viernes, 30 de septiembre de 2022

EL MARQUÉS DE LAS VERDOLAGAS

EL MARQUÉS DE LAS VERDOLAGAS

 

Por José Joaquín Blanco

 

 

 

“Hay quien le echa la culpa al Duque Job, nuestro llorado e inolvidable Manuel Gutiérrez Nájera, de esta moda tan pueril como lupanaria y facciosa”, señalaba hacia 1897 en El Imparcial un crítico anónimo: “todo mundo ha dado por calzarse seudónimos de condes y marqueses de esto y lo otro. En el Café Passy he escuchado perorar a los barones Colipavo, Codorniz y Bacalao; a un abad Yerbabuena y a otros Rapé y Hatchís; a los caballeros Machete y De la Llorona; a varios duques Guayabo, Verdesmatas, Capirotada, Mátalas-callando, Ajonjolí y Ajenjo; a tres o cuatro marqueses Jericalla, Chirimoya y Benjuí.”

Nombres de pluma, si esta plebe de imitadores se atreviese a escribir y publicar sus murmuraciones. Pero pocos escriben y publican alguna vez, pues (según su queja envidiosa y emponzoñada) los diarios y las revistas están totalmente copados por ‘la tribu de los afrancesados, decadentes y degenerados modernistas’, quienes se encargan de cerrarle el paso por completo a cualquier ‘talento nacionalista y castizo, cien por ciento mexicano’.”

“Estos condes y marqueses ‘literarios’, es decir: falsarios, deben reducirse pues al periodismo oral en cantinas y cafés, donde unos a otros se atormentan con sus pútridos artículos de viva voz [...] Para lo único que ha servido la prohibición constitucional de usar títulos y blasones nobiliarios es para ¡que cualquier palurdo se haga llamar archiduque en una cantina! Sobra decir que existe, inevitablemente barbado, un tal Archiduque Las Campanas, con tan fácil y soez revanchismo contra el gentil difunto que ya no puede defenderse.”

Hasta aquí el cronista anónimo de El Imparcial.

Durante largos años he investigado en hemerotecas, bibliotecas, archivos públicos y epistolarios privados, y recurrido a la azarosa memoria de algunos de los descendientes de tan fantasmales personajes, esta curiosa y fugaz aparición de la clandestinidad literaria de 1897.

He aquí el resultado de mis arduas pesquisas:

Entre esa “plebe lupanaria e irremisiblemente oral” se recordó durante algún tiempo a un Marqués de las Verdesaguas (vilipendiado como el “Marqués de las Verdesnalgas” o el “Marqués de las Verdolagas” por sus propios contertulios), a propósito de su única y fallida hazaña: su empeño por cambiarle de nombre a la Calle de Puente de Alvarado por el de “Calle del Rencor Mexicano”.

          Se dice que el Marqués de las Verdolagas era bajito y esquelético, con una fisonomía totalmente indígena que parecía contradecir su pretendido abolengo castellano. Pero él se conocía bien su espejo, y estaba dispuesto a espetarle al primer maledicente toda una larga nómina de personajes virreinales con figura indígena que recibieron como merced, o que compraron gracias a alguna fortuna bien o mal habida con las mulas, las minas y el pulque, algún castizo título nobiliario.

¿Acaso no había condes (recientemente ascendidos a duques) de Moctezuma? ¿Por qué un nativo de Chalco no iba a calzarse, en memoria precisamente de su lago, el “Marqués de las Verdesaguas”?

         -Porque las aguas de Chalco son todo, menos verdes, ¡y apestan! –señaló algún bohemio, digamos el Abad Hatchís.

         El Marqués de las Verdolagas lo fustigó con algún parco insulto del tipo de “cretino” o “neófito”; y fingió estar más que dispuesto a retarlo a duelo con sables o pistolas, exactamente lo que esos contertulios jamás tenían (o se los retenían con tenacidad los prestamistas y las casas de empeño).

Sabía que el precio del saber era la incomprensión y la necedad del mundo. Su mundo estaba fatalmente constituido sobre todo por los abades Yerbabuena y Rapé; los barones Colipavo, Codorniz y Bacalao; los caballeros Machete y De la Llorona; los duques Guayabo, Verdesmatas, Mátalas-callando, Ajonjolí y Ajenjo; los marqueses Benjuí, Jericalla, Capirotada y Chirimoya.

         El Marqués de las Verdolagas no se dejaba ganar por los prestigios “recientemente precolombinos” de los “poetizadores de indios”, del tipo de Rodríguez Galván, Eligio Ancona o Heriberto Frías. Y detestaba la amanerada estatua de Cuauhtémoc en Reforma, debida a Miguel Noreña (maqueta) y a Jesús F. Contreras (fundición). ¡Parecía un sportman, un lagartijo de Plateros ataviado de azteca para una ópera folklórica!

-Si los aztecas alguna vez fueron ‘tan bellos y moirés como un idilio’, eso no lo ha podido constatar nadie en varias centurias de desnutrición, servilismo y pulque –señalaba-. La redención nacional está en la vena hispánica -argüía con una imperturbable convicción de que María Santísima llevaría al triunfo al cansado león español, por entonces acosado por los  “sajones pérfidos” en Cuba.

         No se hallaba solo el Marqués de las Verdolagas en este repentino hispanismo. Ahora que España se preparaba para enfrentarse a los Estados Unidos, los contertulios de aquellos cafés y cantinas olvidaban viejos agravios, y le devolvían el nombre de madre a la hasta hacía poco denominada madrastra.

         Desde su tribuna del Café Passy el Marqués de las Verdolagas exigía, en parrafadas de artículos de ajenjo, que se bautizara a las principales calles de la ciudad de México con los nombres de algunos de “sus mayores soberanos legítimos”, como Hernán Cortés, Carlos V, Felipe II y Carlos III, en lugar de encasquetarles tanto nombre de héroes liberaloides fanáticos y espurios, o al menos dudosos, como ya era epidemia nacional.

-¡En cualquier pueblucho hay una Calle Múzquiz!  

Escandalizaba.

-El día que se levante una estatua a Hernán Cortés, o se llame con su nombre a alguna calle, es que México está perdido sin remedio -comentaban sus antagonistas (pongamos el Marqués Benjuí y el Abad Yerbabuena), también en vivos artículos de pulque o ajenjo.

-¿Y por qué, si don Fernando es el verdadero Padre de la Patria? Quiten ustedes a Hidalgo, a Morelos o a Juárez, y queda México como si nada, y a lo mejor hasta sale ganando y se restaura; quiten a don Fernando Cortés, y sencillamente no hay México, sino pura “Temixtitan”.

         -Tampoco “Temixtitan”, pues él la llamó así con su grueso oído extremeño, sino Meshico-Tenoshtitlan” –le corrigió el pedante Duque Mátalas-callando, quien desde luego no había leído a Cortés, pero algo había escuchado en la cantina de sus dislates.

         -Ni México, con x, con g o con j, como gusten; ni idioma español –remató el Marqués de las Verdolagas a la manera de un jaque mate.

         -Pero es que Cortés fue un verdugo, un masacrador –murmuró otro, refugiándose en argumentos morales. Era el Barón Codorniz.

         -¿Y entonces por qué hablamos de Puente de Alvarado? ¿Acaso Alvarado no incurrió también en ‘la masacre’? No me digan ustedes que por simple tradición, pues entonces Cortés debería figurar en todas partes: ¡encabeza todas las tradiciones mexicanas! Ni por gusto anecdótico, pues también gana en el flanco costumbrista: ¿Por qué el falso Árbol de la Noche Triste, en Popotla, donde nunca lloró, y no en todo caso el “Árbol de Cortés”? ¡Imagínense ustedes al valeroso capitán chille y chille públicamente, desmoralizando con su moquera a su tropa y a la indiada tlaxcalteca!...

         Y es que, por una rara casualidad, el Marqués de las Verdolagas, quien nunca leía nada mexicano ni reciente (para evitar que en algo influyeran en su pensamiento “impoluto” las “venales frivolidades modernistas”), quien en realidad nunca leía nada, había infringido su código y recorrido en secreto un artículo de Luis González Obregón sobre la Calle de Puente de Alvarado. Eso había ocurrido con el barbero, en espera de que le arrancaran dos o tres muelas y dientes podridos.

         -¿Saben por qué sí tenemos calle para Alvarado y no para Cortés? ¡Por pura mala leche mexicana!, ¡por puro rencor mexicano!, ¡por puro odio matricida! ¡Para infamar a don Pedro, y de paso a la Madre Patria! Hay que llamar a las cosas por su nombre; y a esa calle, la del Rencor Mexicano.

         Una de las ventajas de los contertulios bohemios, ágrafos y antilibrescos, era su infinita capacidad de asombro. Como de nada se enteraban a través de escritos ni en sus escasos ratos sobrios, encontraban un aula llena de sorpresas eruditas en la cantina, en los artículos de ajenjo y viva voz de marqueses, condes, caballeros, abades y demás “nombres de pluma” de esos escritores “tan exigentes que... nunca escriben”, según burla de un tal Rip-Rip, seudónimo tras el que se sospechaba al “melifluo sacristán” Amado Nervo. (¡Como si alguien llamado así necesitara de seudónimos!)

         “Por pura mala leche.” Y el Marqués de las Verdolagas pasó al terreno positivista de los hechos comprobables. Salió con su séquito del Café Passy; se proveyeron de dos o tres botellas de aguardiente, y cruzaron la Alameda; dejaron atrás San Hipólito hasta llegar al tramo de la Calzada de Tlacopan llamado Puente de Alvarado, a la altura de la Calle del Eliseo, donde todavía hacía poco tiempo se había levantado un “establecimiento non-sancto” o Tívoli.

Ahí midieron varias veces con sus pasos la distancia que se atribuía al “salto de Alvarado”. ¡Imposible! Nadie podía saltar tanto, impulsado por su lanza encajada en el lodo y los pedruscos y escombros de la laguna.

-Es decir, por aquí venía la calzada sobre la laguna, y se cortaba tres veces, para obligar a la gente a usar los puentes practicables que dominaban los aztecas... Un soldado chismoso dijo que aquí, en la tercera cortadura, como los aztecas habían retirado el puente, y lo acosaban, ¡Alvarado había brincado! Pero traten ustedes: ese brinco es imposible.

Algunos contertulios ebrios tomaron vuelo, improvisaron sus bastones o paraguas como garrochas,  y saltaron... conservando en alto, como se supone Alvarado su botín de oro, las botellas de aguardiente. El más ágil (naturalmente, el Marqués Jericalla) logró apenas un brinco de dos metros.

-Tontos tontos, si ustedes quieren, pero no tanto: los aztecas se aseguraron de que ni los mayores atletas pudieran salvar con las simples piernas la cortadura de la calzada. De otro modo, ¡todo mundo las hubiera saltado desde los días del pobre Chimalpopoca, sin necesidad de puentes! –explicó el Marqués de las Verdolagas.

-¿Había ya Calzada de Tlacopan en los tiempos del pobre Chimalpopoca? –intrigó el Marqués Chirimoya. En aquellos años patrióticos, no se necesitaba mayor lectura para conocer las cuitas del tlatoani Chimalpopoca en su jaula de madera.

Pero tales escrúpulos de rata de biblioteca se vieron castigados con el silencio general.

Desde luego, el Marqués de las Verdolagas omitió (pues le parecía infatuada erudición o flagrante contradictio in adjecto llenar sus artículos orales con notas de pie de página) los créditos debidos: que el historiador Solís se había burlado de ese “salto” de Alvarado, el cual dejaría “más encarecida su ligereza [de don Pedro] que acreditado su valor”.

Calló que el historiador José Fernando Ramírez había considerado que ese chisme del “salto”, atribuido a la maledicencia de la tropa y documentado por Bernal Díaz del Castillo, constituía un “sangriento epigrama” contra el valor del capitán Alvarado.

(De hecho, lo del “sangriento epigrama” de la Calle de Puente de Alvarado corrió durante años como genial ocurrencia espontánea del Marqués de las Verdolagas en el Café Passy. Se indicaba a parroquianos y turistas: “¡En esta mesa el Marqués de las Verdesaguas inventó lo del ‘sangriento epigrama’ de Puente de Alvarado el 7 de octubre de 1897, a las once con treinta y dos minutos de la noche!)

Ni develó que todo lo había leído en un artículo de Luis González Obregón.

De regreso por la Alameda, San Francisco y Plateros, hasta el Café Passy –ya a punto de cerrar, en la noche densa apenas despuntada a trechos por los faroles-, el Marqués de las Verdolagas seguía ensoñando con un Bulevar de Felipe II:

-¡Pero en la época de Felipe II no se acostumbraban los bulevares! –objetó el Duque Guayabo.

-Licencia poética.

O Avenida Carlos V. O Paseo de Hernán Cortés.

Cinco lustros más tarde, según arguyen sus descendientes, el gobierno del Distrito Federal le hizo parcialmente caso, eludiendo con la más negra de las ingratitudes conferirle el justo crédito, al establecer –sin escándalo nacionalista alguno, acaso por respeto al religioso calificativo- la Calle de Isabel la Católica. ¿No que nada de reyes españoles en las calles mexicanas? Y medio siglo después, toda una Colonia Alfonso XIII... un rey destronado.

Dicen que el resto de la velada en el Café Passy, y luego en tugurios clandestinos próximos a Peralvillo, el Marqués de las Verdolagas, con otros abades, duques y condes de la pluma-sin-pluma, se gastó en discusiones sobre el asunto de la otra palabra del Puente de Alvarado. Lo del puente.

-¿Cuál puente, si se supone que saltó, precisamente porque no había puente, impulsado por su lanza como una garrocha? ¿El puente era la garrocha? ¡Calle del Puente de la Garrocha! (Entreveo el ingenio del Duque Ajonjolí.) O la “Calle del No-puente” (según el Caballero De la Llorona, algo vergonzantemente “modernista”, quien pretendía haber viajado a París y tratado a Mallarmé.)

-No –espetó el marqués-: Alvarado simplemente puso una viga y caminó sobre ella, paso a paso, equilibrándose como cirquero sobre una cuerda, pero sin red de protección.

-¿Y quién dejó olvidaba tan oportunamente una viga de seis a diez metros en ese lugar? –lo contradijo el malqueriente Barón Colipavo.

-Alvarado traía su viga, como puente portátil, cargada por caballos o indios.

-¿Entonces por qué los demás no se habilitaron con sus vigotas respectivas, o cruzaron por la misma, como cirqueros? –arremetió el Caballero Machete.

-Eso en una versión, escondida en viejos legajos... Otra versión dice que sencillamente un jinete que chapoteaba con su caballo por la laguna, en estos sitios superficial, trepó velozmente a Alvarado sobre las ancas.

La Calle de las Ancas de Alvarado! –propuso el mallarmeano caballero De la Llorona.

-Eso les pasó a los españoles por no saber nadar. Odiaban el agua. ¿Qué en España no había ríos, ni lagunas? –especuló el Abad Rapé-. Y dicen que quienes lo intentaban, se hundían, de tan cargados como iban de tejuelos de oro.

-Sea como fuere –concluyó el marqués, casi llorando por el alcohol y su profundo amor a la Madre Patria, en esos momentos de su guerra inminente contra los Estados Unidos-, sólo nos acordamos de los fundadores de México para infamarlos. Nada de Carlos III, ¡y sí del butifarra Carlos IV, o más bien de su “Caballito de Troya”! Por burla y mala leche.

-Fundadores mis huevos –clamó el Duque Guayabo.

-Las gallinas también llegaron de España –atajó el Marqués de las Verdolagas.

-Hablo de mis huevos de guajolote. ¿Quiere usted que se los muestre?

Dicen que ante tan aparatosa amenaza del Duque Guayabo, en lo sucesivo llamado el Duque Guajolote, concluyó la tertulia y se dispersó por esa ocasión la pequeña pero irrefragable República de las Letras del Café Passy, que ya andaba trastabillando por la Calle de la Doncella Remendada, posteriormente denominada Independencia.

 

jueves, 1 de septiembre de 2022

CARTAS DE UNA CHICA TECHNO AL "GALLO PITAGÓRICO"

CARTAS DE UNA CHICA TECHNO A “EL GALLO PITAGÓRICO

 

por José Joaquín Blanco

 

 

                            “GALLO.- ¡Pardiez!”

                                               (De cierta traducción española de El                                                              gallo de Luciano de Samosata).

                            “GALLO.- ¡Sí, conozco a ese chato, chaparro!”

                                               (De cierta traducción mexicana de El                                                             gallo de Luciano de Samosata).   

 

I

Estaba una chica techno —traje negro, piercing en argollitas y yugos por nariz, labios y párpados,maquillada con negros, verdes y violetas; el pelo aborrascado en pajar y embadurnado de aceite para dar sensación de suciedad laboriosa— haciendo larga, infinita cola en un antro de rock de moda.

         Aunque papá podía pagarle universidad privada, la naturaleza no había cooperado demasiado y había crecido chaparrita, morenita y menudita como tradicional estudiante de sociología de la UNAM. Para acabarla de amolar usaba lentes y brackets.

         El cancerbero del bar sólo dejaba entrar inmediatamente a las guapísimas y a los tipazos, y hasta mucho después de la una de la madrugada, cuando el local ya estaba a reventar, y las dos o tres “estrellas” de la noche habían partido, se permitiría conmoverse, por democracia, ante unos cuantos aspirantes poco ligables, pues a un buen antro lo califica el aguayón de primera de su clientela, y no las patitas de pollo de subdesarrolladas aspirantes a dueñas de la noche. Pero que no se dijera que no entraban por ahí ningún chaparro(a) ni feo(a). Dos que tres “étnicos” y ya a punto de cerrar.

         Nuestra chica techno estaba furiosa. Era feminista y en cualquier lado habría armado toda una profesión clamorosa de sus derechos femeninos, civiles  y humanos, pero no frente al cancerbero de un antro de moda. Una reclama todos y cada uno de sus derechos frente al gobierno, frente a papá, frente a los novios mandilones, no frente a un guarura de un antrazo. A ése se le respeta. Sobre todo lo respetan invariablemente las feministas y los demócratas.

         Por lo demás, esas quejas revelarían lo que ella más intentaba esconder: aunque de universidad privada, había resultado toda una intelectual. Y hacía sus tareas. Y solía sacar diez. Y se había resignado, mientras esperaba, a imaginar su próxima monografía para la clase de historia sobre Juan Bautista Morales, “El Gallo Pitagórico” (1788-1856). De hecho, le importaba más la monografía que el antro donde la ninguneaban; insistía en ir por orgullo, por no resignarse a que le atropellaran sus derechos.

         De modo que le susurraba a su mínima grabadora portátil, escondida en su chamarra de cuero, tupida de estoperoles, como si estuviera cantando o hasta “componiendo” —desde que se inventaron las grabadoras de bolsillo proliferaron los cantautores— la siguiente misiva:

 

Pinche Gallo:

Lo primero que puedo decirte es que eres un plagio de Borges y un argentinismo. Ya sé que Borges nació más de un siglo después que Juan Bautista Morales, pero al fin y al cabo dizque eres Pitágoras y entre tus mañas bien puede estar la de brincarte los tiempos convencionales.

         ¿A quién se le ocurre que el alma de Pitágoras, indignada de andar reencarnado en ingleses, franceses o norteamericanos, vino ¡a México!, donde encontró más digno reencarnar ¡en un gallo! que en militares, jueces, médicos, abogados, clérigos, periodistas, comerciantes, cotorronas, diputados, etcétera?

         Eso es un cuento del tipo de “fui un poeta llamado Homero, un soldado en Ecbatana, un cónsul romano, un mendigo judío que asistió a la crucifixión del Nazareno, un monje de la Tebaida, un cruzado, un conquistador de América, un historiador barroco de ese conquistador de América”, etcétera.

         ¿Y por qué, Pitágoras, la arrogancia nacionalista de escoger México? Borges inventó que había una esferita donde cabía todo el universo, incluyendo otra esferita donde cabía también aquélla, y muchas más donde, como en cajas chinas, cabrían ésta y las sucesivas... ¿Pero dónde estaba la tal esfera, El Aleph? ¡Pues en Buenos Aires, dónde más! Ni modo que en las insignificantes ciudades de Londres, Nueva York, París o Roma. ¡Qué arrogancia argentinista! Hasta suena a ese chiste sobre que la mayor prueba de la humildad de Cristo fue la de ir a nacer en Belén, pudiendo nacer en Buenos Aires... ¿A quién se le ocurre que Pitágoras vendría a reencarnar en un gallo en México, y precisamente junto al apestoso, pero folklórico, Canal de la Viga?

         Sea. Eres Pitágoras y estás dentro de un gallo mexicano, trigarante, diciendo puras pestes sobre el México postindependentista. Poco fustigas a tu nuevo supuesto pueblo y a tu nuevo supuesto tiempo, pues lo mismo se ha leído en Juvenal y en Quevedo y en Molière y en cuanto satírico clásico contengan los libros de texto; abusas del Quijote, de los refranes y de fray Gerundio. Un asco, Gallo. Y eso para no salir con la obviedad de que calcas a Luciano de Samosata en cierta traducción gerundiana de un tal Maldonado,  aghhh!

         Tampoco pudiste asombrar mucho a tus pretendidos contemporáneos, pues lo que escribiste ya estaba demasiado escrito —¡cómo se repetía ese hombre, por Dios!— en las obras de Lizardi, el Pensador Mexicano, quien no tuvo que andarse improvisando como Pitágoras para fastidiar con quejidos de pobre a los burócratas corruptos y militares correlones. Ni la armó tanto de tos por una temporada en el infierno de la cárcel. ¡Con ese tema, Gallo, hasta te pusiste a cantar la ópera! ¡Qué pancho!

         Por cierto, ¿por qué Pitágoras? ¡Nomás por la reencarnación! Leíste mal a Quevedo, pinche Gallo: Pitágoras, según el Petit Larousse, algo intuyó de matemáticas, de música y de metafísica, pero no de ética social. Si querías regañar a la gente por sus costumbres te equivocaste de griego: te correspondían mejor Epicteto, Diógenes, Antístenes o de perdida Platoncito.

         Pero antes de que te hagan mal mole poblano (los falócratas gallos sirven menos en la cocina que sus explotadas, hostigadas y abusadas gallinas), quiero decirte que en realidad nomás eras un bilioso, y que usaste de cualquier pretexto para escupir tu amargura.

         ¿Tan mal te fue en la vida? Ya eso de escoger reencarnar en gallo de la Viga y no en faisán o pavorreal de algún palacio europeo u oriental deja mucho que sospechar. Ora sí que ni Dolores del Río en Las abandonadas quiso ser gallo ni gallina del canal de la Viga; putita y luego mendiga del centro, nomás.

         Aunque luego quieras convertirlos en ratones o en hormigas, eso de crear toda una República de Gallos suena algo quiquiriqueante. Que Santa Anna, el Coq-à-clef: Cola de Plata; que la empleomanía y las revoluciones, los congresos y las constituciones. Que te entiendan tus contemporáneos, querido.

         Para ser un simple gallo resultaste demasiado políglota (los romanos, Tasso, Metastasio) y operómano. ¿De veras pretendes que me ponga a entender cada una de todas las arias de todas las óperas que mencionas y citas (y que desde luego no alcanzaste a escuchar en Mexiquito: pura lectura de papel pautado), para descubrir después qué demonios estabas queriendo decir con tanta cita? 

         ¿Tanto gorgorito para que un Presidente de la República nomás se escape con el erario?

         Los clásicos no son negocio. Toda la semana con tu pinche libro para ¿qué?  Desplúmate,

                                                                  Ana María (la Wendy)

 

II

La techno Wendy miró con rabia, con bilis gallopitagórica, al cancerbero del antro, un razota de bronce fisico-constructivista lleno de teléfonos celulares, walkie-talkies, bipers y ganas de romperle la cara a cuanto güerito pretencioso pero suplicante de la Alta Clase Media se le pusiera al brinco, mucho más a los “étnicos” pero billetudos, probablemente enriquecidos mediante secuestros o cadenas de tortillerías, y que se querían colar como primermundistas... Pero de pronto: ¡Ya estaba dejando pasar flacas y chaparritas, hasta a algunas que estaban formadas detrás de ella! ¡Habría que sobornarlo otra vez!

         Wendy y sus dos amigas, ataviadas con la misma tijera, habían jurado ya no sobornar más a los cancerberos. Por dignidad. O en todo caso, esperar al último momento, cuando los cancerberos de los antros aceptaban sobornos módicos. Por economía.

         Continuó preparando su tarea nuestra erudita chica techno: su mamá, de la generación hippie, también hacía sus tareas, sacaba diez (pero en la UNAM, que ahora se cotizan a 3 en el ITAM, ¡y sobre Martha Harnecker!), y llevaba su morral atiborrado de todo tipo de libros, lo mismo el tarot, el Manifiesto comunista y El origen de la vida. También era menudita y morenita, por lo que le sentaban bien los vestidos amplios y decorados, la mata esponjada y las sandalias con plataformón: en aquellos dorados años verse muy “étnica” era estar in.

 

Pinche Gallo:

Haces decir a tu Erasmo: “Te responderé á lo Sancho Panza: Ande yo caliente, y ríase la gente”.¿Qué tiene qué ver aquí Góngora con Sancho? Ya confirmé tu pifia con la maestra de Españolas. Húndete. 

         Y de plano, jurisprudente señor Morales, alias Gallo: ¿no que el Partido Liberal apoyaba la superación y las libertades de la mujer? Ninguna monja oscurantista de los siglos pasados se habría atrevido a evacuar tanta sandez misógina como la caca de gallo que usted arroja lo mismo sobre muchachitas y viejas, casadas y solteras. Luego luego se nota que resultan más misóginos quienes, como los gallos, no tienen valor ni chiste propios, sino el de vivir de sus gallinas, digo mujeres.

                                                         Ana María (la Wendy)

 

III

Y techno Wendy aprovechó el brillo indignado de sus ojos para escarmentar al guarura de la puerta: en vano. Ya casi no dejaba entrar a nadie. “¡Está lleno, tienen que esperar a que salga más gente!” “¡Llevamos cuatro horas aquí!” “¡Todo lo que hay que sufrir por entrar a un lugar de verdadero ambiente”, dijo una de sus compañeras. “¡Mejor vámonos a la chingada, a otra parte!”, propuso Wendy. “¿Estás looooocaaaa?”, exclamó la fila entera: “¡Adonde hay que estar es aquí!”

         Wendy se ruborizó tanto como si la hubieran descubierto haciendo mentalmente la tarea. Siguió como autista, bisbiseando en su minigrabadora portátil, como teléfono celular:

 

Pinche Gallo:

Y no te me andes carcajeando de verme aquí molida y aterida por las simples ganas de conocer y, chance, ligar, un chico cool, porque el resto de la patria está pletórico de machines antediluvianos nalgasmeadas. Ni sigas con tu cantaleta de poetas latinos de que todo pasado fue mejor. Se ligaba peor en tus gallináceos tiempos. (Transcribir los ligues de paseos en burro, en coche, en trajineras).

 

Transcripción (cortesía del E., ortografía de la edición original):

“Otras ocasiones, observando la táctica filantrópica, efecto del progreso de las luces del siglo, no se baten los ejércitos [de enamorados] dentro de la capital, sino en los campos de Tacubaya, San Ángel, Talpam, Churubusco, Miscoac, &c., en donde los lomos de los burros forman el teatro de la guerra. Un paseo en burros es oro en polvo para los enamorados. ¡Cuántas oportunidades para el ataque no presenta! Que se espantó el burro, que no quiere andar, que tropezó: ¡Ay! ay! ¡Que se resbala Conchita! Señores, por Dios, ¡que se resbala! —Buen susto hemos llevado. Si no llega Pachito tan á tiempo se hace pedazos la cara Conchita contra las piedras.— Todavía no vuelve en su color.— Pachito, a ver si hay en uno de esos jacales un vaso de agua.— Aquí está.—  Bébela, mi alma.— ¿Se te pasó el susto?... En la Viga y en sus islas adyacentes, Santanita, Jamaica, Ixtacalco, &c. Se embarcan en el puente del embarcadero á las cuatro de la tarde: los músicos ocupan la popa del barco, Conchita y las demás niñas en medio: Pachito está muy disimulado allá lejos: se despliegan las velas y comienza la navegación: llegan a Ixtacalco: Pachito, á fuer de caballero cortés y comedido, salta el primero á tierra para dar la mano á las señoras: llega su turno a Conchita ¡qué resbaloso está el suelo! ¡ay! ¡que me caigo! Por poco va á dar al agua: si Pachito no la saca de la canoa casi en brazos, se ahoga infaliblemente; pero ya pasó el susto... A embarcar.— Cuidado, niña, no te vuelvas a caer.- Si ya sabe V. mamá que soy muy inútil para brincar.— Dicho y hecho.— Allá va el resbalón... Siéntase Conchita junto a Pachito...” Etcétera.

 

Nota de Wendy: “Agggh”.

 

Momentos más tarde:

 

Pinche Gallo:

En cuanto desapareces, tu confidente Erasmo Luján se vuelve más loco. De seguro, el pobre jamás se había trepado a un globo, ni había intentado el alpinismo, pues cree que desde las alturas del Popocatépetl se ve todo el mapa de México, con sus divisiones políticas trazadas con crayón, como un mapa. ¡Qué ganas de chillar había en 1843, eh! Todo el tesoro mexicano, esa nación surgida para superar y deslumbrar a todas las demás del orbe, andaba desgarrada en hambre y matazones. No quedaba ni un alfiler de siglos de riqueza minera.

         Ok. Ok. También Alamán lloraba a moco tendido —ya me tragué el ricino de esa tarea el semestre pasado—, sobre todo cuando se trataba de hacer sumas y restas de la riqueza nacional y la deuda externa. En lo que no se mide tu anagrama, Erasmo Luján, es en sus recursos de ciencia ficción. ¡Alabemos a la humanidad que no conocía a Poe, a Verne ni a Wells!

         Erasmo Luján no inventa máquinas del tiempo ni del espacio, alephs ni microscopios, ¡ni siquiera un globo aerostático! De plano un huevón. Se atiene a lo de siempre, en cuestión de vuelos. Simplemente llama al dios Mercurio, para que lo trepe a las alturas de los cielos, donde previamente ha convocado a todos los dioses grecorromanos (que resultan desde luego los mismitos que los aztecas pero con otros nombres, por fortuna menos complicados), y empieza el juicio tremendista contra el país que los propios mexicanos han deshecho por completo entre 1808 y 1843. ¿Te dolió la Guerra de Texas, eh, Gallo?

         Aquí superas (Erasmo o tú, da lo mismo) en blablablismo y confusión al mismo Lizardi: lo único que queda claro es que se trataba de una nación de pendejos.

         ¿Cómo voy a escribir mi tarea sobre un rollo de los dioses en el cielo en el que no se explica juiciosamente, con un argumento sólido, ni un ribete de tanto desbarajuste? ¡Nomás los acumulas! Que el de acá robó al de allá, quien mató al de la derecha cuando ahorcaba al de enfrente; suegro a su vez de quien prendió fuego a toda la hacienda... ¿Tanto Pitágoras para eso, Gallo? ¡Y más gorgoritos de ópera!

                                                         Ana María (la Wendy)

 

 

IV

Por fin, cuando ya han salido los bellos y famosos, ingresan al antro los (las) morenos(as) y menuditos(as) a raspar la cazuela de la noche. La hora de los “étnicos”.

         La chica techno tiene alma de mártir, de santa: como una nueva Santa Teresa, olvida sus piernas molidas de cuatro horas de espera y le entra al bailongo... con una de sus compañeras de la larga cola. Los príncipes han desaparecido por completo, salvo algunos derrumbados en las sillas o en la barra, a punto de vomitar de un solo hipo la noche entera. Ni galanes ni sapos: todos espantables o más que borrachos.

         Wendy sintió que se le había podrido tanto su parranda que bien podía endosársela al Gallo Pitagórico, de quien se refiere textualmente este diálogo:

 

“Erasmo.- ¿Qué es esto, Gallo mío? ¿De dónde vas saliendo tan desplumado, tan flaco, que parece que te han chupado las brujas?

Gallo.- No me han chupado las brujas, pero me han arañado los zopilotes...”