viernes, 31 de diciembre de 2021

MELBA Y LA SUICIDA

MELBA Y LA SUICIDA por José Joaquín Blanco 

  Cold stars watch us, chum, Cold stars and the whores. KENNETH PATCHEN 

 Meses atrás, una tarde estaba yo echada sobre la cama, frente a la tele: un programa de variedades a todo volumen en casa de Melba, la payasa vieja. --Hay algo como indigno en ser una actriz vieja --dice Melba. Piensa que el narcisismo y la hinchazón están bien para las jovencitas. Pero una actriz vieja es tan grotesca como una enamorada decrépita. No queda sino hacerla de bruja, de mendiga, de criada. --Yo he hecho todas las criadas y robachicos y mendigas del cine nacional. Tan degradante, piensa, como la vieja ninfómana que se humilla y se presta a toda bajeza para que le perdonen la vejez, y ya no que la amen, pero que siquiera le ayuden a montar teatralmente, por instantes, sus patéticos sueños de amor, que ni siquiera a sí misma se atreve a confesarse, sino perdidamente borracha; es de un patético... Puaff. Sobre todo porque otra vez se está plagiando a Bette Davis en What Ever Happened to Baby Jane? Por eso dice Melba: --No soy actriz, lo fui: ahora soy payasa. No me importa el ridículo. Les hago cualquier papel de payasa con tal de tener dinero para pasarla bien con mis gatos. Tiene un gato eunuco llamado Endimión. Melba es la única amiga que tienes, María, me dije. Ahora que has llegado al pliegue final, al rincón, a la vuelta de todo, y como fantasma indestructible, increíblemente, has sobrevivido. No has sobrevivido, María, has vuelto (ha de pensar la Melba); apestas a resurrecta; apestas a la asepsia clínica, a la limpieza desinfectada, de las almas que vuelven; apestas a vida artificial, a la vida inmortal, ¿a museo? --Léeme el tarot, Melba. --No, chula. No estás ahorita para impresiones fuertes. La única amiga que tienes, María. Tú, fantasma; ella, fantasma. Qué lejos quedó la vida, piensas, María: la otra orilla --esos cuerpos plenos y vitales, efusivos de colorido y brillos de realidad, en la tele--; esta cacatúa, esta falsa quinceañera arrugada y medio calva con la peluca a la moda de diez años atrás, que ya ni siquiera se ocupa en arreglar, nomás se la encasqueta, descolorida y arrugada. Todo es irreal. Sólo confías en Melba desde la salida --¿falsa?-- del sanatorio. Estás recosiendo unas calcetas de Melba (viejas calcetas de carrera de autos, Fórmula 1). Tiene algo travestido de solterón esa vieja, de descuido, de rancio, casi casi ¡hasta bigotes! Podría pasar por un maricón travestido. Le divierte el equívoco. Ya casi sólo tiene amistades entre homosexuales, como el Jirafón, a quienes divierte muchísimo, la celebran todo el tiempo. Melba, piensas, también tuvo sus sueños de estrellita --ser admirada, respetada (amada no --ella no sufre de amor, a lo mejor nunca fue muy sentimental que digamos; pero sí sufre por no atraer, por no ser aplaudida, brillante, reconocida--) y sobrevive a las ruinas de sus sueños. Se diría que sin tragedia. Que ha recibido la farsa con agradecimiento: a final de cuentas eso es lo que sí es ella, lo que sí es lo real, lo que sí es la vida. Melba se agita en torno a ti: payasa baratísima y lamentable, intenta divertirte con chistes y chismes patéticos, lastimosísimos. Pero te hacen reír; precisamente por su crudez, por su amargura. Ahorita no estás, te dices, para humor inocente. Ahorita, que no te cuenten chistes limpios. No me dolía ya. Me había dolido mucho... antes. Ahora estaba ya como en la otra orilla: ahora nada tenía importancia, ni el dolor ni... Antes no podía ver a Melba sin que me pusiera mal, sin que me sublevara, rabiosa, ante tanta desdicha, tal humillación: así terminaba siempre la vida. El fracaso, la miseria, la degradación. Y uno a final de cuentas tan amante de la vida que estaba dispuesto a aceptarlo todo, a caer, a fracasar, a humillarse... con tal de seguir vivo. Había visto antes a Melba como una promesa de mi futuro. Así iban a terminar mis ilusiones: mi juventud (mi juventud: esa arcadia casta y tímida en el espejo, ahora tan irreal, ¿te acuerdas, María?), mis amores. "Yo, antes me doy un tiro", te dijiste, María. No fue un tiro: tragué los nembutales. Sobreviví. No fue un tiro: tragaste los nembutales: sobreviviste. Por cortesía esa tarde hacía a veces como que me sonreía con Melba. No le iba a hacer sentir que hasta como payasa ella era un fracaso: que sobre todo era un fracaso así, como fracaso. No enternecía a nadie; repugnaba. Que era un fracasote viscoso, sentimental, lastimoso. ¿Y qué, María?, me dije. ¿De qué puedes espantarte ahora: de qué puedes, ahora, decir: "Esto sí no lo puedo soportar", eh? Sabes ya que no hay nada que no se pueda soportar. Todo se soporta. Todo está bien y no tiene importancia. ¿Ante la evidencia de Melba, te dan ganas de huír? Ya no hay adonde huír. Melba, factótum de las tablas. Princesa durante años --desde quinceañera hasta después de los 30-- de la televisión infantil. Generaciones de niños poblaron sus sueños con la manera de Melba de ser princesa: de entristecerse inolvidablemente, de ser salvada por un chico bonito pero fuerte, casi duro, que regresaba embellecido, después de enfrentarse con nobleza a los dragones de la adversidad y a los malvados, de ser claro y sincero y todo corazón en su mirada, de ganar el amor a la buena y recobrar el reino y la princesa al final, en medio de la alegría y la fiesta de todo mundo. Melba ahora: traficante de lo que sea, profesora de todo: de tai chi, aerobics y esoterismo, fayuquera: "Mira qué chulada que me acaban de traer de la frontera"; espantapájaros, cómica, tercera, celestina, proxeneta: "¿Quién te gusta, mi amor? ¿A quién quieres que te consiga, mi vida? Aquí Mamá Cachimba velando por la cachondería de sus cachorritos"; que se veía más vieja --flaca, como correosa-- con su cuerpo de gimnasta que en privado seguía siendo todo su orgullo. Era un cuerpo bien conservado el de Melba, para su edad, que no se vería tan mal si no se vistiese como una jovencita, con esa carota arrugada; sólo los jotos la aplaudían, la urgían en las fiestas a bailar en medio de todos, a hacer el strip-tease. Melba transísima, grillísima, la de las influencias y las palancas y las audiencias y nomás vamos a ver al licenciado, mi vida, y verás cómo todo se te arregla; chambeadora, poquitacosa pero gritona y aventada; cuando no había de otra, a esconder la cara en el maquillaje y a presumir el cuerpo en el burlesque, total ¿y qué?, ya el público ni se da cuenta de nada, chance y hasta novio se saca; traficante de lo que sea. Pero leal, leal, leal hasta la muerte con los caídos, así como dolida y envidiosa e implacablemente venenosa con los que ascienden. En cambio, ve a los que mima la vida con el verduzco placer de esperar su derrumbe inevitable, de constatar cómo empiezan a derrumbarse antes de que nadie siquiera lo sospeche. "Aquí los espero, parece decir; aquí nos vemos: aquí es donde se necesita talento para sobrevivir, y brillar aunque sea un poco, y no odiarse, y sacar alegría de nada cuando no hay de qué, ni remotamente, entusiasmarse". No tiene un lenguaje tan articulado. Es lo que traduces del malévolo brillo de sus reojos, de sus sarcásticas sonrisas laterales. Pero tú pensabas, te decías: María, qué lejano está todo, qué irreal es todo lo que me rodea, como si en realidad nada existiera; qué silencioso, como si nadie hiciera ruido; qué pacífico, como si entre los demás y yo hubieran crecido protectoras murallas de cristal; como si ni en mi mente, ni fuera, estuviera existiendo nada: nada estuviera ocurriendo: simples imágenes como juegos ópticos de video musical, delirios y pesadillas como combinaciones fotográficas pulidas, rapidísimas. Me sentía débil. Recordaba que me habían ardido los ojos de tanto dormir. Que quería quedarme así. Que podrías quedarte así, en blanco, sin ver ni oír nada de tu alrededor. Todo lo escuchaba como ecos. Todo lo escuchabas como ecos. Chorreaba el surtidor de la fuente. El chorro de la fuente. Había un gran patio con una fuente azul cubierta de mosaicos. De niña me gustaba correr a mojarme los dedos en esa fuente. El patio de una casa con tejas, con enredaderas. Sí: las tías, ¿las tías? Las vi acercarse a mí, sonrientes, con sus vestidos largos y oscuros, sus trenzas; me sonreían, me amaban, me protegían... venían por allá; eran casi ancianas; me decían: --María. ¿María? No: era Melba: se estaba echando el tarot a sí misma: se echaba el tarot para todo, hasta para decidir qué ropa había de ponerse para ir a la discotheque, como si mejorara en algo. Pero llegaba ávida, con los ojos brillantes, como esperando realizaciones ciertas, segurísimas, inmediatas. ¿Las tendría? ¿Cómo se las arreglaría? "Celestina, putavieja". Estaba chismeando con el tarot sobre mí: le preguntaba cosas sucias, escondidas, sobre mí; chismeaba sobre mí con las cartas como una comadre a la salida de misa. Hacía sucias teorías sobre mí. El tarot le respondía. A mí no quería leérmelo (claro que yo no quería saber mi futuro, no me importaba, ya no había futuro, ya se había quebrado aunque yo siguiera --ah, pero el pasado: me gustaría conocerlo esa tarde, revivirlo esa tarde, porque antes... había sido irreal: conocerlo es vivirlo: es más: recobrarlo, redimirlo, modificarlo: que volviera a ocurrir, ahora en serio, en las cartas del tarot). La infancia, la fuente, las tejas, las tías ancianas y buenas que se acercaban y me decían: --María... --¿María? Indudablemente ya Melba había obtenido lo que quería saber. Lo exhibía en esa sonrisita socarrona de chismosilla malévola, satisfecha: colmada. Volteó a mirarme con tal atmósfera triunfal, casi obscena, casi resplandeciente: Melba sí lo sabía todo, el tarot le había dicho todos mis secretos --mi infancia, la fuente, las tejas, las tías-- y no me los iba a confiar por lo pronto porque no quería inquietarme... ¡Puta maldita!, putavieja, putavieja: "Celestina putavieja", como ella misma gritaba con acento madrileño, cuando le daba por el autoescarnio, la Melba. Llena, hinchada de mis secretos. Ahora cambió de inmediato las facciones, Actor's Studio a la mexicana, ¡guácala! Y según ella --otro personaje, la Bella Indiferente-- no había pasado nada. Se te acercó con una solicitud de monja enfermera, que te sobresaltó: --María... ¿María? --¿Quieres otro tecito? No, yo no quería ningún tecito. Por favor, Melba, nada de tecitos. María, por favor nada de tecitos. En el hospital, una monja sucia, una monja fea, una monja sargento, me había querido hinchar de tecitos. Me obligaba a tragar te a todas horas. Esa misma monja me había hecho un lavado de estómago. Sin la menor delicadeza. Con brutalidad. Con crueldad. Esa monja disfrutaba. Esa monja me odiaba. No: era el propio Dios que me odiaba porque había yo querido quitarme la vida. "Es el único pecado imperdonable", me susurraba la monja al oído. Estabas sudando entre tu bata y mantas y sábanas y almohadas blancas, en el cuarto blanco, y la Blanca Monja te hacía sudar más, sudores helados: --Es el mayor pecado que el hombre puede cometer... No hay peor pecado que ése... Pero ahora era el propio Dios quien me susurraba, con un aliento podrido de dientes inmemoriales y grasas indigestas. No: eras tú misma, María, me dije: tu cadáver resurrecto pero podrido a medias, seco a medias, terroso a medias como raíces de manglar, animal a medias como cabra atarantada en mitad de las funciones del rastro; alma a medias que todavía no se despoja de los sanguinolentos lazos corporales, de los coágulos: eras tú misma, guarecida por ropas blancas de monja, la que se inundaba de un sudor que te chorreaba hasta los labios vellosos, arrugados, de anciana o de feto, de Dios o de gato humanizado; la que me ordenaba perentoriamente: --¡Duerme! ¿O eso era Dios? ¡Eso! ¿Eso era Dios? No: tenía que ser la Monja Podrida y Blanca: --¡Duerme! Y ahora sí, María, me dije. Por fin la autoridad te salvaba: qué relajación obedecer: obedecer al terror, al asco. Ser nada. Sentí cómo me iba aflojando, soltando --ríos, aguas, riego, tierras con aguas espumosas, florecillas-- para desvanecerme: para morirme de una buena vez, y para siempre. Pero no: la orden era otra. Y ahora la Monja y Dios, María, te zarandean, te jalan, te queman la boca con una hirviente medicina: --Traga --te ordena Dios con tu rostro leproso de cadáver insepulto, semirresurrecto, cubierto con velos de monja o sábanas de paciente. --Aquí está tu tecito, Chula --dijo Melba. Es nomás tila con valeriana, María, me dije. Debes ser buena niña, María. Sería una ingratitud imperdonable no darle las gracias a la buena Melba, no sonreírle (¡La Monja, Dios!), no darle un trago al tecito. En la pantalla de tele me parecía chistosísima la cara, la figura del cantante. --Qué visiones --exclamé. --Sí, está cuerísimo --dijo Melba. No, pensé, está monstruoso: monstruoso, monstruoso, y me descubrí riéndome, y Melba también reía del gusto de que yo me volviera a reír (el tarot no se equivocaba jamás), pero yo no quería reírme, no, para nada: ya ni siquiera el cantante estaba en la pantalla, sino un locutor severo y anodino, ahora se trataba del pronóstico del tiempo. --¿Qué, estás loca, chula? --me preguntó Melba, muerta de risa. Me dolía el estómago de tanto reírme. --Ya, ya... Que ya no se ría Melba, por favor, que ya no se ría, pensaba: te hace reír, que ya no se ría. Pero Melba cree que realmente lo que quieres es reír más, María, se lo dijo el tarot (debió haber salido El Loco), y te hace caras bobas y hasta quiere hacerte cosquillas en la planta de los pies; y tú ya no aguantas más, por favor, y le muerdes la manga de la chaqueta, y entonces ella cree que se trata de jugar a los perros, y te ladra, y el eunuco gato Endimión salta despavorido de entre las cobijas, María, y ríes más, se te va a desgarrar el estómago... Tocan. (Los médicos, la monja, Dios.) Te aterras, María. Pero no: No puede ser la monja. Ni tu hermana Elena, que es como monja. Ni Dios. Nadie sabe que estás aquí. Ni siquiera se imaginan quién se hizo pasar por tu esposo y te sacó del manicomio... --Orita vengo. Ahora, por primera vez, desde la noche del intento de suicidio, quedé realmente sola; en el hospital todos te vigilaban, María: ahora estás sola, sin que nadie te esté vigilando, frente a la tele que pasa un partido de beisbol. Subí más el volumen con el control remoto, para no escuchar ningún ruido de la sala. No, no podía explicarme nítidamente lo que me había pasado en los últimos meses; no recordaba más que había sufrido entonces una especie de enfermedad. Era como irme haciendo menos y menos. Todo me empezó a dar miedo. Me dominaban súbitos, irreprimibles accesos de cólera. Todo se había complicado: un divorcio, un aborto, hasta una enfermedad venérea cogida en una claudicación bochornosa --cediste para castigarte más, como para ensayar cómo asesinarte, María, me dije--, en un hotel sucio, con un casi desconocido, un clarinetista que no quiso volverte a hablar siquiera. Noche en que te tomaron como puta y te trataron como a tal, María, me dije, me digo: y todo lo agradeciste, que siquiera te miraran, eso agradeciste desde los pedazos de tu autoestima como botellas rotas. Tú atónita, María: no, te decías, no puede ser, se trata de una confusión, estoy loca, estoy delirando, esto no me está pasando a mí, yo sólo soy espectadora como en el cine; no, nada de esto está ocurriendo en serio, no es a mí, yo no me merezco esto, a mí no se me trata así: es una broma, una fantasía. Y no: claro que era a ti, tú eras la puta ebria que no se estimaba nada y para nada, con los ojos ennegrecidos de rimmel, encharcados de un llanto obsesivo, y al clarinetista ya lo tenías más que harto, y ya se quería largar, y tú más le suplicabas, te le arrojabas a los pies, lo abrazabas, lo rasguñabas; estabas histérica, histérica, te gritaba el clarinetista: ¿por qué le pasaba a él esto de meterse con una histérica?, y mocos el madrazo, el desgarrón de la blusa, y el te calmas o te calmas, y el ¿no que no? Así se trataba a las viejas jodidas como tú. Y el recuerdo te lo dieron con tu prueba de sífilis positiva. Reprodúcelo, María, me estaba diciendo a mí misma esa tarde, refugiada en casa de Melba, frente al televisor prendido en un partido de beisbol, estruendos y rechinidos, para aislarme de la visita que reía en la sala; coge una hoja de papel y escribe una carta a nadie, la rompes en seguida, pero que llegue a escribirse siquiera, por un momento tan solo. Sí, desde el principio de la decisión. Acogiste de pronto la idea de matarte casi con alegría, hasta con triunfo. Cuando todos y todo eran enemigos y te tenían agarrada del cogote, ¡escapabas! Te pusiste feliz con sólo pensarlo, ahora sí que como loquita, ¡escapabas!, y hasta decidiste celebrarlo. Llevabas días de no comer y se te ocurrió de pronto atracarte de galletas y chuparlas por aquí y por allá, niña loca, mientras te preparabas un cocktail infalible de nembutales. Paro cardiaco, ¡hummm...! Tu cuarto se había vuelto un tiradero, sí, y a patadas, y aventando cosas, te hiciste un sitio cómodo frente a la ventana. El último brindis, dijiste, ¡ja! Y recordaste entonces a no sé qué romano que daba gracias a los dioses supremos porque, a final de cuentas, dejaban a cada hombre su propia salida del mundo. Como quien dice: la libertad de levantarnos de la mesa de juego, decir: "No voy más", y salir a darse un tiro. Eso me estaba diciendo, me digo. Pero ah, los días anteriores --¿días, meses, años?--, ¿cuándo realmente empezaste a sospechar que eras tú, María, la que tan duramente enjuiciaba la realidad, quien estaba mal o al menos quien resultaba más débil, y no los demás: no los que te rodeaban, que mal que bien parecían seguir su camino ajeno sin problemas? Reproduce, María, la sensación de caer, la experiencia del fracaso. No supiste a ciencia cierta si se trataba sólo de una caída o del desastre, hasta que ya fue demasiado tarde y te encontraste diciéndote a ti misma: "Se chingó todo". Antes de que alguien te gritara golfa o puta la primera vez, María, ¿cómo ibas a suponer que ya lo estabas siendo? Era tan sólida la certidumbre en tu juventud de haber nacido para ser fuerte y querida en una realidad que solía amoldarse a las exigencias que le ibas imponiendo. Te es difícil, te es imposible, María, decir que ya no existe, que ya no eres esa chica de aire fresco, ideas naturales, cuerpo seguro. Segura de agradar y de gustar. La vida estaba ahí, dorada, y había que cogerla ya, estaba bruñida en su pleno instante, entre el follaje jugoso y verde. Reproduce, María, reproduce: de pronto estás ya en el fondo del pozo, ya no hay muchas salidas hacia arriba. Y de cualquier forma, ya no tienes fuerzas para salir. Entonces lo sabes: tú no eres de las que triunfan, ni de las que se salvan, ni de las que salen, María. Eso ya es casi una tranquilidad; hasta encuentras fácil hacer como si te desvanecieras, ponerte en blanco: no existes más. Se acabaron los tiempos en que todo vociferaba sobre ti: Dios y la monja y los médicos y tu hermana y los vecinos y el clarinetista que te gritaba: --¡Con un carajo, pinche histérica, cállate de una vez! De repente, todo mundo puede hacerle mal a una tan fácilmente, constatabas; que si los otros lo hubieran sabido, hasta con un soplo entonces pudieron haberte derribado, María; cualquier cosa te dañaba; constatabas, María, que ya no podías --no era elección, era simplemente poderlo hacer o no, como poder seguir corriendo o pararse, cuando ya no se respira--, que ya no podías materialmente vivir una hora más, ni media hora, ni siquiera cinco minutos más, ni un minuto. Habías alcanzado al fin tu propio límite, ¡y escapabas! Pero aquí estaban las voces. No quise abrir los ojos, no. No: Otra Monja. Otra Monja, no. Cerrar los ojos, huír antes de que te dejaran nuevamente, María, como en el hospital, con la Otra Monja. --La bella durmiente --bromea Melba, enmudeciendo la televisión. ¿Será posible, putavieja? ¿Te está vendiendo: está vendiendo tu cadáver, María? No, que va: un conecte de mota, o cartas, o una limpia, o anda comprando-vendiendo cualquier aparato. Qué no haces, Melba. Melba, Melba, vieja sórdida, hubieras querido gritarle: qué tanto le ves a la vida, por qué andas todo el tiempo en chinga para vivir más y más, y dinero y más, y el trago y la droga y más, y los vestidos y más, a tu edad: ¿Qué haces en secreto? ¿Alquilas hombres? ¿Tienes un padrote? ¿Con qué sórdida trampa te atrapó la vida y te tiene viviendo a toda velocidad? ¿No será que en el fondo eres una madre secreta, una madre abnegada, y los domingos te disfrazas y llevas el dinero sucio a un orfanatorio, donde está tu hija, a una güerita que es un primor de Dios? ¿Para qué tanta gula de vivir, bruja? ¿Para tu eunuco gato Endimión? Mejor dormir, María, me dije. No vas a abrir los párpados por nada del mundo. No vas a dejar de fingir la respiración acompasada. Junté mis escasas fuerzas y me ordené: ¡Duerme! --Por poco se nos va viva --dice Melba--; fue una suerte que la vecina sospechara: como se repetía el mismo disco... Estaba re peda. --¿Es alcohólica? --otra voz. Desconocida. Atractiva: juvenil. Pero algo ronca. Con una especie de suavidad apagada. No, no era C. El cuerazo de C.: el Caballo de Espadas, el feroz Caballo de Espadas, el salvador Caballo de Espadas. Con sus ojos tristísimos en ese rostro de ángel duro, de mandíbulas duras y facciones bien dibujadas, casi de niño, si no hubiera tanta dureza, tanta tristeza. Tu feroz Varón de Dolores. Él te salvó del hospital. ¡Si fuera C., que sólo se queda junto a ti las horas, callado, con un te o una cerveza, pero las horas, mirándote como al vacío! ¡Si fuera mi Caballo de Espadas!, me dije. Pinche Melba: te exhibe como monstruo de circo, María, me dije. ¡La suicida! ¿Cuánto por manosear a la insepulta? ¿Cuánto por cogerse a la resurrecta? ¿Qué verguenza, qué ira: no abrirás los párpados. --Borracha nada más, en los últimos meses. Con la depresión... Pero eso la ayudó --sabia, doctoral, la Melba. --¿Cómo que eso la ayudó? --Por nada del mundo vas a abrir los párpados. La voz suena arrogante y joven, espesa, atractiva, odiosa: imaginas tu rostro como máscara de cera, un semblante patibulario, apenas fantasmagórico en la semipenumbra azulada de la televisión: ¿se verán así los rostros convocados por los mediums?; el arrogante jovencito te cree vieja y acabada, y te examina con lástima o misericordia o con curiosidad morbosa o una cortesía embarazosa... --Estaba tan peda que vomitó buena parte de las pastillas: se había tragado toda una farmacia. --Debió ser guapa... --Si todavía no ha muerto, tú... Defiende su mercancía, la Melba. No: no estás alucinando; adviertes que con el pretexto de cubrirte con una manta, el extraño te está tocando demasiado. Prepárate para las humillaciones, te dices, María. Dios, la Monja, la Otra Monja, el Clarinetista. Pero Melba no lo va a permitir. Melba estará de tu lado mientras estés caída. Puedes confiar en ella: es lo que te queda. Y además, María, recuerda, cálmate: ahora sabes que ya nadie puede tocarte. Ya te tocaste a ti misma. Te violaste tú misma. Cruzaste la línea de sombra. Todas las fronteras. No hay vejación que no conozcas. Ya no hay nada que perder. Que digan lo que quieran. Tú estás lejos. Estás al otro lado. En la otra orilla. Estás lejos, estás lejos. Estás. Este no es tu cuerpo. No están hablando de ti. --¿Cómo serán sus ojos? --Déjala en paz. ¿No ves que está convaleciendo? --Se ve tan pura, tan misteriosa, ¿Cómo serán sus ojos? --Que la dejes en paz. ¿No ves que está convaleciendo? --Se ve tan pura, tan misteriosa, tan... --Ya bájale, pinche Toño --dijo Melba--, ¿cómo quieres que se vea? Se ve como una convaleciente --y lo sacó de la habitación. Gracias, Melba, pensé. Poco después me quedé dormida. (De El Castigador, ERA, 1995)

miércoles, 1 de diciembre de 2021

UN TIPÓGRAFO DE LUCAS ALAMÁN


UN TIPÓGRAFO DE LUCAS ALAMÁN


La Fortuna, así como la Fatalidad, llamada a veces Ananké por los poetas arcádicos de El Diario de México —mucho más cultos y profundos para el viejo tipógrafo Marcelino Pomar que los nuevos romanticones a quienes todo se les iba en cantar (a menudo venalmente) a los generalillos y tiranos del nuevo México independiente—, debían en efecto constituir algo más que figuras retóricas o poéticas, que emblemas o metáforas. Debían ser diosas de total existencia y poderes absolutos.
         Ahí estaba la muestra. La Fortuna había sonreído a don Lucas Alamán desde la cuna: familia cariñosa y responsable, estudios privilegiados en el Real Colegio de Minas y en Europa, relaciones inmejorables con la aristocracia local y con sus patrones o socios europeos, los descendientes de Hernán Cortés; los grandes puestos gubernamentales, o los negocios privados, cuando caían los regímenes que hacían posibles aquéllos.
         Cierto que se decía que don Lucas y su familia estuvieron a punto de ser masacrados por la plebe insurgente de Hidalgo en Guanajuato; que se quiso linchar al poderoso conservador en algunas asonadas liberales, que se le llevó a juicio como autor intelectual del asesinato de Vicente Guerrero. Pero aun en caso de que no resultaran exageradas o hasta inventadas algunas de sus peripecias, don Lucas era (ante los ojos de Marcelino) el ejemplo del más amado discípulo de la Fortuna.
         Toda la cornucopia intelectual, política, económica, social se había derramado en sus ojos claros y en ese acentillo francés, que él, Alamán, tan insolentemente erigido en el campeón de la “verdadera mexicanidad”, la española, había traído de sus juveniles viajes por la vieja Europa.
         También la Fortuna parecía haberle sonreído con los favores de la virtud, pues se hablaba de su conducta intachable como individuo y padre de familia. (Su único pecado: “untar” la mano de Santa Anna y sus ministros para favorecer los negocios de sus patrones, los herederos de Cortés, murmuraba Marcelino.)
         Ahora la Fortuna coronaba a su dilecto: le permitía llevar a feliz culminación su versión de la historia del México independiente; a su gusto, con sus datos, su inteligencia y su escritura, mucho más atildados, rigurosos y brillantes que los de sus antecesores y contrincantes. Se iba a comer solito todo un medio siglo de su país.
         En 1849 había entregado a la imprenta de la calle de Palma el primer tomo de la Historia de México desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente. ¡Y le había tocado, en el colmo de sus infortunios, tipografiarla a él, al poeta y orador incomprendido, caído en el olvido y la miseria a su dura vejez: Marcelino Pomar!
         La Fatalidad o la Ananké también debía existir con plenitud terrorífica, y Dios sabía por qué caprichos de las esferas —los “globos”, poetizaría Carpio— o los olimpos se había encarnizado con Marcelino. Nadie recordaba sus versos ni sus discursos, que conocieron momentos de digamos aplausos y hurras callejeros veinte años atrás: sus excelentes ortografía y caligrafía le ganaban puestos de ganapán editorial: tipógrafo, secretario, corrector de estilo.
         Como la Imprenta de J. M. Lara quería quedar muy bien con Alamán llamó al más confiable de los tipógrafos, al más responsable, al de mejor ortografía, para dar lustre a la obra monumental: Marcelino, odiador de don Lucas desde sus juventudes.
         Nunca se habían tratado. Para don Lucas representaría en todo caso, si llegara por milagro a recordar algunas de sus participaciones en el Congreso, un mestizo aindiado, un pedante afrancesado que no sabía pronunciar pasablemente una sola palabra francesa, un mistificador a la manera de Carlos María de Bustamante, de esos empeñados en reducir la historia patria a cuentos de hadas, o a cuentos para niños, o a cuentos para borrachos en fechas cívicas. Los historiadores de los Pípilas.
         Marcelino acató el rol que le imponían las divinidades. Colaborar en el monumento de su enemigo. Tampoco contaba con otras ofertas de empleo. Añadió su particular concepción de la honradez y el decoro. A lo largo de varios años, la obra en cinco volúmenes quedó impresa mucho mejor de lo que podía esperarse de una mera edición mexicana (grafías como “Lúcas Alaman” [sic] no importaban por aquellos años), y don Marcelino hasta recibió humildemente algunas botellas de excelente vino español con que don Lucas le agradeció soberanamente, por medio de un criado, su puntilloso trabajo.
         Nunca sospechó el europeizado historiador, para quien la mejor mexicanidad consistía precisamente en lograr los bienes, las luces y el modo de vida social europeos, el retenido odio, el autosacrificio silencioso de su tipógrafo al trasladar a móviles tipos de plomo sus furiosas andanadas manuscritas contra indios, indiadas, cuasindiadas y las barbaries que, según él, los acompañan.
         Marcelino escribía sus reflexiones en cuadernos que no conocieron la imprenta.  En su juventud los habría leído en cafés, mercados, estanquillos, cantinas. Ahora era un viejo viudo que sabía que sus antiguos escritos no tenían valor alguno —¡Ananké, Ananké!—, y que los nuevos probablemente no eran mejores. Pero escribía a falta de amigos con quienes conjurar. En la vejez se tienen pocos amigos, y nada importa a cada viejo sino sus propias dolencias.
         Uno de los momentos que más indignaron a Marcelino Pomar fue la diatriba diabólica, la voltaireana —verdades contrahechas con estilo elegante y engañoso— refutación de don Lucas del Acta de Independencia. En ésta, por obra de un antiguo y fuerte espíritu de simpatía entre todas las clases hacia los aztecas (salvo los españoles y unos poquitos criollos engreídos, como Alamán), se advertía una reivindicación, hasta una restauración pomposa del aztequismo.
         Sor Juana, Sigüenza, Clavijero, para no ir más lejos, habían comparado a los aztecas (que era una manera de nombrar a casi todos los indios mexicanos) con los héroes, dioses y mitos de Grecia y de Roma. No fue, pues, sino natural, que insurgentes de todos los bandos (radicales, moderados, conservadores) firmaran el concepto de que España había “usurpado” a la nación azteca el trono del Anáhuac, que ahora volvía a los legítimos herederos de los tlatoanis y del pueblo mexica.
         Pues no, afirmaba sardónicamente Alamán: sois unos imbéciles —lo escribió en estilo más elegante—: los aztecas ya no existen, ya se perdieron en el fondo de la historia; sino un pueblo nuevo surgido de la matriz española. ¿No os dais cuenta de que vuestros apellidos no son indios, ni el idioma en que habéis redactado y firmado tal acta restitutoria de la legitimidad azteca? El México independiente había comenzado, pues, con una farsa de idiotas.
         No estaba de acuerdo Marcelino Pomar con tal chiste, pero para nada; y algo de ello apuntó en sus cuadernillos. Primero anotó la contradictio in adjecto de Alamán, al dar por un lado por abolidos a los aztecas, y al afirmar en muchos otros que toda la barbarie, suciedad, vagancia, hipocresía, ebriedad, ignorancia e intemperancia de los aztecas continuaban a la luz del día, para no mencionar su brutalidad de guerreros inmisericordes manifestada en las revueltas insurgentes y posteriores. ¿No que ya no había aztecas, don Lucas? ¿Entonces quiénes lo espantaron en Guanajuato? ¿Una plebe no-étnica?
         Luego otra contradictio in adjecto. El guapo y güerito Alamán no pensaba abolida la “hispanidad medieval”, ni siquiera la romana. Se veía al espejo (Marcelino sospechaba  que don Lucas, aun anciano, se veía siempre al espejo) y se descubría como todo un godo y hasta como todo un cónsul romano. Hispania inmortal. Sostenía que España existió desde mucho antes de Séneca y continuaba tan campante. En cambio, todos los aztecas se murieron enseguidita.
         Bueno: los espejos reflejaban muchas cosas. Marcelino recurría poco a él, pero descubría en sus facciones de tipógrafo moreno un consumado tipo azteca, del tipo que ya se estaba divulgado en cuadros y litografías arqueológicas o pintorescas. La fisonomía perduraba, tenaz. Casi todos los mexicanos de 1849 se veían igualitos a las imágenes de Juan Diego. ¡Cualquiera servía para representar a Juan Diego en una pastolera o “comedia sacra”! ¡Cualquiera para bailar empenachado en la Villa!
         A mayor abundamiento: si se salía a las calles, se encontraban los mismos rostros, los mismos cuerpos, las mismas miradas de 1519 en la Plaza Mayor y en las milpas de 1849. Las había también en el ejército, entre los políticos e intelectuales; hasta en los sacerdotes, hacendados y comerciantes. Nada pues había sido abolido. Y ya andaban dando lata por ahí algunos aztequísimos: El Nigromante, Altamirano, Juárez.
         ¿La lengua, el vestido, las costumbres? Sabemos, decía Marcelino, que en un principio los aztecas eran bárbaros del norte, chichimecas, y que no hablaban náhuatl; que lo aprendieron por veneración y recuperación de la milenaria civilización mesoamericana. Los españoles alguna vez hablaron latín, fenicio, ibero, celta, vaya usted a saber cuántas lenguas más.
         Todas las razas cambiaban de manera de vestir a través de los siglos, sin perder nada con ello. Carlos III se vestía muy diferente que Séneca. ¿Por qué había de usar plumas y taparrabos un azteca capitalino del siglo XIX, de lengua española? ¿Acaso los españoles del siglo XIX se seguían vistiendo como romanos o moros, y hablando sus lenguajes antiguos?
         Se podía muy bien, en consecuencia, seguir siendo azteca hasta sin náhuatl, sin penachos ni sacrificios humanos. Ahí estaban los aztecas, de bulto, en calles, templos, chinampas, cuarteles y mercados.
         Pudo haber demagogia, concluía Marcelino, en el Acta de Independencia, pero no despropósitos. El pueblo azteca ahí andaba, con bastante más náhuatl oral que español, por cierto; y con calzones españoles de manta que en nada contradecían la fidelidad a las tortillas y al pulque.
         O de una manera más clara: indios, igualitos en figura y en muchas ideas y costumbres a sus antecesores aztecas, chalcas, texcocanos, otomíes, totonacas, zapotecos, mayas. Por resumen se consideraba a todos los indios mesoamericanos “aztecas”, pues el propio Carlos V creyó que todo México era “un imperio azteca” de Moctezuma. Así seguimos generalizando con los millones de personas de China, del Islam o de la India: todos “chinos, árabes o hindús”, aunque provengan de Siam, Marruecos, Manchuria o Corea. Así denominamos en bola como “españoles” a una docena de pueblos llamados vascos, asturianos, gallegos, aragoneses, catalanes, canarios, castellanos...
         ¿Y ese “nuevo pueblo” surgido de matriz española, cristianísimo, moderno, que tanto idealizaba don Lucas Alamán, no era en todo caso una invención política o una quimera, tanto como esa indianidad o aztequidad permanentes, supervivientes a cataclismos y cambios, en la mayoría de la población?
         Las ideas de don Lucas siempre fueron combatidas en los periódicos liberales. Su mayor refutador, su mayor conocedor, se conservó mudo y anónimo. Le pareció tan natural el tejido de falacias de don Lucas que esperó que se revelara por sí mismo en la Historia de México desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta nuestros días. En su opinión, proclamaba su refutación en su propio texto.
         Por lo demás, Marcelino estaba marcado por la Ananké, y sus intentos, en consecuencia, condenados desde el principio al fracaso. Habría tarde o temprano algún lector de don Lucas a quien también sonriera la Fortuna, y a éste tocaría denunciarlo todo. ¡Que don Lucas regurgitara el medio siglo de historia mexicana que se había tragado solito!
         En parte, Marcelino dedicó su paciencia de tipógrafo y corrector a producir un texto (casi) perfecto, pensando a ratos menos en don Lucas que en ese futuro vengador, con quien todas las noches soñaba.
         Don Marcelino asistió al suntuoso sepelio de don Lucas. Su cara de macehual viejo, su levita pringosa y sus pantalones y zapatos remendados, su bastón de palo, desentonaban entre los dolientes encopetados, casi monárquicos.
         Una dama razonó: “Debe tratarse de un beneficiario de don Lucas. Tenía la mala costumbre de dar limosnas a todo mundo. Por lo menos uno de sus limosneros le salió agradecido. Porque la gratitud nunca fue virtud de los aztecas, ni de los antiguos caníbales ni de los nuevos palurdos”.




viernes, 5 de noviembre de 2021

LECTORES DE MIL NOCHES Y UNA NOCHE

 

Lectores de mil noches y una noche

por José Joaquín Blanco

 

 

VOLLAND, BURTON, MARDRUS

Desde 1704, gracias a una versión francesa, versallesca, de Antoine Volland, cundió abiertamente por la cultura occidental la influencia de Las mil y una noches, aunque de una manera subrepticia había existido al menos desde el siglo IX y dejado huellas en todas las literaturas europeas, especialmente en la española, tan ligada por entonces a la árabe. Es probable que se trate del mejor libro del mundo, rango en que compite (dicen) con la Biblia, Homero, Platón, Ovidio, Plutarco... Yo prefiero a Sherezada, o Gerazada, como la llama mi traducción castellana de Blasco Ibáñez de la versión “alterna” de Mardrus: Las mil noches y una noche.

         Como refundición y culminación de la imaginería y de la civilización medieval islámica -del Mediterráneo a Arabia y Persia; Siria, Turquía, Grecia; de la China a la India, Egipto, el Sahara y Etiopía-, ese libro de todos los libros incluía tradiciones orientales “populares” recientes de estas regiones e incluso otras, antiquísimas, preislámicas (algunos de sus genios o monstruos son claros residuos de las religiones asirias y babilónicas); así como varias griegas (Polifemo), judías y cristianas, y algunas evidentes aportaciones individuales de autores cultos o de juglares y cuenteros (esa especie de narradores orales, analfabetas, callejeros, que Paul Bowles todavía alcanzó a registrar con grabadora a mediados del siglo XX, y cuyas improvisaciones no se diferencian mucho de las de sus antecesores de hace mil años).

         En infinidad de poemas, leyendas y cuentos europeos, medievales y renacentistas (las jarchas, Dante, Boccaccio, Ariosto), se trasluce esa inspiración, que a partir del siglo XVIII, gracias a Volland, retoma vigor y permea la cultura ilustrada de Montesquieu (Cartas persas) y Voltaire (Zadig, La princesa de Babilonia, Historia del buen Brahmín), del Doctor Johnson (Rasselas) y Swift (Los viajes de Gulliver), y toda la boga exótica del Oriente de aventureros y náufragos en mundos exóticos; los jeques, los serrallos y los califas -que, de cualquier modo, ya habían anticipado tanto Molière como Racine desde mediados del siglo XVII, para no hablar de los españoles del Siglo de Oro: Lope de Vega y Cervantes: Cide Hamete Benengeli, a quien Cervantes imagina como autor de su Quijote, es un narrador milyunanochesco.

         La imaginación como cuerno de la abundancia: los genios en botellas y lámparas maravillosas; las aves gigantescas y los gigantes voladores; las alfombras y los anillos mágicos, los talismanes, la alquimia, la magia negra y los conjuros cabalísticos; los palacios de alabastro y los ríos y montañas de piedras preciosas; los baños y las fuentes de ensueño, los mundos submarinos, las galerías laberínticas dentro de las montañas y los desiertos y las ciudades como otros tantos laberintos, los jardines espléndidos;  los eunucos y los visires luciferinos o ingeniosos; la opulenta civilización artesanal y comercial de sastres, carpinteros, herreros, granjeros, arquitectos, cocineros, joyeros, tapiceros, tejedores, boticarios de variedad y lujo casi modernos; los mercaderes que recorren medio mundo; las otras especies digamos humanoides que no descienden de Adán: hombres-ave, hombres-pez, hombres-serpiente, hombres-bestias, genios esclavizados por Salomón (muchas especies), diablos, monstruos, prodigios; los mendigos o vagos que se vuelven sultanes y los sultanes que devienen mendigos o monjes mendicantes, vagabundos, derviches; astrólogos, bufones, poetas, artesanos, brujas, hechiceros, comerciantes de zocos abigarrados; populosas cortes burocráticas; caravanas y flotas en perpetuos vuelcos de la fortuna; las metamorfosis de unas personas (o genios) en otras (o en fantasmas), en animales o en objetos; Aladino, Simbad, Alibabá, las huríes; las travesuras del hachís y otros enervantes...

         Ese exotismo milyunanochesco está presente en el romanticismo y dará, con Stevenson, unas Nuevas mil y una noches, para mayor gloria del califa Harún Al-Rashid, cuya melancolía lo llevaba a disfrazarse por las noches de paisano y recorrer Bagdad entre la plebe, e infinidad de textos y obras musicales y plásticas en todo el orbe (Mozart, Delacroix, Rimsky-Korsakoff). En Las mil y una noches están todos los cuentos que se quiera: lo mismo La vida es sueño que Turandot, La Cenicienta, La Bella Durmiente y el caballo mágico, Clavileño, de Don Quijote; las fábulas y “ejemplos” del Conde Lucanor y de La Fontaine. La “revolución” literaria sexualista (Joyce, Miller, Genet) del siglo XX es pálida y desabrida, chambona, en comparación con el libérrimo regocijo literario en la sexualidad medieval de Las mil y una noches, a las que sólo las anteojeras del fanatismo académico podrían calificar de “machistas”. Ciertamente predomina el varón, sobre todo el varón rico y poderoso, pero en ese libro las mujeres -velos y serrallos y todo- tienen más presencia, poder, voz, espacio, inteligencia, energía y vida que en toda la literatura medieval europea junta. Y es, al menos retóricamente, un libro narrado por una mujer que celebra y defiende mucho a las mujeres.

         Como sus compañeros aspirantes al rango del “mejor libro del mundo”, ya lo hemos leído aunque no lo hayamos abierto jamás: está en el folklore de todos los países, en todas las literaturas y, en nuestro tiempo, abrumadoramente, en el cine y la televisión. Parece que el tejido general -el sultán desengañado de las mujeres que se decide a decapitar a Sherezada, como a sus otras esposas y concubinas, al día siguiente de su noche de bodas, para no darle oportunidad de infidelidades, destino que ella sabiamente evita narrándole cada noche una serie de cuentos que lo fascinan e intrigan, hasta que en la noche 1001 (cifra que significa todas las noches, o el infinito) ya es demasiado tarde: entretanto el sultán se ha enamorado y ha procreado con ella tres hijos- se impuso desde los siglos VIII o IX. Se sabe que en diversas regiones del mundo islámico se fueron componiendo innumerables códices paralelos, con variantes significativas, aunque casi siempre conservaban las mismas cincuenta o cien historias culminantes, indispensables. De esos innumerables códices parece que sobrevive una docena azarosa.

         En el siglo XIX diversos investigadores y escritores recobraron y divulgaron algunos de esos códices (especialmente la versión inglesa de 1885 de sir Richard Burton). Todos ellos empero, siguiendo la primera tendencia de Antoine Volland, europeizaron demasiado la obra árabe-persa-hindú-china-africana, expurgando las lubricidades, obscenidades o farsas que juzgaron indignas de tan alta obra imaginativa. En 1902, J. C. Mardrus publicó una versión francesa no expurgada con el título de Las mil noches y una noche, que causó escándalo precisamente por esas partes inoportunas o políticamente incorrectas. Jorge Luis Borges, jugando a las paradojas, prefería las refundiciones europeas -más puramente imaginativas y pulcras, más leales a la fama del libro como lectura infantil- al original, mientras que André Gide clamaba contra la falsificación de un Oriente al gusto prejuicioso de la Europa cristiana, cortesana y puritana. Vicente Blasco Ibáñez tradujo al castellano la versión francesa de Mardrus, que luego pudo conocerse en México en una magnífica edición en tres tomos verdes de Empresas Editoriales (1945), impresos, pese a su “pornografía”, en los Talleres Gráficos de la Nación.  (Hubo otras ediciones mexicanas, incluso una monumental de Editorial Nueva España, en un solo tomote, sin fecha, que pudiera remontarse a los años veinte, también impresa en esos aguerridos Talleres Gráficos de la Nación.) Esta versión de Blasco Ibáñez prevaleció entre los lectores y escritores de Latinoamérica durante todo el siglo XX: de López Velarde al colombiano León de Greiff, por ejemplo, en quien se volvió obsesiva (Obras completas, Medellín, Editorial Aguirre, 1960).

         Sin embargo, es comprensible el berrinche de Borges: Mardrus le estaba rompiendo su juguete favorito. Esa especie de inofensiva Antología de la literatura fantástica “árabe” -las versiones de Volland y Burton- se le volvía un corpus folklórico rebosante de todo. Qué nostalgia por la versión versallesca, donde los terribles orientales parecían principitos de la corte de Versalles y las huríes tenían rasgos de marquesas parisinas. Volland, por ejemplo, reducía metódicamente toda la vasta pastelería oriental a puras “tartas a la crema”, olvidándose de dátiles, almendras, especias y mieles de flores. Sin la claridosa extravagancia de Borges, quien también prefería leer el Quijote en la versión inglesa (dizque más depurada, más intelectual, mejor escrita), infinidad de autores, profesores, editores y padres de familia han optado beligerantemente por las antiguas, europeizadas versiones pudorosas, amañadas y expurgadas del libro, marginando la traducción de Mardrus, que ha quedado como un exótico título “pornográfico” para adultos licenciosos.

         Lo que constituye una exageración. Las mil y una noches siempre es -además de regocijante y maravilloso- un libro terrible, libertino y cruel, como producto de su civilización medieval y tiránica. Me parece, sin embargo, más “perverso” cuando sólo sugiere intencionada y torvamente promiscuidades o tortuosidades eróticas y sádicas, como en las contrahechuras occidentales, que cuando las enuncia con una franqueza folklórica. Como cúmulo de miles de cuentos -cada cuento o episodio de cada noche contiene, como cajas chinas, muchos otros cuentos- da lugar a todo tipo de invenciones. Ya sabemos que preferiremos, como tantas otras generaciones, a Aladino, a Alibabá, a Simbad, a la alfombra mágica, al caballo de madera, etcétera... Pero la imaginación folklórica, popular, marginada por las versiones occidentales oficiales, nos habla de algo más franco o maravilloso: los cuentos que en que se entretienen los chicos vagos, en los mercados, en las mezquitas o en las caravanas. La mayor parte del libro son esos ensueños ingenuos, la vasta imaginación del pobre y del ocioso: si Alá, que lo puede todo, me enviara un genio que me concediera tres o docenas de deseos, ¿qué le pediría? Palacios, mujeres, viajes, joyas, aventuras, los otros mundos sobrenaturales, los secretos de la magia... Es el sustrato de toda imaginación folklórica.

         Algunos cuentos develan, a primera vista, una factura refinada: invenciones de sabios, incluso invenciones escritas y corregidas acuciosamente, con una elegancia y una estrategia extremadas, geniales. Otros se solazan en la vulgaridad de las conversaciones masculinas cuando se estanca el ocio: en la versión de Mardrus, por ejemplo, proliferan los cuentos de pedos -hay un gigante volador, como elefante, que se hincha de aire para remontar el vuelo, y se va desinflando a pedos turpidísimos durante el trayecto-, que los versallescos o victorianos no reconocerían como buena literatura. Pero no es necesariamente licenciosa o libertina; no hay retorcimiento mental: es llana franqueza del habla popular, regodeo en expresiones obscenas con el único fin de botarse de risa, hasta “caerse de culo”, como no traduce Volland.

        

MIL Y UNA SIN SACAR

El lector escucha el rumor de todos esos vaguillos de todas las edades en su módico solaz de la conversación picaresca, así como en momentos especiales asiste a las imaginaciones letradas de los sabios y los poetas. Son reducidas, y poco explotadas en su sentido morboso, sino más bien en el cómico, fársico, picaresco, las escenas de homosexualidad, bestialismo, sadomasoquismo, truculencia... Pese a todo, se siente el gobierno de cierto puritanismo islámico, aun en las mayores libertades.  No hay que olvidar, sin embargo, que lo realmente tremendo existe desde el principio, cuando se nos cuenta la poco edificante historia de un rey que tiene el derecho de degollar una tras otra a sus múltiples mujeres inmediatamente después de desvirgarlas.

         Todo lo expurgado quedaba tan insinuado en la versión de Volland, que Diderot pudo componer un libro verdaderamente libertino y pornográfico, magníficamente libertino y pornográfico: Las joyas indiscretas (1748), que rivalizan en franqueza con el original árabe que no conoció. Qué tipazo ese Diderot. Su terrible travesura juega con el doble sentido de la palabra “joya” en francés, que se usaba también para la vagina; y gracias a un anillo maravilloso, milyunanochesco, convoca a monologar -bocas alternas- a todas las vaginas de la corte... incluso a las “joyas” de la tercera edad, que hablan con voz ronca, tosuda y tartajosa... ¡y lo cuentan todo!

         Yo pondría a Gil Gamés por testigo, si algún genio de la botella decide regresarlo de sus vacaciones ya demasiado prolongadas en el Turquestán, sobre si hay retorcimiento moral letrado o mera travesura picaresca en los coitos de Las mil noches y una noche de Mardrus. En la noche 835 (versión Mardrus / Blasco Ibáñez) aparecen no unas modestas “tres sin sacar”, sino unas “mil y una sin sacar”:

         “Y al punto ella vino a mí, y se echó sobre mí, y se restregó conmigo con un ardor asombroso. Y yo, ¡oh mi señor!, sentí que mi alma se albergaba por entero donde tú sabes, y di cima a la obra para que había sido requerido y a la tarea que se me pedía, y vencí lo que hasta entonces pertenecía al dominio de lo invencible, y abatí lo que había que abatir, y arrebaté lo que estaba por arrebatar, y tomé lo que pude, y di lo que era necesario, y me levanté, y me eché, y cargué, y descargué, y clavé, y forcé, y llené, y barrené, y reforcé, y excité, y apreté, y derribé, y avancé, y recomencé, y de tal manera, ¡oh mi señor sultán!, que aquella noche quien tú sabes fue el valiente a quien llaman el cordero, el herrero, el aplastante, el calamitoso, el largo, el férreo, el llorón, el abridor, el agujereador, el frotador, el irresistible báculo del derviche, la herramienta prodigiosa, el explorador, el tuerto acometedor, el alfanje del guerrero, el nadador infatigable, el ruiseñor canoro, el padre de cuello gordo, el padre de nervios gordos, el padre de huevos gordos, el padre del turbante, el padre de cabeza calva, el padre de los estremecimientos, el padre de las delicias, el padre de los terrores, el gallo sin cresta ni voz, el hijo de su padre, la herencia del pobre, el músculo caprichoso y el grueso nervio dulce. Y creo, ¡oh mi señor sultán!, que aquella noche cada remoquete fue acompañado de su explicación, cada cualidad de su prueba y cada atributo de su demostración. Y nos interrumpimos en nuestros trabajos sólo porque ya había transcurrido la noche y teníamos que levantarnos para la oración de la mañana”.

         Y en la noche 849:

         “Y durante tres días obraron de tal suerte, sin tregua ni descanso, haciendo girar la rueda por el agua, y rechinar sin interrupción el huso del jovenzuelo, y dar de mamar de su madre al cordero, y entrar el dedo en el anillo, y reposar el niño en su cuna, y abrazarse los dos gemelos, y meter el tornillo en la rosca, y alargar el cuello del camello, y picotear el gorrión a la gorriona, y piar en su nido caliente el hermoso pájaro, y atascarse de grano el pichón, y ramonear el gazapo, y rumiar el ternero, y triscar el cabrito, y pegarse piel con piel, hasta que el padre de los asaltos, que nunca quedaba mal, cesó por sí mismo de tocar la zampoña”.

        

LA EDIFICACIÓN Y EL ESPANTO

La jocundidad, la tolerancia y la alegría de esos cuentos deben ser recordadas en estos tiempos de etiquetamiento maniqueo de la cultura islámica por parte de la arrogante modernidad occidental, sin olvidar desde luego que, al igual que sus equivalentes occidentales, los personajes de Las mil noches y una noche tienen los prejuicios y las crueldades medievales de su civilización: empalamientos, mutilaciones, decapitaciones, descuartizamientos, torturas, masacres. El autoritarismo delirante de sus emires, sultanes y califas. El sometimiento postrado de las mujeres y los pobres. Pero algo hay de convivencia, de travesura, de alegría y hasta de humor incluso entre razas y religiones diversas (a las que de cualquier manera se maldice ritualmente): negros, judíos, cristianos y “descreídos” diversos, como marginados en ese orbe islámico, pero de cualquier manera vecinos, compadres y hasta amantes omnipresentes.

         Tenemos pues dos versiones -o mejor dicho, dos corrientes de versiones, pues nuevos editores remiendan las de Volland y Burton con préstamos incidentales de Mardrus-: la meramente fantástica y exótica, incluso dizque apta para niños; y la no necesariamente pornográfica ni licenciosa sino meramente folklórica, con muchas páginas adicionales de conversación e imaginería humorísticas, picarescas y obscenonas. ¿Por qué elegir? Podemos quedarnos con las dos, con muchas. A final de cuentas no existe ningún original “canónico” de Las mil y una noches, sino muchos códices e infinidad de cuentos orientales del tipo de los conocidos; y entonces Volland y Burton tenían su derecho europeo de fabricar sus propios códices para sus pudibundos lectores occidentales. Mismo derecho que, para ser justos, asiste también a Mardrus, quien además recoge muchos hermosos poemas líricos intercalados, que a los editores más interesados en vender sólo las anécdotas fabulosas les parecen sobrantes.

         Debe el lector, pues, estar a la defensiva frente a las ediciones populares castellanas: los pudibundos editores o pedagogos, extremando su protección al público infantil o bienpensante (al que se dirigen: es su negocio), censuran incluso a Volland y a Burton, muchas veces sin advertirlo al lector, en versiones meramente pueriles donde sólo conservan episodios de magia inocua. Para tal caso, mejor las películas de dibujos animados.

         No conozco traducciones notables castellanas directas del árabe de ninguna versión de Las mil y una noches (no cuento la de Rafael Cansinos Assens en Aguilar, tan cuestionable como las otras “traducciones magnas” que publicó en la misma editorial), sino viejas traducciones recicladas de las versiones francesas e inglesas, entre las que la de Mardrus-Blasco Ibáñez destaca con mucho, tanto por su respeto al original como por su buen castellano.

         Hay una edición reciente, ilustrada, popular, en ofertón de Gandhi (Edimat Libros, Madrid), que omite deliberadamente nombrar al traductor castellano y de dónde se traduce, pero el prologuista señala que la falsifica adrede con fines edificantes: “En fin, los ideales, los sueños de la humanidad toda, a través de los siglos, se hacen realidades. Y como los buenos cuentos son aquellos que enseñan algo bueno, en éstos se acaba siempre descubriendo las malas artes y con el triunfo de la virtud. Estos valores eternos, estas cualidades que sobreviven a las circunstancias históricas o a las tendencias literarias del momento, son las que pretendemos conservar y resaltar en esta edición, suprimiendo las escabrosidades y dando mayor amenidad y animación a cada relato”. Esta edición, aunque gorda, es cuatro veces más corta que Las mil noches y una noche: suprimió demasiado. ¡Y se atrevió a dar por sus pistolas “mayor amenidad y animación a cada relato”! ¡Que Shakespeare no caiga en sus manos! (En realidad, con grandes tijeretazos y pequeños cambios más bien pedantescos -diwán donde decía diván- es, en su mayor parte, un descarado plagio de la propia versión de Mardrus / Blasco Ibáñez, a quienes no se da crédito de traductores, pero se les insulta como “impostores y escabrosos” en el prólogo: cotejé tres de los principales cuentos: Simbad, Aladino y Alibabá)

         Otro beneficio de la versión folklórica íntegra de Mardrus / Blasco Ibáñez, por encima de las contrahechuras puerilizadas o políticamente correctas de este libro, es la de revelarnos la manera medieval de pensar y de sentir, que no se diferencia mucho entre el islamismo y el cristianismo. La gran religiosidad, la inmediata presencia de lo sagrado, la observancia de valores generosos como la hospitalidad o la limosna, la espiritualización del erotismo, la extrema conciencia de los lazos familiares y vecinales se ve acompañada -como en las leyendas y los romances europeos- de una extrema crueldad cotidiana. Todo convive. Hay hijos que maltratan a sus madres, hermanos que mediomatan o matan sus hermanos, hermanas envidiosas que raptan al hijo recién nacido de la hermana más afortunada para sustituirlo por un animal muerto, de modo que el marido la repudie por haber parido a un monstruo. Los autores medievales no piensan con la congruencia moral que dirige a los modernos, de modo que dibujan al mismo tiempo personajes idílicos y monstruosos, luciferinos y angelicales, truculentos e idealizados. No se busca personajes morales de una sola pieza. Son todo a la vez y lo macabro cohabita con las ilusiones beatíficas... como en las leyendas, romances y vidas de los santos europeos.

         Este aspecto terrorífico -pero no un terror separado de la dicha, como géneros diferentes, sino entremezclados- parecería un rasgo oriental si desconociésemos sus equivalentes en otras literaturas de esa época. ¿Pero no hay hasta romances y cuentos de hadas occidentales de padres que martirizan a sus hijas -el romance de Delgadina- y de ogros que se comen a los niños? ¿No existen tales historias en la propia Biblia? En este sentido, todos los candidatos a ser el mejor libro del mundo resultarían escandalosos y exigirían una falsificación piadosa para la lectura infantil, juvenil o decente. La Biblia se sustituye por la pueril Historia sagrada. Los editores, de ser congruentes, debieran proporcionar a sus lectores bienpensantes sólo pasajes selectos, inofensivos, de Homero, Platón, Plutarco u Ovidio... amenizados y animados por sus pistolas.

         Como en todos estos, en Las mil noches y una noche la delicia, la edificación, la maravilla, el pasmo y el erotismo están indisolublemente soldados con el terror y la infamia. Los mejores libros siempre son los más peligrosos y hasta repugnantes, y se precisa una larga iniciación para, a cada edad, ir descubriendo sus capas desconcertantes. Nunca acabamos de leerlos ni de entenderlos. En ellos anida el enigma del hombre de su tiempo, hecho de fascinación y de espanto. Lo que, por lo demás, ha sido confirmado por todos los estudiosos del folklore y de los cuentos populares e infantiles. Acaso la llamada literatura infantil -ogros, embrujos, crímenes, transformaciones- sea lo menos propio para los niños. Acaso la llamada literatura popular resulte más compleja, enigmática y escandalosa que la culta. Están menos dirigidas por una congruencia moral planificadora; más próximas a los mitos y a las pulsiones inconscientes e involuntarias.

         Por lo demás, es escasa la intención moralizante de los cuentos: sólo rara vez se premia la virtud y se castigan los vicios: la fortuna o la catástrofe ocurren porque estaban predestinados por Alá. Con frecuencia los personajes más afortunados son unos verdaderos pillastres e incluso criminales, y en cambio se tortura y masacra con lujo de violencia a mucha gente sin otras culpas que su destino de figurar como víctimas casi de utilería en las acciones y los prodigios enigmáticos, como todos los pobres comerciantes que siempre se ahogan en los naufragios donde siempre se salva Simbad. No hay meritocracia, sino una confusa vida proliferada de maravillas y terrores. 

         Si en Las mil noches y una noche nos encontramos una cabeza de negro conservada en salazón, ante la cual un marido engañado obliga a llorar continuamente a la esposa infiel, habremos de recordar cuentos, tragedias y epopeyas occidentales donde mujeres despechadas asesinan a sus hijos, los cocinan y se los dan a comer como manjares al marido odiado. Alguna se llama Medea.

         Volver a los textos fundamentales, a los textos amados, a los textos de infancia y juventud, siempre conlleva una recreación de su primer embeleso y un estremecimiento de espanto.  Sólo las lecturas pop son inocentes. Aunque desde luego los textos exigen un distanciamiento: son metáforas, fábulas, decires, con raíces de carne y de muerte, de horror y exaltación, de infamias y beatitudes. ¿Acaso tomamos literalmente, nos comemos con todo y plumas las películas de terror y de balazos?

         Y aquellas obras en las que no sólo colabora una sociedad, sino varias sociedades a lo largo de varios siglos, entretejen asimismo todas sus pesadillas. Acaso esta sea, a fin de cuentas, la mejor aportación de la versión “maldita” de Mardrus de Las mil noches y una noche: no nos regatea el espanto, simplemente lo consigna como uno más de sus aspectos numerosos.

         Finalmente, corre por todo el voluminoso conjunto de cuentos una enorme serenidad, también medieval y especialmente islámica: la creencia de que todo está escrito, de que el hombre no puede cambiar los destinos establecidos por Dios, y que entonces resulta absurdo aterrarse, sufrir o gozar demasiado. Todo cambia a cada momento sin responsabilidad humana. Hay un curioso cuento de un pobre hombre que, con ayuda de sus amigos, se empeña en mejorar su destino y sólo lo empeora en la misma medida en que se esfuerza, hasta que arbitrariamente le llega la fortuna, sin esperarla ni trabajarla, una fortuna que no ha de durar, y que debe gozarla sólo momentáneamente, agradeciéndola a Alá, como un parpadeo.

         El mundo y los hombres “reales”, positivos, casi no existen en Las mil noches y una noche, y la realidad no se diferencia tanto de las ilusiones, los embrujos y la magia. Un sueño al mismo tiempo deleitoso y macabro, con veloces cambios de fortuna, que todos están soñando. Buenos creyentes, agradecen a Alá el minuto presente, sea como fuere. Lo que no se diferenciaba demasiado de la manera cristiana de vivir la Edad Media. Todo lo concreto es irreal; sólo lo sobrenatural, lo maravilloso o lo mágico cobran visos de verosimilitud en esta tierra. ¿De veras la literatura contemporánea postula otra cosa?

         Al menos seis siglos de una civilización se asientan en ese libro que pretendemos tomar por meros fantasía y esparcimiento. En realidad, esos cuentos cifran mitos y códigos secretos que siguen encontrando resonancias actuales. De ahí su constante fascinación, más allá de las descripciones lujosas y sensuales, y de la utilería de tantos efectos especiales de un universo mágico. Es un libro que se deja soñar, más que leer, y suscita todas las aprensiones de los sueños. En otras épocas más optimistas diversos estudiosos aplicarían a su interpretación las categorías de Frazer, Freud, Jung, Campbell, Propp, Lévy-Bruhl, Lévy-Strauss. Los mitos, los arcanos, los arquetipos, el subconsciente colectivo, la mentalidad mágica, el pensamiento salvaje. En nuestra “posmodernidad” desengañada rescatamos la fascinación, el enigma y el espanto, que no son poca cosa. Y sobre todo la literatura. Miles y miles -no sólo mil y uno- de cuentos bien urdidos y bien contados.

 

lunes, 18 de octubre de 2021

MEMORIA DE ENRIQUE GUZMAN

 

MEMORIA DE ENRIQUE GUZMÁN

 

de José Joaquín Blanco

 

 

De un tiempo a esta parte se ha revalorado al pintor Enrique Guzmán (Guadalajara, 1952-Aguascalientes, 1986), aunque muchas veces más para regañarlo por “drogo” y por freak, que para ver objetivamente sus cuadros.

         El libro de Carlos Blas Galindo, Enrique Guzmán. Transformador y víctima de su tiempo (ERA/Conaculta, 1992), más bien parece escrito por un histérico confesor de monjas, del tipo del perseguidor de sor Juana, que por un serio crítico de arte. ¿Para qué tanto sermonearlo por su vida y su “psique”, que además no conoció? ¿No le bastan los cuadros?

         Como botón de muestra de la mentalidad del criticastro de marras, transcribo unos cuantos “sones de mariachi”:

         “Mientras que, por una parte, es usual que las personas sin información suficiente consideren a todos los artistas como seres que al menos padecen alguna psicopatía, por la otra resulta abrumadora la evidencia del paulatino deterioro del estado mental que padeció Guzmán y que resultó intensificado hacia el final de su existencia. Ahora bien, ante esta situación es necesario aclarar que si es verídico que han existido afamados autores que han presentado padecimientos mentales en diversos grados, la locura no sólo no es garantía de productividad artística eficaz, sino que quienes llegan a padecer daños en sus funciones intelectuales simultáneamente ven menguadas sus capacidades expresivas. En el caso presente es preciso agregar, asimismo, que si bien es cierto que los artistas son propensos a padecer neurosis en grados mayores a los considerados como normales, también lo es que existe un número amplísimo de productores visuales que no presentan trastornos psíquicos manifiestos” (p. 5, apenas el segundo párrafo de las “Consideraciones preliminares”).

         Señor Charlatán: Si usted no es médico, y si no dispone de la auténtica, completa y certificada historia clínica del “paciente” sobre el que supuestamente está escribiendo “un libro de arte”, mejor cierre la boca. Entre pintores, entre obreros, entre banqueros, entre desempleados, entre “críticos de arte”, entre quienes quiera, hay gente que de repente enferma, se deprime —eso le pasó a Enrique: una depresión terca, terca; y honda, honda— y se mata.

         Y eso no autoriza a legos sin sintaxis ni vergüenza a ponerse a inventarles alegremente cuanta idiotez les venga en gana, como si fueran sabihondos directores de un manicomio. ¿De qué investigación clínica seria dispone usted? De puros chismes. La enfermedad, la depresión y el suicidio de un ser humano exigen respeto, carajo; y más si las padeció un gran artista que, para colmo de males, ahora padece el ser monografiado precisamente por un tarambana. Qué fácil es enmierdar a un muerto. Otro són de mariachi:

         “Otro de los prejuicios que entorpecen una aproximación desprejuiciada (¡sic!) a la actividad productiva de los trabajadores de la cultura —y, en el caso presente, a la de Enrique Guzmán— es la vinculación que algunas personas insisten en establecer entre el consumo voluntario de alcohol o de drogas y el trabajo artístico. Ante esta opinión cabe insistir en que, a pesar de que no es posible contar con datos estadísticos al respecto, resulta erróneo suponer que todos o la mayoría de los artistas son usuarios de las sustancias mencionadas y cabe subrayar que, aunque se sabe que Guzmán fue, durante una etapa de su vida, consumidor de drogas, es preciso abordar su caso sin las connotaciones negativas e hipócritas con las que es habitual que sea calificado el empleo de este tipo de sustancias, connotaciones que, en parte, provienen de la interpretación amañada y unilateral del término ‘paraísos artificiales’ que Aldous Huxley empleó para aludir a las experiencias con drogas; interpretación que, empero, tiende a ser definitivamente anulada, ya que cada vez se extiende más la consideración de que quienes emplean de manera controlada tales sustancias lo hacen con la finalidad de enfrentar la realidad tangible, antes que con la de eludirla”. (pp. 5-6).

         Pedantísimo Señor Analfabeta: Un siglo antes de Huxley, fue precisamente Baudelaire —y no le cito aquí a De Quincey, por pura compasión hacia la ostensible miseria intelectual de Vuestra Merced— quien habló de “paraísos artificiales”, de modo que a nadie impresiona usted con sus novatones pies de página. Pero jamás, en la historia de la idiotez de los críticos de arte, que Dios sabe que es vasta, me había yo encontrado con la siguiente perla: No contento con inventarse como médico y con pergeñarle todo un imaginario diagnóstico siquiátrico a Guzmán, ahora se improvisa usted como policía y recurre ¡a “una aproximación criminológica”! (sic) de los tragos, los toques o las pastas de los que le han chismeado que frecuentaba Enrique “durante una etapa de su vida”.

         Fue usted a dar, no se cómo, pero seguramente en un basurero, con La drogadicción de la juventud de México, de un tal Luis Rodríguez Manzanera, México, Editorial Botas, 1974, ¡con prólogo de Alfonso Quiroz Cuarón! ¡Para hablar de la pintura de Enrique Guzmán!  ¿Quiere comparar los cuadros sobre los que usted está, más que escribiendo, evacuando boberas, con los crímenes del Goyo Cárdenas? ¿Por qué entonces no recurre usted a Pro-vida para hablar de los amores y acostones de Guzmán?

         Usted no tiene pruebas médicas ni “criminológicas” de la vida íntima de su “asunto”. Sólo chismes —y de tercera mano— y sus personales e ilegibles rollos carentes no sólo de apoyo científico, sino de cualquier rastro de lógica y buen sentido. ¡Y este es el texto oficial y a todo lujo que el Estado mexicano, a través de Conaculta, ha dedicado a la obra y a la memoria del pintor Enrique Guzmán! Es como para que se volviera a ahorcar. Entiendo también que Enrique haya intentado tasajear algunos de sus cuadros, para que ciertos “eruditos” no se los fueran a “estudiar”. Me cae que tenía razón.

         Quienes sí conocimos a Enrique Guzmán, sí fuimos sus amigos, sí nos reventamos con él más de una vez y sí comprábamos sus cuadros, sabemos que no era ni más ni menos “drogo” o freak de lo que solía el resto de su generación (mucho más inocente en esos renglones que la actual). Enrique era un muchacho sano, muy fuerte (un tanto bravucón, a ratos), tímido, bien trabajador, que tenía sus vicios y sus amores tan bien o mal controlados como la mayoría de sus contemporáneos... hasta que le sobrevino la depresión.

         Algún día cualquier barbudo encontrará algún expediente clínico —seguro Guzmán fue a consultar a varios médicos; es un mito el que estuviera tantos años tan sometido a cierto sicólogo “maldito”— que nos explique científicamente su fin tan dramático, que no tiene por qué definir necesariamente toda su vida ni su obra anterior.

         Pensé mucho en Enrique (y en mí, y en varios) cuando leí el best-seller de William Styron sobre la depresión: Darkness Visible: “La oscuridad visible”. Porque algo sí supe, de primera mano, de Guzmán: su tratamiento formal de fármacos contra el insomnio, y contra estados de nerviosismo y angustia durante el día, que le impedían concentrarse y rendir todo lo que se exigía —y siempre, como pintor, veinticuatro horas diarias, se lo exigía todo—; en fin, lo mismo que cuenta Styron, y que mucha gente —me incluyo— sufrió en esa década en que se desconocía el efecto “rebote” de tales tratamientos sistemáticos, metódicos, perfectamente clínicos, durante años.

         En todo caso, Enrique recurrió a ese tratamiento para poder trabajar mejor, no para ser más freak ni para aventarse hartos “viajes”. Odiaba la demagogia estetizante, odiaba a los ultras y a los improvisados del arte. Era un perfeccionista. (Pero esto es apenas una sombra de sospecha, una sombra de teoría; Guzmán siempre hablaba poco, y menos de sí mismo. Fue mi amigo más silencioso, y vaya que he tenido grandes amigos “mudos”.)

         Conocí su afecto, su ambición, su soledad tan arrogante como lastimada, sus iras contra el Establishment Cultural que lo había lanzado como sputnik en un principio sólo para después ningunearlo metódicamente; no le supe de accesos de misticismo, ni de drogadicción desaforada (muchos ejemplares santones de la Intelligentsia le ganan con mucho en esta asignatura, y más ahora, que la coca está más difundida), ni de neurastenia fatal. 

         A mediados de los años setenta, cuando pasamos algunas tardes consumiendo “las sustancias mencionadas” (unos tequilas, unas bachitas; alguna benzedrina, algún valium), en su cuarto de los altos de la galería Pintura Joven (Río Marne, a una cuadra de Reforma), en su departamento de la calle Antonio Caso (a dos o tres cuadras de Insurgentes) —desde cuya ventana pintaba hartas azoteas con tuberías y tinacos—, en mi departamento de la horrísona calle Lombardo Toledano (nunca supe si era oficialmente Florida, San Ángel o Chimalistac), yo le auguraba larga vida y muchos éxitos.

         Los “exhaustivos” críticos y estudiosos de Guzmán (como Olivier Debroise) han omitido en sus curiosas bibliografías un texto mío, breve y modesto, que se publicó en vida del pintor (“Primeras letras para Guzmán”, Siempre!, suplemento 836, 1 de marzo de 1978, p. VI). Les paso el dato, para que no se molesten en ir a la hemeroteca. Es al menos anterior a tanta estupidez calumniosa que ha llovido sobre él.

         Enrique lo leyó, no comentó mayor cosa, pero me llevó misteriosamente a una discreta cena sorpresa para tres, preparada con algún lujo (vinos, quesos) por un cierto escondido padrino suyo, francés, dibujante “surrealista” (se me escapa el nombre, que Debroise conoce: hemos platicado de él: dibujos a tinta de andróginos con atavíos enloquecidos), quien vivía cerca de Villalongín, y que luego me enteré que murió en las peores condiciones en la Cruz Roja de Polanco. ¿Se llamaba Paul? ¿Paul qué? Llevaba muchos años en México y estaba dentro de los círculos del IFAL. Un clochard chic. Sus dibujos se vendían a ratos en las galerías turísticas de la Zona Rosa. Siempre estaban en los escaparates. Rostros perfectísmos de efebos con senos platónicos, rodeados de fálicas gorgonas. Se ganaba la vida dándole clases de pintura a Evangelina Elizondo.

         Escribí ese texto a petición del propio Enrique dos o tres años antes, para acompañar la invitación de una de sus exposiciones en la galería Pintura Joven. Pero no se lo entregué. Creo recordar que enfrentó problemas con la galería y esa exposición se aplazó, o no se llevó a cabo. Además, tuvimos por entonces ciertas desavenencias y malentendidos —algo altisonantes, pero nada “criminológicos”— que se disiparon hasta principios de 1978, cuando nos topamos de pronto en Paseo de la Reforma; nos reconciliamos, nos fuimos a disfrutar un rato de “este tipo de sustancias” (otros tequilas, otras bachitas; algún kaptagón para prolongar la borrachera) y decidí publicarlo. Apareció en una de las primeras entregas de la sección miscelánea llamada “Cal y Arena”, que Luis Miguel Aguilar, Rafael Pérez Gay, Roberto Diego Ortega, Alberto Román, Antonio Saborit y otros entonces púberes conjuradores andaban urdiendo en esa revista.

         Lo reproduzco ahora como una manera de recordar a ese hombre valiente e innovador, a quien sus amigos no veíamos como freak ni como “drogo” ni como “víctima” de nada —salvo de los burócratas del INBA, de ciertos dealers de arte y de algunos “críticos de arte”—, sino con profunda admiración, hace veinte años.

         Sus espléndidos cuadros, desde luego, se defienden solos, tanto de los sones del mariachi, como de la nostalgia de los amigos.

         El cuadro que le compré —no a él, quien era una especie de peón acasillado, que siempre le debía a su dealer o galería más cuadros que los que podía pintar en muchos meses— sino a su galería, me ha acompañado veintidós años. Siempre quise que fuera la portada de mi mejor libro: me lancé finalmente al albur, ya viejo al lado suyo —él murió a los 34 años; pintó sus obras antológicas desde los 18—, con Crónica literaria (Cal y Arena)... un libro que él no habría soportado leer: “¡Cuánto pinche rollo, cabrón! ¿De veras tienes tanto qué decir?” ¡Cuántos pinches colores, cuántas pinches figuras, cabrón! ¿De veras tienes tanto qué pintar! (Y otros tequilas, y alguna broca, y lo demás.)

         Enrique vivía como monje: cabello corto, bigotito del Bajío, pantalón de mezclilla, camisa a cuadros y siempre la misma chamarra; su cuarto —lo mismo su departamento—: un colchón, un restirador, el montón de botes de pintura seca, el caballete, y las telas vírgenes o “medio vírgenes” (evoco aquí su risa, casi de medio hipo) de las que ya no era dueño; de las que siempre, de algún modo, alguien se había apropiado antes. Antes de que las hubiera imaginado. Siempre había que pagar, pagar con cuadros (Enrique de plano no conocía el dinero). Siempre había un “listo” para el que había que pintar. Los cabrones se quedaban siempre con los cuadros. Ah, pero ¡la Pintura!...

 

PRIMERAS LETRAS PARA GUZMÁN

         1) En muchos cuadros de Enrique Guzmán la limpieza juega un papel básico: los excusados siempre son blanquísimos, las vísceras están pulcras y pulidas como si fueran de plástico: material didáctico para una clase de anatomía. Las navajas de afeitar hieren limpiamente las manos, como si cortaran manzanas; los cielos son mediterráneos.

         2) Los rostros de niños, jóvenes, el Sagrado Corazón, quieren ser vistos en momentos de equilibrio clásico. La serenidad de los cuadros parece ocultar señales furtivas de desequilibrio: unos ojos dementes, por ejemplo, en una niña feliz que felizmente se columpia en un feliz paisaje.

         El desastre es algo tímido: le da pena presentarse entre tanta limpieza solariega, en un mundo tan sereno. Pero ahí está, como malos pensamientos en un sonriente cuadro de familia. Los detalles furtivos contradicen el conjunto abierto. La crítica de la limpieza.

         3) Pronto las habitaciones limpísimas, geometriquísimas, absolutamente vacías, suplantan a los seres vivos. Ya ni poniendo cara limpia, ni destapándose el cerebro para enseñar un pulcrísimo conjunto de claros sesos; ni vistiéndose con ropas inocentes, ni empeñándose en un semblante pacífico, el cuadro tolera su presencia. Para ser absolutamente limpio, para que haya orden y tranquilidad perfectos, es necesario que los seres vivos se salgan del cuarto. Y del cuadro.

         4) A veces, los cuadros de Guzmán aparentan un mundo sin riesgos. El mundo “visto por un niño”; es decir, tal como los adultos convencionales creen que un niño seguro, sobreprotegido, inocente, debe ver el mundo: reiterar, por ejemplo, las estampas de los libros infantiles: una realidad solariega, pulcra, sonriente, con caritas chapeadas, nubecitas, zapatos bien calzados, ropa recién estrenada y bien puesta, etc. Pero en los cuadros clarísimos priva un terror inhibido. Por ahí está escondido, en una minuciosa señal apenas insinuada. Como cuando algo duele mucho y uno se esfuerza para que no se le note.

         5) Un barco se hunde. Se ve un pie de náufrago: el zapato bien boleado, el pie tan bonito y decorativo, que no se piensa en el naufragio. Se va a ahogar, pero sin gritos, sin hacer el menor ruido, casi sin menear el agua.

         6) Pero aun los cuadros de habitaciones solitarias no agotan su soledad. No logran la limpidez, ni aun corriendo a los seres vivos. Pronto quedan desplazados por azoteas y escaleras. Y aparecen fetos y cuerpos que manchan la limpia, geométrica disposición del orden inanimado. Pero las manchas también se esfuerzan por estar limpias, presentables: un feto sin gelatinas, ni coágulos.

         7) La imposibilidad de la pureza, la inexistente infancia. La pérdida de la niñez que nunca estuvo para nadie, pero que a todos fue prometida: el escenario falso que no representó la alegría de las estampas de los libros infantiles. La pintura de Guzmán no se consolará de que el escenario sea falso; lo construye una y otra vez, y deja las señales furtivas que lo desmienten.

         Un rostro que fuera agua: no llega a ser tan cristalino. Una herida perfecta que fuese rebanadura de manzana: la carne no llega a ser tan limpia, ni tan sólida. Y esos objetos, como barcos o aviones, que tanto añoran parecerse a los juguetes baratos de los mercados populares...

         8) Cada cuadro de Guzmán parece estar antes o después del desastre. Quizás la niña que se columpia felizmente con ojos dementes se caiga un momento después. Quizá algo terrible ocurrió antes de que el cuarto quedara vacío. ¿Y por qué ese feo cuerpo mancha la feliz geometría de una azotea, de unas escaleras?

         9) Lo terrible ocurre detrás y no se atreve a decir su nombre. La limpidez es lo que aterra.  Quizás a lo que se tiene miedo es a la enloquecida claridad de Norma con que la vida se disfraza.

         10) Una visita distraída pensaría que Enrique Guzmán pinta paraísos. Todo lo opuesto. Su pintura es principalmente crítica. Pero para ser más verdadera, más entrañable, escoge el camino difícil: la crítica de la limpieza desde la limpieza, de la claridad desde la claridad, de la pintura desde cuadros espléndidamente compuestos, dibujados y coloreados. Frente a la plaga surrealista que convirtió en mero elemento decorativo la reiteración de bajas pasiones, monstruos, alucinaciones, etc., la pintura de Guzmán representa, entre la joven pintura mexicana, un replanteamiento de la realidad. 

         Su ironía destaca mejor en escenarios de inocencia infantil, y la complejidad pasional se revela furtivamente en cuadros que quisieran ser tan simples y solariegos como estampas de libros escolares, o infantiles, o tarjetas postales.