FRAY CIPRIANO EN LA HOGUERA
Por José Joaquín Blanco
Aun antes de que el Santo Oficio de
Novecientos ajusticiados en todo un siglo,
el XVI, parecen pocos –aunque el diccionario no establece una cifra precisa a
las palabras matanza y masacre- a quien olvida que la población española de ese
tiempo en
Los indios, salvo las primeras décadas en
que anduvo muy barata la quemazón de caciques renuentes a convertirse al
cristianismo o reincidentes en sus antiguas tradiciones, cultos y creencias
idólatras, quedaron oficialmente fuera del poder de los eruditos inquisidores,
pues se les consideró almas de escasa, débil o reciente razón, incapaces de
pecados espirituales.
Los españoles
pobretones e ignorantes tampoco solían caer en el círculo de fuego del Santo
Oficio, y sus pecados, tan múltiples y naturales como los de cualquier plebe de
Europa, como la lujuria, la embriaguez, el robo, la violencia, la superstición,
la maledicencia y hasta su impaciencia rayana en la franca rebeldía contra
frailes y obispos prepotentes, podían ser administrados por confesores y
fiscales del crimen, con severidad no siempre menor que la de los inquisidores.
A ningún arriero o carretonero se le quemaba
vivo por tener amores con mil mujeres, sino al
bachiller facineroso y torvo que se atreviera a casarse con varias,
atentando así, con soberbia ostentosa, contra el sacramento del Matrimonio.
Las víctimas del Santo Oficio se
recolectaban generalmente entre familias adineradas (si no había gran botín,
¿para qué tomarse todo el trabajo del proceso?), especialmente de origen
portugués, como
Que ciertos frailes traducían sin permiso
pasajes lúbricos o misteriosos del Antiguo Testamento, como
Que otros, aburridos y pedantes en sus
conventos, se atrevían a lecturas prohibidas de autores erasmistas o luteranos;
o a desempolvar las querellas bizantinas de Orígenes y Hegesipo, Atenágoras y
Policarpo, Arriano y Tertuliano; Irineo y Clemente de Alejandría, Eusebio y
Basilides, Montano y Nestorio; Eutiquio y el siempre pontifical y untuoso
Evodio, obispo de Antioquía (sospecho un galimatías de valientes terminajos
gnósticos, precursor de Plotino); Valentino y Marción, como crucigramas
heréticos que seducían a sus mentes soberbias, a la manera de ciertos viciosos
jugadores de ajedrez que vuelven y revuelven a partidas disputadas y resueltas
mil años antes.
Tal
parece haber sido la desgracia de fray Cipriano de Valdés, viejo franciscano
cuyo proceso fue misteriosamente sustraído de los legajos del archivo de
No sorprende que, hacia 1569, el fulminante licenciado Bibero, inquisidor
anticipado, haya sentenciado contra él una fórmula semejante a la aplicada
contra el judaizante Luis de Carvajal:
“Atento a la culpa que resulta contra el
dicho fray Cipriano de Valdés, fallo que lo debo condenar y condeno a que sea
llevado por las calles públicas de esta ciudad, caballero en una bestia de
alabarda y con voz de pregonero que manifieste su delito, sea llevado al
tianguis de S. Hipólito, y en parte y lugar que para esto esté señalado, sea
quemado vivo y en vivas llamas de fuego, hasta que se convierta en ceniza, y de
él no haya ni quede memoria...”
Quizás el lector moderno no encuentre en
fray Cipriano de Valdés mayor delito que una inmoderada admiración por Plutarco
y Séneca, y acaso Epictecto y Marco Aurelio, cuyas obras –o más bien, citas y
referencias atribuidas, leídas o escuchadas en los tiempos que vivía en España
(era natural de Salsipuedes, Murcia), pues no se le encontraron esos volúmenes
en su costal de tiliches- le habían sorbido el poco seso que le quedaba a su
edad de ochenta años.
El caso es que fray Cipriano de Valdés,
después de una juventud valiente y misionera, devota y edificante, cuyos
méritos no olvidaron sus hermanos de congregación en algunos “menologios”,
decayó en su salud hacia la edad de cincuenta años, hacia 1529.
Por entonces, agobiado ahora por el mal de
piedra, ahora por cólicos, vómitos e hinchazones; ahora por jaquecas y mareos,
fiebres y alucinaciones, se dispuso a bien morir, ejercicio en el que había
ocupado buena parte de su vida religiosa.
Varias veces recibió los últimos
sacramentos.
Pero nunca moría. Y nunca sanaba.
Se dice que en alguna ocasión ya apenas le
quedaba un hilito de vida. Casi ni resollaba. Los miembros hinchados y
amoratados. Las facciones contraídas en un gesto permanente de congestión y
angustia.
Todos los frailes de su convento se
congregaron en misas, oraciones y cánticos para preparar su ingreso al cielo.
Se le administraron los santos óleos. Se le perdonaron todos los pecados que ya
ni siquiera podía confesar, porque apenas si murmuraba monosílabos
incomprensibles: “La cruz ma-zor-ca”. Se le remitió al Creador con preces
solemnes.
Pero no murió. Se recompuso un poco. Volvió
a andar cojeando por el convento, entre toses y apagados gemidos. Se orinaba y
cagaba por todas partes, en los momentos menos oportunos.
Cuando pretendía decir algo, de pronto
emitía inopinadamente un esputo en plena faz del hermano, del prior o del
confesor.
Roía su mendrugo de pan, que a ratos
vomitaba; sorbía sus jarros de agua y (en sus mejores momentos, vino), que
frecuentemente escupía, como si le quemaran las entrañas.
Pero seguía viviendo. Se convirtió en una
calamidad para su convento. Ya ni siquiera lo aceptaban en los hospitales:
“¿Para qué nos lo traen?, si ése no se muere”. Uno no iba a los santos
hospitales novohispanos a sanar, sino a morirse. Y rapidito, que la cola era
larga.
Varias veces se escapó del convento, como si
hubiese perdido la memoria y la conciencia de que era fraile, y anduvo de
indigente por las calles, de donde había que recogerlo para que no se creyera
que
Siempre caminaba mal, dormía mal, comía mal,
bebía mal, orinaba mal, cagaba mal, hablaba tartajosamente de cosas
incomprensibles: “La cruz ma-zor-ca, la cruz ma-zor-ca”. Y así durante una
agonía de cuarenta años, hasta que cumplió los ochenta.
Entonces, sorpresivamente, en la pocilga de
trebejos y trapos pestilentes de la celda en que se le había abandonado, y que
ya nadie visitaba (más que celda, era una oscura bodeguilla en la parte más
retirada y oculta del Convento de San Francisco), aparecieron sus
“manuscritos”.
De alguna manera había que llamar a esos
papeles con pedazos de frases, dibujos, letras o signos garabateados.
Resultó que, a lo largo de esos cuarenta
años de agonía (1529-1569), fray Cipriano de Valdés recibía extrañas, súbitas
iluminaciones de su conciencia, que ocupaba en pergeñar anotaciones y garabatos
en pedazos de papel o de trapo, que refundía en el costal de sus pertenencias o
basura.
Doctores en teología y filosofía fueron
convocados para descifrarlos, y el resultado indignó sobremanera al licenciado
Bibero.
Proliferaba en esos manuscritos un signo que
parecía una rúbrica o letra mal dibujaba y que finalmente quedó descifrada como
un signo esotérico:
Se descubrió que el fraile llevaba al
cuello, como escapulario, un pringoso
mecate amarrado. Así desde hacía cuarenta años.
Que tenía sobre su catre un crucifijo, pero
suspendido de un clavo con otro mecate, ¡como ahorcándolo! Cruz + Horca: “
Se reconstruyó una cita de Séneca: Ubique
mors est; optime hoc cavit deus. Eripere
vitam nemo non homini potest; at nemo mortem; mille ad hanc aditus patent… “Por doquiera está la
muerte, según lo ha previsto Dios con magnificencia. No hay quien no pueda
quitarle la vida al hombre, pero nadie podrá despojarlo de la muerte, a la que
lo llevan mil caminos” (Tebaida).
Se interpretaron sus balbuceos:
“Si quiero quemar mi
saya, la quemo; si quiero quemar mi vida, la quemo”.
“Mi muerte es mi puerta y yo tengo la
llave”. Abajo, a manera de rúbrica, un dibujo en forma de horca.
“Mi prisión tiene mil salidas”. Toda la
página con signos de la horca.
“Moriré cuando yo quiera”.
“Cuando yo muera se acaba el mundo”. (El
mundo suspendido de una horca, como una manzana ajusticiada).
“No desfallezcas: eres dueño de tu muerte”.
El licenciado Bibero halló que fray Cipriano
de Valdés era nada menos que un cripto-creyente de
Que a lo largo de sus cuarenta años de
padecimientos no se sostuvo en la fe en Cristo, en la esperanza del paraíso, en
las enseñanzas de
Pero como a veces las enfermedades le
robaban toda energía y toda conciencia, no recordaba que podía ahorcarse, ni
tenía fuerza para ello; y cuando las recobraba, aunque fuese parcialmente,
pensaba, henchido de soberbia: “Todavía puedo regalarme a mí mismo una hora o
unos minutos más de vida, ¡ya me ahorcaré al rato!”. Ese rato nunca llegaba.
Hubo frailes que atestiguaron extrañas
alusiones de fray Cipriano al “misterio de Judas”. El apóstol de la horca.
Convicto, pues, de la herejía de pretender
abandonar el mundo por propia mano, fray Cipriano de Valdés fue condenado al
quemadero de San Hipólito.
A ciertos liberales
jacobinos escandaliza semejante crueldad de los inquisidores contra un pobre
fraile octogenario tullido, incontinente, llagado, escrofuloso, delirante.
No falta algún afrancesado historiador
revisionista de El Colegio de México, enemigo de la “leyenda negra” de
Y se aprovechó su ejemplo para refrendar la
censura cristiana a la desesperación y al orgullo de los suicidas, así fuese en
potencia. Pues, razonaban los jueces y el licenciado Bibero: “El pensamiento de
un crimen (y sobre todo la premeditación de la liberación de la enfermedad a
través del suicidio a lo largo de cuarenta años) es tan grave como el crimen
mismo”.
Encuentro sin embargo que este razonamiento
de los inquisidores podría, a su vez, haber sido causa de un juicio
inquisitorial, aunque un siglo más tarde, por jansenista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario