miércoles, 1 de mayo de 2019

GUILLÉN DE LAMPART

LOS MISTERIOS DE DON GUILLÉN DE LAMPART


La Columna de la Independencia resguarda un mausoleo interior para los héroes; en su vestíbulo se yergue la enigmática estatua de don Guillén de Lampart, pretendido “precursor principal de la independencia de México”.
Este extravagante desatino fue en vano combatido en 1908 por Luis González Obregón: don Guillén de Lampart (1615-1659) no era ni mexicano ni español, sino irlandés, con apariencia de hidalgo pero sin antecedentes verificables; tampoco mostró capital, profesión, méritos ni obras, antes de ser encarcelado por el Santo Oficio. Su confuso pensamiento sólo aparece en el proceso inquisitorial, que ha de ser leído con múltiples reservas: documentos que escribió bajo desesperación o tortura en la cárcel y testimonios parciales e interesados de los delatores y de los propios inquisidores.  Fue totalmente ignorado por la sociedad novohispana donde estaba por nacer sor Juana. Sus pretendidos planes para erigirse en rey de México nunca emprendieron indicio alguno de ponerse en práctica, ni fueron conocidos sino por escasos y peregrinos confidentes, que pudieron mentir. Incluso buena parte del personaje que revela el proceso inquisitorial se antoja caluminiosa o delirante, y se carece de otras referencias.
Brumosamente trasladado de Irlanda a España –vía Inglaterra, Francia, Flandes- y más oscuramente desembarcado en Veracruz en 1640 (en la misma flota que el nuevo virrey, pero sin formar parte de su corte), Lampart o Lombardo (como castellanizaba su apellido) se avecindó en la ciudad de México, por el rumbo de la Merced, donde sólo vivió dos años en libertad, sin mayor provecho y sin dejar rastro alguno en la sociedad novohispana, pasando miserias, arrimado a la familia de un pequeño comerciante a cuyos hijos impartía clases de latín.
En 1642, acusado de brujería, tratos con el demonio, infidencia al rey, desacato al Santo Oficio, herejía y de abundantes injurias contra los inquisidores, entre los innumerables cargos que solían acumularse sobre los desdichados, quedó preso durante diecisiete años en las cárceles de la Inquisición, de donde sin embargo logró escaparse durante dos días en 1650. Fue reatrapado, rencarcelado, reprocesado y quemado vivo en el quemadero de la iglesia de San Hipólito (ahora transferida a San Judas Tadeo), cerca de la Alameda, en el auto de fe del 19 de noviembre de 1659. Detrás del convento de San Diego –digamos, por el cruce de Reforma  y Avenida Hidalgo- corría una acequia adonde se arrojaban las cenizas de los ajusticiados.
         Casi ningún novohispano, salvo su media docena de acusadores o testigos astrosos, los inquisidores y algunos burócratas, se enteraron de la vida y del pensamiento de Guillén de Lampart, aunque sí (v. gr: Guijo: Diario de sucesos notables) de que cierto hereje se había fugado –lo que era no sólo escandaloso, sino casi inverosímil- de las inexpugnables cárceles del Santo Oficio, y que además había pegado en la madrugada algunos escritos injuriosos y blasfemos en tres o cuatro edificios céntricos. La sociedad novohispana de 1650 lo supo porque se predicó en todas las parroquias –medio centenar- que quien supiera de él debería denunciarlo de inmediato, bajo amenazas de excomunión mayor y líos inquisitoriales, así como entregar aquellos papeles al Santo Oficio. Fue en realidad un asunto pasajero y menor, soterrado durante dos siglos, pero que después de la Reforma -cuando Vicente Riva Palacio tomó prestados muchos volúmenes de los archivos de la Inquisición y se los llevó varios años a su casa en la calle de Donceles-, se convirtió en un escándalo histórico y en una ejemplarizante figura cívica.

OTRO CUENTO DEL GENERAL
Riva Palacio hizo dos cosas a propósito de don Guillén de Lampart: novelizar su vida, a partir del voluminoso proceso inquisitorial, en el folletón titulado Memorias de un impostor. Don Guillén de Lampart, rey de México (1872), que gozó de poca fortuna (una sola edición en más medio siglo –ahora se consigue cómodamente en Porrúa-); y sobre todo perfilar con demasiado entusiasmo ideológico sólo algunos de sus muy contradictorios rasgos en México a través de los siglos, de donde los constructores de la Columna tomaron la idea de convertirlo en “precursor principal de la Independencia”, pues alguna vez dijo, en efecto, que el papa no tenía derecho de conceder ningún territorio al rey de España ni éste de gobernar estas tierras... lo que por cierto habían afirmado muchos frailes y soldados españoles desde del siglo XVI en México, y lo que sostuvo toda la Europa no católica durante siglos. Y buena parte de la católica: en Francia e Italia.
         El general Vicente Riva Palacio, como sabemos, fue uno de nuestros mayores escritores del siglo XIX (Martín Garatuza, Los cuentos del general, Los ceros; Monja y casada, virgen y mártir; El libro rojo, la sección “El Virreinato” de México a través de los siglos, además de la coordinación de esta obra monumental que ha regido la visión oficial y social de nuestra historia antigua, hasta la fecha) y el que más se apasionó por la historia de la Inquisición en muchos de sus escritos. En su novela Memorias de un impostor, sin embargo, acaso falló por exceso. Como si el enorme expediente inquisitorial no le bastase, le inventó a Guillén de Lampart una trama absurda y algo cansada de folletón o comedia de enredos, en la que aparece como un asombroso Don Juan perseguido por las adversidades eróticas.
Más de la primera mitad de la novela trata de una bendición o maldición erótica, “el dedo del diablo”, que lo había ungido fatalmente en la frente: todas las mujeres distinguidas y hermosas de la Nueva España se enamoraban perdidamente de él. Riva Palacio nos los muestra guapo, bien vestido y ataviado; rico, galante, seductor, caballeroso, generoso: todo un galán donjuanesco con libre acceso a los salones palaciegos. Sabemos, por el contrario, que este aventurero no tuvo la menor suerte durante sus dos años de libertad mexicana, pues apenas si malvestía y malcomía, y de arrimado entre gente modesta.
De pronto, en Memorias de un impostor, como a todo Don Juan, se le juntan, coléricas, cinco enamoradas. Una se suicida, otra se va de monja, otra lo denuncia por brujo o diabólico a la Inquisición, etcétera. Eso no aparece en su proceso, donde resulta meramente denunciado por un tal amigo Felipe, a quien finalmente alarmaron sus estrambóticas habladas. También Riva Palacio lo inventa como miembro de una exótica masonería pro-independentista de la que tampoco hay fuentes y que suena a un episodio más bien anacrónico, del tipo de “los guadalupes”, que sólo ocurriría hasta principios del siglo XIX, con ribetes románticos.
         Por el contrario, resulta que don Guillén de Lampart era una suma barroquísima de misterios y de contradicciones. No se sabe por qué salió de Irlanda ni cómo fue a dar a Londres, donde estudió latines y teologías a la edad de doce años, cuando tuvo que escapar de las iras del rey de Inglaterra –dice- porque, a tan precoz edad, compuso un poema en latín contra las herejías de la monarquía inglesa. La megalomanía, la mitomanía, la imaginación delirante, a ratos lúcida y a ratos totalmente extraviada, según va dejando huella en los interrogatorios inquisitoriales, lo entremezclan todo en un ilimitado aventurero en los laberintos de su propia imaginación.
Dice que luego cayó en poder de piratas y se volvió prodigiosamente su jefe, pues algo brillaba en él que los sedujo. Pocos meses después, todavía adolescente, abandonó a sus fieles piratas y se destacó como caballero, militar y sabio en la corte francesa y luego en la española, donde el rey de España y el valido Conde-duque de Olivares, entre muchos otros poderosos, lo premiaron con múltiples favores, como becas para un colegio de nobles en Santiago e incluso para El Escorial, además de bienes materiales que no quiso aceptar: se embarcó, sin dinero ni recomendaciones, como uno más de la plebe en una flota a intentar no sé qué aventura mexicana.
        
LA REVISIÓN CRÍTICA DE GONZÁLEZ OBREGÓN
Luis González Obregón escribió una rigurosa biografía histórica de Don Guillén de Lampart, la Inquisición  y la Independencia en México en el siglo XVII (1908), con la intención de disuadir a quienes deseaban inventarlo como “precursor principal de la Independencia” y erigirle una estatua en el mausoleo de la Columna. Ahí lo reduce a su justa dimensión. Había, sin embargo, acepta González Obregón, algo de verdad en sus asombrosos dichos, pues en efecto se manifiesta en su proceso como un hombre extraordinariamente inteligente, culto, habilidoso e imaginativo; hablaba varios idiomas europeos y escribía en latín con excelencia. Durante su prisión, compuso cientos de salmos latinos en letra diminuta en su sábana, con tinta improvisada (cenizas mezcladas con alguna bebida como chocolate o atole) y plumas obtenidas de astillas y huesos de comida: el Regio Salterio, que tradujo y estudió parcialmente el padre Gabriel Méndez Plancarte (1948) -el hermano olvidado del celebradísimo Alfonso, el sorjuanista. Era asimismo un hombre increíblemente valeroso y resistente al dolor físico, según lo reconoce el propio expediente, pues mantuvo su rebeldía contra los inquisidores durante los diecisiete años, a pesar de las torturas y de los castigos carcelarios que acostumbraba el Santo Oficio, que además parece haberse ensañado muy especialmente contra él.
Aunque en ocasiones se dijo –no se sabe si en momentos de locura, sagacidad, necedad o broma- descendiente de aristócratas y hasta hijo bastardo del anterior rey de España y hermanastro de Felipe IV, y por ello merecedor del trono de México, se demostró que era llanamente hijo de humildes artesanos y granjeros irlandeses, según declaró un hermano suyo, fraile, ¡también enigmático residente irlandés en la Nueva España!, pero dedicado a modestos deberes religiosos en provincia.
Algo le debió ocurrir en Europa para dotarlo de una cultura vasta, precisa, elegante, que pasmó al Santo Oficio y que siguen elogiando los estudiosos modernos. Por lo demás, durante los siglos XVI y XVII abundaron las leyendas o rumores de hijos bastardos de los reyes de España, enviados o aparecidos misteriosamente en México, como algunas monjas fundadoras de conventos, o privilegiadísimas habitantes de ellos, y el “venerable” Gregorio López, igualmente enigmático: muy sabio y algo santo, o al menos asceta, apocalíptico y ermitaño.
         Fuesen bravuconadas, delirios o estratagemas, Guillén de Lampart confió a los humildes parroquianos con quienes trataba en la Merced que estaba destinado a convertirse en rey o virrey del país, según lo veía en los astros, o se lo hubiesen prometido sus poderosos parientes y amigos españoles, o el peyote y el demonio. Lo curioso es que tal megalomanía, que al principio esa gente humilde tomó simplemente por chifladura, empezó a cobrar visos de realidad al ocurrir un hecho inusitado: en 1642 había acontecido un insólito golpe de estado, mediante el cual el obispo Palafox destituyó en cinco minutos al virrey Villena (se le acusaba de complicidad con los portugueses, por entonces enemigos de España, aunque luego fue exonerado de todos los cargos y nombrado virrey de Sicilia).
Si era tan fácil derribar instantáneamente a un virrey con unos papeles secretos que de repente había esgrimido el obispo Palafox, podría serlo tirar a otro con otros papeles, incluso falsos. Y Guillén de Lampart presumía de sostener nutrida correspondencia con todas las cortes europeas y con los reyes de Portugal, Inglaterra y Francia. No se le encontraron cartas recibidas de Europa; sólo proyectos o dichos de las propias cartas que él escribía o pensaba escribir a los más encumbrados personajes del orbe. Y dijo, efectivamente, que puesto que ni el papa ni el rey de España tenían derechos legítimos sobre estas tierras, cualquiera que liberase de ellos a los mexicanos y fuese aceptado por éstos –él, por ejemplo-, podía constituirse legítimamente en su rey, y a ratos se imaginaba y firmaba como “rey de México”.  Sólo lo dijo en sordina a tres o cuatro personas en merenderos, vecindades y tabernas de la Merced y lo escribió luego en sus papeles carcelarios. Parece que también imaginaba ganarse el apoyo popular aboliendo la esclavitud de los negros y los onerosos impuestos a todas las castas, lo que indudablemente fascinó a los liberales de la Reforma.
         Hasta aquí, la acción legal contra Guillén de Lampart debió haber sido meramente política y secular; asunto para la Sala del Crimen de Palacio y para ser remitido en cadenas a España por probables intenciones de infidencia o rebelión. O a un manicomio. Sin embargo, el Santo Oficio se apoderó del caso porque los delatores y testigos hablaban de peyote, de astros y de diablos. Es entonces cuando se despliega la más trágica y aleccionadora historia de Guillén de Lampart, esta sí totalmente documentable: la del enemigo acérrimo de la Inquisición desde sus propias cárceles.
Se defiende con sabiduría y furia de los inquisidores; los insulta, los amenaza y en secreto escribe terribles denuncias contra ellos por su corrupción (apresaban ricos –especialmente de origen portugués, pues por entonces Portugal se había separado de España y convertido en enemigo de la Corona española- para robarles sus bienes; les inventaban cargos, los circuncidaban por la fuerza en la propia cárcel para hacerlos pasar por judíos, falsificaban los procesos, etcétera). Al fugarse, pegó estas denuncias –con un engrudo a base de pan y agua- en ciertos muros principales, en la madrugada, donde permanecieron escasas tres o cuatro oscurísimas y desiertas horas; y se atrevió a apersonarse, apenas fugado, en pleno Palacio para entregarle al virrey, por medio de un mozo, con el pretexto de que se trataba de un correo extraordinario de La Habana, un relato abundante y sazonado de los vicios inquisitoriales. De tal modo se convirtió en un adalid de los liberales juaristas que, con los archivos de la Inquisición en el cómodo estudio de Riva Palacio de su casa de Donceles, podían airear un aspecto macabro de la dominación española.
         Aunque en secreto, tales cargos contra el Santo Oficio mexicano no fueron tomados a la ligera por la Corona española, que interrogó a sus representantes virreinales sobre ellos durante mucho tiempo, y ordenó investigaciones que corroboraron plenamente, al menos en los aspectos materiales de corrupción y arbitrariedad, las denuncias de Guillén de Lampart. Sobre todo le dolió mucho al rey enterarse de que los inquisidores mexicanos apresaban a presuntos judíos de origen portugués muy ricos, ¡y en seguida los volvían pobres en su contabilidad!, para no entregar nada de esa riqueza confiscada al tesoro real. A algunos inquisidores se les demostró que vendían en tales o cuales comercios céntricos las joyas sustraídas a los “herejes” procesados.
        
LOS HÉROES IMAGINARIOS
Se pudo encontrar cientos de “precursores de la independencia” con mayores méritos que Guillén de Lampart, desde el propio Hernán Cortés y su hijo, así como sus partidarios, hasta muchos indios caciques, chamanes o macehuales insumisos, negros cimarrones y frailes mesiánicos. La pretendida “siesta virreinal” proliferó en rebeliones, motines y conjuras. Fue el énfasis de Riva Palacio en el perfil rebelde, exótico, novelesco, de Guillén de Lampart, y más en México a través de los siglos que en la novela, lo que le valió la curiosa estatua en la Columna de la Independencia, por lo demás tan poblada de próceres cuestionables.
         Lo que más me conmueve de don Guillén  de Lampart, sin embargo, no es el atareado y mágico donjuanismo que le confiere Riva Palacio; ni los tratos demoniacos, prácticas brujeriles y frecuentaciones del peyote que narran sus delatores. Tampoco sus terribles tormentos, tan regiamente narrados por Riva Palacio en la última parte de la novela, la de la cárcel -que es sufrimiento puro-, que de cualquier modo comparte con todos los presos no sólo de la Inquisición, sino también de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas... quien a ratos me parece que inspira más a Riva Palacio que todos los numerosos y voluminosos documentos inquisitoriales. En Memorias de un impostor, la fuga de Guillén de Lampart es toda una aventura de Montecristo.
Lo verdaderamente conmovedor es la fe absurda de don Guillén de Lampart en la escritura. Muy poca gente sabía leer a mediados del siglo XVII en México. No había desde luego prensa periódica, ni mucho menos política. Sólo podía ambicionar escribir cuatro o cinco papeles con letra menuda y pegarlos con engrudo de pan en muros de casas e iglesias, a ver si alguien azarosamente los leía en la oscura y vacía madrugada; y si ése los entendía, y si los relataba fielmente a otra persona... Además de llevarle un abundante texto al virrey a su propio palacio. En esto logró un gran éxito ulterior: sus fragilísimos textos sobrevivieron, cuando ya se han olvidado muchas aparatosas obras eclesiásticas o burocráticas.
Lo conocemos sobre todo por esas denuncias desaforadas, que los inquisidores preservaron rencorosamente en sus archivos, adonde las pudieron encontrar Riva Palacio y, treinta años después, González Obregón. Acaso nadie haya tenido tanta fe en una denuncia civil, escrita, exhibida ante la entonces inexistente “opinión pública” como Guillén de Lampart, anónimo en su siglo y ahora azarosamente encumbrado en el vestíbulo de la columna de la Independencia, gracias al prestigio  y a la pluma de Riva Palacio.
En su prólogo a la edición de Porrúa de Memorias de un impostor, Antonio Castro Leal acusó a González Obregón de ser injusto con Riva Palacio, pues no lo menciona por su nombre en su biografía de Guillén de Lampart, aunque se refiera a México a través de los siglos. Casi sugiere plagio. El reproche es ridículo: ambos estudiaron el mismo expediente inquisitorial. Y quien haya leído otras obras de González Obregón recordará que cita con frecuente reverencia a Riva Palacio.  Simplemente Luis González Obregón eludió en esta biografía rigurosamenete histórica, por cortesía, desmentir los añadidos imaginarios, folletinescos, de la novela; tampoco quiso polemizar abiertamente con su querido maestro y antecesor, ya muerto, en quien pretendían apoyarse los partidarios de erigir la estatua de Guillén de Lampart como “el mayor precursor de la Independencia”.
A los delirios o temeridades del aventurero, se sumaron el mito literario-ideológico de Riva Palacio y la peregrina imaginación de un escultor italiano, pues desde luego no existía iconografía alguna del pesonaje: sólo se sabe que era de mediana estatura, facciones regulares y algo pelirrojo. Edad mediana, y claro: moda de mediados del siglo XVII. Ha sido pues el destino de Guillén de Lampart ir añadiendo, aun siglos después de muerto, más ficciones azarosas a su perfil de “impostor” trágico.
        



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