lunes, 18 de octubre de 2021

MEMORIA DE ENRIQUE GUZMAN

 

MEMORIA DE ENRIQUE GUZMÁN

 

de José Joaquín Blanco

 

 

De un tiempo a esta parte se ha revalorado al pintor Enrique Guzmán (Guadalajara, 1952-Aguascalientes, 1986), aunque muchas veces más para regañarlo por “drogo” y por freak, que para ver objetivamente sus cuadros.

         El libro de Carlos Blas Galindo, Enrique Guzmán. Transformador y víctima de su tiempo (ERA/Conaculta, 1992), más bien parece escrito por un histérico confesor de monjas, del tipo del perseguidor de sor Juana, que por un serio crítico de arte. ¿Para qué tanto sermonearlo por su vida y su “psique”, que además no conoció? ¿No le bastan los cuadros?

         Como botón de muestra de la mentalidad del criticastro de marras, transcribo unos cuantos “sones de mariachi”:

         “Mientras que, por una parte, es usual que las personas sin información suficiente consideren a todos los artistas como seres que al menos padecen alguna psicopatía, por la otra resulta abrumadora la evidencia del paulatino deterioro del estado mental que padeció Guzmán y que resultó intensificado hacia el final de su existencia. Ahora bien, ante esta situación es necesario aclarar que si es verídico que han existido afamados autores que han presentado padecimientos mentales en diversos grados, la locura no sólo no es garantía de productividad artística eficaz, sino que quienes llegan a padecer daños en sus funciones intelectuales simultáneamente ven menguadas sus capacidades expresivas. En el caso presente es preciso agregar, asimismo, que si bien es cierto que los artistas son propensos a padecer neurosis en grados mayores a los considerados como normales, también lo es que existe un número amplísimo de productores visuales que no presentan trastornos psíquicos manifiestos” (p. 5, apenas el segundo párrafo de las “Consideraciones preliminares”).

         Señor Charlatán: Si usted no es médico, y si no dispone de la auténtica, completa y certificada historia clínica del “paciente” sobre el que supuestamente está escribiendo “un libro de arte”, mejor cierre la boca. Entre pintores, entre obreros, entre banqueros, entre desempleados, entre “críticos de arte”, entre quienes quiera, hay gente que de repente enferma, se deprime —eso le pasó a Enrique: una depresión terca, terca; y honda, honda— y se mata.

         Y eso no autoriza a legos sin sintaxis ni vergüenza a ponerse a inventarles alegremente cuanta idiotez les venga en gana, como si fueran sabihondos directores de un manicomio. ¿De qué investigación clínica seria dispone usted? De puros chismes. La enfermedad, la depresión y el suicidio de un ser humano exigen respeto, carajo; y más si las padeció un gran artista que, para colmo de males, ahora padece el ser monografiado precisamente por un tarambana. Qué fácil es enmierdar a un muerto. Otro són de mariachi:

         “Otro de los prejuicios que entorpecen una aproximación desprejuiciada (¡sic!) a la actividad productiva de los trabajadores de la cultura —y, en el caso presente, a la de Enrique Guzmán— es la vinculación que algunas personas insisten en establecer entre el consumo voluntario de alcohol o de drogas y el trabajo artístico. Ante esta opinión cabe insistir en que, a pesar de que no es posible contar con datos estadísticos al respecto, resulta erróneo suponer que todos o la mayoría de los artistas son usuarios de las sustancias mencionadas y cabe subrayar que, aunque se sabe que Guzmán fue, durante una etapa de su vida, consumidor de drogas, es preciso abordar su caso sin las connotaciones negativas e hipócritas con las que es habitual que sea calificado el empleo de este tipo de sustancias, connotaciones que, en parte, provienen de la interpretación amañada y unilateral del término ‘paraísos artificiales’ que Aldous Huxley empleó para aludir a las experiencias con drogas; interpretación que, empero, tiende a ser definitivamente anulada, ya que cada vez se extiende más la consideración de que quienes emplean de manera controlada tales sustancias lo hacen con la finalidad de enfrentar la realidad tangible, antes que con la de eludirla”. (pp. 5-6).

         Pedantísimo Señor Analfabeta: Un siglo antes de Huxley, fue precisamente Baudelaire —y no le cito aquí a De Quincey, por pura compasión hacia la ostensible miseria intelectual de Vuestra Merced— quien habló de “paraísos artificiales”, de modo que a nadie impresiona usted con sus novatones pies de página. Pero jamás, en la historia de la idiotez de los críticos de arte, que Dios sabe que es vasta, me había yo encontrado con la siguiente perla: No contento con inventarse como médico y con pergeñarle todo un imaginario diagnóstico siquiátrico a Guzmán, ahora se improvisa usted como policía y recurre ¡a “una aproximación criminológica”! (sic) de los tragos, los toques o las pastas de los que le han chismeado que frecuentaba Enrique “durante una etapa de su vida”.

         Fue usted a dar, no se cómo, pero seguramente en un basurero, con La drogadicción de la juventud de México, de un tal Luis Rodríguez Manzanera, México, Editorial Botas, 1974, ¡con prólogo de Alfonso Quiroz Cuarón! ¡Para hablar de la pintura de Enrique Guzmán!  ¿Quiere comparar los cuadros sobre los que usted está, más que escribiendo, evacuando boberas, con los crímenes del Goyo Cárdenas? ¿Por qué entonces no recurre usted a Pro-vida para hablar de los amores y acostones de Guzmán?

         Usted no tiene pruebas médicas ni “criminológicas” de la vida íntima de su “asunto”. Sólo chismes —y de tercera mano— y sus personales e ilegibles rollos carentes no sólo de apoyo científico, sino de cualquier rastro de lógica y buen sentido. ¡Y este es el texto oficial y a todo lujo que el Estado mexicano, a través de Conaculta, ha dedicado a la obra y a la memoria del pintor Enrique Guzmán! Es como para que se volviera a ahorcar. Entiendo también que Enrique haya intentado tasajear algunos de sus cuadros, para que ciertos “eruditos” no se los fueran a “estudiar”. Me cae que tenía razón.

         Quienes sí conocimos a Enrique Guzmán, sí fuimos sus amigos, sí nos reventamos con él más de una vez y sí comprábamos sus cuadros, sabemos que no era ni más ni menos “drogo” o freak de lo que solía el resto de su generación (mucho más inocente en esos renglones que la actual). Enrique era un muchacho sano, muy fuerte (un tanto bravucón, a ratos), tímido, bien trabajador, que tenía sus vicios y sus amores tan bien o mal controlados como la mayoría de sus contemporáneos... hasta que le sobrevino la depresión.

         Algún día cualquier barbudo encontrará algún expediente clínico —seguro Guzmán fue a consultar a varios médicos; es un mito el que estuviera tantos años tan sometido a cierto sicólogo “maldito”— que nos explique científicamente su fin tan dramático, que no tiene por qué definir necesariamente toda su vida ni su obra anterior.

         Pensé mucho en Enrique (y en mí, y en varios) cuando leí el best-seller de William Styron sobre la depresión: Darkness Visible: “La oscuridad visible”. Porque algo sí supe, de primera mano, de Guzmán: su tratamiento formal de fármacos contra el insomnio, y contra estados de nerviosismo y angustia durante el día, que le impedían concentrarse y rendir todo lo que se exigía —y siempre, como pintor, veinticuatro horas diarias, se lo exigía todo—; en fin, lo mismo que cuenta Styron, y que mucha gente —me incluyo— sufrió en esa década en que se desconocía el efecto “rebote” de tales tratamientos sistemáticos, metódicos, perfectamente clínicos, durante años.

         En todo caso, Enrique recurrió a ese tratamiento para poder trabajar mejor, no para ser más freak ni para aventarse hartos “viajes”. Odiaba la demagogia estetizante, odiaba a los ultras y a los improvisados del arte. Era un perfeccionista. (Pero esto es apenas una sombra de sospecha, una sombra de teoría; Guzmán siempre hablaba poco, y menos de sí mismo. Fue mi amigo más silencioso, y vaya que he tenido grandes amigos “mudos”.)

         Conocí su afecto, su ambición, su soledad tan arrogante como lastimada, sus iras contra el Establishment Cultural que lo había lanzado como sputnik en un principio sólo para después ningunearlo metódicamente; no le supe de accesos de misticismo, ni de drogadicción desaforada (muchos ejemplares santones de la Intelligentsia le ganan con mucho en esta asignatura, y más ahora, que la coca está más difundida), ni de neurastenia fatal. 

         A mediados de los años setenta, cuando pasamos algunas tardes consumiendo “las sustancias mencionadas” (unos tequilas, unas bachitas; alguna benzedrina, algún valium), en su cuarto de los altos de la galería Pintura Joven (Río Marne, a una cuadra de Reforma), en su departamento de la calle Antonio Caso (a dos o tres cuadras de Insurgentes) —desde cuya ventana pintaba hartas azoteas con tuberías y tinacos—, en mi departamento de la horrísona calle Lombardo Toledano (nunca supe si era oficialmente Florida, San Ángel o Chimalistac), yo le auguraba larga vida y muchos éxitos.

         Los “exhaustivos” críticos y estudiosos de Guzmán (como Olivier Debroise) han omitido en sus curiosas bibliografías un texto mío, breve y modesto, que se publicó en vida del pintor (“Primeras letras para Guzmán”, Siempre!, suplemento 836, 1 de marzo de 1978, p. VI). Les paso el dato, para que no se molesten en ir a la hemeroteca. Es al menos anterior a tanta estupidez calumniosa que ha llovido sobre él.

         Enrique lo leyó, no comentó mayor cosa, pero me llevó misteriosamente a una discreta cena sorpresa para tres, preparada con algún lujo (vinos, quesos) por un cierto escondido padrino suyo, francés, dibujante “surrealista” (se me escapa el nombre, que Debroise conoce: hemos platicado de él: dibujos a tinta de andróginos con atavíos enloquecidos), quien vivía cerca de Villalongín, y que luego me enteré que murió en las peores condiciones en la Cruz Roja de Polanco. ¿Se llamaba Paul? ¿Paul qué? Llevaba muchos años en México y estaba dentro de los círculos del IFAL. Un clochard chic. Sus dibujos se vendían a ratos en las galerías turísticas de la Zona Rosa. Siempre estaban en los escaparates. Rostros perfectísmos de efebos con senos platónicos, rodeados de fálicas gorgonas. Se ganaba la vida dándole clases de pintura a Evangelina Elizondo.

         Escribí ese texto a petición del propio Enrique dos o tres años antes, para acompañar la invitación de una de sus exposiciones en la galería Pintura Joven. Pero no se lo entregué. Creo recordar que enfrentó problemas con la galería y esa exposición se aplazó, o no se llevó a cabo. Además, tuvimos por entonces ciertas desavenencias y malentendidos —algo altisonantes, pero nada “criminológicos”— que se disiparon hasta principios de 1978, cuando nos topamos de pronto en Paseo de la Reforma; nos reconciliamos, nos fuimos a disfrutar un rato de “este tipo de sustancias” (otros tequilas, otras bachitas; algún kaptagón para prolongar la borrachera) y decidí publicarlo. Apareció en una de las primeras entregas de la sección miscelánea llamada “Cal y Arena”, que Luis Miguel Aguilar, Rafael Pérez Gay, Roberto Diego Ortega, Alberto Román, Antonio Saborit y otros entonces púberes conjuradores andaban urdiendo en esa revista.

         Lo reproduzco ahora como una manera de recordar a ese hombre valiente e innovador, a quien sus amigos no veíamos como freak ni como “drogo” ni como “víctima” de nada —salvo de los burócratas del INBA, de ciertos dealers de arte y de algunos “críticos de arte”—, sino con profunda admiración, hace veinte años.

         Sus espléndidos cuadros, desde luego, se defienden solos, tanto de los sones del mariachi, como de la nostalgia de los amigos.

         El cuadro que le compré —no a él, quien era una especie de peón acasillado, que siempre le debía a su dealer o galería más cuadros que los que podía pintar en muchos meses— sino a su galería, me ha acompañado veintidós años. Siempre quise que fuera la portada de mi mejor libro: me lancé finalmente al albur, ya viejo al lado suyo —él murió a los 34 años; pintó sus obras antológicas desde los 18—, con Crónica literaria (Cal y Arena)... un libro que él no habría soportado leer: “¡Cuánto pinche rollo, cabrón! ¿De veras tienes tanto qué decir?” ¡Cuántos pinches colores, cuántas pinches figuras, cabrón! ¿De veras tienes tanto qué pintar! (Y otros tequilas, y alguna broca, y lo demás.)

         Enrique vivía como monje: cabello corto, bigotito del Bajío, pantalón de mezclilla, camisa a cuadros y siempre la misma chamarra; su cuarto —lo mismo su departamento—: un colchón, un restirador, el montón de botes de pintura seca, el caballete, y las telas vírgenes o “medio vírgenes” (evoco aquí su risa, casi de medio hipo) de las que ya no era dueño; de las que siempre, de algún modo, alguien se había apropiado antes. Antes de que las hubiera imaginado. Siempre había que pagar, pagar con cuadros (Enrique de plano no conocía el dinero). Siempre había un “listo” para el que había que pintar. Los cabrones se quedaban siempre con los cuadros. Ah, pero ¡la Pintura!...

 

PRIMERAS LETRAS PARA GUZMÁN

         1) En muchos cuadros de Enrique Guzmán la limpieza juega un papel básico: los excusados siempre son blanquísimos, las vísceras están pulcras y pulidas como si fueran de plástico: material didáctico para una clase de anatomía. Las navajas de afeitar hieren limpiamente las manos, como si cortaran manzanas; los cielos son mediterráneos.

         2) Los rostros de niños, jóvenes, el Sagrado Corazón, quieren ser vistos en momentos de equilibrio clásico. La serenidad de los cuadros parece ocultar señales furtivas de desequilibrio: unos ojos dementes, por ejemplo, en una niña feliz que felizmente se columpia en un feliz paisaje.

         El desastre es algo tímido: le da pena presentarse entre tanta limpieza solariega, en un mundo tan sereno. Pero ahí está, como malos pensamientos en un sonriente cuadro de familia. Los detalles furtivos contradicen el conjunto abierto. La crítica de la limpieza.

         3) Pronto las habitaciones limpísimas, geometriquísimas, absolutamente vacías, suplantan a los seres vivos. Ya ni poniendo cara limpia, ni destapándose el cerebro para enseñar un pulcrísimo conjunto de claros sesos; ni vistiéndose con ropas inocentes, ni empeñándose en un semblante pacífico, el cuadro tolera su presencia. Para ser absolutamente limpio, para que haya orden y tranquilidad perfectos, es necesario que los seres vivos se salgan del cuarto. Y del cuadro.

         4) A veces, los cuadros de Guzmán aparentan un mundo sin riesgos. El mundo “visto por un niño”; es decir, tal como los adultos convencionales creen que un niño seguro, sobreprotegido, inocente, debe ver el mundo: reiterar, por ejemplo, las estampas de los libros infantiles: una realidad solariega, pulcra, sonriente, con caritas chapeadas, nubecitas, zapatos bien calzados, ropa recién estrenada y bien puesta, etc. Pero en los cuadros clarísimos priva un terror inhibido. Por ahí está escondido, en una minuciosa señal apenas insinuada. Como cuando algo duele mucho y uno se esfuerza para que no se le note.

         5) Un barco se hunde. Se ve un pie de náufrago: el zapato bien boleado, el pie tan bonito y decorativo, que no se piensa en el naufragio. Se va a ahogar, pero sin gritos, sin hacer el menor ruido, casi sin menear el agua.

         6) Pero aun los cuadros de habitaciones solitarias no agotan su soledad. No logran la limpidez, ni aun corriendo a los seres vivos. Pronto quedan desplazados por azoteas y escaleras. Y aparecen fetos y cuerpos que manchan la limpia, geométrica disposición del orden inanimado. Pero las manchas también se esfuerzan por estar limpias, presentables: un feto sin gelatinas, ni coágulos.

         7) La imposibilidad de la pureza, la inexistente infancia. La pérdida de la niñez que nunca estuvo para nadie, pero que a todos fue prometida: el escenario falso que no representó la alegría de las estampas de los libros infantiles. La pintura de Guzmán no se consolará de que el escenario sea falso; lo construye una y otra vez, y deja las señales furtivas que lo desmienten.

         Un rostro que fuera agua: no llega a ser tan cristalino. Una herida perfecta que fuese rebanadura de manzana: la carne no llega a ser tan limpia, ni tan sólida. Y esos objetos, como barcos o aviones, que tanto añoran parecerse a los juguetes baratos de los mercados populares...

         8) Cada cuadro de Guzmán parece estar antes o después del desastre. Quizás la niña que se columpia felizmente con ojos dementes se caiga un momento después. Quizá algo terrible ocurrió antes de que el cuarto quedara vacío. ¿Y por qué ese feo cuerpo mancha la feliz geometría de una azotea, de unas escaleras?

         9) Lo terrible ocurre detrás y no se atreve a decir su nombre. La limpidez es lo que aterra.  Quizás a lo que se tiene miedo es a la enloquecida claridad de Norma con que la vida se disfraza.

         10) Una visita distraída pensaría que Enrique Guzmán pinta paraísos. Todo lo opuesto. Su pintura es principalmente crítica. Pero para ser más verdadera, más entrañable, escoge el camino difícil: la crítica de la limpieza desde la limpieza, de la claridad desde la claridad, de la pintura desde cuadros espléndidamente compuestos, dibujados y coloreados. Frente a la plaga surrealista que convirtió en mero elemento decorativo la reiteración de bajas pasiones, monstruos, alucinaciones, etc., la pintura de Guzmán representa, entre la joven pintura mexicana, un replanteamiento de la realidad. 

         Su ironía destaca mejor en escenarios de inocencia infantil, y la complejidad pasional se revela furtivamente en cuadros que quisieran ser tan simples y solariegos como estampas de libros escolares, o infantiles, o tarjetas postales.

 

No hay comentarios: