VINDICACIÓN DE PAUL CLAUDEL
Por José Joaquín Blanco
I
La reciente edición por Editorial Siglo XXI de las Cinco grandes odas de Paul Claudel (trad. Y pról. de Miguel Ángel
Flores) ofrece una excelente oportunidad para revisar a este poeta gigantesco,
incluso desmesurado.
Paul Claudel (1868-1955) pertenece a la
generación post-simbolista de discípulos de Mallarmé que gravitó en torno a la
revista de Gide, la Nouvelle Revue Française. Como el propio Gide, como
Jammes, Proust, Valéry, Saint-John Perse, Jacques Rivère, etcétera, Claudel
reaccionó furibundamente contra la arrogancia científica y racionalista de los
positivistas y buscó inspiración en ideales y en un encarnizado rigor
artístico.
Esos ideales, esa
“política del espíritu” qué oponer contra el materialismo autosuficiente y
burdo, produjo una estética de la poesía como videncia y profecía, como
descifradora de enigmas y buscadora de analogías cósmicas: del mundo a la
manera de un texto sibilino a descifrar. La analogía y la metáfora, y ya no la
lógica ni el método experimental, serían los instrumentos del conocimiento
humano más profundo.
Hasta ahí concordaban
todos los discípulos de Mallarmé. Pero la solución claudeliana resultó
escandalosa: encontró que los ideales de Poe, de Baudelaire, de Rimbaud, de
Mallarmé, se realizaban no en el “azur” ni en el ozono del absoluto; no en los
signos de la nada de un mundo secularizado o ateo ni en un lance de dados al
vacío; no en los barcos ebrios de las tempestades en el infierno; no en las
travesías a lo desconocido en busca de Lo Nuevo, sino en la estricta, incluso
fanática, subordinación a la
Iglesia católica.
Claudel tiene una historia
grotesca como autonombrado profeta o cruzado de la ortodoxia y la burocracia
clericales. Lo importante para la literatura estriba, más bien, en el impulso
estético que Claudel encontró y cultivó en la inspiración religiosa y en el
arte sacro: la Biblia ,
los clásicos grecorromanos, el Breviario
romano, los Padres de la
Iglesia , la liturgia, el arte medieval.
Hay un impulso
nietzscheano en su poesía, pero al revés: el superhombre se logra en la
conversión al catolicismo, en la construcción del Hijo de Dios y la perspectiva
superoptimista del mundo a partir de alguien que siempre tiene a Dios de su
lado.
Esto se resuelve en una
poesía de altanera magnificencia, catedrales sonoras, plegarias a toda
orquesta, tedeums en celebración del cosmos. Claudel aporta un oído musical
impresionante, capaz de competir exitosamente con la liturgia de los
magníficats y réquiems centenarios; y una imaginación analógica, hija de
Mallarmé y hermana de Valéry y de Saint-John Perse, de la que manan
incesantemente prodigiosas metáforas y melodías.
Pero Claudel también es
asombroso en sus contradicciones. Así como usa a Poe, Baudelaire, Rimbaud, Whitman,
Dostoyevski para reedificar su Ciudad de Dios, aporta a tal albañilería poética
materiales inesperados. Mientras retoma el versículo litúrgico monacal (amaba a
los benedictinos) para sus plegarias, se asoma a los ideogramas chinos y a los
haikús y a las piezas No del Japón.
Encuentra en las danzas de Camboya los mejores pasos para bailar en torno a la Inmaculada Concepción.
Alza sus verbales catedrales góticas en mitad de China o de los trópicos
brasileños. Adecua a su reconstrucción del dorado medievo católico muchas
innovaciones de las vanguardias artísticas, que tanto combatió.
¿Quién ha de ser el Hombre
Nuevo que dance mejor en honor de Cristo? Pues nada menos que Isadora Duncan,
Nijinsky e Ida Rubenstein. ¿Qué mejor música para los viejos salmos? Pues la de
Darius Milhaud y Honegger. Y dota a su teatro de recursos ultramodernos
—escenarios abstractos con arquitectura de la Bauhaus y luminosidades de
cubista— y de personajes y tramas simbolistas, estilizadas, incluso
expresionistas, que quieren emparentarlo con Jarry, Artaud, Brecht, Beckett o
Genet: una especie de estética dramática del misterio o de la locura.
II
Las Cinco grandes odas son un
saludo al nuevo siglo. Claudel las empezó a componer hacia 1900. Anticipan a
Saint-John Perse y a Neruda en su impulso a la alabanza del mundo y del hombre.
No poesía crítica, sino poesía de trance ante el milagro del mundo.
Se apoyan en la sonoridad
litúrgica del catolicismo y en la fuerza prosódica de Esquilo y de Píndaro.
Aspiran al énfasis. Quizás ningún poeta haya usado tando del recurso de la
exclamación ni del signo de admiración como Claudel.
Su inspiración simbolista,
analógica, las emparienta con el estilo de los profetas del Antiguo Testamento
y con el Apocalipsis. Al cantar la gloria de Dios, canta también,
exaltadamente, la gloria del universo, del hombre y del mundo.
Pero también es lo
contrario. Es el poeta que busca para sus exclamaciones el lenguaje reducido y
llano de las plegarias sencillas, que puede hacer grandes poemas con unas cuantas
palabras comunes enfáticamente pronunciadas, como avemarías o salves.
Claudel no habría aceptado
que se leyera sus odas secularmente, haciendo a un lado el mensaje religioso.
Pero no tenemos por qué cumplirle ese capricho. Pueden leerse perfectamente
como una alabanza de la vida, escucharse como una sinfonía o un gloria. Tal vez
en ello estribe su modernidad, su vigencia. Las Cinco grandes odas son un canto de amor a la vida como pocas veces
se ha escuchado en la época moderna, en cualquier lengua.
Fiel al espíritu de
Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, la poesía de Claudel sigue siendo simbolista:
poesía de trance dominada por el demonio de la analogía; esto es, plurivalente,
plurisignificativa. Nada quiere decir precisamente una cosa, sino una multiplicidad
de relaciones. Todo se compara con todo de la manera más arbitraria y difusa:
el Espíritu puede ser Dios, pero también un ímpetu universal, el hombre, el
poeta, y lo mismo el Agua de la
Segunda oda.
Los signos se encuentran
brevemente en la unión súbita de la metáfora, pero siguen su curso, cambiando
significados, en un movimiento prolongado que se querría infinito. Un signo no
dice una cosa, va diciendo muchas en su camino. No aclara, hace resonar su
misterio. Existe, vive. Y en efecto, se puede leer a los profetas del Antiguo
Testamento a la manera de Mallarmé, y podemos leer a Claudel a la manera de
aquéllos.
No recibimos de las odas
significados redondos, sino un movimiento de símbolos que de pronto quieren
decir una cosa, y luego otras. Importan las encarnaciones pasajeras,
exultantes, luminosas, en loor del mundo. Muchas veces, sin embargo, se exaltan
demasiado; ya no dicen, vociferan; ya no cantan, atruenan con su himno de
Pantocrator.
La música antes que todo,
diría Verlaine. Claudel es todo el tiempo el poeta que canta, aun cuando pinta
con un pincel una especie de ideogramas “chinos” en francés. La poesía es la
danza, decía, el yambo, con su sílaba fuerte seguida de la breve, como un pie
que toca el piso y se levanta. Celebra a la musa musical del poema:
¡No eres la que canta, eres el canto mismo en el instante en que se
elabora,
La actividad del alma compuesta sobre el sonido de su propia
palabra!
La invención de la pregunta maravillosa, el claro diálogo
con el silencio inagotable.
No abandones mis manos, oh lira de las siete cuerdas,
semejante a un instrumento que relaciona y compara:
¡Que todo lo vea entre tus hilos muy tensos. Y la Tierra con sus fuegos, y el
cielo con sus estrellas!
III
La religión ofreció a Claudel la radical respuesta a la desesperación
del mundo secularizado que parecía, sin Dios, suspenderse en la desesperación y
el vacío. Claudel fue visitado por la misma angustia de “la muerte de Dios” que
estremeció a Dostoyevski y a Nietzsche:
Y en efecto miré y me vi solo de repente.
Desprendido, rechazado, abandonado,
Sin obligación, sin tarea, fuera, en medio del mundo,
Sin derecho, sin causa, sin fuerza.
Claudel hace que Dios
resucite, para tener a quien dirigirle esta plegaria:
¡Libérame de la esclavitud y del peso de esta materia inerte!
¡Esclaréceme entonces! ¡Despójame de estas tinieblas
execrables y haz que yo sea, en fin,
Toda esa cosa en mí oscuramente deseada!
¡Vivifícamente, como el aire aspirado por nuestra máquina
hace brillar nuestra inteligencia como una brasa!
[...]
¡Dios mío, ten piedad de esas aguas deseantes!
¡Dios mío, tú ves que yo no soy solamente espíritu sino
agua! ¡Ten piedad de esas aguas que mueren de sed dentro de mí!
Y el espíritu está deseante, mas el agua es la cosa deseada.
¡Oh, Dios mío, me has dado este minuto de luz para ver,
Como el hombre joven que piensa en su jardín en el mes de
agosto y que ve a intervalos todo el cielo y la tierra de una sola mirada,
El mundo de una sola mirada atravesado por un rayo dorado!
[...]
¡Que cese yo enteramente de ser oscuro! ¡Utilízame!
¡Exprímeme en tu mano paternal!
Saca al fin
Todo el sol que hay en mí y la capacidad de tu luz, que yo
te vea
¡No con los ojos solamente, sino con todo mi cuerpo y mi
sustancia y la suma de mi cantidad resplandeciente y sonora!
Pero tener a Dios tan de
su lado le permite a Claudel pecados terribles. Su manera de orar también es
vomitar bilis mezquina, en las propias plegarias, contra sus rivales de gremio:
¡Permanece conmigo, Señor, porque la noche se aproxima, y no me
abandones!
¡No me relegues con los Voltaire, y los Renan, y los
Michelet, y los Hugo, y los demás infames!
Su alma está con los perros, y juntos sus libros están en el
estiércol.
Están muertos, y su nombre aún después de su muerte es un
veneno y una podredumbre.
Que vivan pues la gracia divina y la caridad cristiana, que tan
fraternales frutos producen. La analogía le permite a Claudel entremezclar su
autobiografía más minuciosa con la voz de Dios y con el “libro del universo”.
Alguna vez acierta, como en esta página erótica que refiere al “santo
adulterio” de Claudel con la dama a quien quiso llamar Ysé (Partage de Midi):
Y yo, como la mecha encendida de una mina bajo tierra, ese fuego
secreto que me roe,
¿No terminará por arder el viento? ¿Quién contendrá la gran
llama humana?
Tú misma, amiga, tus grandes cabellos rubios al viento del
mar,
No has sabido tenerlos bien ceñidos sobre la cabeza, ¡se
esparcen! Los pesados bucles
Ruedan sobre tus hombros, la gran cosa jocunda
Se borra, ¡todo se esfuma en el claro de luna!
¿Y las estrellas no son acaso como cabezas de alfileres
relucientes? ¿Y todo el edificio del mundo no da también un esplendor tan
frágil
Como una cabellera real de mujer pronta a desbaratarse bajo
el peine?
¡Oh amiga mía! ¡Oh Musa en el viento del mar! ¡Oh idea
desmelenada en la proa!
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