martes, 14 de julio de 2009

LUIS CERNUDA


LUIS CERNUDA:
EL JOVEN MARINO, LOS TULIPANES AMARILLOS
Por José Joaquín Blanco

En "Desolación de la Quimera", poema que da título al último libro de su compilación La realidad y el deseo (1924-1962), Luis Cernuda expresó, con mayor contundencia y desolación, si cabe, que en otras ocasiones, su descreimiento y su desesperanza frente a la poesía, y en general frente a la existencia humana. Esta actitud crítica contra el optimismo humanista del arte es uno de sus mayores temas, y aparece con frecuencia tanto en su poesía como en sus ensayos: la poesía no sirve de nada, la vida misma no llega a ningún lado, es apenas un temblor ilusorio de ideales y deseos sin aplicación en esta tierra. Cernuda vio el ejercicio poético bajo la advocación mitológica de Ocnos, aquel personaje que entretejía juncos para que los devoraran sus asnos: labor tan sin sentido ni futuro como entretejer palabras, sueños, ilusiones.
Su poesía completa no está dedicada a los hombres ni a las ideas: sino al propio deseo de vida del poeta, insatisfecho sin remedio: "A mon seul Désir" (1). Está hablando, desde luego, de la poesía moderna, que se crea justificaciones revolucionarias de vidente, crítica del mundo, transformadora de la vida, capaz de asomos radicales a lo nuevo, exploradora de lo prohibido, aventurera más allá de límites; no del sentido general, tradicional, de la poesía como una mera ornamentación lujosa de la vida establecida, o de uno más de los estimulantes románticos, eróticos, religiosos, ideológicos acostumbrados —semejante a las canciones, las oraciones, los discursos de gran popularidad.
La poesía como adorno o como estimulante nunca tiene problemas: es asunto de decoración o de pastelería. El otro camino poético de la poesía revolucionaria, vidente, excesiva ante la vida y el lenguaje —abierto por los románticos alemanes y sus sucesores franceses: Goethe, Hölderlin, Novalis, Nerval, Baudelaire (y Poe), Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, Lautréamont, pero que ya existía en el renacimiento de la poesía española: Mena, Garcilaso, Aldana, Lope, Góngora, Quevedo—, tuvo grandes accidentes en todas las lenguas; fue un camino invariablemente difícil, cuando no trágico. Cernuda lo encarnó con mayor altura y profundidad que nadie en la española, negándose a los escapes a que recurrieron otros miembros de su generación, como fueron los de la celebración folklórica, el juego por el juego, las exaltaciones políticas, filosóficas o estetizantes. Cernuda optó por el camino hosco de la poesía crítica, especialmente la autocrítica: la encarnizada contra la vida y contra las vicisitudes del propio poeta. Despreció a los juglares e ingenios de zarzuela, a los oradores y a los académicos. Sólo le complacieron García Lorca (el vivo, anterior a su popularidad mundial) y Vicente Aleixandre. Jorge Guillén en cambio, por ejemplo, lo irritaba como un demagogo de la claridad y el júbilo terrenales.
La Quimera del poema de Cernuda no es solamente un delirio o un ideal, sino también un ser concreto: un monstruo mítico, mezcla de diversas especies animales, humanas y divinas, a la manera de la Esfinge de Gizeh, que aparece también como extraña divinidad del mundo poético en la décima de las Elegías de Duino de Rilke. Este poema de Cernuda está intencionalmente ligado al de Rilke: el mundo aparece como un arenal nocturno, bajo la luna, entre huesos de animales y aullidos de chacales. La Quimera, estatua derruida en medio del desierto, es el cadáver de la vida y de la poesía, del sueño y del ideal, en mitad de un mundo extinguido: entre sus despojos de piedra anidan aves de rapiña. La poesía como magia y videncia, ansia de lo absoluto, urgencia de modos de vida superior, no ha muerto: como los dioses de civilizaciones abatidas, permanece en una infinita descomposición lamentable. La Quimera quisiera morir de una vez, integrarse finalmente al mundo exterminado, pero no le es posible: está condenada a una muerte interminable, a una agonía infinita, ofreciendo a nadie sus enigmas antiguos. Es la inspiración divina que acaso, en tiempos mitológicos, habitó en hombres y que ahora sólo la recuerdan —por rutina escolar absurda, por moda artística rutinaria— algunos desagradables poetas calvos y de lentes, esperpénticos, demasiado gordos o demasiado flacos, que ya no buscan en la poesía sino el estímulo erótico o la confirmación de sus rutinas conyugales, domésticas, académicas, políticas.

¿Es que pueden creer en ser poetas
Si ya no tienen el poder, la locura
Para creer en mí y en mi secreto?
Mejor les va el sillón en academia
que la aridez, la ruina, la muerte,
recompensa que generosa di a mis víctimas.

Aridez, ruina, muerte: tales son los modernos dones de la Quimera, en un mundo donde proliferan prefabricados simulacros de alegría, amor, virtud. Poetas mercaderes de los adornos y estímulos establecidos, y un público que los sigue como el fanático de las canciones y películas comerciales.
La poesía verdadera se ha vuelto crítica, negativa, funeraria, frente a la falsa vida positiva conformista y burguesa, llena de mercancías y de instituciones envilecidas. La Quimera querría morir del todo, que se acabara de una vez para siempre la poesía, el impulso poético, ahora obligado a ese tono arisco, a esos mensajes nihilistas: pero desaparecer no está en su mano. Debe continuar existiendo, disminuida, corroída, con su mensaje acedo y negativo.
Muchas otras veces Cernuda habló de las tragedias de la poesía moderna, de las infamias que se cometen contra ella. "Birds in the night", uno de sus poemas más conocidos, protesta contra la absurda hipocresía moderna de una sociedad pudibunda que finge venerar a sus poetas malditos, de una sociedad comercializada que finge extasiarse en la búsqueda del absoluto; de una sociedad aburrida que finge adorar la aventura, el goce y el placer más allá de límites, las transgresiones. Se diría que las sociedades antiguas que expulsaban o quemaban a sus poetas como corruptos o corruptores, eran al menos más congruentes. La poesía se ha vuelto una hipocresía, una farsa:

El gobierno francés, ¿o fue el gobierno inglés?, puso una lápida
En esta casa 8 Great College Street, Camden Town,
Londres,
Adonde en una habitación Rimbaud y Verlaine, rara
pareja,
Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron,
Durante algunas breves semanas tormentosas.
Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y
alcalde,
Todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y Rimbaud mientras vivían.

En prosa (ensayos sobre poetas ingleses, alemanes y españoles), pero sobre todo en poesía, Cernuda trató al mismo tiempo de defender, caída y todo, su quimera de poesía absoluta, y de expulsar a los mercaderes de su templo. A veces los mercaderes eran los propios poetas, y algunos de los mayores, como Goethe, ofrendando en el altar de Napoleón, "la Bestia, la sangrienta vedette que exhiben Los Inválidos". Los grandes poetas resisten, como Góngora, escondiendo su orgullo y su lucidez en la pobreza discreta, y sufriendo la estupidez de académicos y universidades:

Ventaja grande es que esté ya muerto
Y que de muerto cumpla los tres siglos, que así pueden
Los descendientes mismos de quienes le insultaban
Inclinarse a su nombre, dar premio al erudito,
Sucesor del gusano, royendo su memoria.
Mas él no transigió en la vida y en la muerte
Y a salvo puso su alma irreductible
Como demonio arisco que ríe entre negruras.

La gran excepción es Mozart, fundador del arte moderno, pero que también en alguna medida, por llegar temprano, escapó a estos entretejidos de farsa y de tragedia. La celebración que Cernuda hace de Mozart es uno de sus mejores poemas, y uno de los escasos que fulgen en su alegría y su optimismo:

Toda razón su obra, pero sirviendo toda
Imaginación, en sí gracia y majestad une,
Ironía y pasión, hondura y ligereza.
Su arquitectura deshelada, formas líquidas
Da de esplendor inexplicable, y así traza
Vergeles encantados, mágicos alcázares,
Fluidos bajo un frío rielar de estrellas.
[...]
En cualquier urbe oscura, donde amortaja el polvo
Al sueño de un vivir urdido en la costumbre
Y el trabajo no da libertad ni esperanza,
Aún queda la sala de concierto, aún puede el hombre
Dejar que su mente humillada se ennoblezca
Con la armonía sin par, el arte inmaculado
De esta voz de la música que es Mozart.

Rara vez encontraremos en Cernuda esta celebración positiva, actual, posible de la poesía en el mundo contemporáneo, especialmente la última estrofa del poema dedicado a Mozart. Tiene en común con la Quimera habitar un espacio de ruinas; pero aquí, como en un paisaje griego, se diría que las ruinas son más espléndidas que los edificios intactos, y que la muerte de los dioses revivifica a los hombres.

Voz más divina que otra alguna, humana
Al mismo tiempo, podemos siempre oírla,
Dejarla que despierte sueños idos
Del ser que fuimos y al vivir matamos.
Sí, el hombre pasa, pero su voz perdura,
Nocturno ruiseñor o alondra mañanera,
Sonando en las ruinas del cielo de los dioses.

Los dones de Wagner fueron más dudosos, ilusorios ("Luis de Baviera escucha Lohengrin). Ese rey delirante hace representar toda la aparatosa ópera para sí mismo como único espectador, como fantasma en su palco real, entre los rojos y los oros de un sombrío colorido gongorino: "Ni existe el mundo, ni la presencia humana/ Interrumpe el encanto de reinar en sueños". El sueño del rey, encarnado en el héroe wagneriano, es el demonio de Cernuda, que en pocas ocasiones lo iluminó con su gracia (Los placeres prohibidos, "A un muchacho andaluz”, “El joven marino"), y tantas otras lo desesperó con su ausencia o su remembranza amarga: la juventud alzada a su potencia demiúrgica. El joven hermoso, aventurero, lleno de futuro, como el Lafcadio de Gide a quien varias veces rindió homenaje. Luis de Baviera se transforma en el soñador de sí mismo, de la vida que no existe, visitado por el otro yo que no existe sino en esos sueños, poeta a su modo: flor extravagante "cosa hermosa, inerme, inoperante", entre los cortinajes de su palco, en mitad del palaciego teatro vacío:

Mas la presencia humana es a veces encanto,
Encanto imperioso que el rey mismo conoce
Y sufre con tormento inefable: el bisel de una boca,
Unos ojos profundos, una piel soleada,
Gracia de un cuerpo joven. El lo conoce,
Sí, lo ha conocido, y cuántas veces padecido,
El imperio que ejerce la criatura joven,
Obrando sobre él, dejándole indefenso,
Ya no rey, sino siervo de la humana hermosura.

La poesía no es posible en la realidad: apenas en ciertos ensueños enrarecidos y sombríos. En su elegía a la muerte de García Lorca ("A un poeta futuro. F. G. L."), habla del poeta como la flor imposible que brota en una roca: "Por eso te mataron, porque eras/ Verdor en nuestra tierra árida/ Y azul en nuestro oscuro aire". El mundo envilecido es opaco y vulgar, enemigo tanto de la poesía como de las flores de la vida.

Leve es la parte de la vida
Que como dioses rescatan los poetas.
El odio y destrucción perduran siempre
Sordamente en la entraña
Toda hiel sempiterna del español terrible,
Que acecha lo cimero
Con su piedra en la mano.

Pero la muerte no es suficiente castigo para el contrasentido que instaura la poesía. Viene la irrisión, la hipocresía culteranas. En "Limbo" ve cómo el trabajo del poeta se vuelve juguetillo, bibelot, adorno de académicos y dilettanti fatuos, de "Damas imperativas bajo sus afeites,/ Caballeros seguros de sí mismos", que se agasajan entre sus opiniones de moda y coleccionan ediciones raras. La Quimera del poeta falló del todo:

Su vida ya puede excusarse,
Porque ha muerto del todo;
Su trabajo ahora cuenta,
Domesticado para el mundo de ellos,
Como otro objeto vano,
Otro ornamento inútil
[...]
Mejor la destrucción, el fuego.

¿Para qué la poesía, pues? Para nada. "No conozco a los hombres. Años llevo/ De buscarles y huirles sin remedio", escribió en "A un poeta futuro". Pero es inevitable, un lenguaje agónico, una ensoñación polvosa de la Quimera que se derruye. Un lenguaje sin escucha "cosa hermosa, inerme, inoperante", como el Lohengrin que ensueña Luis de Baviera. Apenas queda el frágil consuelo de que, acaso, constituya un lenguaje cifrado, secreto, para la secta de la Quimera. El poeta vivo escribe sólo para poetas futuros, confiando demasiado en que éstos lo escuchen o recuerden como él lo hizo con sus antecesores. Más polvorienta agonía es difícil de concebir: sueños de futuros improbables:

Cuando en hora tardía, aún leyendo
Bajo la lámpara luego me interrumpo
Para escuchar la lluvia, pesada tal borracho
Que orina en la tiniebla helada de la calle.
Algo débil en mí susurra entonces:
Los elementos libres que aprisiona mi cuerpo
¿Fueron sobre la tierra convocados
Por esto sólo? ¿Hay más? Y si lo hay ¿adónde
Hallarlo? No conozco otro mundo si no es éste,
Y sin ti es triste a veces. Ámame con nostalgia,
Como a una sombra, como yo he amado
La verdad del poeta bajo nombres ya idos.


*
"Quería yo hallar en poesía el 'equivalente correlativo' para lo que experimentaba, por ejemplo, al ver a una criatura hermosa (la hermosura física juvenil ha sido siempre para mí cualidad decisiva, capital en mi estimación como resorte primero del mundo, cuyo poder y encanto a todo antepongo)", escribió Cernuda en "Historial de un libro" (1958), sobre el camino que lo estaba llevando, de sus inicios esteticistas, paisajísticos, musicales, casi abstractos, de Perfil del aire —refundido luego como "Primeras poesías" [1924-1927]— y Égloga, Elegía, Oda [1927-1928], hacia una poesía más terrenal y comprometida con el deseo, llena de la emoción surrealista, que sobre todo se logrará en Los placeres prohibidos [1931], un libro de tonos, atmósferas y mecanismos poéticos cercanos a algunos de Neruda y de Aleixandre. La celebración de los muchachos y del deseo carnal:

Diré como nacisteis, placeres prohibidos,
Como nace un deseo sobre torres de espanto,
Amenazadores barrotes, hiel descolorida,
Noche petrificada a fuerza de puños,
Ante todos, incluso el más rebelde,
Apto solamente en la vida sin muros.

La etapa surrealista de Cernuda es la única en que se le encontrarán metáforas oscuras y enigmáticas; luego fue un poeta de sintaxis y versificación hoscas, embrolladas; de léxico a ratos un tanto solemne —monólogos "elevados" (en el sentido retórico de lenguaje alto o noble) como oratorios musicales—, pero siempre nítido: es un poeta racional, de discurso, de poemas con razonamiento y aun con anécdota. Y a diferencia de otros poetas, Cernuda no buscó en ese movimiento un nuevo sistema de mecanismos poéticos, de expresión ni de inspiración, sino fuerza: una nueva intensidad pasional, dirigida menos a descubrir profundas oscuridades íntimas que a alcanzar un poderoso estímulo de rebelión y de protesta. Fue entonces cuando halló ese tono duro, imprecatorio, que irá creciendo y distinguiéndolo a lo largo de su obra:

Extender entonces la mano
Es hallar una montaña que prohibe,
Un bosque impenetrable que niega,
Un mar que traga adolescentes rebeldes.

Aunque también Cernuda tuvo su primavera ideológica durante la defensa de la República Española, siempre descreyó de ideologías y de partidos. Frente a tanto encendido republicano de sus tiempos, parecería un esteta, un discreto (en su obra crítica suele censurar la carga ideológica de los poetas). Sin embargo, su odio a los partidos (el Comunista Español, entre otros), a la iglesia, al Estado, a la academia, a la familia, a los negocios y la riqueza, a la próspera vida establecida y exitosa, fue más radical que el de ninguno de sus contemporáneos. El más antiburgués, hasta los extremos del nomadismo y del ermitañismo, que se le criticaron casi como defectos, casi como una enfermedad de depresión y soberbia, como si el éxito social y el optimismo reglamentario fueran virtudes obligatorias en un poeta. Su ideal de vida joven, pasional y libre, sin otras ataduras que los propios deseos e ideales rigurosos, también parte de su época surrealista. Antes estaban insinuados, ahora se enuncian sus grandes sueños, tan irrealizables como irrevocables:

Si un marinero es mar,
Rubio mar amoroso cuya presencia es cántico,
No quiero la ciudad hecha de sueños grises;
Quiero sólo ir al mar donde me anegue,
Barca sin norte,
Cuerpo sin norte hundirme en su luz rubia.

No son poemas de amor, en el sentido de otros que sí hizo como celebración o lamentación de amores concretos (como "Poemas para un cuerpo", en Con las horas contadas [1950-1956]): son ideales de vitalidad, fuera de los cuales rara vez encontró consolación ni sentido de la vida. Posteriormente, después del surrealismo, con una expresión más clara y reposada, más luminosa, los narró en algunos de sus poemas más hermosos, como "A un muchacho andaluz" y "El joven marino" (ambos en Invocaciones [1934-1935]).
Si la vida carece de justificación y sentido —llámense dinero, familia, prole, prestigio social, indulgencias religiosas— tiene en cambio súbitos, instantáneos frutos prodigiosos, los cuerpos jóvenes, con algo de promesas de dioses griegos y de visiones oníricas enigmáticas y plenas. Cernuda jamás renunció, ni vio críticamente, el ensueño moderno de Grecia como un paraíso de efebos de mármol; a ellos añadió las inspiraciones románticas sobre tal idilio griego, imaginadas especialmente por los poetas alemanes, de Goethe y Hölderlin, a Stefan George y Rilke, sin olvidar desde luego la visión inglesa de Shelley, Keats, Byron. No quiso, no pudo ver a esos dioses juveniles en los laberintos urbanos de Proust, Gide o Genet: los efebos prostibularios, delincuentes, proletarios o llanamente callejeros, sin prestigios míticos. La belleza juvenil estuvo en Cernuda siempre sometida a la forma sagrada de cierta divinidad absoluta de mito romántico inglés o alemán. El Muchacho Andaluz no es un campesino hermoso capaz de tonterías y gastritis, de trampas y delitos, de mentiras y banalidad —no es el chamaco campesino que se obsesiona por una película, que es capaz de golpear y robar por unos zapatos o una parranda, como algunos muchachos de Cavafis y de Auden, como algunos cadetes de Novo—; no, está por entero, plenariamente, bajo el ala de la divinidad: es el mundo en sí, concentrado en su floración mayor: arquetipo y consumación, ideal y origen de una vida exaltada a su potencia más intensa y pasional. Erotismo y visión:

Eras el mar aún más
Tras de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;
Eras la forma primera,
Eras la fuerza inconsciente de su propia hermosura.

Sólo la juventud, sólo la belleza, sólo la visión importan. Todo lo demás resulta gris y fantasmal, irreal, mezquino. El efebo campesino se opone a "los ateridos fantasmas que habitan nuestro mundo"; es la única verdad: "Sola verdad que busco,/ Más que verdad de amor, verdad de vida". Y la gloria del triunfo apolíneo de la juventud contradice, en alusión a Nietzsche, la antivida puritana del cristianismo ("Porque nunca he querido dioses crucificados/ Tristes dioses que insultan/ esta tierra ardorosa...")
Pocas veces los muchachos, su belleza ideal como mito (a diferencia de sus vicisitudes terrenas, a lo Cavafis), ha sido tan apasionadamente cantada, y menos en la poesía en castellano. Aunque en algunas ocasiones, con menor fortuna, tocará la cuerda sentimental del encuentro o la nostalgia, siempre privará la exaltación distante del efebo como visión e ideal, como ensoñación y filosofía de la vida. La pureza y la pasión de estos poemas son formidables, pero un tanto inhumanas y enrarecidas (sensación que aumenta en sus poemas en prosa y en sus tres narraciones manieristas). Cernuda canta al Muchacho Andaluz como a un dios, y no —según ya lo estaba haciendo, por ejemplo, W. H. Auden— como a un compañero, todo lo espléndido en su edad y su belleza que se quiera, pero completamente terrenal y moderno. Cernuda carece del sentido del humor, del sentido del juego, del sentido de la camaradería de otros entusiastas de los dorados muchachos (en novela, Christopher Isherwood; Tennessee Williams en teatro). Y siempre, desde muy temprano, hay en el canto de Cernuda la imposibilidad del contacto. Pero una imposibilidad casi metafísica: el encuentro con el efebo es tan imposible como el de un pastor mítico tras una ninfa o una diosa. El propio Cernuda era todavía un muchacho andaluz cuando escribió:

Adiós, dulces amantes invisibles,
Siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.

Lo que desde luego habla del atraso de dos o más generaciones de la cultura y la literatura en castellano, con relación a la inglesa o francesa, en el trato de temas modernos como el amor homosexual. Hay todavía tonos de Shelley y Whitman (y desde luego, de Bécquer) en este poeta que era contemporáneo de Auden, Isherwood y Williams. Pero este aparente anacronismo en relación con otras literaturas no hace sino subrayar su pertinencia en la tradición y la literatura hispánicas, que carecían de todo antecedente importante (Pellicer, Villaurrutia, incluso buena parte de Novo, por ejemplo, son aun más perifrásticos y simbolistas en este terreno). Cernuda tiene en la tradición hispánica la fuerza fundadora de Proust o Gide en la francesa. Es una lástima, sin embargo, que esta ausencia de humor, de cotidianeidad, de verdadero coloquialismo en su trato con el tema de los muchachos, dote a sus grandes poemas, al mismo tiempo que de una pulcra exaltación, de una tristeza dolorosa fundamental: son ideales imposibles de raíz, ausencias inexorables, visiones aéreas que se desvanecen casi en el momento de ser enunciadas; no las vemos como personajes o pasiones posibles en este mundo. Todavía, por más que el erotismo quede explícito, son ángeles, más personajes alegóricos como los hermosos mancebos de las Soledades de Góngora o de la poesía pastoril renacentista que contemporáneos de los "muchachos terribles" de los años veinte y treinta en las literaturas europea y norteamericana.
"El joven marino" lleva esta alegoría a la cúspide. El joven marino, como amante del mar —"tu nadador, tu amigo", diría Borges—, es la vida urgente e insaciable, trastornado en su deseo de vida, más mar que el propio mar, y en su seno y en su abrazo de nadador se precipita:

Cuántas veces te vi,
Acariciados los ligeros tobillos por el ancho círculo
de tu pantalón marino,
El pecho y los hombros dilatados sobre la armoniosa
cintura,
Cubierto voluptuosamente de lana azul como de hiedra,
El desdén esculpido sobre los duros labios,
Anegarte frente al mar en una contemplación
Más honda que la del hombre frente al cuerpo que ama.

Hasta que finalmente:

Y una vez, como rosa dejada,
Flotó tu cuerpo, apenas deformado por las nupciales caricias del mar,
Mas pálidos los labios, lo mismo que si hubieran dado paso
A toda su pasión, el ave de la vida;
Igualmente hermoso así, joven marino,
Desgarradoramente triste con tu belleza inhabitada,
Como cuando tornasolaba la vida tus miembros melodiosos.

Frente a visiones tan exaltadas, las introspecciones del propio poeta no podían ser más desoladoras, casi fúnebres. La vida en el sueño; en el soñador el vacío, la desolación, la muerte. Un fantasma sobre la tierra sueña esas visiones. Sabemos que no siempre fue así en la vida de Cernuda —su estancia en México, por ejemplo, se debió a una pasión florecida—, pero casi siempre es así en su poesía. Dos casos de la poesía del yo, del personaje-soñador: "Soliloquio del farero" (Invocaciones [1934-1935]) y "Lázaro" (Las nubes [1937-1940]).
El poeta se define como un ser de soledad, que ha de apartarse tanto del amor como de la amistad. Va encendiendo los faroles en la calle planetaria y fantasma. Ser en la noche una luna distante para los hombres, para sí mismo. No es el suyo el mundo de los demás. Sólo existe su deseo solitario, su soledad deseosa. Su mayor desgracia sería buscar a los demás. Cuando abandona su soledad traiciona su destino:

Te negué por bien poco;
Por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
Por quietas amistades de sillón y gesto,
Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,
Por los viejos placeres prohibidos,
Como los permitidos nauseabundos,
Útiles solamente para el elegante salón susurrado,
En bocas de mentiras y palabras de hielo.

En "Lázaro" el poeta es un resucitado, que anda entre los vivos con el color y el aroma de alguien robado a la tumba. Había ya escrito en "A Larra, con unas violetas": "Quien habla ya a los muertos/ Mudo le hallan los que viven." Después de haber soñado el sueño de la muerte o el sueño de los dioses, la vida se vuelve irreal, inconvincente, inapetecible.

Encontré el mar amargo, sin sabor las frutas,
El agua sin frescor, los cuerpos sin deseo;
La palabra hermandad sonaba falsa,
Y de la imagen del amor quedaban
Sólo recuerdos vagos en el viento.

Lo que une estas inconciliables figuras del poeta-fantasma y el efebo-sagrado es apenas un aroma o una visión que tirita y se desvanece: tal es la vida. Su absoluto consiste en apurar ese olor, esa visión fugitivas. Tal hondo absoluto —clímax, funeral— es el amor: "Porque alguien, cruel como un dios en primavera,/ Con su sola presencia ha dividido en dos un cuerpo"; o bien:

Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman,
Parece como el viento que se mece en otoño
Sobre adolescentes mutilados...

Dicho de otra manera:

No decía palabras,
Acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
Porque ignoraba que el deseo es una pregunta
Cuya respuesta no existe,
Una hoja cuya rama no existe,
Un mundo cuyo cielo no existe.

En "Por unos tulipanes amarillos" (Invocaciones) se da constancia de tal comunicación, del mensaje de los dioses: la prueba de ese mensaje, como la rosa que Coleridge conservó de su sueño. "Cuando a mí vino, alegre mensaje de algún dios,/ No sé qué aroma joven,/ Hálito henchido de tibieza prematura". El mundo estará lleno de alambradas y de imposibles, de prohibiciones y de muros, de espejismos, pero el contacto instantáneo con el absoluto existe, y tal es la vida a la que canta Cernuda. El momento en que las altas exigencias son colmadas: el amor, el sueño, el ideal, la poesía, el deseo: flor rápida ofrecida por el dios o los dioses:

Con gesto enamorado
Me adelantó los tiernos fulgores vegetales,
Sosteniendo su goteante claridad,
Forma llena de seducción terrestre,
En unos densos tulipanes amarillos
Erguidos como dichas entre verdes espadas.

Entonces:

Tuve tus alas, rubio mensajero,
En transporte de ternura y rencor entremezclado;
Y mordí duramente la verdad del amor, para que no pasara...

Queda la embriaguez, la eternidad de ese absoluto. Porque este Cernuda que dedica la mayor parte de su obra a negar la realidad del amor, de la dicha, de la propia existencia, es el mismo que se había propuesto no transigir en su búsqueda de vida absoluta: "Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien/ Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;/ Alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,/ Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,/ Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu/ Como leños perdidos que el mar anega o levanta/ Libremente, con la libertad del amor,/ La única libertad que me exalta,/ La única libertad por que muero"; y en otro lugar: "Creo en la vida,/ Creo en ti que no conozco aún,/ Creo en mí mismo;/ Porque algún día yo seré todas las cosas que amo:/ El aire, el agua, las plantas, el adolescente".
Cernuda le pedía en fin al mundo el perfume total de la vida, el perfume total del instante pleno, así el largo resto de los años quedase envuelto entre brumas y fantasmas. Gozó de ese perfume, mensaje de dioses, más de una vez. Adicto a él, y a nada más, conciliable con nada más, irguió su más alto heroísmo en los gozadores del amor, los creadores del amor humano. En uno de sus últimos poemas, "Ninfa y pastor, por Ticiano", celebra precisamente al pintor nonagenario que maníaca e inspiradamente sigue pintando, incluso con los dedos, flores de carne: ninfas luminosas. Ticiano, codicioso de la carne del amor hasta sus últimos días. Veamos a su ninfa desnuda:

Desnuda y reclinada, contemplemos
Esa curva adorable, base de la espalda,
Donde el pintor se demoró, usando con ternura
Diestra, no el pincel, mas los dedos,
Con ahínco de amor y de trabajo
Que son un acto solo, la cifra de una vida
Perfecta al acabar, igual que el sol a veces
Demora su esplendor cercano el ocaso.

Y cuánto había amado, había vivido,
Había pintado cuando pintó ese cuerpo:
Cerca de los cien años prodigiosos;
Mas su fervor humano, agradecido al mundo,
Inocente aún era en él, como en el mozo
Destinado a ser hombre sólo y para siempre.

Cernuda vio el cuadro Ninfa y pastor, de Ticiano, pleno de ese aéreo y dorado mensaje de los tulipanes amarillos. Plena de fervor, de la misma manera destaca la obra poética de Cernuda, aun en su contradicción de imposibilidad y deseo, de realidad y de espejismo. Aun en sus denuncias del mundo y la humanidad inhabitables. Sus poemas de amor o de tristeza, de cólera o reflexión, pintados con los dedos, en que se demoró con diestra ternura o rabia "Con ahínco de amor y de trabajo/ Que son un acto solo, la cifra de una vida/ Perfecta al acabar..." Aunque fue propio del carácter de Luis Cernuda no esperar la avanzada vejez. Murió poco después de sus sesenta años.

*
A partir de su estancia en Inglaterra, donde se refugió a la caída de la República, aparece un tono nuevo, el tono definitivo de Luis Cernuda: ya no el impulso desbordado, lleno de imaginería surrealista, de Los placeres prohibidos; ni el anterior de sus primeros poemas y de Égloga, oda, elegía, que retomaba la claridad, el color, el ritmo de los poetas clásicos españoles del Renacimiento. Ahora será un tono duro y hosco, con una versificación que no siempre sigue al sentido de la sintaxis, sino que a veces parece oponérsele, desvertebrarlo mediante encabalgamientos; Cernuda coloca verbos, adverbios y adjetivos en lugares poco naturales dentro de la frase, omite artículos, forma pequeños laberintos con las oraciones subordinadas; este tono queda así dotado de una especie de solemnidad, como monólogo u oratorio rituales (así el rito sea la ira), y evita la comprensión inmediata, como si adrede se dirigiese exclusivamente a la relectura. Tienen con frecuencia la pureza y el hieratismo de antiguos poemas sagrados. Son recursos retóricos otras veces usados por poetas españoles (especialmente Góngora y los barrocos), pero si en otras ocasiones buscaron el lujo, los juegos de ingenio, el color, la música, Cernuda los asume ahora para crear una fuerza desnuda, dura, introspectiva en sus poemas, cada vez más reflexivos. Por ejemplo esta estrofa de "Vereda del cuco":

Un desear atávico te atrajo
Aquí, madura la mañana,
Niño, ya no, ni hombre todavía,
Con nostalgia y pereza
De la primera edad en huirnos;
E indeciso tu paso se detuvo,
Distante la corriente,
Mas su rumor cercano,
Hablando ensimismada,
Pasando reticente,
Mientras por esa pausa tímida aprendías
A conocer tu sed aun inexperta,
Antes de que tus labios la aplacaran
En extraño dulzor y en amargura.

La nueva poesía española, triunfal con los éxitos de Alberti, Diego y Lorca, caminaba hacia el dispendio de colorido, popularismo y juegos de ingenio; Cernuda, a contracorriente, busca el contrapunto, el silencio, los claroscuros: "Pronto hallé en los poetas ingleses, dice en 'Historial de un libro', algunas características que me sedujeron: el efecto poético me pareció mucho más hondo si la voz no gritaba ni declamaba, ni se extendía reiterándose, si era menos gruesa y ampulosa. La expresión concisa daba al poema contorno exacto, donde nada faltaba ni sobraba, como en aquellos epigramas admirables de la antología griega. Aprendí a evitar, en lo posible, dos vicios literarios que en inglés se conocen, uno, como pathetic fallacy (creo que fue Ruskin quien le llamó así), lo que pudiera traducirse como engaño sentimental, tratando de que el proceso de mi experiencia se objetivara, y no deparase sólo al lector su resultado, o sea, una impresión subjetiva; otro, como purple patch o trozo de bravura, la bonitura y lo superfino en la expresión... Algo que también aprendí de la poesía inglesa, particularmente de Browning, fue proyectar mi experiencia emotiva sobre una situación dramática..." Enseñanza del monólogo poético que también recibió Borges del autor de The Ring and the Book.
Enseguida vino la influencia alemana, especialmente de Hölderlin y otros románticos alemanes, que dotaban a la poesía de una pureza y una ambición filosóficas de introspección profunda y aun de videncia, totalmente inusitadas en castellano, y de cualquier manera extrañas en la mayoría de las literaturas modernas: "A partir de la lectura de Hölderlin había comenzado a usar en mis composiciones, de manera cada vez más evidente, el enjambement, o sea el deslizarse la frase de unos versos a otros, que en castellano creo que se llama encabalgamiento. A veces ambos pueden coincidir, pero otras diferir, siendo en ocasiones más evidente el ritmo del verso y otras de la frase. Este último, el ritmo de la frase, se iba imponiendo en algunas composiciones, de manera que, para oídos inexpertos podía prestar a aquéllas aire anómalo. Alguien no muy perspicaz en cuestiones poéticas llegó a decirme en Londres que yo había dejado de escribir en verso". No "alguien"; muchos lectores de poesía castellana —precisamente cuando la nueva poesía castellana redescubría los viejos encantos del romancero y del cancionero, o de los juegos de ingenio y del folklore a lo culto— encontraron la nueva poesía de Cernuda gris, embrollada, discursiva, disonante... Hoy en día incluso, resulta difícil para el lector corriente apreciar otros poemas de Cernuda que no sean los surrealistas, los cantos de los muchachos, o las recriminaciones a su patria y a los hipócritas de la vida y la cultura; el gran resto de su poesía queda un tanto difusa o enigmática en una primera lectura, parecería que "no es poesía". Por ejemplo, en "Noche del hombre y su demonio":

Después de todo, ¿quién dice que no sea
Tu Dios, no tu demonio, el que te habla?
Amigo ya no tienes si no es éste
Que te incita y te despierta, padeciendo contigo,
Mas mira cómo el alba a la ventana
Te convoca a vivir sin ganas otro día.
Recuerda la sonrisa y, como aquel que aguarda,
Álzate y ve, aunque aquí nada esperes.

Todo ello llevaba a erigir a Cernuda en el héroe de lo antipoético: estilo duro y gris, pensamiento crítico y agrio, pesimismo existencial, capacidad de injuria y aun de blasfemia. Además, no deja de insistir en que la vida es fraude, y que no queda otra posición digna que el desabrimiento, salvo encendidos instantes entregados a la ensoñación y el deseo. No era el poeta como cantaor de la vida, del arte ni de las ideologías. El pensamiento fue ocupando mayor espacio en su poesía —poemas como meditaciones radicales—, que cuando no se abismaba en las airadas madrugadas del alma desapegada de la vida, se solazaba en paisajes silenciosos, iluminados con tintas mentales ("El chopo"): el alma noble después de la muerte:

Luego brote inconsciente, revestida
Del tronco esbelto y gris, con ramas leves,
Todas verdor alado, de algún chopo,
Hijo feliz del viento y de la tierra,
Libre en su mundo azul, puro tal lira
De juventud y amor, vivo sin tiempo.

Sin duda, esta nueva seriedad de entonación en Cernuda —quien siempre fue un poeta serio, pero que ahora, además, asumía beligerantemente esta actitud—, que aparece ya entera en Como quien espera el alba [1941-1944], y persistirá en Vivir sin estar viviendo [1944-1949], Con las horas contadas [1950-1956] y finalmente en Desolación de la Quimera [1956-1962], no era tan sólo necesaria, sino imprescindible, para el papel de víctima iracunda de la sociedad, de fiscal escarnecido del mundo que, en la mejor tradición del romanticismo alemán, asigna al poeta moderno. Es el tono para maldecir su propia lengua, a sus propios paisanos:

Si vuestra lengua es la materia
Que empleé en mi escribir y, si por eso,
Habréis de ser vosotros los testigos
De mi existencia y su trabajo,
En mala hora fuera vuestra lengua
La mía, la que hablo, la que escribo.
Así podréis, con tiempo, como venís haciendo,
A mi persona y mi trabajo echar fuera
De la memoria, en vuestro corazón y vuestra mente.

Sin duda, de todos los muchos poetas que sufrieron el exilio y la enemistad de la España triunfadora, fue Cernuda quien la imprecó más salvaje, justiciera y memorablemente: "Así ocurre en tu tierra, la tierra de los muertos,/ Adonde ahora todo nace muerto,/ Vive muerto y muere muerto;/ Pertinaz pesadilla: procesión ponderosa/ Con restaurados restos y reliquias,/ A la que dan escolta hábitos y uniformes [..] La historia de mi tierra fue actuada/ Por enemigos enconados de la vida..." ("Díptico español"). O bien esta estrofa de "Ser de Sansueña":

La nobleza plebeya, el populacho noble,
La pueblan; dando terratenientes y toreros,
Curas y caballistas, vagos y visionarios,
Guapos y guerrilleros. Tú compatriota,
Bien que ello te repugne, de su fauna.

Isaías, Juvenal, Hölderlin. Es el poeta que en su madurez ya no encumbra los "placeres prohibidos", que los encuentra tan "nauseabundos" como los permitidos, unidos todos en un envilecimiento general de la carne y los espíritus. El que vocifera su odio contra la familia, incluso contra la propia y el propio engendramiento:

Suya no fue la culpa si te hicieron
En un rato de olvido indiferente,
Repitiendo tan sólo un gesto trasmitido
Por otros y copiado sin una urgencia propia,
Cuya intención y alcance no pensaban.
Tampoco fue tu culpa si no les comprendiste:
Al menos has tenido la fuerza de ser franco
Para con ellos y contigo mismo.

La verdad, así como el desengaño y el distanciamiento del mundo se vuelven en Cernuda requisitos indispensables del poeta ("A odiar entonces aprendiste el amor que no sabe/ Arder anónimo sin recompensa alguna"), el poeta ha de escribir para nadie, para nada, sin para qué: su expresión es inevitable y estéril ("La soledad poblé de seres a mi imagen/ Como un dios aburrido”), en una ruinosa nobleza de Quimera: "soy, sin tierra ni gente,/ Escritor bien extraño; sujeto quedo aún más que otros/ Al viento del olvido que, cuando sopla, mata". Lejos de asumirse como el portador de las palabras de la tribu, encarna el destino del portador de la maldición justiciera: "Alguna vez deseó uno/ Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela./ Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla".
Más que en otros poetas, se dio en Luis Cernuda el afán y el castigo del absoluto. Ideales y deseos tan alzados le impidieron toda claudicación, toda negociación, toda conciliación con la realidad. En ello se parece —y precedió— a los poetas jóvenes de los años cincuenta y sesenta, a su vez iracundos e inconciliables, como Delmore Schwartz, Dylan Thomas, algunos beatniks. No fue él un joven terrible que se convierte en adulto académico y próspero, y en viejo rico y laureado. Conservó su terrible radicalismo juvenil hasta el final, a costa incluso de volverse la propia vida incómoda, impracticable. Cómo no echar de menos, cómo no desear para Luis Cernuda algunos momentos de comodidad amorosa en la tierra, como los de Auden o de Cavafis; lo mismo podríamos decir de otros autores radicales. Su heredad es el soplo de la Quimera, la visión crítica del mundo; el volverse enemigo de la realidad detestada y, como un Lázaro, sentirse un muerto insepulto entre vivos insufribles. Quedaban algunos paisajes (hay mucha botánica en Cernuda, casi siempre con simbología metafísica), y los efebos abstraídos de su cotidianeidad y de su terrenalidad, elevados a un cielo mitológico:

Qué dulce hubiera sido
En vuestra compañía vivir un tiempo:
Bañarse juntos en aguas de una playa caliente,
Compartir bebida y alimento en una mesa,
Sonreír, conversar, pasearse
Mirando cerca, en vuestros ojos, esa luz y esa música.

Seguid, seguid así, tan descuidadamente,
Atrayendo al amor, atrayendo al deseo.
No cuidéis de la herida que la hermosura vuestra y vuestra
gracia abren
En este transeúnte inmune en apariencia a ellas.

La literatura moderna, sobre todo la poesía, abunda en casos de personajes maduros y razonables que domestican sus ilusiones juveniles, meten su capacidad de crítica y de ideal a la jaula de oro de los canarios, y posan cómodamente en la vida y la historia literarias, como miembros sonrientes del consejo de administración de un banco. Cernuda escogió el camino aparte, por un baldío en el que reina solo, donde su voz es única e irrenunciable. De él, como otros muy pocos nombres famosos, se puede decir que conoció la poesía auténtica, que contra lo que dicen los periodistas culturales, es bastante escasa en nuestro siglo.
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(1) Se trata, además, de una referencia a Rilke, a sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge: este verso aparece en un tapiz de tema mitológico: una isla azul sobre fondo rojo, una dama con animales heráldicos, una tienda de damasco azul y oro. "¿Has descubierto el verso encima de la tienda? Puedes leer: 'A mon seul Désir'".

1 comentario:

J.García dijo...

La poesía fue el único reducto que quedó en el nuevo mundo racional de la vieja tradición contemplativa y mística europea.
Reducto imposible y melancólico, buscar lo trascendente en un paradigma intrascendente.
Cernuda lo expresa perfectamente :
"Los elementos libres que aprisiona mi cuerpo
¿Fueron sobre la tierra convocados
Por esto sólo? ¿Hay más? Y si lo hay ¿adónde
Hallarlo? No conozco otro mundo si no es éste"