró en su propio hogar; pero sí era el derecho de Kit elegir al menos el rumbo de su caída.
No es necesario advertir que la historia de El cielo protector —más genialmente narrada por el propio autor en sus cuentos, como "Tapiama" o "Un episodio distante"—, resulta menos ajena de lo que pareciera. Lo que va a ocurrir a nuestra pareja de extraviados en la prehistoria casi bíblica del Sudán, ocurre diariamente a miles de civilizados occidentales en cantinas, condominios, burdeles, hoteles de paso, hospitales siquiátricos, lotes baldíos de Los Ángeles y Berlín, Moscú y Londres, México y París. ¿Habrá que recordar cómo el Cielo dejó de "proteger" a Jorge Cuesta, a Walter Benjamin, a Klaus Mann, a Louis Althusser, a la propia Jane Bowles?
Paul Bowles ha enriquecido esta invitación al peligro con un escenario de magia y misterio mucho más esplendorosos que la nota roja o la hoja clínica de las bancarrotas habituales de los países modernos, con sus ejecuciones y manicomios asépticos.
Acaso tampoco falte señalar que el aparente terror del desorden, la miseria y la truculencia tercermundistas que agobian a los primermundistas neoyorkinos en el Sahara de El cielo protector, se ve más que correspondida con los abismos que esperan al bracero mexicano o latinoamericano ante las razzias de los policías estadunidenses, o a los árabes, turcos y persas frente al racismo europeo. Nos inventamos que estamos protegidos: sólo nos protegen nuestras propias invenciones, hasta que dejamos de creérnoslas. Nos protegen nuestros errores, supersticiones, tonterías, prejuicios, ambiciones, pasiones: sólo lo que nosotros mismos inventamos.
La muerte siempre ocurre, la locura muchas veces; lo peor siempre asoma, el cuerpo y la mente pueden romperse en cualquier momento. Nos hemos inventado límites civilizados contra el terror, nos hemos inventado que hay una cúpula celeste que nos protege: esa cúpula no existe, es un color imaginario: lo que nos protege es el propio peligro, y las personas con hambre de vida son viajeros de tales posibilidades de peligro, que tarde o temprano se cumplen.

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