viernes, 31 de diciembre de 2021
MELBA Y LA SUICIDA
miércoles, 1 de diciembre de 2021
UN TIPÓGRAFO DE LUCAS ALAMÁN
viernes, 5 de noviembre de 2021
LECTORES DE MIL NOCHES Y UNA NOCHE
Lectores de mil noches y una noche
por José Joaquín Blanco
VOLLAND, BURTON, MARDRUS
Desde 1704, gracias a una versión francesa,
versallesca, de Antoine Volland, cundió abiertamente por la cultura occidental
la influencia de Las mil y una noches,
aunque de una manera subrepticia había existido al menos desde el siglo IX y
dejado huellas en todas las literaturas europeas, especialmente en la española,
tan ligada por entonces a la árabe. Es probable que se trate del mejor libro
del mundo, rango en que compite (dicen) con
Como
refundición y culminación de la imaginería y de la civilización medieval
islámica -del Mediterráneo a Arabia y Persia; Siria, Turquía, Grecia; de
En
infinidad de poemas, leyendas y cuentos europeos, medievales y renacentistas (las
jarchas, Dante, Boccaccio, Ariosto), se trasluce esa inspiración, que a partir
del siglo XVIII, gracias a Volland, retoma vigor y permea la cultura ilustrada
de Montesquieu (Cartas persas) y
Voltaire (Zadig, La princesa de Babilonia, Historia del buen Brahmín), del Doctor
Johnson (Rasselas) y Swift (Los viajes de Gulliver), y toda la boga
exótica del Oriente de aventureros y náufragos en mundos exóticos; los jeques,
los serrallos y los califas -que, de cualquier modo, ya habían anticipado tanto
Molière como Racine desde mediados del siglo XVII, para no hablar de los
españoles del Siglo de Oro: Lope de Vega y Cervantes: Cide Hamete Benengeli, a
quien Cervantes imagina como autor de su Quijote,
es un narrador milyunanochesco.
La
imaginación como cuerno de la abundancia: los genios en botellas y lámparas
maravillosas; las aves gigantescas y los gigantes voladores; las alfombras y
los anillos mágicos, los talismanes, la alquimia, la magia negra y los conjuros
cabalísticos; los palacios de alabastro y los ríos y montañas de piedras
preciosas; los baños y las fuentes de ensueño, los mundos submarinos, las
galerías laberínticas dentro de las montañas y los desiertos y las ciudades
como otros tantos laberintos, los jardines espléndidos; los eunucos y los visires luciferinos o
ingeniosos; la opulenta civilización artesanal y comercial de sastres,
carpinteros, herreros, granjeros, arquitectos, cocineros, joyeros, tapiceros,
tejedores, boticarios de variedad y lujo casi modernos; los mercaderes que
recorren medio mundo; las otras especies digamos humanoides que no descienden
de Adán: hombres-ave, hombres-pez, hombres-serpiente, hombres-bestias, genios
esclavizados por Salomón (muchas especies), diablos, monstruos, prodigios; los
mendigos o vagos que se vuelven sultanes y los sultanes que devienen mendigos o
monjes mendicantes, vagabundos, derviches; astrólogos, bufones, poetas, artesanos,
brujas, hechiceros, comerciantes de zocos abigarrados; populosas cortes
burocráticas; caravanas y flotas en perpetuos vuelcos de la fortuna; las
metamorfosis de unas personas (o genios) en otras (o en fantasmas), en animales
o en objetos; Aladino, Simbad, Alibabá, las huríes; las travesuras del hachís y
otros enervantes...
Ese
exotismo milyunanochesco está presente en el romanticismo y dará, con
Stevenson, unas Nuevas mil y una noches,
para mayor gloria del califa Harún Al-Rashid, cuya melancolía lo llevaba a
disfrazarse por las noches de paisano y recorrer Bagdad entre la plebe, e
infinidad de textos y obras musicales y plásticas en todo el orbe (Mozart, Delacroix,
Rimsky-Korsakoff). En Las mil y una
noches están todos los cuentos que se quiera: lo mismo La vida es sueño que Turandot,
Como
sus compañeros aspirantes al rango del “mejor libro del mundo”, ya lo hemos
leído aunque no lo hayamos abierto jamás: está en el folklore de todos los
países, en todas las literaturas y, en nuestro tiempo, abrumadoramente, en el
cine y la televisión. Parece que el tejido general -el sultán desengañado de
las mujeres que se decide a decapitar a Sherezada, como a sus otras esposas y
concubinas, al día siguiente de su noche de bodas, para no darle oportunidad de
infidelidades, destino que ella sabiamente evita narrándole cada noche una
serie de cuentos que lo fascinan e intrigan, hasta que en la noche 1001 (cifra
que significa todas las noches, o el infinito) ya es demasiado tarde:
entretanto el sultán se ha enamorado y ha procreado con ella tres hijos- se
impuso desde los siglos VIII o IX. Se sabe que en diversas regiones del mundo
islámico se fueron componiendo innumerables códices paralelos, con variantes
significativas, aunque casi siempre conservaban las mismas cincuenta o cien
historias culminantes, indispensables. De esos innumerables códices parece que
sobrevive una docena azarosa.
En
el siglo XIX diversos investigadores y escritores recobraron y divulgaron
algunos de esos códices (especialmente la versión inglesa de 1885 de sir
Richard Burton). Todos ellos empero, siguiendo la primera tendencia de Antoine
Volland, europeizaron demasiado la obra árabe-persa-hindú-china-africana,
expurgando las lubricidades, obscenidades o farsas que juzgaron indignas de tan
alta obra imaginativa. En 1902, J. C. Mardrus publicó una versión francesa no
expurgada con el título de Las mil noches
y una noche, que causó escándalo precisamente por esas partes inoportunas o
políticamente incorrectas. Jorge Luis Borges, jugando a las paradojas, prefería
las refundiciones europeas -más puramente imaginativas y pulcras, más leales a
la fama del libro como lectura infantil- al original, mientras que André Gide
clamaba contra la falsificación de un Oriente al gusto prejuicioso de
Sin
embargo, es comprensible el berrinche de Borges: Mardrus le estaba rompiendo su
juguete favorito. Esa especie de inofensiva Antología
de la literatura fantástica “árabe” -las versiones de Volland y Burton- se
le volvía un corpus folklórico rebosante de todo. Qué nostalgia por la versión
versallesca, donde los terribles orientales parecían principitos de la corte de
Versalles y las huríes tenían rasgos de marquesas parisinas. Volland, por
ejemplo, reducía metódicamente toda la vasta pastelería oriental a puras
“tartas a la crema”, olvidándose de dátiles, almendras, especias y mieles de
flores. Sin la claridosa extravagancia de Borges, quien también prefería leer
el Quijote en la versión inglesa (dizque más depurada, más intelectual, mejor
escrita), infinidad de autores, profesores, editores y padres de familia han
optado beligerantemente por las antiguas, europeizadas versiones pudorosas, amañadas
y expurgadas del libro, marginando la traducción de Mardrus, que ha quedado
como un exótico título “pornográfico” para adultos licenciosos.
Lo
que constituye una exageración. Las mil y
una noches siempre es -además de regocijante y maravilloso- un libro
terrible, libertino y cruel, como producto de su civilización medieval y
tiránica. Me parece, sin embargo, más “perverso” cuando sólo sugiere intencionada
y torvamente promiscuidades o tortuosidades eróticas y sádicas, como en las
contrahechuras occidentales, que cuando las enuncia con una franqueza folklórica.
Como cúmulo de miles de cuentos -cada cuento o episodio de cada noche contiene,
como cajas chinas, muchos otros cuentos- da lugar a todo tipo de invenciones.
Ya sabemos que preferiremos, como tantas otras generaciones, a Aladino, a
Alibabá, a Simbad, a la alfombra mágica, al caballo de madera, etcétera... Pero
la imaginación folklórica, popular, marginada por las versiones occidentales
oficiales, nos habla de algo más franco o maravilloso: los cuentos que en que
se entretienen los chicos vagos, en los mercados, en las mezquitas o en las
caravanas. La mayor parte del libro son esos ensueños ingenuos, la vasta
imaginación del pobre y del ocioso: si Alá, que lo puede todo, me enviara un
genio que me concediera tres o docenas de deseos, ¿qué le pediría? Palacios,
mujeres, viajes, joyas, aventuras, los otros mundos sobrenaturales, los
secretos de la magia... Es el sustrato de toda imaginación folklórica.
Algunos
cuentos develan, a primera vista, una factura refinada: invenciones de sabios,
incluso invenciones escritas y corregidas acuciosamente, con una elegancia y una
estrategia extremadas, geniales. Otros se solazan en la vulgaridad de las
conversaciones masculinas cuando se estanca el ocio: en la versión de Mardrus,
por ejemplo, proliferan los cuentos de pedos -hay un gigante volador, como
elefante, que se hincha de aire para remontar el vuelo, y se va desinflando a
pedos turpidísimos durante el trayecto-, que los versallescos o victorianos no
reconocerían como buena literatura. Pero no es necesariamente licenciosa o libertina;
no hay retorcimiento mental: es llana franqueza del habla popular, regodeo en
expresiones obscenas con el único fin de botarse de risa, hasta “caerse de
culo”, como no traduce Volland.
MIL Y UNA SIN SACAR
El lector escucha el rumor de todos esos
vaguillos de todas las edades en su módico solaz de la conversación picaresca,
así como en momentos especiales asiste a las imaginaciones letradas de los
sabios y los poetas. Son reducidas, y poco explotadas en su sentido morboso,
sino más bien en el cómico, fársico, picaresco, las escenas de homosexualidad,
bestialismo, sadomasoquismo, truculencia... Pese a todo, se siente el gobierno
de cierto puritanismo islámico, aun en las mayores libertades. No hay que olvidar, sin embargo, que lo
realmente tremendo existe desde el principio, cuando se nos cuenta la poco
edificante historia de un rey que tiene el derecho de degollar una tras otra a
sus múltiples mujeres inmediatamente después de desvirgarlas.
Todo
lo expurgado quedaba tan insinuado en la versión de Volland, que Diderot pudo
componer un libro verdaderamente libertino y pornográfico, magníficamente
libertino y pornográfico: Las joyas
indiscretas (1748), que rivalizan en franqueza con el original árabe que no
conoció. Qué tipazo ese Diderot. Su terrible travesura juega con el doble
sentido de la palabra “joya” en francés, que se usaba también para la vagina; y
gracias a un anillo maravilloso, milyunanochesco, convoca a monologar -bocas
alternas- a todas las vaginas de la corte... incluso a las “joyas” de la tercera
edad, que hablan con voz ronca, tosuda y tartajosa... ¡y lo cuentan todo!
Yo
pondría a Gil Gamés por testigo, si algún genio de la botella decide regresarlo
de sus vacaciones ya demasiado prolongadas en el Turquestán, sobre si hay retorcimiento
moral letrado o mera travesura picaresca en los coitos de Las mil noches y una noche de Mardrus. En la noche 835 (versión Mardrus
/ Blasco Ibáñez) aparecen no unas modestas “tres sin sacar”, sino unas “mil y
una sin sacar”:
“Y
al punto ella vino a mí, y se echó sobre mí, y se restregó conmigo con un ardor
asombroso. Y yo, ¡oh mi señor!, sentí que mi alma se albergaba por entero donde
tú sabes, y di cima a la obra para que había sido requerido y a la tarea que se
me pedía, y vencí lo que hasta entonces pertenecía al dominio de lo invencible,
y abatí lo que había que abatir, y arrebaté lo que estaba por arrebatar, y tomé
lo que pude, y di lo que era necesario, y me levanté, y me eché, y cargué, y
descargué, y clavé, y forcé, y llené, y barrené, y reforcé, y excité, y apreté,
y derribé, y avancé, y recomencé, y de tal manera, ¡oh mi señor sultán!, que
aquella noche quien tú sabes fue el valiente a quien llaman el cordero, el herrero,
el aplastante, el calamitoso, el largo, el férreo, el llorón, el abridor, el
agujereador, el frotador, el irresistible báculo del derviche, la herramienta
prodigiosa, el explorador, el tuerto acometedor, el alfanje del guerrero, el
nadador infatigable, el ruiseñor canoro, el padre de cuello gordo, el padre de
nervios gordos, el padre de huevos gordos, el padre del turbante, el padre de
cabeza calva, el padre de los estremecimientos, el padre de las delicias, el
padre de los terrores, el gallo sin cresta ni voz, el hijo de su padre, la
herencia del pobre, el músculo caprichoso y el grueso nervio dulce. Y creo, ¡oh
mi señor sultán!, que aquella noche cada remoquete fue acompañado de su
explicación, cada cualidad de su prueba y cada atributo de su demostración. Y
nos interrumpimos en nuestros trabajos sólo porque ya había transcurrido la
noche y teníamos que levantarnos para la oración de la mañana”.
Y
en la noche 849:
“Y
durante tres días obraron de tal suerte, sin tregua ni descanso, haciendo girar
la rueda por el agua, y rechinar sin interrupción el huso del jovenzuelo, y dar
de mamar de su madre al cordero, y entrar el dedo en el anillo, y reposar el
niño en su cuna, y abrazarse los dos gemelos, y meter el tornillo en la rosca,
y alargar el cuello del camello, y picotear el gorrión a la gorriona, y piar en
su nido caliente el hermoso pájaro, y atascarse de grano el pichón, y ramonear
el gazapo, y rumiar el ternero, y triscar el cabrito, y pegarse piel con piel,
hasta que el padre de los asaltos, que nunca quedaba mal, cesó por sí mismo de
tocar la zampoña”.
La jocundidad, la tolerancia y la alegría de esos
cuentos deben ser recordadas en estos tiempos de etiquetamiento maniqueo de la
cultura islámica por parte de la arrogante modernidad occidental, sin olvidar
desde luego que, al igual que sus equivalentes occidentales, los personajes de Las mil noches y una noche tienen los
prejuicios y las crueldades medievales de su civilización: empalamientos, mutilaciones,
decapitaciones, descuartizamientos, torturas, masacres. El autoritarismo
delirante de sus emires, sultanes y califas. El sometimiento postrado de las
mujeres y los pobres. Pero algo hay de convivencia, de travesura, de alegría y
hasta de humor incluso entre razas y religiones diversas (a las que de
cualquier manera se maldice ritualmente): negros, judíos, cristianos y
“descreídos” diversos, como marginados en ese orbe islámico, pero de cualquier
manera vecinos, compadres y hasta amantes omnipresentes.
Tenemos
pues dos versiones -o mejor dicho, dos corrientes de versiones, pues nuevos
editores remiendan las de Volland y Burton con préstamos incidentales de Mardrus-:
la meramente fantástica y exótica, incluso dizque apta para niños; y la no
necesariamente pornográfica ni licenciosa sino meramente folklórica, con muchas
páginas adicionales de conversación e imaginería humorísticas, picarescas y
obscenonas. ¿Por qué elegir? Podemos quedarnos con las dos, con muchas. A final
de cuentas no existe ningún original “canónico” de Las mil y una noches, sino muchos códices e infinidad de cuentos
orientales del tipo de los conocidos; y entonces Volland y Burton tenían su
derecho europeo de fabricar sus propios códices para sus pudibundos lectores
occidentales. Mismo derecho que, para ser justos, asiste también a Mardrus,
quien además recoge muchos hermosos poemas líricos intercalados, que a los
editores más interesados en vender sólo las anécdotas fabulosas les parecen
sobrantes.
Debe
el lector, pues, estar a la defensiva frente a las ediciones populares
castellanas: los pudibundos editores o pedagogos, extremando su protección al
público infantil o bienpensante (al que se dirigen: es su negocio), censuran
incluso a Volland y a Burton, muchas veces sin advertirlo al lector, en versiones
meramente pueriles donde sólo conservan episodios de magia inocua. Para tal
caso, mejor las películas de dibujos animados.
No
conozco traducciones notables castellanas directas del árabe de ninguna versión
de Las mil y una noches (no cuento la
de Rafael Cansinos Assens en Aguilar, tan cuestionable como las otras
“traducciones magnas” que publicó en la misma editorial), sino viejas
traducciones recicladas de las versiones francesas e inglesas, entre las que la
de Mardrus-Blasco Ibáñez destaca con mucho, tanto por su respeto al original
como por su buen castellano.
Hay
una edición reciente, ilustrada, popular, en ofertón de Gandhi (Edimat Libros,
Madrid), que omite deliberadamente nombrar al traductor castellano y de dónde
se traduce, pero el prologuista señala que la falsifica adrede con fines
edificantes: “En fin, los ideales, los sueños de la humanidad toda, a través de
los siglos, se hacen realidades. Y como los buenos cuentos son aquellos que
enseñan algo bueno, en éstos se acaba siempre descubriendo las malas artes y
con el triunfo de la virtud. Estos valores eternos, estas cualidades que
sobreviven a las circunstancias históricas o a las tendencias literarias del
momento, son las que pretendemos conservar y resaltar en esta edición,
suprimiendo las escabrosidades y dando mayor amenidad y animación a cada
relato”. Esta edición, aunque gorda, es cuatro veces más corta que Las mil noches y una noche: suprimió
demasiado. ¡Y se atrevió a dar por sus pistolas “mayor amenidad y animación a
cada relato”! ¡Que Shakespeare no caiga en sus manos! (En realidad, con grandes
tijeretazos y pequeños cambios más bien pedantescos -diwán donde decía diván-
es, en su mayor parte, un descarado plagio de la propia versión de Mardrus /
Blasco Ibáñez, a quienes no se da crédito de traductores, pero se les insulta
como “impostores y escabrosos” en el prólogo: cotejé tres de los principales
cuentos: Simbad, Aladino y Alibabá)
Otro
beneficio de la versión folklórica íntegra de Mardrus / Blasco Ibáñez, por
encima de las contrahechuras puerilizadas o políticamente correctas de este
libro, es la de revelarnos la manera medieval de pensar y de sentir, que no se
diferencia mucho entre el islamismo y el cristianismo. La gran religiosidad, la
inmediata presencia de lo sagrado, la observancia de valores generosos como la
hospitalidad o la limosna, la espiritualización del erotismo, la extrema
conciencia de los lazos familiares y vecinales se ve acompañada -como en las
leyendas y los romances europeos- de una extrema crueldad cotidiana. Todo
convive. Hay hijos que maltratan a sus madres, hermanos que mediomatan o matan sus
hermanos, hermanas envidiosas que raptan al hijo recién nacido de la hermana
más afortunada para sustituirlo por un animal muerto, de modo que el marido la
repudie por haber parido a un monstruo. Los autores medievales no piensan con
la congruencia moral que dirige a los modernos, de modo que dibujan al mismo
tiempo personajes idílicos y monstruosos, luciferinos y angelicales,
truculentos e idealizados. No se busca personajes morales de una sola pieza.
Son todo a la vez y lo macabro cohabita con las ilusiones beatíficas... como en
las leyendas, romances y vidas de los santos europeos.
Este
aspecto terrorífico -pero no un terror separado de la dicha, como géneros
diferentes, sino entremezclados- parecería un rasgo oriental si desconociésemos
sus equivalentes en otras literaturas de esa época. ¿Pero no hay hasta romances
y cuentos de hadas occidentales de padres que martirizan a sus hijas -el
romance de Delgadina- y de ogros que se comen a los niños? ¿No existen tales
historias en la propia Biblia? En este sentido, todos los candidatos a ser el
mejor libro del mundo resultarían escandalosos y exigirían una falsificación
piadosa para la lectura infantil, juvenil o decente.
Como
en todos estos, en Las mil noches y una
noche la delicia, la edificación, la maravilla, el pasmo y el erotismo
están indisolublemente soldados con el terror y la infamia. Los mejores libros
siempre son los más peligrosos y hasta repugnantes, y se precisa una larga
iniciación para, a cada edad, ir descubriendo sus capas desconcertantes. Nunca
acabamos de leerlos ni de entenderlos. En ellos anida el enigma del hombre de
su tiempo, hecho de fascinación y de espanto. Lo que, por lo demás, ha sido confirmado
por todos los estudiosos del folklore y de los cuentos populares e infantiles.
Acaso la llamada literatura infantil -ogros, embrujos, crímenes,
transformaciones- sea lo menos propio para los niños. Acaso la llamada
literatura popular resulte más compleja, enigmática y escandalosa que la culta.
Están menos dirigidas por una congruencia moral planificadora; más próximas a
los mitos y a las pulsiones inconscientes e involuntarias.
Por
lo demás, es escasa la intención moralizante de los cuentos: sólo rara vez se
premia la virtud y se castigan los vicios: la fortuna o la catástrofe ocurren
porque estaban predestinados por Alá. Con frecuencia los personajes más
afortunados son unos verdaderos pillastres e incluso criminales, y en cambio se
tortura y masacra con lujo de violencia a mucha gente sin otras culpas que su
destino de figurar como víctimas casi de utilería en las acciones y los
prodigios enigmáticos, como todos los pobres comerciantes que siempre se ahogan
en los naufragios donde siempre se salva Simbad. No hay meritocracia, sino una
confusa vida proliferada de maravillas y terrores.
Si
en Las mil noches y una noche nos
encontramos una cabeza de negro conservada en salazón, ante la cual un marido
engañado obliga a llorar continuamente a la esposa infiel, habremos de recordar
cuentos, tragedias y epopeyas occidentales donde mujeres despechadas asesinan a
sus hijos, los cocinan y se los dan a comer como manjares al marido odiado.
Alguna se llama Medea.
Volver
a los textos fundamentales, a los textos amados, a los textos de infancia y
juventud, siempre conlleva una recreación de su primer embeleso y un
estremecimiento de espanto. Sólo las
lecturas pop son inocentes. Aunque
desde luego los textos exigen un distanciamiento: son metáforas, fábulas,
decires, con raíces de carne y de muerte, de horror y exaltación, de infamias y
beatitudes. ¿Acaso tomamos literalmente, nos comemos con todo y plumas las
películas de terror y de balazos?
Y
aquellas obras en las que no sólo colabora una sociedad, sino varias sociedades
a lo largo de varios siglos, entretejen asimismo todas sus pesadillas. Acaso
esta sea, a fin de cuentas, la mejor aportación de la versión “maldita” de Mardrus
de Las mil noches y una noche: no nos
regatea el espanto, simplemente lo consigna como uno más de sus aspectos
numerosos.
Finalmente,
corre por todo el voluminoso conjunto de cuentos una enorme serenidad, también
medieval y especialmente islámica: la creencia de que todo está escrito, de que
el hombre no puede cambiar los destinos establecidos por Dios, y que entonces
resulta absurdo aterrarse, sufrir o gozar demasiado. Todo cambia a cada momento
sin responsabilidad humana. Hay un curioso cuento de un pobre hombre que, con
ayuda de sus amigos, se empeña en mejorar su destino y sólo lo empeora en la
misma medida en que se esfuerza, hasta que arbitrariamente le llega la fortuna,
sin esperarla ni trabajarla, una fortuna que no ha de durar, y que debe gozarla
sólo momentáneamente, agradeciéndola a Alá, como un parpadeo.
El
mundo y los hombres “reales”, positivos, casi no existen en Las mil noches y una noche, y la
realidad no se diferencia tanto de las ilusiones, los embrujos y la magia. Un
sueño al mismo tiempo deleitoso y macabro, con veloces cambios de fortuna, que
todos están soñando. Buenos creyentes, agradecen a Alá el minuto presente, sea
como fuere. Lo que no se diferenciaba demasiado de la manera cristiana de vivir
Al
menos seis siglos de una civilización se asientan en ese libro que pretendemos
tomar por meros fantasía y esparcimiento. En realidad, esos cuentos cifran
mitos y códigos secretos que siguen encontrando resonancias actuales. De ahí su
constante fascinación, más allá de las descripciones lujosas y sensuales, y de
la utilería de tantos efectos especiales de un universo mágico. Es un libro que
se deja soñar, más que leer, y suscita todas las aprensiones de los sueños. En
otras épocas más optimistas diversos estudiosos aplicarían a su interpretación
las categorías de Frazer, Freud, Jung, Campbell, Propp, Lévy-Bruhl,
Lévy-Strauss. Los mitos, los arcanos, los arquetipos, el subconsciente
colectivo, la mentalidad mágica, el pensamiento salvaje. En nuestra “posmodernidad”
desengañada rescatamos la fascinación, el enigma y el espanto, que no son poca
cosa. Y sobre todo la literatura. Miles y miles -no sólo mil y uno- de cuentos
bien urdidos y bien contados.
lunes, 18 de octubre de 2021
MEMORIA DE ENRIQUE GUZMAN
MEMORIA
DE ENRIQUE GUZMÁN
de
José Joaquín Blanco
De
un tiempo a esta parte se ha revalorado al pintor Enrique Guzmán (Guadalajara,
1952-Aguascalientes, 1986), aunque muchas veces más para regañarlo por “drogo”
y por freak, que para ver objetivamente sus cuadros.
El libro de Carlos Blas Galindo,
Enrique Guzmán. Transformador y víctima de su tiempo (ERA/Conaculta, 1992),
más bien parece escrito por un histérico confesor de monjas, del tipo del
perseguidor de sor Juana, que por un serio crítico de arte. ¿Para qué tanto
sermonearlo por su vida y su “psique”, que además no conoció? ¿No le bastan los
cuadros?
Como botón de muestra de la mentalidad
del criticastro de marras, transcribo unos cuantos “sones de mariachi”:
“Mientras que, por una parte, es
usual que las personas sin información suficiente consideren a todos los
artistas como seres que al menos padecen alguna psicopatía, por la otra resulta
abrumadora la evidencia del paulatino deterioro del estado mental que padeció
Guzmán y que resultó intensificado hacia el final de su existencia. Ahora bien,
ante esta situación es necesario aclarar que si es verídico que han existido
afamados autores que han presentado padecimientos mentales en diversos grados,
la locura no sólo no es garantía de productividad artística eficaz, sino que
quienes llegan a padecer daños en sus funciones intelectuales simultáneamente
ven menguadas sus capacidades expresivas. En el caso presente es preciso
agregar, asimismo, que si bien es cierto que los artistas son propensos a
padecer neurosis en grados mayores a los considerados como normales, también lo
es que existe un número amplísimo de productores visuales que no presentan
trastornos psíquicos manifiestos” (p. 5, apenas el segundo párrafo de las
“Consideraciones preliminares”).
Señor Charlatán: Si usted no es médico,
y si no dispone de la auténtica, completa y certificada historia clínica del
“paciente” sobre el que supuestamente está escribiendo “un libro de arte”,
mejor cierre la boca. Entre pintores, entre obreros, entre banqueros, entre
desempleados, entre “críticos de arte”, entre quienes quiera, hay gente que de
repente enferma, se deprime —eso le pasó a Enrique: una depresión terca, terca;
y honda, honda— y se mata.
Y eso no autoriza a legos sin sintaxis
ni vergüenza a ponerse a inventarles alegremente cuanta idiotez les venga en
gana, como si fueran sabihondos directores de un manicomio. ¿De qué
investigación clínica seria dispone usted? De puros chismes. La enfermedad, la
depresión y el suicidio de un ser humano exigen respeto, carajo; y más si las
padeció un gran artista que, para colmo de males, ahora padece el ser
monografiado precisamente por un tarambana. Qué fácil es enmierdar a un muerto.
Otro són de mariachi:
“Otro de los prejuicios que
entorpecen una aproximación desprejuiciada (¡sic!) a la actividad
productiva de los trabajadores de la cultura —y, en el caso presente, a la de
Enrique Guzmán— es la vinculación que algunas personas insisten en establecer
entre el consumo voluntario de alcohol o de drogas y el trabajo artístico. Ante
esta opinión cabe insistir en que, a pesar de que no es posible contar con
datos estadísticos al respecto, resulta erróneo suponer que todos o la mayoría
de los artistas son usuarios de las sustancias mencionadas y cabe subrayar que,
aunque se sabe que Guzmán fue, durante una etapa de su vida, consumidor de
drogas, es preciso abordar su caso sin las connotaciones negativas e hipócritas
con las que es habitual que sea calificado el empleo de este tipo de
sustancias, connotaciones que, en parte, provienen de la interpretación amañada
y unilateral del término ‘paraísos artificiales’ que Aldous Huxley empleó para
aludir a las experiencias con drogas; interpretación que, empero, tiende a ser
definitivamente anulada, ya que cada vez se extiende más la consideración de
que quienes emplean de manera controlada tales sustancias lo hacen con la
finalidad de enfrentar la realidad tangible, antes que con la de eludirla”.
(pp. 5-6).
Pedantísimo Señor Analfabeta: Un siglo
antes de Huxley, fue precisamente Baudelaire —y no le cito aquí a De Quincey, por
pura compasión hacia la ostensible miseria intelectual de Vuestra Merced— quien
habló de “paraísos artificiales”, de modo que a nadie impresiona usted con sus
novatones pies de página. Pero jamás, en la historia de la idiotez de los
críticos de arte, que Dios sabe que es vasta, me había yo encontrado con la
siguiente perla: No contento con inventarse como médico y con pergeñarle todo
un imaginario diagnóstico siquiátrico a Guzmán, ahora se improvisa usted como
policía y recurre ¡a “una aproximación criminológica”! (sic) de los
tragos, los toques o las pastas de los que le han chismeado que frecuentaba
Enrique “durante una etapa de su vida”.
Fue usted a dar, no se cómo, pero
seguramente en un basurero, con La drogadicción de la juventud de México,
de un tal Luis Rodríguez Manzanera, México, Editorial Botas, 1974, ¡con prólogo
de Alfonso Quiroz Cuarón! ¡Para hablar de la pintura de Enrique Guzmán! ¿Quiere comparar los cuadros sobre los que
usted está, más que escribiendo, evacuando boberas, con los crímenes del Goyo
Cárdenas? ¿Por qué entonces no recurre usted a Pro-vida para hablar de los
amores y acostones de Guzmán?
Usted no tiene pruebas médicas ni
“criminológicas” de la vida íntima de su “asunto”. Sólo chismes —y de tercera
mano— y sus personales e ilegibles rollos carentes no sólo de apoyo científico,
sino de cualquier rastro de lógica y buen sentido. ¡Y este es el texto oficial
y a todo lujo que el Estado mexicano, a través de Conaculta, ha dedicado a la
obra y a la memoria del pintor Enrique Guzmán! Es como para que se volviera a
ahorcar. Entiendo también que Enrique haya intentado tasajear algunos de sus
cuadros, para que ciertos “eruditos” no se los fueran a “estudiar”. Me cae que
tenía razón.
Quienes sí conocimos a Enrique Guzmán,
sí fuimos sus amigos, sí nos reventamos con él más de una vez y sí comprábamos
sus cuadros, sabemos que no era ni más ni menos “drogo” o freak de lo
que solía el resto de su generación (mucho más inocente en esos renglones que
la actual). Enrique era un muchacho sano, muy fuerte (un tanto bravucón, a
ratos), tímido, bien trabajador, que tenía sus vicios y sus amores tan bien o
mal controlados como la mayoría de sus contemporáneos... hasta que le sobrevino
la depresión.
Algún día cualquier barbudo encontrará
algún expediente clínico —seguro Guzmán fue a consultar a varios médicos; es un
mito el que estuviera tantos años tan sometido a cierto sicólogo “maldito”— que
nos explique científicamente su fin tan dramático, que no tiene por qué definir
necesariamente toda su vida ni su obra anterior.
Pensé mucho en Enrique (y en mí, y en
varios) cuando leí el best-seller de William Styron sobre la depresión: Darkness
Visible: “La oscuridad visible”. Porque algo sí supe, de primera mano, de
Guzmán: su tratamiento formal de fármacos contra el insomnio, y contra estados
de nerviosismo y angustia durante el día, que le impedían concentrarse y rendir
todo lo que se exigía —y siempre, como pintor, veinticuatro horas diarias, se
lo exigía todo—; en fin, lo mismo que cuenta Styron, y que mucha gente
—me incluyo— sufrió en esa década en que se desconocía el efecto “rebote” de
tales tratamientos sistemáticos, metódicos, perfectamente clínicos, durante
años.
En todo caso, Enrique recurrió a ese
tratamiento para poder trabajar mejor, no para ser más freak ni para
aventarse hartos “viajes”. Odiaba la demagogia estetizante, odiaba a los ultras
y a los improvisados del arte. Era un perfeccionista. (Pero esto es apenas una
sombra de sospecha, una sombra de teoría; Guzmán siempre hablaba poco, y menos
de sí mismo. Fue mi amigo más silencioso, y vaya que he tenido grandes amigos
“mudos”.)
Conocí su afecto, su ambición, su
soledad tan arrogante como lastimada, sus iras contra el Establishment Cultural
que lo había lanzado como sputnik en un principio sólo para después
ningunearlo metódicamente; no le supe de accesos de misticismo, ni de
drogadicción desaforada (muchos ejemplares santones de
A mediados de los años setenta, cuando
pasamos algunas tardes consumiendo “las sustancias mencionadas” (unos tequilas,
unas bachitas; alguna benzedrina, algún valium), en su cuarto de los altos de
la galería Pintura Joven (Río Marne, a una cuadra de Reforma), en su
departamento de la calle Antonio Caso (a dos o tres cuadras de Insurgentes)
—desde cuya ventana pintaba hartas azoteas con tuberías y tinacos—, en mi
departamento de la horrísona calle Lombardo Toledano (nunca supe si era oficialmente
Florida, San Ángel o Chimalistac), yo le auguraba larga vida y muchos éxitos.
Los “exhaustivos” críticos y estudiosos
de Guzmán (como Olivier Debroise) han omitido en sus curiosas bibliografías un
texto mío, breve y modesto, que se publicó en vida del pintor (“Primeras letras
para Guzmán”, Siempre!, suplemento 836, 1 de marzo de 1978, p. VI). Les
paso el dato, para que no se molesten en ir a la hemeroteca. Es al menos
anterior a tanta estupidez calumniosa que ha llovido sobre él.
Enrique lo leyó, no comentó mayor cosa,
pero me llevó misteriosamente a una discreta cena sorpresa para tres, preparada
con algún lujo (vinos, quesos) por un cierto escondido padrino suyo, francés,
dibujante “surrealista” (se me escapa el nombre, que Debroise conoce: hemos
platicado de él: dibujos a tinta de andróginos con atavíos enloquecidos), quien
vivía cerca de Villalongín, y que luego me enteré que murió en las peores
condiciones en
Escribí ese texto a petición del propio
Enrique dos o tres años antes, para acompañar la invitación de una de sus
exposiciones en la galería Pintura Joven. Pero no se lo entregué. Creo recordar
que enfrentó problemas con la galería y esa exposición se aplazó, o no se llevó
a cabo. Además, tuvimos por entonces ciertas desavenencias y malentendidos
—algo altisonantes, pero nada “criminológicos”— que se disiparon hasta
principios de 1978, cuando nos topamos de pronto en Paseo de
Lo reproduzco ahora como una manera de
recordar a ese hombre valiente e innovador, a quien sus amigos no veíamos como freak
ni como “drogo” ni como “víctima” de nada —salvo de los burócratas del INBA, de
ciertos dealers de arte y de algunos “críticos de arte”—, sino con
profunda admiración, hace veinte años.
Sus espléndidos cuadros, desde luego,
se defienden solos, tanto de los sones del mariachi, como de la nostalgia de
los amigos.
El cuadro que le compré —no a él, quien
era una especie de peón acasillado, que siempre le debía a su dealer o
galería más cuadros que los que podía pintar en muchos meses— sino a su
galería, me ha acompañado veintidós años. Siempre quise que fuera la portada de
mi mejor libro: me lancé finalmente al albur, ya viejo al lado suyo —él murió a
los 34 años; pintó sus obras antológicas desde los 18—, con Crónica
literaria (Cal y Arena)... un libro que él no habría soportado leer:
“¡Cuánto pinche rollo, cabrón! ¿De veras tienes tanto qué decir?” ¡Cuántos
pinches colores, cuántas pinches figuras, cabrón! ¿De veras tienes tanto qué
pintar! (Y otros tequilas, y alguna broca, y lo demás.)
Enrique vivía como monje: cabello
corto, bigotito del Bajío, pantalón de mezclilla, camisa a cuadros y siempre la
misma chamarra; su cuarto —lo mismo su departamento—: un colchón, un
restirador, el montón de botes de pintura seca, el caballete, y las telas
vírgenes o “medio vírgenes” (evoco aquí su risa, casi de medio hipo) de las que
ya no era dueño; de las que siempre, de algún modo, alguien se había apropiado
antes. Antes de que las hubiera imaginado. Siempre había que pagar, pagar con
cuadros (Enrique de plano no conocía el dinero). Siempre había un “listo” para
el que había que pintar. Los cabrones se quedaban siempre con los cuadros. Ah,
pero ¡
PRIMERAS
LETRAS PARA GUZMÁN
1) En muchos cuadros de Enrique Guzmán
la limpieza juega un papel básico: los excusados siempre son blanquísimos, las
vísceras están pulcras y pulidas como si fueran de plástico: material didáctico
para una clase de anatomía. Las navajas de afeitar hieren limpiamente las
manos, como si cortaran manzanas; los cielos son mediterráneos.
2) Los rostros de niños, jóvenes, el
Sagrado Corazón, quieren ser vistos en momentos de equilibrio clásico. La
serenidad de los cuadros parece ocultar señales furtivas de desequilibrio: unos
ojos dementes, por ejemplo, en una niña feliz que felizmente se columpia en un
feliz paisaje.
El desastre es algo tímido: le da pena
presentarse entre tanta limpieza solariega, en un mundo tan sereno. Pero ahí
está, como malos pensamientos en un sonriente cuadro de familia. Los detalles
furtivos contradicen el conjunto abierto. La crítica de la limpieza.
3) Pronto las habitaciones limpísimas,
geometriquísimas, absolutamente vacías, suplantan a los seres vivos. Ya ni poniendo
cara limpia, ni destapándose el cerebro para enseñar un pulcrísimo conjunto de
claros sesos; ni vistiéndose con ropas inocentes, ni empeñándose en un
semblante pacífico, el cuadro tolera su presencia. Para ser absolutamente
limpio, para que haya orden y tranquilidad perfectos, es necesario que los
seres vivos se salgan del cuarto. Y del cuadro.
4) A veces, los cuadros de Guzmán
aparentan un mundo sin riesgos. El mundo “visto por un niño”; es decir, tal
como los adultos convencionales creen que un niño seguro, sobreprotegido,
inocente, debe ver el mundo: reiterar, por ejemplo, las estampas de los
libros infantiles: una realidad solariega, pulcra, sonriente, con caritas
chapeadas, nubecitas, zapatos bien calzados, ropa recién estrenada y bien puesta,
etc. Pero en los cuadros clarísimos priva un terror inhibido. Por ahí está
escondido, en una minuciosa señal apenas insinuada. Como cuando algo duele
mucho y uno se esfuerza para que no se le note.
5) Un barco se hunde. Se ve un pie de
náufrago: el zapato bien boleado, el pie tan bonito y decorativo, que no se
piensa en el naufragio. Se va a ahogar, pero sin gritos, sin hacer el menor
ruido, casi sin menear el agua.
6) Pero aun los cuadros de habitaciones
solitarias no agotan su soledad. No logran la limpidez, ni aun corriendo a los
seres vivos. Pronto quedan desplazados por azoteas y escaleras. Y aparecen
fetos y cuerpos que manchan la limpia, geométrica disposición del orden
inanimado. Pero las manchas también se esfuerzan por estar limpias, presentables:
un feto sin gelatinas, ni coágulos.
7) La imposibilidad de la pureza, la
inexistente infancia. La pérdida de la niñez que nunca estuvo para nadie, pero
que a todos fue prometida: el escenario falso que no representó la alegría de
las estampas de los libros infantiles. La pintura de Guzmán no se consolará de
que el escenario sea falso; lo construye una y otra vez, y deja las señales
furtivas que lo desmienten.
Un rostro que fuera agua: no llega a
ser tan cristalino. Una herida perfecta que fuese rebanadura de manzana: la
carne no llega a ser tan limpia, ni tan sólida. Y esos objetos, como barcos o
aviones, que tanto añoran parecerse a los juguetes baratos de los mercados
populares...
8) Cada cuadro de Guzmán parece estar
antes o después del desastre. Quizás la niña que se columpia felizmente con
ojos dementes se caiga un momento después. Quizá algo terrible ocurrió antes de
que el cuarto quedara vacío. ¿Y por qué ese feo cuerpo mancha la feliz
geometría de una azotea, de unas escaleras?
9) Lo terrible ocurre detrás y no se
atreve a decir su nombre. La limpidez es lo que aterra. Quizás a lo que se tiene miedo es a la
enloquecida claridad de Norma con que la vida se disfraza.
10) Una visita distraída pensaría que
Enrique Guzmán pinta paraísos. Todo lo opuesto. Su pintura es principalmente
crítica. Pero para ser más verdadera, más entrañable, escoge el camino difícil:
la crítica de la limpieza desde la limpieza, de la claridad desde la claridad,
de la pintura desde cuadros espléndidamente compuestos, dibujados y coloreados.
Frente a la plaga surrealista que convirtió en mero elemento decorativo la
reiteración de bajas pasiones, monstruos, alucinaciones, etc., la pintura de
Guzmán representa, entre la joven pintura mexicana, un replanteamiento de la realidad.
Su ironía destaca mejor en escenarios
de inocencia infantil, y la complejidad pasional se revela furtivamente en
cuadros que quisieran ser tan simples y solariegos como estampas de libros
escolares, o infantiles, o tarjetas postales.