sábado, 25 de octubre de 2008

DIABÓLICOS E INICIADOS

Retratos con paisaje
Diabólicos e iniciados
Por José Joaquín Blanco

EL DIABÓLICO D’AUREVILLY
Tal vez la técnica narrativa de Las diabólicas (Bruguera) de Barbey D'Aurevilly (1808-1889), escritas entre 1849 y 1874, sea más interesante que su temática: son cuentos de conversaciones, y de conversaciones de conversaciones a la tercera potencia. El verdadero asunto no reside tanto en la aparente anécdota cuanto en la conversación del narrador con algún personaje excéntrico (dandy), que cuenta su historia. Eso ya es punto de vista henryjamesiano.
En “La cortina carmesí” dos viajeros en una especie de diligencia sufren una descompostura en plena madrugada, en un oscuro pueblo de provincia. Desde su carro detenido miran una ventana iluminada, con la cortina roja, y resulta que uno de ellos vivió una historia importante de su juventud en la habitación de esa cortina. No hay mucha historia: una mujer aparentemente tímida y virtuosa se le entregó por meses, en secreto, en ese cuarto, y una noche de pronto se le murió entre los brazos, dejándole los líos del cadáver. Se dibuja sobre todo el carácter del conversador, quien le cuenta ese episodio al supuesto narrador.
Es decir, en D'Aurevilly hay un autor que inventa un conversador a quien diversos tipos le cuentan sus historias “tremendas” de mujeres. “El más bello amor de don Juan” resultaría, a siglo y medio de distancia, casi pueril: lo salva el arranque de doce otoñales ex-amantes aristocráticas (condesas y similares) de un don Juan a quien invitan a una cena íntima y fastuosa con todas ellas para que les hable de erotismo. Todos al borde de la vejez, que en aquella época debió haber sido a los cuarenta y tantos años. Es como una plática post-coitum con todas ellas juntas.
No me parecen tan diabólicas las mujeres de D'Aurevilly -aunque hay su dosis de adulterios, prostituciones, envenenamientos e infanticidios-, sino su esteta, morboso narrador, por otra parte sumamente divertido -conserva en su estilo buena parte de las virtudes del charlista dandy, impertinente y elegantemente procaz-; y sólo en el sentido baudelaireano de disfrutar las conductas humanas impropias, bastante naturales por lo demás, pero que no resultan divinas, a la manera del catecismo, y en consecuencia deben ser definidas como Diabólicas o Malignas con exageración notoria, hasta histérica. Una mujer que se ha acostado con varios hombres es Diabólica, un hombre que ha hecho lo mismo con varias mujeres resulta un simple Dandy. Ya vislumbramos claramente a Proust en Las diabólicas; en “La felicidad en el crimen” incluso aparecen amazonas espadachinas un tanto andróginas, que algo conservan todavía de la escandalosa travesura de Gautier: Mademoiselle de Maupin.
D’Aurevilly se atreve a citar el verso de Virgilio (Bucólicas , 2) que fue la bandera de la poesía gay por siglos: “Corydon ardebat Alexim”... (“El pastor Coridón ardía por el pastor Alexis”.) En los colegios pretendían ver alguna errata y que en realidad se trataba de pastor y pastora, que Alexis era Alexia.
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En “Una partida de whist”, en cambio, Barbey D'Aurevilly pierde por exceso: multiplica los laberintos de la conversación y la anécdota, de modo que todo se resuelve en una atmósfera algo confusa, asfixiante, de la que sólo recupero algunos pasajes en favor del juego como un arte -un dandy se dedica encarnizadamente a los naipes como a la pintura, o a la filosofía-, y en favor de la mentira: dominar el arte de mentir: mentir triunfal, impune y absolutamente, con tal virtuosismo que ni siquiera provoca sospechas...
Salvo cierto curioso intento de “lacrado”, “En un banquete de ateos” carece de los méritos antijacobinos que anuncia el título: meros líos de faldas de soldadones, que pudieron ser igualmente (des)creyentes de cualquier religión y llevar la misma vida crapulosa. Pese a lo que pregonaba, D'Aurevilly no le hizo daño alguno al ateísmo de los ilustrados, a diferencia de Baudelaire (reivindicación sensual del Mal), Flaubert (Voltaire vulgarizado por Homais) y Maupassant (“El tío Sosthène” sí es una verdadera mofa de los banquetes de ateos: pública y ostentosamente carnívoros precisamente en Viernes Santo).
Incluso el intento del amante cornudo de lacrarle el sexo a la muchacha infiel es meramente un asunto de nota roja: desde la antigüedad se han dado ese tipo de agresiones contra la vagina -violarla, coserla, quemarla, rellenarla con asquerosidades...
La reliquia -restos humanos- que entrega el ateo a un sacerdote para que dizque la entierre en “suelo santo” -cosa algo irregular, enterrar litúrgicamente una especie de fósil- también resulta peregrina: cualquier ateo o creyente en otras religiones podría pedir entierro católico para un familiar o un vecino católicos: simple respeto a los muertos. Muchos ateos y no ateos exigen que sus cenizas se esparzan sobre el mar, jardines, montes, en lugar de “suelo santo”. No se necesita ser creyente en nada para respetar restos humanos, sobre todo de personas que pudieran ser próximas. En fin, todo un laberinto de tartufesco escándalo antivoltaireano para salir con una batea de babas y un “lacrado” de nota roja.
Imagino “La venganza de una mujer” con María Félix o Dolores del Río, como grandes putas, y Arturo de Córdova, como gran atormentado. Claro que no se podría representar: todo es verbal. Tiene majestad ese relato, que enloqueció a los lectores durante más de medio siglo, pero hay que creer en lo Sublime y en lo Abyecto, en el Honor y la Infamia, y todo ese tipo de mayúsculas sobre puterías que encontramos en la poesía romántica y modernista (Flores, Plaza, Tablada, Lara). Si el lector no se escandaliza de que una mujer rencorosa se dedique a puta para enlodar el honor del marido, falla el cuento, y los lectores actuales ya no nos escandalizamos tanto de eso.
Su estilo tiene buenos momentos de metáforas y epigramas, pero al menos en la traducción resuena a un panfleto o a un sermón moralista de alguien que se toma demasiado en serio lo del diablo y el pecado. En traducción pierde más que Balzac, Hugo, Stendhal o Flaubert. Pero fue majestuoso en su momento y durante varias décadas; comprendo la admiración de Baudelaire, Verlaine, Valle Inclán, Gómez de la Serna... incluso Revueltas y su Diosa arrodillada.
Cuando leí por primera vez Los muros de agua me impresionó mucho el gesto vengativo de una lesbiana que se hace contagiar la sífilis para a su vez contagiársela a un enemigo... detalle que aparece más decantado con respecto al rey Francisco I de Francia en D'Aurevilly.
El autor imagina cierta sensibilidad del lector, y cuando esta cambia (como la moderna en asuntos de sexo), la mitad del texto se arruina... por culpa del lector. Todo es verbal, mental, escándalo de la conciencia y de la expresión; cualquier video soft-porno actual resultaría más diabólico que D'Aurevilly, de no ser por la intención moral y la expresión estética que él quiso dar a los suyos, que ya están desgastadas, pero que conservan, como retablos de viejos tiempos, huellas y lampos de su gran majestad original.
Cuando D'Aurevilly empezaba a imaginar sus Diabólicas, Flaubert imaginaba por su lado sus Tentaciones de san Antonio, sus Salambós, sus Herodías y San Julianes; y Baudelaire sus Fleurs du Mal.

NERVAL Y LOS GRANDES INICIADOS
Gérard de Nerval (Obras, Tr. Tomás Segovia, Círculo de Lectores) habría ganado suficiente mérito -aun sin los poemas presimbolistas y sin los relatos místicos y locos de sus Silvias y Aurelias- con las biografías reales e imaginarias de Los iluminados. La de Restif de la Bretone (“Las confidencias de Nicolás”) es particularmente notable, tanto más cuanto que Restif ya resulta ilegible -su francés no suena solamente anticuado; suena a un slang personal excéntrico y anticuado- y está bien olvidado fuera y aun dentro de Francia, si bien su leyenda de picante libertino de la era de la Revolución continúa destacando en el folklore cultural. Valéry se ufanaba de la escandalosa excentricidad de admirar a Restif.
Un philosophe de banqueta, un Rousseau desaliñado (¡todavía más!), populachero y sin talentos filosófico ni artístico; un escritor verdaderamente popular de las andanzas libertinas y pícaras de la segunda mitad del siglo XVIII durante sus “días y noches de París”: faldas, crápula, celos, falso moralismo, mucho color local, proyectos chuscos de todo tipo de mesianismos sociales. Como Proust, “carecía de imaginación”, en el sentido de inventar sus asuntos, y prefería disfrazar, corregidos y aumentados, sus interminables episodios picarescos, sentimentales, eróticos: recobraba su pasado, un pasado que no era tal como le había ocurrido, sino voluntariamente deformado. Grande en las caricaturas, en los embrollos de la vida popular y de la pequeña burguesía, del desorden “ilustrado” de la vida, todo a partir de una cultura autodidacta y poco escrupulosa, pero desbordada en su verbalismo obsesivo sobre esa recomposición de sus aventuras parisinas.
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Aurélia es una Divina Comedia del siglo XIX, con esoteria y enfermedades mentales. Un hombre se extravía en mitad del camino de su vida: ha cometido una gran falta, que no especifica, y por ello ha perdido a su amada Aurélia, quien muere. Su hipersensibilidad, sus enfermedades mentales o desequilibrios nerviosos, el ocultismo y acaso la droga (menciona el éter) le provocan estados de catalepsia, alucinación o delirio, en los que recorre como un Purgatorio mundos alternos de muertos, como en Swedenborg, desde los cuales Aurélia, nueva Beatriz, a veces parece mirarlo con piedad y funcionar cual mediación redentora en un sistema que es católico sin olvidar nada del esoterismo, y racional y lúcido sin dejar de delirar. Paris y la campiña francesa como escenografía.
Además de alegorías místicas, esotéricas y autobiográficas, parece una novelita fantástica sobre un hombre frágil que visita inquietantes mundos alternos de los muertos y del pasado, que conviven con el actual, y donde no se sabe bien a bien qué es lo real y qué lo delirado, cuál la realidad y cuál el sueño, ni dónde queda la razón y empieza lo que está por encima de la razón, lo “surréal”. Es un relato deliberado -construido, inventado- del que en algún momento perdió el control (se suicidó en la pausa entre la publicación de la primera y la segunda partes). Está muy apoyado, como otras de sus historias, por la tradición esotérica de las metempsicosis y metamorfosis, el macro y el microcosmos, el uno y el universo, la cadena de los seres, los vivos que están muertos y los muertos que están vivos. Muchos de sus asuntos, sin embargo, aparecen en otros contemporáneos, como Théophile Gautier, sin arrojarlos al despeñadero mental, como meros juegos de imaginación (Arria Marcella, Avatar, Espírita).
Sylvie es la nostalgia de otro hombre atribulado, por una muchachita a quien amó en su infancia, en el campo, desde la perspectiva del desengaño de la vida adulta, y muestra evidencias del origen de las “muchachas en flor” de Proust, la idealización obsesiva de esas nostalgias. Hay mucha culpa católica dentro de su filosofía hermética, y demasiado esteticismo en su angustia. Sus paisajes están muy detallistamente dibujados como para ser mero producto, o parecer un mero efecto de su desesperación. Tal vez empezó jugando con las ideas de la inmortalidad, de los mundos alternos, del paganismo redivivo que convivía con el catolicismo, del yo y del otro, del doble, de los astros habitados que admitían conjuros humanos, del hombre que ha sido todos los hombres, de la coexistencia de todo lo que alienta en simultáneos mundos alternos, paralelos... y terminó siendo un trágico juguete de esas mismas ideas.
El cine ha abusado con gran eficacia de tales asomos sobrehumanos, de modo que asombran poco en nuestro tiempo. Impresiona su estilo literario.

EL GRAN GAUTIER, QUIEN AL CANTAR, LLAMÓ A BORINQUEN “LA PERLA DE LOS MARES” *
Théophile Gautier: Oeuvres (Laffont), La pipa de opio y otros cuentos (Siruelta), Fortunio, La muerte enamorada, La lucha contra el destino, Mademoiselle de Maupin, El club del hachís, El pie de la momia, La novela de una momia (Cátedra), Jettatura, Avatar, Le capitaine Fracasse, Spirite, Arria Marcela... El mejor Gautier está en los otros, sus discipulos: introdujo un estilo preciosista, estetizante, libertino, irónico, impertinente, formalista, “decadente”, enjoyado, lleno de gracia, que llega hasta Proust (y Rubén Darío), en donde reconocemos a las descendientes de Mademoiselle de Maupin, casi un siglo después, con todo y sus atavíos de amazonas.
Sobrevive mejor en prosa, donde no “esculpe, lima y cincela” demasiado: novelas folletinescas (pero preciosistas y libertinas, algo esotéricas) a vuela pluma -buena pluma, de vocabulario numeroso, “ritmado” y trabajado-; poca trama, mucha narración lírica, poesía en prosa o ensayo estético a propósito de cualquier paisaje, persona o mosca. Se sigue leyendo con gusto. Pero esa revolución prosística en temas decadentes con prosa estetizante -tanta joya, tanta flor, tanto buen gusto, tanto museo, tanta ceremonia- se logró mejor en sus discípulos, como Proust, aunque éste pretendía ignorarlo y sólo aceptar la influencia de Nerval. Encuentro asimismo mucha prosa de Gautier en el Azul... de Rubén Darío, hasta frases literales... El prólogo de Mademoiselle de Maupin es notable como defensa de la inmoralidad en la literatura.
¿Se ha escrito un entretenimiento gay-travesti, como en los siglos XVI y XVII: Shakespeare, Cervantes, mejor que Mademoiselle de Maupin, sobre todo cuando los personajes representan dentro de la novela la comedia shakespeareana A vuestro gusto, al modo de Hamlet, teatro dentro del teatro, travestidos o retravestidos (la Maupin, travestida en hombre, representa un hombre travestido en mujer para seducir al galán, a quien habría que ponerle enaguas)? Tiene una alegría y una travesura que faltan en Sarrazine (Balzac) y en Proust, más trascendentalistas. Gautier sólo se divierte, pero qué enorme diversión.
Su gran subversión es que, entre juego y juego, se asienta que la homosexualidad es perfectamente posible (desde 1830): Mademoiselle de Maupin juguetea con mujeres, y finalmente se lleva a la cama a Rosette; el narrador, durante el tiempo en que duda si la Maupin es hombre o mujer, acepta esa atracción sexual, y seguramente aceptaría llevarla a los hechos en caso de que resultase hombre. Una novelita anticuada, fechada, amanerada, artificiosa y divertidísima. Tan era divertimento que está situada en el siglo XVII.
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(*) La obra de Gautier es inmensa y la mitad no está aún recopilada; conozco muchos de sus libros, y aún no me he encontrado ni su interés por Puerto Rico ni que lo llame “la perla de los mares”, como lo informa el bolero. Seguiré indagando...

VOLVER A LA CARTUJA
Stendhal: La cartuja de Parma. Extraordinaria, desde luego, en la precisión y la vitalidad de sus detalles (escenas de Waterloo, conversaciones). Me aburre un poco el truco de Stendhal de sus muchachos bellísimos, superefebos, refractados en las ansias ninfomaníacas de señoronas de mediana edad y alta posición social, tan malamadas por sus maridos o amantes maduros como entusiastas por los chiquillos mensos, torpes, vulgares, ignorantes, pero cuerísimos, casi inconscientes de su belleza: animales de la belleza juvenil, emblemas de la energía y la pureza de la Edad de Oro del hombre (hacia los 20 años).
Muy entretenido su dibujo minucioso de la hipocresía y del sadismo de la Restauración (v. gr.: La doctrina cínica, expresa, de fingir que se carece de entusiasmo, de talento, de sentimientos, como receta para triunfar en el hosco mundo que los detesta y sólo premia la grisura mocha, servil y pragmática; enviar a la cárcel o a la horca a alguien por meros motivos mundanos de terceros, de rivalidades de salón), aunque algo inverosímil para el lector moderno (v. gr.: los altibajos de idolatría y crueldad del príncipe de Parma con la duquesa Sanseverina, llevados a graves decisiones de estado; tantos espías y policías secretos ocupados en las sábanas de las duquesas.) Suena un poco a la Tosca de Puccini, aunque la ópera es más verosímil, pues ahí se trata de un mero ministro corrupto, brutal, que engaña a Tosca para hacerle el amor en su oficina, con promesas de piedad para un preso político condenado al paredón; en Stendhal tenemos a todo un soberano, irritado por los desdenes y la insolencia de la duquesa Sanseverina que no quiso ser su amante y se atrevió a alzarle la voz, cebándose en un muchacho sin importancia política o personal alguna, sólo para herirla a ella -lo que sin duda ocurría y sigue ocurriendo-, pero suena algo exorbitante, “novelesco”, sobre todo por la extensión e intensidad que les confiere el novelista.
En realidad, Stendhal se sueña a sí mismo en sus efebos salvajes y adorables, y a sus amadas imposibles en las señoronas ninfómanas -bastante inocuos y tontos tanto ellos como ellas; no hacen ni piensan mucho: su encanto se agota en su belleza física y en sus apellidos blasonados... todo lo demás resulta espesura, necedad, banalidad. Detesta a los varones de mediana edad, siempre feos, cansados y gordinflones: sus semejantes, sus hermanos.
Mueren y sufren muchas personas en esta novela, ¿y sólo han de conmovernos los sufrimientos -muchas veces más que merecidos- de los escasos seudoaristócratas jóvenes y guapos? Fabricio es bellísimo e impulsivo. Algo frío, atrae sin embargo a las mujeres, y fue capaz, adolescente, de largarse de casa para seguir al ejército de Napoleón. A diferencia de Luciano de Rubempré (Las ilusiones perdidas) -sensibilidad, hazañosos intentos de conquista social, complejidad de sentimientos e ideas, inteligencia- no me ha llamado a la simpatía Fabricio del Dongo, salvo aquel arrebato adolescente por la gloria napoleónica. ¿Por qué solidarizarse precisamente con él, y no con los cómicos de la legua a quienes desprecia y trata tan mal, por ejemplo? Y en efecto, era un “adorable” asesino, se merecía su cárcel tanto o más que otros presos: debía sus muertitos (en Waterloo, como en cacería, se despachó a algún fugitivo; y al pobre cómico a quien le andaba quitando la novia, que además ni le gustaba tanto.)
Tal vez lo mejor de La cartuja de Parma sean dos atmósferas: la energía romántica que la leyenda de Napoleón despierta en los chamacos ambiciosos y sin perspectivas (Fabricio era segundón y acaso bastardo), como manera de crecer por sí mismos en el mundo sombrío y fastidioso, a la aventura, fuera de las tiesas leyes heráldicas; y el clima terrorífico del absolutismo, donde un monarca provinciano puede dispensar vida, fortuna, miseria y muerte según sus caprichos más peregrinos.
Y claro, la factura severa, concisa, clara, en la que ya se ve el crecimiento hasta la exageración y la parodia del mundo que llevará a Proust: las duquesas, los celos, los salones... Y el mismo error, o paradoja: la elaboración psicológica minuciosa de profundidades sentimentales en personajes planos y mundanos. La verdad es que ni Fabricio ni la Sanseverina merecían tanto análisis letrado. El celoso Mosca queda mejor, en claroscuro. Y el terrible príncipe prepotente, vicioso de su poder.
El conjunto es perfecto, sin embargo: todo Parma como un asfixiante calabozo, apestoso a muertos y a fantoches podridos en vida, sin otro apetito ni goce que la crueldad... a terceros. Ni siquiera gozan en destruir directamente a sus enemigos; los hieren a través de terceros, en un ajedrez luciferino. Simpatizo, si hay que simpatizar con alguien, sólo con el ministro Mosca, el único personaje con verdaderos conciencia, albedrío, talento y pasiones, a pesar de su terrible papel de esbirro. Menos perfecto en la composición y en la expresión, Balzac es mucho mejor que Stendhal en siete u ocho novelas (Las ilusiones perdidas, Esplendores y miserias de las cortesanas, La piel de zapa, La prima Bette, El primo Pons, Papá Goriot, César Birotteau, La búsqueda del absoluto, La muchacha de los ojos de oro...) Por lo demás, la tan vociferada austeridad de la pluma de Stendhal ya existía en la prosa de Vigny.
Conservan su espectacularidad folletinesca, aunque no su verosimilitud, los grandes momentos del carácter terrible de la Sanseverina y su venganza: todo un diluvio; el largo idilio neoplatónico a través de una rendija entre el preso Fabricio y la hija del director de la cárcel; la fuga... Hay gran arte y sensibilidad nueva pero en una obra que no deja de ser más que romántica, folletinesca: desbordada, teatral, fantochera, llena de azares y destinos montados: utilería y tramoya. ¡Con qué facilidad se asesina al príncipe de Parma y se escapa de tal lío! Y la Sanseverina ejerce de todopoderosa-con-todo-mundo: ya, ni María Félix.

COCTEAU EN OCHENTA DÍAS
Empiezo con gran disgusto La vuelta al mundo en 80 días de Cocteau (Alianza Literaria): palabrería sicalíptica, sin gracia ni sentido. Acaso el peor de los libros de Cocteau -quien sin embargo tiene muy buenas obras.
En Egipto: “La esfinge, infeliz perro de ciego a quien le llegó el turno de quedarse ciega también, guardiana de las Pirámides, tiene un guardián que, por pocas piastras, la ilumina con magnesio”.
Siempre he sabido que no hay que creerle ni una palabra a Jean Cocteau, un autor que me gusta bastante. Habla de los pedos en China y la India –su geografía no es muy segura- como auténticas tragedias: “A un joven soldado indio del mayor B... se le escapa un funesto ruido de esos durante la instrucción. Apenas si lo oye uno de sus compañeros. Una hora después se suicida en la jungla, pegándose un tiro con su fusil”.
Cocteau lo lleva al mito: “Hay indios y negros que preferirían morirse antes de que un médico los viera en cueros. Si un indígena vislumbra a un oficial inglés cuando éste se desnuda y se baña a orillas de un río, dicho oficial queda en vergüenza y tiene que irse de la India”.
Pero el periplo de Cocteau es de 1936. Para entonces ya recorrían el mundo fotos de hindúes desnudos en baños rituales y experiencias religiosas. Incluso interminables filas de asiáticos de todos los países, rapados por todas partes y encuerados, que eran rociados abundantemente con algún polvo contra el tifo. Encuerados y polveados, riendo a la cámara, paquete y todo, como mimos de yeso. (Supongo que en gran parte del mundo el pudor se reducía, en última instancia, a cubrir los genitales, para lo que suele bastar una mano, un trapito, una yerbita.)
Los pescadores siempre han andado en taparrabos -siempre hubo pescadoras chinas-, y las madres amamantan libremente a sus bebés sin mayor vergüenza en buena parte del planeta; hay que descontar, desde luego, algunos países islámicos; pero ¿también China? ¿Cómo se bañarían en total privacidad, en ríos o a cubetadas, cientos de millones de campesinos chinos, antes de la ducha doméstica? Como en otras partes, debieron reservarse sitios (ríos, baños, patios, azoteas), horas y días exclusivos a mujeres, y otros a hombres, con la previsible travesura de los mirones escondidos. Los baños turcos tienen aún sus días femeninos en París. Todo Ingres.
Por aquellos años ya había en China estaciones de ferrocarril con cagaderos multitudinarios: puros agujeros en el piso; entraban los chinos por docenas, se bajaban el calzón y se acuclillaban a cagar, sin interrumpir sus largas y sonoras pláticas festivas, según registro de muchos viajeros occidentales. Incluso seguían fumando.
Cocteau se engolosina con los pedos chinos y los convierte en efemérides: “El año del pedo”, cuando a un pobre padre de familia lo desterraron de su ciudad por esa peripecia intestinal. Qué lejos de Quevedo. Quepedo.
“¿Sabéis por qué quiebra la China los pies a sus mujeres? Me contestaréis: es la moda. Una moda que ha durado mucho. Por lo demás, la propia moda nace de fuentes inesperadas. Un calvo inventa la peluca; un cojo, la trabilla; una princesa llena de granos rojos, el lunar postizo; una emperatriz encinta, el guardainfante, etc. De muchas taras ocultas nacieron singulares modas.”
Cocteau atribuye un sadismo erótico a los pies cortados: “Un pie roto sigue doliendo por el punto en que lo cortaron. Basta con tocar ese punto para torturar... Una raza de verdugos no concibe el amor sin sufrimiento... la maniobra conyugal que les arrancaba [a las esposas o concubinas], en el momento oportuno, espasmos y gritos de dolor”.
Gran charlatán Cocteau, con todo el sombrero. En la Nueva España, en las clases altas, simplemente se atrofiaba con vendas y calzados diminutos y muy ceñidos, los pies de las niñitas; se consideraba elegante y hermosísimo no ser patona. ¡Si los novohispanos revivieran y contemplaran los largotes pies de algunas mexicanas actuales, laureadas carreristas y maratonistas...!

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