sábado, 24 de julio de 2010

LAS PIEDRITAS EN EL ZAPATO

LAS PIEDRITAS EN EL ZAPATO (OBSESIONES, MANÍAS Y SUPERSTICIONES DE LA CULTURA MEXICANA DEL SIGLO VEINTE)

(Recientemente publicado en el volumen colectivo Del color local al estándar universal. Literatura y cultura, INAH, 2010; en la colección “Claves para la historia del siglo xx mexicano”, animada por José Mariano Leyva.)

por José Joaquín Blanco

A la memoria de Ilya de Gortari

1) Las novedades del pasado
Durante casi todo el siglo veinte, y especialmente entre 1920 y 1970, hablar de artes y cultura mexicanos modernos (lo que también tenía que ver, desde luego, con el pensamiento y las ideologías) aludía especialmente a tres asuntos o ámbitos: el folklore indigenista, la novela de la revolución y la pintura mural. Ninguna de estas tres entidades era realmente novedosa, y todas ellas tienen raíces ilustres e incluso tumultuosas en la Nueva España, desde el propio siglo XVI.
Las crónicas de rebeliones indígenas y campesinas, el arte sacro y popular e incluso el citadino y doméstico siempre documentaron la violencia, las formas indígenas de vida y cierta ritualidad, con antecedentes tanto cristianos como prehispánicos, que consagraba en muros -y en sucedáneos como biombos, tapices u óleos de enorme formato- una representación de la realidad que también era cátedra y catecismo. Así como los muralistas del siglo veinte rescenificaron en edificios públicos las batallas revolucionarios, los novohispanos pintaban en biombos y cuadros las batallas de Hernán Cortés -con sus ángeles, santos y vírgenes- en Tenochtitlan.
La violencia, los tipos populares, los paisajes rurales, los conflictos sociales y raciales que tratarán los novelistas de la revolución aparecen con gran frecuencia en la narrativa romántica y costumbrista del siglo XIX, especialmente en Inclán, Altamirano, Riva Palacio y Payno. Hubo “los de abajo” y “fiestas de las balas” en crónicas y relatos de las guerras de Independencia, de los golpes de Estado, de las invasiones extranjeras y de la Reforma. Existió Tomochic, de Frías.
En los altos momentos del Porfiriato, digamos al finalizar el siglo XIX, incluso se pensaba que todo ello ya había sido cultivado hasta el abuso, y que las nuevas formas artísticas y literarias del futuro más bien se encaminarían hacia la modernización europea y norteamericana, la decoración maquinista e industrial, las nuevas vanguardias estéticas e ideológicas, el pensamiento científico e incluso teosófico... Un ejemplo de la literatura que se avizoraba entonces está en los cuentos -que él llamaba novelas- de Amado Nervo.
Fue curioso que la novedad mexicana de la cultura y de las artes del siglo XX resultara sólo un nuevo vigor de lo de siempre: escenas de violencia, recuperación o expropiación de íconos, paisajes y mitos indígenas, y la ambigüedad sacro-secular, decorativo-pedagógica, político-artística de los muros como grandes pantallas o altares para la escenificación de las polémicas políticas despertadas, acaso más que por la mera revolución mexicana, por la inquietud social de los años veinte en todo el mundo: no sólo comunismo y socialismo, sino también anarquismo, maquinismo, fascismo, propaganda-del-Estado, nuevos giros del catolicismo.
Hay que recordar que el muralismo mexicano es contemporáneo de las grandes escuelas de publicidad y propaganda comercial y política: son enormes anuncios que lo mismo venden héroes que objetos fetichizados; de modo muy semejante a como Orozco celebró la trinchera y Rivera el caballito de Zapata (Cuernavaca), se celebraba en Europa, Estados Unidos y la Unión Soviética a los héroes guerreros o a la clase obrera en Europa, y a los consumidores de coches Ford y Corn Flakes. Esto no es crítica peyorativa ulterior, sino ambición premeditada de esos artistas (expresada especialmente en los escritos de Rivera y Siqueiros, por ejemplo): le decían propcult, cultura de propaganda.
En un principio, fue no sólo claro sino abrumador el mensaje de las novelas revolucionarias, especialmente las de Azuela y Guzmán: eran una crítica furibunda de la violencia revolucionaria, de los caudillos y de los caudillos entronizados en mandatarios; los denunciaban incluso con mayor fuerza que al viejo régimen porfiriano. Se necesitó un gran enrevesamiento político y pedagógico para erigir Los de abajo, Las moscas, Andrés Pérez, Las tribulaciones de una familia decente, de Azuela; El águila y la serpiente, La sombra del caudillo, de Guzmán; Ulises criollo, La tormenta, de Vasconcelos, entre muchas otras, en una conmemoración literaria del nuevo orden revolucionario que era precisamente al que enfáticamente denunciaban y atacaban.
Aunque las de Azuela, especialmente las primeras (como Los de abajo), son muy originales y precursoras, las demás deben mucho a la tendencia general en la novela internacional, especialmente europea, contra la violencia de la Primera Guerra Mundial (de Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, a Los Thibault de Roger Martin du Gard), y estrictamente contemporáneas de la novela rusa, sobre todo en el exilio, contra los caudillos de la revolución soviética. Todas ellas, sin embargo, participan de la desolada denuncia de la guerra particularmente ácida en la novela francesa sobre su derrota en 1870, y ejemplificada sobre todo por Émile Zola, en La debacle y otros títulos de Los Rougon-Maquart, que cultiva con particular obsesión la perspectiva caricaturesca y los tintes tremendistas.
Nada menos revolucionario, incluso nada más deliberadamente contrarrevolucionario que esas novelas “de la Revolución Mexicana” donde se nos pinta con colores terroríficos la barbarie y la prepotencia de mandones y matones, que sobre todo se ceban en los más débiles, pobres e inocentes, y la inercia viciosa de la violencia que se precipita y se estimula a sí misma, ya sin otra justificación que sus propios impulsos o fogosidad insaciables.
Ese enrevesamiento pretendió, con bastante éxito pedagógico y político, que lo que decían esas novelas claramente era lo menos importante, y lo principal una vasta y brumosa metáfora de la revolución y lo revolucionario, a los que no criticarían sino rendirían culto. Esta manipulación de interpretación política es semejante a la soviética sobre los desastres y las matanzas de la Revolución de Octubre, las guerras civiles, las purgas y las dos guerras mundiales: un culto sacro al Holocausto popular del que surgiría la redención de Rusia y de la Humanidad.
Lo mismo ocurrió con respecto a las imágenes pictóricas, fotográficas o cinematográficas de los episodios revolucionarios: había que leer sobre ellas, incluso atropellándolas, otra cosa: el misterio tremendo de la fundación de un orden nuevo redentorista, que a través de ese gran sacrificio inicial prometía una revolución permanente, institucionalizada.
Fueron acaso más de cinco las generaciones de narradores de la “revolución mexicana” -incluso en el siglo XXI continúan apareciendo títulos de esa corriente-, y en todas ellas se advierte esa contradicción de un asunto y unos episodios espeluznantes a los que se rinde una liturgia devota en vías de una esperanzadora redención final.
Sin embargo, las mayores escenas narrativas de Azuela, Guzmán, Vasconcelos y sus seguidores, existen desde los cronistas del siglo XVI (de Motolinía y Mendieta a los cronistas de Compañía de Jesús, pasando por el obispo de Puebla, Juan de Palafox), proliferan en la Colonia (la crónica del motín en Sigüenza y Góngora, por ejemplo); abundan en el XIX, con sus asonadas y guerras civiles, y logran un fresco opulento en Los bandidos de Río Frío, de Payno. Su novedad y su pertinencia, entonces, parecerían residir en su descubrimiento y su particular escenificación de la larga tradición de la crónica literaria de la violencia y de los quebrantos civiles de México.
La Escuela Mexicana de Pintura sin duda alcanzó su mayor vigor casi cuatro siglos antes de los Tres Grandes (Rivera, Orozco, Siqueiros): entre los indios cristianizados por fray Pedro de Gante, Motolinía y fray Bernardino de Sahagún, como Marcos de Aquino: el arte plumaria, los retablos, los exvotos, los códices cristianizados (que entremezclan las formas pictóricas prehispánica y la misionera); las decoraciones de la cerámica y los textiles, los óleos de decoración doméstica, los murales, óleos y retablos conventuales y eclesiales; todo ello en plena ebullición desde el siglo XVI -y que produjo nada menos que el óleo guadalupano, suma y emblema de toda escuela mexicanista de pintura-: los pintores vasconcelistas, los muralistas y los caballetistas, dibujantes o grabadores de la Escuela Mexicana de Pintura no ofrecieron pues otra novedad que la rescenificación de la principal corriente plástica tradicional novohispana. Resultan incluso obvias en muchos murales y cuadros las referencias cristo- y mariológicas: las indias-madres que son la Virgen, los indios-mártires que son el Crucificado, los indios-victimados que son otros tantos Cristos llorados en grupos de “Piedad” por indias que son la Virgen, Marta y Magdalena (cf. Rodríguez Lozano, pero también están en Orozco y en infinidad de pintores de la revolución). Todo ello como reciclamiento de la tradición novohispana. Pero sobre todo el asunto mismo: organizar una liturgia plástica, un rito plástico, a un sacrificio propiciador original del que surge la historia reciente: los martirios y rebeliones populares de 1910-1920.
Se diría que en la deliberada y preconcebida naiveté digamos fauviste o loca, o pueril, o populachera de pintores como Abraham Ángel y María Izquierdo hay nostalgias del pueblo, de la infancia, de la cultura rural: también hay nostalgia de los retablos y exvotos del primer cristianismo indígena, representados en el óleo del Tepeyac, pero reconocible en muchas otras imágenes de los siglos XVI y XVII. El célebre cuadro tianguero de la vendedora de fruta de Olga Costa, la mestiza gorda en un piramidal puesto abundantísimo de fruta, no es sino la exageración de imágenes artesanales de la Colonia.
Desde las propias guerras de conquista, hubo apropiación -homenaje y saqueo- del folklore indígena por los españoles, y su continuación por parte de los poderosos y de los mestizos, de la misma manera que en esas mismas guerras los indios asumieron muchos usos y formas hispánicas. En la pavorosa confusión de ellas batallas, en sus tremendos vuelcos de fortuna, de repente un indio hacía uso de la espada de un español; y un español recurría a mazas y escudos mexicas. Todas las clases sociales novohispanas, incluso las más adineradas y poderosas, admitieron de inmediato cuanto les resultaba útil o cómodo o hermoso de la tradición indígena: comida, artefactos, ropa... Había marquesas y encomederas y hacendadas vestidas a la Frida Kahlo desde el siglo XVI, como desde entonces hubo indios latinistas.
El culto del siglo veinte del folklore indígena fue nuevamente una continuación de la tradición novohispana. Quizás nuestro mayor y más moderno antropólogo siga siendo fray Bernardino de Sahagún. Hay indigenismo en el arte católico de Tonanzintla y hay catolicismo en las danzas rituales de todas las etnias, entre concheros y tarahumaras, viejitos, venaditos y moros y cristianos. Los retratos (tanto los costumbristas y hogareños cuanto los simbólicos, del tipo de las “monjas coronadas”) y bodegones novohispanos ya anuncian los de Rivera y Kahlo.



2) Las modernidades anacrónicas
A mediados del siglo veinte, a la sombra de la segunda posguerra y ya bajo la presión del “imperio” norteamericano (no una mera potencia continental, sino la potencia mundial), gran triunfador de la segunda guerra; con ciertas reminiscencias del existencialismo (en realidad, provocadas en México por el éxito popular -literario, periodístico- de Sartre, más que por las sesudas referencias filosóficas a Husserl o a Heidegger), se dio en México una pretendida “filosofía de lo mexicano”, o una búsqueda de la identidad nacional, más o menos a la sombra del filósofo español José Gaos y sobre todo emprendida por sus discípulos, autollamados “generación del Hiperión”. El laberinto de la soledad (1949), de Paz, es el título más conocido de esa corriente que contó entre otros con Samuel Ramos, Jorge Portilla, Emilio Uranga, Leopoldo Zea, Luis Villoro, Pablo González Casanova, Carlos Fuentes e incluso intentó reciclajes de ensayos afines de Alfonso Reyes (La x en la frente) y de Vasconcelos (de quien se seguían vendiendo bien en librerías La raza cósmica, Indología y Discursos, y quien de alguna manera siguió hasta su muerte imponiendo un atrabiliario paradigma de la mexicanidad en su idealización de Hernán Cortés y de Madero, y sus vituperios de Huichilobos, de Zapata y de Villa).
Pese a sus teorías fenomenológicas o sicoanalíticas, en realidad lo que estaba a discusión era meramente la modernidad de México y si debía seguir un camino propio (excéntrico, atípico, folklórico), o si por el contrario debía olvidar particularidades y nostalgias aislacionistas (el “muro de nopal” en relación a la muralla china o al muro de Berlín), y apretar el paso para confundirse con la modernidad europea y norteamericana; parecerse a estos modelos, a los que de cualquier manera seguía, y ponerse al ritmo del tiempo metropolitano para ser finalmente, en palabras de Paz, “contemporáneos de todos los hombres”.
Esta tendencia prosperaría rápidamente hasta lograr el predominio con la doctrina mundial de la “globalización” que se impuso como epidemia a la caída del muro de Berlín.
De todo se dijo en esta sicoanalización o invención de “lo mexicano”. Que si había un trauma de la conquista (todos hijos de una Malinche violada y destinados a eternos perdedores y llorones en nuestro trato con el mundo); una homosexualidad latente por la falta o muerte o mutilación del padre sociológico -el mundo indígena- (aparentemente ilustrada por las teorías del albur y del relajo). Que si había un rencor atávico y maniático contra las potencias que habían vencido a México en el pasado, especialmente Estados Unidos, pero también España, Francia, Inglaterra. O una supervivencia de idolatrías prehispánicas, que volvían a la sociedad mexicana una perenne adoradora de pirámides y tlatoanis sanguinarios y caníbales (la “crítica de la pirámide” de Paz en Posdata).
Que si existía un diagnóstico de “bipolaridad” o de maníaco-depresión que jaloneaba a los mexicanos del abatimiento a la euforia exagerados, del llanto a la fiesta, de la cortesía a la fiesta de las balas, del edén al apocalipsis (esta dizque teoría siquiátrica, en realidad fue establecida con todas sus letras por Lucas Alamán en su Historia de México).
Que si la geografía influía para crear un temperamento cortés y melancólico en las mesetas, a la manera del que Henríquez Ureña y Alfonso Reyes creían ver como emblema en Juan Ruiz de Alarcón (en rigor, ya había en el Porfiriato una “filosofía del mexicano”, encabezada por estos dos autores y otros compañeros como Antonio Caso y luego Antonio Castro Leal). O bien un temperamento perdedor y caótico en las selvas, sierras y trópicos sureños; o si por el contrario los duros climas del norte y su mayor contagio con los Estados Unidos creaban un nuevo México emprendedor y bronco en la frontera.
Muchos títulos aludieron a la existencia de dos o muchos Méxicos contradictorios, simultáneos o complementarios. Si el mestizaje sumaba o restaba -hay teorías del mestizaje en Sierra, Vasconcelos, Gamio, Molina Enríquez. Si los “usos y costumbres” indígenas o indianos eran más ley que la propia ley formal; si lo indio era algo más (o algo menos) que las manifestaciones fisonómicas exteriores, por lo demás predominantes entre la mayoría de los mestizos, y perduraba incluso entre los rubios y ojiclaros aficionados al “México profundo” (categoría establecida sobre todo por Guillermo Bonfil a finales de los años setenta, pero que ya aparecía en escritores porfirianos y revolucionarios como Molina Enríquez y Gamio).
Si los grandes héroes tutelares eran redentores o tiránicos, históricos o míticos, ejemplos a seguir o cicatrices de llagas anacrónicas: la Malinche, Cuauhtémoc, sor Juana, Morelos, Juárez, Zapata, Villa, Cárdenas. Si el régimen político autoritario y corporativo del PRI, en el que se veía una perduración del régimen igualmente corporativo y autoritario de los liberales de Juárez a Díaz, respondía a una idiosincrasia o a una peculiaridad fatal, inevitable, de México; o si era por el contrario una mera imposición oportunista, una simple máscara ideológica para justificar el predominio de determinada clase política.
Esta manía por la “diferencia mexicana” o la “identidad nacional” o “lo mexicano” cubrió todo el siglo XX. ¿Pero no existía ya algo, o mucho de ello, en las caracterizaciones de indígenas, mestizos y hasta de blancos indianos, desde los cronistas e informadores oficiales del siglo XVI, las sátiras de Oquendo, los autores de las Flores de baria poesía, los intrincados alegatos de autores como Sigüenza y Góngora, Sor Juana, Francisco de Castro, el obispo Palafox, el historiador Clavijero, el polemista fray Servando?
Esta caracterización, sicoanalización o emblematización de lo mexicano según mezclas raciales había producido durante la “época de filigrana” de la Nueva España unas curiosas tablas decorativas, en las que se mostraban más de una docena de combinaciones raciales del mexicano (generalmente la pareja matrimonial con los hijos): entre indios, españoles, mestizos, negros, asiáticos y las diversas castas, y era común que los predicadores, antecesores de los sicoanalistas y existencialistas de “lo mexicano”, definieran a la población en términos de virtud o pecado, ocio o laboriosidad, salud o enfermedad según esas tablas icónicas. (Los negros serían rabiosos, los indios abúlicos, los asiáticos pérfidos, etcétera.)
Todo ello responde a un modo de pensar barroco, extralfabético, propio de la emblemática (hubo toda una teoría y hasta una gramática de los emblemas) y de una cultura que se basaba menos en principios y conceptos verbalizados que en símbolos plástico-alegóricos generalmente entronizados en fachadas de templos y conventos, blasones, banderas, arcos triunfales, mausoleos. Antes de la tiranía del alfabeto existió la tiranía de los íconos y los emblemas, a los que regresó la Escuela Mexicana de Pintura (dos de los más interesantes comentarios políticos coloniales son la mera glosa de esos emblemas, como los elaborados para recibir a los virreyes Paredes por Sigüenza -quien usó emblemas de tlatoanis, como perfiles ejemplares de gobernantes- y sor Juana, quien usó los apellidos de los virreyes, Paredes y Laguna, para perdirles un dique que contuviera las inundaciones de la laguna de la ciudad de México).
Los laberintos de la mexicanidad, si el país debía encerrarse más en sí mismo u olvidar su pasado desastroso y renacer cual hombre nuevo en el Hombre Global del capitalismo supertecnológico, se enfangaron en las discusiones nativas, especialmente durante la algo surrealista rebelión mediática de los indigenistas chiapanecos en 1994, que incluso intentaron un berrinche de vuelta al indigenismo clerical de curato propio del siglo XVIII, con sus obispos y catequistas y líderes como nuevos tlatoanis y gobernadores de “repúblicas de indios”. Como si un indigenismo católico no fuese ya un indigenismo occidentalizado, y globalizado pero al arcaico modo hispánico. Como si su caótico emblema: el subcomandante Marcos, no fuese un atrabiliario garabato “posmoderno” -emblema- con todos los abalorios del “fin de la historia” en una sucesión de escenificaciones absurdistas y golpes de mano internéticos.
En realidad, la solución vino de afuera y como imposición pragmática: la caída del comunismo, las crisis de diversos países islámicos y, en general, de todos aquellos modelos de nación no-occidental agrupados en los curiosos términos Tercer Mundo o No Alineados, impuso el modelo europeo-norteamericano como exclusivo, categórico. Los “milagros asiáticos” rubricaron esta doctrina de occidentalización u homogeneización a ultranza, con los éxitos económicos de Japón, China, Corea y otros prósperos países orientales.
Extrañamente, los nacionalismos, las identidades nacionales, las idiosincrasias ancestrales, las culturas particularistas sólo entraron en crisis verdadera en los países pobres, excolonias, periféricos, mientras que en las potencias todas aquellas particularidades conocieron incluso un fortalecimiento. No sabemos que se haya puesto en duda ni por un momento el nacionalismo ni la “vía propia” en Estados Unidos ni en Gran Bretaña, por ejemplo. Ni en el Vaticano: las globalizaciones meramente decorativas de los papas no han ido más allá de colocarse en ciertas situaciones más bien turísticas penachos apaches o sombreros de charro, o diversas insignias orientales y africanas, para las cámaras de tele. Hay que recordar, por ejemplo, que los Estados Unidos y en buena medida Inglaterra siguen a la fecha con sus propios pesos y medidas, rebeldes contumaces incluso al global, “universal”, sistema métrico decimal, por simple imposición nacionalista.
México llegó pues al siglo XXI como un atropellado de la modernidad, de la hipermodernidad y de la hiperglobalización; sin mucho convencimiento, casi sin otra guía que la fatalidad: el nuevo curso del mundo no dejaba otro camino. Había que occidentalizarse precipitadamente como fuera y a cualquier precio, con cualquier tipo de pérdidas y riesgos.
¿Pero no nos estábamos occidentalizado y globalizando desde principios del siglo XVI, quinientos años atrás, cuando México admitió el cristianismo, el castellano, el alfabeto, la cultura, las leyes, las normas y las costumbres europeas, las máquinas y el ganado, amén de innumerables productos europeos?
Nunca México se ha dejado de occidentalizar. Si su origen como sociedad moderna es la llegada de los conquistadores a Veracruz: ese origen fue precisamente la modernización, la occidentalización, la globalización, que se impuso a trechos y ruinosamente con los Austrias, los Borbones, los conservadores, los liberales, los priístas, dejando trechos ariscos localistas y excéntricos, y adoptando incluso con fanatismo y exageración atrabiliaria modas o pautas extranjeras a tontas y a locas (las invenciones españolas del ejido y la de la república de indios que en México parecen totémicas).
¿No era modernizarse, occidentalizarse, globalizarse, nombrar virreyes, promulgar Leyes de Indias y Constituciones; erigir iglesias, conventos, cuarteles, minas; venerar santos, generales, sabios? La minería, los ingenios, los campos de algodón, los ejércitos, la marina, los ferrocarriles, la aviación; la moneda acuñada, la banca, los notarios, los contratos, el Registro Civil, las cárceles, la prensa, las universidades; la electricidad, el telégrafo, el teléfono, el cine, la radio, la televisión, la computación; la United Fruit, el Banco Mundial, las compañías petroleras...
Esa novedad sobre todo de la segunda mitad del siglo veinte entonces, pues, simplemente actualizaba, rescenificaba, la atropellada forma de europeizarse que sucedió a la caída de la gran Tenochtitlán... Guiños culturales familiares intercambiaron la crisis de la conquista y las crisis de las devaluaciones de finales de ese siglo.



3) Sexismos ariscos y amartelados
Buena parte del siglo veinte se consumió tratando de predecir o de pronosticar su legado: ¿de qué iba a ser ese siglo? Que si iba a ser el siglo de las revoluciones o de las tiranías; de las redenciones o de las masacres; de los milagros tecnológicos (especialmente la medicina, la nutrición, los productos básicos de la vida cotidiana) o de las bombas atómicas; la humanización del arisco planeta o su desertificación y destrucción nuclear; de las masas o de las élites, del viejo o del nuevo mundos; la consolidación del progreso liberal o la entronización de una barbarie mecanizada; belicismos, pacifismos, imperialismos, guerras, colonizaciones y descolonizaciones.
Siguiendo una utopía no remota de las de los frailes franciscanos y de Tata Vasco, y aún más cerca de las promesas liberales de orden, progreso e industria, se pensó que el siglo veinte mexicano sería el siglo del mestizaje definitivo y de la educación popular (Vasconcelos), o simplemente del progreso y de la justicia social para campesinos y obreros. Es todavía pronto para escoger el más acentuado de sus perfiles o adjetivos, pero acaso la diferencia de ese siglo en nuestro país se manifieste especialmente a) en el nuevo carácter urbano de su sociedad (incluso en los pueblos, donde ya prevalecen normas urbanas aun entre campesinos y marginados), y b) el nuevo papel de la mujer.
México (como asimismo España) siempre fue un país de mujeres fuertes. La destrucción de la memoria prehispánica, de la que sólo se salvaron mitos, ritos y azarosas anécdotas y episodios, no muestra un papel importante de la mujer en la sociedad indígena. Hasta se diría que se trataba de una sociedad construida adrede para excluirla, con sus corporaciones masculinas de guerreros, comerciantes o pochtecas, sacerdotes.
Pero tal vez se trate de una bruma de la historiografía y no de la realidad: que no se supo o no se pudo recoger el verdadero papel de la mujer indígena, pues encontramos datos muy contradictorios, como: a) la fuerza de las divinidades y cultos femeninos, que hablan de una sociedad menos machista y misógina de lo que se dice en las crónicas y estudios; y b) la fuerza que muchas mujeres (no sólo individualidades, sino se diría que ésa fue la norma en todos los casos) alcanzaron en la nueva sociedad al día siguiente de la conquista -que está documentada incluso desde el principio de sus guerras (la Malinche) y durante ellas (las mujeres guerreras, las combatientes en el sitio de Tenochtitlan)-: hablo de las cacicas, de los grupos de marchantas y vecinas, de las matriarcas que se destacaron de inmediato como grupos de poder muy beligerante.
Siempre oprimidas por las leyes y las normas, eran asimismo siempre protagónicas en todas las áreas de la vida social: controlaban los mercados, encabezaban trámites y protestas, cofradías (sororidades, o meros grupos de devotas), y ya las vemos en la crónica del motín de 1692 de Sigüenza y Góngora como adalides de motines y rebeliones, mucho más bravas y poderosas que los hombres; tenían que ver -y eran muy perseguidas por ello- en devociones (las monjas iluminadas o místicas, pero también las devotas fanáticas) y brujerías, curaciones y festejos, entierros y nacimientos, en la defensa de sus tierras, casos y sitios de negocio. Novo alude irónica o sarcásticamente a esta ninguneada pero siempre evidente beligerancia femenina indígena ancestral en La guerra de las gordas.
Entre más se rasca en el pasado colonial, mejor aparece el perfil femenino, y menos rara luce la excepción de Sor Juana como suprema ilustración del país. Hasta se diría que en comparación con el rico panorama colonial (e hipotéticamente el prehispánico, al menos como se le puede sospechar a partir de las indias coloniales y de los rasgos femeninos de sus mitologías), el del siglo XIX aparece considerablemente más pobre y restrictivo en relación con las mujeres, incluso misógino. Las mujeres abundan como denunciantes y reclamadoras en los archivos coloniales, de modo que eran agentes o gestores o cabezas de la política social, aunque no ocuparan muchos cargos de oidoras, gobernadoras, corregidoras u obispas. Ejercían siempre como tales. Y probablemente desde antes. Que eran medio tlatoanas. Entre los mayas se sabe incluso de mujeres gobernantes muy antiguas (tumba de Pacal).
El siglo veinte aportó en sus primeras décadas dos emblemas: uno ya conocido desde la conquista, tal vez desde Teotihuacán: las soldaderas, y otro menos claro pero del que quedan atisbos (como las escuelas “amigas” de la Colonia): las maestras. Vasconcelos echó mano de las muchas viudas y solteras desempleadas para encabezar su cruzada educativa, que en principio no exigía de la maestra sino extensiones de sus funciones maternales: jabón, pan y alfabeto.
Aunque hubo maestras en la Colonia (sor Juana habla de alguna), la pedagogía mexicana seguía siendo fundamentalmente masculina, especialmente con el mito liberal del maestro de escuela como nuevo fraile laico que encabezaron El Nigromante y Altamirano. Vasconcelos importó a la escritora chilena Gabriela Mistral como nuevo ícono de la maestra como “madre del pueblo” en escuelas que fuesen “hogares del pueblo”, y de inmediato Diego Rivera popularizó su emblema muralístico de la maestra que enseña a leer, nueva madre de sus alumnos, particularmente oportuna en el país de huérfanos que era el México posrevolucionario.
No faltaban, desde luego, las curanderas, las brujas, las beatas y santeras, las iluminadas (incluso espíritas, como la Santa de Cabora); las comadronas, las nodrizas y nanas, las cocineras y lavanderas, las caseras, asentistas, prestamistas y marchantas; las instructoras de bordado, costura, cocina; las sacristanas y encargadas de cofradías o agrupaciones devotas vecinales y gremiales. Hubo pues muchas mujeres profesionistas o profesionales desde el principio. Bernal hace un recuento minucioso no de soldaderas, sino de verdaderas soldadas, jinetas y todo. Hubo alferezas, capitanas, muleras y arrieras, como la Monja Alférez.
Además, en el inestable e informal tejido de las relaciones sociales durante todo el siglo XIX de guerras civiles e internacionales, muchas funciones aparentemente subrepticias, informales, marginales de la mujer se revelan como las realmente básicas y vertebradoras: las cacicas, las gobernadoras, las mandonas, las cohortes o pandillas de comadres y marchantas. Es curiosa por lo demás la línea de transmisión de herencias (propiedades y derechos) de indígenas privilegiados, que casi siempre fue por vía femenina (el historiador Alva Ixtlixóchitl documenta las vicisitudes de los poderes y las propiedades de algunos indígenas mandones en Teotihuacán y de ese poder sucesorio femenino).
Pronto se revelaron también las nuevas funciones modernas: enfermeras (en seguida doctoras), obreras, oficinistas. Las contadoras de los conventos eran verdaderas banqueras, prestamistas, incluso agiotistas. Hubo importantes mujeres empresarias tanto en la Colonia como en el siglo XIX: en el sector blanco y formal solían ser viudas que tomaban las riendas de los negocios familiares (haciendas, ranchos, fábricas, comercios, talleres, imprentas, bienes raíces). Abundan negocios prósperos “propiedad de la Viuda de Tal...” En el panorama mestizo e indígena eran cacicas o matriarcas muchas veces sin la documentación legal requerida, pero con acatamiento de “usos y costumbres” por parte de la sociedad e incluso de las autoridades e instituciones.
De modo que no hay papel femenino mínimo en la antigua historia de México, sino una sombra debida a formalismos legales (que no marginaban tanto su práctica como su visibilidad institucional y legal) y acaso al prejuicio machista ulterior de los historiadores liberales o positivistas. Insisto: en los estudios historiográficos se habla poco de mujeres poderosas; en los archivos notariales o gubernamentales, en cambio, abundan las mujeres litigantes.
En todos los relatos del siglo XIX hay mexicanas fuertes y poderosas, lo mismo en Astucia que en Los bandidos de Río Frío, en Riva Palacio y en Altamirano, en Prieto y en Cuéllar. No era por ociosidad ni vanalidad que las elecciones de abadesas impactaban tanto como las actuales de diputados: muchas familias dependían de las decisiones económicas de las administradoras de esas casas financieras que se llamaban conventos. Tampoco se deben a meros caprichos románticos los perfiles de la Corregidora y de Leona Vicario.
La conquista de un reconocimiento legal, institucional, a su presencia en la vida real fue lenta. Aunque hubo feministas desde el porfiriato (desde el juarismo, y si se apura el asunto, desde la colonia: lo mismo sor Juana que la Güera Rodríguez), y mujeres alborotadoras del maderismo, y precursoras del anarquismo y del socialismo, y mujeres comunistas y cristeras, no fue sino hasta los años cincuenta del siglo veinte, ya pasada la Segunda Guerra Mundial, con Ruiz Cortines, que se les concede el derecho al voto.
Hubo algunas diputadas, senadoras y alcaldesas tempranas (casi siempre meramente decorativas, como representantes de un grupo masculino, como sindicatos o cacicazgos), pero sólo a finales de los años setenta empezaron a verse secretarias de estado. gobernadoras, candidatas a la presidencia, presidentas de partidos políticos. A mediados de los años sesenta hubo un violento motín estudiantil masculino contra el nombramiento de la primera directora de la Escuela de Economía, en la UNAM (Ifigenia Martínez). Todo ello en total contradicción con la vida social donde prevalecían las mujeres como controladoras de negocios y grupos sociales y vecinales, cacicas y mandonas, matronas y madrinas.
Resultaba pues curioso que un país con tal importancia social y cultural femenina, país de diosas y de vírgenes, de Tonantzin y Guadalupe, de sor Juanas y Corregidoras, evidenciara tal rezago machista incluso con respecto a otras sociedades latinoamericanas. Doblemente curioso pues por no sé que teorías sicoanalíticas y mitológicas se extremaba la función del machismo en la sociedad mexicana (mucho mayor, se pretendía, que en cualquier otra sociedad del mundo, lo que ha de discutirse) y hasta de una supuesta homosexualidad velada o alburera del mexicano supermacho.
Todo ello se derrumbó en una década, aunque había antecedentes importantes y numerosos, entre los años setenta y ochenta del siglo veinte, cuando las muchas “excepciones” femeninas de gente importante en los más diversos rubros de la vida social se volvieron legión. Su enorme presencia en el comercio y los servicios, en las escuelas y los hospitales, las oficinas y las fábricas se desparramó por todas partes y llegaron a ser paritarias, e incluso mayoritarias en muchas actividades, muy especialmente las relacionadas con las artes y la cultura, aunque siempre menos remuneradas que los hombres y con mayores dificultades de ascenso en los mandos formales.
Sin embargo, en una sola generación -la de los años setenta y ochenta- se abatió esa misoginia legalista y formal que parecía caracterizar a la sociedad mexicana, y de pronto hubo legiones de mujeres en todos los órdenes, salvo el clero y las fuerzas armadas. Al finalizar el siglo veinte había universidades y escuelas superiores con mayor matrícula femenina que masculina. (Desde mediados del siglo XIX hasta la fecha, el público lector de textos literarios ha contado con una abrumadora mayoría femenina, sin la cual no se entendería ni el éxito ni el estilo de los poetas y novelistas del romanticismo y el modernismo, quienes deliberadamente escribían sobre todo para ellas; las mujeres asimismo dirigieron el gusto cinematográfico, radiofónico, televisivo y de las historietas sentimentales.)
El macho México de los charros no se desjarretó por tal eclosión femenina. Fue rapidísima la aceptación (con sus incidentes inevitables) entre los varones jóvenes de los nuevos roles, características y funciones de las jóvenes mujeres, incluyendo el reacomodo matrimonial, el control de la natalidad (que empezó a bajar precisamente en los años setenta, gracias al apoyo echeverrista a la contracepción o “control natal” de “paternidad responsable” -aunque toda la responsabilidad recayera sólo en la maternidad).
El asombro de las viejas generaciones patriarcales ante la nueva presencia de la nueva mujer (y el relativamente fácil reacomodo de los roles sexuales en las generaciones jóvenes) sólo podría equipararse al asombro de las viejas generaciones rurales ante el país urbano. Puede seguirse la crónica de esos asombros en la literatura, pero sobre todo en las llamadas artes populares (cine, radio y telenovelas, historietas, canciones), donde rápidamente se registran y satirizan uno a uno los incontenibles avances femeninos. Borola Tacuche, de La familia Burrón; los innumerables papeles de matriarca de Sara García; los numerosos papeles de cucarachas, generalas, juanas gallo y demás no sólo soldaderas y soldadas, sino caudillas revolucionarias, que fueron toda la carrera fílmica a color de María Félix; las mujeres “bruscas”, respondonas, mandonas al modo de Emma Roldán y Consuelo Guerrero de Luna...
En la literatura y las artes la eclosión femenina fue todavía mayor que en otros órdenes de la vida pública mexicana. En la prensa, en los libros; en la radio, la televisión y el cine, en el internet; en las artes plásticas y musicales, la presencia femenina (que siempre fue importante, aunque no debidamente reconocida) cambió por completo el perfil habitual. Y al menos en esos ámbitos se podrá decir que, las más de las veces, esa presencia no sólo fue bienvenida sino celebrada con el éxito. Escritoras, poetisas, locutoras, actrices, pintoras, artistas visuales de tanto e incluso mayor éxito que sus mejores colegas varones, aunque desde luego -como en todos los demás órdenes: empresarial, político, académico, político- la inercia masculina continúa, hasta la fecha, reservándose la mayoría de los mandos y tronos superiores. Véase la revaloración no sólo culta, sino popular, de emblemas culturales femeninos: sor Juana, Frida Kahlo, María Izquierdo, Remedios Varo, Elena Poniatowska.
Hay en las últimas décadas del siglo veinte un nuevo tono en la literatura y las artes mexicanas, menos rijoso y cantinero, menos atavista de roles patriarcales, más plural y vario, logrado principalmente por esta invasión femenina. En pocas sociedades se consolidó tan rápidamente esa presencia. Casi nada se les reconocía a las mujeres antes de los años cincuenta; treinta años después, casi nada podía negárseles, al menos en ámbitos de cultura y cierta ilustración, a pesar de las inercias y los resentimientos machistas que siguieron manifestándose, a veces incluso con cierta violencia de desesperación ante esa ruptura del supuesto orden patriarcal mexicano.
En términos antropológicos, el cambio del rol social de la mujer y la aceptación de ese cambio por toda la sociedad, todo ello especialmente a finales del siglo veinte, fue uno de los signos definitorios de la modernidad mexicana, así como la novedad de que la patria era una urbe agreste o un campo (lumpen)urbanizado.



4) Pueblitos megapolitanos, urbes pueblerinas
Hasta principios del siglo veinte la vida era rural aun en las ciudades; siempre había milpas, vacas, burros a unas cuantas docenas o miles de metros; la mayor parte de los productos eran caseros, aldeanos o artesanales, muy pocos industriales; los barrios urbanos eran pueblerinos, todo mundo se conocía e intercambiaba bienes y servicios; la gente caminaba de su casa al trabajo entre panoramas familiares.
A partir de los años veinte la explosión industrial y la concentración de empleos, bienes y servicios en las ciudades, creó primero en la capital y luego en todas las ciudades del país, zonas habitacionales y laborales de extraños entre extraños, con vehículos y cables eléctricos, tuberías, telégrafos y teléfonos, y aun los productos más nimios ya eran industriales (incluso importados), adquiridos en tiendas que pronto fueron de autoservicio.
Muchedumbres anónimas y desconocidas en panoramas extraños recorrían distancias impersonales de su casa al trabajo o a las tiendas y oficinas, o ajetreaban el delito, la picaresca, la mendicidad, la indigencia y la economía informal para sobrevivir en la babélica urbe sin empleos.
Pero esta misma urbanización e industrialización de la vida cotidiana se extendió incluso a las aldeas pequeñas y remotas, donde los pobladores siguieron la pauta del citadino en rutinas, modas y costumbres. Con el avance de los ferrocarriles, las armas, las revoluciones, el telégrafo, el teléfono, las mercancías modernas, la radio, la prensa, el cine, el mundo rural perdió su autonomía aislacionista y de algún modo, desde entonces, inició su incorporación a la aldea global. Con cierta lentitud durante la primera mitad del siglo veinte (lo que protegió a la golpeada economía campesina de la crisis económica internacional de 1929, pues todavía estaba poco monetarizada y contaba con recursos ancestrales de economía de autoconsumo) y precipitadamente en la segunda.
Ya en los años sesenta era un mero símbolo hablar de mundo rural: lo que ocurría en las mayores ciudades inmediatamente repercutía con gran fuerza en todas las arrugas del mapa. En consecuencia, lo natural y lógico, incluso lo inevitable, fue que grandes masas de campiranos y provincianos emigraran a las ciudades, donde ya se concentraban o se suponía que se concentraban, todos los recursos de supervivencia. La parcela, la casona familiar, la cercanía con los muertos, la huerta y los animalitos propios, las hierbas y frutos de los montes y valles cercanos ya no funcionaban.
El tema de la Ciudad Destructora, aunque tópico desde la literatura romana, y acaso desde las mesopotámicas, existió siempre en la literatura mexicana. Ya se denunciaba el absurdo de la capital que concentraba recursos y tribunales, poderes y riquezas desde los paseos de Francisco Cervantes de Salazar en 1554. En el siglo XIX creció considerablemente esta denuncia, y se comparaba la vida capitalina con Los misterios de París, de Eugène Sue, en diversos artículos y novelas que se concentrarían en páginas definitivas de Prieto, Altamirano, Riva Palacio y Payno. Un poco la Astucia de Inclán fue escrita como melancólica defensa del campo ancestral en cuanto edén amenazado.
El crecimiento de la ciudad de México en la primera mitad del siglo XX (muy inferior al de la segunda), fue probablemente la mayor crisis demográfica en siglos, y dio lugar a varias novelas de Azuela en denuncia de las miserias y los desastres de la vida urbana, tanto en paz como en guerra, con revolucionarios o con obreros, con clasemedieros y con políticos, con proletarios o ricos. Mariano Azuela ya encuentra Babel en el Porfiriato que crece -no sólo en el capital, sino en todas partes- con los sonorenses, cardenistas, alemanistas (Las tribulaciones de una familia decente, Nueva burguesía, La maldición).
En cierta medida, la ciudad de México siempre fue, y lo era cada vez más, aparte de sus rumbos elegantes, un gran laberinto de barrios rurales improvisados con la mayor miseria y poblados por campesinos e indígenas de reciente llegada (desde Monja y casada, Virgen y Mártir y Martín Garatuza, de Riva Palacio a las truculencias sensacionalistas de Luis Spota (La sangre enemiga). Pero los pueblos lejanos no eran diferentes: arribaban la moneda y el pavimento, la burocracia y el ejército, la policía y la electricidad, los productos y las armas, los nuevos materiales de cemento, metales, plásticos: La maldición de Azuela narra la conversión de un pueblo provinciano en una caricatura chilango-gringa.
No había tanta diferencia entre los rumbos pobres, que eran la gran mayoría, de la gran ciudad, y el panorama general de los pueblos lejanos; tampoco la había entre las casas y familias medianas de la capital, y las ricas y poderosas de los pueblos que allá las imitaban (muchas haciendas porfirianas tenían modernidades y comodidades de villas europeas, con “pornográficas” estatuas de mármol y todo; esto es antiguo: la Marquesa Calderón de la Barca visitó haciendas de sofisticación palaciega-parisina, como la de los Adalid en Tulancingo). Ya no había separación del mundo rural y el mundo urbano como todavía pudo pretenderse en el siglo XVIII; de hecho López Velarde se desgarra en las contradicciones de una provincia que ya tiene mucho de capital, de una capital que sigue siendo provinciana, de una suave patria arrojada a una modernización implacable... e implacablemente asida a rutinas muy antiguas.
La radio, más que la escuela y las campañas de alfabetización, más incluso que el púlpito, logró la gran castellanización que finalmente, y sólo hasta el siglo veinte, logró hacer del castellano el idioma de la mayoría de los mexicanos. Antes del siglo veinte más, tal vez mucho más de la mitad de la población hablaba sobre todo lenguas indígenas en su vida normal, y en el centro del país había más hablantes de náhuatl que de castellano; el castellano popular consistía apenas en unas cuantas formas para el trato comercial, con el gobierno o la iglesia. La radio, la publicidad, el cine, la prensa y también la escuela alteraron las costumbres ancestrales con nuevas pautas, modas y prejuicios. La ciencia y las supersticiones científicas (del espiritismo a la mercadotecnia de nuevos productos prodigiosos: abonos y fertilizantes, medicamentos y maquillajes, por ejemplo, así como los pedantes lingos cientificistas o tecnicistas promovidos por los medios de comunicación) cundieron en todo el mapa. Todavía había burritos y carretas de palo en las calles de la ciudad de México y ya llegaban los trenes y los autos a los más remotos confines del mapa, y pronto los aviones.
Los conceptos de patria chica y patria grande empezaron a volverse más simbólicos y atávicos que reales. Los himnos al Rancho Grande, a las Noches Tapatías y al paradisíaco Veracruz (luego Acapulco y Cancún) fueron sobre todo invenciones capitalinas construidas y divulgadas desde la ciudad de México por medio de la radio y del cine. Todo vivía al són del mismo compás, del mismo cronómetro, de las mismas órdenes y solicitaciones.
Por lo demás, precisamente en esas décadas de la primera mitad del siglo veinte (aunque quedaban algunas zonas que sólo lograrían su “redención” en la segunda) se rompieron las barreras geográficas que impedían recorrer rápida y eficazmente el mapa: se erigieron puentes, se dinamitaron cerros, se tendieron rieles y carreteras; y ya fue posible en dos o tres días, por ejemplo, realizar viajes antes casi imposibles por tierra tanto rumbo al sur como al norte, al oriente y al occidente. En el siglo XIX se viajaba a Yucatán sobre todo a través de La Habana; y para llegar de Tampico a Mazatlán convenía cruzar los Estados Unidos o Panamá, como lo hicieron muchos liberales durante las guerras de Reforma (cf. los Episodios nacionales de Victoriano Salado Álvarez).
Aunque siempre fue una presencia hipnótica, autoritaria e inatacable, la ciudad de México se convirtió en una especie de usurpadora de la nación entera: se vivía en ella tanto en sus calles famosas como en las sierras remotas, de modo que convenía más (o sencillamente no se podía evitar) arrimarse a su centro físico. De apenas más de un millón de habitantes a mucho más de ocho en sólo un siglo; en ese tiempo, además, por primera vez la ciudad de México dejó de ser autosuficiente en todo: perdió su agua, sus milpas, sus huertas y ganados: la masa urbana la secó y desertificó, y hubo que traer el agua desde Chiapas y maíz desde el África.
Pero muchas veces era más fácil y barato comprar ese africano maíz capitalino en La Merced que producirlo en los pueblitos y en las sierras. Con mayor fuerza que en cualquier otra época, la capital fue el gran mercado del país entero: se viajaba hasta la capital para comprar en ella cualquier cosa, hasta bonetería e imágenes religiosas modestas.
A finales del siglo veinte se hizo común lo que antes habría parecido el colmo de las extravagancias kafkianas: consumir agua ¡extranjera! envasada: no era más cara, y sí más segura, que las aguas purificadas locales. ¡Importadores de agua potable en pleno Distrito Federal! Todavía en los años setenta parecía ridículo vender vasos de agua -un vaso de agua, se decía, no se le negaba a nadie-, pero en mi investigación para la película Barroco de Paul Leduc, en cuyo equipo de guionistas participé, basada en una novela de Alejo Carpentier, ¡me enteré de que eso era lo tradicional en la Nueva España, comprar vasos de agua! Claro: en México se compraba el agua a los aguadores, que la acarreaban en pellejos, calabazas y cántaros; pero no he constatado que existiera aquí, como sí la hubo en La Habana, con todas sus letras, alguna “Tienda de Agua”: las fuentes, acequias, acueductos, ríos y lagunas, eran las tiendas a la intemperie; los aguadores (es decir, sus caciques, mandones o líderes) pagaban cierta cuota previa al gobierno como concesionarios o asentistas, y luego la vendían en pleno comercio ambulante e informal a los capitalinos.
Es pues natural que el gran tema de la novela (de toda la narrativa) mexicana del siglo sea la ciudad de México, y que durante muchos años se la haya creído ver representada en La región más transparente de Carlos Fuentes, aunque suman legión las novelas sobre este absurdo-épica-desastre de la capital, lo mismo en Azuela que en José Agustín, en Spota y en Del Paso, en Yáñez y en Revueltas, en Poniatowska, en Agustín y en Zapata... Y la otra cara de la moneda: buena parte de la novela (de toda la narrativa) mexicana sobre la provincia, narra precisamente cómo esos pueblos imitan a la capital, surgen las clases medias modernas, las mercancías y las máquinas, las urbanas muchedumbres “rurales” (el propio Azuela, Yáñez, Galindo, López Páez).
Con menor brillantez, pero estampada en escenas elocuentes, esta saga provincia-capital que se entredestruyen y entrefertilizan, que se devoran sin dejar de procrearse una a la otra, que se reflejan e imitan recíprocamente, se manifiesta en el cine de los años cuarenta a los sesenta, en películas de Fernando de Fuentes, Buñuel, el Indio Fernández, Ismael Rodríguez, Roberto Gavaldón, Julio Bracho, etcétera; en las escenas de Joaquín Pardavé, Canfinflas, Sara García, Tin Tan, Pedro Infante, Andrea Palma, Esther Fernández, Dolores del Río, María Félix.
Sólo a finales del siglo XX, la gran capital, golpeada más que cualquier otra parte del mapa por las crisis económicas especulativas: crisis y devaluaciones, especialmente entre 1982 y 1995 (cuando el peso acumuló y perdió tres ceros sólo para volverse a devaluar a gran escala), empezó a ver reducida su preponderancia; a reducir la velocidad o la inercia de su gigantesco crecimiento, y a ver alzarse en el norte, en las costas, en el Bajío, en el sur, nuevos polos de riqueza. Para entonces lo que siempre había sido la ciudad de México ya eran sólo un manojo de viejas y ruinosas calles céntricas, que se perdían en un laberinto urbano “metropolitano” que se extendía muy adentro a todos los estados que la rodeaban. Nuestra curiosa ciudad de México-Toluca-Querétaro-Pachuca-Puebla-Cuernavaca-y-anexas...
En las ciudades, especialmente en la capital, se inventó la cultura popular provinciana. Fue para la radio capitalina -que se decía nacional y hasta “la voz de la América Latina” (XEW)-, que se urdió la novedad de la “canción ranchera”, con crooners muy capitalinos, muy dizque mariachis pero a la moda de los baladistas norteamericanos. Agustín Lara en voz de Pedro Vargas y José Alfredo Jiménez en voz de Pedro Infante son episodios de la radio y el cine capitalinos. Cucurrucú paloma fue invención radiofónica de la XEW con la chilanguizada Lola Beltrán. La provincia era menos geografía que un segmento de la programación de la radio y la televisión: la Hora Azul, Voces de mi Tierra, Noches Tapatías... ¿Por qué extrañarse de que el trópico se manifieste en cumbias electrónicas, con baterías y arreglos de sintetizador, y erotismo de cabarets y vodevil? Todo Rigo Tovar. El trópico y Jalisco eran cosas que sobre todo ocurrían en las cabinas de radio, en los canales de televisión y en las marquesinas del Teatro Blanquita, del mismo modo que las más remotas ciudades y hasta aldeas de México empezaron a tener sus zócalos, chapultepecs, reformas, dianas y villitas...
Fue para el cine que se produjeron las innumerables historias de charros y chinas poblanas, tan exageradas que en un principio escandalizaron a los verdaderos provincianos, como si fueran extravagancias de “esos nuevos gringos”, los capitalinos. Nunca un charro ni una china poblana se habían vestido con tantas payasadas como en las películas, ni habían realizado tantos desfiguros delirantes. Los verdaderos sarapes y rebozos no eran siempre todo el arcoiris, tan technicolor: la gente de pueblo no se viste siempre como payaso.
Sin embargo, siempre los productos urbanos terminaban conquistando la provincia, del mismo modo que cada día llegaban miles de nuevos provincianos a la capital. En las escuelas capitalinas se urdió el folklore y la antropología indigenista, el culto a las ruinas prehispánicas y a las teorías étnicas, que allá impresionaban poco. Se llegó al abuso de querer concentrar en la ciudad de México, como si en su Museo de Antropología e Historia pudiese caber todo, toda la riqueza arqueológica prehispánica. En las zonas verdaderamente indígenas no se construían por entonces museos, sino supermercados, cines, refaccionarias, carreteras, aeropuertos, edificios modernos. En las últimas décadas del siglo veinte se impuso la ya impostergable necesidad de repartir el patrimonio arqueológico, artístico y cultural en todo el mapa. Todavía en el siglo veintiuno nos encontramos una ciudad de México sobrepoblada de museos poco visitados, que compiten desastrosamente entre sí, en espera de ir regresando o reubicándose en zonas más hospitalarias.
Fue en esa época también que se multiplicaron las universidades de provincia y, en general, todos los servicios que antes parecían predestinados a su único centro. En el siglo veintiuno la ciudad de México, salvo zonas antológicas, ya no parece necesariamente tan “avanzada” con respecto a otras ciudades del país, especialmente las norteñas. Y empieza a vislumbrarse la realidad de ya no un país-centro, sino al fin un país-mosaico. La relativa modestia de la capital es todavía una experiencia muy reciente.



5) La cultura oficial y la cultura antigubernamental
Siempre extrañará (y ha extrañado) la importancia que el Estado mexicano del siglo veinte le dio a la cultura, o a lo que quiso o creyó que lo fuera, en proporciones verdaderamente espectaculares si se piensa en la relativa indiferencia con que los gobiernos europeos y norteamericano miraban las letras y las artes recientes, y las dejaban las más de las veces atenerse al mercado, a la filantropía y, en fin, a la esfera de los particulares.
La primera razón del supermecenazgo gubernamental a la cultura fue, creo: el laicismo, el rompimiento (más formal que real) del Estado con la Iglesia, y la necesidad gubernamental de crearse sus propios mitos y templos, catecismos y santones, evangelios y milagros seculares. La cultura moderna se volvió la religión de los laicos.
De ahí el beligerante antintelectualismo del clero moderno mexicano: siempre vio la cultura como rival de la religión, y a los letrados como competidores desleales de los curas. Las grandes víctimas de los cristeros no fueron los soldados federales, que podían defenderse, sino los maestros rurales esparcidos en pueblos y caseríos, a quienes llamaban “agraristas” como antes los fanáticos habían clamado contra judíos, herejes y “descomulgados” (hay un cuento de José Revueltas titulado “Dios en la tierra” al respecto”).
De ahí también la cuestionable legitimidad y la evidente ironía del mecenazo estatal de la cultura y las artes, marcado por un pecado original de tartufismo. Los gobernantes liberales y posrevolucionarios hacían como que les importaba la cultura, y ésta hacía como que se dejaba patrocinar. Tiranos dizque ilustrados y humanistas e ilustración y humanismo incómodos y avergonzados del patrocinio tiránico, tan inescapable como severo: Díaz, Obregón, Calles, Ávila Camacho, Alemán...
En realidad, la clase política en el poder en México nunca se distinguió por su ilustración, ni estaba más interesada en la cultura que otras clases políticas latinoamericanas, y que los sectores más visibles de la sociedad mexicana: empresarios, clero, sindicatos, corporaciones populares. Los patriarcas mexicanos del pensamiento eran los mayores represores del pensamiento y de la expresión de formas e ideas. Díaz no sólo reprimió la crítica y la disidencia a su sistema de gobierno, impuso censura a novelas, poemas, piezas de teatro, obras plásticas, a la vez que patrocinaba grandes teatros y eventos donde la cultura se confundía con el mero esparcimiento de las clases favorecidas, como su proyecto de un teatro operístico que no alcanzó a inaugurar y que ahora conocemos como Palacio de Bellas Artes.
El dictador becaba y exiliaba, premiaba y reprimía, encarcelaba y festejaba: el mismo gobierno de Díaz que becaba a Rubén Darío, por ejemplo, le prohibió acercarse a la ciudad de México en 1910, en las fiestas del centenario, para no incomodar el embajador de los Estados Unidos. La juventud dorada que prosperó en el Porfiriato y daría lugar a la poesía conocida como modernista, sufrió el sofoco y la represión sistemáticas de ese mismo sistema, situación que se repetiría durante todos los regímenes posrevolucionarios.
Y los grandes artistas e intelectuales mexicanos solían encontrarse, durante más de un siglo, en la equívoca posición de un Justo Sierra: abanderados de un culturalismo gubernamental ineficiente que en realidad sólo decoraba y conmemorable a un autoritarismo corrupto e impresentable. Pocas veces la cultura, las artes y el pensamiento sufrieron un sofoco real más profundo y generalizado que en las épocas de esos grandes padrinos oficiales de las artes.
Durante el Porfiriato se inventó un premio extraño: el exilio dorado para casi todos los grandes intelectuales mexicanos, cuyos méritos patrióticos era difícil negar, pero cuya presencia en el país incomodaba al gobernante: lo mismo Altamirano que Riva Palacio, Payno o Nervo conocieron cierto exilio asalariado en Europa. La mayor censura a la prensa coincidía con grandes ediciones de lujo subsidiado. De don Porfirio a Cárdenas y a las postrimerías del PRI, la persecución sangrienta del enemigo y del disidente coincidía con la celebración del pueblo, de las masas y de los rebeldes en los muros públicos y en las estatuas de bronce, en los discursos heroicos y en las sinfonías proletarias.
Se exaltaban figuras operísticas del indio en estatuas y murales precisamente cuando se implementaban políticas antindigenistas terribles (hubo arte indigenista oficial en el Porfiriato, estatuas a Cuauhtémoc y a los Indios Verdes, óleos, poemas y discursos a la “raza de bronce”, precisamente cuando en todo el mapa se ponían en práctica deliberadas campañas masivas de etnocidio: apaches, tarahumaras, mayos, mayas).
Otro intelectual de esta ambigüedad incómoda fue Vasconcelos, prestigiador y víctima del obregonismo. La izquierda fue perseguida con todo tipo de armas precisamente cuando se autorizaba que los muros públicos, incluidos los del Palacio Nacional y los de la Secretaría de Educación Pública, se saturaban de hoces y martillos y de efigies de Marx y de Lenin, además de la conocida iconografía del pueblo rebelde y revolucionario.
Precisamente cuando más se conmemoraba a los revolucionarios y a la gesta armada de 1910-1920 en todo el mapa, Martín Luis Guzmán debió exiliarse en España y allá publicar El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, pues su versión villista incomodaba al grupo sonorense que, después de haber sido su correligionario, había suprimido incluso a Villa. Durante los años callistas y cardenistas de liberacionismo oficial fueron perseguidos los Contemporáneos, los disidentes, amplios grupos populares, el partido católico e incluso todos aquellos -ya eran los años internacionales del corporativismo compulsivo, del crecimiento del fascismo, del nazismo y del estalinismo- cuyo delito era simplemente no estar incorporados en ese cuerpo partidario en el poder, no ser del Partido (PNR, PRM), o caer en su desgracia.
De modo que encontramos, del Porfiriato a finales del siglo veinte, la paradoja de una digamos clase intelectual y artística inevitablemente incorporada al Estado, por la inexistencia de un mercado interno y de otros mecenas o financieros y patrocinadores, que detesta y aun abomina de tal patrocino, pero que no puede manifestar su crítica sino en guiños marginales que se pierden bajo la pesada unanimidad de los ritos y de las normas servilmente acatadas. Una cultura burocratizada que detestaba a sus burócratas, en no tan lejano símil con la situación de los artistas e intelectuales en la Unión Soviética. Intelectuales y artistas como Octavio Paz prosperaron durante décadas en tal sistema, aunque pocos lograron, y eso ya en la vejez y gracias a un prestigio internacional que les confería mucha impunidad, finalmente desligarse públicamente de un sistema del que tanto se habían aprovechado vergonzantemente, incluso como altos funcionarios: altos burócratas, eternos becarios, embajadores permanentes, continuos favorecidos, superinfluyentes omnímodos, asesores personales y confidenciales del Señor Presidente, secretarios de Estado.
En la pintura mural y en la narrativa de la revolución mexicana advertimos claramente esta paradoja: obras que denuncian una cosa y son entendidas como otra: ya no como crítica de la violencia, del autoritarismo y de la injusticia, sino como mera conmemoración (incluso abusiva) de una clase política en el poder, que se permite y aun exige dispendiosos ritos culturalistas para consumo publicitario o sentimental.
Los resultados suelen ser desastrosos: la educación pública, por ejemplo, que fue durante casi un siglo la mayor bandera de los tiranos redentores mexicanos, en realidad no avanzó más que en otros países latinoamericanos que ni presumían de revoluciones populares y libertarias, ni de un Estado programáticamente alfabetizador y culturero. Debe leerse pues la obra de Vasconcelos y de Azuela como una crítica feroz contra el poder de su tiempo; situación que heredan Paz, Rulfo, Revueltas, Fuentes, con sus desgarres y contradicciones permanentes, aunque en formas y estrategias que necesariamente negocian todo el tiempo con ese poder.
Muchas veces, como ocurrió asimismo en los países socialistas europeos, los munificentes recursos destinados a la educación y la cultura en realidad no se dedicaban a esas actividades, sino al bienestar de una clase burocrática que, bajo el nombre de educación y cultura, justificaba sueldos, prebendas, negocios y una gran corrupción. Durante todo ese siglo la burocracia cultural, frecuentemente dominada por el nepotismo y el cuatachismo, consumía más recursos en su bienestar y sus negocios particulares que la propia creación y difusión de obras culturales.
Por cultura se entendió, por ejemplo, los caprichos de las mujeres aculturadas de la familia de López Portillo, por ejemplo, como su esposa pianista y su hermana poetisa y aficionada al cine, a la televisión y a la radio. Por cultura se entendían los saraos de damas aristocráticas, bautizadas por Novo como “cultas damas”, de las épocas de Ávila Camacho a López Mateos. El propio Novo fue el homosexual privilegiado de un sistema brutalmente homófobo, y el ingenioso pero ceremonioso libertino oficial de un sistema integralmente puritano en público, aunque los vicios privados prosperan en la comodidad del patrocinio del poder.
Uno de los momentos más grotescos de esa farsa del tirano que se asumía como apóstol de las artes, y de las artes que lucían como cortesanas del tirano, fue la Olimpiada Cultural de 1968: un patético desfile de culturalismo repudiado tanto internamente como en el extranjero, debido a la matanza de Tlatelolco, pero que de cualquier manera cumplió sus rituales ostentosos programados, y del que todavía quedan, como reliquias ariscas, descuidadas estatuas modernistas a lo largo del periférico del Distrito Federal, cual mojones de chatarra y cascajo.
Muchas veces por nacionalismo, identidad nacional y soberanía simplemente se estaba defendiendo la autonomía de grupo y hasta personal, incluso sobre el derecho internacional, de los caprichos de esa clase política y sus personajes. Durante décadas fue pecado de extranjerismo criticar al Estado, y de entreguismo antinacional el manifestar ciertas dudas y renuencias ante espectáculos tan evidentes como, por ejemplo, la manipulación gubernamental de las elecciones.
Eran frecuentes los actos culturales y artísticos de desagravio cuando el gobierno mexicano o sus personeros eran puestos en entredicho por algún órgano o poder extranjero. Había conspiración contra México en la crítica a Díaz Ordaz o a Echeverría; a López Portillo, De la Madrid o Salinas. Había conspiración contra México y sobre todo contra la cultura nacional, si aquí se publicaba un estudio antropológico, conocido internacionalmente, precisamente sobre la pobreza mexicana, como lo fue Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis. Había conspiración contra México si se mostraba la miseria de barrios capitalinos de la época alemanista, como en la película Los olvidados de Buñuel, contra la que se lanzaron las corporaciones cinematográficas del Estado, como la ANDA, y sus personeros Jorge Negrete y Cantinflas.
Aun así, con esas incomodidades, tragedias y ambigüedades, mucho se pudo avanzar en enseñanza superior, en patrocinio y difusión de las artes y las ciencias, aunque no queda claro cuál fue la ventaja de un régimen oficialmente culturalista como el de México frente a otros de Latinoamérica que no lo eran. La cultura y las artes mexicanas siempre destacaron, desde luego, en América Latina -como es lógico en uno de los países más grandes y ricos de la región-, pero no en la proporción ni del gasto presupuestal ni del uso y abuso políticos que se hizo de ellos.
Muchos artistas e intelectuales, lo mismo Orozco que Tamayo, Vasconcelos que Cosío Villegas, Revueltas que Paz, pese a sus inevitables comercios con ese Estado Omnipresente, que no permitía nichos vacíos, opinaron que no era buen negocio el maridaje oficial de la cultura y el Estado.
Pero a la fecha no han surgido alternativas, pues no existen ni una aristocracia filantrópica que busque desarrollarlas, a la manera de las fundaciones privadas norteamericanas; ni un mercado interno que sostenga su desarrollo, ni partidos políticos u otras organizaciones civiles considerables, de ninguna orientación, realmente interesados en los fines del arte y de la cultura, sino sólo de su utilización política, mediática, propagandística y como ritual en beneficio de los personeros del poder. O su explotación salvajemente comercial, como el folklorismo televisivo.



6) Culturalismo políticamente correcto, incorreciones políticas de la cultura
Si por tiempos modernos pensamos en la época independiente de México, los dos últimos siglos, nos sorprendería que en período tan breve hayan cabido -y hayan perecido- concepciones tan diversas de la cultura/incultura. Durante la mayor parte de ese tiempo cultura no ha significado altos conocimientos -que nunca han sido populares en nuestro país-, sino un modo de vida pretendidamente refinado o socialmente superior.
Cultura durante todo ese tiempo ha sido preferentemente el conjunto de atavismos y ritos de la clase ociosa, que durante el siglo XIX, por ejemplo, pretendía privilegiar los aspectos más populacheros y simplones de la música llamada clásica o seria (piezas simplificadas para piano, por ejemplo), sin considerar ni un momento siquiera que en cualquier parte del mundo (y aun en México, para los conocedores) simplemente se trataba de una incultura algo adinerada propia del “vulgo vestido”.
Esta ignorancia musical predominante en el siglo melómano se reflejaba también en los aspectos más decorativos y corrientes de las artes plásticas (paisajes manidos, payasitos, marinas producidas en serie, retratos pompier).
Se suponía que la cultura era atributo de la aristocracia y de los sectores más favorecidos de las clases medias, de modo que era valorada en términos sociales simplemente por su credencial burguesa o pequeñoburguesa. No es de extrañar, por ello, que los intelectuales o artistas jamás se hayan sentido solidarios con ese público, al que desprecian y aun odian, y en cambio hayan frecuentemente preferido la cultura popular, que solía ser más conocedora, auténtica y de mejor gusto (un músico popular promedio solía ser mejor instrumentista que los pianistas “refinados” que apenas se atrevían a dos o tres piezas escolares; los pintores populares, especialmente los retratistas, pero también los decoradores de todo tipo de artesanías, tenían mayores conocimientos, gusto y ejercicio plástico que los dizque atildados reproductores “académicos” de recetarios de payasitos, últimas cenas, paisajes y marinas establecidos como políticamente prestigiosos en la decoración de las clases supuestamente elevadas).
Lo mismo podría decirse con relación al lenguaje popular frente a la etiqueta social, el baile, la decoración, la oratoria. Ha sido pues común, tanto por parte de los artistas e intelectuales nacionales como de los visitantes extranjeros, el desprecio por la “alta cultura” local y la reivindicación decidida y aun exclusivista de las culturas populares o folklore.
En términos más crudos podría decirse que cultura era el modo de vida más cercano a los modelos de raza blanca, clase adinerada y modo de vida europeo, e incultura se denominaba lo próximo a la vida indígena y campesina, el pueblo, las tradiciones locales ancestrales. Un analfabeto funcional pero con un castellano pretencioso -gerundiano, notarial, sacristanesco- podría sentirse lingüísticamente superior a muchos indios y mestizos que hablaban no sólo el castellano sino varias lenguas indígenas.
De ahí una tradicional complicidad, que podría retrotraerse incluso al siglo XVII, entre los creadores o conocedores auténticos de cultura nueva y el modo de vida popular, aliados contra las modas meramente estamentales de los desahogados o privilegiados en turno. En las artes plásticas esta necesidad de abrevar en fuentes indígenas, indianas, coloniales, populares, ha sido antigua y predomina en toda la producción plástica destacada.
Durante la Colonia la gran mayoría de la población, incluidas sus élites y aristocracias, solía ser analfabeta integral o funcional, y su cultura provenía de fuentes no librescas ni escolares. Cultura eran ritos, ceremonias, desfiles, misas, procesiones, oraciones, bailes, íconos, retablos, fachadas de templos, chismes, corridos, canciones, villancicos, refranes, música eclesial y especialmente el púlpito.
El medio cultural por excelencia de la Nueva España fue el púlpito -los sermones-, que fue heredado por la tribuna parlamentaria durante el siglo XIX, por la oratoria cívica; desde entonces hasta mediados del siglo veinte decir y escuchar discursos era signo mayúsculo de cultura. Hubo supremos parnasos de oradores entre los que destacaba, como todo un tótem, Ignacio Ramírez El Nigromante.
Poco después, a partir del romanticismo, y también hasta poco antes de la Segunda Guerra Mundial, literatura significaba declamación, poesía declamada, y el medio supremo de la literatura eran los poemas célebres de un puñado de autores entre los que predominaban Prieto, Gutiérrez Nájera, Peza, Díaz Mirón, Nervo, Luis G. Urbina, Rubén Darío en voz de declamadores profesionales, o de estudiantes que mostraban su aplicación escolar sobre todo con la declamación. Los poetas románticos y modernistas fueron parte importante, esencial, de la escolaridad de la época... El abuso y la decadencia de esos géneros los volvió emblema de la ignorancia y el mal gusto: el pensamiento mexicano se ufanó den ya no ser discurso, y su poesía de ya no ser declamada. Lo que resulta ridículo: en Inglaterra hoy en día se sigue estimado la poesía musical y los buenos discursos, por ejemplo.
Naturalmente el mayor valor de la cultura durante siglos fue la religión. Los mayores cultos eran curas y monjes/as, y todas las referencias de las escrituras y el santoral, de las ceremonias y los rezos saturaban la práctica cultural. Desde finales del siglo XVIII, la secularización borbónica fue sustituyendo las formas y contenidos religiosos por otros científicos, técnicos, humanísticos, civiles, militares, legales, comerciales, industriales.
Una de las diferencias entre el partido conservador y el liberal en el siglo XIX -con sus matices y naturales excepciones, desde luego-, era la cercanía del primero hacia la religión y lo español; y la búsqueda del segundo de lo legal, humanístico, científico (incluso supersticioso, como algunas prácticas espíritas), técnico y no-español (preferentemente inglés, francés, norteamericano y alemán).
De una mayoría que solía superar el 90 por ciento de nombres clericales entre intelectuales y artistas coloniales, advertimos un descenso a casi cero durante el siglo XIX. Ello también se debió en gran medida a la propia decadencia de la Iglesia católica, en poder, dinero e influencia, de modo que en ese siglo ya no contaba con las instituciones anteriores, ni con grandes maestros, ni reclutaba aspirantes inteligentes y brillantes para sus seminarios. Hubo incluso cierto snobismo anti-intelectual y anti-artístico del clero emberrinchado en el siglo XIX, atenido al “espíritu puro”, a la obediencia ciega a la Iglesia, a cierta austeridad que se volvía miseria en el pensamiento y las artes, casi una “renuncia del mundo”; y ya sólo por excepción aparecían poetas -nunca en el primer rango nacional, ni menos internacional- de sotana, como Montes de Oca y Pagaza.
Ello acaso ilustre el hecho muy destacado que un país tan católico como México no haya participado para nada en ninguna de las épocas mundiales de renacimiento católico. Hubo arte y literatura católicos de gran valor en Francia, por ejemplo, durante la restauración borbónica que sucedió a la caída de Napoleón; después de la derrota ante Prusia de 1870, a fines del siglo XIX, y durante las dos guerras mundiales, así como en las posguerras. Eso se reflejó también, con menor calidad, en España.
En México no hubo grandes autores, músicos, pintores que reivindicaran o rescataran la bandera católica ni menos aun la clerical, si bien algunos nombres, por mera simpatía biográfica o nostalgia familiar, nos recuerdan una siempre irónica visión del catolicismo mexicano, como serían los poetas Nervo, López Velarde, Placencia, Pellicer y Ponce. Pero no hubo resurgimientos de alta cultura católica a la manera de Péguy, Claudel, Teilhard de Chardin, Mauriac, Bernanos... Ni mayor arte plástico religioso (el que sobrevivió, se debió más bien a su proximidad con el folklore); ni grandes oratorios, misas u óperas religiosas. No se sabe, en este país devotísimo de la Virgen María, de una sola imagen icónica destacada de la Virgen posterior al siglo XVIII, ni de Cristo.
Esto debe destacarse porque México siguió siendo una de las sociedades más católicas del mundo, pese a todas las vicisitudes políticas y militares, y en la época colonial había sostenido un alto, a veces muy alto, lugar como cultura y arte católicos a nivel internacional: poesía, arquitectura, plástica, música.
La derrota del partido católico desde la época borbónica, cuando fueron expulsados los jesuitas, la Independencia y la Reforma, alejó al público y a los creadores de bienes culturales y artísticos de ese antiguo centro de producción, mercado y consumo, y los arrojó hacia las esferas secularizadas del poder y los negocios. Aunque siempre hubo poderosa prensa católica, a lo largo del siglo XIX, nunca fue de un nivel intelectual comparable siquiera al promedio de la secular, por decisión propia de atenerse al catecismo y a la obediencia y no a los conocimientos, la creación y la discusión. El clero incluso se ufanaba de condenar novedades y modernidades como cosa decadente y corrupta, cuando no impía.
De ahí la sobrerrepresentación, que siempre ha asombrado a los estudiosos extranjeros, de lo izquierdoso, lo exótico, lo anarquista, incluso lo socialista y lo comunista en la cultura de una sociedad donde seguían prevaleciendo valores conservadores y católicos. Y el largo episodio “surrealista” de una pintura mexicana “comunista” en un país donde ¡casi no había comunistas entre el público de la pintura!, y de una no-pintura-católica mexicana en un país integralmente católico que seguía decorando casas y templos con reproducciones de viejas estampas devotas, todo ello observable desde principios del período independiente, con las salvedades y matices oportunos.
Finalmente, habría que admitir el fracaso, el vacío de formas y contenidos científicos y tecnológicos en la educación, la prensa, el pensamiento y las artes mexicanos hasta casi finales del siglo XX (cuando, al parecer, la computación y el internet rompieron esa inercia creando un nuevo interés entre los jóvenes, y acercándolos a fuentes extranjeras de conocimiento y práctica culturales).
Aunque siempre se dieron excepciones, a veces escandalosamente estridentes (la pintura de Siqueiros, la música de Julián Carrillo), podríamos decir que la cultura moderna en México no hizo caso alguno de la ciencia ni de la técnica: ni pensamiento científico, ni ciencia ficción, ni interés por máquinas e inventos, ni innovaciones tecnológicas. Las artes y humanidades mexicanas (aquí siguiendo una general tradición hispánica, que constatamos en Unamuno) siguieron desarrollándose como si las revoluciones científica y tecnológica no hubiesen existido jamás.
La sociedad mexicana se adecuaba mal que bien, perezosamente, a productos y máquinas importados, pero no al pensamiento ni a la actitud que representaban (de ahí, por ejemplo, el rezago de más de medio siglo con relación a la liberación femenina y al control natal, que aquí sólo prosperaron después de los años setenta, cuando en Europa fueron comunes al menos desde la Primera Guerra Mundial).
La aparición de la computación y del internet creó, por eso, una gran zanja cultural entre los jóvenes formados por ellos, y sus padres y antecesores negados a la ciencia y a la tecnología. En cierto sentido, el llamado humanismo mexicano del siglo veinte siempre pareció a los ojos extranjeros algo anticuado por esa persistencia en una cultura y unas artes negados a las transformaciones modernas de la ciencia y de la técnica, tanto en contenidos y en formas como en instrumentos.
Era incluso difícil en los años sesenta, por ejemplo, escuchar auténticos jazz y rock, para no hablar de música electrónica ni de asistir a happenings, performances o instalaciones plásticas de vanguardia. Se usaban poco las grabadoras en la antropología y los microfilms en la investigación de textos, cuando eran indispensables y básicos en los países avanzados; y fue prácticamente nulo el intercambio entre la nueva visión del mundo de los científicos y técnicos internacionales y el tradicional humanismo filantrópico y anticuadamente literario. Incluso el cine experimental encontraba pocos foros.
De ahí el gran rezago en cuanto modernidad -en el sentido internacional- de la cultura mexicana del siglo veinte, que dio la espalda a las grandes investigaciones, experimentaciones y discusiones de su época, y se mantuvo aislada en una especie de rarificación provinciana, atenida únicamente a tradiciones de las viejas artes y humanidades, proclamadas castizas, idiosincráticas y propias de la “esencia del mexicano”.
Buena parte del disgusto de las generaciones jóvenes desde finales del siglo veinte por la cultura reciente de México es esta extrañeza o disparidad de lo que ven, a través del internet, por ejemplo, como cultura vigente del mundo, y las cansinas pautas mexicanas.

2 comentarios:

Cempazúchitl dijo...

Desde un punto de vista económico, el problema es que nunca se desarrolló una burguesía que le hiciera contrapeso a la clase terrateniente. Todo se debe a los "factor endowments" de México.
Quizá ahora que el país esté más integrado en la economía mundial -a reculones, como siempre- y está cambiando su estructura productiva, se empiece a abrazar la modernidad. No obstante, eso tendrá lugar si y solo si las clases medias bajas frustradas, que son un auténtico lumpen resultado de la integración en la economía mundial, no destruyen al país vía López Obrador.

edegortari dijo...

Me dejó pensando en muchas cosas este ensayo. Pero sobretodo, creo que a Ilya le hubiera gustado. Saludos.