miércoles, 8 de octubre de 2008

JOSÉ DIMAYUGA: DE LA AFECTUOSA COMADRE A NUESTRA SEÑORA DE PALMA GORDA

JOSÉ DIMAYUGA: DE LA AFECTRUOSA COMADRE A NUESTRA SEÑORA DE PALMA GORDA


1.CUATRO COMEDIAS DE JOSÉ DIMAYUGA


LA PROFE Y LA VESTIDA
Desde las primeras frases de su primer diálogo, Afectuosamente, su comadre, de José Dimayuga (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1993), crea la situación dramática, como un nudo de corbata logrado al primer tirón. El azar de un accidente automovilístico pone en íntimo contacto a dos personas que de otro modo jamás se habrían tratado, ni mucho menos entreverado: el joven travesti y la añosa maestra de escuela.
La solitaria profesora cree haber atropellado en la noche a una mujer algo borracha y algo extravagantemente vestida. La lleva a su departamento, la cura. Se truena los dedos en la angustia de que ella, defensora de la bondad y el civilismo, le haya hecho daño. La mujer resulta una vestida... demasiado tarde. La conversación entre ambos solitarios ha calado, y sigue profundizando a cada momento, más allá de lo que cualquiera de ellos hubiera imaginado. La extrema (y falible) virtud de la buena profesora. La empeñosa (y falible) disolución del prostituto travestido. Todo un enfrentamiento de extremos desde el principio.
José Dimayuga entrelaza la alegría y el cariño solidario, la farsa y los vuelcos del corazón, la perspectiva irónica y la cala sentimental: una historia de la noche urbana que acerca a dos alejados e identifica a dos diferentes; los contamina y hermana cual vasos comunicantes, convirtiendo el azar en un encuentro entrañable, y el accidente en un destino de reconocimiento y cariño.
Esta comedia —brillante en el lenguaje, en el humor, en el contrapunto sentimental, en la creación de personajes— es al mismo tiempo un canto, no por regocijante menos sentido, a la amistad imprevista y perdurable con que las misteriosas calles nocturnas (ora risa, ora drama) anudan en ocasiones —y de un solo tirón— a las personas más ajenas y remotas.
Afectuosamente, tu comadre ganó el primer premio de un concurso nacional en Nuevo León y una mención especial en un concurso latinoamericano, en Venezuela; fue llevada aquí a la escena con éxito —100 representaciones— en 1993. Es probablemente la más alegre de las obras publicadas o representadas de Dimayuga.

CUARTOS DE HOTEL
En Hotel Pacífico (Desliz Ediciones —léase Rosina Conde—, 1995), José Dimayuga reúne dos piezas teatrales en un acto.
Me duele que te vayas es una divertida y agradecible sátira de la vida gay en la clase media pretenciosa. El yuppie de clóset invita a su boda a su amante, disfrazado de primo; quiere tener al mismo tiempo galán joven (chichifo encubierto) y matrimonio respetable con la hija del patrón.
El gay yuppie está a punto de salirse con la suya: engañar a la novia y al suegro, y obligar al jovencito a representar su rol lateral. Todo iba a pedir de boca, sólo que esta generación no inventó la simulación gay: el suegro conoce el juego y se liga al galán del yerno en el WC, en mitad de la edificante boda. ¿El alguacil alguacilado?
En ¡Bye, bye Acapulco! una madre tiránica y su adulto y obeso hijo medio idiota se esconden en un hotel de Acapulco, autosecuestrados, con el fin de extorsionar al padre. La mamá espera recuperar, mediante el rescate, unos restoranes que el marido le extrajo mediante el alcohol y la pasión amorosa.
Todo marcha bien: el Padre de Familia los cree víctimas de secuestradores, y a pesar de todas sus maldades está dispuesto a vender las propiedades tan machistamente obtenidas, y rescatarlos. La subversión contra el Ogro Patriarcal está a punto de triunfar.
Pero el gordo hijo treintón no era tan idiota: una vez asimilada la rebelión contra el Padre, ¿por qué no rebelarse también contra la Madre? ¿Por qué no deshacerse de ella también: librarse de un solo golpe de la Infame Pareja Progenitora, y quedarse con todo?
Sólo que, como dirían ciertos sicoanalistas, toda madre es terrible: la madre lo somete como buena gángster y, a punta de pistola, lo entrega a la policía, cargándole de paso toda la culpa del secuestro. Entre tantas carcajadas acaso se nos olvide preguntar qué pasó con el mentado botín. Literatura “negra” pero en gran guiñol.

QUÉ FAMILIA
País de sensibles ha sido representada recientemente en el teatro de la SOGEM en Coyoacán: En mitad del camino de sus vidas —que ya se les volvió sangriento atolladero—, el Hermano y la Hermana se encierran a festejar con la Madre viuda, en un departamentito que conoció mejores días, muchos años atrás, en los sesentas. Un asesinato tiembla en el aire. Un probable asesino guiña tras los rasgos más queridos.
Si en cualquier persona cabe, entera y laberíntica, la condición humana, ¿qué no cabrá en este trío fundamental? Asistimos al mismo tiempo a la sátira, al melodrama y a la tragedia de nuestra familia moderna, estancado monstruo de histeria y autodestrucción.
La madre quiere con el hijo. El hijo con la hermana. La hermana acaba de salir de la cárcel, acusada de asesinar al novio que su hermano mató por celos. La madre y la hija se buscan sólo para desgarrarse. La madre y el hijo se pudren, además, en el remordimiento de haberle cargado el crimen a la hermana, quien no deja de padecer la muerte del hombre que sí amaba, pero sin saber ya qué quiere ni quién es. ¿Los otros saben más de sí mismos? ¿Alguien sabe algo? Sus abrazos son sus llagas, y su fiesta sus estertores. ¡Salud! Sus llagas y sus estertores son sus únicos besos.
En País de sensibles, obra ganadora del primer premio en el concurso de la SOGEM (1994), José Dimayuga intensifica, dentro de la misma farsa, el drama de una familia y el drama de una sociedad. Perdedores en el mundo exterior, los tres personajes fracasan aún más en su mundo íntimo; se lamen y devoran entre sí, con la ayuda del trago, en la sórdida madriguera hogareña. No se atreven a dirigir sus pasiones y su cólera al mundo exterior. No saben vivir fuera de casa. Llevan décadas dando la vuelta a la misma noria doméstica, desangrándose y desgarrándose cada vez, sin salida, atados entre sí por todos los círculos viciosos de su vieja desesperación.
En este desastre familiar reconocemos la angustia y la decadencia de la sociedad mexicana del último cuarto de siglo, recuperada con un gran oído para su lenguaje coloquial y con ojos muy fieles para el registro de su color local, sus ritos, sus atavismos y sus costumbres.
Sólo en un país endiabladamente hostil se comprende tan asfixiante encerrona en el hogar. Y ese infierno no admite extraños: los sacrifica. Ninguno de los tres ha aprendido a amar el mundo exterior, ni a habitarlo. Sólo el agujero familiar, donde ya han agotado todas las pasiones y los rencores posibles. Son sus propios enemigos pero no hay otra humanidad para ellos; el hogar es su propio infierno, pero carecen de otro universo.
Ya no aspiran a ningún tipo de solución. No la hay. Ni adentro ni afuera. La vida, desde hace mucho, no les ofrece ya sino más de lo mismo en el agujero de siempre. “Hogar, dulce hogar”. El monstruo familiar se lame las viejas heridas e inaugura nuevas, con los mismos gemidos, cada vez más desgastados.
José Dimayuga crea en País de sensibles (Colección Teatro Iberoamericano, 1994) su intenso infierno teatral con un gran sentido del humor y una admirable percepción de nuestra realidad cotidiana. Su teatro cruel se instala en la vida y en el espacio de todos los días con naturalidad, sólo para hacer más demoledora su crítica de las pasiones y de las relaciones humanas, en mitad de una fiesta de familia tan terrible como hilarante.
***
Las virtudes que más aprecio en el dramaturgo José Dimayuga (Tierra Colorada, Gro., 1960) son, además del humor, la rapidez y exactitud de su trama, y cierta tendencia antirrealista que traza fábulas o parábolas sarcásticas, antimoralizantes. Un poco esperpento, teatro del absurdo, o viñetas de carnaval y pesadilla.
En cierto sentido, su teatro se acerca más a las viejas “moralidades” que al melodrama contemporáneo: las anécdotas son menos verosímiles que algebraicas, a la manera del viejo teatro español. También son “cuentos crueles”, orondos en su estructura artificiosa, más que retratos próximos de la realidad.
Si uno buscara realismo convencional, podría objetar en País de sensibles, por ejemplo, el nudo lúbrico tan perfecta y fatalmente incestuoso: pocas veces, en la realidad, tantas pasiones se anudan en la escasa cifra de tres personajes enclaustrados. ¡Habiendo tando mundo en la estación Hidalgo del metro! La realidad es difusa, multitudinaria. Como fábula satírica, en la que toda una situación se condensa en personajes emblemáticos, resulta muy eficaz. Farsas endiabladas en nítidos teoremas.
Las obras de Dimayuga, sin menoscabo de sus virtudes dramáticas, deciden también ser literarias: una estructura rigurosa, que prescinde de tiempos muertos y efectos innecesarios, y un lenguaje cuidadoso, de exactos registros coloquiales... sobre todo para desplegar plena literatura: aforismos, paradojas, juegos de ingenio, en la vieja tradición del teatro conversado de Wilde y de Shaw. Cómo en el paradigma de éstos, el talento dramático de Dimayuga se declara enemigo del melodrama, y persigue sus situaciones y sus personajes hasta la solución más ácida posible, dentro de una desbordada fiesta de la risa.

2. NUESTRA SEÑORA DE PALMA GORDA

1
Relato, y relato-de-relatos, relato-del-relatar, la novela de José Dimayuga ¿Y qué fue de Bonita Malacón? (Editorial Jus, 2007), narra el ocaso de una estrellita mexicana del cine churrero de los años digamos setenta-ochenta, en todo su impresentable Kitsch, desde su pueblo nativo.
Pero sobre todo nos narra la sombra que esa estrellita y ese ocaso han dejado entre quienes la conocieron y admiraron. Hay un pueblerino admirador gay, que busca armarle todo un museo-de-cultura-e-identidad-regional en la extravagante casona de Bonita, llamada El Castillo (con muralla, almenas y atalaya, estatuas ya truncas en los jardines devastados y un delfinillo de mármol en la alberca seca, todo custodiado por los diligentes perrazos Palomo y Pinto), desde su “épica sordina” de cartones de cerveza y pozole verde (“Magnífico el pozole verde”, diría Rimbaud) en el Bar Chabelis, con adornos de sombrillas japonesas y muchas fotos de bellezas famosas. Sus enemigos opinan que más bien Chabelis busca instalar un burdel.
Están también sus amigas-enemigas de toda la vida, sus chismosas, envidiosas y maledicentes; su nana, su empleado, así como las refracciones que en éstos imprimieron otras personas y estrellas conectadas con Bonita. Incluso aparece por ahí un gatito místico en la cumbre de una parota.
Es la reconstrucción de un pasado y de un mito que también entreteje una educación sentimental provinciana todavía reciente; de modo que al buscar a Bonita Malacón, un telerreportero de espectáculos (más bien aprendiz de tal, que hace un trabajo escolar como examen profesional) también va buscando qué ha sido de cada uno de los integrantes de tan jocoso reparto de personajes.
En buena medida, Bonita Malacón fue lo más hermoso y memorable que les ocurrió a todos ellos. Una minuciosa corte de milagros comprometida en un minimalista carnaval de la realidad y la memoria. No pueden dejar de hablar de ella. Viven reciclando, desmenuzando sus aventuras. Se diría que su memoria de Bonita Malacón es más real que ellos.
José Dimayuga llega a esta preciosa novela después de más de veinte años de dramaturgo, cristalizados en unas doce comedias (Afectuosamente su comadre, País de sensibles, La última pasión de Antonio Garbo, Una mujer de tantas, Crónicas de amor y olvido en el Hotel Belmar, etcétera), lo que se revela en tres de las primeras virtudes que advierte el lector: 1) La teatralidad de la vida cotidiana, la vida que ahí no es tanto un mero sueño cuanto la comedia-de-un-sueño, divertidísima: la risa como musa suprema; 2) El hábil entramado de los episodios, donde a veces las quimeras de un Tennessee Williams juegan a los enredos de Lope de Vega o George Bernard Shaw, como toda la milagrería a que dan lugar unas simpaticonas crestas (“’Pues sí, son ellas’, confirmó La Pelona”); y 3) La jocunda, desaforada oralidad de los personajes que conversan, monologan, rumian, deforman la coloquial saga de Bonita Malacón, con una aptitud para encarnar el habla clasemediera mexicana, guerrerense, especialmente la femenina y la jotona, sin parangón en estos días. (Luis Zapata había diagnosticado en sus memorias cinematográficas (Souvenirs, souvenirs, en el volumen colectivo Triple función, Quimera, 2007) cierta decadencia actual de la conversación; pues bien, los personajes de Dimayuga desconocen gloriosamente tal decadencia.)

2
Me complace la decidida modestia al asumir las circunstancias y los colores locales de la profunda provincia guerrerense (digamos el municipio Juan P. Escudero de Palma Gorda, “la tierra de la papaya roja”), no sólo de un modo frontal y aun puntillista, sino hasta cariñoso y cómplice, con su habla y sus atmósferas, en lugar de la globalidad o la universalidad cómodas y algo virtuales de las modas posmodernas. Nada tan universal como lo concretamente local.
Tenemos pues en Bonita Malacón un avatar reciente de la vida sentimental de la provincia mexicana durante su tan cuestionable modernización, ya videolectrónica, automovilística, satelital-en-vivo, plurirreligiosa (o al menos pluricristiana, con Testigos de Jehová, levitaciones “pachonas” y hasta ovnis), pero sin prescindir de sus añejas supersticiones de santones, abalorios y brujerías (”orejas de burro”); muy crepé y rabona y embutida en sus strapless, con drogas y superoperativos policiacos, cirugías plásticas y erotismos al día, pero sin perder cierto dejo cavernario en aquellos ropajes “de pura hoja de totomoxtli” y la libido costeña, siempre sudorosa, de las “güinsas chirundas” y del galano arte de la “culiandanga”.
Acaso ciertos lectores encuentren en estos relatos “en busca de Bonita” -no tanto de fogón, sino de entrevistas para un posible reportaje de tele-, jirones sucesorios de otra provincia, otros mitos y otras etapas sentimentales rescatadas en su momento en Las tierras flacas, de Yáñez (la saga mujeril de las máquinas de coser); Pedro Páramo, de Rulfo (los murmullos de una historia); La feria, de Arreola (quien también es cronista de los pajareros de zanates), o en los cuentos tequileros y tamaleros de la tropa de Doña Herlinda, de Jorge López Páez.

3
La hermosísima muchacha como predestinada por su belleza y carisma extraordinarios a cierto destino extravagante y trágico (un tanto a la manera paradigmática, acaso, de un Luciano de Rubempré en Ilusiones perdidas y Esplendores y miserias de las cortesanas, de Balzac, y el monstruoso e hipnotizante Vautrin que lo conduce al abismo; aquí inevitablemente un capo del narcotráfico, Bulmaro Goring, con sus sueños de recrear Las Vegas en mitad del desierto de Sonora, hazaña que inmortalizará una banda con la narcorrola “La Bella del Oasis”).
Bonita así cumple plenamente su trayecto y su mito particulares e irrepetibles, icónicos, desde su lanzamiento en un concurso internacional de belleza en Filipinas hasta su final narco-policiaco en el desierto. Una digamos “vida ejemplar”, en el sentido de fábula blasonada y de narco-corrido, como ícono: “la tragedia de una bella” y sus bestias. Pero su memoria también va trazando una red en la que otros personajes dejan su habla, sus sueños, sus anhelos y delirios; su pánicos y fantasmas, sus más delicadas fibras emotivas y espirituales; y, desde luego, en esta aventura fundamentalmente cómica: sus chusqueces, sus frustraciones y su mala fe, sus derrapones en mitad del foro para regocijo del lector.
Quiero detenerme en este auténtico, dificilísimo, agradecible tono chusco, astracanesco, vulgar, “nacayón” y “chilatero”, que le da al ícono toda su autenticidad sardónicamente naif. Diría Ramón López Velarde: “He oído la rechifla de los demonios sobre / mis bancarrotas chuscas de pecador vulgar”. Pues la chambona vulgaridad del Mal no se riñe aquí con el mito y el astracán recibe tributos de la tragedia. El camp, el teatro del absurdo y lo grotesco; los conjeturales ecos literarios de Sherwood Anderson, Faulkner, Jane Bowles, Tennessee Williams, Flannery O’Connor, Capote, Carson McCullers; la numerosa cinefilia contumaz (incluso de serie gringa B y la mexicana de charros negros y hermanos Almada) y cuantos paralelos mundiales pueda uno imaginar, se entremezclan en la provincia de Dimayuga con ecos profundamente nacionales: es decir, verbales y de costumbres, de por ejemplo La sangre devota, Zozobra y El son del corazón. Pocas páginas saben tan a agua de jarro de provincia mexicana profunda como éstas de ¿Y qué fue de Bonita Malacón?, sin embargo ubicada apenas en el pasado inmediato.
Provincia bullangueramente “nacayona” y “chilatera”, también provincia enamorada, arrulladora y espeluznante, cuentera y rezandera, ganadera y campesina, telemirona y cineadicta entre sus matazones, jolgorios, chismorreos, secuestros, delirios, calabozos judiciales y burocracias. Sobre todo provincia verbal: la prosa de Dimayuga es una de las escasas en nuestra literatura contemporánea que no sólo soportan perfectamente la lectura en voz alta, sino que ganan mucho con ella. Sospecho que podría trasladarse tal cual a la radio, por ejemplo, como radionovela irónica.

4
Parodia épica de la cinefilia provinciana que busca sus Sunset Boulevard, ¿Qué pasó con Babe Jane? o Nace una estrella (la de Judy Garland y James Mason) locales, entre infinidad de cristalizaciones del ascenso y caída del show business como suprema mitología de la modernidad, ¿Y qué fue de Bonita Malacón? no prescinde pues de su estampa claramente delineada, con ese entrevero de lo macabro y lo carcajeante a que ya nos tenía acostumbrados la dramaturgia de Dimayuga.
Pero en la sucesión de narradores e informantes que siguen la pista de la tremendona cinestrellita -a ratos no sólo estrella del truculento y algo o muy sonso cine mexicano de esa época, sino incluso del cómic, del guiñol, de los comerciales, de los pastelazos circenses y de la prensa del corazón- se configura un juego narrativo de prismas y polígonos.
Así, cada personaje narrador o memorioso cuenta mucho de sí mismo, de su vida, de su carácter y de sus atmósferas emotivas e imaginarias cuando habla de Bonita. Una virtud adicional: 4) Eficaz dramaturgo, el novelista sabe que cada personaje narra mejor su autobiografía cuando cuenta o pretende contar los episodios de algún otro. A propósito de Bonita, tenemos la Autobiografía-de-todo-mundo-con-sus gatos-y-sus-perros. Hay personajes secundarios tan espectaculares o delirados, y a la vez tan auténticos, icónicos, como la propia Bonita: su coestelar y amante Miranda Viveros: la Mujer Iguana, siempre tatemándose “chirunda”; el galán argentino Fabio Tessa (además, seductor de uno de los pajareros y de algún lugareño célebre en la “culianganga”, Mirlo Brito); y los trazados en un chispazo: el un poquito-demasiado portentoso Cigüe; la apotégmica Crepa de Cuitlacoche que peló gallo con la coperacha vecinal para su operación transgénero; el pintor Rafa de Lorenzo, la campeona de natación Cara de Perro, El Surfista-más-famoso-de Tecomán... Incluso nos enteramos de los churrazos cinematográficos de Bonita, Miranda y Fabio Tessa en la crónica aumentada y condimentada que improvisa Chabelis de Los monstruos del convento.

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Espejo deformante del coro que rodea su memoria, punto de referencia y de fuga de la imagen, los pensamientos y delirios de los otros, Bonita es una especie de pieza central en el tablero de un elaborado juego de las vidas ajenas.
Su vida, tal como nos es relatada, habla también y sobre todo de la vida de los demás: de Pedro Isabel (el delirio de una queer culture pueblerina desde sus “dientes popoyones” hasta sus visiones mediúmnicas tarot en mano del más allá); de Dora Cienfuegos (la no-Bonita); de Zósima Tapia (la martirológica nana, con quien “se ingruió” Bonita); de Odilón Romero (el mozo o “cuidandero” de todo); de Maya y Esther Andraca (comparsa medio gruñona de hermanas riquillas, la primera machorraza de espanto antes de su malhadada boda en Santa Prisca).
Y de muchos otros informantes y narradores a la tercera o cuarta potencia, que ni son el Narrador-en-off de la novela (mero editor: el enclenque joven cuasi-telerreportero que incita y recopila informes y fuma demasiado), ni los informantes con voz directa, sino que aparecen como citas o figuras “fugadas”, “en abismo”, dentro de esos episodios de un caleidoscopio llamado ¿Y qué fue de Bonita Malacón?, que el lector va agitando y disfrutando a cada capítulo -en la otra mano, se recomienda un whisky- en una corriente de hilaridad a ratos escalofriante.
Entre estos informantes “fugados, en abismo” estarían, por ejemplo, Janda (la madre, la proto-Bonita de los tiempos de Abel Salazar y Yolanda Varela, en su tebaica fuga por las serranías); Pando y Rosendo, los hijos de Odilón y Zósima (“pajareros” en el sentido mexicano de espantadores de zanates en las milpas, y uno de ellos también en el sentido cubano); el atroz, enigmático, lacónico y sacrificado puritano-de-las-crestas (el “cuitachi” Esaú) y aquellos trabajadores de la Comisión Federal de Electricidad, con su alta escalera desdoblable en tres segmentos, que se encuentran al gatito místico, “blanco y pachón”, en la cumbre de una parota de “veinte o treinta metros”, ahí, “pasando las albercas de Mayín Flores que les llaman El Paraíso”.
Novela cruel, novela grotesca, novela sentimental, novela del cine y del narco, novela pintoresca y, sobre todo, gran novela del lenguaje, novela del habla de sus festivos personajes; novela de la alegría del contar, del recordar y de hacerles travesuras a los recuerdos.
Creo que un primer elogio del nuevo Dimayuga novelista sería admitir decididamente que en ¿Y qué fue de Bonita Malacón? sostiene eficaces, gozosas y frescas, todas las virtudes ya reconocidas y premiadas en sus magníficas comedias.

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