miércoles, 2 de marzo de 2022

Para leer a Guillermo Prieto




PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE LOS IMPRESCINDIBLES DE EDITORIAL CAL Y ARENA

 

 

 

 

                            A la memoria de Ilya de Gortari y Olivier Debroise

 

1

En el centenario de su muerte, Guillermo Prieto (1818-1897), uno de los mayores escritores y héroes cívicos mexicanos de todos los tiempos, recibió un temible homenaje: la recopilación de sus Obras completas (ed. Boris Rosen Jélomer, Conaculta) en ¡32 tomos!, algunos muy gruesos.

         Semejantes homenajes exterminan a los lectores, aunque en este caso tal Babel hemero-bibliográfica resultaba necesaria, e incluso muy tardía, pues Prieto compromete no sólo el gusto literario, sino todo el siglo XIX como uno de sus mayores protagonistas (5 veces ministro, 18 veces diputado, incesante colaborador de innumerables diarios, revistas, libros, academias) en cuanto político, escritor-de-combate, maestro, testigo, cronista, poeta (el poeta mexicano más prestigioso de su siglo, según encuesta de 1890 del diario La República, que lo ubicó en el gusto de sus lectores muy encima de Díaz Mirón, Peza y Gutiérrez Nájera). El menor detalle de Prieto es historia patria. Y claro: el supercompadre de todo mundo.

         Acaso más que cualquiera de los otros 29 próceres de la Reforma (según censo de “los 30 licenciados y militares de don Benito”, que propusiera Luis González), sus compañeros y amigos, fue además una figura ejemplar y edificante por su honradez, su modestia, su simpatía, su folklore individual y colectivo.

         Advierto mucho folklore nacional en ese prototipo mítico del Mexicano-con-mayúsculas (tan buen-muchacho incluso de viejito, tan llano, tan sin pretensiones, tan burlón de sí mismo), pero sospecho también no poco folklore personal inventado, construido, acuñado con prestigios de articulistas españoles y novelistas franceses. Debe destacarse su sentido del humor y su gran generosidad para la conversación, para el castellano coloquial del México callejero de su tiempo, que se ahínca como la parte sustancial de su obra.

         Es posible incluso que su castellano coloquial ya no lo fuese tanto en el momento de la primera publicación de sus prosas: está más cargado de arcaísmos y pintoresquismos que sus contemporáneos; pudo ocurrir que, desde joven, haya incorporado palabras y expresiones  ya en desuso, fabla de abuelos, como rasgo de estilo. Que también haya sido memorioso de los tiempos de sus mayores. Del mismo modo, exagera los giros campesinos y populares, saboreando las incorrecciones como verdaderas golosinas: la fabla ranchera o  la fabla del pelado. (En realidad, Prieto siempre fue capitalino, de origen algo cómodo aunque con épocas de miseria, y con una personalidad precozmente intelectual.) Sus prosas juguetonas suelen ser más barrocas, pintorescas, plebes y arcaizantes que las serias, lo que hace sospechar que sus barroquismos, arcaísmos, plebismos y pintoresquismos fuesen desde el principio los colores elegidos para su paleta lúdica. Pero no debe pasar desapercibida la música del prosista, el refinamiento estético incluso en sus aventuras de deslenguaje: fue en cualquiera de sus formas, y sobre todo cuando escribe en laberintos, uno de los mayores artistas del castellano en México.

         Ahora lo conocemos sobre todo por un libro-summa que no leyeron sus contemporáneos: Memorias de mis tiempos (póstumo, ed. Nicolás León, 1906), aunque en él se compendian tanto sus conversaciones como los trazos periodísticos que lo hicieron tan célebre (y tan querido) desde muy joven. Es probable que haya intuido en sus últimos años que legaba a la posteridad un caos hemerográfico y se haya propuesto condensarlo en un tomo de tomos, para lectores futuros. Su fortuna con la posteridad reside sobre todo en este libro, fundamental para todo conocimiento del siglo XIX mexicano.

         Difícilmente, sin embargo, como en el caso de su gran amigo Ignacio Ramírez El Nigromante, podremos reconstruir cabalmente la voz que se oyó en su tiempo. Los lectores y el pueblo semilustrado sobre todo conocieron y amaron al poeta Prieto y al orador Ramírez. El gusto del siglo XXI (e incluso el del XX) se aparta de esa poesía y de esa oratoria marcadas por un patriotismo romántico dirigido a un público elemental y ardoroso, con poca o ninguna ilustración, que había surgido a la vida nacional independiente en un deplorable estado de miseria y de incuria casi silvestres; y que no estaba acostumbrado a leer  -pero en absoluto- sino a oír y a declamar: escuchaba en corrillos, fogones y festejos: sermones, discursos, canciones y poemas que circulaban en la tradición oral y asimismo en la prensa, como ornamento de almanaques, calendarios, hojas volantes y variados fascículos misceláneos de principal intención política, comercial o devota.

         Esa escasa o nula ilustración no era siempre, desde luego, equivalente de incultura: su cultura era otra, de tipo oral y tradicional, más atento de la conversación y de la lectura en voz alta que del texto silencioso; muy dado a ritos y ceremonias, bailes, posadas, desfiles, misas; tertulias, cafés, tabernas y mentideros; hábil para memorizar y recordar, incluso para recitar e inventar; entusiasta de fervores cívicos, militares y religiosos, y jubiloso de que sus escritores cultos lo pintaran incesantemente en la prensa periódica, en las ceremonias y en el teatro incluso con todos los ácidos de la caricatura. 

         Esa cultura escasamente alfabetizada era profusamente trabajada en la iglesia, la escuela y los eventos cívicos, pero sobre todo en la casa (casas colectivas, vecindades). Aun en casas humildes la recitación, el canto e incluso la improvisación de todo tipo de letrillas formaba parte del entretenimiento cotidiano (casi no había otras diversiones, más que el trago y la baraja o, rara vez, los toros y los gallos), así como la representación por los miembros de la familia y los vecinos, especialmente los viejos, las mujeres y los niños, de todo tipo de comedietas de origen más o menos sacro. Muchas plegarias así como muchas lecciones  escolares, incluso de ciencias y técnicas, se difundían en verso, por el apoyo y el gusto que la métrica y la rima daban a la memoria.

         Hay que advertir que los no-lectores arcaicos muchas veces apreciaban y atesoraban más el texto que los lectores alfabetizados modernos: desde principios del siglo XVII hubo memorillas capaces de aprenderse de pe a pa, de una sola oída, toda una comedia de Lope. Esos memorillas eran poco letrados. Pero incluso el público común y corriente recordaba durante mucho tiempo fragmentos y escenas completas que había visto apenas una vez, y que se volvían parte de la conversación cotidiana y de la vida social. El público salía de los teatros recitando, glosando y parodiando; se corregían y comentaban los unos a los otros, armaban competencias; representaban las escenas para quienes no habían tenido la suerte de verlas con los actores.

         Esto seguía ocurriendo en México en los años de los nuevos dramaturgos Fernando Calderón e Ignacio Rodríguez Galván. Asimismo, el público de Lizardi, Bustamante o Prieto podía recordar e incluso memorizar fragmentos de textos, en prosa o verso, pero sobre todo poemas, que leía o escuchaba leer pocas veces. Algo parecido ocurría con la música: la ciudad de México por entero se impregnaba de ciertas arias de ópera, opereta y zarzuela que acababan de ser representadas apenas dos o cinco veces en sitios sólo accesibles a unos cuantos, y que sin embargo al poco tiempo andaban en las gargantas y en las guitarras (previsiblemente destempladas y desentonadas) de todos los vecinos. El propio Prieto nos cuenta que, como Don Quijote, se encuentra por los caminos a gente sencilla que ya anda recitando las letrillas que apenas acaba de componer, como la célebre “Marcha de los cangrejos”. En muchas otras ocasiones, Prieto glosa y parodia poemas y canciones ajenos que ya conocía el público. Era gente extremadamente receptiva y plástica para los textos orales, y practicaba en vivo todos los ejercicios que ahora se llaman “intertextuales”. Prieto da razón de varios pasmosos improvisadores en verso que no publicaban nada, ni siquiera pensaban en ello. Por entonces la poesía no se hacía para publicarse; se publicaba sólo por accidente, lujo o golpe de suerte, y no importaban tanto unos escasos compradores de libros frente a inagotables escuchas. La mayoría de los poemarios eran tardíos o póstumos.

         A ese público se dirigían el poeta y el orador populares. En cuanto a su abundante, casi asfixiante color local, no puede olvidarse que este folklorismo de Prieto era exclusivamente para consumo interno, y de ahí las enormes libertades que se toma son su gente: no había turismo, ni lectores extranjeros para los vates locales. El folklore de exportación y lucimiento ante el mundo empieza después de la revolución, con el éxito de la pintura mural y la escuela mexicana de pintura y artes plásticas. Prieto, por el contrario, ofrece un furibundo folklorismo de combate a la manera de Ramón de Valle Inclán. Cita mucho a Goya.

         Nada más remoto pues del nacionalismo complaciente que suele agobiar a México, que el nacionalismo esperpéntico de Prieto, no por ello menos enamorado de sus poblanas de enagua roja, tan tías de la duquesa que Job amó; de sus rotos y currutacos, de sus curas mitoteros y militarotes de opereta sanguinaria, de sus pelados, carniceros, cargadores, trajineros, monjas, beatas, tragones, atildados ridículos, viejos raboverdes; leperitas prendadas de rotos, pelados que se quejan de los desdenes y regateos de las léperas y de las vendedoras de chía; raterazos consuetudinarios y escuincles atorrantísimos; fauna de teatros, plazas de toros, mascaradas, fondas, cafés.

         Se diría que el elenco de esta farsa tricolor no está conformado sólo por tipos (aunque abundan los cuadros de gran riqueza y precisión costumbristas), sino también por excéntricos incurables, casi seres imaginarios: los tipifica un sistemático delirio de excentricidad a toda orquesta con una irrefragable vitalidad que asombra a cada instante.    

         Todo su clima es comedia, de ahí que con frecuencia pasen a segundo término sus programas y matices ideológicos y prevalezca el espectáculo risible. No es en absoluto necesario compartir sus opiniones para disfrutar su mundo, de modo que conviene preferir en una antología los textos donde mejor luce su materia verbal, y no tanto su ideología, que de cualquier modo impregna toda su escritura, ni su minuciosa trayectoria de prócer.

        

2

Con frecuencia se reprocha a Prieto y a Ramírez que no hubiesen sido más refinados (“esos máistros y no maestros”, bromeaban Reyes y Novo): no les tocaba serlo, sino fundar la patria, su literatura y su política, su prensa y sus instituciones. La eficacia, el fragor de los poemas de uno y de los discursos de otro se resiste empero, una y otra vez, a la imaginación del lector “posmoderno”, descontentadizo y como decepcionado o harto de la cultura. En Prieto, en cambio, todo es entusiasmo y furia de vivir, incluso entre las pesadillas sin despertar, que no sólo recupera, sino exagera y alebresta, para multiplicar la diversión multitudinaria. Una como jocundidad rabelaiseana anima tal rusticidad-algo-teatrera.     

         Por fortuna, como asimismo es el caso de su otro gran amigo, el novelista Manuel Payno, Prieto nos ofrece su voz personal en conversación desatada, no pocas veces sobreactuada, redundante y desaforada; y adrede poco vigilada, o desvigilada -deliberada y hasta jocosamente azarosa- con delirios de risa o charla locas, algo reminiscentes, para mi gusto, de los discípulos ilustrados de Cervantes y de Quevedo, que encontraron en la literatura popular (charlas, letrillas, sátiras, fábulas, artículos de costumbres) una salida de la  sofocante y tiesa cultura levítica que monopolizaba toda la civilización hispánica.

         En ese sentido, charlar, echar relajo y disparatar era secularizar: escaparse del claustro (clerical o académico) rumbo a las utopías de la aventura montaraz o callejera. Casi toda la prosa ilustrada española rebuscaba la frescura de la conversación, del periodismo o del discurso laico, del teatro y sobre todo del género chico, el sketch. Ya estaba en fray Servando, por ejemplo, y en Lizardi y Carlos María de Bustamante. Abundaba también este estilo entre los escritos confiscados por la Inquisición por irreverentes, subversivos, supersticiosos o heréticos, desde el último tercio del siglo XVIII.

         Sin duda existió para Prieto y para Payno cierto romanticismo folklórico y nacionalista en tal privilegio del habla vecinal y de fogón -un vecinal fogón barroquísimo- sobre la escritura atildada, de “buen gusto”, pero también una prodigiosa intuición de que en la conversación más libre y pintoresca detonaban todas las galas y pliegues de su estilo, de su personalidad y de su arte personalísimos. A ellos les tocaba escribir así.  Destino es estilo. Podemos acaso, a falta de otro, recurrir al ambiguo término de “crónica” para abordar a semejantes Inclasificables, a estos prosistas-de-todas-las-prosas. Él hablaba asimismo de “tradiciones”, “charlas”, “actualidades”, “escenas”, “cuadros”, “apuntes”...

         Las memorias bastante novelescas de Prieto, las novelas bastante memoriosas de Payno (Los bandidos de Río Frío) habrían perdido mucho si se las hubiese querido recortar y traducir demasiado rigurosamente a los amanerados modelos de la escritura literaria al gusto europeo stendhaliano, flaubertiano, barbey-d’aurevillesco, como por ejemplo le ocurrió muchas veces a otro gran liberal-romántico: Ignacio Manuel Altamirano, en cuyas novelas esforzadas se echa de menos a ratos el vuelo de sus crónicas rápidas. Incluso Vicente Riva Palacio a veces sufre demasiado ante las convenciones del aparatoso folletón histórico-sentimental, aunque desde luego siempre con pasajes dignos de sus cuentos y de las crónicas jocosas, y con trozos de bravura caricaturesca y pintoresca por encima del entramado artificioso.

         El ideal literario de muchos de ellos, curiosamente, no fue tanto la pureza o la concentración, sino la grandiosa, dispendiosa, disparatada aventura nacional: Payno y Prieto tuvieron un modelo folletinesco imposible que todas sus obras delatan: Los misterios de París, de Eugène Sue -no remoto, desde luego, del perseguido por las novelas de Dumas, Balzac, Hugo, Dickens. Escribieron los misterios de la ciudad de México y de las guerras civiles e internacionales; Prieto se aventuró a otras zonas del país: Querétaro, Puebla, Morelos, Zacatecas, Veracruz, Sinaloa, la frontera norte e incluso llegó más allá que sus compañeros e interrogó larga y tenazmente los secretos de los Estados Unidos.

         Estamos pues en la era bronca de los gigantes “rústicos”, que comenzaron la patria y la cultura nacional prácticamente de nada (los prestigios prehispánicos y coloniales habían desaparecido por completo de la cultura -y de la memoria- en vísperas de la Independencia, como se ve en las obras de Lizardi o Carlos María de Bustamante, e incluso en las  de Alamán y Mora; y de hecho no se recobrarían sino hasta el siglo XX, cuando Amado Nervo lanza como manifiesto la vuelta a su Juana de Asbaje, y luego Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, los padres Ángel María Garibay y Alfonso Méndez Plancarte,  los doctores Silvio Zavala y Edmundo O’Gorman, entre otros muchos estudiosos, recuperan la literatura culta novohispana.

         La Colonia estaba completamente olvidada -nadie la destruyó, se pudrió solita-: toda, por completo (y esto desde décadas antes de la Independencia); quedaba apenas un destartalado clericalismo ranchero y vecinal. Los beaterios se habían vuelto beateríos. En la época del virrey Calleja se convirtió en cuartel, cárcel y establos el Colegio de San Ildefonso, y se echó a la calle, como desechos, por montones, el acervo de su biblioteca que hacía medio siglo nadie consultaba. La joya del virreinato alcanzaba de este modo su destino de muladar de la nueva soldadesca virreinal, y el papel de los escritos añosos sólo servía para fabricar cartuchos, como lo documentó Genaro Estrada.

         El propio Prieto nos recupera el perfil de los curas esperpénticos de hacia 1830, de los que fue muy cómplice y compadre. Su primera publicación, muy temprana, consistió precisamente en una letra sacra que se pegó en las puertas de algunas iglesias céntricas; treinta años después lució otra publicación inolvidable: se pegaron en esas mismas puertas los edictos de desamortización de los bienes del clero expedidos por el presidente de la Reforma, Benito Juárez, y su ministro de Hacienda: Guillermo Prieto.

         Sin embargo, si alguien siempre recordaba algo de la cultura virreinal, mucho más que cualquier clérigo decimonónico, era él. Nuevamente excepcional, Prieto se diferencia de sus contemporáneos porque intuye -ayudado un tanto por Vigil y Orozco y Berra- la riqueza secreta de sor Juana (conocía sobre todo sus “Liras”, que imitó) y de la cultura indígena; cita con frecuencia a Clavijero y a Alzate; sabía algo incluso de Sigüenza y Góngora. El desamortizador de los bienes del clero regresaba a menudo a las fuentes no sólo populares, sino letradas, de la amortizada cultura colonial.

         Asimismo se empeñó tempranamente en todo tipo de textos en resguardar la memoria de las costumbres coloniales (que con frecuencia continuaron vigentes a lo largo del siglo), incluso en detalles de los ritos de semana santa, de la vidas de las monjas y de conventos, o de la historia de la capital, para no hablar de las costumbres populares, de las comidas y las fiestas, de los episodios cotidianos, instituyéndose así como uno de los principales patriarcas de los colonialistas y en maestro de Luis González Obregón. Hay un gran Prieto colonialista.

        

3

Prieto también difiere de otros juaristas y porfiristas en otros dos aspectos fundamentales: no estuvo de acuerdo con el marginamiento o el combate de esos liberales triunfadores o triunfones a los indios-que-insistían-en-seguir-siendo-indios, que no se modernizaban, que no se volvían ciudadanos liberales y prósperos empresarios capitalistas, al gusto del código liberal: hay en muchas de sus páginas una encendida sensibilidad indigenista, casi de fraile misionero; y tampoco estuvo de acuerdo con la manipulación autoritaria de la democracia: cuando el Benemérito se perpetuó a la mala en el poder (1866), renunció a su ministerio con un panfleto más que claridoso, salió del país y se opuso a la tiranía de los últimos años juaristas, sin perder por ello la admiración por su gran héroe-Benito.

         Tampoco admitió el exilio más o menos dorado con que don Porfirio se deshacía con bastante facilidad de sus viejos camaradas; prefirió una especie de exilio interno en el Porfiriato: siguió hasta su muerte como pobre profesor de escuela (muchas escuelas) y periodista modestísmo, sin otro pedestal que el amor, ese sí abrumador, de sus alumnos y lectores: el casi harapiento, cochinón, sentimental y jocoso viejito Prieto de fines del siglo XIX.

         Ese exilio interno era algo forzado: no fue meramente por obsesión memoriosa que el viejo Prieto se dedicó durante sus largos y marginados años porfiristas a reciclar sus memorias, sus romances y crónicas antiguas: no se le permitía ocuparse de otras cosas.

         Se antojan escasas y apagadas sus críticas al porfirismo a lo largo de esos veinte años, y Prieto en otro tiempo había armado tremendas trifulcas periodísticas a la menor ocasión. En más de un sentido don Porfirio lo desterró, por nueva orden suprema, a las memorias de sus tiempos. ¿Hay cierta palinodia socarrona, cierto reproche indirecto al triunfo liberal, a ese club de triunfones, cuando Prieto lo zahiere por petulante y ridículo, y en cambia ensalza a otros liberales, los sencillotes y menesterosos, los previos al Gran Triunfo? No debe desdeñarse la lección viva para las nuevas generaciones de un Prohombre de la Reforma ni enriquecido, ni exiliado ni marmóreo, sino callejero y profesoril, sencillote, abuelito instantáneo de medio mundo. ¿Se propuso ser un reproche vivo, con su sola presencia, a los triunfones?

         Prieto y Payno: Una literatura a pelo y sobre la marcha, admitiendo con feliz humorismo la ironía de plumas que se solazan en su circunstancia y su naturaleza dizque payas, semi (anti)letradas, simplonas, callejeras, peladonas y leperuzcas, fascinados por la jocosa “patria espeluznante” que diría López Velarde.

         Durante la vejez de Guillermo Prieto (y de hecho, desde la fundación de la revista El Renacimiento de Altamirano, al triunfo de Juárez  sobre todas las guerras de Reforma, intervención francesa e imperio de Maximiliano) ya se ajetrea una generación de autores y lectores con una nueva sensibilidad, que todavía no saben que se les llamará (muy impropiamente) “modernistas” y que ahora vemos encabezada por Manuel Gutiérrez Nájera, a quien sus contemporáneos, como Justo Sierra, por el contrario, no vieron sino como una culminación y depuración del romanticismo liberal de todos ellos: Prieto, Ramírez, Payno, Riva Palacio, Altamirano; e incluso de los maestros de éstos: fray Servando, Navarrete, Quintana Roo, Lizardi, Carlos María de Bustamante, Alamán, Heredia, Fernando Calderón, Ignacio Rodríguez Galván, Flores, Acuña... 

         Cierto canon poético pretende entronizar a Martí, a Gutiérrez Nájera, a Díaz Mirón, a Othón sólo como fundadores del modernismo: sabemos que varios de ellos alcanzaron a denostar con todas sus letras el gusto modernista, y que todos se sentían más cerca de sus maestros romanticotes que de sus atildados discípulos decadentes o satanistas. Se consideraban más bien románticos plenos, vigorosos, culminadores y no meros precursores de una crepuscular, conjetural escuela futurista: byronianos, victorhuguescos, balzacianos, suenescos, dumasianos; más que baudelairanos, verlaineanos, mallarmeanos o rimbaudianos. Hay mucho legado de Prieto en los románticos más jóvenes y en los primeros modernistas.

         Me gusta imaginarme a Prieto como amigo literario de Michelet y de Renan (fue tenaz divulgador de Seignobos); a Fidel como compadre de Fígaro (Larra); sus escenas parianescas como escenas matritenses (Mesonero Romanos). Y si Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón o Luis González Obregón alcanzan desde luego cierto parentesco con la gran revolución verbal e imaginativa de Rubén Darío, con mayor razón encarnan cierta culminación, cierto perfeccionamiento de los ideales de la literatura romántica de sus maestros.   

         La poblana de enagua roja siempre quiso ser una Duquesa Job; la Duquesa Job seguía siendo una poblanaza de enagua roja en cuanto dejaba de desfilar por la calle de Plateros. O desfilaba por la calle de Plateros como una Duquesa Job que también era una poblana de enagua roja.

         Hay por otra parte una gran sensatez ranchera,  extremadamente antiextremista, supersónicamente antimoderna en Prieto: liberal puro y duro, sigue siendo religioso (su poesía mariana, por ejemplo, es abundante); mira con más que ironía las novedades industriales, eróticas, comerciales y teosóficas; busca el fresco nacionalismo de los tipos-antitipos y las carnavalescas sensaciones concretas (los términos máscara y carnaval son básicos en sus escritos), a la vista, palpables en todos sus desfiguros. No asombra entonces que gran cantidad de las sátiras del modernizador y civilizador Prieto se dirijan precisamente contra los preciosos ridículos que se andaban modernizando y civilizando demasiado y al dos por tres.     

         No ama solamente una patria ideal, límpida y eficiente proyectada al futuro, sino su astrosa patria real de todos los días. Si el modernismo comienza en los hijos literarios de Prieto, vuelve nuevamente a él para terminar, con su gran nieto López Velarde: la novedad de su patria es precisamente la vuelta a la narrada por Prieto. Fuensanta era una Duquesa Job que recobraba el gusto por ser poblana (o jerezana) de enagua roja. Desde el tremendo examen de conciencia de la cultura mexicana moderna que ejerce López Velarde durante las desdichas de la Revolución, se ha vuelto cíclico el regreso de nuestras modernidades fallidas a ciertas arcadias de rusticidad bravía; a cada cierto tiempo, vuelve la nostalgia por Astucia (Luis G. Inclán), por Los bandidos de Río Frío, por las Memorias de mis tiempos...           

        

4

Leemos en el siglo XXI la refundación de la literatura (y aun de los registros del habla) modernos de México que ocurrió desde los albores del XIX. En el valiente código bronco, de cronista conversador y romántico, antiparnasiano y antiacadémico, a caballo entre el nuevo periodismo hispánico de Mesonero Romanos y Larra y las novelas folletinescas de Sue (¡y hasta Paul de Kock!), Dumas, Balzac, sin perder del todo los resabios “polkos” -el patriota Prieto tuvo su perejilito de polko- de un país sacristanesco y militarote, ranchero e iletrado, añorando la conversión del púlpito virreinal en la tribuna constituyente (a la manera de Lizardi o Ramírez) y de las letrillas devotas o chismosas de la lírica dieciochesca en la poesía folklórica.

         Prieto buscó el alma popular en romanceros a la manera del tradicional español, pero también en letrillas de opereta cómica y en sonetos o cuartetas didácticas y fabulescas herederas de la literatura ilustrada hispánica, abundante en la prensa periódica, devota y comercial del siglo XVIII. Una cultura moderna de autodidactas con escasa y menesterosa escolaridad (alguna clase en sacristías y colegios particulares, algunas becas nimias en San Juan de Letrán o Minería, muchas discusiones engoladas en academias y liceos, muchos poemas memorizados en calendarios y almanaques devotos): así se formaron los estupendos ministros de Hacienda, de Gobierno y de Justicia; los legisladores intrépidos, los novelistas renovadores, los pedagogos de nuevo cuño y los poetas modernizadores. 

         Ramírez, Prieto y Payno sabían, desde luego, que en Europa y los Estados Unidos prevalecía una literatura más refinada, que conocían y admiraban (hay bastante crítica literaria contemporánea en los 32 tomotes); admitieron que su misión y su estilo consistían, por el contrario, en recuperar las musas callejeras, las escenas del México astroso y convulso, los cromos un tanto naïves (desde el punto de vista actual) de una cultura cívica que todavía conservaba resabios y sonoridades de la sacristanesca. Reconoció el magisterio fundador de Lizardi y de Bustamante (a quien defiende contra los denuestos de Alamán en alguno de los prólogos a sus romanceros) y siempre conservó cercanía con los perfiles, que recupera tan minuciosamente, de Quintana Roo, Calderón y Rodríguez Galván.

         En cierto sentido, con Guillermo Prieto empieza nuestra tradición cultural moderna de manera conciente y deliberada: reconoce y recupera como maestros a sus antecesores, lo que éstos no pudieron hacer: Lizardi, Bustamante, Quintana Roo, Alamán, Mora, Carpio, Pesado, “el gran Heredia”, Calderón, Rodríguez Galván no contaron con grandes mentores; conforma una ecléctica pandilla más o menos romántica y liberal que no excomulgaba del todo a los conservadores ni a los bucólicos, pandilla que retomará Altamirano en El Renacimiento; y decide permanecer en el país, a pesar de las órdenes supremas de don Porfirio, como maestro y abuelo extravagante de dos o tres generaciones nuevas y muy latosas: Revista azul, Revista moderna...

         En Prieto tenemos pues: habla, conversación, paisaje, sensaciones, imaginación, juego, panorama social, entusiasmo y regusto en la-vida-de-todos-los-diablos-del-peor-de-todos-los-siglos, en el que se habían volcado, como chaparrón en destartalada vecindad, todas las calamidades: derrumbes del orden español, de la cultura clerical, de la paz social; continuas guerras civiles e internacionales; corrupción interna laberíntica y explosiva, extrema precariedad en todos los órdenes precisamente cuando se trataba de treparse por asalto, y sobre la marcha, al ferrocarril de la modernidad industrial.

         Tenemos también un  temple recio, de quien sabe mascar rieles y veranear en tempestades, con toda la risa (sobre todo las bromas a costa de uno mismo), y un formidable talento para apreciar con todo entusiasmo los detalles y nimiedades de la vida cotidiana, como si fuesen paraísos que compensan del largo apocalipsis menesteroso: los chiles rellenos, los chismes, los garabatos de la caricatura, los pulques, las anécdotas, el humor negro transformado en no sé qué de sonrisilla casi infantil, con una especie de inocencia salvaje, de anticipación fauviste que se quiere ranchera y campirana, con cierto regusto beato y mocho (ya sabemos que nuestros matacuras fueron supercuras laicos). Prieto no pocas veces al charlar jocosamente, también predica, y se muere de risa ante el esperpento de su propia predicación. Sospecho que cuando se burla de cierto aire clerical de que había quedado impregnado su tenorio amigo Payno desde la infancia, está también guiñándose socarronamente al espejo. A ratos, en su crítica de las “malas costumbres”, el liberal Prieto resulta, como Lizardi, más estrecho y espantado que los viejos curas, lo que termina conformándolo como un esperpéntico autor regañón digno de su extravagante reparto.

         No nos asombre que en Prieto y Payno (como en ciertas páginas de Altamirano y Riva Palacio) se haya logrado lo que las generaciones más cultas y desahogadas del siglo XX simplemente no consiguieron: la recuperación literaria del habla, del panorama social, de las costumbres y de la vida cotidiana de su tiempo, del elenco nacional multitudinario -toda una comedia trigarante- y de su propio perfil autobiográfico. Ese estilo prevalecerá. Está en Azuela, en Vasconcelos, en López Velarde; incluso a mediados del siglo XX, Juan José Arreola buscará ese tono en muchas de sus recuperaciones pueblerinas, como La feria.

         Narradores de finales del siglo XX pedirán inspiración a la musa callejera y coloquial: Elena Poniatowska (Hasta no verte, Jesús mío), José Agustín (Se está haciendo tarde. Final en laguna), Luis Zapata (El vampiro de la colonia Roma). La inspiración de la desordenada prosa coloquial de Prieto (más afortunada que la de sus poemas, y que la oratoria de El Nigromante) goza de cabal y saludable actualidad casi dos siglos después.

        

5

Las Memorias de mis tiempos se instituyen como duradero paradigma de la recuperación del habla, del espíritu-del-tiempo y del paisaje social mexicanos, y como inalcanzable prodigio de la reinvención de uno mismo a través de la autobiografía: sólo encuentro en el Vasconcelos de Ulises criollo un ímpetu de construcción de un yo literario semejante (aunque éste ya algo menos libre, ya uncido por un Mito-de-Superhombre).

         Su continuación (una continuación previa: ¡medio sigo anterior!, siguiendo los jocosos oximorones de Prieto, pues la publicó desde 1857), Viajes de orden suprema -el relato del viaje que debió realizar, sobre todo en los pliegues del mapa de Querétaro, exiliado por Santa Anna a causa de sus artículos periodísticos, representa un gran aliento del cronista de viajes que asimismo dejó testimonios valiosos de otras regiones del país y de sus visitas a los Estados Unidos. En algún momento la farsa se materializa, y el villano mayor de toda la comedia, el tirano Santa Anna, quiere apalear ahí mismo al escritor que lo fustiga.

         Estos dos gruesos tomos reúnen la más eficaz expresión de Prieto para el gusto contemporáneo y han recibido considerable atención del público en las últimas décadas. Se diría que entrambos -Memorias de mis tiempos, Viajes de orden suprema- conjuntan la mayor parte de su obra perdurable (son títulos señeros de toda la literatura nacional). Esta antología, que sigue la edición de las Obras completas de Boris Rosen Jélomer, ha procurado ofrecer una selección abundante de ellos.  

         Hay que enfatizar la belleza de la noveleta Memorias de Zapatilla (en las “Charlas domingueras” del 12 de septiembre al 10 de octubre de 1875), en la que con todas esas armas guasonas, naïves, fauvistes y coloquialismos incluso en laberintos verbales, narra episodios de la toma de la ciudad de México por el ejército norteamericano.

         Importa recalcar que la notable revaloración que Prieto, Payno, Riva Palacio y Altamirano han recibido en las últimas décadas coincide con un saldo atrozmente deficitario para sus relucientes sucesores del siglo XX, que pretendían haberlos enterrado por obsoletos y anacrónicos: la mayoría de los llamados narradores, poetas e ideólogos de la (post)revolución, por ejemplo, o los autores de cosmopolitismos urbanos y decadentes de temporada (temporada Milagro Mexicano, temporada Auge Petrolero, temporada Ya-llegamos-al-Primer-Mundo, temporada Pura-Crisis). Los patriarcas rústicos resultaron más ricos y durables de lo que nadie suponía. Se apolillaron antes los pretensiosos, los resabidos y los redichos, los demasiado precipitada y extremosamente modernizados. Al parecer, al menos en prosa, los primitivos románticos también le han ganado la batalla incluso a muchos sus estilizados sucesores modernistas. Sólo la prosa de Gutiérrez Nájera y de Amado Nervo ha alcanzado una recuperación semejante.

         ¿Qué debe revisarse del resto de la enorme acumulación hemero-bibliográfica? La mitad de esos 32 tomos está conformada por textos especializados de economía, política, discursos, cartas, manuales de divulgación o pedagogía, siempre limpios e interesantes, siempre algo improvisados, que seducen poco al lector de intereses literarios y se ofrecen más bien como archivo al estudioso de su tiempo y de Prieto en cuanto personaje público. Por lo demás, con frecuencia Prieto pierde la mitad de su energía en escritos poco lúdicos; casi ni se le reconoce en sus textos de autor-serio, cuyas ideas nunca difieren de las expuestas en sus crónicas. Hizo bien en resistirse al almidón, la depuración, la etiqueta y el tono sofisticado: lo habría perdido todo. Sabemos que tal era su consejo a Payno: -¡No te me perfecciones, hermano; sigue dando lata tal y como incorregiblemente eres!

         Otros seis tomos recopilan sus mil y un poemas, muchos bastante largos, como sus numerosos “romances históricos” que se propusieron, un tanto abusivamente, relatar con una versificación algo fácil, programática, de receta, a veces más bien mecánica, los episodios de la historia patria, de la “historia de bronce”. Esa historia patria romanceada de Prieto no está necesariamente mal, pero abruma por su sobreabundancia y su sobrefacilidad; se trata del mismo material de sus Lecciones de historia patria (escritas para los cadetes del Colegio Militar), que ya había reelaborado industrialmente en todo tipo de géneros y ocasiones, pero ahora versificado con velocidad de improvisador que se transforma en monotonía.

         Fue empero una pedagogía exitosa: los romances históricos se usaron muchísimo en las aulas, se reprodujeron en libros de texto -incluso en los textos gratuitos de la segunda mitad del siglo XX- y millones de niños los declamaron, y fueron importantísimos para la cristalización de la “historia de bronce” que se consolidó en el Porfiriato y reciclaron los gobiernos del PRI. Es todavía la historia patria que vivimos, toda vez que los revisionismos históricos recientes han mostrado escasa aptitud artística y se han resignado a meros espacios políticos, mediáticos y académicos. Comparte no pocos vicios y virtudes con la otra gran empresa de divulgación política de la historia nacional: el muralismo.

         Pero no engañaba a nadie: no aspiraba a reediciónes. Prieto se repite mucho porque escribe para la publicación (o recitación) inmediata y olvidable, casi sin memoria de lo que ya ha escrito y publicado antes: muchos versos e incluso títulos se reiteran una y otra vez como si los textos semejantes anteriores jamás hubieran existido. En cierta manera no existían. Se escribía y publicaba para el día presente. Casi se pedía al lector o al escucha que, por favor, no recordara nada: que todo ocurriera de nuevo por primera vez. No es otra la actitud de los soneros que improvisan coplas -siempre más o menos las mismas: de eso precisamente trata el són- a cada rato. Prieto codiciaba en cada poema al lector fresco.

         Cualquiera de esos romances históricos se deja leer bien solo, varios abruman, el santoral completo irrita y, por otra parte, se enfrentan no al público devoto de las gestas heroicas de su tiempo, optimista y esperanzado, sino a una sociedad ahora extremadamente fatigada de la propaganda política. Nada señala, desde luego, que no puedan regresar, destino frecuente de los poemas de tema heroico en todo el mundo. El trovador siempre canta bien y cuando desafina es porque le gusta desafinar, le parece insulsa tanta servidumbre al solfeo.

        

6

Hay una voluntariosa vocación juglaresca en Prieto y en Payno. En cierta manera era otro bohemio, no hacia las drogas, prostituciones, decadencias, exotismos y preciosismos de “sus muchachos” modernistas (todo mundo fue alumno de Prieto), sino hacia la rusticidad y la precariedad de sus viejos tiempos: en 1890 añoraba, cultivaba, las rusticidades, despropósitos, barbaridades e incurias de 1830, cuando todavía no se habían inventado ni los fósforos y todos los fumadores debían tener su braserito prendido a la mano todo el día; o de 1855, cuando ya había perdido la fe religiosa...

         Era a su modo otro lion incroyable en su desaliñada, pero rebuscada, rusticidad y en su acrisolada virtud a pesar de sus innumerables bromas. Los modernistas, que dizque no se escandalizaban ya con vampiros ni con misas negras, sí se escandalizaban, y mucho, con la facha y el beligerante anacronismo de Prieto, casi frailecito astrosísimo al final, él, ¡el único monumento vivo y presente de toda la historia de broncel! ¡Cómo le gustaba lucirse como pobretón, perdedor, mero aficionado, algo disparatado, basurita! Si tal era el final del mayor de los ídolos, ¿qué les esperaba a los principiantes? Se chismeaba que Prieto más bien chocheaba o se hacía el loco. Que sufría el snobismo del autopobreteo y del autoninguneo... Fue deporte nacional de los modernistas burlarse de su tan querido viejito: Valle-Arizpe seguía muerto de risa cuando describía tal figura hacia 1940.

         La poesía de Guillermo Prieto sin embargo sigue estando en debate, pues todavía no se ha decidido que su musa romancesca, callejera, sentimental o satírica, que para el canon romántico era perfectamente legítima -como lo sanciona el elogio supremo de Marcelino Menéndez y Pelayo-, deba ser desterrada para siempre en obediencia a los códigos poéticos posteriores más restrictivos, del simbolismo o la poesía pura, que a su vez naufragaron ya hace mucho tiempo...

         Sigue habiendo habla y canto, humor y panorama en ella; incluso ofrece no escasos puntos de contacto con la poesía vanguardista de Valle Inclán, Alberti, García Lorca, Neruda, Huerta o Sabines y del neorromanticismo coloquial de buena parte de la poesía en lengua castellana de la segunda mitad del siglo XX, que como el propio Prieto, recobran los moldes del romancero y de la poesía de tipo popular para elaborar su nueva expresión culta y personal. Así, por ejemplo, León Felipe y los poetas cancioneros o chansonniers (a la manera de Prévert) de 1950... ó 1970 ó 1990 recordaban a Guillermo Prieto.    

         También ha dejado de imperar el criterio algo escolar y parnasiano de que los poemas satíricos, las canciones, las coplas, los epigramas, los juguetes verbales o cualquier especie de corridos o cuentos en verso sean necesariamente poesía menor o no-poesía: mera prosa-en-versitos: Ahora todo es (puede ser) poesía, como en la juventud de Prieto. Sospecho que siempre el mejor poeta Prieto es el que sobre todo se divierte, y que su mejor poesía está en las letrillas juguetonas... pero bastante decentes. El terrible Prieto siempre era un buen-muchacho: ahí residía su espanto particular, en que nunca tomaba el partido del diablo. Resultaba  siempre incombatible y terminaba seduciendo a los mismos enemigos y víctimas de su pluma. Este supremo comecuras es poeta imprescindible en cualquier poemario guadalupano, por ejemplo. En su caso, como en el de Ramírez, la biografía también importa para el disfrute de la obra, pues la dota de una poderosa credibilidad que es consustancial con su acento.

         Quedarían como “problema” para el antólogo, pues, unos ¡ocho poderosos tomos! de prensa miscelánea, generalmente periodística, de ensayos y crónicas, cuadros de costumbres o apuntes de viaje, de calidad e interés bastante parejos, entre los que es difícil elegir. Casi todo ese abundante material podría ser antologado y resulta algo azaroso, en consecuencia, el criterio de selección. Siempre habrá lectores que echen de menos tales o cuales artículos o crónicas específicos, o que, por el contrario, aleguen que tal texto ya demasiado establecido se parece muchísimo a otros diez, entre los cuales alguno parecería más fresco o variado que el consagrado.

         Ciertos autores han considerado que el Viaje a los Estados Unidos,  “Los San Lunes de Fidel” (supuestamente los ocios alegres del vago, pues en lunes ni las gallinas ponen, pero asimismo un guiño a la columna literaria más importante del mundo: los Lundis de Sainte-Beuve) o las “Charlas domingueras” conforman parte del mejor Prieto, conjuntos tan compactos y apreciables como las Memorias de mis tiempos o de los Viajes de orden suprema, mientras que otros prefieren no privilegiarlos sobre el resto abundante de su escritura periodística, y rebuscar la frescura de los textos azarosamente olvidados o dispersos. Su estudioso norteamericano Malcolm D. McLean estimaba especialmente el Viaje a los Estados Unidos... un pequeño viaje ¡de dos tomazos!

         En cierta manera, fuera de aquellos dos grandes títulos unánimemente acatados, la antología de la prosa miscelánea de Guillermo Prieto sigue en construcción y en debate, no porque tenga debilidades sino, al contrario, por la abundancia de sus textos rescatables, de los que puede seguirse enriqueciendo la narrativa y el periodismo actuales. Opino que siempre deben combinarse con las dos obras maestras que fueron compuestas deliberadamente como libros mayores y centrales, y que estructuran ulteriormente todos sus demás escritos.

         Lejos de quedar superada la discusión en torno a Prieto, que Alfonso Reyes quiso concluir hace más de medio siglo con la fórmula diplomática, que también se aplicaría a otros liberales-románticos como El Nigromante (el menos afortunado actualmente en la recuperación estética, que no política ni ética, de todo el grupo), de personajes con gran importancia histórica y obras de escasa importancia literaria -verdaderos próceres y no verdaderos artistas-, nos encontramos con que su escritura, en apariencia frágil, callejera y momentánea, resiste al tiempo y se impone a los cambios de modas, ideas y gustos. Todos los cronistas socarrones han encontrado sus relucientes novedades precisamente en el baúl del tatarabuelo: lo mismo González Obregón que Artemio de Valle-Arizpe y Salvador Novo, hasta los actuales, y no pocos bloggeros.

          Buena parte de ese material disperso era prácticamente inaccesible antes de la edición de las Obras completas, cuando los lectores sólo podían recurrir a unas cuantas antologías breves, casi todas muy semejantes entre sí y provenientes de la fundadora de Luis González Obregón: Prosas y versos (Cultura, 1917), al grado de que parecían calcadas unas de otras. Durante su vida no se recopilaron en forma de libro muchas obras lúdicas o periodísticas en prosa de Guillermo Prieto -aunque los artículos sin embargo se reeditaban generosamente en las más diversas publicaciones periódicas-, sino sólo poemarios y títulos técnicos, políticos o pedagógicos. Viajes de orden suprema alcanzó a publicarse pero no circuló, pues casi todo el tiraje se destruyó en un incendio en la propia imprenta. Durante un siglo, Prieto sobrevivió felizmente parapetado en las Memorias de mis tiempos.

 

                                                                  JOSÉ JOAQUÍN BLANCO,

                                      DIRECCIÓN DE ESTUDIOS HISTÓRICOS, INAH.


 

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