domingo, 5 de julio de 2009

MISHIMA: EL CISNE DEGOLLADO

MISHIMA: EL CISNE DEGOLLADO [EL MAR DE LA FERTILIDAD]
Por José Joaquín Blanco


El 25 de noviembre de 1970, Kimitake Hiraoka, conocido por su seudónimo de escritor, Yukio Mishima, se introdujo a la comandancia general del ejército japonés con un pequeño grupo de jóvenes, a quienes se consideraba inofensivos, a pesar de que vestían uniforme y hacían prácticas militares. Mishima era un novelista famoso y excéntrico, y se creía que simplemente se divertía con un ejército de juguete, de teatro, una especie de boy-scouts a lo samurai, que jugaban a la restauración del Japón tradicional, por el cual sentía el novelista una curiosa nostalgia —curiosa, porque Mishima era a la vez el más occidentalizado de los autores japoneses. En su país se le acusaba de montparnassiano, de hollywoodense. Hay algo de estrella frívola —exhibicionismo, narcisismo, provocar-por-provocar, la travesura por la travesura— en su personaje y en su literatura, a la manera de Cocteau o de Capote, de Mailer o de Genet, de Wilde o de Dalí.
El comandante general lo recibió con cortesía, para admirar un sable muy antiguo. Mishima y sus jóvenes lo secuestraron en su propia oficina, lo ataron; exigieron que las tropas (800 soldados) de ese edificio se reunieran bajo un balcón y las arengó a revivir la tradición militar japonesa y el culto al emperador como a Dios, anterior a su rendición en la Segunda Guerra Mundial —esa rendición había acabado con la personalidad divina del emperador y con el militarismo como esencial estructura del Estado japonés. El emperador dejó de ser dios; Japón primero fue ocupado, y su nueva constitución, impuesta por los norteamericanos, prohibía explícitamente un ejército ofensivo: su única función era el orden y la defensa internos. Mishima quería un Dios-Emperador y un ejército beligerante. (Meses antes, la constitución impuesta por los Estados Unidos al fin de la guerra había sido confirmada y prorrogada). Las tropas abuchearon a Mishima, como a un loco de atar.
Después de ese discurso, que fue grabado por la televisión, el novelista-prócer se suicidó a la manera de los samurais, que en Occidente se conoce generalmente como jarakiri, despanzurramiento, aunque los japoneses prefieren una palabra ritual y eufemística: sepukku; no logró el suicidio perfecto del samurai —el limpio corte del vientre y del pecho, hasta el cuello, por propia mano—, y uno de sus compañeros tuvo que ayudarlo piadosamente a morir, para impedir una dolorosísima agonía prolongada: lo degolló.
A pesar de haber ensayado en el teatro, en el cine, en varios cuentos y novelas, el suicidio perfecto, no lo consiguió: el cisne Mishima no se arrancó el estómago con el pico; técnicamente Mishima no fue plenamente un suicida: el golpe de su muerte fue ajeno, murió rematado por su camarada Furu-Koga. Su cabeza quedó por ahí, rodando, como un trozo de cualquier cosa. En sus novelas (Iinuma padre, en Caballos desbocados; Toru en La descomposición del ángel) trata despiadadamente a los suicidas fallidos. Alguna vez, en El templo del alba, un personaje asiste al sacrificio de un cabrito a la sanguinaria diosa Kali —diosa de la destrucción, de la muerte, de la crueldad, de los sacrificios humanos—, en su templo de Calcuta: la espada degüella al animal, y el cuerpo sin cabeza sigue contorsionándose —todas las patas, el pecho—, como un péndulo que lentamente llega a la fijeza, a la muerte.
Esa mañana, antes de partir a la comandancia, había dado por terminada una tetralogía novelística titulada El mar de la fertilidad, a la que consideraba su obra maestra; está formada por las novelas Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La descomposición del ángel, en las que había estado trabajando por cinco años. Había anunciado que al concluirla debía suicidarse: después de la perfección, el vacío, la muerte. "Todo El mar de la fertilidad es un testamento. Su título, por lo demás, muestra que este hombre tan viviente ha tomado sus distancias con respecto a la vida", dice Yourcenar.
Ciertamente la perfección de la tetralogía puede cuestionarse; en todo caso, una perfección fatigada o apresurada. Los defectos son ostensibles, de modo que no se puede hablar de descuido, ni de torpezas o errores involuntarios. El último tomo, por ejemplo, La descomposición del ángel, está lleno de espacios muertos que en nada ayudan a la anécdota ni al ritmo, simples escenas de relleno, como las reiteradas descripciones marinas, además de un diario del protagonista antiintelectual que se antoja más letrado y "escrito" (pedante, descarado) que las memorias de un filósofo ultraexistencialista; en El templo del alba se incrusta crudamente un largo tratado superficial de budismo, en todo semejante a un artículo de divulgación, y se pierde mucha intensidad y ritmo en páginas inanes de novela de consumo, como conversaciones banales de clase media junto a una alberca y disquisiciones premeditadamente seudointelectuales sobre los jaikú y la literatura pornográfica entre el demi-monde de Tokio, además de discursos de maldad programada e intrigas de perversión tipo Laclos o Sade, apenas elaboradas; en Caballos desbocados hay otro enorme tratado hecho caber a fuerzas, sobre la ideología samurai de los primeros opositores a la modernización Meiji... Mishima tenía prisa, o bien descreía finalmente del rigor y del cuidado de la proporción y del ritmo, tan obsesivos en algunas de sus obras anteriores.
A un cuarto de siglo de distancia, el show espectacularmente martirológico de Mishima parece menos propio del artista o de una conciencia moral o política, que de la gran publicidad que siempre rodearon a su obra y a su figura. Una efeméride con mucho de asombroso y algo de repulsivamente estúpido. Mishima destruyó su cuerpo con la actitud de profunda desesperación y de sonámbula estupidez con que su monje tonto incendió El templo del pabellón de oro. La metafísica de la destrucción es estúpida —suponer que el mero hecho de destruir implica, automáticamente, un renacimiento y un mejoramiento inevitables, o un castigo útil al universo o al mundo o a la gente, o siquiera a uno mismo. Hay snobs que admiran a Mishima por su espectacular autodestrucción, que no fue sino una desgracia; lo importante, desde luego, son sus magníficas creaciones literarias.
Por lo demás, Mishima se cuenta entre los autores a quienes la literatura, por grande que fuera en ellos, no les satisfacía plenamente: querían ser profetas, estrellas, mártires, vedettes polimorfos mundiales. Mostró sus intestinos como años antes su cuerpo narcisista, al que había logrado “construir” como el de un modelo de pesas o calzoncillos, con gimnasia y artes marciales; apareció en películas comerciales malísimas para imprimir su rostro en close up, como cualquier Bruce Lee que mordiera una rosa; retó extravagantemente, con argumentos delirantes, a los estudiantes izquierdistas en una universidad para comerse un poco el manjar de Sartre, pensador de multitudes, imán de odios ideológicos; se diría que se pretendió más torero que Hemingway, más aviador que Saint-Exupéry y Malraux, más pistolero y coronel que Siqueiros; se propagandizó a la vez como homosexual de cuartel y como ejemplar marido y padre de familia: Genet y Daddy Dearest. Escribió, nomás para molestar al antiguo aliado de los nazis y ahora aliado y protegido exultante y metódico de los norteamericanos —para hacerle difícil al Japón su nueva imagen—, un panfleto irónico titulado Mi amigo Hitler; vino a México en busca de Dolores del Río, para no sé qué película de purísimo arte No; se enorgullecía de que los uniformes militares de su ejército privado estuvieran tan bien cortados como los de De Gaulle.
Un afán de existencia pública sin límites, típica de una diva de la era McLuhan. Hubiera querido cámaras dentro de la oficina donde se acuchilló los intestinos. Serlo todo al mismo tiempo, pero a la Andy Warhol, en pantallas, periódicos, libros, escenarios, chismes, televisión, revistas ilustradas. Su suicidio fue uno de los últimos delirios del arte pop-op-camp de los sesentas, más que un ritual samurai.
Al suicidarse, Mishima estaba compitiendo con el beso de Humphrey Bogart e Ingrid Begman en Casablanca, con las faldas de Marilyn Monroe levantadas sobre el respiradero del metro en La comezón del séptimo año; con el grito "¡Stella!" de un Kowalski-Marlon Brando en camiseta sucia de sudor y de diesel, en Un tranvía llamado deseo; con Sartre cuando encabezaba manifestaciones maoístas, con Norman Mailer preso en las manifestaciones contra la guerra de Vietnam; con todos los cuadros que pintan el martirio de san Sebastián y la crucifixión de Cristo; con los strip teases de Brigitte Bardot, con la rudeza de supermacho de James Bond, John Wayne o Charlton Heston; con las escenas de llanto de James Dean y Montgomery Clift. Quiso ganarles a todos los bonzos de una buena vez. Y a todo el éxito turístico del Japón: ser más japonés que la publicidad de la Kodak; ser más emblema japonés que las películas o series televisivas del tipo de Shogun; ser más Kurosawa que las películas de Kurosawa. Bueno: cada quien sus chifladuras; lo grandioso es que le dio tiempo para escribir, antes de los 45 años, más de 250 títulos, reunidos en 36 tomos de Obras Completas. Sus obras consideradas maestras o magníficas de modo unánime, en todas las lenguas, son más de diez. Tal vez, de una forma misteriosa, esa personalidad y esos atavismos ayudaron a tan prodigiosa labor creativa.
Abundan en Occidente biografías de Mishima, y ensayos sobre su literatura (especialmente el de Marguerite Yourcenar, Mishima ou La visión du vide, pero también los de Scott-Stokes, Nathan, y la verborrea de Henry Miller). Durante todos estos años, más bien, han acendrado su valor los primeros títulos de Mishima que le ganaron fama y admiración tanto en su país como en el extranjero: las Obras de teatro No, Madame de Sade, y relatos y novelas como Confesiones de una máscara, El sonido de las olas, Colores prohibidos, El templo del pabellón de oro, El marinero que cayó de la gracia del mar, Sed de amor, Después del banquete, etc. En 1979 recopilé en mi libro de ensayos Retratos con paisaje (Universidad Autónoma de Puebla) un estudio sobre estas novelas de Mishima; ahora me propongo comentar la tetralogía El mar de la fertilidad. En estos quince años mi admiración por Mishima no ha amenguado.


NIEVE DE PRIMAVERA
Nieve de primavera es casi una novela lírica, a la manera de algunas de Rilke, Hesse, Gide, Woolf: es decir, un relato que aspira tanto en su anécdota como en su escritura a las virtudes del poema lírico, semejante a las bellas historias impresionistas de Kawabata (Lo bello y lo triste, El país de la nieve, El maestro de Go). Es probable que las versiones occidentales no trasluzcan siquiera la belleza de la prosa mishimiana, y tengamos que conformarnos con el trazo de su trama. De hecho, en Mishima como en cualquier otro novelista japonés, el lector occidental suele incomodarse ante la abundancia y la reiteración de motivos paisajísticos, de flores, de olas, de aves, de crepúsculos, que en traducción suenan meramente ornamentales, si no cursis, la mayor parte de las veces. Los momentos líricos resultan imposibles de traducir, sobre todo si quienes traducen no son poetas, sino meros profesores universitarios de japonés que no conocen otro lirismo que el de House & Garden y las revistas de modas. Parecen mala poesía Belle époque europea. Puro D'Annunzio. "Aghh, aquí viene otro crepúsculo, otro crisantemo, otra luna sobre el río, otro estampado de grullas en un kimono, otro jarrón, otro jaikú sobre la cumbre nevada del monte Fuji", se descubre protestando el lector occidental.
La perspectiva lírica es doble en Nieve de primavera: se canta a una juventud absoluta —la belleza y la pasión nuevas, virginales, radicales, de un muchacho perfecto, floreciente— y, al mismo tiempo, al Japón perdido de principios de siglo, hacia 1912-1914, los principios de la nueva era, la era Taisho de grandes calamidades. En esa época aún parecía que Japón había triunfado completamente en unas cuantas décadas (la triunfadora era Meiji): sin perder su esencia, se había occidentalizado al grado de vencer en la guerra al imperio ruso. Durante esos años Japón conservó y multiplicó, afluentemente, sus jardines, palacios, vestidos, objetos tradicionales, a los que Mishima canta con gran nostalgia. Poco tiempo después, la modernización arrasaría con los vestigios del pasado; y Japón iría sufriendo, como todas las potencias occidentales, la depresión económica y la inestabilidad política de los años treinta, el fascismo, la guerra; luego, la derrota, y la norteamericanización intensiva del vencido-vencedor que hoy conocemos. Mishima entona en Nieve de primavera el canto del cisne del viejo Japón de refinados aristócratas que se esmeraban en hacer un arte exquisito y riguroso de sí mismos, de sus casas, de sus templos y jardines, de su comida y hasta de sus tedios. A lo largo de la tetralogía, como en Los Buddenbrook o en En busca del tiempo perdido vemos transcurrir las épocas, las generaciones, los paisajes; es la historia de más de medio siglo japonés.
Curioso cruce de influencias entre Japón y Occidente en nuestro siglo. Las literaturas europeas tomaron del Japón elementos para su vanguardia (estilización, miniaturismo, simbolismo extremados, y algunas truculencias), mientras que el Japón absorbió con verdadero frenesí aquello que el arte occidental ya no deseaba: el realismo, el psicologismo, el melodrama. Apollinaire imita a Basho precisamente cuando los jóvenes poetas narradores japoneses imitaban a Anatole France. Técnicamente, las historias de los mayores autores japoneses de nuestro siglo —Ogai Mori, Ryunosuke Akutagawa, Riichi Yokomitsu, Ango Sakaguchi, Osamu Dazai, Junichiro Tanizaki, Yasunari Kawabata— refieren con frecuencia a Maupassant, a Zola, a Wilde. Probablemente el novelista japonés que mejor dominó este sistema realista o melodramático, la plot de la novela europea, fue Mishima, y en sus mejores momentos vemos el antiguo arte de novelar europeo con insólita frescura moderna, como en Sed de amor, El marinero que cayó de la gracia del mar.
Sin embargo, el lector occidental de la tetralogía El mar de la fertilidad, corre el riesgo de fastidiarse y de considerarla simplemente absurda, y mal tramada. En efecto, los personajes no son congruentes y verosímiles según los códigos del realismo psicologista contemporáneo; las peripecias a ratos se ven más que traídas de los pelos. Es que se trata de otra manera de novelar: Mishima busca presentar simultáneamente personajes y tramas realistas, con tipos y procesos simbólicos. Novela y fábula entreverados, con un misterioso resultado híbrido. A veces se antojan personajes estilizados de estampa japonesa: el Joven, el Bello, el Viejo, el Apasionado, la Lúbrica, el Reflexivo, el Violento, el Suave, el Áspero; los episodios con frecuencia se trazan como emblemáticos caminos espirituales interiores: la Reencarnación, la Iluminación, la Desesperación, la Búsqueda de la Pureza, la Lealtad, el Libertinaje, etc. Para nuestra manera de leer novelas parece algo raro, híbrido, poco convincente, aunque generoso en momentos de impacto y gran belleza. De hecho se trata de un mar de la fertilidad que ni es mar, ni es fértil, ni está en nuestro planeta: es una árida y seca región lunar, llamada así con la extravagancia con que se ha urdido toda la cartografía de la luna.
En Nieve de primavera un chico y una muchacha de la nobleza son amigos desde la infancia, hijos de familias muy relacionadas; crecen como hermanos, se apasionan en la adolescencia. No necesitaban sino contestar sí, cuando se les preguntó, para llegar a la boda tan deseada en medio de la felicidad y de la fiesta de todos. Pero el chico, Kiyoaki, ha sido escogido por su autor para ser algo más que un personaje: es el símbolo de toda una existencia humana consagrada al amor, de toda la belleza y la juventud encaminadas a ser abatidas por el ramalazo de un amor brutal, radical. El amor propicio no le sirve, lo quiere imposible y fatídico. Es menos personaje que emblema.
Hace todo cuanto puede para distanciarse de la muchacha, se niega a casarse con ella, le deja de hablar, se le esconde. Entonces la muchacha se compromete con un príncipe, familiar del emperador. En Japón, comprometerse con la familia del emperador era un acto religioso, esencial, pues toda la ley y los profetas japoneses se resumían en vivir para el emperador. Entonces Kiyoaki decide recobrar a la muchacha a escondidas, dejarle huellas dolorosas e infamantes de su amor (a lo Radiguet), poseerla sacrílegamente, embarazarla, etc. Cometer el peor pecado para un japonés: profanar al emperador. Porque sí, un tanto como fatalidad, y otro tanto como acto gratuito. La maldad amorosa de Kiyoaki muestra señales de la maldad-de-la-libertad del Lafcadio de Gide (de hecho, hay todo un proceso judicial sobre el crimen tipo acto gratuito, de una mesera, Tomi Masuda).
Se desencadena una tragedia no sólo amorosa, sino religiosa y política. La chica es obligada a abortar, se planea instruirla para que engañe a su marido imperial en la noche de bodas, con cierta técnica japonesa para fingir la virginidad. La chica huye al convento, profesa. El muchacho trata de penetrar al monasterio budista, hermosamente situado en la cumbre de una montaña nevada, como un ascenso a la muerte en la nieve, y muere de una neumonía oportunamente contraída durante el intento. Toda esta estampa ejemplar está rodeada de sirvientes, geishas, aristócratas, ritos y paisajes del Japón clásico. Y su estética aparece compendiada en una de las primeras escenas: la vista idílica de una cascada de jardín japonés donde aparece, no contradiciendo sino apoyando la composición, el cadáver de un perro. En la belleza debe jugar un rol protagónico la fealdad; en la pureza, la corrupción; en el amor: la ira, el odio, el despecho... La cascada perfecta ha de tener su perro muerto. Hay que beber el agua de la vida en el cráneo de un difunto.
Las escenas de amor carnal, sacrílego, entre los jóvenes son descritas minuciosamente. Por ejemplo: "Nadie podía verlos, pero los rayos de la luna, infinitamente fragmentados sobre la superficie del mar, eran como millones de ojos. Ella miró hacia las nubes suspendidas en el cielo y hacia las estrellas que parecían rozar sus bordes. Ella podía sentir las pequeñas, firmes tetillas de Kiyoaki tocando sus pezones, jugando a frotarlos en un cepilleo, finalmente empujando, encajándolas contra la rica abundancia de sus pechos. Era un toque muchísimo más íntimo que un beso, algo como la juguetona caricia de un animal joven. Una dulzura intensa revoloteaba sobre los bordes de sus percepciones. La inesperada familiaridad, cuando los bordes mismos, las extremidades de sus cuerpos se frotaron, la hizo pensar en las estrellas chispeando entre las nubes, aunque sus ojos estaban cerrados".
Kiyoaki debe morir a los veinte años, apenas realizado su amor, y realizado de la peor manera, para erigirse como emblema de una juventud consagrada a la pasión y fulminada por ella. De hecho, tuvo que conseguir a su amada con los recursos más viles, para que su amor, vuelto imposible, pudiera aspirar a la categoría de pasión, y no de un mero matrimonio normal.
Con Kiyoaki aparece un compañero curioso, que lo observaba todo el tiempo y desde cuya perspectiva —aunque la novela está narrada en tercera persona— se cuenta su historia: Honda, un muchacho sin belleza, sin pasión, casi sin juventud, dedicado a los estudios, a la prudencia, a la reflexión juiciosa. Este compañero, Honda, se convertirá en el espectador que una las cuatro tablas del biombo de El mar de la fertilidad, a partir de una coartada que resulta ridícula, infantil, para un lector occidental de novelas, pero que al parecer tiene tradición y profundidad en las fábulas del Japón: la reencarnación, no como teoría, sino como experiencia realista y melodramática que se pretende novelísticamente verosímil en pleno siglo veinte. Honda advirtió que Kiyoaki tenía tres lunares juntos bajo un brazo: en las otras tres novelas encontrará otras tantas personas con otros tantos lunares en ese sitio, y decidirá que son reencarnaciones sucesivas de su amigo, de 1914 a 1974, tres avatares de veinte años exactos cada uno. Dedicará su vida a seguirlos.

CABALLOS DESBOCADOS
El primer avatar de Kiyoaki será un adolescente campeón de kendo, descubierto por Honda en 1932, casi dieciocho años después de la muerte de aquél, durante un ritual en honor del Dios Salvaje en un templo de shinto (la religión tradicional del Japón). El lector de Mishima (por ejemplo, Confesiones de una máscara), sabe que cuando se juntan violencia, salvajes gritos de ataque, entrechocar de las armas, gestos crispados de coraje, los esfuerzos, espasmos y gemidos de la lucha que recuerdan, magnificados, a los del amor; los jóvenes y hermosos cuerpos masculinos sudorosos —pies desnudos, uniforme y aparejos de guerrero—, trabados en combate, y alguien ávido, inteligente o morboso que espíe, y alguna coartada simbolista del tipo vida-muerte, pasión-cerebro, sol y acero, invariablemente se producen páginas de antología mishimiana.
El antiguo compañero de estudios de Kiyoaki es ahora un juez prestigioso de treinta y siete años, pacífica y tibiamente casado, sin hijos —su matrimonio resultó naturalmente desganado y estéril—, sin apetitos, sin mayor arraigo en la vida que unas cuantas reglas y costumbres grisáceas. Un fantasma con la toga de la ley. El tradicionalista Mishima en realidad está siguiendo a D. H. Lawrence: Honda es el cerebro muerto frente a la vida plena de muchachos no-cerebrales, de pasión pura. Descubre en Isao, el campeón de kendo, hijo de un fascista venal, la vida encendida, pero con una luz escandalosa: es apasionado hasta el fanatismo, hasta el terrorismo. Caballos desbocados conforma la épica de un terrorista radicalmente virtuoso, que se opone al egoísmo y a la corrupción desaforadas del ejército, los empresarios y la burocracia japonesas de los años treinta. El Establishment económico-político-militar como mafia corruptísima, el Zaibatsu.
Unas cuantas lecturas radicales, terroristas, especialmente un relato de algunos samurais del siglo XIX (1873) que se opusieron a la modernización del Japón de la era Meiji, se rebelaron contra el ejército —al que acusaban de engañar, defraudar y secuestrar al emperador—, perdieron y se sacrificaron con el jarakiri, lo han hecho soñar con una moderna sublevación de estudiantes, en los años treinta, contra los capitalistas y burócratas pro-occidentales del Japón, que vendían su país a cambio de divisas y mantenían a su gente en una atroz miseria típica de los años de la depresión. Isao, en opinión de Mishima, es el héroe puro, absolutamente virgen, furiosamente virgen, en todos sentidos, manipulado por adultos perversos ("He aquí una cara que nada conoce de la vida. Una cara como nieve recién caída, sin (conciencia de lo que hay más adelante"); quizá el lector piense que también es el héroe virginalmente tonto, la carne de cañón que siempre encuentran los poderosos astutos.
Isao organiza la rebelión con unos amigos, es delatado (sabremos luego que lo delatan su padre y la mujer que ama), va a dar a la cárcel. Honda renuncia a su papel de juez para retomar sus funciones de abogado particular, defiende a Isao, logra liberarlo... pero el chico no puede pensar ni escarmentar, porque no es un personaje vivo, sino un tipo fijo de estampa: apenas fuera de prisión, vuelve a las andadas, asesina fríamente a un magnate anciano y se suicida en las montañas, oscuramente antes del alba (no puede esperar al sol, sus perseguidores lo cercan), a la edad de veinte años, la misma de su avatar anterior, Kiyoaki. Cuando Isao se desgarra el estómago con el puñal, un alba superior, un sol esencial, un disco brillante, "surge, se eleva y estalla detrás de sus párpados".
Marguerite Yourcenar ha insistido en que calificar a Mishima de fascista resulta es desaforado; no lo es señalar su pasión por la violencia. Esta simpatía por la rebeldía violenta no causaba en los años sesenta la generalizada reprobación que suscita en los conformistas años noventa. Los sesentas: años del Che, de los Panteras Negras, de los fedayines, de comandos israelíes, de los maoístas, de... En el propio Japón había organizaciones políticas juveniles, de derecha y de izquierda, con métodos violentos. Y quedaba vivo el recuerdo de los populares y prestigiosísimos métodos violentos y terroristas de las organizaciones de partisanos y rebeldes al nazismo, al fascismo y a diversas dictaduras en la época de la Segunda Guerra Mundial, y después, contra el colonialismo (Argelia, Egipto) y la ocupación soviética de varios países.
A diferencia de la literatura fascista clásica europea (digamos, Drieu de la Rochelle o Céline), el protagonista de Mishima no es un sucio ni un desesperado: es un chico limpio, virgen, disciplinado, fanático de cuatro o cinco ideas cuadradísimas que tiene encajadas dentro de la cabeza, incapaz de escuchar o de meditar; bueno sólo para el bastón de kendo y para el cuchillo. (Si uno compara Caballos desbocados con el clásico de la novela del terrorismo, Endemoniados, de Dostoyevski —Los poseídos, en la versión teatral de Camus—, se sorprenderá de lo mucho y complejamente que piensan los terroristas europeos, y del no-pensamiento del héroe de Mishima; casi parece un santo católico, que sólo sabe que debe matar a un moro o entregarse a los leones de Nerón, para cumplir virtuosamente su destino.) No niego que Isao tenga esa belleza de mito o estampa religiosa de los santos terroristas que aprendemos en la propia sinagoga o iglesia a venerar, del tipo de Judith y su puñal contra Holofernes... y que luego llegan a gobernar Cuba (Fidel Castro), Israel (Menahem Beguin), Sudáfrica (Mandela)...
Esta novela archipolítica resultaría muy desagradable sin tres cualidades no políticas, sino líricas y eróticas: primero, el punto de vista de Honda, adulto muerto-en-vida, que embellece con su propia sed la vida agolpada, rápida, excesiva de su chico violento; luego, la frescura y la belleza propias de toda juventud, sobre todo en la literatura: si Isao no fuera tan guapo, tan joven, tan sudoroso, tan simple, tan inocente, tan crédulo, tan fresco, tan torpe, tan tierno pues, su epopeya no cabría en la épica, sino apenas en la sección policiaca de los periódicos.
En tercer sitio, el canto al Japón a lo largo de este siglo. Durante los años treinta, Japón ya no es el milagroso equilibrio tradición-modernización, Oriente-Occidente de veinte años antes. Hay miseria, hay desempleo, hay ciudades llenas de barrios miserables, hay gente que se alquila para lo que sea por un cuenco diario de arroz; hay aristócratas frívolos y prostituidos, militares y demagogos venales y una naturaleza sucia por culpa de la industrialización, la urbanización y la pobreza. El paraíso de los samurais está ya en el museo y en ninguna otra parte, y tiene la pátina de un tiempo perdido qué recobrar. Todo lo opuesto al idilio de Nieve de primavera. La desesperación de Isao no resulta pues excepcional, sino ilustrativa del caos japonés que llevaría al fascismo de la Segunda Guerra Mundial. En esta época hubo novelas de denuncia, del tipo del naturalismo de Zola, o de realismo socialista, en el Japón; recientemente produce melodramas como el bestseller alemán Samurai, de Isako Matsubara, sobre los braceros japoneses en Estados Unidos en las primeras décadas del siglo.
Qué tan estampa épica, qué tan poco novela realista es este libro de armas, salta a la vista si recordamos otra novela política sobre el caos en Oriente, La condición humana, de André Malraux. Mishima usa su estilo para convencernos de que hay un héroe —o un intento de héroe— mítico, donde el lector de novelas sólo encontraría (sin los recursos líricos mishimianos) un caso típico de terrorista.


EL TEMPLO DEL ALBA
Hacia 1912 Kiyoaki había soñado con Siam como si lo conociera. Veintidós años después Isao tuvo un sueño: que era mujer, que estaba preñada, que paría. Siete años después de la muerte de Isao, en Tailandia, el antiguo Siam, un Honda cincuentón cree adivinar (1939) los tres lunares bajo la axila de una niña, una princesa que tiene fama de loca, porque conserva recuerdos de su reencarnación anterior y se siente japonesa: se llama Ying-Chan, Luz de Luna. Honda se prenda de ella sobre todo cuando sus damas la llevan a orinar en un día de campo. Deseó verla "y sostener sus suaves muslos morenos mientras orinaba".
El templo del alba arranca en las vísperas de la guerra mundial. Hasta este momento, la tetralogía de Mishima se centraba en el Japón moderno como en un norteño mundo autosuficiente. Ahora Honda sale del Japón en busca, ya no de la modernidad, sino de las raíces sureñas de la cultura asiática: Tailandia, la India; el budismo, el brahamanismo, las creencias, los ritos, los templos de largos siglos. Frente a la sobriedad y transparencia del Japón, que en Mishima se va volviendo inexistencia y vacío, rarificada pureza de ozono, surge la sobreornamentación del Templo del Alba, en un Bangkok caótico y sobrepoblado de gente, casas, animales, plantas; parecen confrontarse la existencia tropical en bruto, desbordante y sobreviviente a pesar de la historia, y el metódico vacío japonés, norteño y ultracivilizado.
Las páginas que ocurren más tarde en la India, en Calcuta y en Benares, junto al Ganges, donde la sacralidad se entremezcla con la mierda, las piras funerarias con el amanecer, la muerte con la vida, la miseria con el oro, las ruinas con la eternidad, la lujuria con la lepra, se cuentan entre las más transparentes de la estética de Mishima. El río Ganges: divinas aguas inmortales de suciedad y hedor, entre peregrinos lamentables. La sacralidad de lo abominable, templos de oro rodeados de mierda, mendigos, deformes, mutilados, delincuentes, animales que hunden su hocico en la basura, cadáveres que humean en las hogueras, en mitad de un interminable, sofocante delirio teológico. Menos quiméricas que los sufrimientos y las locuras humanas asistían, obsesivas e inmutables, las estatuas divinas más delirantes. Pasa la guerra mundial, que deja al Japón orgulloso de antes convertido en campo de escombros recorridos por ancianos famélicos; vienen la acelerada, prodigiosa reconstrucción y la metódica ultraoccidentalización, que también implican toda la vulgaridad de la cultura de consumo, y encontramos a la princesa del antiguo Siam como guapa estudiante moderna en el Japón, en los años cincuenta.
Este tercer avatar, ahora femenino, de Kiyoaki carece de la fuerza de estampa fija y emblemática de los otros. Es simplemente una universitaria exuberante sin mayores ideas ni preocupaciones, en la que finalmente descubriremos una pasión lesbiana. La fuerza ha pasado del protagonista-vital al observador-fantasma, Honda, ahora de sesenta años. Con una maestría que recuerda la de Proust, Mishima obtiene de un joven intrascendente y de un adulto metódico, la floración de un viejo cochino, conquistado por una pasión voyerista. Espía por agujeros de la pared, como el niño de El marinero que cayó de la gracia del mar; se esconde en los matorrales de los parques para beberse con los ojos los movimientos y los quejidos de los amantes que se abrazan bajo los árboles —años más tarde, será descubierto por la policía, y perderá todo su prestigio de jurisconsulto al verse denunciado en los periódicos amarillistas como voyeur decrépito. Desea (pero no tanto para gozarla él mismo, sino para ver cómo alguien le hace el amor), a la jovencita tailandesa, con cierta insinuación homosexual, pues lo importante de ella es que sea Kiyoaki e Isao reencarnados: amarla sería un mucho amarlos a ellos, poseerlos. Hay en la tetralogía una sensualidad homosexual no confesada, no asumida, que en este tomo parece salir a luz. ¿Por qué? Misterio. Mishima no era pudoroso en asuntos homosexuales. Sospecho que veladamente sugiere a un closet queen detrás del respetable jurista, para infamarlo más, del mismo modo que en Honda todas las desgracias del Japón resultan ganancias financieras.
La desgracia del Japón ha sido suerte para Honda. Las nueva leyes lo favorecen, lo vuelven millonario. Ahora Mishima describe un paisaje japonés vulgar, casi californiano, de chalets con albercas, de carreteras con anuncios de Coca Cola; a las pagodas suceden las gasolinerías, a las estampas tradicionales las instantáneas kodak, a los ritos de primavera los cocteles con gente banal o frívola sin mayores preocupaciones que la maledicencia o el jugarse unos a otros malas pasadas sexuales de tediosos libertinos en decadencia, como quien juega a la canasta. Hay momentos mishimianos extremosos: Honda ansía ver orinar a Ying-Chan, ahora adulta, o desnuda —menos por la belleza de su cuerpo, que por cierta concepción de que el acto de ver la desnudez ajena implica una profunda humillación y violación de esa persona; contacta de hecho a un muchacho para que viole a la princesa que es el avatar de sus queridísimos amigos: para que viole ante sus ojos de voyeur a sus queridísimos amigos. Honda espía el intento de violación, la lucha de los cuerpos, los jadeos; Honda goza mirando a Ying-Chan, finalmente, en un episodio lesbiano: las dos mujeres bebiendo, contorsionadas, sus sexos. El viejo cochino se humaniza con el mal, pero un mal mental: hasta sus pecados son de fantasma. La princesa muere metódicamente a los veinte años, mordida por una serpiente, sin haber logrado ningún trazo de estampa o de personaje, pero ha permitido, casi ha suscitado en su observador el crecimiento de la morbosidad, de la maldad, del sufrimiento. Lo ha humanizado finalmente.


LA DESCOMPOSICIÓN DEL ÁNGEL

Mishima siempre habla del mar. Dos de sus mejores momentos marítimos son, desde luego, el misterioso y perverso de El marinero que cayó de la gracia del mar, y el idílico y perfecto de El sonido de las olas, novela que Yourcenar encuentra más clásica, más literaria, "más griega" (sic) que la original Dafnis y Cloe, de Longo. Ahora, en La descomposición del ángel —o "la putrefacción del ángel"—, nos encontramos al mar como vacío, como abismo de no-significado, como nihilismo total. En este tratamiento del mar como vacío sobre vacío, reiteración de la nada, se puede advertir un influjo francés en el tradicionalista Mishima: la escritura desnuda, feísta, de La náusea de Sartre, y la objetivista de la nouveau roman, además de no sé qué herméticas iniciaciones budistas.
Hay reencarnación, hay tres lunares bajo la axila, hay un adolescente llamado Toru, empleado en una estación de señales portuarias de Yokohama, de edad aproximada a la que debiera tener el nuevo avatar de Kiyoaki, es decir, nacido durante la semana que siguió a la muerte de la princesa. Toru tiene la mente vacía. Ni pasión, ni ideales, ni pensamientos. Es más aterrador que el terrorista Isao; también más limpio, todavía más fijo, todavía más despojado de complejidad, aunque ha calificado como extraordinario en exámenes de inteligencia. Una estampa de la inhumanidad, sin otras características que el odio, el disgusto, el desprecio por todos los hombres. Sólo el mar vacío y una chica fea y demente le interesan. Se dedica a ver el mar hora tras hora, a enviar señales rutinarias a los barcos con un reflector y a reportar su llegada a las oficinas del puerto. Es casi un robot: no ama nada, no está interesado en nada, carece de toda raíz, de toda ambición, de todo valor: puede matar o matarse, vivir o estar muerto; todo lo siente o lo piensa como si nada sintiera o pensara, salvo una arrogancia ilimitada, sin dirección ni motivo. Un perverso metafísico, una especie de emblema del ángel del no-ser, de la crueldad o el absurdo extremos. (Hay a ratos en Mishima un lector furibundo de Sartre.)
Honda es un viejo cada vez más decrépito y cochino, a los ochenta años. Se ha vuelto un doble japonés de Monsieur de Charlus. Sueña en cómo se pudren los ángeles. Según las mitologías budistas, los ángeles son machos y hembras y carecen de inmortalidad: viven mil años, al cabo de los cuales comienzan a podrirse: se marchitan las flores de sus cabelleras azules, les chorrea sudor fétido de los sobacos, sus cuerpos pierden halo y luminosidad, sus ojos parpadean todo el tiempo, se ensucian sus ropas de seda. Si así pasa con los ángeles, mucho más con el hombre: la vejez, la enfermedad, el hartazgo y la desolación de la vida. Honda decide adoptar a este posible cuarto avatar de Kiyoaki, con una mezcla de cariño y crueldad: lo hará heredero de su millonaria fortuna, pero si el chico es verdaderamente reencarnación de Kiyoaki deberá morir como él a los veinte años: no recibirá la herencia. Japón es un país recuperado, moderno, olvidado de sus tradiciones y de su pasado, sin crisantemos metafísicos ni samurais: un inmenso delirio moderno de nuevo rico. Como arengó Mishima a las tropas el 25 de noviembre de 1970: era un país materialmente próspero que había asesinado su espíritu, sus tradiciones, sus ancestros.
El vacío del muchacho se llena de odio hacia su protector. El hijo adoptivo se convierte en el enemigo final que planea la muerte del padre postizo. Honda adopta legalmente como hijo a su probable torturador, a su probable asesino. Más que parecerse a Kiyoaki, Isao o Ying Chan, Toru se parece en su vacío absoluto, en su absurdo existencial, en su aguda inteligencia descarnada, mecánica, sin pasión ni valores, al propio Honda. Conviven bajo el mismo techo en medio de una tensión pavorosa. Hay violencia mental y violencia física. Una amiga del anciano, que participa del secreto de las reencarnaciones, decide darle una lección al muchacho: le informa que no fue adoptado por sí mismo, como él vanidosamente cree, sino por la suposición de que es reencarnación de Kiyoaki, suposición tal vez falsa pues su fecha de nacimiento y la fecha de muerte de la princesa no coinciden con la precisión debida.
El prístino Kiyoaki soñaba, soñaba todo el tiempo. Vivía para su amor y para sus sueños. Narró sus sueños en un cuaderno, que ahora Toru lee. Desesperado, olvida sus deseos de asesinar a Honda e intenta suicidarse con un veneno: salva la vida, pero no la vista. Ciego y desolado se casa con una loca obesa. Nos enteramos de la causa de su desolación: descubrió, en el cuaderno de sueños de Kiyoaki, que no era nadie, que era un vacío más atroz incluso que el de Honda: Toru nunca había tenido sueños. Era un falso avatar. Sobrevive a sus veinte años (y a la muerte de Mishima: el tiempo de esta novela corre hasta 1974, cuatro años después de la muerte del autor), encerrado en un cuarto, sucio, sin lavarse ni mudarse de ropa, ciego, objeto pasivo e indolente de los caprichos de la feísima y gorda mujer loca, quien sufre un delirio que la hace creerse la mujer más bella del mundo, asediada por todos los hombres del mundo, y lo corona continuamente de flores. Los sueños parecen establecerse como señal de la vida auténtica. Sólo los hombres verdaderamente vivos sueñan, sueñan con frecuencia, de una manera exuberante y complicada. El octogenario Honda, que no soñaba en su juventud, gracias a su maldad de viejo cochino y a su pudrición de ángel en el umbral de la muerte, de pronto, sueña obsesivamente.
El viejo Honda padece de cáncer, tiene la muerte cerca: entonces vuelve al principio, a repetir una mañana de sesenta años atrás. Sube con su cuerpo achacoso de ángel podrido la cuesta de nieve del monasterio donde profesó de monja la novia de Kiyoaki, ahora abadesa. Logra entrevistarse con ella como si fuera el último acto de su vida, hablar con ella con sus últimos alientos. Hablar del pasado, de Kiyoaki, de un amor terrible y sacrílego de sesenta años atrás. La abadesa pretende no recordar nada. O simplemente no hay nada qué recordar. Al final de toda vida, cuando los ángeles se pudren, nunca nada existió en ninguna parte para nadie. La riqueza de la vida humana se resuelve en el no, la nada, el nadie, el nunca. Todo fue un vacío, un cielo en blanco sobre un jardín cerrado. Un sol absurdo lo llena de una luminosidad inútil.

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