lunes, 1 de diciembre de 2008

LOS AÑOS VEINTE DEL SIGLO VEINTE

LOS AÑOS VEINTE

(Capítulo del libro La literatura mexicana del siglo veinte, coordinado por Manuel Fernández Perera; FCE, 2008).
por José Joaquín Blanco

Salvo raras excepciones, como los primeros relatos revolucionarios de Mariano Azuela, la década de la Revolución Mexicana fue vista por la cultura mexicana con azoro e irrealidad, como un limbo. México había quedado desligado del exterior por la guerra mundial, y desvertebrado por sus propias convulsiones. Prosiguieron, fiadas a su rutina, las normas finiseculares del modernismo simbolista y del realismo pintoresco.
En los mismos periódicos donde la modernidad del siglo XX atronaba con noticias de la guerra, de modas, de inventos, de tecnologías, seguían prevaleciendo los espíritus de Rubén Darío, Amado Nervo y Enrique González Martínez.
Debe recordarse que de los 15 millones de habitantes que tendría México en 1920, apenas si un 20 por ciento podían leer; y que se podían contar apenas por escasas centenas a los lectores interesados en asuntos generales y en el gusto establecido (el tono francés finisecular) y en escasas decenas a quienes preocupaba una cultura nueva, moderna, acorde con su tiempo.

RAMÓN LÓPEZ VELARDE
El nervio más excéntrico de principios de los años veinte fue el poeta jerezano Ramón López Velarde (1888-1921): el modernismo de Darío y de Nervo pero ya herido por el escepticismo, el humorismo y la angustia de Lugones y de Baudelaire.
Rompía límites: su lírica era cómica, y sus farsas verbales verdaderas confesiones íntimas. La comicidad provenía en gran medida de la adjetivación y de las rimas chuscas aprendidas de Lugones, y exageradas por López Velarde, pero también del uso y del abuso de las situaciones, personajes y perfiles cotidianos o prosaicos en el poema.
Su lira escandalosa no dejó desde un principio de insinuar una autenticidad coloquial: parecía, por fin, que nuestra poesía hablaba “en mexicano”, es decir en el lenguaje de calles y aldeas, y no en un abstracto lenguaje de cultura, de parnasos y símbolos.
Sus poemas y sus ensayos son críticos. Desnudan la pobreza y la rusticidad de nuestra realidad. No hay olimpos, dioses, ninfas y palacios de malaquita, sino primas, seminaristas enamorados y desesperados, sacristanes que caminan con su perro, muchachos y muchachas en el calendario pueblerino, con sabores de alacena y costumbres de familias rancheras.
Pronto avanzan sobre todos los demás temas la angustia y el fervor eróticos, en el nuevo paisaje de las ciudades pecaminosas y envilecidas por las guerras y sus miserias. El placer se vuelve espanto y experiencia rayana con la muerte.
Su lugonismo le aumenta originalidad: la mera voluntad de juego, de pirueta, de travesura con el Diccionario de la rima, de Lugones, alcanza en el poeta mexicano un tono ambiguo y angustiado.
El criollismo exaltado del argentino produce en el mexicano, que vive tiempos difíciles, un nacionalismo de la pobreza y de la modestia, que canta a las cosas más sencillas y cotidianas como si fueran las únicas incapaces de traicionar, de mentir, de prostituirse.
Una especie de minimalismo de principios de siglo describe sus reivindicaciones de la vida provinciana y de la poesía cívica, como su célebre “Suave Patria” (1921). Había publicado en su breve vida La sangre devota (1916) y Zozobra (1919). Son póstumas El minutero (1923), prosas; El son del corazón (1932), poemas.
La extrema originalidad, la novedad del estilo lopezvelardiano se volvieron pronto moda y epidemia: tonos y asuntos provincianos y nacionalistas, y un lenguaje irónica o sarcásticamente vernáculo.
Dos poetas mayores que López Velarde decidieron, con gran fortuna, convertirse en sus émulos y seguidores, al menos durante esa época: José Juan Tablada y Francisco González León (1862-1945), autor de Campanas de la tarde (1922).
Escribió López Velarde en “El retorno maléfico” (Zozobra):

Mejor será no regresar al pueblo,
Al edén subvertido que se calla
En la mutilación de la metralla.

Hasta los fresnos mancos,
Los dignatarios de cúpula oronda,
Han de rodar las quejas de la torre
Acribillada en los vientos de fronda.

Y la fusilería grabó en la cal
De todas las paredes
De la aldea espectral,
Negros y aciagos mapas,
Porque en ellos leyese el hijo pródigo
Al volver a su umbral
En un anochecer de maleficio,
A la luz de petróleo de una mecha,
Su esperanza desecha.

Cuando la tosca llave enmohecida
Tuerza la chirriante cerradura,
En la añeja clausura
Del zaguán, los dos púdicos
Medallones de yeso,
Entornando los párpados narcóticos
Se mirarán y se dirán: “¿Qué es eso?”

Y yo entraré con pies advenedizos
Hasta el patio agorero
En que hay un brocal ensimismado,
Con un cubo de cuero
Goteando su gota categórica
Como un estribillo plañidero.

Si el sol inexorable, alegre y tónico,
Hace hervir las fuentes catecúmenas
En que bañábase mi sueño crónico;
Si se afana la hormiga;
Si en los techos resuena y se fatiga
De los buches de tórtola el reclamo
Que entre las telarañas zumba y zumba;
Mi sed de amar será como una argolla
Empotrada en la losa de una tumba.

Las golondrinas nuevas, renovando
Con sus noveles picos alfareros
Los nidos tempraneros;
Bajo el ópalo insigne
De los atardeceres monacales,
El lloro de recientes recentales
Por la ubérrima ubre prohibida
De la vaca, rumiante y faraónica,
Que al párvulo intimida;
Campanario de timbre novedoso;
Remozados altares;
El amor amoroso
De las parejas pares;
Noviazgos de muchachas
Frescas y humildes, como humildes coles,
Y que la mano dan por el postigo
A la luz de dramáticos faroles;
Alguna señorita
Que canta en algún piano
Alguna vieja aria;
El gendarme que pita...
...Y una íntima tristeza reaccionaria.

ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ
Enrique González Martínez (1871-1952) prosiguió su modernismo simbolista, austero y moralizante: fábulas de buena conducta y depuración espiritual, a lo largo de la guerra revolucionaria, sin dejarse tocar por ella –aunque como periodista fuese un hombre de ideas políticas duras, especialmente antimaderistas-, y a lo largo de los años veinte.
La limpieza, la claridad y el gusto moral de sus poemas lo mantuvieron vigente hasta al menos los años treinta, cuando se constituyó en el patriarca bueno (el malo era Tablada) de la poesía nacional.
Sus libros de esos años: Silenter (1911), Los senderos ocultos (1911), El romero alucinado (1923), Las señales furtivas (1925).
Fue maestro de métrica, dicción y pureza expresiva para varios de los más importantes miembros de la generación de Contemporáneos. Escribió en Los senderos ocultos:

Cuando sepas hallar una sonrisa
En la gota sutil que se rezuma
De las porosas piedras, en la bruma,
En el sol, en el ave y en la brisa;

Cuando nada a tus ojos quede inerte,
Ni informe, ni incoloro, ni lejano,
Y penetres la vida y el arcano
Del silencio, las sombras y la muerte;

Cuando tiendas la vista a los diversos
Rumbos del cosmos y tu esfuerzo propio
Sea como potente microscopio
Que va hallando invisibles universos,

Entonces en las flamas de la hoguera
De un amor infinito y sobrehumano,
Como el santo de Asís, dirás hermano
Al árbol, al celaje y a la fiera.

Sentirás en la inmensa muchedumbre
De seres y de cosas tu ser mismo;
Serás todo pavor con el abismo
Y serás todo orgullo con la cumbre.

Sacudirá tu amor el polvo infecto
Que macula el blancor de la azucena;
Bendecirás las márgenes de arena
Y adorarás el vuelo del insecto.

Y besarás el garfio del espino
Y el sedeño ropaje de las dalias...
Y quitarás piadoso tus sandalias
Para no herir a las piedras del camino.

ALFREDO R. PLACENCIA
Sacerdote pobre de pueblo, Alfredo R. Placencia (1875-1930) escribió sus personales querellas con el Creador en libros de gran patetismo y sinceridad religiosos. No es un místico, sino un creyente convincente y ardoroso, angustiado: en 1924 aparecieron tres libros suyos: El paso del dolor, Del cuartel y del claustro, y sobre todo El libro de Dios. Así le reza a su “Ciego Dios”:

Así te ves mejor, crucificado.
Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en tal estado
No hizo cosa mejor. Que así te quedes.

Dices que quien tal hizo estaba ciego.
No lo digas; eso es un desatino.
¿Cómo es que dio con el camino luego
Si los ciegos no dan con el camino?

Convén mejor en que ni ciego era,
Ni fue la causa de tu afrenta suya.
¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera...!
Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.

¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,
que me llamas, y corro y nunca llego...!
Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,
Ciégueme a mí también, quiero estar ciego.

RAFAEL LÓPEZ
Una postrimería modernista, con mayor fuerza que profundidad artística, más sonora y exterior, se presentó en Rafael López (1875-1943), un poeta que se alejó de vaguedades y ensoñaciones introspectivas y declaró afanosamente que, para él, “el mundo exterior existe”.
Tal es la estética de su libro más célebre: Con los ojos abiertos (1912). Fue cronista en la década de los veinte: Prosas transeúntes (1925).
Escribió en “Tejed guirnaldas las rosas bellas...”:

La ruta es negra y breve... Medita, peregrino
Que ambulas en los antros dantescos de las penas,
Sobre la voz panida del dístico leonino,
Y deja que en sus grupas te lleven las sirenas.

Ten matinal la risa y ten alegre el vino
Para que grato encienda la sangre de tus venas.
Los néctares del beso te harán casi divino
Cuando en tu boca estallen como las uvas plenas.

La ruta es negra... Rasga los tenebrosos duelos
Que apagan la infinita sonrisa de los cielos.
Y sécate las lágrimas amargas y furtivas.

La ruta es breve... Tiende las manos presurosas
Y ciñe, con guirnaldas de entretejidas rosas,
Los cuellos de las horas que pasan fugitivas.


JOSE JUAN TABLADA
José Juan Tablada (1871-1945) se destacó como uno de los más audaces y variados poetas modernistas del continente: El florilegio apareció en 1899-1904. Con la revolución hubo de exiliarse y cronicar para revistas mexicanas sus viajes por París y Nueva York.
Introdujo en plena época revolucionaria el culto al Japón y a los jaikais (Un día, 1919; Li Po y otros poemas, 1920), y diversas formas de vanguardias, como el lugonismo y los calligrames de Apollinaire.
Se convirtió en los años veinte al estilo irónica y humorísticamente cotidiano de su amigo y discípulo Ramón López Velarde, y a sus temas nacionalistas: El jarro de flores (1922), La feria (1928).
Se estableció en Nueva York, como librero y promotor del folklore y del arte mexicanos; escribió también relatos, ensayos, memorias. Celebró así a López Velarde:

Poeta municipal y rusticano,
Tu poesía fue la aparición
Milagrosa en el árido peñón
Entre nimbos de rosas y de estrellas,
Y hoy nuestras almas van tras de tus huellas
A la Provincia, en peregrinación.
El nuevo estilo le permitió hacer bromas del nacionalismo:

Oh gran gallo patriótico que hacéis
De todo el año un 16
De septiembre.
Vuélveme trigarante el agua, el pan,
De mi amada la frente, de la luna el fulgor,
El zodiaco y las nieves del volcán.
¡Vuélveme todo tricolor!
Cántame el himno nacional,
Mi animula gregaria alienta
Y a la zaga del General
Marcharé con mi 30-30
Más allá del bien y del mal.
Fueron especialmente célebres sus jaikais:

EL SAÚZ
Tierno saúz,
Casi oro, casi ámbar,
Casi luz...

EL MONO
El pequeño mono me mira...
¡Quisiera decirme
algo que se le olvida!


EFRÉN REBOLLEDO
Al lado de Tablada suele asomarse la figura modesta, pero muy lograda, de otro erotista y japonista: Efrén Rebolledo (1877-1929): autor de Rimas japonesas (1907), Libro de loco amor (1916), Caro Victrix (1916), Joyelero (1922).
Intentó una “prosa artística” algo arisca en Salamandra (1919) y la Saga de Sigfrida la blonda (1922).
Dice en “Tú no sabes lo que es ser esclavo”:

Tú no sabes lo que es ser esclavo
De un amor impetuoso y ardiente
Y llevar un afán como un clavo,
Como un clavo metido en la frente.

Tu no sabes lo que es la codicia
De morder en la boca anhelada,
Resbalando su inquieta caricia
Por contornos de carne nevada.

Tú no sabes los males sufridos
Por quien lucha sin fuerzas y ruega,
Y mantiene sus brazos tendidos
Hacia un cuerpo que nunca se entrega.

Y no sabes lo que es el despecho
De pensar en tus formas divinas,
Revolviéndome solo en el lecho
Que el insomnio ha sembrado de espinas.


OTROS AUTORES
Pero el poeta que verdaderamente era “famoso” y “prometía” en los años veinte resultaba otro, hoy olvidado: Joaquín Méndez Rivas (1888-1966): Los poemas estudiantiles (1922), Geórgicas (1923), Las tristezas humildes (1928) y Cuauhtémoc. Tragedia (1925), entre otras obras.
Siguiendo un poco la tradición de la prosa poética, de la viñeta artística algo desasida a la manera de Torri o Genaro Estrada, Mariano Silva y Aceves (1886-1937) buscó libros de prosa rigurosa y leve, como Arquilla de marfil (1916), Cara de virgen (1919), Animula (1920), Campanitas de plata (1925) y Muñecos de cuerda (1937).
Asimismo, Carlos Díaz Dufoo (1888-1938) escribió unos Epigramas (1927) y otras prosas misceláneas de notables inteligencia y vivacidad.
Poetas modernistas como Luis G. Urbina y Francisco A. de Icaza se mantuvieron vigentes en estos años.

JOSÉ VASCONCELOS
El José Vasconcelos (1882-1959) que conocieron los lectores de los años veinte fue en muchos sentidos diverso del que supieron las generaciones siguientes y la posteridad. No había escrito aún las memorias y otros libros y artículos que han preferido los lectores ulteriores.
Estas obras famosas son sobre todo obra de los años treinta y tienen como marco su derrota como candidato presidencial, en exilio, la imposición de un partido de Estado en México y los alineamientos y las supersticiones de tiempos de la Segunda Guerra Mundial (su fascismo, su franquismo, su antirrevolucionarismo, su antigringuismo, su ultracatolicismo de falangista español, etcétera).
El Vasconcelos de los años veinte era un filósofo apresurado, algo periodista, algo orador, con un ánimo optimista, mesiánico, propio de los fundadores de religiones y doctrinas que por entonces estudiaba, como Buda o Quetzalcóatl.
El impulso positivo, optimista, fundacional, espiritualista provenía de tiempo atrás, de la crítica que un grupo de autores jóvenes hicieron del positivismo porfirista en el Ateneo de la Juventud. Se trataba de hombres como Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso, el propio Vasconcelos.
Reprobaban de ese positivismo el materialismo pragmático, la insensibilidad cínica frente a la miseria y la desgracia, el culto ciego al progreso económico y técnico sin ideales espirituales.
Había un renacimiento del espiritualismo en todas las culturas de Occidente, después de décadas de positivismo (Croce, la NRF). Por otra parte, coincidiendo en ello la experiencia mexicana ante la sangrienta y destructora revolución que sumó más de un millón de muertos y arrasó con la escasa infraestructura material creada, y la experiencia europea de la Primera Guerra Mundial, surgía en muchos países un misticismo pacifista y filantrópico.
Se negaba que toda la verdad humana se concentrara en las potencias europeas modernas y se revaloraban países como la India, religiones como el budismo, épocas como el cristianismo primitivo y la Edad Media. Años de Romain Rolland, del Conde de Keyserling, de Waldo Frank, de Rabindranath Tagore, de una variedad de gurús budistas con gran éxito en Europa y el Nuevo Mundo.
Pero sobre todo aparecía la gran noticia mundial: el comunismo, triunfante en la Revolución Soviética de 1917, y que parecía en los años veinte lograr rápidos avances en asuntos de salud, alimentación y educación de grandes masas populares milenariamente explotadas y desprotegidas. En educación, el comunismo soviético se llamaba Lunatcharski.
Todas estas influencias estaban vivas y entusiastas en el Vasconcelos de los años veinte que sería periodista, rector de la Universidad Nacional, Secretario de Educación Pública; filósofo, polemista y viajero, candidato de oposición a la Presidencia de la República.
Es el espíritu de sus libros de esos años: Pitágoras: una teoría del ritmo (1916 y 1921), Estudios indostánicos (1920), Prometeo vencedor (1920), La raza cósmica (1925), Indología (1927), Pesimismo alegre (1931), Discursos 1920-1950 (1950).
Vasconcelos siempre dramatizó su pensamiento. Todos sus libros son de algún modo autobiográficos, aun sus tomos filosóficos. En los años veinte rebosaba de espíritu redentorista, patriótico, fundacional, “cósmico”, misionero (en el sentido cristiano) e incluso socialista.
Como consecuencia de su sangriento fracaso electoral, de la consolidación de un Estado autoritario en México, y del espíritu del tiempo en todo el mundo que parecía invocar la Segunda Guerra Mundial, mudó aquel espíritu solar en uno tremendamente ácido e irónico, crítico, iconoclasta, propio de un profeta indignado dispuesto a castigar a la humanidad, o al menos a su ingrato país, con el fuego.
Pero en los años veinte no se conocía a ese Vasconcelos tormentoso, sino al hombre de fuego creador, inspirado en Cristo y Buda, Francisco de Asís y los maestros populares soviéticos.
Ya vendría el castigador flamígero de Ulises criollo, La tormenta, El desastre, El proconsulado, La flama (sus tomos autobiográficos), y de ese interesante ejercicio de berrinche antinacionalista: Breve historia de México.

ALFONSO REYES
A consecuencia de las infaustas aventuras políticas de su padre, porfirista y antimaderista notorio, Alfonso Reyes (1889-1959) se exilió en España de 1914 a 1924; vivió preferentemente en el extranjero (Francia, Argentina, Brasil) hasta 1938.
Pero ese exilio no hizo sino subrayar su presencia y su influencia, como el artesano más serio del oficio literario en la primera mitad del siglo XX. Periodismo, estudios filológicos, literatura miscelánea, poesía, ensayo libre y tratado erudito, crónicas, memorias, discursos, monografías.
En su poema dramático Ifigenia cruel (1924) construye una alegoría de un país abandonado a las luchas fratricidas; en Visión de Anáhuac (1917) había querido reconciliar, en el terreno de las síntesis estéticas, la violencia entre las culturas indígena y española.
Como nunca antes en la literatura mexicana, y como nunca después, Reyes logra una estilo escrito que conversa, y una natural prosa mexicana que se sostiene en un español internacional, limpio y preciso, claro y justo.
Se trata además de un hombre que sabe ser feliz, o alegre, y su sonrisa acompaña (a veces con cierta dulzura oficial) todos sus escritos. El “Erasmo mexicano”, como le dijo Julio Cortázar, el gran sabio que eligió el ancho camino de la cultura, y con tales exigencias y logros que abanderó toda la prosa y la erudición humanística hispánicas. Borges lo acusó de haber escrito la mejor prosa castellana de todos los tiempos.
Algunos de sus libros más disfrutables y generosos pertenecen a los años veinte y treinta. Destaco sus crónicas españolas y brasileñas, sus estudios de filología y literatura españolas al lado de Menéndez Pidal, sus poemas y relatos sucintos y aéreos, su mágica parafernalia de traviesa erudición y su ambición de volver a Grecia. En ello se conjunta con su amigo opuesto: Vasconcelos. Ambos querían para su país nada menos que la experiencia de la Grecia clásica: Reyes, apolíneo; Vasconcelos, dionisíaco.
De estos años provienen títulos esenciales entre la selva profusa de las Obras Completas de Reyes: Cartones de Madrid (1917), El suicida (1917), El plano oblicuo (1920), Retratos reales e imaginarios (1920), Simpatías y diferencias (1921-1926), El cazador (1921), Huellas (1922), Calendario (1924), y diversos estudios de literatura española clásica.
Con su amigo, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, Reyes funda el ensayo literario moderno en México, al que ambos proporcionan muchas de sus páginas estelares.
Otros eruditos, a la zaga de Reyes, se iniciaron por aquellos años, como Julio Jiménez Rueda y Carlos González Peña. Ambos fueron sobre todo maestros, autores de manuales, pero intentaron otros géneros, como el teatro y la novela.
Carlos González Peña (1885-1955) escribió una Historia de la literatura Mexicana (1928) que sigue reeditándose en el año 2000, además de un Manual de gramática castellana (1921) y de novelas como La chiquilla (1907).
Escribió Reyes en “La amenaza de la flor”:

Flor de las adormideras:
Engáñame y no me quieras.

¡Cuánto el aroma exageras,
cuánto extremas tu arrebol!
Flor que te pintas ojeras
Y exhalas el alma al sol!

Flor de las adormideras.

Una se te parecía
En el rubor con que engañas,
Y también porque tenía,
Como tú, negras pestañas.

Flor de las adormideras.

Una se te parecía...
(Y tiemblo sólo de ver
tu mano puesta en la mía.
¡Tiemblo, no amanezca el día
en que te vuelvas mujer!)

MARIANO AZUELA
Aunque narró los hechos revolucionarios al tiempo que iban ocurriendo (Andrés Pérez, maderista, 1911; Los de abajo, 1915-1916; Los caciques, 1917; Las tribulaciones de una familia decente, 1918; Las moscas, 1918; Domitilo quiere ser diputado, 1918), sus libros sólo alcanzaron la atención de la crítica y del público diez años después, durante los veinte.
Entonces se supo que había aparecido un nuevo realismo, una manera desnuda y agria de narrar la vida popular, la violencia, la miseria, la injusticia, sin la distancia parnasiana o el paternalismo moral y sentimental de novelistas anteriores.
Estos libros revolucionarios de Azuela son un crítica de la Revolución Mexicana: no la celebran, la denuncian y la sufren. Su popularismo deviene un expresionismo sin concesiones frente a las atrocidades físicas y sociales.
Durante el resto de su vida Mariano Azuela continuó narrando con ese realismo crudo, con esa expresión nerviosa y atroz, las vicisitudes de una sociedad a la que no le encontró disculpa ni solución posibles. Ya lo había hecho desde sus primeras obras porfirianas, como Maria Luisa (1907).
Durante los años veinte intenta experimentos vanguardistas propios de la narrativa europea o norteamericana: el monólogo interior, el laberinto pesadillesco urbano, los viajes al fondo de la noche de los miserables más abismales, decantados por la droga, el alcohol o la desgracia total: La malhora (1923), La luciérnaga (1932).
Mientras los pintores parecen celebrar a la Revolución Mexicana en los murales, y acercarla a la soviética, Mariano Azuela ve corrupción, degradación y sufrimiento por todas partes.
Exagera en su rol de moralista de viejo cuño, como en sus berrinches contra las mejoras sociales que van obteniendo las mujeres y los obreros sindicalizados, y que le parecen más signos de envilecimiento que de modernidad social, pero pinta con exactitud las escenas vividas o vistas en tiempos terribles, según muchas veces su propia experiencia de médico de pueblo o de la legua.
No idealizó a las masas: incluso las sermoneó en sus novelas, pero les otorgó una presencia protagónica inesperada. Que finalmente obtuvo reconocimiento mundial. El mejor Azuela está a la par de Dos Passos o Céline, de los mejores reporteros y narradores de guerra. Como éstos, había aprendido grandes lecciones en Balzac, Flaubert, Zola, Tolstoi, Galdós y otros maestros del realismo del siglo anterior.
Entre sus mejores novelas de tema no revolucionario se encuentran: Mala yerba (1909), El camarada Pantoja (1937), Nueva burguesía (1941) y La maldición (1953) y Esa sangre (1956).

MARTÍN LUIS GUZMÁN
Curiosamente, cuando se creía extinto el genio nacional era cuando estaba naciendo; paralelas a la revolución fueron las obras de Reyes, Vasconcelos, Torri, Azuela, Guzmán, López Velarde, Contemporáneos.
En la novela el éxito resultó tanto mayor cuanto más inesperado; de hecho, a lo largo del siglo se mencionará la literatura nacional en el extranjero sobre todo por los títulos de “la novela de la Revolución Mexicana”, la cual inspirará películas famosas, con imágenes tomadas del muralismo de Rivera, Orozco y Siqueiros, y de la cinematografía expresionista de Einsenstein.
Si Mariano Azuela logra la mejor representación de la muchedumbre en Los de abajo, Martín Luis Guzmán (1887-1976), más intelectual y analítico, mejor prosista, también más personalmente intencionado y deliberado, consigue los grandes perfiles individuales de los guerreros y los caudillos.
La violencia y la corrupción que asquean a Azuela, pasman a Guzmán en un delirio ontológico: lo maravillan los asesinos terribles. Tiende a trasladarlos al mito, como si fueran héroes griegos de la Ilíada, de las tragedias, o de las biografías de Plutarco. Recuerda a Homero, cronista de atrocidades sangrientas.
Sus obras maestras surgen a finales de los años veinte, a caballo entre la crónica y la ficción, la novela en forma y el entrecruzamiento de viñetas o relatos: El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1930).
La inteligencia, la intención intelectual y una prosa que se depura de lirismos y preciosismos modernistas rumbo a un estilo sucinto y lapidario, pero sonoro y dotado de los recursos del polemista oratorio, distinguen a Guzmán entre los novelistas de la primera mitad del siglo.
Para él la revolución es un secreto mítico a develar, y páginas suyas como “La fiesta de las balas” deben mucho de su fuerza macabra a esta intuición de un México profundo, más allá de la historia, como dentro de las sagas o rapsodias fundadoras de otras civilizaciones.
A diferencia de Azuela, Guzmán cree en la revolución, especialmente en su vertiente villista, como una refundación de la nación mexicana.
Dedicará muchos años de su vida a unas Memorias de Pancho Villa (1938-1951) que más que novela o memorias, resultan una apología del revolucionario, pero también del hombre raigal más allá de la historia: esos Hércules o Teseos que por medio de violencias indecibles fundan civilizaciones.
Nunca dejará de asombrar la simpatía, incluso la veneración del intelectual Guzmán por el elemental, violento Villa. A otros caudillos, como Díaz y Carranza, perfiló en un volumen antológico: Muertes históricas (1958).
La sombra del caudillo es su obra maestra. Abstrae de la realidad histórica la vendetta de los generales triunfadores, la repartición del poder y del país como botín castrense, y entremezcla tremendos crímenes de Estado reales en una trama ficticia, algo detectivesca.
El frío trazo de la violencia de los poderosos hiela y espeluzna. Anticipa desde México los terribles perfiles de los dictadores de la Segunda Guerra Mundial, acaso con mayor fortuna que cualquier novelista europeo frente a los Mussolini, los Stalin, los Hitler y los Franco. Todo ello dentro de un natural paisaje humano y geográfico nacional, sin folklorismos.
Entre las dos o tres mejores novelas mexicanas del siglo sin duda se encuentra La sombra del caudillo.
Durante los años treinta se volverá epidemia el género “novela de la Revolución Mexicana” creado por Azuela y Guzmán, y durará hasta fines de siglo: unas siete u ocho generaciones de “narradores de la revolución”, sin duda el ciclo más largo y voluminoso de nuestra literatura, y acaso el más afortunado, si en el se incluyen obras como ¡Vámonos con Pancho Villa!, 1931, de Rafael F. Muñoz; El resplandor (1937) y El compadre Mendoza (1933) de Mauricio Magdaleno; Tropa vieja (1943) de Francisco L. Urquizo; Cartucho (1931) y Las manos de mamá (1937) de Nellie Campobello; Al filo del agua (1947) de Agustín Yánez; Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo, Los recuerdos del porvenir (1962) de Elena Garro y La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, entre muchas otras obras que extienden también el campo revolucionario a la guerra cristera y a la violencia en el campo, entre los indios, en los cotos provincianos de los caciques, etcétera.

INDIGENISTAS
El auge del nacionalismo producido por la revolución, y que tiene antecedentes en el modernismo y en el romanticismo, e incluso en el barroco colonial, dio lugar a una fuerte tendencia indigenista, más lírica que narrativa, en la prosa.
Esta tendencia durará todo el siglo y comprenderá nombres tan diversos como Ermilo Abreu Gómez (Canek, 1942), Francisco Monterde (Moctezuma, el de la silla de oro, 1945), Héctor Pérez Martínez (Cuauhtémoc, 1944), Miguel Ángel Menéndez (Nayar, 1942), Ramón Rubín (El callado dolor de los tzotziles, 1948), Ricardo Pozas (Juan Pérez Jolote. Biografía de un tzotzil, 1947), Rosario Castellanos (Oficio de tinieblas, 1962). Muchos otros autores, casi todos, incluyeron temas, personajes o tonos indígenas en sus obras, como Paz, Garro, Rulfo, Fuentes.
En los años veinte produjo dos pequeñas maestras: Los hombres que dispersó la danza (1929), de Andrés Henestrosa (n. 1906), que recupera vivaces mitos y cuentos zapotecos en un español diestro y convincente; y la recreación, más romántica, del mundo maya de Antonio Mediz Bolio (1884-1957): La tierra del faisán y del venado (1922).

COLONIALISTAS
De un modo no opuesto, sino complementario, a la corriente indigenista reapareció con vigor la tendencia colonialista, que trataba más que de recuperar históricamente la Nueva España, de ennoblecerla románticamente y de defenderla contra el desprecio liberal, positivista o populista de la nueva “cultura del progreso”.
Vasconcelos mandó edificar una Secretaría de Educación y otros edificios en un estilo arquitectónico que recordara la suntuosidad claustral de San Ildefonso o del Colegio de Minería. Se puso de moda adornar casas con antiguos objetos de templos o casonas, verdaderos o falsos, como estatuillas de ángeles, santos, vírgenes; baúles, biombos, pinturas.
En 1923 fue nombrado Cronista de la Ciudad de México Luis González Obregón (1865-1938), quien había editado el año anterior su obra más importante: Las calles de México. En 1909 había aparecido su México viejo y anecdótico. Croniquillas de la Nueva España se publicó en 1936.
Más agudo, irónico y literario, más moderno, Genaro Estrada escribe una colección de poemas en prosa: Visionario de la Nueva España (1921), y un relato en que satiriza a la propia moda o corriente colonialista: Pero Galín (1926).
Artemio de Valle-Arizpe (1889-1961), quien sucedería a González Obregón y antecedería a Salvador Novo como Cronista de la Ciudad, entremezcló, con más audacia que cualquiera de sus maestros, colegas o discípulos, la historia con la invención, el ensayo con el relato y aun con la broma, el lenguaje literario común con una manufactura suya de “castellano novoshispano” (la “fabla del habedes”, satirizó Estrada), llena de extravagantes y poco responsables arcaísmos.
A ratos el historiador se vuelve en él un escritor de folletín, y de hecho muchas de sus obras sobre la Colonia dieron lugar a versiones piratas en historietas, radio, televisión o cine, en las cuales vemos a una Nueva España romántica de espadachines, seducciones, amores tremendos, milagros espeluznantes. Sus obras son cuantiosas. Se inician en 1919 con Ejemplo.
Durante los años veinte vive en Europa, y escribe o planea el torrente de títulos que lo agitarán en las décadas siguientes, entre los que cabe destacar: Virreyes y virreinas de la Nueva España, 1933; El Palacio Nacional de México, 1936; Por la vieja calzada de Tlacopan, 1937; Cuentos del México antiguo, 1939; El canillitas, 1942; Calle vieja y calle nueva, 1949.
Su relato de la cortesana independentista La Güera Rodríguez (1951) fue un módico bestseller de mediados de siglo, así como sus Historias, tradiciones y leyendas de las calles de México (1959).
En poesía, el colonialismo tuvo un poeta: Alfonso Cravioto (1844-1955), autor de El alma nueva de las cosas viejas (1921).
En cierta forma pueden considerarse cercanos a esta corriente colonialista historiadores del tipo de Silvio Zavala y Edmundo O´Gorman; filólogos como los hermanos Alfonso y Gabriel Méndez Plancarte; ensayistas como Manuel Romero de Terreros, Manuel Toussaint, Julio Jiménez Rueda, Francisco de la Maza y Francisco Monterde.
Acaso el mérito esencial, desde el punto de vista literario, se encuentre en Estrada y Valle-Arizpe; pero el conjunto de todos estos autores logró represtigiar aquellos tres siglos de nuestra historia a los que, con tanta ignorancia como espíritu de partido, los positivistas habían condenado como una era de las tinieblas.
Aunque tal fascinación por la vida conventual o palaciega, por las aventuras de caballeros y damas linajudos, por los espectáculos del Santo Oficio, por los palacios de tezontle de los condes pulqueros o mineros, existe desde el romanticismo mexicano, en diversos poetas y autores dramáticos, especialmente Vicente Riva Palacio.

ESTRIDENTISTAS
Repercusiones locales del futurismo italiano y del ultraísmo español, los Estridentistas escribieron textos que adulaban la modernidad industrial y urbana del nuevo siglo, entre 1921 y 1927 (siguieron todos ellos con su estridentismo, ya exangüe, hasta la vejez).
Más tarde se ocuparon de calumniar a los Contemporáneos y a parasitar, como pretendidos izquierdistas oficiales, dentro de la nómina del PNR y diversas dependencias oficiales, en la burocracia.
Se llamaban Arqueles Vela, Kyn Tanya (Quintanilla), Germán List Arzubide, Salvador Gallardo y –el único con cierto valor literario en sus comienzos— Manuel Maples Arce (1900-1981), cuya poesía completa se recopiló a su muerte como Las semillas del tiempo.
Fueron, más que un grupo poético, una anécdota belicosa bastante lateral que sufrió la generación de Contemporáneos.

RENATO LEDUC
Ajeno a los estridentistas, pero afín en la intención de una poesía feísta, ultramoderna y “absolutamente inconveniente”, cualidades que dio también a sus artículos periodísticos, Renato Leduc (1897-1986) logró efectivamente la “estridencia” cómica, crítica o pornográfica en diversos libros, que se compendian en uno de los más claridosos: Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario (1964). Publicó El aula en 1929 y Los banquetes en 1932.

CONTEMPORÁNEOS
No se llamaban ni les gustaba que se les llamara así, en honor de la revista Contemporáneos (1928-1931), que les provocó grandes problemas y enemistades internos, y que en su mayor parte fue obra poco rigurosa y algo oportunista de un solo autor: Bernardo Ortiz de Montellano, a quien los demás quisieron poco.
Su origen es más remoto y anónimo: principios de los años veinte, amistades en la Escuela Nacional Preparatoria, la colaboración en las diversas empresas editoriales de Vasconcelos, la fundación de pequeñas revistas y colecciones de libros, la improvisación de empresas teatrales, la participación conjunta –juguetona, cómplice- en páginas de diarios y revistas. “Un grupo sin grupo”, se definían; “Un archipiélago de soledades”.
Los reunió finalmente la conjura de una antología que firmó Jorge Cuesta: La poesía mexicana moderna (1928).
Estaban influidos, en un principio, por el Ateneo de la Juventud y el modernismo, por la Nouvelle Revue Française y el Mercvure de France, por la Revista de Occidente y Juan Ramón Jiménez. Pronto cada autor enriqueció sus influencias.
Fueron autores cultos, rigurosos, críticos, valientes, armados de una asombrosa rebeldía intelectual, estética y moral. Escandalizaron y se vieron perseguidos; también recibieron el asombro, la admiración y hasta (a ratos) el mecenazgo oficial.

CARLOS PELLICER
Carlos Pellicer (1897-1977) fue un poeta plenamente modernista (Darío, Díaz Mirón) que descubrió nuevas modernidades sensoriales: la selva, el color, la disonancia, el trópico, la broma en mitad de la sinfonía, la acción, la aventura, el viaje, la sensualidad. Una poesía llena de alegría, de luz y de entusiasmo. Poeta solar. Hay humor y mística, santidad y lascivia, orgías plásticas y sonoras.
Aunque, como todos los Contemporáneos, logrará sus mayores momentos en los años treinta, es la de los veinte la época de su plenitud juvenil: Colores en el mar (1921), Piedra de sacrificios (1924), 6,7 poemas (1924), Hora y 20 (1927) y Camino (1929).
Cantor de Bolívar y de san Francisco de Asís, de Vasconcelos y de los héroes mexicanos. Disfrutador de vientos, paisajes, cuerpos.
Posteriormente confirma su excelencia (y su exuberancia) en obras como Hora de junio (1937), Exágonos (1941), Recinto y otras imágenes (1941), Subordinaciones (1949), Práctica de vuelo (1956), Reincidencias (1978) y Cosillas para el nacimiento (1981), entre otros títulos. Escribió en “Deseos”:

Trópico ¿para qué me diste
Las manos llenas de color?
Todo lo que yo toque
Se llenará de sol.
En las tardes sutiles de otras tierras
Pasaré con mis ruidos de vidrio tornasol.
Déjame un solo instante
Dejar de ser grito y color.
Déjame un solo instante
Cambiar de clima el corazón,
Beber la penumbra de una casa desierta,
Inclinarme en silencio sobre un remoto balcón,
Ahondarme en el manto de pliegues finos,
Dispersarme en la orilla de una suave devoción,
Acariciar dulcemente las cabelleras lacias
Y escribir con un lápiz muy fino mi meditación.
¡Oh, dejar de ser un solo instante
El Ayudante de Campo del Sol!
Trópico ¿para qué me diste
Las manos llenas de color?

BERNARDO ORTIZ DE MONTELLANO
Ortiz de Montellano (1899-1949) proviene de Nervo y de González Martínez. Busca la modernidad en las sensaciones infantiles, folklóricas o de caos onírico.
Se le recuerda como director de buena parte de los números de la revista que terminó por dar nombre a la generación: Contemporáneos, y no por su poesía, en la que jamás conoció logros comparables a los de sus compañeros.
Sus principales libros: Red (1928), poemas en prosa, y Muerte de cielo azul (1937).

JOSÉ GOROSTIZA
José Gorostiza (1901-1973) fue el más riguroso y perfecto poeta del grupo, en la tradición de Paul Valéry, en la que escribiría su obra maestra: Muerte sin fin (1939).
En los años veinte compuso pequeños poemas cancioneros, de juego mental y música minimalista: Canciones para cantar en las barcas (1925). Una excelencia aérea. En su Prosa, recopilada en 1969, advertimos a un crítico literario feroz y extraordinario.
Cantó en alguna barca:

¿Quién me compra una naranja
Para mi consolación?
Una naranja madura
En forma de corazón.

La sal del mar en los labios
¡Ay de mí!
La sal del mar en las venas
Y en los labios recogí.

Nadie me diera los suyos
Para besar.
La blanda espiga de un beso
Yo no la puedo segar.

Nadie pidiera mi sangre
Para beber.
Yo mismo no sé si corre
O si deja de correr.

Como se pierden las barcas
¡Ay de mí!
Como se pierden las nubes
Y las barcas, me perdí.

Y pues nadie me lo pide,
Ya no tengo corazón.
¿Quién me compra una naranja
para mi consolación?

JAIME TORRES BODET
Jaime Torres Bodet (1902-1974) fue desde pequeño un hombre público que además cultivaba la literatura. Sus éxitos como hombre público (ministro, director de la UNESCO) superan con mucho los muy rutinarios y modestos de su poesía demasiado abundante, en la que difícilmente se espiga un poema digno del prestigio de su generación.
Escribió relatos, memorias (especialmente Tiempo de arena, 1955), discursos y ensayos literario-biográficos a la manera de Stefan Zweig o de André Maurois. Pero se recuerda algo su obra, cuando se la recuerda, sólo por el hombre público, el político cultural más famoso de su tiempo, salvo el propio Vasconcelos, de quien fue secretario.
En los años veinte se conocieron muchos libros de poesía de Torres Bodet: Fervor, 1918; El corazón delirante, 1922; Canciones, 1922; Nuevas canciones, 1923; Poemas, 1924; Biombo, 1925; Poesías, 1926; Destierro, 1930...

XAVIER VILLAURRUTIA
Villaurrutia (1903-1950) es el autor de los grandes poemas de la soledad, el sueño, el amor negado, la muerte en Nostalgia de la muerte (1938, 1946).
Fue un crítico excelente y un dramaturgo empeñoso, cuando no había ningún tipo digno de dramaturgia seria en México, que surge precisamente con sus obras, las de Rodolfo Usigli y las de Novo.
Los años veinte en Villaurrutia son sobre todo los poemas como óleos vanguardistas, emociones plásticas, de Reflejos (1926).
Poeta de los laberintos del insomnio y de la soledad, del corazón helado y la mente hiperlúcida, de la angustia carnal y de la visión alucinada, casi surrealista, aunque él se niegue a abdicar de la razón en sus visiones o abismos.
La mayoría de sus poemas son pequeñas o grandes obras maestras, aun los cortos: el trazo exacto e inspirado, pero crítico, riguroso. No abusa de su talento ni de su oficio: busca el límite, la brevedad plena, la plenitud en silencio.
Declaró en “Poesía”:

Eres la compañía con quien hablo
De pronto, a solas.
Te forman las palabras
Que salen del silencio
Y del tanque del sueño en que me ahogo
Ciego hasta despertar.

Tu mano metálica
Endurece la prisa de mi mano
Y conduce la pluma
Que traza en el papel su litoral.

Tu voz, hoz de eco,
Es el rebote de mi voz en el muro,
Y en tu piel de espejo
Me estoy mirando mirarme por mil Argos
Por mí largos segundos.

Pero el menor ruido te ahuyenta
Y te veo salir
Por la puerta del libro
O por el atlas del techo,
Por el tablero del piso
O la página del espejo,
Y me dejas
Sin más pulso ni voz y sin más cara,
Sin máscara como un hombre desnudo
En medio de una calle de miradas.

SALVADOR NOVO
Salvador Novo (1904-1974) fue el más clamoroso y dotado del grupo. Podía hacerlo todo con asombrosas excelencia y rapidez.
También el más impuro: podía ser venal y banal, frívolo y perezoso, adulador y enredoso, oratorio y hueco. Resultó por ello, desde luego, el más polémico.
Su personal afición a la literatura norteamericana, al aparecer adquirida de su maestro Pedro Henríquez Ureña, le permitió una originalidad inesperada tanto en prosa como en poesía, que azoró en el conjunto de una literatura mexicana hispanista o afrancesada. Parecía rarísimo y espectacular cuanto escribía Novo.
Fue un sonetista magistral, dramaturgo irregular (a veces irremediablemente malo, por su abuso de la frivolidad y del melodramático teatro de salón); escribió discursos, historia, filología, memorias (La estatua de sal, póstumo, 1996) y periodismo. Se destacó como el mayor maledicente de toda nuestra historia cultural, con poemas y epigramas satíricos clandestinos, entre los que destaca la serie de sonetos contra Diego Rivera, “la Diegada”. Cuando el flaco presidente Frei, de Chile, vino a visitar al obeso Ávila Camacho, Novo describió las fiestas de bienvenida:

Festeje la nación azteca
Con tamalada y desfile,
Al Presidente de Chile
Que viene a ver al de manteca.
Tiene periodismo anónimo y firmado; éste, con temas específicos o como una mera crónica personal de la vida pública de México de 1937 a su muerte, en muchos, demasiados tomos, siempre con una prosa y una amenidad privilegiadas. Son La vida en México... a través de los sucesivos períodos presidenciales, de Cárdenas a Echeverría.
Fue el mayor cronista del siglo XX y probablemente el mejor prosista.
Los lectores de los años veinte conocieron sus terriblemente novedosos títulos de poesía y prosa: XX poemas, 1925; Ensayos, 1925; Return Ticket, 1928; El joven, 1928; a los que seguirían: Nuevo amor, 1933; Jalisco-Michoacán, 1931; Espejo, 1933; En defensa de lo usado, 1938; Nueva grandeza mexicana (1946); Sátira (1955).
Uno de sus primeros poemas es “Viaje”:

Los nopales nos sacan la lengua;
Pero los maizales por estaturas
-con su copetito mal rapado
y su cuaderno debajo del brazo—
nos saludan con sus mangas rotas.

Los magueyes hacen gimnasia sueca
De quinientos en fondo
Y el sol –policía secreto—
(Tira la piedra y esconde la mano)
Denuncia nuestra fuga ridícula
En la linterna mágica del prado.

A la noche nos vengaremos
Encendiendo nuestros faroles
Y echando por tierra los bosques.

Alguno que otro árbol
Quiere dar clases de filología.
Las nubes, inspectoras de monumentos,
Sacuden las maquetas de los montes.

¿Quién quiere jugar tenis con nopales y tunas
sobre la red de los telégrafos?
Tomaremos más tarde un baño ruso
En el jacal perdido de la sierra:
Nos bastará un duchazo de arco iris.
Nos secaremos con algún stratus.

JORGE CUESTA
Cuesta (1903-1942) es una figura más propia de los años treinta que de los veinte. En 1932 sufrió persecución y censura por su revista Examen.
En esa década redactaría la mayoría de los inteligentísimos artículos polémicos sobre política y cultura, recopilados póstumamente como Poemas y ensayos (1964, 1981).
A fines de los años veinte aceptó lanzar a sus amigos con la antología-manifiesto: Antología de la poesía mexicana moderna (1928). “Una antología que vale lo que Cuesta”, se dijo por ahí.
Aunque su desarrollo literario (no así el político) fue más lento y opaco que el de sus compañeros, les dedicó a todos una crítica inteligente desde un principio. Escribía versos abstractos o conjeturales, propios de un alquimista bastante extraño.

GILBERTO OWEN
Vemos en Owen (1905-1952) a un poeta menor y a un narrador enigmático. Se perdía en el bosque de sus amigos famosos. Sobre todo lo inspiraban y sofocaban Villaurrutia y Cuesta.
Sus poemas lentamente avanzan del modernismo juanramonesco a una vanguardia extrema, inabordable; también ejerció la prosa poética.
Entre sus libros: Desvelo (1925), La llama fría (1925), Novela como nube (1928), Examen de pausas (1928); Línea (1930).
Se dice que su enigmática poesía (El libro de Ruth, 1944; Perseo vencido, 1948; Poesía y prosa, 1953) es la venganza más tajante de la libérrima poesía contra los académicos que a toda costa quieren descifrarla.
¡Se le han dado tantas interpretaciones! Jaime García Terrés trató de encontrarle claves cabalísticas. Paz lo regañó públicamente en México en la obra de Octavio Paz: “No, Jaimito, Owen no era esotérico”.
La poesía que viaja al surrealismo difícilmente admite interpretaciones racionales seguras, comprobables: se queda allá, en su mundo de juegos y cifras verbales.

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