domingo, 12 de octubre de 2008

JEAN RACINE O LOS PRIVILEGIOS DEL MAL

Jean Racine y los privilegios del mal
por José Joaquín Blanco
Durante más de tres siglos han sido del todo inconcebibles tanto un literato como un lector franceses que no idolatren a Jean Racine (1639-1699). No se han salvado ni los mayores negadores: Voltaire, Hugo, Baudelaire, Valéry. Se diría incluso que la figura de Racine se entremezcla con toda una postulación de la literatura, y que sus proposiciones del lenguaje, del buen gusto, de la poesía, del teatro y hasta de las historias letradas, han invadido a todos los géneros y a todos los autores al menos hasta el siglo XX, con sus ambigüedades de erotismo galante, retórica ceremoniosa, heroísmo engolado y decorativo, dicción temperada y límpida y flagelado examen de conciencia ante una catástrofe predeterminada, predestinada, que ha de sufrirse así no sea producto de las culpas de un hombre libre, sino de los designios de un inapelable dios enigmático y majestuoso.
Es la cumbre del clasicismo francés y el mayor azote para los colegiales, que a la fecha deben escribir arduas tareas de liceo sobre su ídolo totalizador, a pesar de que en la propia época de Racine, que es la de Luis XIV, florecieron autores tan importantes como él y mucho más estimados en el extranjero: Corneille, Molière, La Fontaine...
Durante más de tres siglos, sin embargo, el lector extranjero, incluso el capaz de leer dans le texte las obras francesas, ha sospechado una misteriosa sobrevaloración de Racine, quien no logró descendencia literaria. Voltaire se disgustó con Shakespeare sobre todo porque lo encontró diferente a Racine, pero asimismo fracasó -tal vez su único fracaso mayor- como dramaturgo por pretender continuar la retórica racineana en una serie de tragedias que gustaron mucho en su momento y fastidiaron después: una especie de Racine razonador y descriptivo, descreído, desapasionado, sensato: desracineado. Es incluso difícil llevar a Racine al teatro en la propia Francia, donde las rituales representaciones de la Comedie Française (menos de 3 mil durante todo el siglo XX, frente a casi 13 mil de Molière) se dirigen cada vez más al público cautivo de los estudiantes de liceo, que deben presentar exámenes sobre sus obras.
¿Por qué Racine y no Molière?, se han preguntado muchos, recordando el temprano pleito entre ambos dramaturgos en el que, dicho sea de paso, todas las culpas y mezquindades parecen caer claramente en la cuenta del tortuoso, “ambicioso y arribista”, enigmático Racine. ¿De veras es más profundo, más majestuoso, más perfecto que cualquier otro? ¿Es más apasionado, comprende mejor a las mujeres? Todavía Roland Barthes (Sobre Racine) parecía aceptarlo. ¿De veras cuenta más que las comedias de Molière y las fábulas de La Fontaine? Pero las fábulas y las comedias no suenan tan prestigiosas o “nobles” como las tragedias, “género mayor”.
Entre las múltiples ediciones francesas, siempre destacan las de La Pléiade y Le Livre de Poche. En castellano, hay una bella edición bilingüe de Fedra en Casa de las Américas, un Teatro completo de Racine (Editora Nacional, Madrid), traducciones recientes en Cátedra; un viejo pero duradero estudio de Karl Vossler en Austral. Abundan las monografías y ediciones francesas para uso escolar (en Didier, dossiers sobre Phèdre, Athalie, Andromaque, Bérénice, Iphigénie, etc.; en Hachette, Racine ou La passion des larmes, de Christian Biet). Casi todo autor y profesor franceses han escrito algún elogio de Racine; suelen destacarse los ensayos de Jules Lemaitre, Thierry Maulnier, Jean-Jacques Roubine, Raymond Picard, Alain Viala, Lucien Goldmann, Charles Mauron, Jacques Scherer, Jean-Louis Backès, Anne Ambroze, Pierre Brisson, Marc Eigeldinger, Jean Rohou, Georges Forestier... Tuvo éxito durante décadas La Vie de Jean Racine de François Mauriac (Plon, Gallimard).


TEATRO DE DICCIÓN
Autor de casi una docena de tragedias muy libremente basadas en asuntos de la mitología y la historia grecorromanas (La Tebaida, Alejandro, Andrómaca, Británico, Berenice, Ifigenia, Fedra) y orientales (Bajazet, Mitrídates), escritas antes de sus treinta y siete años, o bíblicos (tardías: Esther, Atalía), Racine privilegió -y de ahí acaso la idolatría de sus paisanos- el idioma sobre el teatro, las peripecias y los asuntos. Es el francés letrado ideal, galante y cortesano, ritual y ceremonioso, hiperbólico, tierno y melodioso.
Racine usa un léxico asombrosamente reducido, abstracto, latinizante, culto y concentrado: no más de 1,200 palabras en toda su obra teatral (frente a las casi 13 mil del léxico cervantino, por ejemplo), generalmente muy parecidas a sus equivalentes romances (español, italiano), lo que ayuda al lector extranjero. Contra lo que se cree, Racine no es el más dificil de los autores franceses para leerlo dans le texte; su sintaxis resulta clara, sus rimas fáciles, sus pausas precisas (inventa dividir el alejandrino hasta en cuatro y en cinco fracciones, según el ritmo); usa para todo, por ejemplo, palabras como “fuego” o “sangre”, aunque siempre está diciendo con ellas muchas otras cosas. Su magia consiste en armar grandes aparatos a partir de asuntos pretendidamente sencillos o concentrados, con un lenguaje igualmente restringido. Se ufanaba de construir prodigios “con casi nada”, especialmente en el caso de Berenice.
Muchos afirman que todo el arte de la poesía francesa anida en el alejandrino racineano, y hasta que todo el arte de ese alejandrino está en el uso de las cesuras ¡y de la e muda! Se sabe que en sus propios días toda la corte, al unísono, soltaba el llanto ante sus largos recitativos desesperados, especialmente en boca de sus personajes femeninos, que mucho tienen de divas luciferinas o angelicales. Era efectivo, conmovía, lo que resulta extraño a los extranjeros que no encuentran mucho teatro en sus tragedias, sino largos recitativos artificiosos poco ayudados por una acción dramática, que casi siempre ocurre fuera de escena. Sus personajes recitan una especie de oratorios y elegías. En su época, se diferenciaba entre la tragedia heroica o viril de Corneille, y la apasionada y más dirigida a las mujeres de Racine, lo que desde luego constituía una exageración.
Hay una suma de contradicciones en este dramaturgo que quiso traducir la historia antigua al gusto de la corte del Rey Sol, y que se centra -fue denunciado furibundamente en sus propios días- en el curioso caso de un autor devoto, jansenista, discípulo de Port-Royal, que escribe puros fastos criminales, asesinatos, parricidios, suicidios, incestos, adulterios. ¿De veras escribía para combatir el Mal, o como lo denunciaban sus malquerientes, para gozar mórbidamente de las peripecias y de las expresiones de los Malditos, que en él alcanzan un insólito y conmovedor esplendor, aunque al fin de la obra resulten castigados? Se le llamó “envenenador de los espíritus” y linduras parecidas; se le sigue acusando de “ambición y arribismo”: en busca del éxito a toda costa, se señala, adulaba las pasiones femeninas y cortesanas y exageraba la truculencia y las masacres.
Los personajes antiguos de Racine -“antiguos” con peluca, brocados y en Versalles- tienen una curiosa obsesión por confesarse al modo católico cuando hablan. Todas sus tragedias son fervientes confesiones de pecadores... que no quieren pecar. Exasperados, histéricos exámenes de conciencia. Su destino ya estaba escrito por Dios o los dioses, y no tuvieron la oportunidad de eludirlo: es Dios quien peca en ellos, a través de ellos, que se vuelven víctimas de la extraña economía divina. No recibieron la gracia gratuita -dicho sea sin pleonasmo, a la manera jansenista: la gracia “eficaz”, la virtud predestinada, que es mero capricho de Dios, quien reparte a su gusto los papeles de perversos y bondadosos, víctimas y verdugos-, y en consecuencia han de sufrir la Caída en el Mal y la catástrofe.
Nadie ni nada es libre en Racine, como en los devocionarios jansenistas: todo es gracia, destino, aceptación del Mal y del sufrimiento. Sus “personas fatales” (los protagonistas de tragedias siempre se distinguen por su fatalidad) representan en escena una especie de confesión pública de sus enormísimos pecados predestinados, ante un lacrimoso público orejón y voyeurista.
Todos estos pecadores deben pertenecer a la aristocracia más elevada (sólo para ellos había tragedia, para los demás quedaban la comedia y posteriormente el melodrama), disputarse a puñaladas los tronos y las mujeres, en una vida que al final se resolvía en el sufrimiento de todos para mayor gloria de Dios o de los dioses. Sus personajes siempre son paganos, para no molestar a la Iglesia católica, y de la remota antigüedad (salvo en el caso orientalista de Bajazet), y a la vez típicos cortesanos católicos de la corte de Luis XIV, así se trate de una semítica Berenice que renuncia a su amante y se mete de monja, digamos de vestal, cuando Tito se vuelve emperador romano y debe repudiarla por su calidad de extranjera; el cordero Británico se ve sacrificado por las ambiciones y la contundencia de su eficaz oponente Nerón; la enamoradiza reina Fedra se permite una resonante iniciativa lujuriosa y la tolerante Atalía (reina judía pero idólatra) resulta traicionada por los propios levitas cuya religión protegía... La famosa Ifigenia, aquella de los sacrificios humanos, aparece en Racine, en opinión de Jules Lemaitre, como “una heroína maravillosamente bien educada”, recién salida de una escuela de monjas... A todas es necesario imaginarlas vestidas a la moda de Versalles y llamarlas Madame, con picardía y reverencia. Conviene pegarles algún lunar de terciopelo en los senos, junto al escote: el que llamaban “lunar asesino”...
La enormidad de los crímenes y terrores enunciados en el teatro de Racine, que en ocasiones compite en cantidad de asesinados con Shakespeare (La Tebaida, Bajazet, Mitrídates, Atalía), parecía iluminar a sus espectadores sobre el vacío de un “Dios escondido”, sobre lo inescrutable de los destinos, sobre el solaz de llorar a lágrima viva en este católico Valle de Lágrimas, aunque sin arrugarse el traje de gala con que se asiste al teatro de la corte. De hecho, en los últimos tiempos (acaso haya ocurrido siempre) el público disfruta más del aspecto terrorífico y sangriento de sus asuntos, concediéndoles la razón a los primeros críticos jansenistas de Racine (y a él mismo, quien renunció tempranamente al teatro -a sus 37 años- por razones devotas), que de la supuesta edificación, purga o catarsis, a que debía conducir en un alma compasiva el espectáculo de la Caída de los Grandes de Este Mundo. Elegante y ritual trovador de incestos, parricidios y masacres como si fuesen tedeums.

EL AUTOR ESCONDIDO
Pocos autores, como Racine, han logrado eclipsarse detrás de su obra y de su lenguaje tan plenariamente. (Pierre Brisson: “El arte molieriesco revela a Molière; el arte racineano enmascara a Racine”). Se sabe lo que son los alejandrinos racineanos, “una melopea monocorde”, un susurro brillante y exacto, una galantería que arde en su matemática contención; un poco menos -pues hay diferencias y hasta contradicciones entre las tragedias- lo que llamaríamos sus ideales literarios y su visión del mundo; casi nada de lo que era el hombre Jean Racine, a pesar de la documentación abundante, que incluye sospechas de que haya asesinado a alguna amante con veneno.
Cortesano típico, supo esconderse de sus contemporáneos y de la posteridad, en ceremoniales galantes y religiosos, en afirmaciones diplomáticas. A diferencia de Corneille y de Molière, esos moralizadores beligerantes, que transparentan su carácter y sus ideas en sus obras: creador de prototipos afirmativos de conducta el primero, denostador del ridículo y de los abusos o vicios sociales el segundo, Racine escribe tremendas obras pasionales y políticas escudado en fábulas y convenciones. Acaso el más devoto de los tres, concedió a los grandes pecadores de sus personajes resplandores tenebrosos que provocaron la “pasión de las lágrimas” de los espectadores.
¿Para qué escribió, digamos, Británico y Bajazet, obras en que los corderos son sacrificados por los tiranos y por las intrigas de la corte, sanguinarias obras políticas dirigidas al espectador privilegiado, el rey? En ambas -una romana, otra oriental- se diría que es menos lo que se condena la tiranía que la incapacidad o la ineficiencia de las “almas tiernas” para gobernar. Desde el principio de las obras, queda claro que por conmovedores que pudieran parecer algunos sentimientos de los aspirantes “tiernos” al poder, debían ser sacrificados por los principios maquiavélicos que imponían un modelo de príncipe que los corderos no cumplían. ¿Qué tanto habla de Roma y de Oriente en ellas, y qué tanto, como en Alejandro, del propio Luis XIV y su reino?
Sabemos que el rey favoreció durante la mayor parte de su vida a Racine (y que su tragedia preferida era Mitrídates: la fábula de un tirano muy tramposo), hasta que al final, borrosamente, le retiró su favor; pero no lo que opinaba de esas obras, salvo que lo satisfacían acaso más por el fasto escénico y verbal que por sus ideas y peripecias. De cualquier modo, aunque Racine era erudito y se documentaba bien para escribir sus obras, las grandes libertades que se permitía (inventar y torcer personajes y hechos a su agrado) les reduce, a pesar de sus afamados asuntos, la carga histórica o mítica, para convertirlas en meras fábulas nuevas, en las que diluvian calamidades sobre todo mundo. La conmoción del patetismo y la catástrofe en un teatro ceremonial, ritual, apoyado en alejandrinos de buen gusto como el mayor recurso dramático. Poemas dramáticos que casi son plegarias y reflexiones pulidas.
Se dice que como cronista del rey, alguna vez recibió la orden de leerle las Vidas paralelas de Plutarco, de las que ya existía una versión francesa relativamente antigua. El rey le ordenó que la fuese modernizando oralmente sobre la marcha, que la racinizara, que la transformara en el “nuevo francés” elegante de la corte del joven y vigoroso Rey Sol (reinó de 1661 a 1715), el nuevo idioma de su nuevo reino, muy diverso del provinciano, caótico o “barroco y grotesco” de sus antepasados (épocas de Rabelais, Montaigne, Scarron). Acaso Luis XIV, como muchas generaciones de lectores de Racine, era sensible sobre todo a ese nuevo logro de la cultura francesa: un lenguaje galante, cortesano, preciso, tierno, ceremonioso, perifrástico, artificioso, casi virtual; sin estridencias, casi musitado y monocorde.
El triunfo de un idioma reformulado y esculpido por la corte, bajo la inspección del propio rey, que no casualmente se auxilió oficialmente de todos los grandes autores de su tiempo, que eran muchos... y de infinidad de falsas y verdaderas duquesas y marquesas “preciosas” de varios sexos, que ambicionaban una cultura absolutamente “galante y tierna”, y dieron un golpe de estado lingüístico, imponiendo ese gusto, desde la irrupción de las monstruosidades “preciosas” o preciosistas de L’Astrée (1607) de Honoré d’Urfé y de Clélie (1654) de Madelaine de Scudéry, de las que en vano se burló Molière (La escuela de las mujeres, Las preciosas ridículas, Las sabihondas) y que el propio Racine encontraba “horribles” -pero a cuyos modismos tuvo que adaptarse-, hasta el siglo XX. Las queridas y parientas del rey frecuentemente organizaban y hasta ordenaban sobre pedido -exigentes, descontentadizas- las obras literarias y artísticas de la corte, y solían defender a los artistas a quienes favorecían. Las imitaban otras damas poderosas. Madame de Maintenon, esposa secreta del rey, le encargó a Racine sus dos últimas tragedias.
Diagnosticaba en 1668 el Abbé de Pure: “El mérito hoy en día lo deciden las damas” mundanas, preciosistas, seguidoras o imitadoras del Hôtel de Rambouillet. Sainte-Beuve ha estudiado la abrumadora influencia de esas innumerables damas opinadoras o escritoras (de cartas, diarios y memorias; de novelas sentimentales, de poemas, de aforismos), mecenas y patronas de salones en sus palacios que funcionaron como verdaderas academias y parnasos.
Racine desaparece como individuo detrás de ese ideal lingüístico, literario y aun social. Una especie de “camaleón” artístico que se adecuaba a lo que su reino y su rey esperaban o deseaban de él. Y su obra resplandece con todo el lujo de aquéllos: palacio simétrico de bellas palabras. Otro Versalles. Su mayor espectáculo es su idioma -lo que no era poco en aquellas décadas en que florecieron al unísono otros supremos arquitectos del francés clásico: Pascal, Corneille, Molière, La Fontaine, Boileau, Bossuet, La Rochefocauld, Madame de Lafayette, Madame de Sevigné, Saint-Simon, La Bruyère, Fénelon...
Y en todo caso, la sed de majestad y de gloria. Como en muchos pasajes escabrosos de la Biblia, en las obras de Racine el espectador no presta mucha atención a la sangre ni a los pecados, vicios o perversiones -que a final de cuenta han sido provistos y previstos meticulosamente, predeterminados, por la gracia de Dios- sino al estilo. Hay que morir y matar con gloria; renunciar, sacrificarse, sucumbir o triunfar con fasto y decoro formales.
En Berenice no sabemos bien a bien cuál es la tragedia, si la del nuevo rey que ha de renunciar a su amada por razones de Estado -y muchos chismes creyeron ver en esta anécdota alguna alusión personal al rey-, o la de la amada que acepta ser sacrificada y abandonada para mayor gloria del Estado, pero una sacrificada y abandonada gloriosa.
En Andrómaca, la princesa troyana, viuda del héroe Héctor, botín de su vencedor, debe decidirse a entregarse a él para salvar la vida de su hijo pequeño. Una especie de prostitución noble que nunca escapó a las ironías del público. De hecho, en pleno siglo XX, por más que se conmovieran con los castos lamentos de una princesa que ha de entregar su cuerpo por generosidad maternal, los franceses hacían encuestas en los periódicos del tipo de: “¿Andrómaca es coqueta?”

EL DESTINO DEL MAL
Por una especie de alquimia jansenista, la exasperación de la culpa y de los remordimientos, el horror mental del Mal aun antes de haberse realizado, el Mal apenas vislumbrado como tentación en la conciencia, revisten a la Fedra de Racine de un erotismo más salvaje que todas las versiones posibles de ese mito: Racine expropia a Grecia y a Roma sus Fedras (Eurípides, Séneca), porque la dota de todos los estremecimientos del miedo cristiano al pecado lujurioso, que multiplican su carácter pasional y la devienen una folle, una loca.
Aunque desde el punto de vista cristiano, en realidad Fedra no pecase tanto, pues Hipólito es sólo hijo de otra mujer con su marido Teseo, a quien cree difunto cuando despiertan sus involuntarios, irrefrenables deseos por el muchacho: está pues viuda, libre, y no hay lazos de sangre.
El propio Hipólito, en Racine, se horroriza menos del “incesto legal”, mero hijastro, que de verse como codiciado objeto sexual de una mujer mayor, cuando él sólo desea a una jovencita. Pero la Fedra de Racine vocifera, memorablemente, mejor que todas las otras... Y el jovencito se escandaliza de la agresividad del casi otoñal deseo femenino, se acoraza en una castidad de angelito acosado: “Le jour n’est pas plus pur que le fond de mon coeur” (“El día no es más puro que el fondo de mi corazón”). ¿Lo sublime se diferencia de lo cursi?
Otro rasgo cristiano, monacal, del teatro “pagano” de Racine se dibuja en la actitud de renuncia de algunos de sus personajes, como Berenice. Dirían las monjas de Port-Royal: “Renuncio al mundo, a sus pompas y a sus fastos”. Otros personajes asumen ademanes egregios de heroísmo negador, abstinente, renunciante. Se autoinmolan como gran virtud negativa. “El arte de Racine, apunta Vossler, no camina en un progreso rectilíneo, sino que gira en torno a su idea favorita, la renuncia a la dicha y a la vida, haciéndola aparecer algunas veces como terrible necesidad bajo una presión y una atmósfera sofocantes en las que ningún margen queda para almas nacidas libres, y otras como un impulso de la voluntad ética”.
Hay incluso una especie de estatuaria verbal en los personajes de Racine: son posados, aun en la intimidad, incluso en el furor y la violencia, o cuando reflexionan o comentan con sus confidentes (que con frecuencia parecen consejeros espirituales católicos) sus grandes crisis; recitan sus frases inmortales para la historia. Hablan “directamente en mármol”, como diría Wilde. Y eso los salva. Perversos o inocentes, víctimas o verdugos, son imponentes estatuas verbales. Toda una etiqueta de la moral aristocrática, del buen gusto y del buen pensar o del buen decir, tales como se buscaba imponerlos como normas de su civilización.
El gran asunto no son muchas veces las peripecias ni las pasiones sino, siempre, las formas y el estilo, la majestad y la gloria, la elegancia y la actitud de estatua con que se fijan verbalmente para la inmortalidad, independientemente de los roles y episodios necesariamente “tenebrosos”, como diría Barthes, que les hayan tocado en suerte. Los héroes, como los dioses, siempre resultarán bellos si representan majestuosamente como tales, más allá del bien y del mal.
Por lo demás, buena parte del impulso de Jean Racine fue azaroso y se le impuso fuera de su albedrío desde su infancia. Huérfano, fue educado por parientes ligados a los jansenistas y luego por los propios sacerdotes y monjas de Port-Royal. Dos cosas, entre infinidad de intereses políticos, separaban a los jansenistas de los jesuitas (y luego del rey y del Vaticano): a) una creencia enfática en la predestinación absoluta: “gracia eficaz”. Los jesuitas decían que el hombre está predestinado “sólo un poquito” o “sólo por el momento” (“gracia actual”), y que las obras y el libre albedrío, la iniciativa individual, las limosnas, también contaban y tenían su “gracia suficiente”, capaz de ayudarle al insuficiente Dios a rescribir nuestros destinos a nuestro gusto. Pero los jansenistas postulaban que Dios lo era todo, que todo estaba ya escrito y trazado, que no había modo de presionar ni de sobornar a Dios, y que el hombre sólo cumplía ciegamente sus designios. Esta teoría radical, agustiniana, de la “gracia eficaz” , se parecía mucho (aunque casi nadie lo pensó en esos momentos) a la teoría del Destino Fatal, Ananké, que priva en los trágicos griegos. La educación jansenista encaminó involuntariamente al niño Racine a recrear a Sófocles y sobre todo a Eurípides.
Por otra parte, b) en contra de la tradición general de la Iglesia y especialmente de los jesuitas, que miraban con desconfianza el hebreo y el griego, algunos sabios jansenistas -parecidos en ello, como en otras cosas, a los protestantes- estudiaban esos idiomas y leían en el original la Biblia y a los griegos. El joven Racine haría una cosa extraordinaria: aprender griego (entre otros idiomas), leer en el original y recrear a los trágicos, que casi nadie conocía por entonces, salvo algunos eruditos que no comprendían su importancia literaria. La tradición grecorromana corría generalmente en latín, revisada y alterada por la Iglesia, salvo tempranas traducciones renacentistas libres que aún circulaban. La gran mayoría del escaso público cortesano que asistió a las obras de Racine en la Comedie Française -unas 700 representaciones de todas sus obras entre 1680 y 1700, frente a unas mil de Corneille y dos mil de Molière- no tenía idea de las tragedias griegas originales; sabía de esos mitos por Ovidio o por otras recreaciones romanas y renacentistas. No comparaba las Andrómacas, Ifigenias y Fedras de Racine con las tragedias griegas.
El aprendizaje del griego llevó pues al joven Racine a ser un lector temprano y privilegiado de Sófocles y de Eurípides, cosa desusada; y de retomarlos en una especie de escándalo de novedad, heredando la teoría pagana del Destino Fatal que asimiló a la gracia jansenista.
Luego, el viejo Racine, quien ya había abjurado del teatro como de un gran pecado unos quince años atrás, fue solicitado por Madame de Maintenon para escribir dos piezas piadosas (sin asuntos de amor) para las jovencitas internas en el aristocrático colegio de monjas de Saint-Cyr, en presencia del rey: entonces recicló sus lecturas del Antiguo Testamento, lo que tampoco era habitual ni siquiera entre sacerdotes, y produjo una versión puerilizada, de “cuento de hadas”, del Libro de Esther, y un thriller sanguinario de la historia de Atalía, sobre los caminos torcidos que siguió Jehová para mantener en la sangre de David a José, el padre del Mesías (ese pobre José de quien se dice que nada tuvo que ver).
Atalía está exterminando a todos los descendientes de David para que no exista la posibilidad del Mesías, de modo que los levitas rescatan a un niño con sangre de David (que se volverá, muchos años después del final de esta tragedia, uno de los mayores criminales de la Biblia), lo esconden en el templo, y fraguan y logran un “santo homicidio” contra su soberana, llevándola con engaños al Sancta Sanctorum, donde la linchan, para escándalo futuro de Voltaire y los ilustrados: “¡Alevosos, montoneros, cobardes!” Racine no vio cobardía ni terrorismo en tal hecho: sino uno más de los enigmáticos episodios sanguinarios de corte bíblico.
Buena parte del destino autoral de Racine provino, así, de sus más tempranas experiencias de lector: los trágicos griegos y el Antiguo Testamento; ambas fuentes eran rituales, sanguinarias y postulaban un Dios predestinador con designios ocultos, y criaturas que no sabían bien a bien qué destinos estaban cumpliendo ni para qué fin, y sólo se empeñaban en someterse piadosamente a ellos. La excentricidad de un lector jansenista produjo al raro dramaturgo, que durante casi quince años trató de emular a los trágicos griegos; luego, espantado de la reacción clerical y acaso de su propia osadía, se recluyó en la vida privada con una cómoda sinecura de cronista del rey. Sus propias tragedias algo conservaron de la untuosidad ritual, ceremonial y sibilina tanto de la Biblia como de los trágicos griegos, añadiéndole el idioma de “preciosa ridícula”, “galante y tierno”, y la etiqueta de la L’Astrée, de Clélie, y de la corte del Rey Sol. Y claro: el portentoso talento verbal, poético, de Racine que él mismo, acaso acertadamente, consideraba a ratos inferior a los de Molière y Corneille.


JEAN RACINE Y LAS JUGADAS SUCIAS DE DIOS
Por José Joaquín Blanco

Algunos autores modernos (puros franceses) consideran a Jean Racine —un autor que, como Góngora y Quevedo, soporta mal las traducciones— el genio del teatro trágico, especialmente por Fedra y Atalía. Además de la perfección del alejandrino pareado en monólogos como sucesión de aforismos, de la elegancia preciosista del discurso, de los laberintos de conciencia en los que encierra a sus héroes, y del empuje furioso con que dota a sus protagonistas femeninos, se suele elogiar en él, más que en cualquier otro dramaturgo, la edificación moral. Sus personajes, aun cuando delinquen, tratan con todas sus fuerzas de ser héroes éticos: carentes de la gracia de Dios (no son cristianos), se enfrentan con horror a pecados que no pueden evitar, y a feroces remordimientos. Se arguye que el poder que la ética tiene en Racine proviene de su formación en el colegio de Port-Royal, el cuartel de los jansenistas. Para Racine, "el mero pensamiento del crimen se contempla en la obra con tanto horror como el crimen mismo" (prólogo a Fedra).
         Bueno: pues resulta que precisamente Jean Racine, y precisamente en su obra maestra, Atalía, comete y ensalza la mayor inmoralidad, la jugada más sucia que recuerde el teatro clásico. Y a cargo nada menos que de Dios: Jehová ordena al sumo sacerdote judío engañar, emboscar y linchar a lar reina en el propio templo (la tragedia está basada en la Biblia). Cualquier policía, cualquier gángster quedaría deshonrado con semejante recurso. Jehová no.  Jean Racine tampoco.  Nadie en su tiempo protestó por Atalía, y no fue sino hasta un siglo después que Voltaire se llamó a escándalo.
         La reina Atalía no pertenecía al reino de Judá por nacimiento, sino por matrimonio, y gobernaba a unos judíos que ya se habían olvidado, salvo unos cuantos levitas, de Jehová; habían adquirido las costumbres de sus vecinos idólatras y se inclinaban mayoritaria y gustosamente ante Baal. Además, llevada por una vendetta en la que los sacerdotes judaicos le habían matado a toda su familia, Atalía había exterminado hacía una década a todos los descendientes de David, a fin de que no quedase nadie con derecho al trono que Dios le había prometido en exclusiva al linaje de ese rey. Tampoco habría posibilidad de Mesías, que debía ser asimismo descendiente de David. Sin embargo, no había suprimido el culto ni a la tribu sacerdotal judaicos, porque creía en la tolerancia de cultos.
         La tragedia ocurre en un momento alto: ¿Ya nunca más habrá reyes judíos legítimos? ¿Se acabó el pacto de Dios con los judíos? ¿No existirá ningún Cristo? ¿Los infieles han derrotado a Jehová finalmente? Pero Dios ha salvado a un bebé de la masacre, el sacerdote lo ha criado a escondidas en el templo, ese bebé será un rey (un rey criminal, Joas), cuando los sacerdotes fundamentalistas den un golpe de estado y linchen a Atalía.
         ¿Cómo deshacerse de Atalía? El sumo sacerdote, inspirado en plena escena por Jehová, le hace creer que dentro del templo están las joyas del rey David, y le pide que por respeto a la religión judía, no entre a saco por ellas con su ejército, sino que pacíficamente acuda a recogerlas con sólo su breve séquito de cortesanos: total, no se encontrará sino con inofensivos y leales sacerdotes. Ella cae en la trampa, respeta una vez más la religión y el templo ajenos y se presenta sin soldados: los levitas la encierran y la linchan, no sin que antes profiera vigorosas blasfemias.
         Jehová usa renglones torcidos para escribir sus rectos designios, y caminos chuecos para lograr sus derechos fines. ¿Pero no se excedió un poco? Voltaire protesta en 1769: "¡Cómo! ¡Traicionar mediante la más cobarde de las mentiras, diciéndole que hay oro en la sacristía, y que se le dará ese oro!". Y luego la encerrona y el montón de levitas linchadores. D'Alambert el mismo año comenta que es un cuento estúpido de puros criminales.
         Los críticos racineanos se hacen bolas.  Dicen que frente a semejante ogro infiel (Atalía), todo recurso es legítimo. Afirman que, bueno, antes del cristianismo, los judíos eran un pueblo innoble y tramposo, como lo ejemplifican muchos otros casos de la Biblia; y que Jehová, bueno, se parecía a ese vicioso pueblo pre-cristiano. El propio Racine sugiere que la Biblia no es un manual de juego limpio. Señalan que antes del cristianismo, todo —aun dentro del templo de Salomón— era odioso y repugnante. Charles Péguy exclama que no hay nada de qué escandalizarse, porque antes de Cristo, la "gracia divina", que Él vino a traer, sencillamente no existía, y todos, aun los profetas (aun el Jehová que los inspira), estaban hechos irrevocablemente de la materia de la no-gracia: el infierno o la selva.  Claudel y Thierry Maulnier celebran su "brutalidad bíblica", su crudo terror religioso.  Mauriac sospecha algún gusto secreto del autor por el espíritu de rebeldía, cuando le permite tal despliegue trágico a una blasfema.
         Pero hay otro perfil de oro en el teatro edificante de Jean Racine. Paul Valéry celebra en la otra heroína, Fedra, la belleza horrible del amor infausto de la mujer-de-treinta-años en términos semejantes a los que empleó Thomas Mann para exaltar a la mujer de Putifar (José y sus hermanos).

         Escribe Valéry: “Un amor rechazado clama venganza. Ámame, nos dice el mismo Dios, ámame o te mato eternamente. Y leemos en la Biblia que siendo José hermoso de talla y de rostro, aconteció que la mujer de su amo puso sus ojos en él y le dijo: Acuéstate conmigo.  Honestamente rechazada, esta mujer de Putifar lo denuncia y le hace cargo de haber querido inferirle violencia, exactamente como la mujer de Teseo acusa a Hipólito y lo condena a la execración paterna, poderosa ante el dios. Temo pues que haya que ver a Fedra con los mismos ojos implacables del espíritu con que Rembrandt, cuando la grabó en el cobre, furiosamente retorcida y tendiéndose hacia José fugitivo. Hizo un aguafuerte de un vigor y de una impudicia extraordinarios. La hembra bíblica, con todo el vientre expuesto, desnudo, gordo, resplandeciente de blancura, se aferra al manto de José que se arranca a esta demente abierta cuyo movimiento de arrebato arrastra, con la carne pesada, toda la masa blanda de su lecho devastado, derramando el desorden de las sábanas.  Este bajo vientre en delirio lleva, absorbe y emite toda la potencia luminosa de la composición.  Jamás el deseo desenfrenado fue pintado tan brutalmente, con un sentido más intenso de la fuerza de especie innoble que urge a una carne a ofrecerse como se ofrecen las fauces de un monstruo...” (Variedad I, Tr. A. Bernárdez y J. Zalamea, Buenos Aires, Losada, 1956.) Racine había descrito a Fedra en un solo trazo: C’est Venus tout entière à sa proie attachée.

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