martes, 1 de enero de 2013

PAUL VALÉRY


LA JOVEN PARCA SALIÓ A LAS 5

 

 

A finales del siglo XIX, el joven Paul Valéry (1871-1945) decidió considerar como enemigos personales el sentimiento y la literatura. Había algo monjil en esos rechazos: ¿el monje lúbrico enamorado de la castidad, el monje sibarita que ansía el lujo de lo austero? ¿Por qué tanta codicia de la serenidad y de la austeridad?

         De hecho, poco antes de morir, Valéry intentaba escribir una segunda parte de Monsieur Teste, titulada Le Moine: su melancolía intelectual tiene mucho de la acedía medieval de los conventos: “Por favor jamás me llames poeta, le escribió a Gide. No soy un poeta, sino el Señor-que-se-aburre... Toda belleza me repele; sólo la Expresión me conquista”. Y es autor de un Mi Fausto (1945).

         Nunca sabremos de dónde surgió ese odio no sólo profesional, sino encarnizadamente personal, al grado que lo llevó a abandonar durante varios años la poesía y todo tipo de vida mundana. Fue mucho tiempo un pulcro oficinista eficiente que sólo trataba a su familia. Para habitar esa soledad se inventó dos amigos: Leonardo da Vinci, cuyo método de pensamiento quiso estudiar (1895) —“Introducción al método de Leonardo da Vinci” en Política del espíritu, Tr. A. Battistessa, Buenos Aires, Losada, 1961—, y Monsieur Teste (1896) —Tr. de S. Elizondo, UNAM—, el Hombre Cabeza (en oposición al Hombre Panza de Rabelais).

         Los filósofos nunca han opinado gran cosa del pensamiento de Valéry, ni los científicos han encontrado grandes iluminaciones en su afición a las matemáticas. Pero su exigencia de aplicar tal pensamiento abstracto y tal disciplina matemática a la literatura, produjo primero una herejía, y luego una de las escuelas más pujantes del pensamiento literario de la primera mitad del siglo, especialmente en las lenguas francesa y española generación  del 27, generación de Orígenes, Contemporáneos).

         Algo ya venía cocinándose al respecto.  En su “Filosofía de la composición”, Edgar Allan Poe había insinuado un método matemático —que en realidad no practicó; ese método fue una ocurrencia posterior a la redacción de “El cuervo”—; y tanto en el Renacimiento (Francisco de Aldana y fray Juan de la Cruz, por ejemplo), como en el Barroco (sor Juana), y en el siglo XVIII (Goethe, Hölderlin, Novalis), diversos poetas habían intentado una poesía intelectual, una poesía filosófica.

         Sin embargo, los poemas filosóficos solían hacer la concesión de ciertas parábolas, anécdotas o metáforas, detrás de las cuales se destilaba discretamente el pensamiento difícil o esotérico: sor Juana, por ejemplo, hizo como que contaba un sueño. Paul Valéry prescinde de tales concesiones y desea hacer poemas como cifras, exaltadas además por el feroz rigor estilístico que Mallarmé impuso.

         Hay que decirlo: tal proposición estética era una extravagancia. Ni Mallarmé ni Valéry añadieron un ápice al pensamiento científico o filosófico de su época, y sí nos dejaron muchos poemas presuntuosos de una profundidad mental de que carecen. El propio Monsieur Teste es un juego de estudiante de filosofía, de un amateur. Sólo un bachiller engreído sale con inocentadas como: “Quise tratar las cosas del espíritu según métodos análogos a los de la Termodinámica”. (¿Ah, te cae? ¿Y por qué no tratar a la Termodinámica con los “métodos del espíritu”?) La filosofía seria lo ve como mero diletantismo. Menos que en otros poetas hay que buscar profundidad en Mallarmé y Valéry: no la tienen; detrás de la forma elaboradísima, el vacío (un vacío prefabricado: ni la naturaleza ni el hombre conocen el vacío, que es una mera categoría cultural).

         Pero en ambos ocurrió la construcción de formas de pureza exagerada, enrarecida, que aspiraban a la exactitud y a la limpieza de ciertos aforismos o de ciertas ecuaciones. Se habla de diamantes, de prismas cortados en cristal de roca. Poemas que no se parecían a ningún otro.  Poseían un resplandor de lenguaje exacto y puro —para significar nada— que los distinguía de la poesía oratoria o sentimental, frívola o mundana. Eran oraciones elevadas a un No-dios.

         Se hablaba del Espíritu Puro, lo que es difícil de explicar en autores completamente secularizados, casi ateos, como Valéry. Su Espíritu Puro era el No-dios, su lenguaje la No-tontería y la No-emoción, su arte una pura construcción intelectual premeditadamente absurda, sin fin, sin motivo, como un simple pasatiempo científico. Se aburría de la literatura vulgar, como las novelas de “la Marquesa salió a las 5”; pero ¿de veras es tan insólita La Joven Parca (1917) —Tr. de Mariano Brull, Barcelona, Cuadernos Marginales, 1973—? ¿Después de su éxito en el parnaso, cuando se volvió modelo mundial, la Joven Parca nunca salió a las 5?

         Solía decir que el único goce de la composición poética era el comparable a la resolución de intrincados problemas matemáticos. Bueno: ¿y entonces por qué Valéry no se dedicó a las matemáticas o a la filosofía abstracta, en lugar de fastidiar a la pobre poesía con esas exigencias en las que él no era ningún profesional (sus libros de prosa a veces tienen ingenio, nunca un pensamiento notable)?  Porque encontró en ellas un camino para la creación de ciertas formas poéticas nuevas, de un tipo de poemas que no había sido intentado antes, salvo por su precursor Mallarmé. Ahora podemos llanamente celebrar el diseño racional de la poesía de Valéry, como se celebra el color en García Lorca o el humor en Brecht.

         Por lo demás, este deporte o pasatiempo de las dificultades intelectuales por ellas mismas, no ocurrió sólo en la poesía; el mismo año de la aparición de El cementerio marino estalló en los Estados Unidos el furor por los crucigramas, según cuenta Malcolm Cowley en Exile’s Return. Y viéndolo bien, el demonio de la analogía... Valéry no sólo inspiró a grandes poetas, sino también a ciertos filólogos que confundían la composición y los estudios literarios con los crucigramas universitarios.  De hecho, el lamentable futuro que Valéry pronostica para la poesía es el enrarecimiento de una extravagante artesanía verbal, como los anagramas o el ajedrez, cuando se vuelva —para él ya faltaba poco— “tan obsoleta y tan distanciada de la vida, en cuando vida y en cuanto práctica, como la geomancia, la heráldica y la cetrería”. (Variedad I y II, Tr. A. Bernárdez y J. Zalamea, Buenos Aires, Losada, 1956, 2 t.)

         Paul Valéry introdujo un nuevo héroe poético: el filósofo solitario, el matemático de los versos. Otros poetas tenían como héroes al aventurero, al amante, al revolucionario. Valéry quiso al pensador abstracto. No podía imaginar que los grandes pensadores del siglo no serían tan aburridos, misántropos y desganados como su Monsieur Teste. Albert Einstein y Bertrand Russell, que sí sabían verdaderas matemáticas y verdadera filosofía, caben mejor en la poesía de Auden, Gerardo Diego o Pellicer, que en los abstractotes héroes de Valéry. Einstein y Russell hacían otras cosas que solamente “pensar que pensaban el pensamiento”.

         Es una pena que Valéry no quisiera contar la tormenta personal que lo llevó a estas concepciones y al abandono, durante veinte años, de la poesía (“A los veinticinco años pude haber sido un surrealista”, les dijo alguna vez a Breton y a Aragon). Pero el tiempo todo lo arregla, y ya maduro, regresó a los parnasos que había condenado y abandonado, sólo para llevarse —una a una— todas las coronas. Inmediatamente se convirtió en asunto consentido de las tesis universitarias.

         Con cierto humor el laureado Valéry aceptó su banquito en el circo literario, y repitió sobre pedido todas sus muecas antipoéticas, ante las ovaciones cerradas del mismo público “sentimental” e “ignorante” de siempre, pero que ahora tenía apetito por la poesía vacía de realidad, la pura forma, la pura cifra. ¡En esta temporada poética se desaconsejan los rubíes y los damascos; se han puesto de moda los diamantes, los prismas!  Ahora, la novedad es, señoras y señores, que La joven Parca no dice nada; el nuevo show es el pensamiento-solitario-reflejándose-a-sí-mismo. Un monstruo tan rentable como la niña-tortuga o el caimán de dos cabezas.

         Hay mucho de circo y de cirquero en Paul Valéry. Le parece una tontería saltar en el trapecio... salvo que tales saltos sean muy difíciles. Lo único que los justifica es su novedosa dificultad. Se debe pues escribir versos cada vez más arduos, para lucir saltos mortales triples o cuádruples. Hay cierto puritanismo poético: lo único que redime al poema es el esfuerzo deliberado de vencer atolladeros formales cada vez más complicados. ¿Ah, de veras?  ¿Y cuáles son los méritos de la-dificultad-por-la-dificultad?  ¿Acaso va uno a comer con los codos y no con las manos, sólo porque es más difícil manejar el tenedor con el codos? “Todo lo que me resultaba fácil me dejaba indiferente.” Algunas de las mejores cosas de la vida son sencillas, fáciles, y nada tiene de inteligente el complicarlas porque sí. En buen castellano eso se llama presunción y pedantería. Ya en la época barroca conocimos, especialmente en nuestra lengua, la aridez, la impertinencia y la tierra baldía de la-dificultad-por-la-dificultad (“Todos estos papeles son los monumentos de mis dificultades”, dice, orondo de sus Cahiers, como el joyero que exhibe su caja fuerte: soy más rico en dificultades que cualquier vecino).

         Curiosamente, al mismo tiempo los dadaístas y los surrealistas trabajaban en el sentido opuesto; dejaban de esculpir, cincelar y limar elaboradamente “poemas difíciles”, buscaban el grito y la escritura automática.  “La estupidez no es mi fuerte”, gritó Valéry. Bueno: no siempre resulta demasiado lúcido quien se pasa la vida pasándose de listo, y proclamándolo a voz en cuello...

         Mallarmé era, después de todo, según Edmund Wilson, un colorista. Un acuarelista de abanicos. Valéry quiere pintar con pura transparencia, lo que era una forma de vanguardia. Los pintores exponían un lienzo vacío y le llamaban: “Blanco sobre blanco”. Valéry pinta el agua sobre el agua —que cada imagen o idea se destruya o se contradiga, de modo que la sucesión de versos no deje ver nada plenamente configurado, sino un flujo de reflejos fugitivos—, y lo llama El cementerio marino (1920).

         Sin embargo, hay algo antimoderno, antivanguardista que predomina en la poesía de Valéry: la música.  La música del viejo Racine sonríe en sus diabluras algebraicas, como las ascuas del disoluto Verlaine aparecían en los púdicos lienzos, tan orientales, de Mallarmé (el Fauno, Herodías). Queda incluso detrás de su maestro: Mallarmé trató de destruir la música y el discurso poético, en Un lance de dados, al arrojar pedazos de tipografía sobre el papel; Valéry en cambio trabaja para restablecer la majestad sonora de los metros tradicionales de Francia. Sus novedosas transparencias suenan a música antigua (“La mer, la mer, toujours recommencée!”)

         Este gran enemigo de la división escolar en “fondo” y “forma” nunca dejó de ejercerla, y en favor de esta última, especialmente concebida como música, como metro: “Mi poema El cementerio marino empezó en mí con cierto ritmo que es el del verso francés de diez sílabas cortado en cuatro y seis. Aún no tenía ninguna idea que debiera llenar esa forma. Poco a poco palabras flotantes se fijaron en ella determinando progresivamente el tema... Otro poema, La Pythie, se ofreció primero con un verso de ocho sílabas cuya sonoridad se compuso por sí misma...” (“Poesía y pensamiento abstracto”, en Variedad II). “El germen de ciertos poemas míos ha sido una de esas solicitaciones de sensibilidad ‘formal’ anterior a todo ‘tema’, a toda idea expresable y terminada. La Joven Parca fue una búsqueda, literalmente indefinida, de lo que podría intentarse en poesía, análoga a la llamada ‘modulación’ en música...” (“Fragmentos de las memorias de un poema”, Ibid.)

         Esta poesía de forma pura, de no-significación, de transparencia absoluta, en realidad sólo cumple tal destino en la reflexión ulterior sobre cada poema, pero no en la lectura minuciosa, concreta, verso por verso. Ahí sí hay un constructor de imágenes sólidas, vivas: luces, perfiles de cuerpos y objetos, paisajes. Hay incluso momentos antológicos de erotismo (mujeres desnudas o dormidas, su Eva, su Narciso). El cementerio marino —Tr. Jorge Guillén y estudio de Gustave Cohen, Madrid, Alianza Editorial, 1970— tiene sus barcos como palomas, sus olas como tejado, los submarinos fantasmas de los muertos entrevistos en los reflejos del agua, el movimiento de las olas contra las rocas. La mer de Debussy. El mundo exterior sí existe en ese poema, aunque se difumine cuando —visto en conjunto— entran en juego las ideas filosóficas que lo niegan (Zenón), o que lo establecen como meras metáforas de un proceso intelectual:

 

                   Gritos, entre cosquillas, de muchachas,

                   Ojos y dientes, párpados mojados,

                   Seno amable que juega con el fuego,

                   Sangre que brilla en labios que se rinden,

                   Últimos dones, dedos defensores:

                   Bajo tierra va todo y entra en juego.

 

         Aunque Paul Valéry gozó de mayor prestigio que cualquier poeta en las lenguas romances, no fue ni con mucho el más influyente como artista. La poesía de nuestro siglo siguió a Eliot, a Pound, a los surrealistas, a Brecht, a Lorca, a Neruda. ¿Por qué, entonces, tanto prestigio? Quizás porque en él, más en que en cualquier otro, se parapetaba no la vanguardia ni la modernidad, sino la tradición.

         Se oponía al entusiasmo, a la pasión, al desahogo (“Considero la poesía como el género menos idólatra”); llamaba una y otra vez a la reflexión y al cumplimiento de las leyes filológicas y artísticas; de un modo extravagante, con sus dudosos préstamos científicos, estaba defendiendo el parnaso tradicional contra los embates de los cambios modernos. Fue leído como un antídoto contra la caótica modernidad, contra las vanguardias extralimitadas. Era un punto fijo en el caos artístico, al cual se asieron dos o tres generaciones entre los años veinte y sesenta.

         Atacó a las esfinges y a las videntes de la poesía, y encumbró el poema voluntario, artificioso, del orfebre maniático. En nuestro tiempo sus teorías han caído en olvido, incluso para sus seguidores: quedan versos perfectos, que se citan una y otra vez como equiparables a los de Racine:

 

         ¡Al idólatra aparta, perra espléndida!

         Cuando, sonrisa de pastor, yo solo

         Apaciento, carneros misteriosos,

         Blanco rebaño de tranquilas tumbas,

         Aléjame las prudentes palomas,

         Los sueños vanos, los curiosos ángeles.

 

         ¿Pero eso era todo —imágenes magníficas, restauración de la poesía clásica francesa, elaboradísimo ingenio de composición, puritanismo estilístico, culto de la dificultad y el rigor? André Gide vio otra cosa. Sobre todo en la época de entreguerras, cuando tantas demagogias y fanatismos proliferaron, era excéntrica y saludable la apuesta de Valéry por el escepticismo y el espíritu de crítica. El hombre que sabía decir no a muchos ídolos ideológicos:

         "Obstinadamente repetía no y queda como vivo testimonio de la insumisión del espíritu... para emanciparnos y liberarnos de fe, cultos, credos..." (Al filo de la pluma, Tr. Nicole Vase, Universidad Autónoma de Puebla, 1990.) El poeta del ayuno en mitad de la ordalía.

 

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